Una charla agradable

 

 

 

El salón de Shoscombe Manor era, como todas las demás estancias de la casa, muy acogedor. Un amplio ventanal permitía la entrada de luz “natural” y, si no era suficiente, dos lámparas eléctricas de época iluminaban desde el techo toda la pieza, en la que destacaba una gran librería de nogal labrada que ocupa toda la pared del fondo y cuyas estanterías se mostraban repletas de libros impresos encuadernados en gruesas tapas. Junto a la librería, un escritorio de impecable factura alojaba algunos libros más, una lámpara de lectura y varios marcos de plata con fotografías en blanco y negro. En el centro de la sala, la repisa de una chimenea de piedra exhibía una colección de platos decorativos separados por un pequeño reloj de sobremesa mecánico con fanal de cristal. Sus agujas marcaban las diez y diez, como podrían haber marcado cualquier otra hora en aquel mundo de días más largos que los de la Tierra. Sobre la repisa, un cuadro de gran formato mostraba una batalla naval entre navíos británicos y españoles del siglo XVIII. A ambos lados de la chimenea, enfrentados, dos amplios sofás invitaban a coger un grueso volumen de cualquiera de las estanterías y sentarse a disfrutar de su lectura mientras se paladeaba una taza de café o de té, como las que esperaban al lado de la bandeja con canapés y bollos que el androide-criada había dejado sobre una mesa baja entre ambos sofás. Al lado, un carrito de bebidas con dos licoreras de cristal tallado, media docena de vasos y una cubitera invitaban a tomar algo más fuerte.

Arthur y Alice O’Connell estaban sentados juntos, en el sofá que enfrentaba la puerta de la sala; él estaba tranquilo, pero a ella se la notaba inquieta y con la mirada huidiza, casi un manojo de nervios, lo que atribuí a que sin duda todavía estaba bajo el shock del sangriento asalto a la casa del lago. Al lado de ambos, apoyado sobre la repisa de la chimenea y dando cuenta de un canapé de lo que más tarde averigüe era crema de salmón, estaba el doctor Wenzheng Yang. El refrigerio desapareció en su boca en cuanto el mayordomo nos hizo pasar.

Alto, esbelto, de recortado pelo negro y discreto bigote, a sus cincuenta y tres años el doctor Wenzheng parecía el proverbial hombre tranquilo asiático cuya discreta sonrisa contrastaba con una mirada escrutadora a la que nada parecía escapar. Vestía un elegante traje claro de pantalón ancho y chaqueta sin cuello, siguiendo la moda de una década atrás. A lo que se veía, era un hombre de convicciones y de gustos firmes.

—Sargento mayor Leitner; agente Carranza… Por fin nos conocemos en persona. Bienvenidos.

Haciendo gala de su condición de políglota, Wenzheng se expresaba en un más que correcto español con un marcado acento cubano, sin duda practicado a fondo en sus estancias en Manzanillo. Un fuerte apretón de manos dijo mucho de su personalidad.

—Gracias. Sí, yo también estaba a punto de decir lo mismo: Por fin. Ha sido un largo camino.

—Supongo que ya habrá comprobado mi identidad.

—Por supuesto. Es mi deber.

Nada más darnos la mano, mis ojos habían leído los suyos y mi interfaz cerebral habían hecho su trabajo. Y por si hubiera alguna duda, la nanoelectrónica que correteaba por mi organismo ya había identificado, decodificado, analizado y verificado el ADN contenido en las células epiteliales y en el sudor de la mano que acababa de estrechar. Sin la más mínima duda, estaba ante el del doctor Wenzheng Yang.

—Por favor, tomen asiento —nos invitó— ¿Desean tomar un café o un té? ¿Una copa? ¿Algo de comer? Los canapés están exquisitos.

Irene cruzó una rápida mira conmigo y asentí. No cabía temer que nos hicieran tragar nada raro. Estábamos entre gente educada y tampoco era cuestión de desairar a nuestro anfitrión nada más llegar.

—Gracias, yo tomaré un café —acepté.

—Yo también —me secundó Irene—. Y no le niego que esos aperitivos tienen un aspecto muy apetitoso.

Yang sonrió e hizo una seña a la criada, que esperaba órdenes en una esquina del salón. Con cibernética eficiencia, el androide nos sirvió dos tacitas de un café de textura suave y aroma intenso que hizo que las aletas de la nariz de Irene cobrasen vida propia.

—Vaya, un Sanani. Un café delicioso.

El rostro de Wenzheng se iluminó y yo me quedé mirándola, perplejo.

—En efecto. Es un Sanani del Yemen. Original, no sintetizado. Tiene usted un gusto bien educado.

—Deformación familiar. Aunque, si le soy sincera, siempre he sentido más predilección por el Blue Mountain.

La sonrisa de Wenzheng se hizo más amplia.

—Y yo por el Black Ivory, pero lamentablemente la premura con la que me vi obligado a abandonar la Tierra me impidió traer conmigo todo lo que me hubiera gustado. Menos mal que aquí ya tenía unas cuántas cápsulas de Sanani.

