Capítulo V
DOC TENÍA razón. Amoldo experimentaba un sentimiento semejante al amor, combinado con una especie de temor y resentimiento; una combinación nociva, sin duda. El joven y la señorita Gayton habíanse conocido en forma accidental, mientras paseaban por el desfiladero para contemplar la breve, pero extraordinaria aparición de las flores silvestres. Las corolas surgían de un terreno muy áspero, sostenidas por tallos que parecían las costillas y venas de la propia roca; a pesar de ello, sus pétalos poseían una delicadeza no superada por las más hermosas flores de jardín. En esa estación hasta las plantas con tejidos gruesos y aspecto pétreo como también los hostiles cactos, dan flores que por su brillo, frescura y delicada suavidad parecen encarnar el anhelo de la planta de borrar la impresión desagradable causada durante el resto del año; como un comerciante endurecido en su profesión que de repente realiza un acto de generosidad puro y desinteresado.
La muchacha experimentaba también cierta sensación de aislamiento. Tanto la intensa brillantez del lugar como la afabilidad sincera de sus habitantes hacían que se sintiera descolorida y sin gracia. A causa de su predisposición a la tuberculosis, habíase trasladado al oeste desde Nueva Inglaterra. A lo menos en un aspecto tenía motivos para abrigar esperanzas con respecto a su salud: no la dominaba el optimismo que se apodera de los tísicos en estado avanzado. Se encontraron varias veces, y no cabe duda de que ambos acudieron al mismo sitio animados por una creciente esperanza; pero no se pusieron previamente de acuerdo para reunirse allí.
Amoldo representaba para ella un puente espiritual. El joven sentíase tan aislado como la muchacha. No deseaba entrar en relaciones con los vecinos de Aumic y, en cuanto a su imponente casa, perdía cada vez más los caracteres del hogar para convertirse en una especie de prisión deshabitada. Por otra parte habíase encariñado rápidamente con aquel paisaje desértico del Sur; gradualmente, con su ayuda, la señorita Gayton aprendió a estimar su belleza.
El joven no quiso guardar secreto acerca del nuevo motivo de interés descubierto durante sus paseos. Después de un mes, poco más o menos, período en que se reunió de vez en cuando con la chica, manifestó a su madre que si bien en el pueblo no existía ser alguno con quien pudiera trabarse amistad (a lo menos desde el punto de vista de un hombre que se interesaba por el pasado y su cultura), había tropezado con una persona recién llegada que, en opinión de Arnoldo, la señora de Heron consideraría inteligente.
—¿De dónde viene esa mujer? —preguntó Irene, sospechando en el acto que se trataba del sexo femenino.
—De Nueva Inglaterra.
En el momento de contestar el muchacho creyó que su respuesta le agradaría. Sin embargo, no tardó en advertir que la noticia incomodaba a su interlocutora.
—Prefiero no ver a persona alguna que venga del Este.
—Pero esa mujer se siente muy aislada…
Se interrumpió; acababa de hacer una observación todavía más inoportuna que su respuesta precedente. No cabía utilizar en defensa de un tercero la excusa de la soledad para despertar la compasión en una mujer que se consideraba reducida al abandono por él.
Pero Irene comprendió, con mayor rapidez aún, que cometía un error al mostrarse hostil. Por consiguiente, trató de atemperar el tono de su voz, aunque sin lograr suavizarlo.
—Será bien recibida en cualquier momento en que desee venir— dijo y enseguida, dejando entrever indirectamente sus sospechas, añadió—: ¡Debe de sentirse muy desdichada en un pueblo pequeño, miserable y sin tradición como es éste! Sólo un trocito de estuco, con pretensiones, pero digno de compasión, en medio de una completa desolación.
