Capítulo X

SIN EMBARGO, el joven no fué directamente a la residencia, a pesar de que al dejar a Kermit tenía la intención de encaminarse a ella a medio galope. Había decidido que tan pronto llegara allí se lavaría, cepillaría su traje, se pondría la corbata y la chaqueta para satisfacer tanto a su madre como a José —además, a sí mismo—, y ocupar su sitio en la cabecera de la mesa y en el centro del cuadro tridimensional perfectamente proporcionado en que vivía.

Pero al pasar junto a un pequeño olivar vió que la señorita Gayton hallábase sentada al pie de un árbol. Refrenó el animal, echó pie a tierra con un salto y se encaminó hacia ella llevando su yegua de la brida. A su entender, la única explicación plausible de su acto era que, así materialmente como en su espíritu, la joven se encontraba a medio camino entre el ambiente puramente científico que acababa de dejar y el de las artes aplicadas en que se sumergiría de nuevo.

Al aproximarse a ella con paso firme sentíase seguro de sí. La señorita Gayton había aparecido en un momento en que su ánimo pasaba por una de sus fases comprensibles, según él, para la muchacha. Diez minutos antes habríase mostrado excesivamente científico; diez minutos después, demasiado egocéntrico y artístico.

Amoldo ató las riendas en una rama cortada del olivo, se recostó en el tronco y bajó la vista para mirar a su amiga. Aparentemente ella sentíase tan a gusto como él.

—Creo que me equivoqué respecto al caserón —manifestó la joven con desembarazo—. Pensé que sería demasiado grande para usted, que anularía su personalidad. Pero usted lo ha superado, ha logrado vivificarlo y convertirlo en su apoyo, y ha evitado al mismo tiempo que se convirtiera en una prisión.

Las frases de la muchacha ofrecían una ligera semejanza con las que podría pronunciar una maestra de escuela y daban también la impresión de que habían sido preparadas con cierta anticipación. Pero su interlocutor las aceptó de buen grado.

—Valía la pena hacer la prueba —replicó, animándola a proseguir.

—Me alegro de que haya tenido usted el valor de atenerse a su estilo; en realidad es el de usted.

Durante un corto espacio de tiempo hablaron acerca de la mansión y de la época a que pertenecía y también analizaron la relación que debía existir entre el pensamiento y la expresión, el estilo y la idea. Él no la invitó a visitar de nuevo su casa, porque tuvo la certeza de que la joven había comprendido cuál era la situación.

—Debo regresar —manifestó poniéndose de pie—, pero volveré por aquí el próximo jueves, cuando vaya a ver a una persona que reside en la parte alta del desfiladero. ¿Le agradaría que entonces diéramos un paseo? Parece que a María, mi yegua, le gusta este lugar.

Durante el almuerzo mostróse jovial y relató a Irene la visita al colega investigador. La madre pareció alegrarse también y manifestó evidente satisfacción cuando el joven insinuó que le agradaría mostrar a Kermit su laboratorio.

—Invítalo cuando quieras y haz que se quede a tomar el té. Si se ocupa de fotografía, sin duda le agradará recorrer la casa y los jardines.

El jueves por la mañana Amoldo dijo a la señora de Heron que visitaría otra vez a Kermit y lo invitaría para la semana siguiente a tomar el té.

—No me esperes a la hora del almuerzo, porque tal vez me quede allí —añadió—. Mi amigo me explicará un trabajo que quizás sea útil para mi investigación.

Irene dió muestras de sentirse muy satisfecha.

Al cruzar el olivar vió a la señorita Gayton, que se hallaba de pie junto al mismo árbol de la entrevista anterior. Le pareció que la joven había cambiado de aspecto y, al aproximarse a ella, advirtió que su peinado era diferente. Antes, una especie de onda le caía sobre la frente; en su opinión no le sentaba, o por lo menos no armonizaba con la forma de su cabeza. Pero la onda había desaparecido. Ese día llevaba el cabello partido al medio y peinado hacia atrás y convergía en un rodete sujeto por una hermosa cinta dorada.

