Los señores de Neydor
Neydor. Un mundo circumbinario solo un poco más pequeño que la Tierra situado a 196 años-luz de distancia que tarda 241 días en orbitar las dos estrellas de su sistema. La principal es un astro similar al Sol, pero su compañera es una vieja y débil estrella anaranjada con solo un cuarto de su tamaño. Ambas se orbitan cada 27 días dando lugar a un grandioso espectáculo en los cielos de Neydor y del resto de los seis planetas del sistema.
La vida en Neydor, un mundo cálido de mares poco profundos y espesa atmósfera, había surgido cientos de millones de años antes que en la Tierra. Curiosas formas de vida acuática, terrestre y aérea se habían sucedido en las oleadas de la evolución hasta que, en una de esas marejadas biológicas, surgieron en sus plácidos mares varias especies similares dotadas de un sistema nervioso con capacidad de ir más allá del mero ciclo de la alimentación y la reproducción. Con el transcurso del tiempo, ambas especies se hibridaron, su descendencia emergió de las aguas y mutó en una forma vagamente antropomorfa. La consciencia, la abstracción, la comprensión y la empatía no tardaron en abrirse paso en su mente. Y en la tierra seca su inteligencia, sus ojos facetados y sus tres pares de ágiles extremidades se convirtieron en su mejor ventaja. En su mejor arma.
No tardó en convertirse en la especie dominante. Y tampoco en sentirse atraída por los dos soles que daban luz y calor a su mundo. Ninguna de las otras luces que brillaban en la noche, ni las fijas ni las móviles, podían competir en esplendor con ellos. Era el suyo un ciclo regular que sólo podía estimular la curiosidad de cualquier criatura inteligente.
Conforme pasó el tiempo, la especie, a base de una paciente labor de observación, anotación, reflexión y cálculo, aprendió a predecir ese ciclo y sus eclipses, elaboró complejos calendarios, imaginó ricas cosmovisiones y profundizó en el conocimiento matemático. Su ciencia, impulsada por una innata curiosidad, por un espíritu meticuloso y por una prodigiosa habilidad técnica, se desarrolló y expandió a gran velocidad. Pronto los mares, océanos y continentes de su mundo se le quedaron pequeños y la especie elevó de nuevo mirada al cielo. A las estrellas.
Mientras en la lejana y desconocida Tierra otra especie inteligente pero mucho menos avanzada fabricaba sus primeras herramientas de metal, los neydornianos enfocaban sus instrumentos astronómicos en los cuerpos celestes. No tardaron demasiado en tener la capacidad de enviar a los planetas vecinos de su sistema y a ambos soles sondas para estudiarlos a conciencia. Para cuando los humanos desarrollaban las primeras civilizaciones hidráulicas en India, Mesopotamia y Egipto, los robots neydorianos alcanzaban las estrellas más cercanas tras singladuras de décadas. No pasó mucho tiempo antes de que las astronaves de Neydor, esta vez tripuladas, fueran capaces de esquivar la barrera de la velocidad de la luz para lanzarse a épicos viajes interestelares que les condujeron a mundos paradisíacos y a infiernos indescriptibles. Eso ocurría mientras Qin Shi Huang unificaba China por primera vez y Roma luchaba por su supervivencia frente a las huestes de Aníbal.
Un día, las naves de exploración neydornianas entraron en los dominios de una estrella sólo un poco mayor que el sol principal de su mundo. Tras maravillarse con los hermosos anillos de uno de los dos gigantes gaseosos que presidían el sistema y estudiar las pequeñas formas de vida que alojaba el frío océano que existía bajo la capa de hielo de una de sus lunas, los exploradores fijaron su atención en el tercer planeta del sistema, un gemelo de Neydor, hogar de una inmensa biodiversidad. Pero de todas las formas de vida que allí vivían y morían sólo una de ellas era inteligente, aunque su estadio de desarrollo era todavía muy bajo: apenas entonces estaban empezando a explorar los océanos de su mundo y las ignotas tierras que se extendían más allá en frágiles barcos de madera que cabalgaban las olas impulsados por el viento. Al verlos, los neydornianos no pudieron evitar evocar su propia historia. Aquellos seres extraños, que sólo disponían de un par de brazos y cuyos dos sexos se manifestaban claramente diferenciados, parecían tan inquietos, curiosos y obstinados como lo habían sido sus antepasados. Avanzaban deprisa, pero aún era pronto para un primer contacto. Se prometieron volver.