Habría sido más prudente abandonar el tema; pero Amoldo no pensaba renunciar a su nueva amiga. Le inspiraba vivo interés, porque difería de las muchachas que había conocido, como también de la mujer a la que, al parecer, debía permanecer unido para siempre. Si continuaba viendo a la señorita Gayton sin que ésta entrara en relaciones con la señora de Heron, el asunto tendría que desarrollarse de manera clandestina, es decir, enfadosamente, lo que a la larga resultaría demasiado pesado. En determinadas circunstancias era capaz de mentir con premeditación, preparando las frases con cuidado; pero para tomarse semejante trabajo debía contar con una crecida cantidad de razones valederas. Como los motivos que lo estimulaban variaban con facilidad, costábale mucho mantener una mentira con carácter plausible.
No pensaba en casarse. Comprendía que su matrimonio provocaría una espantosa borrasca y lo obligaría a dejar el lujo, que se había convertido para él casi en una necesidad. Su madre le proporcionaba todo lo que pedía. Poco le importaba, y hasta le agradaba, acudir a ella como un niño que no piensa en el dinero sino sólo en obtener el objeto deseado; y al parecer ella se complacía en pagar sus gustos, como una madre cariñosa. No le entregaba nunca una suma grande de dinero pero demostraba vivo interés en todo lo que el joven necesitaba. A menudo lo acompañaba en sus compras y con sus consejos le ayudaba a elegir. La señora de Heron no había manifestado en ningún momento la intención de fijarle una mensualidad. El deseo infantil de contar con un apoyo y de que no lo molestaran por asuntos de dinero, como también el temor de sufrir una repulsa, indujeron al hijo a no plantear la cuestión.
El haber permitido que ella se ocupara de sus ropas, lo acompañara a la sastrería, eligiera las telas y juzgara la hechura, contribuyó en gran parte a originar la dificultad que surgió luego, pasajera y sin importancia, sin duda, pero aguda. Aun cuando no fué la causa principal, agravó la creciente tensión reinante entre ellos.
Entre tanto Amoldo hallaba aún agrado en dejarse llevar por la corriente, en experimentar la sensación de dependencia filial y sentirse en la casa de la señora de Heron como convidado perpetuo. Aborrecía la posibilidad (para él certidumbre) de que ella se opusiera terminantemente a cualquier intento de él de llevar una existencia independiente; como el matrimonio equivalía a la independencia, quedaba descartado. Pero no creía necesario considerar la posibilidad de un casamiento. Podía continuar las relaciones con ambas mujeres y, en caso de ser posible, intentar su aproximación afectiva. Luego su actitud dependería del resultado obtenido.
El muchacho transformó en sistema su manera de vivir sin rumbo fijo. Pero como ese tipo de existencia constituye el medio más seguro para hacer lo que uno no se propone, Amoldo se enamoró profundamente.
La señorita Gayton era una muchacha inteligente, sensible y simpática. Sabía escuchar al joven; tanto sus preguntas como sus respuestas añadían interés a la conversación y servían de estímulo a la mente de su interlocutor. Amoldo había hallado una compañera encantadora y de su propiedad exclusiva, puesto que no había trabado amistad con persona alguna de Aumic.
—Quizás la explicación esté en que he conocido a la mayor parte de las personas en su papel de padres —explicó la muchacha a la señora de Heron.
Había acudido a la mansión a tomar el té. El comienzo de la visita fué favorable. Las dos mujeres comentaron la incapacidad de ambas para adaptarse a la vida de aquel pueblo.
La serena deferencia evidenciada por la señorita Gayton suavizó a la mujer. Inmediatamente después de entrar en la habitación, la joven encaminóse a donde se hallaba sentada la dueña de casa, dando así a entender con claridad que no esperaba que la señora abandonara su asiento para saludarla. Pero la observación de la invitada referente a los padres no fué afortunada. La conversación se tornó embarazosa.
—¿Qué quiere usted significar con ello? —preguntó la dama.