Cuando Amoldo se detuvo cerca de la muchacha, advirtió que la transformación no abarcaba sólo el cabello. En lugar de la chaqueta suelta y los pantalones, llevaba un traje largo de linón amarillo claro. Elegantemente tableado y recogido en el pecho mediante dos cordoncillos dorados, caía en línea recta hacia los pies. Además la joven calzaba finas sandalias de cuero con adornos. En conjunto ofrecía un aspecto delicado, fresco y al mismo tiempo clásico. Su nariz recta, que antes parecía un poquito larga, armonizaba con el nuevo peinado; su contorno cincelado, junto con la línea recta y afinada de la ceja conferían a su perfil un carácter griego. Por otra parte, el jinete advirtió un notable mejoramiento en la postura de la muchacha, que llevaba en la mano una cofia para protegerse del sol.

—Parece usted un personaje de una novela de Juana Austen —comentó el recién llegado—, ¿Debo llamarla Ema, o señorita Bennett?

—Me he convertido —replicó ella.

—¿Convertido?

—Tal como suena. He comprendido su punto de vista. Creo que los festejos realizados en el pueblo me revelaron que el pobre mundo contemporáneo ha descubierto su propia condición. Para no ser gobernados despóticamente y uniformados, debemos poseer un estilo propio. Los franceses tienen razón cuando afirman que el estilo es el hombre… y la mujer. Si preferimos un tipo de vida determinado, debemos sostenerlo activamente y no dejarnos llevar por la indiferencia. Creemos en el racionalismo, en el modo de vivir que convirtió nuestro país en un modelo para el resto del mundo, pero nos hemos alejado poco a poco de él. No es necesario que adoptemos el estilo español o el barroco adulterado, porque tenemos uno propio. Para restaurar nuestra saludable moda particular no debemos esperar que un dictador nos despoje hasta dejarnos sólo una horrible camisa y nos obligue a usarla como uniforme.

Ante aquellos pensamientos, idénticos a los que había expresado Irene bajo la influencia del joven, éste experimentó repentinamente una sensación de tranquilidad. Comprendió que el temor abrigado antes en presencia de la muchacha originábase en su creencia de que se reiría de él porque se vestía según una moda determinada. Cuando se sentaron el uno junto al otro, Arnoldo hallóse bien dispuesto para abordar el tema y servir a su interlocutora de instructor en la materia.

—En realidad la vestimenta de aquella época es la única racional y aerodinámica. No tiene edad; nunca se encuentra fuera de uso, porque representa el más alto grado de la moda, su forma más acabada, la más funcional. El pretendido funcionalismo contemporáneo consiste, simplemente, en dejar que la rigidez prevalezca en lo humano; no puede reflejarse en el traje, contrariamente a lo que ocurre en toda arquitectura viviente, como la de los hermanos Adam, origen de las ropas que nosotros revivimos.

—Días atrás leí por casualidad una frase de Miguel Ángel en la que se descartaba la posibilidad de entender la arquitectura sin estudiar la anatomía —observó ella tratando de demostrar que lo apoyaba.

—Eso es. El sastre fabrica con la tela el modelo temático que el arquitecto interpreta en la albañilería.

Después de aquel día no volvió a sentirse incómodo en presencia de la señorita Gayton. Ella satisfacía su necesidad, tanto de admirarse a sí mismo como de contar con un espejo que reflejara su imagen. De nuevo podía enamorarse a su manera, y así lo hizo. Si bien la muchacha hacía las veces de eco, tan pronto como Arnoldo anhelaba descansar por un momento de la imagen refleja, hallaba en ella una encantadora variación de su propio tema. Cuando la unisonancia lo fatigaba, la muchacha era capaz de armonizar en forma muy agradable.

Se despidieron cuando quedaba al joven apenas el tiempo necesario para llegar hasta la casa de Kermit y regresar a mudarse de ropa para la cena. Por primera vez concertaron definitivamente una cita, admitiendo así el carácter secreto de la relación.

—Esta arboleda es realmente clásica y en la parte en que nos hallamos se goza de la tranquilidad que buscamos —observó él.

Durante el paseo habíanse alejado bastante de la senda agreste que cruzaba el bosquecillo. Hacía muchos años que aquellos olivos no recibían cuidado alguno. Cubierto el suelo por toscas hierbas y capas de hojas lanceoladas, el lugar transformábase rápidamente en una espesura. En su corazón uno se encontraba tan oculto como en una glorieta natural.

