Capítulo VII
ARNOLDO despertó tarde. A pesar de la hora avanzada la dueña de casa no había acudido al comedor. Después de desayunarse, el muchacho salió para dar un prolongado paseo a pie, y se llevó el almuerzo. En cuanto regresó a la mansión, se dirigió sin hacer ruido a sus habitaciones y permaneció durante largo rato en la bañadera con agua caliente. Mientras se secaba despacio, en excelente disposición física, sonó la pequeña campanilla que llamaba a vestirse. Al entrar en su cuarto, vió su figura reflejada en el espejo.
“Quedará plenamente satisfecha —pensó—, “He de continuar hasta el límite que me he fijado.” Tal pensamiento constituía aún su defensa. Había tomado una determinación prematura; en realidad, todavía resultaba innecesario decidir. Además, no debía hacerlo movido por un arranque emotivo. Extrajo las ropas antiguas y se las puso de manera metódica.
—Es mi librea —dijo en voz alta, a guisa de comentario—. Pronto me sentiré perdido sin ella, no sabré “ocupar el lugar que me corresponde”, como solían decir de los criados mal educados.
Habíase convertido otra vez en prisionero voluntario, tan completo era el triunfo de Irene. El traje comenzaba ya a ejercer efecto y representaba, en potencia, su segunda naturaleza. Mientras se vestía buscaba en su apariencia cualquier rendija por la que pudiera colarse el presente. La visión de la realidad no lo obligaría a cejar, pero temía que lo hiciera perder el equilibrio en que había decidido mantenerse. En efecto, había una grieta. Observó con insistencia su mano morena, retorcida y fuerte, acostumbrada al trabajo duro, sin interrumpir su tarea. Esa extremidad sobresalía en el conjunto, contrarrestando todos los esfuerzos realizados en las demás partes de su figura.
“La mano hace y deshace —reflexionó—. Esta situación es peor que la de lady Macbeth. Mi mano entera está maldita; y no una, sino las dos. Como viejos garfios enmohecidos, se aferran a mi cuerpo impidiéndole alejarse.”
Por espacio de un momento se contempló sin resentimiento, aunque un poco desanimado. Sus ojos terminaban siempre por detenerse en aquellas “amarras” colgantes.
“El Demonio puede transformar su cuerpo entero, excepto los pies —se dijo, recordando el refrán, y enseguida miró los suyos bien proporcionados y calzados con aquellos escarpines estilo Regencia que los oprimían—. Yo soy capaz de mudar todo, menos las manos, que me recuerdan el presente. Por más que este disfraz me aparte mágicamente de la época que me aprisiona, estas manos, aferrándose a ella, me harán volver a la realidad.”
De repente el joven abrió con precipitación una gaveta que contenía una pequeña caja de sándalo. Allí guardaba un recuerdo de su infancia. Siendo aún un niño, pero con manos y pies casi tan grandes como los de un hombre, había concurrido en Nueva York a las clases de baile que daba una anciana. La dama, de aspecto severo y vestida con largo traje negro de alpaca, enseñaba a niños y niñas “la manera correcta y elegante de danzar”. Los varones debían usar trajes negros y guantes blancos para bailar con las jóvenes. Ante su vista tenía en aquel instante los hermosos guantes de cabritilla, tan suaves y blancos como la porcelana. Al introducir rápidamente la mano en uno de ellos, recordó que en otro tiempo le quedaban muy ajustados. Se lo puso con dificultad. La presión en sus dedos de la cara interna del cuero, suave y cubierto con tiza, trajo a su memoria el embarazo experimentado al sacar a bailar a una mujer, vestido de etiqueta por primera vez.
