Shoscombe Manor

 

 

 

Una larga sesión de gimnasia erótica en un mundo con una gravedad superior a la que estás acostumbrado suele traducirse a la mañana siguiente en una dolorosa penitencia muscular. Menos mal que las noches de Gemenia son más largas que las terrestres y así tienes tiempo de recuperarte un poco, pero qué demonios, todo sea por el amor.

Irene seguía durmiendo feliz y relajada cuando salí de la tienda y –tras desayunar algo, pues el sexo da mucha hambre– eché un vistazo a la brillante, húmeda y sofocante mañana.

No tardé en comprobar que, si la noche había sido agitada dentro de la tienda, no menos revuelta había resultado en el exterior. Justo al borde del perímetro de seguridad, los cuerpos sin vida de varios insectoides y de dos licantroratas –un carroñero nocturno del tamaño de un caniche, armado con dos garras afiladas en cada una de sus seis patas y toda la mala leche un doberman cabreado– eran el crudo testimonio de la eficiencia del sistema de defensa del módulo táctico. Los cadáveres ya estaban siendo objeto de las atenciones de decenas de tanatoescarabajos y allí pronto no quedarían más que un montón de huesos mondos y lirondos junto a varios exoesqueletos. Pero, de momento, el hedor de la muerte gemeniano empezaba a invadirlo todo, al igual que la sangre naranjo-amarillenta de las licantroratas encharcaba el suelo.

No era un espectáculo muy agradable, así que me di la vuelta y me asomé al río, que discurría indiferente a los dramas de las criaturas que vivían y morían en sus orillas o en sus aguas. Algunos peces acorazados pasaron raudos a pocos centímetros de la superficie, perseguidos por una inquietante y fusiforme forma que no pude identificar. Ninguno de aquellos seres habría desentonado mucho en cualquier mar, lago o río de la Tierra, en especial de los tiempos prehistóricos, o en las profundidades abisales, pues la vida y la evolución, enfrentadas a problemas similares, tendían a buscar soluciones parecidas, independientemente de que el escenario fuese la Tierra o cualquier remoto planeta de la galaxia y de que unos usen branquias y otros sacos pulmonares. Evolución convergente, lo llaman.

—¡Puag! Aquí fuera huele realmente mal. Peor que ayer quiero decir.

Irene acababa de asomarse. Llevaba puesta la camiseta y los pantalones cortos e hizo un gesto de repugnancia al reparar en la macabra escena que se desarrollaba a escasos metros de nuestro alojamiento.

—¡Madre mía! ¡Qué escabechina!

—Naturaleza en estado puro, querida.

—No creo que los rayos láser que han fulminado a esos bichos sean muy naturales, la verdad. Pero bueno, si tú lo dices…

Con un contoneo descarado, se acercó a mí, me echó los brazos al cuello y me besó.

—Buenos días, gatito.

—Buenos días, mi señora.

—Mi señora… ¡Qué bien suena! Siempre quise tener un siervo de verdad.

—Si es que en esta época tan materialista hemos perdido las buenas costumbres del pasado. ¡Qué tiempos aquellos los de los esclavos domésticos! No necesitabas androides.

—Bueno, a  mí me llega contigo. Y ya veo que te alegras de verme…

Irene se descolgó de mi cuello y plantó su mano derecha sobre la protuberancia que adornaba mi entrepierna. Resoplé. Si no paraba aquello de inmediato, no saldríamos de la tienda en todo el día.

—Para el carro, guapetona, que tenemos una misión que cumplir. Cuanto antes la terminemos, antes tú y yo podremos cogernos unas merecidas vacaciones en un buen resort de lujo.

—¿Vacaciones? ¿En el Caribe? ¿Hawaii? ¿Seychelles?

—Tenerife. Tengo contactos que nos harán un buen precio.

Irene simuló fastidio.

—¿Las Canarias? Bah, qué poquito me quieres. Bueno, será mejor que desayune, me vista y recoja nuestras cosas

Al cabo de unos minutos, Irene regresó debidamente uniformada y arrastrando las mochilas mientras daba cuenta de una barra de ración.

—Se echa de menos un desayuno en condiciones con sus tostadas con mantequilla y mermelada, su zumito de naranja y un buen café colombiano, pero en fin… A ver, ¿dónde está esa maravillosa embarcación que me prometiste ayer?