“Por suerte puedo decir a Kermit que voy exclusivamente para invitarlo. Por lo tanto, no es necesario que me quede allí mucho tiempo”, reflexionó el jinete mientras se alejaba a medio galope.

El investigador, que se hallaba entregado a su trabajo, aceptó de buena gana la invitación de la señora de Heron y se ofreció a tomar algunas fotografías de la mansión, si a la dama le agradaba tal idea.

—Me gustaría ensayar una nueva placa que he preparado. Permite obtener graduaciones de tono que, a mi entender, nadie ha logrado hasta el presente.

Durante la cena de aquella noche Amoldo llevó su librea con renovada sensación de agrado. Mientras lo vestía, José advirtió con satisfacción que en lugar de mostrarse indolente y molesto, como ocurría de mucho tiempo a esa parte, su patrón prestó de nuevo atención a sus movimientos. Cuando el criado ajustó el chaleco y alisó los hombros de la chaqueta, el amo se miró en el espejo y giró en redondo para observar el resultado. También la señora de Heron percibió en su semblante el cambio que había sufrido.

—¿Ha aceptado el señor Kermit la invitación para tomar el té la próxima semana? —preguntó tan pronto como tomaron asiento.

—Sí, y manifestó que le agradaría tomar algunas fotografías, si tú lo consintieras. Creo que ha descubierto un nuevo método para filtrar los colores y considera que éste es un paisaje magnífico para ensayar la nueva placa.

—Sin duda —asintió ella, lanzando una ojeada a la habitación—. La casa ofrecería un hermoso aspecto en una buena fotografía en colores.

Con aire de satisfacción recorrió con la vista el escenario que había construido, sus propias joyas, encajes y brocados, los sirvientes con librea, la mesa dispuesta con la hermosa vajilla de plata y, por último, su mirada se posó en el joven. Amoldo soportó el examen con agrado; él era la pieza más costosa y perfecta de la colección de la mujer.

“Mientras haga el inventario pensará en el arte y no preguntará qué temas trató Kermit conmigo durante el día entero”, pensó el joven. No le gustaba mentir sin absoluta necesidad.

Logró ver a Mariana Gayton una vez más antes de la visita del fotógrafo. Por la mañana del día fijado para el convite, José sintióse satisfecho de su patrón- El joven no sólo permitió que lo vistiera con esmero, sino también pidió aquello que, de poco tiempo a esa parte, había rechazado tantas veces que casi había sofocado hasta el espíritu de iniciativa de su ayuda de cámara.

—Hoy usaré la chaqueta de montar —anunció el jinete.

“Es una especie de disfraz —dijo para sus adentros—, Mientras me vean vestido así estarán contentos, porque pensarán que me tienen encadenado.” Pero la propia reflexión era, por supuesto, un disfraz nacido de su necesidad de contar siempre con dos motivos para adoptar una determinación y representar un papel incluso ante él mismo.

La muchacha, que lo esperaba en el olivar solitario, manifestó agrado y admiración al advertir el cuidado que su amigo había puesto para vestirse.

—Me alegro de que se haya molestado en ponerse el traje completo —dijo.

El joven sentíase cada vez más feliz en compañía de ella. No cabía duda de que al fin había hallado la verdadera solución de su vida. Aquella mujer lo comprendía, lo amaría tal como él era en la vida real, por su propia personalidad. En su presencia no era necesario representar el papel ni de un respetable hombre moderno ni de un ser de museo. Debía contar con alguien que no aspirara a tenerlo en un puño, como su madre, y que al mismo tiempo le sirviera de espejo en que se reflejara su imagen.

—Este sitio es encantador, pero no resulta del todo adecuado para personas urbanas como nosotros —observó él en el momento en que se despedían.

—La próxima vez venga a mi casa —replicó la muchacha en voz baja—. Se encuentra situada en este extremo del pueblo. La alquilé porque deseaba vivir tranquila y poder salir directamente al campo, sin tener que pasar frente a la residencia de otras gentes.

Inspirábanse ya mutua confianza y podían hablar abiertamente de los secretos de ambos.

