En el calor de la noche
GUÍA DEL COLONO:
TODO LO QUE NECESITA SABER SOBRE GEMENIA
Enhorabuena. Ya lo ha logrado. Ahora usted y su familia, tras años de esfuerzo económico, sorteos y pruebas, se disponen a iniciar una nueva y próspera vida en Gemenia. Un buen trabajo, una casa con todas las comodidades y un mundo a su disposición para descubrir y explotar en su beneficio y en de toda la Humanidad.
Han sido largas y aburridas semanas de travesía interestelar en una nave colonial dejándolo todo atrás. Un día tras otro, gracias a las técnicas y tratamientos adecuados, su cuerpo se ha ido habituando a una gravedad algo mayor que la de la Tierra y a una atmósfera con una mayor proporción de oxígeno y vapor de agua. Ahora ya no sentirá incomodidad alguna y en cuanto ponga los pies en su nuevo planeta se sentirá como en casa.
Y hablando de casas, a estas horas ya habrá visto en los paneles holográficos la situación, tamaño y características de su nueva morada: una preciosa vivienda unifamiliar de dos plantas levantada en lo mejor de Utopía, con todo lo necesario para entrar a vivir, automóvil incluido.
Como ya sabe, Utopía es una isla-continente de 7.025.218 km2, a los que hay que sumar otros 215.241 km2 repartidos entre los dos archipiélagos Norte y Sur. Utopía está situada al sur del ecuador, casi en el centro del Gran Océano, a unos 7.000 kilómetros de las masas continentales más cercanas y se extiende en dirección noroeste-sudeste a lo largo de 4.285 kilómetros, siendo sus rasgos más característicos las cadenas montañosas de los Titanes (noroeste) y de Andrómeda (centro-sur), los caudalosos ríos Lisímaco y Seleuco (tan grandes como el Orinoco) y los grandes lagos de Apamea (en los territorios del extremo sur).
El relativo aislamiento de Utopía fue determinante en la elección de este continente como zona de colonización y durante años los científicos, técnicos y los miembros de las fuerzas armadas han estado trabajando duro para adaptarlo a la vida terrestre y eliminar cualquier amenaza potencial que la flora y fauna locales pudieran suponer. Tras la completa finalización de las operaciones de estabilización hace unos años, Utopía ha quedado abierta a la colonización y a día de hoy son ya 36.853 las personas que han fijado su residencia en alguno de los cuatro asentamientos mayores y doce menores que de momento hay repartidos por este hermoso continente. Pisidia, Licia, Caria y Samos están comunicadas tanto por carreteras conductoras como por líneas de aerotrenes y de aerovehículos y en todas ellas existe una completísima y eficiente red cibernética que no tiene nada que envidiar a las mejores de la Tierra. Además, la comunicación con esta es permanente e inmediata gracias a los canales de comunicación hiperespaciales, si bien su uso por civiles está limitado y condicionado a las necesidades de la administración colonial.
Como ve, todo está previsto para que usted y su familia puedan tener una vida plena, cómoda y dichosa en Gemenia. El Consejo Colonial vela por su seguridad y su prosperidad; Delta Systems pone a su disposición los androides, robots y maquinaria que pueda precisar; y Eurokosmos lo llevará todo de un lugar a otro de Utopía sin coste alguno por su parte mientras usted trabaja en la creación de un nuevo mundo para la raza humana. Algún día Utopía será el hogar de millones de personas pero, de momento, va a ser sólo para unos pocos afortunados entre los que se encuentran usted y los suyos. Disfrútelo.
DATOS BÁSICOS DEL SISTEMA GEMENIANO
Gemenia Prima (NSC-53665) es una estrella amarillo-anaranjada de tipo K (temperatura de superficie de 5.280K) cuyo radio equivale al 0,80 del solar. Su masa es de un 90% de la del Sol y su luminosidad es de 0,443. Dista del Sistema Solar 453 años-luz y en el cielo, usando un telescopio, puede localizarse en la constelación de Leo, con una magnitud aparente de 13,9. La estrella tiene unos 9.150 millones de años de vida y le quedan por delante otros 5.000 millones antes de agotar sus reservas de hidrógeno.