Comparado con el que llevaba, el traje de noche usado en aquella ocasión le pareció tan burdo como la chaqueta de un chico de la calle. Después de efectuar la misma operación con el otro guante y de acariciar una mano enguantada con la otra, para sentir el fácil deslizamiento de ambas, pellizcó los botones hasta que logró encajarlos en los ojales y metió los bordes de la cabritilla bajo el frunce de los puños. Sus manos habían desaparecido. Acababa de alisar las últimas protuberancias del presente, dejándolas tan lisas como la nieve que, impelida por el viento, cubre las pequeñas ramas secas del campo. Se volvió y con paso corto, vivo, abandonó el dormitorio y descendió deprisa por los escalones anchos y pulidos de la amplia escalera para encaminarse al comedor.
La mujer advirtió quizás el cambio, pero con gran prudencia se abstuvo de manifestarlo. Ya en su asiento, Amoldo acarició los pliegues ceñidos del chaleco blanco de seda con su mano nueva y suave, que se deslizó sin pegarse a la tela ni rasparla. La alzó hasta colocarla al mismo nivel de las bujías. La luz centelló en los dedos y en el dorso, reflejándose de manera tan uniforme, impersonal y brillante como en un trozo de mármol blanco. La propia postura de la extremidad oculta se hallaba gobernada y determinada por la nueva piel que la cubría. Dobló ligeramente los dedos y descubrió que sólo podían adoptar la serena posición de una escultura.
“No es de esa época el puño cerrado —reflexionó sonriendo—, sino el gesto fácil, suave, sin tirantez, porque se halla hábilmente sostenido por costuras, botones y lazos que lo mantienen en actitud franca. A menudo la aspereza es el resultado de la erosión; a pesar de ser el más duro de los materiales, el diamante posee más delicadeza que todos ellos y una apariencia tan accesible que permite contemplar todas sus caras.”
El joven se palpó el rostro; sus dedos no eran ya elementos específicos que pudieran identificarse por sus arrugas y por la impresión dejada en los objetos, sino un aspecto de un estilo universal, una mundanal mano cualquiera. Sí, porque el dedo que tocaba entonces su rostro poseía la suavidad, urbanidad y esbeltez de un miembro absorbido por su envoltura. Sin embargo, la cara, que la noche anterior habíale parecido lisa al tacto de sus dedos toscos, resultaba ya áspera. Debía afeitarse antes de la cena. Deslizó la mano hasta los labios, y tampoco éstos le parecieron lisos. Al separar del rostro la extremidad, observó que hasta las uñas habían desaparecido casi por completo, apenas se notaban bajo la punta del guante. Parecían modeladas por un escultor que, considerándolas de carácter animal pero no deseando apartarse por entero de la naturaleza, las hubiera insinuado al tallar la curva final de los dedos.
Miró un poco más lejos y vió las flores, aquel día jacintos. Era una planta clásica, con olor muy semejante al amoníaco y racimos de flores de aspecto artificial, de color blanco como la cera. Más allá, entre las flores y bajo la luz de las bujías distinguió el rostro de la mujer. Lo observaba sonriendo con satisfacción, y- en aquel momento le envió un beso por el aire.
—Para corresponder al tuyo —dijo ella.
Amoldo recordó entonces que, en medio de su abstracción, había llevado los dedos a la boca, gesto que la mujer interpretó como un signo de rendición, como un beso figurado.
“Es verdad; me he rendido” pensó, irguiéndose. Al moverse sintió en todos sus músculos la sujeción impuesta con habilidad. No obstante, alzó la copa para rendir homenaje a Irene, sosteniéndola con el pulgar y el índice. En seguida la dejó en la mesa y envió, esta vez deliberadamente, un beso a la mujer.
La señora de Heron comprendió que había conquistado una nueva posición. Estaba por cerrar el cerco en torno al muchacho. Con todo, era estratega con suficiente sagacidad para darse cuenta de que el enemigo, cercado pero no dispuesto aún a rendirse incondicionalmente, podía intentar una salida desesperada. La experiencia hereditaria no la engañaba.