—Ahora verás.

Me acerqué a la tienda y me agaché junto a la entrada. Levanté una cubierta y un pequeño teclado alfanumérico apareció sobre la superficie. Introduje una clave y me aparté.

En apenas unos segundos, la tienda empezó a perder su forma semiesférica y a reducir su tamaño, como si fuera un globo infantil al que se le escapase el aire, quedando enseguida reducida a una pequeña membrana que rápidamente estaba siendo recogida dentro del contenedor cilíndrico.

—¿Y ahora? —inquirió Irene, impaciente.

Casi de inmediato, la tartera se puso a zumbar y la membrana empezó a desplegarse de nuevo. Pero en esta ocasión no se trataba de una tienda de campaña.

Era una balsa. Enorme, larga y cubierta. Similar a los botes salvavidas de los barcos, pero equipada –como la tienda– de todo lo necesario para sobrevivir a cualquier accidentada travesía. Hasta disponía de un pequeño pero eficiente sistema de propulsión por compresión-expansión de la membrana de la quilla y un sistema automático de navegación.

—¿Ves? Sólo hay que llevarla al agua. No te preocupes, que no pesa demasiado.

Irene meneó la cabeza.

—Vaya. No sé por qué, lo había supuesto.

—Estos módulos son cacharros sensacionales. Y, desde luego, este modelo les salió redondo a sus diseñadores. Es tan bueno que no hubo necesidad de cambiarlo durante casi un siglo. El que lo sustituyó sólo incorpora algunas funciones adicionales menores y es algo más ligero, pero la tecnología es la misma.

—¿Y a qué esperamos?

Unos minutos más tarde, la balsa flotaba plácidamente junto a la orilla mientras nosotros nos acomodábamos en el interior. La cubierta se cerró sobre nosotros pero al instante se hizo tan transparente como el cristal. Un panel de control básico apareció sobre el lateral de la cubierta. Con un par de pulsaciones, seleccioné nuestro destino, confirmé la orden y la balsa empezó a navegar.

—Bueno, pues en cosa de veinte minutos llegaremos a nuestro destino —anuncié—. Disfrutemos del paseo. ¿Quieres otra ración de desayuno?

—No, gracias. Con una me basta. Oye, la caterva de monstruitos que infestan estas aguas no supondrán un peligro para nuestro paquebote, ¿verdad?

—A ver, no voy a engañarte: aunque la balsa tiene una emisión infrarroja mínima y vista desde debajo del agua casi es invisible, algunos de esos animales podrían darnos un buen susto. Por ejemplo, los hiporeptiloides son muy peligrosos, pero podemos detectarlos a tiempo y tomar medidas.

Dije eso mientras acariciaba la culata de mi pistola.

—Pues a ver si los veinte minutos del paseo duran poco.

No andaban muy desencaminados los temores de mi compañera de cama y de aventuras, pues los sensores de módulo no tardaron en detectar –entre las masas de peces y pequeños reptiloides acuáticos que iban y venían en su búsqueda diaria del sustento– a algunos ejemplares de envergadura cuando menos sospechosos. Y si bien es cierto que los sistemas defensivos del módulo eran eficientes, como habían descubierto para su desgracia las licantroratas, no es lo mismo achicharrar a un bichejo peludo que a un monstruo acuático dos veces más grande que el mayor de los cocodrilos terrestres, recubierto de escamas duras como el ébano, armado con las mandíbulas de un tiranosaurio y agraciado con la inteligencia de un leopardo. Si esa cosa va a por ti, más te vale tener a mano munición explosiva y ser rápido de reflejos. O rezar rápido.

Pero, por fortuna, ninguno de los depredadores que detectaron los sensores estaba realmente cerca. Además, la balsa era virtualmente indetectable tanto en el rango visible como en el infrarrojo. Su paso sólo dejaba una ligera huella de distorsión visual sobre el agua o sobre el fondo selvático. Así que pudimos disfrutar tranquilamente de las andanzas de un grupo de inquietas arañas de río –una suerte de crustáceo escamoso a medio camino entre un erizo de mar y un cangrejo violinista– que estaba dando buena cuenta de unos insectoides de respeable tamaño que habían tenido la mala idea de ponerse a descansar sobre unas ramas de árboles-aguja que habían caído al río justo encima del nido subacuático de las arañas. Antes de que los insectoides se dieran cuenta de lo que pasaba, las largas y ágiles garras de las arañas los habían atrapado y arrastrado a las profundidades.