El sistema gemeniano fue descubierto en la primera mitad del siglo XXI y está compuesto por cuatro planetas rocosos (Gemenia Alfa y Gemenia Beta, Proteo y Crisaor), dos gaseosos (Anax y Cíclope), multitud de lunas (algunas dotadas de atmósferas compuestas por distintas mezclas de gases, pero ninguna apta para la vida humana) y un cinturón de asteroides bastante alejado.
Gemenia Alfa orbita a una distancia media de 127, 5 millones de kilómetros (0,80 UA) de su estrella central y recorre su órbita en 306,6 días. Gemenia Alfa es algo mayor que la Tierra, siendo su diámetro ecuatorial de 14.286 kilómetros frente a los 12.756 kilómetros terrestres. Al ser su densidad media de 5,7 gramos por cm3 frente a 5,5 de la Tierra, su gravedad es también mayor: 1,16 G. Esto significa que si usted pesaba 80 kilogramos en la Tierra, en Gemenia pesará 93 kilos. Es por eso que todos los colonos han sido sometidos a tratamientos de adaptación para reforzar sus sistemas óseo, muscular y cardiovascular.
Debido a la influencia de Gemenia Beta, el período de rotación de Gemenia Alfa es de treinta y seis horas. Su eje tiene una inclinación de 17º que varía cíclicamente con un período de unos 28.343 años. Su atmósfera es más espesa que la de la Tierra pero es similar en composición, si bien el porcentaje de oxígeno se eleva al 29,7%. La temperatura media de Gemenia es de 21,3º (en la Tierra, 15º) y la concentración de CO2 media es de 1.085 ppm. Si hubiera que buscar alguna similitud entre las condiciones ambientales de Gemenia y las de la Tierra, habría que remontarse al período Carbonífero temprano (unos 350 millones de años antes de nuestra era). Esa similitud viene reforzada por la exuberancia de la vida vegetal, las selvas inmensas y la preponderancia de vida animal insectoide.
Si está especialmente interesado en las características de la biota gemeniana, le remitimos al Anexo II de esta Guía y a la información disponible en las redes.
LOS SATÉLITES DE GEMENIA
Mientras que la Tierra tiene un único satélite natural, Gemenia tiene dos: Gemenia Beta y Forcis. Este último no es más que un pequeño asteroide de 80 por 40 kilómetros con forma de patata irregular trufado de cráteres de impacto que gira en torno a Gemenia Alfa a unos trescientos mil kilómetros de distancia. Desde la superficie de Alfa puede verse como una brillante estrella que cruza el cielo nocturno de Este a Oeste, pero apenas tiene influencia en dinámica orbital del planeta principal.
Todo lo contrario ocurre con Gemenia Beta, un mundo algo mayor que de Marte situado a 518.300 kilómetros de distancia y que tarda 36 días en dar una vuelta alrededor de Alfa.
En efecto, con sus 4.276 kilómetros de diámetro, Gemenia Beta sería, de no orbitar alrededor de otro mundo, un planeta por derecho propio. Sólo la casualidad quiso que en el pasado entrase en órbita de Gemenia Alfa y terminase formando una suerte de “planeta doble” único en el universo por ahora conocido. Con una densidad de 5,8 gramos por cm3, su gravedad de 0,36 G le permite mantener una atmósfera estable equivalente a la cuarta parte de la terrestre con un nivel de oxígeno del 8% y una temperatura en el ecuador al mediodía (el “día” de Beta equivale a tres días terrestres) de unos 12º. Evidentemente, los humanos precisan de máscaras de oxígeno en Beta (gas que toman de la propia atmósfera), pero pueden pasearse por su superficie sin necesidad de trajes espaciales y acercarse a las orillas de los ríos, lagos y mares que cubren un 40% de su superficie. Uno de ellos, el Gran Mar Meridional, es algo mayor que el Mar Negro y en sus orillas prosperan grandes colonias de organismos similares a los estromatolitos terrestres que, mediante fotosíntesis, liberan oxígeno y captan de la atmósfera grandes cantidades de dióxido de carbono. En Beta no hay formas de vida animal superiores pero sí una enorme cantidad de microorganismos especializados, algunos en íntima simbiosis con plantas similares al musgo terrestre que literalmente alfombran las zonas cercanas a ríos y lagos, así como el interior de muchos cráteres en los que el agua de lluvia o la nieve se acumula durante los períodos de precipitación.