Nunca lo hicieron.
Pero no fue por desidia ni por soberbia, sino simplemente porque eran seres mortales y la galaxia es vasta y abrumadora. Otros mundos, otros seres y otras culturas reclamaban su atención. Además, los neydornianos no sólo exploraban y colonizaban, sino que también experimentaban continuamente. Al fin y al cabo, tenían a su alcance decenas de miles de mundos sobre los que dar rienda suelta a su curiosidad y creatividad, y la ingeniería planetaria les mantuvo entretenidos durante un tiempo en el que no sólo cambiaron la naturaleza de su propio mundo y las órbitas de cometas, asteroides y planetoides de su sistema, sino que también lo hicieron en otros. Uno de sus muchos experimentos implicó alterar la trayectoria del único satélite de un planeta lleno de vida cuya excentricidad orbital le convertía en un peligro potencial. Fue necesario emplear varios asteroides de gran tamaño como tractores gravitatorios para modificar y estabilizar su órbita pero, no satisfechos con eso, también desviaron y trocearon más de un centenar de cometas que hicieron impactar contra el satélite, que en poco tiempo vio cómo el agua fluía por su superficie bajo una atmósfera de dióxido de carbono que servía de alimento a microorganismos diseñados para maximizar la generación de oxígeno. En unos pocos siglos, el satélite mostraba una faz totalmente diferente a la que había tenido durante eones, salpicada de lagos y mares de poca profundidad en cuyas islas y continentes la vida luchaba por abrirse camino poco a poco. Satisfechos con el resultado, los neydornianos confiaron en que algún día evolucionase una especie inteligente en el planeta principal que, al levantar la mirada al cielo y ver que en su satélite también había agua y vida, se preguntase cómo era posible ese mundo estuviese situado en una órbita tan idónea para ello y si, de alguna manera, le sería posible visitarlo. Y quizás se preguntase también por qué había otra luna, mucho más pequeña y cercana, cruzando rauda y brillante el cielo nocturno. Si eso ocurría, sin duda con el tiempo averiguarían que se trataba de un asteroide con forma de patata irregular que mucho tiempo atrás había formado parte de un increíble y exitoso proyecto de ingeniería planetaria.
Claro que no todos los experimentos terminaban de la forma esperada. Al fin y al cabo, no eran dioses y siempre hay cosas que pueden salir mal, pequeños errores que al final dan lugar a grandes estropicios. Así ocurrió en otro lejano mundo, similar al Neydor primitivo, sobre el que se cernía la amenaza de un intenso flujo de radiación gamma procedente de una estrella situada a 8.000 años luz que estaba en la fase final de su existencia. Los neydornianos pensaron que, ante esa perspectiva, sería interesante tratar de alterar la naturaleza de la vida del planeta para hacerla más adaptable y resistente y se pusieron manos a la obra. Pero un pequeño error en la reescritura de la información genética de algunas formas de vida vegetal llevó a una mutación imprevista y a su expansión descontrolada. En poco tiempo, la práctica totalidad de las demás formas de vida vegetal y animal fueron no ya desplazadas, sino directamente exterminadas, pues la nueva biota parecía tener alguna forma de sensibilidad, de coordinación y de determinación, una inteligencia colectiva básica pero letal. El paraíso se había convertido en infierno. Sin inmutarse, los neydornianos tomaron nota del error, evacuaron el planeta y decidieron que lo mejor era dejar en paz aquel mundo y a su nuevo dueño.
