Capítulo XIII
IRENE dormía mejor, pero no recobraba energías con la rapidez esperada. En realidad, al tornarse más fresco el tiempo, aumentó de manera notable su somnolencia. Llamado de nuevo el doctor Hertz, al principio se mostró optimista, pero luego pudo advertirse que se encontraba muy preocupado. Poco después ordenó que se hicieran algunos análisis de sangre. Más tarde visitó a la enferma y le recetó el hierro de costumbre con la pequeñísima dosis de cobre que actualmente se añade a ese remedio. También se informó de la cantidad de hígado que ingería, y le preguntó si accedería a tomar ventriculina. El médico abandonó luego la habitación, dejó a su paciente en el hermoso lecho blanco y comunicó a José que deseaba hablar con el señor Heron. Amoldo salió de su dormitorio y descendió al piso bajo.
—Hago todo lo que puedo —dijo el facultativo al hijo—, pero debo hacerle una advertencia de carácter reservado: el desarrollo futuro de la enfermedad me inspira serios temores.
El joven inquirió el motivo de tal preocupación. ¿No era la enferma una persona con temperamento nervioso?
—Por eso no es conveniente decirle la verdad; el miedo incita a reaccionar siempre de manera adversa. Pero usted debe saberlo. Quizás mejore mediante los paliativos comunes utilizados en estos casos, pero…
Hertz hizo una pausa. Su interlocutor se volvió para correr con el pie un felpudo que se encontraba ligeramente fuera de su sitio.
—Al parecer, los análisis de sangre señalan la existencia de un estado muy semejante a la leucemia —añadió el médico.
—¿Es… —el muchacho logró colocar el felpudo en su sitio, empujándolo con la punta del zapato— … es grave?
—Si los datos son exactos, es muy grave.
Evidentemente eran exactos, porque muy pronto la señora de Heron dió muestras de hallarse seriamente enferma. A pesar de que no decayó bruscamente, nunca recobró las fuerzas. El médico la visitó con frecuencia. Aunque su honradez le impidió alentar las esperanzas de la paciente, empleó numerosos paliativos para aliviar su dolencia y mitigar los síntomas que la acompañaban. En el momento adecuado aconsejó que se contratara una enfermera, y más farde otra. Amoldo se mantenía atento, vigilante, cuidando de que se cumplieran las órdenes del facultativo. Después de tres meses la señora de Heron falleció.
El doctor Hertz se mostró cariñoso con el joven, que cayó en profundo abatimiento.
—Se trataba, a mi entender, de una incapacidad para aclimatarse —manifestó el médico—. En realidad su madre no reaccionó favorablemente ante el estímulo tal vez excesivo, de este clima semitropical. Con cierta frecuencia las personas de edad avanzada sufren aquí idéntica inadaptación. Quizás si su madre hubiera salido a pasear más a menudo, lo habría logrado con más facilidad. Con todo, se encontraba en una edad en que esa dolencia en particular puede sobrevenir en cualquier clima.
“No era una mujer feliz —pensó— Quizás exista alguna relación entre las enfermedades perniciosas y el resentimiento.”
Después del entierro y del ataque de dolor, mezcla de condenación y compasión de sí, Amoldo experimentó una reacción favorable. Durante la enfermedad de su madre había permanecido melancólicamente en su propia habitación, hasta el fin. Pero aquella tarde, cuando José le preguntó si bajaría a cenar, respondió afirmativamente.
—Que toquen la campana a la hora de vestirse, como siempre —ordenó el amo.
Cuando oyó la llamada subió a su dormitorio y se mudó, ayudado por el sirviente.
“Se viste ahora con tanto cuidado como en sus mejores tiempos”, reflexionó el ayuda de cámara mientras acicalaba a Amoldo.
Una vez concluido el arreglo de su persona, el joven se miró atentamente en el espejo y luego repitió la misma operación en cada uno de los que había en el corredor. Siguió con la vista su figura a medida que se aproximaba a ellos, desde el momento en que aparecía su imagen como una forma lejana hasta que la enfrentaba en su tamaño natural, vestida de rigurosa gala. Después de la cena pasó a la biblioteca, donde se entregó a la lectura durante un breve espacio de tiempo. Luego, se puso la capa, cambió de calzado y salió al jardín, que se hallaba iluminado por la luna, para dar un paseo. Al completar la segunda vuelta advirtió que se apagaban las luces del edificio principal. Los sirvientes habían despejado la mesa, lavado la vajilla y se retiraban ya a sus habitaciones. El paseante abandonó el parque por el pequeño portón del Oeste y se encaminó con paso rápido a la casa de Mariana Gayton.