—En realidad…
“Gran parte de los caracteres de los padres se reflejan en sus hijos”, estuvo por decir la señorita Gayton; pero se dió cuenta de que su interlocutora interpretaría erróneamente sus palabras. La mujer entendió el significado de su silencio casi tan bien como si hubiera hablado.
La amiga de Arnoldo cambió de tema, expresando cuánto desagrado le había inspirado al principio el lugar, por sus ásperos azules celestes y amarillos densos tan diferentes de los verdes y grises del Norte, como también por la monotonía del clima, que carecía de estaciones. La señora de Heron opinó como ella, pero guardó silencio cuando la muchacha intentó demostrar que con el transcurso del tiempo aquel tipo de belleza, más elevado que el otro podía gustar.
Arnoldo, inquieto, se hallaba listo para intervenir. Temía que la joven señalara quién le había revelado el encanto poco común de aquel paisaje. Pero la amiga poseía demasiada inteligencia para incurrir en semejante error. Después de cambiar algunas frases cautelosas, ambas mujeres se separaron sin que la dueña de casa propusiera, ni siquiera de manera vaga, un segundo encuentro. Apenas regresó el hijo, la mujer hizo un comentario que provocó su encono.
—Me parece que la chica ha demostrado escaso sentido común al elegir la profesión de maestra. No tiene afición ni aptitudes para enseñar.
El joven comprendió que intentaba inducirlo a hablar, y se abstuvo de hacerlo; pero su silencio hostil denotó que se negaba a entablar combate.
Cuando se encontraron de nuevo —después de la visita habíanse separado sin hablar en el vestíbulo, porque ambos juzgaron inconveniente que escucharan sus palabras— la señorita Gayton se mostró tan solícita, en opinión del joven, como Irene Ibis había sido hostil.
—Tu madre no se sintió muy cómoda en mi compañía, con toda razón —hizo notar la muchacha—. Comprendo su manera de sentir, porque soy una perfecta hija de Nueva Inglaterra. Ella considera que el mero hecho de encontrarnos ambas un poco aisladas en este pueblo no constituye motivo suficiente para trabar amistad. En el Este no se creería obligada a invitarme a su casa.
Amoldo argüyó que la dueña de casa se hallaba fatigada y levemente enferma; por ello se había convertido casi en una reclusa. Sin embargo, tanto él como su amiga abrigaban la certeza de que, si deseaban continuar la relación, deberían hacerlo fuera de la mansión y hasta en forma clandestina. La joven también se mostró franca en lo referente a sus sentimientos, y sorprendió bastante a su compañero al manifestar que… no le agradaba aquella casa.
—Está arreglada con un gusto intachable, pero resulta excesivamente perfecta. Quizás la causa de tal impresión resida, una vez más, en mi condición de oriunda de Nueva Inglaterra; nosotros tememos no sólo todos los tipos de extravagancia, sino también y en mayor grado… —Hizo una pausa mientras buscaba la palabra adecuada, o más bien mientras analizaba el término que había estado a punto de usar, y que luego utilizó— … las actitudes teatrales. La mansión junto con la señora de Heron, que se encuentra instalada en ella con mucha pompa, me producen la extraña impresión de que se trata de un escenario dispuesto para la representación de una pieza de teatro. Las luces no tardarán en apagarse y sólo han de permanecer visibles, vestidos con sus trajes para la escena, los actores que representan un papel en la trama; el presente desaparecerá. No puedo menos de experimentar la sensación de que, además de un trozo de ficción, está representándose un drama misterioso. Comprendo que mis reflexiones suenan ligeramente a frases teatrales; pero creo conveniente expresar lo que siento.
Las observaciones de la joven avivaron el conflicto que dominaba el espíritu de Arnoldo. Sin embargo, no lamentó que la parte de su existencia compartida con la señorita Gayton transcurriera fuera de su hogar, y la otra parte con su madre en el ambiente que ella había elegido. Sabía que Irene no le permitiría poseer otra amistad femenina; la relación platónica existente entre “madre” e “hijo” haría precisamente que la mujer recelara de cualquier amiga del muchacho.