También nos cruzamos con otro enjambre de icterias –tan abundantes en Gemenia como los mosquitos en la Tierra– y con una enorme medusaesfera, un extraño carroñero esférico lleno de tentáculos bioeléctricos que, gracias a unas vejigas llenas de gas metano (que absorben del fondo del río), pueden propulsarse a reacción e incluso saltar a las orillas para llegar rodando a otros cursos de agua cercanos.

—Allí está la playa.

Irene miró hacia donde yo señalaba: un estrecho y desierto oasis de roca, arena y limo en medio de la monótona masa vegetal.

Pero había algo más. Desde la orilla del río, las inconfundibles marcas de rodadura de un vehículo serpenteaban por la izquierda del claro hasta perderse en la espesura.

—Te lo dije: hemos hecho pleno.

La balsa se acercó pausadamente hasta la orilla al tiempo que la cubierta se abría. Con las mochilas a la espalda y nuestras armas en la otra, saltamos al arenal. Mientras Irene echaba una ojeada para prevenir sorpresas, yo desactivaba la balsa, que en un par de minutos desaparecía dentro de su contenedor.

—Bueno, ya está guardado —anuncié— Vamos allá.

Nos echamos a andar siguiendo las rodaduras impresas en el encharcado mantillo verde-pálido, salpicado de tonos marrones y naranjas, que se extendía por toda la selva. Nos rodeaba una en apariencia infinita cantidad de especies vegetales diferentes, a cada cual más exótica. Durante unos minutos, por pura curiosidad, activé el modo de identificación visual, pero la cantidad de información que inundó mi campo visual resultó tan abrumadora que de inmediato me arrepentí de haberlo hecho. Y como, a fin de cuentas, la botánica gemeniana no me interesa más de lo que lo hace la gastronomía vietnamita, opté por dejar activo sólo el modo de alerta, no fuera pisar alguna planta en la que se ocultase un huésped peligroso o que me tomase por un polinizador cualquiera, como le había pasado a Irene. Como precaución adicional, le dije a mi compañera que pisase sobre las rodadas y que no se distrajese.

—Por aquí hay plantas carnívoras, pero son carnívoras de verdad, no como las de la Tierra, que se dedican a descomponer pequeños insectos. En  más de una ocasión, durante mi anterior visita a este mundo, me tropecé con los restos de un insectoide del tamaño de un halcón o de una licantrorata junto a unos árboles de aspecto esponjoso y amable no mayores que un seto. Los llaman precisamente  “esponjas carnívoras”. Es todo un espectáculo: el bicho se acerca a la planta, esta abre despacio una especie de pétalo musculado lleno de espinas que cuelga de una suerte de tentáculo y ¡zasca! Lo atrapa y lo arrastra a la parte superior de la planta, donde acaba en un saco digestivo. Luego expulsan los huesos y listo.

Irene sintió un escalofrío.

—No pensó arrimarme a nada ni oler nada —gruñó—. Por cierto, ¿alguna idea de por qué se vinieron tan lejos? Quiero decir, si tienen por ahí algún refugio ¿por qué no ponerlo más cerca del portal? ¿A cuento de qué venirse a varios kilómetros de distancia, cruzando ríos llenos de fieras y selvas apestosas? Al fin y al cabo, media región es suya. Si quieres seguridad, pones unos cuantos androides y robots de vigilancia y listo.

—Ni idea —reconocí—. Yo también me lo he preguntado… ¡Epa!

—¿Qué pasa?

—Las rodaduras. Han desaparecido.

En efecto, a un par de metros de distancia, las huellas de los neumáticos del Dromia se desvanecían en la nada. Abruptamente. Delante de nosotros sólo se extendía la espesa selva de Gemenia.

—¿Qué ha pasado? —inquirió una desconcertada Irene— ¿Dónde están? ¿Han salido volando con coche y todo?