El joven se aferró a sus ropas antiguas. No obstante fingir en su fuero interno que continuaba representando su papel, sabía casi conscientemente que ese papel influía en él, lo transformaba y creaba en su ser una nueva naturaleza. Con mucha frecuencia sufría un choque brusco al pasar de un papel al otro, de su existencia diurna a la nocturna. El hombre, o más bien la criatura débil del comienzo, cedía gradualmente terreno al nuevo personaje creado por un Frankestein femenino. No se trataba de un monstruo mecánico, ni de un simple maniquí de sastrería, sino de una máscara viviente fabricada con su cuerpo y sus sueños, como también con los anhelos y ensueños de la mujer.
El muchacho constituía un producto extraño y complejo, muy semejante a las denominadas “personalidades desdobladas” (una de ellas la famosa “Sarita Beauchamp”). La nueva personalidad había alcanzado cierta capa consciente y, al no poseer el joven suficiente fuerza para utilizarla o reprimirla, se había adueñado por completo de su cuerpo. En aquellos momentos en que chocaban las dos formas de vida, diferenciadas progresivamente por estados de conciencia independientes, Amoldo se preguntaba hasta dónde debía soportar semejante situación.
El momento crítico se producía al anochecer, cuando se aproximaba la hora de mudarse de ropa. Por la noche se acostaba inmediatamente después de la cena y despertaba al día siguiente sin conflicto interior alguno. En cuanto a las dudas que lo asaltaban al atardecer, hacíase la siguiente reflexión:
“Un poquito más. Debo abrigar la certeza, la absoluta certeza de que he procedido de manera enteramente racional al someterme a sus caprichos extravagantes. Sólo así, cuando decida poner fin a esto, la salida no presentará obstáculos.”
Pero el paso de la conciencia a la subconsciencia no se asemeja a una corriente continua. Cambiamos, pero no mediante una evolución ininterrumpida. Aparecen mareas que provocan bruscas reacciones, aun contra costumbres largamente aceptadas. Pero la persona a cuya autoridad moral nos hallamos sometidos, interviene en un momento determinado para obstruir el canal por donde el agua de rechazo entra en la corriente establecida y la perturba.
En una o dos ocasiones, mientras ambos permanecían sentados en espera de que sonara la campana llamando a vestirse, ella había observado que Amoldo palpaba el traje que usaba durante el día y que se movía con impaciencia. En cierta oportunidad el muchacho no pudo ya contenerse.
—Continuaré en mi papel —prorrumpió—, pero me parece bastante cruel tu deseo de gozar contemplando mi cuerpo indefenso, envuelto por una telaraña brillante y compacta. Yo mismo no puedo apartar la vista de él —añadió, comenzando a excitarse con sus propias palabras—. ¡Estoy ahogándome en un espejo! ¡Me mata la reflexión de mi propia imagen! ¡Un suicidio refinado: la absorción de la propia personalidad! ¡Yo no sé ya que soy, pero tú sólo eres mi eco!
La protesta acabó en un juego de palabras, poco convincente, que hizo reír un poco a ambos. Pero la mujer advirtió el peligro y se puso en guardia sin pérdida de tiempo.
—Lo más incómodo de todo es el cambio de ropa —observó con tono desapasionado, como si comentaran la indigestión sufrida por una tercera persona—. Eres feliz. Nunca lo has sido más que ahora, porque aquí puedes vivir en la época histórica a que realmente perteneces. El origen de tu incertidumbre se encuentra en tu retorno diario al presente sórdido. Esta casa, con su estilo y sus costumbres, pertenece a una época sensible, racional —añadió, sin mencionar la palabra “elegante”—; ¿por qué no permaneces en ella? Así no sufrirás las molestias del retorno.
—Pero ¿cómo hacerlo?
Ella había preparado cuidadosamente la respuesta.
—Pasas demasiado tiempo en mi compañía. Me gustaría que salieras más a menudo —dijo mientras el joven escuchaba con atención—. Esta región es adecuada para las cabalgatas — (“y no para los paseos a pie” estuvo a punto de aclarar)—, que resultan más seguras y saludables.
