Capítulo IV
TAL VEZ en opinión de algunas personas la villa de Aumic es una de las tantas ciudades-jardín. No obstante, además de responder a un plan, posee simetría y estilo propio. Hace diez años los cactos y matorrales cubrían esa ramificación de la Sierra, que a unos ocho kilómetros de distancia se alzan como una muralla de color azul pólvora al amanecer, y azul amatista cuando se pone el sol. Constituye un paisaje maravilloso, pero sólo para los seres vivientes que puedan subsistir con la mera contemplación de la belleza. Tratándose de criaturas en las que los ojos se hallan engastados en un cuerpo integrado por un sesenta y nueve por ciento de agua que- exige una reposición constante, y que por ser blando, como corresponde a una bolsa para almacenar agua, se halla expuesto a las pinchaduras de las espinas, a las quemaduras del sol, al veneno de ciertos árboles y de las serpientes, como también a la insolación resultante de una dosis excesiva de rayos ultravioletas…, en tal caso, repetimos, la belleza entra en la categoría de las cosas que, como el patriotismo, la enfermera Cavell calificó de “insuficientes”.
El lugar parecía destinado a permanecer como objeto de contemplación de los roedores, las serpientes cascabel, los coyotes y las liebres, animales todos poseedores de rápida percepción visual, pero insensibles al color, con ojos conformados más bien para columbrarse unos a otros que para disfrutar de un paisaje vasto y con magnífico colorido. Pero llegó el agua. El hombre, especie de cuba con piernas, llevó hasta allí mediante cañerías el líquido esencial para su existencia. Surgieron arboledas y jardines, naranjos, parras, limoneros y melones, prados semejantes a los que existen en los atrios de las catedrales inglesas y plantaciones de cipreses como las que adornan los cementerios de Italia.
Todo ello constituía, en potencia, el marco para una auténtica ciudad-jardín. Una vez vencido el árido ensimismamiento en que se hallaba, la naturaleza se mostró tan benévola que estimuló con su prodigalidad la acción del hombre. De los planos trazados por los arquitectos nació con rapidez un agradable tipo de construcción, mezcla del estilo de los conventos españoles con el de los palacios barrocos de los portugueses.
No obstante, la gran anchura de las calles perjudicaba el efecto del conjunto; pero, por otra parte, otorgaba mayor espacio a los habitantes, lo que permitía que el patio de cada casa se convirtiera en un jardín. Además, la amplitud existente contribuía a que cada familia viviese un poco aislada de las otras, ya que los solares eran extensos y la calle principal no dominaba la vida cívica de los pobladores.
Por consiguiente, la llegada de forasteros no provocaba excesiva curiosidad ni muchas habladurías. Continuamente se establecían allí nuevos habitantes provenientes de lugares situados a miles de kilómetros de distancia hacia el Este, y eran recibidos con agrado. Ni siquiera el más antiguo de los residentes podía arrogarse el derecho de constituirse en censor, puesto que hacía sólo diez años que residía en el pueblo. Así, cuando arribó la señora de Heron con su hijo Amoldo y alquiló la residencia más grande del lugar, la gente se enteró del hecho con placer y sin experimentar deseo alguno de averiguar su pasado.
Existía sólo una casa grande en el pueblo, o más bien en las afueras. Antes de efectuarse el trazado definitivo del centro urbano, habíase realizado al norte del lugar una tentativa de producción de naranjas en gran escala. También el propietario del monte de frutales había sufrido la influencia del paisaje; pero, poseyendo gustos un poco más “primitivos” que los demás constructores, decidió levantar una hermosa casa “colonial” en consonancia con sus “plantaciones”. A pesar de sus escasos conocimientos de la materia, logró erigir un bello edificio de madera cuyos pórticos con columnas y proporciones generales contribuían a causar la impresión, cuando menos de lejos, de que se trataba de una residencia señorial. Pero, al surgir la ciudad, el propietario se trasladó a otra región.
La construcción había parecido demasiado vasta a todos los que buscaban una casa para instalarse; además se hallaba un poco retirada de la población y comenzaba a tomar un ligero aspecto de abandono. Por consiguiente, si algún pensamiento dedicaron al asunto los aumicanos, o aumicianos, puede sintetizarse diciendo que experimentaron una sensación de alivio al enterarse de que la nueva pareja de los Heron la había alquilado y comenzaba una reparación total del inmueble. Para ello necesitábase mucho dinero, puesto que se decía, entre otras cosas, que contaba solamente con un cuarto de baño; pero no cabía duda de que si las reformas se efectuaban en debida forma, la obra habría de conferir a esa parte del pueblo un carácter bien definido. Al mirar desde el edificio ocupado por la escuela y el ayuntamiento, veíase la residencia al fondo de una hermosa avenida de palmeras, dominada por la azul Sierra que se alzaba más atrás.