—Sí, una lástima —reconoció Irene—. Aunque el peculiar método de elaboración del Black Ivory hace que no sea del agrado de todo el mundo.

En mi cabeza apareció un chispazo de información sobre cierta curiosa vinculación entre el Black Ivory y las heces de algunos elefantes asiáticos. Preferí no seguir indagando.

—Así es —asintió Wenzheng—. Pero mejor para gente como usted y yo, ¿no? Los prejuicios condicionan demasiado al ser humano.

—Muy cierto. Aunque veo que, a cambio, está usted disfrutando de un Bourgeous de Yunnon —Irene señaló hacia una taza de porcelana que descansaba sobre la mesa—. El aroma a cacao y a trufa de ese té negro es inconfundible. Como lo es la mezcla de tila alpina, azahar, espino albar y pimienta piperita que compone la infusión que está tomando la señora O’Connell. Una mezcla sedante muy adecuada, todo hay que decirlo, para episodios de ansiedad como el que está sufriendo.

Alice O’Connell pareció despertar de su estado de nerviosismo y miró con pasmo a Irene, lo mismo que su marido. Por mi parte, aquella sorprendente faceta de mi compañera me había dejado algo descolocado. Era evidente que todavía teníamos mucho que contarnos el uno al otro. Bueno, en realidad nos lo teníamos que contar casi todo, me dije, mientras daba cuenta de una galleta de mantequilla.

—Me deja usted impresionado, señorita Carranza —dijo Wenzheng con admirada sinceridad— ¿De verdad no está empleando algún biodispositivo que mejora su sin duda fino olfato?

Irene sonrió y cogió un canapé. Antes de llevárselo a la boca, contestó:

—No los necesito. Como le dije antes, me viene de familia. Mi infancia la viví rodeada de estas cosas. Mis padres eran técnicos de análisis organoléptico en una distribuidora de productos delicatessen muy exclusivos. Puede que incluso usted haya sido cliente suyo. Como suele decirse, el mundo es un pañuelo.

—Sin duda. Y en su caso, como suelen decir ustedes, de casta le viene al galgo —Wenzheng tomó su taza de té y dio un ligero sorbo antes de continuar—. Estoy seguro de que usted sabría apreciar como se merece los tesoros de la despensa de mi residencia de Manzanillo. Me gustaría poder invitarla…

Una alarma sonó en mi cabeza ¿Acaso estaba flirteando Wenzheng con Irene delante de mis narices? Aquello era demasiado y hacía necesario una intervención inmediata.

—Hablando de villas, no puedo por menos que felicitarle por el trabajo que han hecho aquí. Ha sido toda una sorpresa encontrarnos con esta casa.

El doctor no pudo evitar reírse.

—Sin duda, ya conoce usted mi fascinación por la época victoriana, por su cultura y su forma de entender el mundo. Y creo no equivocarme al afirmar que, si usted y su compañera llegaron aquí a través del dispositivo que había en el sótano de mi casa de Seattle, es porque también está familiarizado con ese período, ¿verdad?

—No soy ningún experto como usted, pero sí, en su momento disfruté mucho con las aventuras de Sherlock y en mi juventud tampoco le hice ascos a los libros de Lewis Carroll, aunque “Alicia en el País de las Maravillas” y su continuación, “A través del espejo”, nunca estuvieran entre mis favoritos. En cuanto al resto, lo del espejo en el sótano y demás… Bueno, siempre me gustaron los acertijos y las historias de aventuras y tesoros ocultos.

Wenzheng apuró su té y dejó la taza sobre la mesa.

—Pues a mí las obras de Carroll me parecen únicas, e incluso aquí tengo varios ejemplares de esos libros. Supongo que sabe que Lewis Carroll era un seudónimo empleado por el matemático Charles Lutwidge Dodgson y que esa condición del autor tuvo una influencia tremenda en su trabajo literario. En “Alicia en el país de las maravillas” podemos encontrar referencias al álgebra, a la teoría de números, a la lógica, a los máximos y mínimos de una función, a las propiedades de la circunferencia, a la lógica y al razonamiento deductivo… ¿Sabe a qué se refiere Alicia cuando dice “Veamos, cuatro por cinco son doce, cuatro por seis son trece y cuatro por siete…¡Ay, Dios mío! ¡Así no llegaré nunca a veinte!”?

Estaba por responderle que no estábamos en un seminario universitario cuando Irene se me adelantó:

—Es evidente: en esas operaciones no se está usando el sistema decimal. Usando otros sistemas de numeración las operaciones son correctas. Concretamente, 4 por 5 son 12 en base 18 y 4 por 6 son 13 en base 21. Y ni que decir tiene que 4 por 7 son 14 en base 24.

Wenzheng miró a Irene con la misma expresión de satisfacción que siente un maestro ante un alumno inteligente.

—Exacto. Tiene usted la inmensa suerte de tener a su lado una mujer brillante además de hermosa, sargento.