Actualmente, en Gemenia Beta residen unas doscientas personas y otros tantos androides en varias bases de investigación científica repartidas por todo el satélite. Si se siente interesado por conocer más de cerca este fascinante mundo, Eurokosmos pone a su disposición una interesante oferta de vuelos turísticos a Beta. Pero reserve pronto y ármese de paciencia, ya que la demanda es muy superior a la oferta disponible.
OCÉANOS Y CONTINENTES
Gemenia es un planeta acuático. Siendo el área de su superficie de 641.167.003 km2, el total de las masas emergidas asciende a 79.504.708,4 km2, lo que supone que nada menos que 87,56% del planeta está cubierto de agua (en la Tierra es el 71%).
El llamado Gran Océano ocupa más de la mitad del planeta, seguido por el Océano Central, que separa Moria de Ortelia y de Gilesia, existiendo mares menores en torno de los continentes y dentro de ellos, de los que el más importante es el Gran Mar Interior, una masa de agua dos veces más grande que el Mediterráneo que se extiende por la parte septentrional de Moria.
Los océanos y mares de Gemenia tienen una profundidad máxima de 9.451 metros (Sima Hades, 37º51’34” N y 25º17’09” W, a 2.530 kilómetros al sureste del archipiélago de las Musas, al oeste de Gilesia), siendo la profundidad media de 1.200 metros. Amplísimas plataformas continentales de no más de 150 metros de profundidad se extienden en las cercanías de las zonas emergidas, lo que unido a una temperatura media elevada permite la existencia de una inmensa biodiversidad, mucho mayor que la de la Tierra en cualquiera de sus épocas. Con estas características, es fácil entender que, a diferencia de la Tierra, en Gemenia la nieve y el hielo no son muy habituales, estando limitada su presencia a las cimas de las montañas, a los cursos altos de algunos ríos de las zonas más meridionales y al polo sur, en forma de hielo marino de escaso grosor.
En cuanto a los continentes, y como usted ya sabe, además de Utopía, en Gemenia hay otras tres grandes masas continentales: Moria, Ortelia y Gilesia. El origen de estos nombres hay que buscarlos en la famosa obra “Utopía” de Tomás Moro, escrita en 1516. En estos otros continentes apenas hay presencia humana más allá de algunas pocas bases científicas y militares principalmente ocupadas por androides.
Como se ha señalado anteriormente, el continente más cercano a Utopía es Moria, en dirección oeste, al otro lado del Gran Océano. Moria es la mayor de las masas emergidas gemenianas y de hecho es casi tan grande como la Eurasia terrestre (51.309.612 millones de km2 frente a 55.109.751 km2), suponiendo el 64,5% del total de la superficie emergida de Gemenia. Este supercontinente ocupa buena parte de ambos hemisferios y destaca por estar cubierto por inmensas y casi inexploradas selvas que cubren más de la mitad de su superficie, y por el gran mar interior septentrional antes citado. En el sudeste destaca la península de Holbein, en la que la cadena montañosa de Amaurota da paso al Gran Desierto Oriental y está presidida por el monte Belenos, que con sus 6.591 metros es la cima más alta del planeta.
Por lo que respecta a Ortelia (11.569.439 km2) y a Gilesia (9.015.944 km2), se sitúan respectivamente al norte y al sur del ecuador, en las antípodas de Utopía, compartiendo las características generales de Moria. En cuanto a los archipiélagos y grandes islas, le remitimos al Anexo III.
Pero dado que la mayor parte de su vida y actividad profesional se desarrollará en el entorno controlado y parcialmente terraformado de Utopía, no debe preocuparse especialmente por todo lo que le estamos contando. En las zonas de Utopía ya estabilizadas encontrará un entorno familiar en el que no falta la flora y la fauna terrestres conviviendo en armonía con aquellas especies locales vegetales y animales que no suponen un problema directo o indirecto. Pero queda mucho trabajo por hacer para que toda Utopía esté plenamente adaptada a nuestra forma de vida. Mientras tanto, el resto del planeta seguirá viviendo y evolucionando por sí mismo, a la espera de lo que nuestros descendientes decidan hacer con él.
DÓNDE VIVIRÁ
Veamos ahora las características principales de la zona residencial que le ha sido asignada por…
—¿Qué estás leyendo?
Irene levantó la vista de su enrollable y pasó la mano sobre el documento para cerrarlo.