Y siguieron estudiando, experimentando y aprendiendo en todos los campos. En un momento dado, sus científicos se tropezaron con la posibilidad teórica de usar atajos espaciotemporales en cualquier lugar con relativa facilidad, lo que les permitiría viajar por el espacio y por el universo a su antojo, convirtiendo las naves interestelares en piezas de museo. Ni que decir tiene que se embarcaron con entusiasmo en el nuevo desafío.
Y lo lograron.
La especie que había crecido bajo la luz de los dos soles de Neydor inició entonces el viaje definitivo, el que la llevaría a desperdigarse por toda la galaxia y más allá. Pero no por ello olvidó su planeta natal. Neydor había sido su hogar durante incontables generaciones y por ello se merecía su cariño y respeto. La especie decidió que su mundo se convertiría en un santuario inalterable en el que honrar la Vida y la Inteligencia. Un lugar al que volver cuando la nostalgia la abrumase y al que otras especies también podrían acudir en busca del conocimiento acumulado por los neydornianos durante siglos.
La primera en llegar fue la especie humana.
Neydor entró en los listados de exoplanetas gemelos de la Tierra sólo unos pocos días antes de la histórica reunión secreta de Claire Lockwood, la entonces presidenta de Eurokosmos, con la máxima dirigente de la República China, Xiaoyan Wang, en la primavera de 2112. Fue un exitoso estreno del supertelescopio lunar chino “Guo Shoujing”,{37} y ya con las primeras observaciones quedó claro que allí había algo que nunca habían encontrado en ningún otro planeta extrasolar: evidencias de actividad inteligente avanzada. Lógicamente, Neydor se convirtió en uno de los objetivos prioritarios de la investigación exoplanetaria. Pero la moratoria vigente sobre la tecnología de agujeros de gusano que había llevado a la Humanidad a las estrellas pocos años antes y la temprana fase de desarrollo en la que se encontraba la nueva tecnología de los motores de distorsión obligaron a retrasar las ansiadas misiones de exploración.
Pasó el tiempo y cuando el vigesimosegundo siglo entraba en su último tercio, una nave interestelar de la División de Exploración Espacial de Eurokosmos entró en el sistema binario de Neydor tras un viaje de casi un año. En el futuro cercano, nuevas astronaves viajarían incluso más deprisa y más lejos, aunque para la veintena de miembros de la expedición –o al menos para su mitad humana– las semanas y los meses pasaron raudos en la gélida inconsciencia de la suspensión criogénica. Pero una vez despiertos, la excitación era mucha y, tal y como todos esperaban, la expedición encontró el hogar de una avanzadísima civilización.
En efecto, Neydor se mostraba lleno de grandes y hermosas ciudades multicolores en las que delicados edificios se elevaban a alturas inimaginables para los arquitectos e ingenieros terrestres; colosales megalópolis rodeadas de inmensos parques pletóricos de extravagantes formas de vida vegetal, casi todos a orillas de lagos y mares de aguas limpias habitados por extrañas criaturas; desde el ecuador, esbeltas torres de metal y cristal conectaban la superficie del planeta con un grandioso anillo orbital que podría alojar con holgura a toda la población de la Tierra y al lado del que los ascensores espaciales de carga terrestres eran todo un ejemplo de primitivismo tecnológico. En los hangares y puertos de atraque del anillo enormes astronaves de formas caprichosas y sistemas de propulsión desconocidos esperaban a unos pasajeros ausentes.
Sí, ausentes. Porque en Neydor no había nadie.
En aquel mundo lleno de obras de una civilización mucho más avanzada que la terrestre, los expedicionarios no hallaron a quién entregar el mensaje de salutación que tan cuidadosamente habían preparado las autoridades de la Tierra. Neydor estaba desierto. Repleto de vida animal y vegetal, pero falto de vida inteligente, al menos como la Humanidad la entendía. Y sin embargo, las ciudades, los parques y bosques, el anillo orbital y el resto de las instalaciones espaciales que circundaban el planeta se mostraban impolutos, sin rastro alguno de violencia, decadencia o ruina, ordenados y dispuestos como si sus creadores y habitantes fuesen a volver de un momento a otro para continuar con sus vidas.