Mientras Irene echaba pestes e improperios sobre lo harta que estaba de la misión y se lamentaba de lo lejos que estaba de casa, donde el pobre Pepote la estaría echando mucho de menos sometido a la estricta disciplina de su androide doméstico, me fijé en la espesa maraña de ramas, troncos, lianas y helechos –por llamarlos de alguna manera que nos resultara familiar– que nos cortaba el paso. Había algo allí que…

No pude evitar reírme. A carcajadas.

—¿De qué te ríes?

—De nuestra estupidez.

—¿Y eso? No te entiendo.

—Cariño, el Dromia no ha desaparecido. Simplemente, ha entrado en el garaje.

—¿Qué?

—¿Recuerdas lo que le pasó al portal ayer, cuando salimos y tú te volviste para mirar? ¿Y de la balsa hace un rato?

Irene, entonces, cayó en la cuenta.

—Joder… Una capa de mimetización.

—Exacto. Deberíamos habernos dado cuenta. Pero es que es un trabajo tan bueno como el del portal: a gran escala y perfecto.

—Entonces… Hemos llegado, ¿no?

—En efecto. Ahora vamos a ver si podemos entrar.

Como hice en el sótano de la casa del lago, saqué mi enrollable y la apoyé sobre la “maleza” que tenía delante de mí, tan convincente al tacto como si fuera real. Un par de pulsaciones y la vieja tecnología de principios del siglo XXII hizo su magia una vez más. En la pantalla apareció lo que no era sino un portón común y corriente, como el del garaje de cualquier casa unifamiliar de la Tierra. Sólo tuve que desplazar un poco la pantalla hacia los lados para tener a la vista los engranajes y el sistema de apertura y cierre.

—Vale. Creo que puedo hackear el sistema y abrir la puerta.

—¿Y si no?

—Bueno, tenemos explosivos: un par de “tic-tics” y resuelto.

—Por favor, sargento Leitner, eso no es necesario. Si quiere entrar, sólo tiene que pedirlo. Esperen un momento, por favor.

La amable pero firme voz masculina que nos llegaba desde todas las direcciones al tiempo nos pilló por sorpresa a los dos y tardamos unos instantes en reaccionar. En esos pocos segundos, la jungla impenetrable que teníamos delante empezó a disolverse en la nada, siendo sustituida por una puerta metálica que empezó a levantarse con un zumbido, mostrando una amplia estancia apenas iluminada con otro portón al fondo.

—Pasen, por favor —dijo la voz, que no reconocí.

Irene y yo nos miramos, nos encogimos de hombros y entramos en el “garaje” en el que, por cierto, estaba aparcado el Dromia.

—Parece que nos tenían vigilados, ¿eh?

—Desde que los dos llegaron a Gemenia, agente Carranza —dijo nuestro anónimo interlocutor—. Por cierto, nos alegramos que anoche usted y el agente Leitner aclarasen por fin su situación personal. De forma harto ruidosa, por cierto.

Irene se puso colorada como un tomate.

—Pero… ¿Qué?

—Oh, le ruego me disculpe la indiscreción. Por favor, esperen un instante.

El portón exterior se cerró. Hubo un apreciable cambio en el aire, que de pronto se hizo más ligero y agradable. Entonces, la puerta interior del fondo se abrió. Una luz brillante y un aire fresco y familiar inundó la penumbrosa estancia.

—No sé… Huele… a campo, ¿no?

Irene tenía razón.

—Y eso que suena… ¿El trino de un petirrojo?

—¡Mira ese árbol! ¡Es un olmo!

—Por favor, pasen. Bienvenidos a Shoscombe Manor —dijo la voz.

Obedecimos pero sin dejar de tener la mano sobre la culata de nuestras armas. Pero al cruzar el umbral, todas nuestras precauciones dejaron de tener importancia. Porque aquello no podía ser.

Un fresco y agradable aroma a campiña en primavera nos inundó. Una temperatura suave, un aire limpio. Uno sol radiante en un cielo intensamente azul salpicado de nubecillas algodonosas. Un hermoso prado de hierba verde salpicado de bosquecillos de robles, olmos y chopos. A lo lejos, unos potros paseaban en un amplio paddock circular llevados de las riendas por unos mozos de cuadra. A la derecha, en un pequeño lago, una pareja de cisnes y varios patos nadaban pausadamente de un lado a otro.