—Uno de los folletos que había entre el montón de documentación sobre Gemenia que me pasaste. No está mal la guía. Es un buen resumen.
Me senté a su lado en el mullido suelo de la tienda de campaña y le tendí una taza de café caliente.
—Un buen panfleto, querrás decir.
—Gracias —sopló sobre el líquido humeante y dio un trago—. ¿Por qué lo dices?
La miré a los ojos, a aquellas dos inmensas brasas turquesas que iluminaban nuestro pequeño refugio, y me sentí como un insecto atraído por una lámpara. Tenía que reaccionar.
—¡Oh, vamos! ¿No lo ves? La Secretaría Federal Colonial vende la ocupación de un mundo alienígena como si se tratase de una mudanza a una urbanización de las afueras. Por no hablar de esos elegantes eufemismos que son la “estabilización” y la “terraformación”.
—¿Eufemismos?
—Sí. Ya sabes que participé en varias de esas operaciones, aquí y en otros sitios. ¿Sabes en qué consiste una “estabilización”?
Irene le dio otro sorbo al café.
—Según los manuales, es una operación con la que se pretende que una zona sea segura para el personal civil.
—Exacto pero, ¿cómo se consigue eso?
Mi compañera de aventuras se encogió de hombros.
—Pues… Delimitas un perímetro y…
—Y exterminas a todo bicho viviente, grande o pequeño, adulto o cría, que esté dentro de la zona. También arrancas toda la masa vegetal o, directamente, le pegas fuego. Y, ya puestos, esterilizas el suelo hasta varios metros de profundidad antes de refertilizarlo de nuevo. Una vez has convertido la zona elegida en un páramo, la “terraformas” a tu gusto y pones, como exótico elemento decorativo, unas cuantas especies vegetales y animales locales que se salvaron de la quema por no suponer peligro o interferencia alguna. Y listo.
—Bueno, al fin y al cabo no es nada nuevo, ¿no? —replicó ella—. Es lo que la humanidad ha hecho siempre allí donde ha emigrado: ha reconfigurado su entorno a su gusto y necesidades. Ya sabes, las “alimañas” y las “malas hierbas” siempre han sido el primer objetivo.
—Sí, pero no es lo mismo decirlo que hacerlo.
—Te entiendo.
—Tú te has estado quejando todo el día de las incomodidades y peligros de esta selva, de cómo huele, de cómo suena… Pues si pudieras volver dentro de un par de siglos, aquí no encontrarás otra cosa que fábricas, casas, laboratorios y parques. Toda esta naturaleza alienígena que nos rodea está condenada. Utopía será tan terrícola como Europa o Australia. Y el resto del planeta irá detrás. De todo esto no quedarán sino unos jardines botánicos y unos zoológicos.
—No suena tan mal. Y así somos los humanos. Nos gustan nuestras cosas.
Estaba claro que Irene era la típica ciudadana comodona y satisfecha que miraba con cierta condescendencia todo lo que quedase fuera de su modo de vida. Eso no le quitaba ni un ápice de su encanto, todo lo contrario: eran defectillos de su carácter que me prometí corregir, pues una cosa es servir al Estado, por muy chino y benefactor que sea, y otra perder el espíritu crítico.
—Un día te contaré cosas que ni te imaginas sobre algunas de las estabilizaciones coloniales en las que participé. Pero te aconsejo que lo hagas con el estómago vacío.
—Me lo anoto, pero ya que mencionas el asunto estomacal, dime: ¿Qué tenemos para cenar?
—Pues… ¿Te gusta la pasta de grillos salteados con ajo y picante o prefieres la crema de cangrejo?
Habíamos seguido el rastro de los O’Connell justo hasta el lugar –unas decenas de metros más adelante, ya pasado el recodo del sendero– en el que las huellas de su calzado habían dado paso a las inconfundibles marcas de rodadura de un vehículo. El patrón era tan claro que no me costó más que un momento identificarlas con mi enrollable: un Dromia, uno de esos pequeños todoterrenos eléctricos abiertos de seis ruedas para seis pasajeros y carga tan populares en las colonias y en algunas zonas rurales de la Tierra. Son vehículos-robot fiables y robustos, aunque en términos de comodidad dejan un tanto que desear.