Para aquellas personas que gustan de la vida tranquila el secreto implica una desventaja, porque agrava la agitación y, a semejanza del juego del escondite, obliga a ocultarse hasta del transeúnte más vulgar. Arnoldo habíase esforzado por esquivar a Doc, el cartero. La circunstancia de tener que evitar el encuentro con un empleado del estado provocábale el sentimiento de que era culpable de alguna acción punible, disposición de ánimo que lo llevaba a buscar una razón interior para su reacción externa. De un motivo de apacible distracción, de una amiga dulce y afectuosa, la señorita Gayton se transformó en la heroína de una novela. Producida la transformación, fueron contados los días en que pudieron hablar con serenidad y despreocupación.
La joven advirtió inmediatamente el cambio, pero su profunda sensación de soledad y el deseo de conservar la amistad la movieron a no darse por enterada. Evitó con gran cuidado mencionar de nuevo a la señora de Heron. La pareja se limitó a conversar acerca de la historia natural; pero ocurrió con Mariana Gayton lo mismo que había sucedido en las charlas íntimas con Irene referentes, en apariencia, a los objetos de plata. Hablaron de las flores silvestres del desierto y de la lucha que libraban para hacer visible su anhelo interior de belleza, aunque en realidad se referían a ellos mismos. Reflexionaron acerca de las causas que, en el transcurso del tiempo, habían tornado débiles y malignas algunas especies de animales; según él, todas las serpientes poseyeron patas hasta fines de la época eocena, y antes de la miocena carecían de veneno. También en este caso pensaban en el presente y no en cuarenta o sesenta millones de años atrás.
El “presente” abarcó muchos meses, o más bien un año entero. Las flores silvestres aparecieron de nuevo. En cuanto a la salud de la señora de Heron, había mejorado.
—Ustedes, los recién llegados, necesitan un año para adaptarse a esta región —manifestó el doctor Hertz—. Durante los primeros dos meses experimentan el deseo de dormir el día entero, sensación que les hace creer que han contraído' la encefalitis letárgica. En los tres meses siguientes sufren de sarpullidos y extrañas urticarias de poca importancia, síntomas que a nosotros, los médicos, nos hacen pensar en los efectos del zumaque o en una alergia por las limas. En el semestre posterior pasan a menudo por una fiebre mediterránea bastante aguda, evento que nos induce a interrogar al lechero respecto a la calidad del producto que vende (aunque tenemos la certeza de que es digno de toda confianza, por supuesto). Descartada esa causa, nos preguntamos si alguna garrapata de las Montañas Rocosas, utilizando sus débiles extremidades para salvar tan enorme distancia, habrá podido llegar hasta aquí y picar al paciente. Pero después de un año, habiendo recobrado la salud, el nuevo habitante declara que éste es el mejor clima del universo y que le sienta muy bien.
Con todo, la señora de Heron no se ajustó a la última parte de la descripción. En su temperamento, la aguja del barómetro permaneció sin variaciones señalando “borrascoso”, si bien su cuerpo negóse a continuar justificando tal estado de ánimo con síntomas físicos visibles.
El doctor Hertz se había formado su propio juicio al respecto. No existen mejores psicólogos que esos médicos comprensivos y esforzados que atienden cada día a treinta pacientes de distintas clases. Como la mayor parte de los psicólogos inteligentes, absteníase de mencionar la psiquis. Hablaba de aquello que sabía, es decir, del cuerpo; y mantenía un respetuoso silencio tocante al “factor psíquico subyacente”, ese elemento imponderable que hace variar constantemente el peso de las cosas, pero que no puede colocarse en los platillos de la balanza.
La persona que tomó algunas medidas en relación con el asunto fué Doc, porque hacía las veces de padrino de la comunidad.