Cuando el muchacho llamó a la ventana, la joven se encontraba aún en pie. La amiga no aludió al largo tiempo transcurrido. Había tenido noticia de la enfermedad de la madre y de su muerte. No habiendo recibido carta de Amoldo, supuso que no podía acudir a la casa de ella. Desde el día en que trabaron amistad habían cambiado apenas algunas líneas; una o dos esquelas en que el joven anunciaba el día de su visita. La señorita Gayton había comprendido que si el muchacho regresaba a la mansión a deshora, llamaría la atención de las enfermeras. Pero el amigo había acudido tan pronto’ como le había sido posible y su vestimenta indicaba claramente que se encontraba dispuesto a proseguir aquel amor pintoresco y secreto. En los últimos tiempos, la joven había experimentado fatiga; esa noche había permanecido en vela hasta una hora avanzada, en parte porque abrigaba la remota esperanza de que él viniera, y en parte porque sufría de insomnio. Experimentaba menos desasosiego cuando se hallaba sentada, leyendo, que acostada en medio de la oscuridad.
El visitante no habló de lo sucedido, sino de sus planes.
—Cerraré la casa durante algún tiempo y dejaré que se vayan los sirvientes. Entre tanto permaneceré alejado, para cambiar de ambiente. Siento necesidad de partir. A pesar de los cuidados de… de mi madre, vivía más bien en el aislamiento. Necesito aflojar un poco los músculos —añadió doblando su brazo, estrechamente cubierto por la manga de seda negra, muy ajustada por los botones— y sentirme libre del papel cuyo desempeño se me había pedido. Te avisaré cuando regrese —dijo por último, contemplando en el espejo su figura, que representaba una época de cinco generaciones atrás.
Ella no hizo preguntas. Sentíase demasiado fatigada para intentar sonsacarle sus proyectos. No cabía duda de que la conmoción experimentada por el fallecimiento de la madre había contribuido a que el muchacho se encerrara aún más en sí. Parecía vivir en el ensueño todavía con más intensidad que antes. Lo observó mientras él se contemplaba en el espejo, hasta que también ella sintió que iba cayendo en un estado hipnótico. En fin, tendría que esperar, y podía hacerlo, hasta que el amigo volviera tanto en el sentido literal como en el metafórico.
Cuando Mariana abrió la puerta, la brisa nocturna la hizo toser; el ruido despertó al joven. Se reunió con ella en la entrada, luego de recoger y ponerse la capa.
En el pórtico, al estrechar la mano de la señorita Gayton, saludó con una inclinación del cuerpo.
—Au revoir —fueron las únicas palabras que pronunció.
Luego, ya en el camino, se volvió.
—No vale la pena que te dé mi dirección, porque volveré muy pronto y entonces trazaremos nuestros planes —aseguró.
El tono oscuro de su capa hizo que resultara difícil seguirlo con la vista mientras se alejaba caminando a la sombra de los árboles vecinos.
Al despertar por la mañana del día siguiente, Arnoldo comprobó que su deseo de abandonar la casa había adquirido un carácter apremiante. Tan pronto como se levantó de la cama, llamó por turno a los sirvientes, les pagó el sueldo completo y los despidió. Sólo en el curso de aquella operación se dió cuenta plenamente de su nueva posición. Como la mujer habíale dejado casi todo el dinero que poseía, la dependencia infantil y completa en que vivía habíase transformado de manera repentina en una independencia que pocas personas logran, aun en edad más avanzada. Comprendió que con los pequeños trazos que dibujaba con la pluma ampliaba el estrecho ambiente que lo rodeaba, y al mismo tiempo alteraba su aspecto.
Irene había construido la mansión con el fin, sin duda logrado, de aprisionar al joven en sí mismo y obligarlo, mediante los reflejos, a volverse hacia su propia persona.