Según los obreros que trabajaron en la reparación del edificio, en el pasado las ocupaciones del joven habían tenido alguna relación con la radiotelefonía y la mujer coleccionaba objetos de arte. Si bien los Heron eran personas poco comunicativas, no despreciaban a sus semejantes. Así, en vez de llamar a cualquier empleado joven y elegante de alguna enorme tienda de la ciudad principal, distante ochenta kilómetros de allí, encargaron toda la decoración a los operarios locales y el hijo colaboró en la tarea. En opinión del maestro carpintero, el muchacho poseía suficiente buen gusto para abrazar la profesión de decorador, si su situación económica lo hubiera exigido.
Concluida la instalación, en la que se empleó bastante tiempo —el arreglo de la vasta casa de madera con techo de ripias, que ha permanecido deshabitada durante más de diez años, requiere no poco trabajo—, todo el mundo creyó que conocía a fondo a los Heron. A nadie preocupó el hecho de que llevaran una vida muy sosegada, no recibieran visitas ni manifestaran deseo alguno de hacerse rápidamente de amigos.
Los nuevos ocupantes no se contentaron con devolver su aspecto primitivo a la parte externa de la residencia y emplear en la interna un agradable estilo moderno. Deseaban evidentemente hacer algo en beneficio de la comunidad, pero en forma sosegada y discreta. En primer término, confirieron al “frente”, o por mejor decir, a todos los frentes, un auténtico carácter “colonial”. En vista de que la concepción del constructor primitivo había sido un poco vaga, retocaron el conjunto hasta ajustarlo por completo al estilo histórico que encarnaba. El extenso pórtico adquirió las proporciones adecuadas. Tanto la puerta alta del vestíbulo, situada al amparo de la galería, como las ventanas que la flanqueaban, fueron transformadas según la escala exacta del edificio y decoradas con aquellos bonitos ornamentos que, cinco generaciones atrás, los hermanos Adam pusieron de nuevo en boga en el mundo refinado. En el jardín, trazado con delicadeza y formalidad, se construyeron estanques de gran longitud que reflejaban la fachada, y en el límite erigióse un portón elegante de hierro labrado y altos pilares de piedra blanca. En el extremo superior descansaban sendas urnas, que a su vez servían de apoyo a un ave de pico largo. El portón hacía las veces de un velo, ya que al contemplar la casa desde la ciudad no obstruía la visión, sino daba a la perspectiva mayor longitud y majestuosidad.
El interior fué objeto de una atención aún más profunda, porque en verdad exigía reformas de mayor importancia. La escalera primitiva, construida a la ligera y destinada sólo a servir de comunicación entre los dormitorios y las habitaciones restantes, fué arrancada en la misma forma que la lengua a un testigo falso de la Edad Media.
En su lugar colocóse una magnífica con forma de espiral y peldaños anchos y bajos, guarnecidos con brillantes barras de buen metal.
Todo era de color blanco y plata, excepto las alfombras, la tapicería y el ribete azul oscuro de las amplias cortinas blancas que colgaban, desde el cielo raso hasta el suelo, junto a cada una de las altas ventanas. En el piso superior se adoptó idéntico procedimiento, sencillo pero eficaz. Sólo permaneció desamueblada una habitación grande situada al norte, que evidentemente habíase utilizado como dormitorio en la estación de los calores.
La “madre” y el “hijo” parecieron convenir en que todos los cuartos debían impresionar por su amplitud. El vestíbulo, vasto, con proporciones perfectas, ofrecía un hermoso aspecto desde todo punto de vista; pero como, después de abandonar la estrechez del Norte, los nuevos ocupantes tenían al parecer necesidad de expansión, colocaron en él dos espejos, el uno frente al otro, que llegaban hasta el cielo raso. Al entrar en aquella habitación se experimentaba una extraña sensación de vastedad; y cuando se avanzaba hasta la parte central podía observarse, tanto a la derecha como a la izquierda, una interminable perspectiva formada por habitaciones suntuosas e idénticas. Se sucedían como las del claustro construido para aquel imaginario Telema Abbey, donde, al conjuro del creador de Gargantúa, todos los habitantes habrían de hacer lo que aquél deseara.