—En nuestra oficina postal se encuentran inscritas ocho religiones —complacíase en recalcar—. El único poder que puede protegerlas es la Oficina de Correos de los Estados Unidos; y yo, señores, represento a esa autoridad encíclica.
—Usted quiere decir “conciliadora”4 —observó en cierta ocasión el sacerdote protestante.
Doc acababa de pronunciar sus frases predilectas en la acera, ante un grupo de personas que incluía a aquel “clérigo de las órdenes sagradas” y al sacerdote metodista, amigos íntimos entre ellos.
—Conciliador significa lo mismo que Irene, es decir, “paz”; ¿no es verdad? —preguntó Doc—. No, señor. Cuando el Tío Sam considera que debe proteger a la gente de la correspondencia con que el púlpito inunda a veces el correo, no emplea medios pacíficos, sino el estilete con que abre las “circulares en demanda de donaciones”.
Todas las personas del grupo se echaron a reír.
Al comprender que quizás había hablado más de la cuenta, para evadir el tema, el cartero echó un vistazo a un paquete de cartas que tenía en la mano.
—Aquí figura el nombre Irene, por supuesto —dijo en voz alta, para sí—. “Irene Ibis, a/c de la señora de Heron.” Parece una perchada extraordinaria de grandes pájaros. ¿Quién será esa Ibis? Nunca se la ve; pero tal vez algún día venga a visitar a la amiga que le guarda la correspondencia. Recibe muchas cartas.
Subió rápidamente a su pequeño automóvil y se alejó en medio del fuerte ruido del motor.
—Los sacerdotes cuidan sus rebaños con la esperanza de que éstos los han de alimentar y de que crecerán a costa de los ajenos —continuó monologando mientras guiaba el vehículo—, “Soy el único cuya parroquia abarca el pueblo entero y que posee alguna información acerca de cada uno de sus habitantes. Todos me agradan… aunque algunos más que otros, por supuesto. ¡Pero los agrios impiden que los dulces se tornen empalagosos!
Doc tenía necesidad de recordar que no sólo era cartero, sino también, como Mercurio, un mensajero de los dioses “que mantenía la armonía entre los seres humanos” y “no toleraba a los hombres implacables”, ni a las mujeres de esa índole.
Después de colocar la correspondencia en el buzón de la Casa de la Plantación emprendió el regreso por un atajo en dirección a la parte occidental del pueblo. Mientras avanzaba por el camino de tierra lanzó una mirada a otro menos importante y apenas más ancho que un sendero, que se alejaba hacia el Norte; la senda marcaba el rumbo de las esperanzas abrigadas por los corredores de inmuebles, en el sentido de que algún día la población contaría con un suburbio en las primeras estribaciones de la montaña. Una ojeada bastó; el joven Heron y la señorita Gayton ascendían por el pequeño camino.
Según los psiquíatras, a menudo puede diagnosticarse con facilidad la disposición mental de una persona desde una distancia considerable. El continente expresa la disposición de ánimo, la actitud física la condición mental. Como Doc era capaz de diagnosticarla desde muy lejos, no se equivocó respecto a la condición en que se hallaban los dos pacientes. Una pareja humana vagaba de aquella manera sólo cuando ambas partes habían encontrado lo que buscaban, es decir, la persona del otro.
Después de llegar a la carretera principal que corría de Norte a Sur, el cartero no torció hacia la parte occidental del poblado, como se había propuesto, sino en la dirección opuesta. Pronto el camino tornóse tan escarpado que le fué necesario cambiar la velocidad de su pequeña máquina. Después de cruzar dos pantanos también el camino varió de engranaje; de pavimento de asfalto de bastante buena calidad, se transformó en camino polvoriento. Cuando éste llegó a su fin de manera repentina, el conductor descendió y emprendió la marcha por un sendero que ascendía por una escarpada altura situada a la izquierda.