Pudimos seguir el nuevo rastro durante un par de kilómetros hasta que, como me temía, lo perdimos al llegar a un caudaloso y apacible río cuyo curso se perdía en la jungla. En la orilla opuesta no parecía verse sendero ni huella alguna, sólo la apretada maraña de la extraña vegetación nativa de Gemenia.
—Pues está claro —dije—. O han salido volando o han seguido río abajo.
—¿Dónde desemboca este río?
Tardé un instante en responder, mientras consultaba la cartografía.
—Es un afluente de otro más grande que es a su vez tributario del Seleuco.
—Buuuf...
—No te desesperes. Ese Dromia tiene que haber dejado el río en algún sitio cercano. Aunque es un vehículo anfibio, fue diseñado sólo para vadear ríos o pequeños brazos de mar, no para hacer cruceros. Miraremos los mapas con más atención y si no damos con ellos, aunque no me guste hacerlo, recurriremos a la delegación federal local. Esta orilla es más practicable que la otra, así que mañana nos daremos otro buen paseo.
—¿Mañana?
—Es tarde, queda poca luz y toca acampar, querida. Mira —señalé hacia una amplia plataforma rocosa cerca del río—, ese es un buen sitio.
Y eso fue lo que hicimos. Saqué la tartera de la mochila, la situé en el centro de la plataforma y la activé. Unos segundos más tarde, nuestro alojamiento estaba anclado, desplegado y listo para ser usado.
—Vaya, pues sí que es amplia —comentó Irene cuando se asomó al interior—. Nunca había estado dentro de una de estas.
—Te aseguro que no es precisamente una cosa que encuentres habitualmente en un camping para domingueros.
El Módulo Táctico Multi-Servicio había conformado una estructura semiesférica de dos metros de altura con un volumen interior de diecisiete metros cúbicos y un total de veinticinco metros cuadrados. La fina membrana inteligente empleada en estos dispositivos puede ser opaca, transparente o confundirse con el entorno según las necesidades, filtrar el aire, recuperar el agua, encargarse de los desechos sólidos y líquidos de sus ocupantes en secciones separadas o conformar taburetes y literas en un alarde tecnológico que habría dejado boquiabierto a cualquiera de los investigadores que a principios del siglo XXI dieron los primeros y pioneros pasos en la tecnología de los metamateriales y la nanotecnología. Toda una maravilla alrededor de la que establecimos una barrera electrónica de seguridad para evitar sorpresas nocturnas con la fauna local antes de disponernos a cenar algo, planear nuestros próximos pasos y dormir un poco. Los dos estábamos cansados y nos molestaban la espalda y las extremidades a consecuencia del mayor esfuerzo físico que suponía la gravedad local. Tal era así que la cena a base de raciones de campaña fue suplementada con algo de farmacopea avanzada.
Un pequeño sol teñido de un rojo sangre se ocultó pausadamente tras el arbolado horizonte occidental mientras nosotros apurábamos la pitanza en compañía de una taza de café caliente. No era una degustación de gourmet, pero te llenaba la panza y te permitía pensar con claridad una vez apaciguada el hambre. Fuera de la tienda, una indefinible algarabía de graznidos, aullidos y toda clase de alaridos, algunos de ellos abruptamente terminados, dio la bienvenida a la definitiva caída de la noche.
Movido por la curiosidad, me asomé fuera de la tienda. La noche era oscura y bochornosa. A unas cuantas decenas de metros de distancia, la impenetrable masa de la selva gemeniana se extendía sin fin. Aquí y allá, entre la espesa masa de árboles bitroncales repletos de hojas polilobuladas, algunos puntos rojizos se movían de un lado a otro, saltando de rama en rama, volando, corriendo, mostrando apenas una silueta huidiza cuando se cruzaban con algunas plantas de hojas bioluminiscentes. Detrás de mí, abajo, en las oscuras aguas del río, algo cayó al agua con estrépito entre chillidos de dolor y terror. Unos segundos después, un terrible crujido puso fin a los lamentos. Algo más lejos, en la orilla opuesta, unos ojos brillantes observaban y esperaban su oportunidad.
No había peligro, claro, pues cualquier animal que tratase de cruzar la invisible muralla de los sensores electrónicos que rodeaban nuestro pequeño campamento caería fulminado al instante. Sería necesario un bicho del tamaño de un rinoceronte para tumbar el sistema de protección. Y los había —ahí estaban los hiporeptiloides—, pero a esa hora dormían y ni se les ocurriría acercarse a la orilla de un río en una noche cerrada para echar un trago. La versión gemeniana del cocodrilo terrestre era más grande, más listo y tenía muchos más dientes. Vamos, lo que se dice un auténtico cabronazo.