Mientras trabajaban en la reconstrucción —ellos preferían llamarla revivificación— se hallaban constantemente juntos y de excelente humor. Durante cosa de una semana después de su llegada, la señora de Heron pareció fatigada. Pero cuando comenzaron los trabajos de reparación, cobró nuevo vigor y viajó con frecuencia a la gran ciudad, en compañía de Arnoldo, con el fin de adquirir lo necesario para el hogar. Además comenzó a dar otras muestras de la influencia que el ambiente ejercía en su espíritu. Adoptó gradualmente una manera de vestir más parecida a la moda de la época representada por el edificio que a la actual; empezó a usar trajes largos, con talle y hombros altos. En medio de los vastos aposentos con paredes altas, su figura imponía por su dignidad. A menudo manifestaba que aquella mansión exigía un cambio semejante al que se había operado en ella, porque si uno conservaba las costumbres excesivamente descuidadas que se habían aprendido en el mundo contemporáneo, corría el peligro de desentonar, echando así a perder el conjunto.
En una o dos ocasiones pareció que instaba a Amoldo a combatir la influencia de aquel clima suave y a guardar las formas en lo referente a la vestimenta, aludiendo a un inglés imaginario del África Central, cuyo único expediente para preservar su flema británica del peligro de evaporación consistió en ponerse una camisa almidonada y el traje de etiqueta a la hora de su cena solitaria, en el corazón de la selva.
Ella confiaba en que la casa ayudaría al joven a “verse” y a comprender cuánto le sentaría una vestimenta adecuada. En las habitaciones vastas y solitarias, plagadas de espejos, resultaba sin duda difícil no “ver” la propia figura. Tampoco era fácil dejar de sentir la necesidad de disfrazar un poco la apariencia personal, sensación semejante a la que debe de experimentar un escarabajo algo polvoriento al trepar por un flamante y fino mantel blanco.
Después que el hijo hubo satisfecho en parte los deseos de la señora de Heron, conversaron acerca de la posibilidad de inaugurar la casa con una recepción. Pero en cada oportunidad que se trató el asunto él pidió que se difirieran tales planes para el momento de concluir las refacciones. Ambos estaban indecisos respecto a la fiesta. A veces ella lo apremiaba a prepararse, y en tales oportunidades aprovechaban algunos de los viajes a la ciudad para visitar al sastre; hacía ya cierto tiempo que la mujer se ocupaba de su guardarropa.
Pero, al parecer, el joven opuso por último mucha resistencia; la naturaleza del Sur triunfó del ambiente reconstruido en el interior de aquella mansión. No obstante trabajar con afán en la casa, Amoldo se convertía cada vez más en un amante del aire libre. Al anochecer se bañaba y se vestía un smoking como una concesión a la costumbre adoptada por la dama de usar en tales ocasiones ropas de etiqueta. Cenaban con cierta ceremonia, utilizando el hermoso servicio de plata que ella poseía. Por otra parte, la dueña de casa había tomado varios sirvientes negros experimentados, que vistió con libreas poco llamativas, pero costosas. Así la residencia no se hallaba “cuidada”, sino realmente habitada por sus propietarios. Durante la cena Amoldo observaba tanto a la dama como a los sirvientes; ahora que poseía ya el cuadro completo, luchaba para no ser absorbido por él, como había ocurrido a la propia señora de Heron.
“Pienso que yo deseaba el pasado sólo porque el presente carecía para mí de todo atractivo —reflexionó—. O quizás deseo disfrutar de ambos, formar parte del cuadro y al mismo tiempo ser un espectador con libertad de acción, y con poder para interrumpir este tableau vivant cuando lo quiera.”
Dióse cuenta de que ella se sentía contrariada y de que la desilusión pesaba en su ánimo, puesto que comenzaba a perder vivacidad e inspiración. Comprendió que el motivo de su decaimiento consistía en que él se negaba a permitir la consolidación del cuadro; su persona alzábase precisamente en el centro, pero desligada del conjunto, porque no quería incorporársele. Al no resignarse a ser sólo un elemento complementario de aquel ambiente revivificado, impedía que la felicidad de la mujer fuera completa. Parte de su ser se inclinaba todavía a vivir en el pasado.