La pendiente era tan abrupta como la que forma una escalera portátil, de manera que si uno lograba trepar por ella, alcanzaba altura con gran rapidez. Escaló unos treinta metros y llegó al borde de un terraplén. Tratábase de una escasa extensión llana, desde donde se disfrutaba de una hermosa vista de la llanura que se extendía más abajo. Situada en la falda de la montaña, la pequeña meseta se hallaba orillada por un jardín y ocupada por una casa baja, ambos de tamaño reducido. La construcción, con sólo un piso, poseía un techo de tejas, tosco pero pintoresco, sostenido por pilares fabricados con troncos de eucalipto que descansaban en una pared baja de adobe. El edificio parecía surgir de la tierra, que era el origen de todos sus sostenes.
—¿Hay alguien en la casa? —preguntó Doc cuando hubo arribado al pórtico.
Se hallaba casi sin aliento; carecía de resistencia para trepar los cerros, porque rara vez abandonaba su automóvil.
—Él y yo formamos un caracol, tanto en el aspecto como en la velocidad —solía decir con tono de broma—. La gente se siente más cómoda y tranquila al pensar que, además de ser servicial, avanzo con lentitud y ellos pueden pasarme en cualquier parte del camino, porque poseen un automóvil mejor que el mío —añadía cuando se encontraba en compañía de sus amigos íntimos.
—Entre, Doc —respondió una voz desde la sombra.
—¿Cómo le va, eremita?
Se llamaba Kermit, por lo que no resultaba difícil transformar así su apellido, aunque el hombre no llevara necesariamente la existencia de un recluso5.
El recién llegado cruzó el sombreado pórtico y vestíbulo a la vez, empujó la puerta detrás de la que había partido la bienvenida y se encontró en una habitación que contrastaba por completo con la fachada de la casa. En aquel cuarto delantero la naturaleza aparecía arreglada con arte, habilidad y discreción; unos cuantos estantes rústicos para libros, una amplia chimenea casi tan enorme como una gruta, un par de sillas grandes a las que, para hacerlas más cómodas, había aplicado ramas de árboles con su forma natural. Junto a la pared se veía un lecho de igual factura; el color leonado de la colcha disimulaba la ropa de cama, elemento éste que revelaba claramente la mano del hombre. Pero al pasar junto a la cama se advertía que aquella coloración protectora la daba el propio material de las coberturas, es decir, el cuero; la sobrecama era de piel de gato montés, las mantas de coyote y el colchón de oso.
La habitación interior representaba la ciencia. Pasábase con brusquedad de un mundo al otro. Una ventana con marco de hierro y alambre tejido se abría a lo largo de la pared, y proporcionaba adecuada luz del Norte a una mesa de laboratorio bien provista. Bastidores y ficheros cubrían las paredes laterales. En cuanto al piso, era de cemento liso y gris. También el eremita armonizaba con el laboratorio, ya que llevaba un largo guardapolvo blanco y guantes de goma.
—Esta parte de la casa representa el desorden medido, y aquélla la meditación ilimitada —observó Doc a manera de introducción—. Dos existencias separadas sólo por una puerta oscilante.
—Pero miradas con gemelo, forman sólo una —replicó el dueño de casa.
—¿Por qué no procura que su trabajo le produzca dinero? En otro tiempo usted poseía en la ciudad una elegante casa de fotografías. Nuestro pueblo, que se caracteriza por su buen aspecto, no cuenta aún en ese ramo con un salón realmente bueno.
—Me dedicaré de nuevo al comercio cuando usted compre otro automóvil.
Ambos rieron.