De ello podrían dar fe un par de camaradas de armas de los primeros días de la campaña de estabilización colonial. Bueno, uno de ellos, un chaval norteafricano de veintipocos, no podía ya contar nada, porque uno de esos monstruos lo partió por la mitad de un único y tremendo mordisco durante una patrulla de caza en las orillas del Lisímaco. Como consecuencia de ese lamentable incidente, se ordenó eliminar desde el aire y con robots de combate a todo depredador de aspecto peligroso que se localizase, pero ello no impidió que un par de soldados y varios androides perdieran una o varias extremidades en emboscadas en zonas pantanosas. Por fortuna, los talleres de reparaciones y la medicina regenerativa pudieron solventar la papeleta y devolver al servicio a nuestros compañeros tras una rápida convalecencia. Ni que decir tiene que desde entonces se convirtieron en fanáticos cazadores de los saurópsidos gemenianos.
Sí, nos lo habíamos pasado bien en las junglas de Utopía entregados a un frenesí exterminador. Pero puestos a elegir, prefería los remotos días de mi adolescencia, cuando era un chaval con una única idea en la cabeza: beneficiarme a Helga. Dejándome llevar un poco por la nostalgia de un tiempo lejano y feliz, miré hacia el cielo. Un impresionante manto de estrellas lo cubría de un horizonte al otro. No me fue difícil reconocer la Vía Láctea, el Espinazo de la Noche, como la llamaban algunos pueblos indígenas de la Tierra. Siguiendo su brumoso recorrido hasta donde casi se perdía de vista, me encontré con un par de viejos conocidos de mis noches de observación en los cielos del hemisferio sur terrestre, durante algún crucero vacacional: las Nubes de Magallanes, las galaxias enanas satélites de la Vía Láctea que se mostraban espléndidas ante los prismáticos de un muchacho entusiasta. Sabía que el polo celeste sur de Gemenia no andaba muy lejos de la Nube Menor, pero no tenía ganas de ponerme a buscarlo. Era mejor disfrutar del espléndido espectáculo y no tratar de identificar las familiares constelaciones de nuestros cielos terráqueos, algo muy difícil dada la enorme distancia entre ambos sistemas solares. Y en cuanto a nuestro Sol, desde la superficie de Gemenia es imposible verlo a simple vista, pues no es más que un discretísimo astro amarillo de magnitud 10,5 perdido entre un revoltillo de estrellas, algunas de las cuales forman parte, vistas desde la Tierra, de la constelación de Leo. Sería necesario un telescopio dotado de un sistema de guía informatizado para poder localizarlo. Así que ni lo intenté.
Estuve un rato gozando de aquél cielo inimaginablemente rico y limpio, pensando en lo que podría disfrutar Helga en un lugar así, hasta que una ruidosa nube de icterias –unos pequeños seres voladores con aspecto de ácaros sobrealimentados dotados de cuatro gráciles alas y otras tantas mandíbulas– se sintió atraída por la luz que se escapaba del interior de la tienda a través de la abertura y empezó a rondar alrededor. Su aparición fue celebrada por varios raudos depredadores alados –entre los que identifiqué a una pareja de escarocarniceros, unos insectoides del tamaño de un ratón–, que se lanzaron sobre las icterias en picado, lo que me llevó a considerar que era más conveniente volver a la tienda.
Entré y cerré. Irene estaba muy concentrada en su pantalla.
—¿Qué estás leyendo?
Ella levantó la vista de su enrollable y pasó la mano sobre el documento para cerrarlo.
—Uno de los folletos que había entre el montón de documentación sobre Gemenia que me pasaste…
Pese a todas sus reticencias previas, se notaba que Irene se encontraba cada vez más cómoda en la tienda. No sólo había descubierto los secretos de la sección de aseo, sino que incluso ya se había configurado su propio espacio de descanso mientras ojeaba fotos y mapas de la región proyectadas en la superficie interna de la tienda a través de su enrollable.