—Ya lo sé. Pero creo que nos estamos yendo un poco por las ramas, doctor.

—Opino lo mismo —intervino en ese momento Arthur O’Connell, que no había abierto la boca en todo el rato que llevábamos allí—. Esta conversación es muy interesante, pero ni estos señores están aquí para hablar de libros del siglo XIX ni nosotros estamos de vacaciones.

Wenzheng fulminó a Arthur con la mirada.

—Me gusta tener de vez en cuando una conversación inteligente con alguien que no sea yo mismo, Arthur —replicó con sarcasmo.

—Lo siento, pero no vas a hacerme caer en una de tus provocaciones dialécticas. Ya nos conocemos.

—¡Oh, por favor! —gruñó entonces Alice O’Connell—. Siempre estáis igual.

Wenzheng se rio y se volvió hacia nosotros.

—Discúlpennos… Arthur y yo somos viejos amigos, pero no compartimos muchas aficiones. Él es una persona muy pragmática; yo me dejo llevar más por mis ensoñaciones.

—Eso salta a la vista —terció Irene, abarcando con un gesto de la mano toda la habitación y, por extensión, toda la casa—, pero el doctor O’Connell tiene razón: esta reunión es muy agradable y le estamos muy agradecidos por su hospitalidad pero…

—Pero ustedes tienen órdenes de la SFS de localizarme, cosa que ya han hecho —le interrumpió Wenzheng—, y de devolverme a la Tierra, cosa que no pienso hacer, al menos de momento.

Los O’Connell se pusieron tensos. Irene me miró de reojo. Parecía que, por fin, empezábamos a centrarnos en lo que de verdad importaba. Así que yo también apuré mi café y pregunté:

—¿Y por qué no quiere volver?

—Es evidente. Estoy más seguro aquí.

—Ya vieron lo que pasó en la Tierra —intervino Arthur—. Pensábamos que la casa de Seattle era segura y de golpe y porrazo no sólo usted sino un grupo de matones se nos echó encima.

—¿Cómo nos descubrieron? —musitó una todavía angustiada Alice.

—Bueno, antes o después los indicios que teníamos nos habrían llevado a la casa del lago. Aunque yo no soy ningún genio, sí tengo acceso a casi toda la información disponible sobre este caso y era cuestión de atar unos cuantos cabos. Supongo que quien mandó a ese grupo de mercenarios siguió un hilo deductivo parecido. Que coincidiésemos casi a la vez y yo pudiera intervenir no fue más que una casualidad afortunada… O eso creo.

—¡Dios mío! —gimoteó Alice— ¡Nos quieren muertos!

—¿Quiénes? —inquirió Irene.

Alice la miró como si no creyera posible que no lo supiera.

—¿Quién va a ser? ¡Eurokosmos!

Irene y yo intercambiamos miradas. El semblante de Wenzheng se tornó rígido. Me pregunté si sabría algo sobre el papel de Carolina Baglietto en todo aquel asunto. Por todo lo que había visto y oído hasta ahora, me daba la impresión de que el buen doctor quería contárnoslo todo, pero a su manera y a su ritmo.

—Doctor Wenzheng, creo que ha llegado el momento de emular a nuestro admirado Sherlock Holmes y que nos cuente de qué va todo esto. Tengo una idea general, pero hay muchas cosas que todavía se me escapan.

Wenzheng me miró. Sus ojos chispearon. Exhaló un suspiro, se sirvió otra taza de té, tomó un sorbo y se echó atrás en el sofá.

—Se está quedando frío… ¡Bah! Qué más da. Tiene razón, sargento Leitner. Es hora de que conozcan toda la verdad, nuestra verdad, y decidan en consecuencia. Pero antes de empezar, díganme ¿Qué saben del planeta Neydor?

Esta vez tuve que reconocer que no me esperaba una pregunta como esa.

—¿Neydor? ¿Qué tiene que ver con el asunto que nos ha traído aquí?

—Tiene que verlo todo. Porque lo que ustedes y el resto de la Humanidad creen saber sobre ese mundo es una absoluta mentira.

Y con un simple gesto de su mano derecha, la luz de la biblioteca empezó a atenuarse y los cortinajes del ventanal se cerraron. Sobre la mesa en la que descansaban las tazas y las bandejas empezó a formarse una imagen esférica que enseguida creció de tamaño hasta alcanzar las dimensiones de un balón de fútbol.

Era una estrella. Un sol amarillo aparentemente similar al que alumbraba los cielos de la Tierra. Estaba a punto de pedir explicaciones cuando el holograma cambió. El sol se alejó, se hizo más pequeño y a su lado, sobre la tetera, apareció otra estrella, más pequeña y anaranjada. Estábamos viendo un sistema estelar doble. La imagen volvió a cambiar, alejándose de nuevo. Un pequeño mundo rocoso pasó raudo sobre los canapés, perdiéndose en el resplandor de la estrella principal. En su lugar, apareció el creciente de otro planeta, uno similar a la Tierra, cubierto de nubles, océanos y continentes.

Neydor.