“Si gozara de independencia, tal vez armaría este mismo escenario y me incorporaría a él con cuerpo y alma; ella es, quizás, culpable de que no me someta, a causa de su actitud importuna y dominante. Pero sin ella jamás me habría encontrado en condiciones de intentarlo.”
Otra parte ansiaba, ante todo, la libertad.
“Mi inclinación al pasado sólo representa mi anhelo de llevar una vida independiente y personal”, decíase.
La señora de Heron se encontraba fatigada. En cuanto a él, una vez que el arreglo de la casa quedó concluido, dedicóse a gastar su nueva energía al aire libre.
—La señora debe de ser semiinválida —comentó el cartero.
Le llamaban “el doctor”, porque tenía la costumbre de diagnosticar las enfermedades de los destinatarios de la correspondencia.
—La observé cuando venía por el camino del parque a recibir las cartas de mis manos. Creo que sé distinguir a un enfermo del corazón por su manera de andar, ¿no es así? Probablemente recordarán ustedes al viejo Simpson, aquél que vivía en la calle Cinco, más allá de la iglesia episcopal; me di cuenta de que era cardíaco mucho antes que él y el médico.
Resultaba evidente que la señora de Heron no parecía tan joven como en el momento de su llegada al lugar.
—Ello se debe al clima cálido —manifestó el experimentado y joven doctor Hertz cuando la dama lo consultó—. Todos los seres humanos necesitan aclimatarse, aun cuando el nuevo clima supere en bondad al que han abandonado —añadió sonriendo—, y también deben cuidarse de estos cítricos. Mucha gente padece de alergia con respecto a las naranjas, cuando las hay en tanta cantidad y de tal calidad como en esta zona.
Sin embargo, la naturaleza cálida y semitropical de la región ejercían, al parecer, un efecto estimulante en el joven Heron. A medida que su madre se sumía en el letargo, él se tomaba más activo. Al principio habíanse mantenido en estrecha unión, viajando juntos en numerosas oportunidades a la ciudad principal para comprar los múltiples objetos necesarios para la casa. También había acompañado a su hijo a pasear por los hermosos campos solitarios que circundaban el pueblo, que era pequeño y bien proporcionado. Pero gradualmente, a medida que divergían sus respectivos ánimos, él salió solo y ella permaneció casi todo el día en el vasto jardín.
La mujer era presa del abatimiento. Había dedicado gran parte de sus energías y cuidados al trasplante de ambos, abrigando muchas ilusiones respecto al futuro. Para el logro de sus deseos había trabajado con extraordinario ahínco y habilidad. En apariencia la meta estaba ya allí, al alcance de' su mano. Cuando vió por primera vez aquella casa tuvo la certeza de haber llegado al término de su búsqueda, de que podrían convertirla en el marco perfecto de sus vidas. El rompimiento de los lazos que la unían con el círculo de amistades formado en el Este, como también la mudanza a un sitio enteramente nuevo, le habían significado un esfuerzo doloroso. Para dar aquel paso habíase basado en la creencia de que así podría comenzar, en compañía del joven, una existencia completamente diferente que compensaría con creces el sacrificio realizado.
Había pensado en todos los detalles, hasta en el apellido “Heron”3 que tenía sutil conexión con el que abandonaba. El nuevo mantendría el parentesco existente entre ella y su servicio de plata, blasonado con un pájaro; por otra parte, sonaba mejor que Ibis, apellido por el que aún no experimentaba inclinación alguna. Sus planes se habían realizado sin inconvenientes. Encontró todos los objetos deseados, que ajustaron perfectamente en el lugar asignado dentro del conjunto. En verdad, sólo faltaba un elemento en el círculo de elegancia ordenada y reconstruida con que había rodeado su persona. Ese elemento era el broche de oro, el encanto principal, la figura viviente que había de alzarse en el centro, y en torno a la que debía girar todo, y también reflejarse en ella. Había pensado que, para sumirse en una existencia así limitada, Amoldo sólo necesitaba un ambiente como el que había creado para él. A pesar de mostrarse tan interesado como Irene en la preparación de la jaula blanca y plateada, cuando ella quiso que entrara y permaneciera allí, el joven se negó.
En realidad no la desatendía, ya que después de cada paseo le relataba sus observaciones. Nunca había vivido en el campo; aquella campiña del Sur ejercía un profundo efecto en su sangre. Las ciencias naturales atrajeron poderosamente su atención, como también despertó su curiosidad la fauna de la región. Llegó a sentirse fascinado por culebras y víboras. Un anciano que coleccionaba serpientes de cascabel en un terreno pequeño junto a la carretera principal, para exhibirlas a los transeúntes, le enseñó a manejar los reptiles.