—Tenías razón —reconoció, señalando con un dedo en la pantalla el curso del río, que trazaba cerrados meandros sobre el terreno salvaje—. A cosa de dos kilómetros y medio de nuestra posición hay una amplia playa. Si nuestros pelmazos amigos han salido del río por algún sitio, ha tenido que ser por ahí. Mira.
Irene hizo un gesto sobre la imagen y la sección tridimensional del mapa que estaba estudiando se proyectó en el aire. En ella se veía, tras uno de los meandros, una ribera fluvial relativamente grande, un parche de arena en la inmensidad de la selva que la rodeaba. Por supuesto, en la imagen no se veía sendero o carretera alguna, pero el mapa tenía un lustro de antigüedad y ahora allí podría haber cualquier cosa. Más allá de la playa, el río seguía su serpenteante curso en medio de la monótona y en apariencia impenetrable masa vegetal, que sólo se interrumpía unos seis kilómetros más adelante, cuando la selva se abría abruptamente sobre un abismo en el que el río se precipitaba en forma de espectacular catarata de más de ciento cincuenta metros de altura, para luego seguir su largo viaje hacia el sureste. Y todo aquello, junto a unos dos mil kilómetros cuadrados alrededor de nosotros, pertenecía a la Interstellar Real Estate Investment Corporation, según había averiguado antes de atravesar el portal. Técnicamente hablando, estábamos invadiendo una propiedad privada.
—Buen trabajo, agente —al tiempo le di una palmada en la espalda a la que ella respondió con un codazo—. Ya tenemos excursión para mañana.
—Sólo una preguntita al respecto, mi admirado sargento…
—Dispara.
—¿Cómo vamos a llegar ahí? ¿Caminando sobre las aguas? ¿Nadando? Porque por este lado la orilla se acaba a menos de quinientos metros, y no me veo saltando de árbol en árbol.
—Sí, ya lo veo. Y con la cantidad de bestias poco amistosas que hay en estos ríos lo de nadar no parece muy recomendable, ¿verdad? Lástima no tener un Dromia como los O’Connell. Pero para todo problema hay una solución. ¿Te gustan las balsas?
—¿Una balsa? ¿Tienes una escondida por ahí?
—Mañana por la mañana tendremos una, querida. Sí, no me mires con esa cara. Como le gusta decir a mi padre, “Lernen kann man alle Tage”, todos los días se puede aprender algo.
—¿Vamos a construir una balsa de troncos?
Casi no pude evitar reírme.
—Bueno, en los centros de instrucción táctica te enseñan a construir cosas improvisadas para situaciones de emergencia y con esos árboles tan raros que nos rodean, que son poco más que tallos gordos huecos por dentro, no sería muy complicado hacer una canoa. Pero no, no vamos a subirnos en un tronco. Ya lo verás.
La tienda nos mantenía en un cómodo aislamiento del sofocante ambiente exterior, pero no ocurría lo mismo en lo que a la acústica concernía, y si bien la ensordecedora cacofonía que había dado la bienvenida a la noche ya se había apaciguado hacía rato, mis intentos de conciliar el sueño se veían frustrados, pese al cansancio, por el incesante martilleo de una bandada de escamosos gallos de la jungla. Estos bichejos de animada vida nocturna usan unas alas membranosas (lo que técnicamente se conoce como patagio) para planear desde unos árboles a otros a la búsqueda de su plato favorito, una suerte de larvas insectoides verdosas de aspecto repugnante cuyo nombre no recuerdo y que viven debajo de la dura corteza de algunas especies arbóreas. Y como la única manera que tienen los gallos de la jungla de llegar hasta su cena es rompiendo esa corteza, la evolución les ha dotado de unos durísimos y recios picos sustentados en una formidable musculatura que usan como si de un martillo neumático se tratase. Vamos, lo más parecido que hay en Gemenia a un pájaro carpintero, pero mucho más ruidoso y persistente.
A quien no parecía molestarle en absoluto el “taca-taca” de los gallos era a Irene, que había caído en brazos de Morfeo nada más cerrar los ojos.