—Puede llegarse a ella cruzando un bosque de robles que se alza en la parte despoblada —añadió la señorita Gayton—. Es bastante espeso y se extiende hasta la propia casa, por la parte posterior. Nadie lo verá cuando se aproxime.

—Muy bien, iré la próxima vez. Ahora explíqueme qué camino debo tomar.

Después que la joven le dió las instrucciones con todos los detalles, se separaron.

La visita de Kermit a la Casa de la Plantación resultó un éxito completo. Inmediatamente después de llegar fué conducido al laboratorio de Amoldo, donde su ayuda sirvió de muchas maneras. Los dos hombres trabajaron, placenteramente y sin descanso, por espacio de más de dos horas.

—Esta habitación resulta muy agradable para realizar trabajos de laboratorio —comentó el visitante.

—Creemos que era el mejor dormitorio de la residencia durante la estación de los calores.

—A pesar de que tal vez no hace más de unos diez o doce años que estuvo habitada, los que dormían en ella habrían tenido extraños sueños si hubieran presentido que efectuaríamos aquí estos experimentos con radiaciones.

—¿Qué quiere significar con ello? —preguntó Amoldo.

—Como hemos comprobado, algunos rayos repercuten, rebotan en las superficies que tocan y permanecen vibrando en el aire quién sabe por cuánto tiempo. Al parecer, otros se zambullen en esa niebla que llamamos materia y emergen luego como una ballena que arroja su chorro al aire, sin que sepamos dónde ni cuándo. Llámense fantasmas o…

La fantasía del investigador agradó al dueño de casa, pero sólo durante un momento. En seguida su pensamiento tomó otro curso.

—¿Ha traído usted sus cámaras y demás elementos? —preguntó.

—Sí, los he dejado en el piso bajo.

—Quizá sea conveniente tomar las fotografías antes del té.

—Sin duda; así tendremos mejor luz.

Cuando descendieron, la señora de Heron los esperaba ya en el vasto vestíbulo. Amoldo vióse obligado a reconocer que ofrecía un aspecto muy distinguido con su traje blanco estilo Imperio, una guirnalda plateada en el cabello tupido y una capa azul oscuro que colgaba de sus hombros hasta la parte posterior del borde del vestido.

—Su apariencia se presta para tomar una fotografía perfectamente equilibrada, señora de Heron —dijo con acierto el invitado—. ¿Me permite que lo haga?

—Muy bien —asintió sonriendo la dama—. Parece que usted no pierde su tiempo.

En efecto, pocos minutos después el hombre había tomado ya varias exposiciones.

—¿Puedo tomar ahora una o dos vistas de la fachada y de las restantes habitaciones del piso bajo?

Kermit regresó al vestíbulo, donde se serviría el té, precisamente cuando acababan de anunciar que estaba ya preparado. Mientras lo bebían, elogió cada cosa con inteligencia, manifestando que el colorido de la mansión produciría en las fotografías un efecto hermoso. Alabó también las proporciones de los cuartos. Por último, hizo algunas preguntas acerca de la vajilla de plata, que despertaron en la dueña de casa el temor de que se interesara en la cimera del escudo y se mostrara inquisitivo. Pero quedó demostrado que el hombre no era especialmente aficionado a las antigüedades.

—La plata debería de interesar a todos los fotógrafos, porque sin ella no existiría la fotografía —dijo para explicar su posición—. Supongo que estas piezas son antiguas; pero agradan al hombre contemporáneo, porque parecen modernas y perfectas, por lejana que esté la época de su fabricación. Las personas que diseñaron este juego y la casa supieron conferirles una belleza eterna y eficiente. Cuanto mayor es el número de virtudes que reúne un objeto, más hermoso resulta. Tengo la impresión de que este edificio es uno de los más modernos que he visto; la mayor parte de las pretendidas casas modernas resultan anticuadas un par de años después de construidas.

Irene sintióse complacida.

—Perdone una observación personal —añadió Kermit—, pero debo expresarle cuánto celebro que usted haya aprovechado la oportunidad que supo vislumbrar en esta mansión.

El nuevo elogio del invitado causó a la dama una satisfacción aún más profunda. Sin embargo, Amoldo se revolvió en su silla con ligera sensación de incomodidad. Temía que la mujer invitara al fotógrafo a quedarse para la cena; y en tal caso, veríase obligado él también a posar ante la cámara vestido en el estilo de “la época”. Pero aun cuando se supusiera que el investigador perseguía algún fin con sus alabanzas, quedó demostrado que no era ése.