Pero, por mucho que los humanos esperaron, nadie apareció.
Aquello fue lo más desconcertante de todo. Y el desconcierto dio paso a la cautela. Ni los responsables científicos de la misión ni sus jefes en la Tierra tenían la menor idea de qué había ocurrido en aquel lejano planeta y, por un elemental principio de precaución, decidieron no contar al resto del mundo lo que allí habían encontrado… O mejor dicho, lo que no habían encontrado. Una inoportuna e avería en el canal cuántico de comunicaciones sería la excusa perfecta ante las autoridades federales y el gran público.
Algún tiempo más tarde, una nueva expedición de Eurokosmos, más numerosa y mejor equipada, desembarcó en Neydor. Humanos, androides, drones y robots se desperdigaron por todo el planeta y por las estructuras orbitales que lo circundaban. Fueron meses de sorpresa, maravilla y asombro. Según una vieja cita de un escritor del siglo XX, cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia y en Neydor aquella afirmación era literalmente cierta. Muchas de las cosas que allí vieron estaban por encima de su comprensión; otras, aunque entendibles en sus principios, eran increíblemente complejas en su ejecución y daban cuenta de una tecnología que estaba siglos por delante de la terrestre.
Por ejemplo, no tardaron en descubrir que en Neydor todas las cosas, desde los edificios más grandes a las máquinas más pequeñas, no se construían sino que se generaban. Todo nacía, crecía y, si era necesario, se auto-reparaba. En cierto sentido, las ciudades, las calles, los carriles para vehículos, los muebles, las naves, y todas las infraestructuras concebibles, eran organismos vivos, o al menos presentaban algunas de sus características. Eran el resultado de la convergencia final de la biotecnología, la física de materiales, la nanotrónica y de los sistemas auto-organizados. Y todo se adaptaba a los gustos y necesidades de sus usuarios. Lo único remotamente parecido que tenían los humanos a su alcance eran las membranas de los módulos tácticos militares, capaces de convertirse en alojamientos, balsas o refugios según fuera necesario.
Los expedicionarios terrestres también se dieron cuenta muy pronto de que los neydornianos habían progresado de forma increíble en la cibernética y la vida artificial, pues muchas de las exóticas especies que habitaban las selvas, ríos, mares y bosques de Neydor no eran sino recreaciones de criaturas hacía mucho tiempo extintas, en las que la frontera entre lo biológico y lo artificial era tan sutil que a su lado los simpáticos catdroides, candroides y lorodroides que hacían las delicias de los niños humanos no eran sino burdas marionetas.
Ante semejante panorama, a nadie le sorprendió demasiado descubrir que los neydornianos extraían la mayor parte de la energía que sustentaba su civilización de la propia estructura fundamental del universo, lo que los físicos de la Tierra conocían como “energía del punto cero”.{38} Pero mientras los humanos empleaban para ello una maquinaria compleja y aparatosa, los neydornianos empleaban generadores microscópicos, una suerte de mitocondrias sintéticas insertas en la propia arquitectura de sus creaciones y cuyo diseño y principios de funcionamiento eran todo un desafío para la ciencia terrestre del siglo XXIII. Como lo eran los motores de las naves neydornianas, que parecían basarse en la interacción de bosones con los campos de punto cero para producir inercia. Y tampoco nadie se extrañó al saber que las computadoras neydornianas (si es que el nombre “computadora” podía aplicarse a aquellas máquinas) estaban más allá de la tecnología cuántica y que sus bancos de memoria almacenaban los datos en capas multidimensionales, con lo que podía decirse que su capacidad de almacenamiento era infinita. De haberlo querido, los neydornianos podrían recrear universos virtuales enteros en el espacio de una cabeza de alfiler.