—Fuera de broma, hoy día la fotografía lo aleja a uno del mundo visible —añadió Kermit—. Cualquier artista de segunda categoría puede hacer un retrato sin dificultad alguna; más nos interesan ciertas visiones que ningún ojo humano logró percibir, ni siquiera el de Leonardo —observó; y después de despojarse de los guantes, bajó un álbum de un estante—. Observe estas fotografías infrarrojas de la llanura, tomadas desde mi terraplén; ningún ser humano ha logrado ver a semejante distancia y con tanto detalle. En la actualidad quizás sólo el águila o el cóndor perciben así los paisajes. Y esta otra no parece la visión del águila, sino la de un ave aún más extraordinaria: el búho. Se dice que descubre el ratón silvestre por la onda que produce en el aire el calor de su cuerpo. Se trata de una plancha eléctrica —añadió señalando lo que parecía la fotografía nocturna de una brillante arcada gótica— apoyada en el dorso, en un cuarto completamente a oscuras. En el momento de fotografiarla distaba mucho de estar al rojo; impresionó la placa sólo por el calor que emanaba de ella.
—En tal caso, ¿por qué no se dedica a los rayos X?
—Así lo hice, pero descubrí que también ellos constituyen sólo un paso. La frontera real de esta ciencia se encuentra ahora mucho más allá del empleo, útil pero rutinario, de los rayos de Roentgen. Cuando vi esto en Monte Wilson —manifestó señalando algunas fotografías grandes de eclipses totales, con magníficas vistas del halo, contenidas en otro álbum que acababa de bajar—, comprendí hasta qué punto debemos cerrar los ojos para poder apreciar todo lo que queda por ver. Mire esta faja de luz que parte del borde del Sol. Es una llama de un millón y medio de kilómetros de extensión que con sólo rozarlos podría consumir la Tierra y la Luna, además de Júpiter y Saturno, si se pusieran a su alcance. Hasta el momento de obtener estas fotografías no sabíamos que el Sol, de aspecto liso y redondo, lanzara tales lenguas de fuego. Además, vea usted esta etapa posterior.
El eremita mostró al cartero una reproducción completamente oscura, excepto por algunas manchas y puntos de color blanquecino. Una flecha blanca señalaba una mancha muy confusa.
—Ése es el débil amanecer de un conocimiento nuevo, de una visión moderna —expresó.
—Su amanecer no me inspira mucha confianza —refunfuñó el interlocutor.
El cartero era capaz de alentar el entusiasmo de una persona durante un corto espacio de tiempo, pero no si se prolongaba por mucho rato.
—Muy bien, no le proporcionaré más argumentos fotográficos que expliquen por qué he desechado el aspecto comercial de mi profesión. Pero en cuanto a esta pequeña mancha, debo decirle que marca una etapa de gran importancia en los conocimientos humanos. Un abate y astrónomo francés afirmó que veía una nebulosa. No obstante señalar su posición, durante algunos años nadie pudo descubrirla. A pesar de que él mantuvo firmemente su aserto, todo el mundo le negó veracidad. Más tarde se inventó un nuevo tipo de filtro anaranjado para fotografiar estrellas, y por arte de magia apareció en la placa la nebulosa del abate. La explicación consiste en que los ojos del anciano eran sensibles a la vibración de un color imperceptible para nosotros.
El interés humano que encerraba el relato por poco acaparó la atención de Doc. Pero mientras recorría la mesa con la vista, advirtió algo de color carmesí brillante.
—¿Y la fotografía en colores? —preguntó—, Encierra interés y además ofrece la posibilidad de ganar dinero, ¿no es así?
—¡Ah! Se equivoca; ésas no son impresiones en color, sino placas inutilizadas. En el caso contrario, no se hallarían expuestas a la luz, porque precisamente ésta las ha inutilizado. Son pantallas; debo quemarlas.
—¿Quemarlas?
—Sí, en su composición entra la dicianina, y se emplean en ciertas tomas de los eclipses.
—Hermoso color. Pero ¿es usted capaz de fotografiar un eclipse?
—No —contestó Kermit vacilando durante un momento—, no.
—Dicianina —repitió el visitante—. Por el nombre parece un cianuro, substancia bastante peligrosa para tener cerca de uno.