—Si usted no se siente fatigada, y si no significa una molestia muy grande, me atrevería a rogarle que posara, o más bien que se pusiera de pie para tomarle algunas fotografías más —manifestó el ermitaño.

—Ciertamente —respondió la señora de Heron mientras abandonaba su asiento—, ¿Desea que me sitúe de nuevo en el centro de la habitación?

—En realidad se trata de un experimento —explicó el hombre—. No tengo la certeza de que después pueda usted ver algún resultado positivo, pero me agradaría en gran medida ensayar. No, lo mejor será que se ponga de espaldas ante ese espejo grande.

Tardó algún tiempo en disponer la cámara. El procedimiento resultó casi idéntico al sistema antiguo, tanto en lo referente al trípode y al terciopelo negro que se colocó sobre la cabeza, como a las cajas con placas que introdujo subrepticiamente, de manera semejante a la que emplea un prestidigitador en sus preparativos. Añadió un pequeño cono en la parte superior, que miraba en dirección a la señora de Heron.

—¿Desea registrar mi voz al mismo tiempo que mi cara? —preguntó riendo la dueña de casa.

—No, no —respondió una voz apagada que partía de la cubierta de terciopelo—, ¿Puede permanecer enteramente inmóvil, sin sonreír?

Un poco irritada por el tono empleado por el fotógrafo, la dama adoptó involuntariamente una expresión dura, pero que se avenía con el ruego del investigador. Después de efectuar numerosas maniobras acompañadas de ruidos suaves, la cabeza del hombre asomó de su escondite.

—Gracias, muchas gracias; creo que ha salido bastante bien —expresó—. Me parece que nosotros, los fotógrafos, somos en realidad médicos clínicos —añadió después de hacer una pausa.

Al imaginar que el invitado diría algo referente a su disposición de ánimo, la mujer comenzó a adoptar de nuevo una actitud rígida. Amoldo pensó que su colega echaría a perder lo que hasta aquel momento había resultado una visita extraordinariamente feliz.

—Tengo la certeza de que es así —insistió Kermit—, y en virtud de ello deseo felicitarla, señora de Heron, por un hecho aun más afortunado que la posesión de esta hermosa residencia. Después de los estudios que usted me ha permitido efectuar, puedo afirmar que usted pertenece a un tipo de personas todavía menos corriente que las de buen gusto y con capacidad para manifestarlo: es usted una mujer que conserva intacta su vitalidad.

El barómetro social, ligeramente alterado en aquel momento, volvió instantáneamente a marcar “buen tiempo”.

Después de acompañarla hasta su asiento, Kermit volvióse hacia el joven.

—Antes de retirarme, ¿puedo tomar a usted una exposición?

—¿No importa que lleve el traje de laboratorio? —preguntó Irene—, Usted sabrá que…

En otras circunstancias Amoldo se hubiera opuesto a ser fotografiado; pero temiendo que la mujer lo invitara a mudarse de ropa, adelantóse enseguida.

—Sí, en la misma forma que a la señora de He- ron, por favor; de espaldas al espejo —indicó el investigador.

Se desarrolló la misma escena, con movimientos tan tumultuosos y subrepticios como los de un prestidigitador. Poco después de escucharse un “clic” apagado, reapareció la cabeza del fotógrafo.

—Creo que puedo afirmar lo mismo respecto a usted. Posee una vitalidad perfecta. Por lo menos —añadió mientras desarmaba la cámara y colocaba las diversas piezas en las cajas respectivas— es la fuerte impresión que he recibido.

—Nos mostrará las fotografías, ¿verdad? —inquirió la dueña de casa.

—Por supuesto, por supuesto. Tengo confianza en el resultado de las de colores, de las comunes. Creo que reflejarán toda la belleza de este lugar. En cuanto a las que acabo de tomar, se trata más bien de un experimento, y no estoy seguro de obtener algún resultado, por lo menos que valga la pena de verse.

—En caso contrario, tráigalas para que las miremos.

Al despedirse ambas partes sentíanse evidentemente satisfechas de la visita.