En resumen, para los terrestres Neydor era un regalo de los dioses que les permitiría avanzar a pasos agigantados en la ciencia y la tecnología más avanzada. Pero no era cuestión de llegar, coger una máquina replicadora inagotable y volverse a casa, sino que había que aprender cómo y por qué funcionaba, qué principios y leyes físicas la sustentaban. El propio Neydor se encargaba de eso. Pero como los neydornianos no eran dioses, no habían podido prever que en el alma de la primera raza que visitaba aquel santuario del conocimiento se escondía un afán que para ellos era desconocido: la avaricia.
Porque la dirección de Eurokosmos no tardó ni un segundo en decidir que Neydor era un tesoro que no estaba dispuesta a compartir con el resto de la Humanidad. Al menos, no de forma inmediata. Eurokosmos era la mayor empresa de la Tierra, el negocio más grande del mundo, un superpoder que manejaba a su antojo la ciencia y la tecnología terrestre y monopolizaba la actividad espacial frente al que ni siquiera el gobierno federal podía hacer mucho más que supervisar y colaborar. Por ello, no había necesidad alguna de inundar el mundo con tecnologías revolucionarias: todo se iría haciendo a su debido tiempo, de forma controlada y sólo si era económicamente rentable. Si Neydor era una fuente casi inagotable de conocimiento, Eurokosmos sería el grifo que regulase el flujo.
Todo lo relativo a Neydor quedó bajo el control de un oscuro departamento de documentación de la División de Seguridad de Eurokosmos que sólo respondía ante la presidenta del Consejo de Administración de la compañía, Andrea Corbin Lockwood. Apenas una docena de personas en todo el mundo conocía la verdad sobre los neydornianos. Ninguna de ellas pertenecía al gobierno federal. Ofcialmente, en Neydor sólo quedaban ruinas: casi un milenio atrás, algún tipo de catástrofe planetaria o bélica había dejado reducido el planeta a un páramo radiactivo lleno de cráteres y escombros. Un lugar tan peligroso y contaminado que todos los intentos de hacer descender allí robots y androides habían fracasado. Neydor era, por mucho tiempo, zona prohibida para la especie humana.
Y así, mientras el género humano se olvidaba enseguida de Neydor y sus supuestas ruinas, Eurokosmos establecía una base científica permanente en el planeta dedicada a desvelar –o al menos a intentarlo– los secretos de los neydornianos. Sometidos a estrictos controles de seguridad, y con la certeza de que cualquier indiscreción conllevaría consecuencias poco deseables, un centenar de científicos y técnicos, apoyados por decenas de robots y androides recorrían Neydor y las instalaciones orbitales de arriba abajo. Durante años exploraron ciudades, laboratorios, bosques, mares, praderas y desiertos en un desafío titánico. Por fortuna para los exploradores terrestres, la lengua de los neydornianos era un fiel reflejo de su mentalidad: analítica y lógica, estructurada y monosémica, de tal forma que, tras su decodificación y traducción, el trabajo se simplificó en varios órdenes de magnitud, aunque la escala seguía siendo inmensa.
Con el paso del tiempo, una ingente cantidad de conocimiento empezó a acumularse en los ordenadores del Departamento de Documentación B de la División de Seguridad de Eurokosmos. Algunas pizcas de toda esa información se tradujeron en sorprendentes avances tecnológicos en áreas como la computación cuántica, la regeneración genética, la ingeniería aeroespacial o los generadores Casimir, pero el grueso permanecía a buen recaudo, esperando el día en que Eurokosmos decidiese –si es que lo hacía– darlo a conocer. No había prisa: asegurar el beneficio era lo primero.
Pero ningún plan es perfecto, porque el ser humano no lo es.
Mediado el siglo, una joven pareja de físicos fue enviada a Neydor como parte del periódico reemplazo de investigadores que escarbaban en los depósitos de sabiduría del planeta. Dos años de servicio y, a la vuelta a la Tierra, un montón de privilegios económicos y profesionales como pago por su silencio. Era una oferta irresistible.
Pero más irresistible fue lo que ambos encontraron casi por accidente en un laboratorio de un complejo científico en las afueras de una discreta ciudad costera del Gran Continente Boreal. Era un dispositivo increíble. Algo que era demasiado importante como para mantenerlo oculto mucho tiempo.