Y, encima, roncaba. De forma estrepitosa y poco femenina, además. Resoplé y me preparé para una noche en vela. Bueno, me dije, aprovecharé para revisar una vez más todos los datos de la misión…
Supongo que debí quedarme dormido en algún momento de silencio en el que coincidió un alto el fuego de la artillería naso-oral de mi compañera con el obligado descanso de los picos de los gallos. El caso es que me desperté unas horas más tarde al sentir que algo me impedía cambiar de postura. Y ese “algo” era Irene que, entre ronquido y ronquido, de alguna manera había rodado sobre sí misma hasta tropezar conmigo. Menos mal que ahora su respiración era más relajada, apenas un suave resoplido que caía sobre mi cuello, pero como temía que se reiniciase el cañoneo en caso de tratar de apartarla, opté por acomodarme lo mejor posible y seguir durmiendo.
Entonces Irene volvió a moverse, de tal forma que quedó medio echada sobre mi cuerpo. Un seno duro y redondo se apretó contra mi pecho y su mano derecha cayó sobre mi barriga.
Irene gimió.
Ahora la situación, no por menos deseada, se estaba tornando entre cómica y comprometida. Por un lado, estaba encantado sintiéndola pegada a mí, disfrutando del cálido y aromático contacto de su cuerpo apenas cubierto por una camiseta ajustada y unos shorts diminutos; pero por otro, ese mismo estrecho y voluptuoso contacto estaba generando una muy poco discreta reacción del elemento más externo de mi aparato reproductor.
“Tranquilo, Carlos”, me dije. “Recuerda que eres un profesional. Respira hondo, relájate y a dormir.”
Y entonces, con una vocecilla más propia de una niña que de una mujer adulta, Irene musitó:
—Pepote… ¿Dónde estás, peludo? Ven a comer…
Lo que faltaba. Mi compañera no solo ronca sino que encima habla en sueños.
—Hola Pepote… Mira, te he traído bolitas de atún…
“Ahora sí que no voy a pegar ojo”, me resigné. Esperaba que, por lo menos, su somniloquía fuese entretenida e instructiva. De momento, me dije, ya sé que Irene le da de comer a Pepote, su hirsuto gato de Maine, bolitas de atún. Toda una delicatessen gatuna.
Pero las sorpresas no habían terminado aquella noche. De repente, Irene empezó a acariciarme la barriga.
—Así me gusta. Rico, ¿eh? Cómetelo todo que luego mamá te va a cepillar el pelo…
Y entonces cruzó su pierna derecha sobre la mía, su brazo se ancló alrededor de mi pecho, levantó la cabeza y soltó una risilla.
La miré. La tenue luz rojiza de la lámpara de seguridad de la tienda se reflejó en sus ojos. Estaba despierta y sonriente, sin asomo del agotamiento que la había tumbado unas horas antes. En su mirada había picardía y deseo.
—Irene…
—A callar, sargento.
Ella acercó su boca a la mía y, con un largo y delicioso beso, derrumbó mis últimas defensas.
Después, sin darme tiempo a reaccionar, me mordisqueó el lóbulo y susurró:
—Y ahora, sargento, dime… ¿Vas a ser un gatito bueno o un bribón?
Mi respuesta llegó después de otro cálido, ardiente beso.
—Un gatito bueno, querida. Siempre.
Entonces, su mano derecha se paseó sobre las pequeñas cicatrices de mi abdomen.
—¿Y no ha llegado la hora de que el gatito me cuente la historia de estas cicatrices?
—¿Te importa si te la cuento luego? Ahora tengo un asunto muy importante entre manos… —respondí, mientras acariciaba uno de sus pechos por encima de la camiseta con mi mano izquierda.
Irene estalló en risas y, de un salto, se puso a horcajadas sobre mí. Con inaudita habilidad, se quitó la camiseta, cogió mis manos y las plantó de golpe sobre sus desnudos y rotundos pechos, que se agitaban al ritmo de su agitada respiración. Después volvió a cubrirme de besos antes de echarse a un lado para deshacerse de los shorts y ayudarme a desembarazarme de mi ropa interior.
—¿Cómo se dice en alemán “bésame”?
—Kuss mich.
—Pues eso, “cus mig”.
La besé y se apartó. Traté de abrazarla, pero se escabulló. Volvió a agarrarme las manos, las besó y, haciendo gala de una fuerza que no la suponía, apartó mis brazos para dejarse caer sobre mí y empezar a frotar su cuerpo desnudo contra el mío mientras su lengua jugaba dentro de mi boca. Mi corazón latía con la fuerza de un caballo desbocado y jadeante. Estaba a punto de explotar.
Y luego... Bueno, ya os podéis imaginar lo que pasó luego, ¿no?