Era todo una ilusión, claro. La misma tecnología de mimetización que permitía ocultar a ojos indiscretos el exterior del portal o la estructura en la que nos encontrábamos, servía para proyectar en su interior aquella fantasía holográfica. La gestión de la profundidad de campo tridimensional era realmente buena, por no hablar de la luz, los colores, las formas y las sombras. El procesador de imagen era de los buenos.

—Impresionante. Hay que reconocer un trabajo bien hecho.

—Estamos dentro de una cúpula o un espacio cerrado de algún tipo, ¿no? Supongo que hecho de un material similar al del módulo táctico.

—Sí, claro. Mira el cielo —señalé con el dedo hacia lo alto—. A estas horas, Gemenia Beta debería ser perfectamente visible. ¿Tú lo ves? Yo tampoco. Pero estar, está ahí fuera. Y este agradable microclima no tiene nada que ver con la sauna que acabamos de dejar. Aquí se han gastado un pastón.

Lo que no era una fantasía era la típica casa rural victoriana que se levantaba a una docena de metros a nuestra izquierda. Era un cottage real y sólido como los sillares de piedra con los que estaban construidos sus muros y la tapia del pequeño jardín delantero lleno de flores aparentemente desordenadas y salvajes. Lo más seguro es que esa piedra no fuese otra cosa que algún material sintético ligero y resistente, pero daba el pego y conformaba un escenario de indudable encanto: una planta principal cubierta por un techo a dos aguas de pizarra y aprovechamiento bajo cubierta en forma de un par de buhardillas con ventanas blancas llenas de geranios, sobre cuyo voladizo se desparramaba una enorme trepadora que llegaba por la pared hasta el suelo. Hasta había una chimenea en lo alto de la que salía una discreta columna de un humo que supuse tan falso como la bucólica visión de la campiña inglesa.

—Bueno, está claro que a Wenzheng le encanta revivir sus fantasías literarias.

—¿Por qué lo dices?

—Mira la casa y el resto del montaje: aquí sólo faltan Sherlock Holmes y Watson para tener completo el escenario de algunas de sus aventuras. ¿Recuerdas cómo ha llamado a este sitio la voz?

—Shoscombe Manor.

—Exacto. La mansión Shoscombe. Y resulta que “Shoscombe Old Place” es el título de una de las aventuras menores de Sherlock. El título hace referencia a una mansión situada en el parque Shoscombe de Berkshire, junto a una cuadra de caballos de carreras.

Irene sacudió la cabeza.

—Los holmesianos estáis como cabras.

—Yo no soy holmesiano —protesté.

Entonces se abrió la puerta de la casa y un sonriente, aseado y bien vestido Arthur O’Connell nos salió al encuentro. No estaba tan contento ni presentable la última vez que le vi, a más de cuatrocientos años luz de distancia. Ni tampoco estaba acompañado por un mayordomo y una criada.

—No me lo puedo creer… —musitó Irene, contemplando estupefacta la escena.

—Tranquila, son androides.

—Ya lo sé, pero no lo parecen.

Era cierto, el mayordomo, ataviado según los cánones del servicio doméstico británico de finales del siglo XIX, se mostraba como un hombre circunspecto de unos cincuenta años de edad. La criada no aparentaba más de veinte y llevaba un traje oscuro largo con delantal blanco y la cabeza cubierta por su correspondiente cofia.

Arthur se acercó hasta nosotros y nos dio la bienvenida con un apretón de manos.

—Sargento Leitner, agente Carranza, bienvenidos a Shoscombe Manor.

—Señor O’Connell, es un placer poder saludarle en mejores circunstancias que en nuestro primer encuentro.

—Sí, desde luego. Y sin duda entenderá nuestra reacción en Seattle. Usted nos dijo que nos escondiéramos y eso hicimos. Desde luego, no encuentro palabras para manifestarle mi más sincera gratitud por su intervención. De no haber sido por usted, sin duda mi mujer y yo estaríamos muertos. Cualquier cosa que usted pueda necesitar, ahora o en el futuro, y que esté a nuestro alcance conseguirla, cuente con ella.

Crucé una rápida mirada con Irene. Arthur hablaba con sinceridad, pero nunca me ha gustado que me hagan la pelota, al menos no de forma tan evidente. Había que marcar distancias.