—Se componen sólo de reflejos —manifestó el anciano—. Parecen aparatos de relojería fabricados con goma y cartílago.
Entretenía a Amoldo el pensamiento de que, si bien era posible gobernar aquellos animales, mortíferos pero torpes, un paso en falso podía ocasionar al incauto una muerte muy dolorosa. Además, le agradaban las tarántulas, porque al mirarlas se tenía la sensación de que los propios ojos se transformaban en cristales de aumento. Le causaba gran placer, por supuesto, la contemplación de la famosa araña negra llamada la viuda, de tamaño normal, pero sumamente maligna. Si aquel pequeño lunar negro, que cabía en una cajita para píldoras, picaba a un ser humano en alguna parte vital, podía causarle la muerte.
Intentó despertar en la señora de Heron el interés por su nueva ocupación favorita; pero la mujer, que había tomado aversión aun a los elementos más inofensivos de aquella región del Sur, sintióse horrorizada de su fauna hostil.
—Llévatelas —exclamó con aspereza—. Son peligrosas y repugnantes; no quiero tener aquí tales inmundicias. ¿Por qué traes a este lugar hermoso bichos tan horribles?
—No; repugnantes, no —replicó el joven.
El tono de la respuesta la irritó; tenía la convicción de que la conducta de Amoldo equivalía a una rebelión contra las normas de buen gusto y belleza que ella respetaba y que había creído idénticas a las de él.
—No pueden serlo —insistió el muchacho—. Observa los dibujos y los movimientos de la cascabel; parece una fuga musical. Y la pobre tarántula con su hermoso pelo negro… En cuanto a esta desdichada y pequeña viuda negra —le alargó una cajita con un trozo de papel transparente atado descuidadamente en la abertura—, has de conceder que la mancha de rojo vivo en el cuerpo negro y bien proporcionado resulta perfecta.
Pero la mujer no hizo concesión alguna.
Todavía eran madre e hijo, pero comenzaban a descubrir ciertos aspectos de ese parentesco que el temprano fallecimiento de sus respectivas madres habíales impedido conocer. A pesar de que los seres en que predomina el sentimiento se muestran poco dispuestos a admitirlo, tanto el tipo de relación mencionado como el matrimonio y todos los grados de la amistad, adquieren carácter duradero sólo mediante un desarrollo cada vez más inteligente y comprensivo del impulso inicial. De otra manera, lo que comenzó como una simbiosis natural de dos seres que se necesitan mutuamente (y que al satisfacer su propia urgencia contentan también la del otro), no acabará en una satisfacción recíproca, sino en una unión forzada. Si se deja la conexión natural librada a su suerte, se endurece con el crecimiento hasta convertirse en una cadena.
Acostumbrada a la sociedad de la pequeña corte con que había contado en otro tiempo, no agradaba a la señora de Heron que la dejaran sola, y mucho menos en un lugar en que se sentía inadaptada. Si bien su hijo no deseaba permanecer apartado de ella, había descubierto que experimentaba más placer en su compañía después de una separación de un par de horas y hasta de medio día. En realidad, al regreso de él, la mujer se mostraba difícil de contentar; pero el incremento de los bríos del joven compensaba con creces su disposición quejumbrosa y fatigada.
Las personas mayores de Aumic no eran entrometidas, por supuesto; pero, interesándose discreta y cortésmente por los habitantes de la Casa de la Plantación, discurrían algunas sutiles especulaciones. De cualquier modo, se trataba de una pareja bastante común: una madre de mediana edad, inteligente y algo fatigada; y el hijo, que después de ser objeto de solícitos cuidados, motivo quizás de cierto retardo en su desarrollo espiritual, comenzaba ya a progresar con un poquito más de bríos, con lo cual se debilitaba el dominio que ella ejercía.
—Creo que pronto empezará a buscar mujer —observó el cartero.
Doc, que así lo llamaba la gente utilizando el apócope de "doctor”, había terminado su reparto diario y se hallaba sentado en el despacho de refrescos.
—Las relaciones que reinan en aquella casa son el resultado de una de las tantas formas de la conducta humana —prosiguió.