Al muchacho le agradaba montar a caballo, pero hasta aquel día ella no había manifestado el deseo de proporcionárselo.
—Me encantaría realizar cabalgatas —dijo.
—Muy bien. Para ello puedes usar el traje de montar de aquella época. Es tan racional que el de nuestros días no ha variado mucho con respecto a él. Así vestirás siempre las ropas del estilo adecuado, sin que existan intervalos.
Irene tenía razón.
“¿Será que ella conoce mi carácter mejor que yo? —se preguntó Amoldo mientras viajaban en automóvil a la ciudad para visitar al sastre historiador—, ¿O me estará creando de nuevo? Cuando mi vida y mi cuerpo enteros, cada una de las horas de aquella y cada centímetro de éste, hayan recibido una capa de barniz que oculte todos los caracteres modernos, entonces seré como un Aquiles que hubiera sufrido una inmersión completa. No quedará ningún sitio vulnerable para el dardo del presente.”
Al compararse con un héroe invulnerable sentíase más inclinado a dejarse manejar, entregando su cuerpo para que fuese vestido. La alianza de la mujer con el artista de la tijera había adquirido un carácter tan estrecho, que ambos hablaban abiertamente delante del joven de disposiciones ya tomadas. Abundaban en la tienda las ilustraciones en colores de aquellas ropas peculiares de una época en que todo el mundo andaba a caballo. Con ellas en la mano, los dos directores eligieron un modelo elegante y serio, que no mereció reparo alguno de Amoldo. En una semana adquirió forma real y en el transcurso de otra fué enviado a su dueño. Entre tanto Irene compró para el joven una yegua zaina. Con sus arneses flamantes, presentaba el animal un aspecto tan hermoso que disipó buena parte del embarazo que había causado a Amoldo el nuevo traje diurno; semejante caballería exigía un jinete ataviado en debida forma.
Sus últimas dudas viéronse superadas por otro regalo: un compañero más. El día en que trajeron el traje arribó a la mansión una persona que se encargaría de su guardarropa, es decir, un ayuda de cámara. Hasta entonces la servidumbre se hallaba formada por dos criados negros que servían en el comedor, y cierto número de mujeres. Los dos sirvientes desempeñaban sus papeles ataviados con libreas de colores discretos. Pero José, el nuevo criado, no era un mero elemento decorativo en aquel escenario antiguo; sino más bien hacía las veces de un preceptor por el esmero con que cuidaba de la apariencia de su amo. Sus maneras, mezcla de descaro amistoso y de servilismo complaciente, y su comprensión de que aquello era una comedia de vastas proporciones, pero al mismo tiempo una representación teatral en que uno no debía reír en presencia del auditorio, contribuían a crear precisamente la atmósfera de ficción (pero de ficción efectiva, tridimensional) necesaria para desarrollar aquella extraña charada.
Después de un par de cabalgatas Amoldo se sintió muy cómodo con las prendas antiguas que llevaba durante el día. En el extremo del corredor que de su dormitorio conducía a la cabecera de la escalera había aparecido un nuevo espejo de gran tamaño. Cuando interrogó a Irene, la mujer manifestó que, siendo aquel rincón muy oscuro, el espejo le daría más luz. Durante el tiempo que tardara en recorrer unos nueve metros frente al espejo, toda persona que avanzara por el corredor vería reflejado en aquél su cuerpo entero. Tratábase de una maniobra hábil; el joven no podía dejar de mirarse en él cuando saliera de su dormitorio. No vería allí la imagen de una figura vespertina, una especie de fantasma, visible sólo al anochecer, sino la de una persona iluminada plenamente por la luz del día y vestida para el ejercicio al aire libre. El ambiente de la casa se hallaba compendiado en la figura de colores blanco y pardusco que avanzaba hacia él con pasos largos, semejante a la de un propietario que va de caza. Aquella figura establecía una conexión entre la mansión y el campo y permitía al joven olvidar sin peligro tanto su apariencia como sus vidas anteriores.