—Señor O’Connell, tampoco se llame a engaño: hice lo que tenía que hacer para poder cumplir con la misión que me habían encomendado mis superiores. Unas veces esas órdenes tienen unas consecuencias afortunadas. Pero en otras ocasiones, no.

Una sombra pareció cruzar el semblante de O’Connell. Pero sólo fue un segundo. Sonrió de nuevo y se hizo a un lado invitándonos a entrar en la casa.

—Lo entiendo, sargento —respondió—. No se preocupe, tendrá toda nuestra colaboración. Pero por favor, pasen. Su habitación ya está dispuesta para que puedan asearse y cambiarse. Después, si les parece, tomaremos todos juntos un refrigerio y charlaremos. Tenemos mucho de qué hablar.

Si el exterior recreaba a la perfección la casa rural de un acomodado burgués decimonónico, el interior no le iba a la zaga. El romántico, excesivo y elegante estilo victoriano impregnaba cada centímetro cuadrado. Mientras avanzábamos por el breve pasillo hacia las escaleras no pudimos menos que admirar el trabajo de carpintería en caoba barnizada con el que se había dado forma a puertas y mobiliario; por no hablar de los visillos y cortinajes de tonos claros y marrones; las tapicerías de terciopelo con estampados y damascos; el papel tapiz de color vainilla de las paredes decorado con motivos florales; los jarrones de porcelana y los cuadros con escenas de caza, paisajes bucólicos y retratos… Todo perfecto.

Escoltados por el hierático mayordomo y por la criada que nos seguía cargada con nuestro escaso equipaje, subimos a una de las buhardillas. Llegados a nuestro aposento, nos encontramos con una estancia pequeña, cálida y luminosa, con un techo bajo que lucía unas gruesas vigas de madera. Una cama de hierro con mesilla, lamparita y jarra de agua, un sencillo tocador, una silla, dos silloncitos junto a una mesa de té y al fondo un armario de madera de dos cuerpos junto a un elegante espejo de cuerpo entero. Todo un elaborado escenario sin aparentes concesiones a la modernidad, tal y como se encargó de recordar el mayordomo antes de dejarnos solos:

—Si necesitan cualquier cosa, sólo tienen que usar el tirador de la campanilla que está junto a la cama y la criada les atenderá de inmediato. El baño está dispuesto —señaló con la mano una puerta junto al armario—y tiene todo lo necesario para su aseo y comodidad. En el armario encontrarán una amplia variedad de ropa de su talla. El señor O’Connell me ha indicado que les comunique que se entrevistarán en el salón en treinta minutos.

Irene se quedó mirando con incredulidad el elegante tirador de seda y sin duda estuvo tentada de usarlo para ver si en efecto aparecía por la puerta la criada, pero yo tenía otras prioridades, así que me dirigí al cuarto de baño. Tanto el lavabo como la pequeña bañera y el apañado retrete funcionaban de la forma adecuada, aunque no dejó de sorprenderme tener que usar algo que sólo había visto de niño en un museo: la cisterna con su correspondiente cadenita y el rollo de papel higiénico. Aproveché para quitarme el uniforme y refrescarme; el aseo no era una necesidad absoluta, ya que nuestros trajes de combate también se ocupaban de esa cuestión básica, pero hay costumbres civilizadas que conviene mantener pese a todos los avances tecnológicos.

En una esquina del lavabo había una estantería con distintos botes y pequeños frascos de cristal. Me fijé en la elaborada etiqueta de uno de ellos, que contenía un líquido dorado limpio y brillante. Un perfume. Leí la etiqueta y no pude evitar una mueca de asombro al ver que se trataba de un Hamman Bouquet, según la fórmula original de William Penhaligon de 1872, inspirado en las esencias de los baños turcos de Jermyn Street, en Piccadilly, Londres. Según los enciclopédicos datos contenidos en los biochips de mi cabeza, la firma había desaparecido hacía mucho tiempo y seguramente el frasco era una réplica moderna, como el del aceite de baño Blenheim Bouquet que estaba a su lado. Esto sí que era cuidar los detalles. Destapé con cuidado el bote de perfume. Simplemente delicioso.