Nuestro hombre experimentaba tanto interés por la psicología como por la propia medicina. Afirmaba con frecuencia que podía predecir las dificultades que amenazaban un hogar, para lo cual sólo se basaba en la impresión general que le causaba el carácter de la letra de los sobres.
—La situación es muy común, y hasta vulgar. El hombre que se encuentra en tal posición se parece a una planta con floración tardía, lo que en realidad no representa un inconveniente —añadió riendo entre dientes, al mismo tiempo que miraba a lo largo del mostrador—. Sería un buen candidato para cualquiera de ustedes, chicas. Goza de excelente salud; he tropezado con él a muchos kilómetros del poblado, en la senda del desfiladero. Los hombres amantes de la soledad resultan buenos maridos.
—Tú, viejo entrometido, eres un buen marido; sin embargo, nadie podría llamarte solitario —dijo el patrón riendo y se aproximó a Doc para palmearle la espalda.
Todos se echaron a reír. A menudo su mujer le gritaba en plena vía pública:
—¿Vas a pasar tu día de descanso en la casa o vagando por las calles?
En tales ocasiones el cartero descendía atropelladamente de su automóvil, paseaba del brazo de ella hasta la primera esquina y enseguida reanudaba con precipitación su “reparto”. Era hombre muy callejero, un perfecto extravertido, para el que la palabra “intimidad” carecía de sentido. No obstante, como la mayor parte de las personas animadas por el bien público, poseía mayor discreción de lo que la gente imaginaba. Comprendía tan bien como cualquier hombre sociable que si uno anda permanentemente entre los seres humanos y gusta de ellos, como también de su compañía, debe referir sólo aquello que resulte agradable; en caso contrario, la gente huye muy pronto de nosotros. Solía decir a sus viejos amigos:
—Vosotros no sois sociables; como el jugo de limón en la leche, cortáis el licor de la bondad humana y lo transformáis en pequeños y sospechosos coágulos, agrios y aislados.
A semejanza de un diplomático nato, Doc hablaba sin descanso, lo que inducía a sus oyentes a creer que contaba cuanto sabía. Pero bajo sus chistes, Doc guardaba para sí sus sagaces observaciones, de manera tan perfecta que pocos sospechaban siquiera su existencia. La forma rápida y repentina en que aparecía frente a los hogares permitíale ver muchas cosas; y también lo favorecía la circunstancia de tropezar con los habitantes en los caminos poco frecuentados y de poder examinar con cuidado, como era su obligación, los sobres de las cartas. Sin embargo, sólo a su mujer comunicaba sus secretos que, a su entender, debían ignorar los pobladores. Para evitar que el conocimiento prematuro de los hechos provocara revuelo, consideraba necesario realizar una consulta preventiva.
—He visto al joven Heron un par de veces sin que él lo advirtiera —comunicó en cierta ocasión a su mujer—. En ambas oportunidades fué al anochecer, en un camino; iba en compañía de esa chica joven y simpática que acaba de llegar al colegio. Es una muchacha sosegada y lista.
—Pero, hombre, tú mismo dijiste que las muchachas debían abrir el ojo, porque ese joven está maduro para el matrimonio y parece un buen candidato. Según mi experiencia, las chicas que atraen a los solteros sometidos a la autoridad materna pertenecen, por lo general, al tipo de mujer superficial y tonta.
—Pero ¿por qué se comporta con tanta… discreción? ¡No hay motivo para avergonzarse!
—Eres incapaz de comprender a un hombre tímido; cuando yo sólo había dicho que lo pensaría, tú comunicaste a todo el mundo que éramos novios formales.
—¡Ah! Pero yo sabía cuál había de ser tu contestación. Soy un médico clínico; el profesional no pregunta al paciente si su corazón está sano. ¡Lo ausculta personalmente, sin prestar atención a las palabras del enfermo!
La pareja rió; marido y mujer experimentaban el sereno placer que nace de los recuerdos felices compartidos.
—Con todo, porque soy especialista en diagnosis, consulto con mi socio —prosiguió después de un momento Doc—. Ambos nos preocupamos por la felicidad de este pequeño pero magnífico pueblo. Sabes que siempre he acudido a ti cuando me inquietaba el más insignificante de los síntomas iniciales de algún enredo social.
—Así es —respondió ella—. Tienes un presentimiento sin duda. Pero, aun tú, puedes equivocarte; particularmente cuando se trata de gente tan diferente de nosotros.
—Bien. De cualquier modo, ya conoces mis temores. Me mantendré alerta. Veremos qué ocurre.