Mientras esperaba la llegada de los últimos sirvientes, los dos de más edad, recordó aquello de que los tigres pueden mantenerse con mucha facilidad y sin peligro en jaulas de madera, que serían capaces de destrozar si lo quisieran, siempre que no alcancen a ver rayo alguno de luz en las junturas de las tablas; en realidad ignoran así que pueden escapar. Pero él había roto el círculo vicioso de reflejos propios en que ella lo mantenía. Poco había faltado para que aquella mujer lo ahogara. Lo había sofocado de una manera perfecta, encerrándolo en aquellos trajes bien cortados, verdaderos sacos de los que su ser no podía desembarazarse, lanzándolo luego al lago de espejos en que debía de hundirse.
Cuando hubo pagado a todos, con excepción de José, llamó a éste para encargarle algo del pueblo. Mientras el ayuda de cámara se encontraba ausente, llegó el cartero. El dueño de casa recibió la correspondencia y agradeció a Doc el pésame.
—Me iré de viaje por breve tiempo; no tengo aún proyectos definidos para el futuro —manifestó de repente—. En vista de que los sirvientes se van, ¿puedo dejar a usted las llaves de la casa?
—Por supuesto. Si usted me dice cuánto tiempo permanecerá ausente, guardaré también las cartas que se reciban.
Amoldo comprendió que debía fijar un plazo para su regreso.
—Tardaré unos quince días —respondió.
—Muy bien. ¿Cuándo parte?
De nuevo veíase el joven obligado a tomar una determinación.
—Le entregaré las llaves mañana, cuando traiga la correspondencia.
—Me alegro de poder prestar a usted un servicio —dijo Doc, volviéndose para proseguir su reparto.
“Pobre muchacho, ahora se encuentra completamente solo —pensó el cartero—. Me gustaría saber si después de lo ocurrido, la señorita Gayton y él lograrán llegar al casamiento. Quizás ella podría, pero él estaba demasiado apegado a su madre.”
José regresó después de haber cumplido todos los encargos, y como se le había ordenado, llevó los paquetes al dormitorio de su patrón. El joven, que lo esperaba allí, dióle las gracias y manifestó que media hora más tarde hablaría con él en la biblioteca.
Los paquetes contenían un traje barato de tienda, una camisa con cuello rígido que parecía de papel, una corbata, un par de zapatos ordinarios y un sombrero común de fieltro. Despojándose del traje de lino que llevaba aquella mañana, se cambió rápidamente de ropa. Al ponerse las nuevas prendas sintió la aspereza de la sarga de mala calidad, el crujido semejante al del papel que producía la tela barata de algodón de la camisa, la impresión desagradable al tacto de la corbata de seda artificial, la tosca rigidez de los zapatos que no eran hechos a su medida. A pesar de que no quiso mirarse al espejo, experimentó cierto alivio, mezclado con disgusto, al considerar cuán irremediablemente feo era el conjunto; sin embargo, al usarlo, se libraba de todas las ataduras antiguas.
“Fui cuidado y mantenido en el encierro, como un caballo de sangre pura. Ahora he quedado en libertad para perderme de nuevo entre el vulgo”, murmuró para sí, en el momento en que salía del cuarto. No deseaba tropezar con José. Ayudado por él había tomado con rapidez las disposiciones necesarias para trasladar la vajilla de plata a la caja de seguridad del banco. Habían trabajado velozmente y en silencio. Avanzada la tarde entregó al sirviente un cheque por una suma de dinero que representaba una generosa retribución de sus servicios.
—Quizás lo llame de nuevo cuando regrese —dijo al hombre, evitando así la dificultad que ofrecía una despedida definitiva.
Permaneció en la biblioteca durante un rato, esperando, y luego fué deprisa a la parte posterior de la mansión. Desde allí podía observar las dependencias de los sirvientes sin ser visto. Sí, José subía en aquel momento a un taxímetro y llevaba un magnífico equipaje para regresar al mundo contemporáneo. La vestimenta del criado era sumamente fina, elegante y moderna. Acto seguido el dueño de casa bajó la vista para examinar su propio traje, que ya comenzaba a cubrirse de arrugas y pliegues, perdida su forma original. Al salir el automóvil por el portón lateral, el joven alcanzó a ver que José se había recostado en el respaldo y fumaba.