Salí del baño y vi que Irene estaba curioseando en el armario. Quiso decirme algo pero, con un gesto, le indiqué que guardase silencio. A continuación, me acerqué a mi mochila, que descansaba sobre la cama, saqué la pequeña semiesfera negra que tan útil me había sido en la casa de Wenzheng en Seattle para vigilar los alrededores y la situé en el centro de la habitación. Con un par de órdenes sobre su panel, el aparato se activó.

—Listo —anuncié—. Ya podemos hablar con libertad. A no ser que Wenzheng y sus amigos dispongan de una tecnología que esté más allá de la física conocida, estamos a salvo de miradas y orejas indiscretas.

—Nos vigilan, claro.

—Por supuesto. Ya lo oíste: lo hacen desde que salimos por el portal ayer. Yo también lo haría, qué demonios. Estoy seguro de que en estas paredes no sólo hay estuco.

—Supongo que también habrá alguna red de datos local.

—Sí, he detectado una doméstica, bastante simple. Es la que emplean los dos androides para las cosas de la casa.

—Estupendo ¿Qué tal es el baño?

—No hay cabina de ducha con hidromasaje ni jacuzzi, pero el agua sale bien caliente de los grifos y hay unos cuantos tarros con sales y perfumes de los buenos.

—Ajá. Pues en cuanto a lo de aquí dentro —añadió ella, desde detrás la puerta del armario en el que estaba curioseando—, la ropa es moderna. Menos mal, porque no me hacía gracia la idea de disfrazarme de milady. Nada de tejidos naturales como seda, lana o paño… Todo en estilos de última moda.

Me acerqué al armario y eché una ojeada. En efecto, no había disfraces de época. Sólo media docena de correctos y elegantes trajes ejecutivos y de cóctel. Irene se decidió por un precioso vestido azul celeste en cuya superficie un discreto estampado fractal trazaba formas geométricas sin parar y yo opté por un convencional pero elegante traje gris oscuro y una camisa marfil con corbata estrecha de color negro.

—Bueno, con esta ropa desentonaremos un poco del escenario, pero nos sentiremos más cómodos. El amigo Wenzheng ha llevado su pasión por la Inglaterra decimonónica a extremos un tanto excesivos, aunque no es el único muchimillonario brillante que se deja arrastrar por las excentricidades. ¿Recuerdas la dueña de esa cadena hotelera que se construyó hace un par de años su propia estación espacial para recrear los palacios imperiales de la antigua Roma?

—Sí, pero a ninguno se le había ocurrido venirse tan lejos para construir su parque de atracciones.

—Tarde o temprano tenía que ocurrir. Y si los portales interestelares de Wenzheng se popularizasen, no tendríamos que esperar mucho para ver a ricachones jugando a damas y caballeros en castillos feudales en algún remoto planeta al otro lado de la galaxia.

Irene enfiló hacia el baño con su vestido en una mano mientras se iba quitando el uniforme con la otra.

—¿Y qué me dices del servicio? —preguntó desde el baño— El mayordomo y la criada son androides, pero podrían pasar por humanos si no te fijas en esa esa mirada gélida y fija. Y no tienen la piel nacarada.

—Bah, todos sabemos que la Ley de Derechos Generales fue hecha para que la gente con dinero y contactos pudiera saltársela.

—Claro, y la primera en hacerlo es la SFS y sus agencias. ¿Con cuántos androides que no respetan las normas de reconocimiento has trabajado tú en la D2?

—He perdido la cuenta. Pero es por el bien público y la seguridad de la Federación.

—Por supuesto… Bueno, ¿qué te parece?

—¡Guau! Estás preciosa.

Y era verdad. El vestido realzaba su espectacular anatomía como un joyero fabricado con esmero haría destacar la belleza de un collar de perlas. Por un instante volví a encontrarme frente a ella en el despacho 36B de la trigésima planta del edificio 2 del complejo federal de la Isla Larga, en Madrid, dos años atrás. Si entonces Irene me había facinado ahora, no podía ser de otra manera, me tenía hechizado.

—Gracias, guapetón. Tú también estás irresistible.

—Bien, querida, pues entonces vamos a la faena. Bajemos y tratemos de aclarar todo este lío. Pero, por si las moscas, no nos dejemos nuestros neutralizadores.