Los paseos a caballo contribuyeron también a apaciguarlo. Cuando se hallaba en el interior de la casa silenciosa veíase obligado a contemplarse en los espejos y ver, bajo la visera, sus propios ojos atisbando con inquietud; además allí estaba la mujer que lo observaba. Lejos de la mansión, mientras recorría el campo abrupto sintiendo bajo sus piernas los movimientos del animal, grande e inconsciente, podía, si no olvidar su persona, a lo menos perder buena parte de la conciencia de sí mismo.
Sin embargo, cierto día la cabalgata lo obligó a recordar su antigua personalidad, y le provocó una repentina conmoción. Cuando descendía a medio galope por un sendero, al volver un grupo de árboles, vió la figura inconfundible de la señorita Gayton, que iba paseando delante. Arnoldo pensó en emprender la retirada; pero seguramente ella había oído el ruido de los cascos de la yegua y lo vería huir, vestido con su traje de montar antiguo. Decidió hacer frente a la situación. Cuando la hubo alcanzado, la muchacha se volvió hacia él sin manifestar sorpresa y, después de detener el jinete su cabalgadura, palmeó el pescuezo del animal. Además de su utilidad como favoritos, esclavos y víctimas de la alimentación a que los someten sus amos, las bestias desempeñan a menudo una cuarta función: la de ser puentes admirables, discretos elementos de unión entre dos seres humanos privados temporalmente del habla.
Arnoldo echó pie a tierra con agilidad. El hecho de aparecer repentinamente como un caballero salido de un figurín antiguo le causaba cierta turbación, lo que casi se compensaba con la ventaja de poder hacer el jinete. Pasearon juntos durante un rato, intentando charlar acerca de la historia natural como si se hubiesen visto con la frecuencia acostumbrada. Pero el joven no pudo olvidar su propia apariencia. Los tacones puntiagudos de sus botas lustrosas resbalaban y tropezaban en el suelo; su madre tenía razón cuando afirmó que aquella región no era apropiada para las caminatas. Además el animal tiraba de las riendas y lo arrastraba.
—Parece que su hermosa yegua desea completar el galope —observó la muchacha—. Nosotros, pobres seres que avanzamos tambaleándonos sobre los miembros posteriores, no servimos para marchar en compañía de estos campeones de la velocidad.
—Sí, esta yegua necesita hacer ejercicio —convino el joven, agradecido, y montó con un salto—. Me da bastante trabajo —gritó luego, como excusa para despedirse, al mismo tiempo que saludaba con una inclinación del cuerpo y se alejaba a medio galope.
En su fuero interno el jinete agradeció a la joven que le permitiera partir, o más bien que lo obligara a ello. Dominado aquel día por la tranquilidad nacida del olvido de sí, había experimentado sincero placer al reconocer a la joven; pero un instante más tarde recordó su situación y el ser en que se había transformado. Al aceptar el papel que representaba habíase convertido en actor de una obra en que la muchacha no tenía parte. Si la señorita Gayton entraba en aquel escenario, la representación sufriría una paralización completa. Obligado a elegir a cuál de las dos mujeres complacería, había tomado su resolución después de un examen detenido. Cualquier titubeo posterior, o retroceso provocado por la duda, cualquier recaída allá en el bosque en los ensueños del pasado, aunque sólo fuera durante breves minutos, podía resultar fatal; haría renacer las angustias y padecimientos, las disputas y ciertos sentimientos muy semejantes al odio.
No, Amoldo había elegido ya su lecho, sin duda el más cómodo del mundo. En cualquier otro se sentiría desasosegado, anhelando reposar de nuevo sobre almohadas de plumón y sábanas de seda. Permanecería en él y, si lograba mantenerse tranquilo, no tardaría en conciliar el sueño y olvidar así la existencia de otras vidas distintas de la que él llevaba.