“Con cuánta rapidez termina el acto para un personaje secundario, un simple actor de carácter —reflexionó Amoldo—. A los actores principales no resulta tan fácil cambiar de papel y adaptarse a la índole de un nuevo personaje, y aun de un nuevo escenario”, añadió en voz alta.
Una vez en la pequeña escalera posterior que conducía a la bodega, y habiendo cerrado la puerta, encendió la luz, descendió hasta aquel sótano y se arrodilló frente a unas cajas nuevas que se encontraban en el piso. Permaneció allí manipulando hasta el anochecer. Entonces retornó a la planta baja de la casa con las manos y las ropas polvorientas; pero no se lavó ni cepilló el traje. Su paso era un poco inseguro. Anduvo sin rumbo fijo hasta el centro del vasto vestíbulo, volvióse lentamente y miró la confusa hilera de figuras que aparecía, como una línea de fuga, en las imágenes reiteradas por los espejos. Revolvió sus bolsillos y extrajo de uno de ellos un pequeño destornillador con mango de goma, que arrojó al espejo situado frente a él.
El extremo de goma golpeó en el cristal y rebotó. La herramienta cayó en el piso e hizo un ruido leve.
“Ni siquiera puedo provocar una pequeña ola en el lago”, musitó el muchacho.
En seguida se volvió y se aproximó a un canapé tallado en madera, esmaltado de blanco y tapizado ajustadamente con tela de seda azul, que se hallaba junto a la pared. Los rayos de la luna naciente realzaban su elegancia. Al echarse en él Amoldo vió, oyó y sintió también que sus toscos zapatos cubiertos de telarañas y polvo raspaban y ensuciaban el raso del mueble. Cuando acomodó bajo su nuca el cojín pequeño y delicado, los pelos de su barba rozaron el forro. Aflojó el nudo de su corbata, desabotonó con ademán de cansancio su chaqueta y se sumió en el sueño. Más tarde, al iluminar la luna la cabecera del canapé, el hombre yacía de espaldas, con la boca abierta, roncando bajo los efectos del alcohol.
Semidespierto, el joven se preguntó por qué la ropa de la cama se encontraba tan retorcida. Le pareció que se había deslizado en el lecho, porque sus pies se hallaban doblados y tocaban los de aquél. Se asombró de que José no lo hubiera despertado; pero, sin duda, había descorrido las cortinas porque, a pesar de tener cerrados los ojos, dábase cuenta de que la habitación estaba inundada de luz. Tragó saliva, juntó los labios y abrió los ojos. Al recordar dónde se encontraba, despertó por completo y su mente recobró la claridad. Sin embargo, la cabeza le latía.
El muchacho se dió vuelta pesadamente y se sentó en el sofá. Después de mirar su reloj de pulsera y advertir que marcaba las cinco de la mañana, le dió cuerda con cuidado al recordar que no lo había hecho la noche anterior. Inmediatamente después subió al piso alto. Al avanzar, no despegó la vista de la alfombra. En su dormitorio, abrió el armario y apiló deprisa en el centro del cuarto toda la ropa que encontró en él. Envolvió el montón con una sábana de la cama, metió los zapatos y botas en las dos fundas de las almohadas, rehízo la cama y se encaminó a la planta baja cargado con los abultados envoltorios.
Durante la reconstrucción de la residencia, por efecto de uno de esos retraimientos económicos que suelen experimentar los ricos, Irene no había querido instalar una nueva caldera de petróleo.
—La antigua se halla en buenas condiciones y armoniza con el conjunto —había manifestado la mujer—. Además creo que la leña, abundante en esta región, resulta más sana que el petróleo para alimentar la calefacción. Las emanaciones de éste son desagradables.
Por consiguiente, contra la voluntad del joven, la anticuada caldera no fué sustituida por otra. Pero Amoldo se alegraba ya de que no se hubiera satisfecho su deseo. Antes de descender los peldaños que conducían al hogar, descargó los voluminosos atados blancos en el pequeño vestíbulo trasero donde se juntaban a flor de tierra las escaleras de los dos sótanos, y retornó a la bodega. Regresó con una caña que contenía trozos de alambre, hojas delgadas de metal y fragmentos de vidrio.
—Parecen los restos de un árbol de Navidad —murmuró—. Y ahora, que acompañen el traje de bufón.
Abrió el bulto grande, esparció entre las ropas el contenido de la caja, lo ató de nuevo y, cargado con él, descendió los escalones que conducían a la caldera. Al volver a la superficie, miró su reloj.
“Son sólo las cinco y media —dijo para sí—. Después de afeitarme, y supongo que aun no he olvidado cómo hacerlo, tendré tiempo de tomar un baño caliente.”
Con ayuda de la máquina eléctrica de afeitar el joven acabó sin dificultad tanto con el bigote como con las patillas, y cuando hubo terminado, el agua del grifo caía ya caliente en el baño. Mientras se remojaba reflexionó que, con todo, era hombre de acción.
“Me han reprimido, sofocado. Todos los hombres poseen un derecho inalienable: la libertad. Tenemos el deber moral de librarnos de la tiranía, por más sacrosanto que sea su carácter. O la libertad o la muerte.”
En el sentir del muchacho la circunstancia de que aquellas prendas arrojadas en la caldera le proporcionaran, en forma tan perfecta, el agua caliente necesaria para lavar la suciedad y las manchas dejadas por la limpieza que acababa de realizar, evidenciaba su capacidad para combinar dos fines en una acción. Además simbolizaba en cierto modo la obtención de su libertad al asemejarse a un acto de manumisión.
—Después de esta estúpida comedia me lavo las manos con el agua calentada por la “hoguera de vanidades” —dijo en voz alta.
La mezcla de alusiones históricas y literarias lo colmó de satisfacción. Mientras se secaba, sintióse fuerte y renovado. Cantó alegremente el aria Las brumas matinales se han disipado; sale el Sol, cuyas palabras se ajustaban exactamente a su situación. El ensueño y la soñadora convertida sólo en sueño por una honda ilusión, habíanse desvanecido; al perder la mujer su carácter de realidad, había desaparecido. Tal era, literalmente, la explicación auténtica del asunto. Cualquiera otra actitud que se adoptara frente a él —la del arrepentimiento, por ejemplo—, resultaría irreal, formaría parte de la representación que había terminado para siempre.
Amoldo preparó pausadamente su desayuno en la cocina vasta y blanca.
“Ahora, soy dueño de esta mansión —reflexionó, ensimismado, recalcando para sí su nueva posición—, Es una de mis propiedades, y no una dueña de mi persona. Puedo venderla por la cantidad que me ofrezcan por ella. —La idea de lanzarla al mercado satisfizo su anhelo de libertad.— Puedo hacer por entero mi voluntad. Quizás vuelva en busca de Mariana; pero no estoy obligado a ello, si no lo deseo. A nadie debo ya obediencia. Esperaré hasta que tenga ganas de hacer algo.”
No obstante, decidió partir sin dilación. En aquel momento sonó la campanilla de la puerta principal. Al abrir, vió a Doc en el vasto portal.
—Ha tardado poco en prepararse „para el viaje —observó el cartero.
—Cuando uno ha decidido partir, lo mejor es marcharse cuanto antes —atinó a contestar el dueño de casa.
Amoldo guió al hombre alrededor de la residencia y le indicó las llaves de las diversas puertas que daban al exterior.
—La vajilla de plata está en la caja de seguridad del banco, pero casi todo lo restante ha quedado donde estaba. Quedan pocas cosas de fácil transporte para un ladrón —explicó el joven.
La entrega de la casa exigió poco tiempo. Los dos hombres cerraron las puertas de atrás y regresaron al frente.
—El picaporte de esta cerradura quedará automáticamente asegurado cuando yo cierre la puerta al partir —indicó el muchacho cuando ambos se detuvieron junto a la entrada principal del edificio.
Amoldo estrechó la mano de Doc. Éste metió las llaves en el bolsillo y se marchó para proseguir el reparto. Después de poner algunos efectos en una maleta pequeña, el dueño de casa dió un postrer vistazo a las habitaciones vastas y silenciosas, cruzadas lentamente por anchas fajas de luz solar que parecían barrer despacio la mansión entera para mostrar que nada quedaba en ella. En seguida cerró con fuerza la hoja estrecha y alta de la puerta del vestíbulo y se alejó sin volver la cabeza.