—Sí, degenera con mucha rapidez.
—¡Hum! ¡Y aun con mayor velocidad en el estómago de una persona!
—Sí, es un veneno de efecto muy rápido, quizás el más fulminante de todos, pero caprichoso.
—¿Se dedica ahora a envenenar ardillas?
—No, no. En otra oportunidad le explicaré — respondió el fotógrafo después de titubear otra vez.
Tal vez si aquel día su interlocutor lo hubiera apremiado, el hombre le habría confiado muchos datos de gran interés. Pero Doc sentíase harto de investigaciones científicas; deseaba hallarse de nuevo en lo que el consideraba su ambiente, es decir, en el pueblo donde recogía sus “informaciones”, y continuar preocupándose tanto de la reputación de Aumic como del bienestar de todas sus “almas”.
—Pero usted no vino sólo con el objeto de preguntar por mis trabajos —observó Kermit, adivinando la disposición de ánimo del cartero.
—En realidad no estoy seguro de ello. Mi labor me lleva a interesarme en todo —replicó Dock; pero enseguida, temiendo que sus palabras indujeran al dueño de la casa a reanudar su disertación, añadió—: y a no dejarme absorber por cosa alguna.
Como a muchas personas de su “profesión”, no agradaba al cartero que el “paciente” hiciera, a su vez, el “diagnóstico” de él.
—Muy bien, salgamos a disfrutar del paisaje. En este momento estoy desocupado —dijo el eremita.
—Eso está bien para los que trabajan por afición, como usted. Pero el único empleado público de un pueblo dispone de poco tiempo.
Mientras marchaba hacia el exterior, detrás de las anchas espaldas del padrino bondadoso y componedor del lugar, Kermit sonreía. Doc no lo advirtió y continuó avanzando sin prisa. Después de dejar claramente establecido que no perdía el tiempo, sentíase muy tranquilo; había puesto oficialmente en claro que anteponía a su persona sus diversos deberes, es decir, la acción cívica preventiva para el mantenimiento de la paz, como él los llamaba.
—¿Marcha todo bien en la villa? —inquirió el investigador una vez que se hubieron sentado en un tronco, junto al pórtico.
Ante la invitación formal Doc inició la exposición del tema.
—A menudo he comprobado que el espectador descubre gran parte de la verdad —dijo.
—Un lente con ángulo grande abarca buena parte del campo.
—Bien. Deseo que lo enfoquemos en la zona de nuestro pueblo que se extiende desde la escuela hasta la Casa de la Plantación. En caso de que no logremos mantenerla en foco, poco tardará en aparecer la villa entera en la fotografía. Supongo que usted estará acostumbrado a enfocar a la gente… es decir, a analizarla.
—Después de pasar treinta años mirando a seres vulgares que se creen distinguidos, esforzándome para que la cámara no revelara la verdad, debo de conocer un poco la naturaleza humana —manifestó Kermit, y ambos se echaron a reír—, Al principio solía recomendarse al cliente que adoptara una expresión agradable; pero los buenos fotógrafos abandonaron muy pronto tal fórmula. La explicación del fracaso se encuentra en la ley que, según tengo entendido, los psicólogos denominan “del efecto contrario”; pero yo apostaría a que la hemos descubierto nosotros, los fotógrafos. Tan pronto como oía la funesta palabra “sonría”, el individuo adoptaba la expresión de un hombre que se ve amenazado con una pistola. Por consiguiente, más tarde se le pidió que conservara su actitud natural, intento que también fracasó, porque el retratado se ponía bizco.
—Tiene razón —aprobó Doc, deseoso de evitar que el hombre reanudara el tema de la investigación científica pura—. He observado que por el mero hecho de recibir una carta urgente la gente se pone muy nerviosa. A menudo son descorteses conmigo sólo porque les inspira temor mi condición de empleado público, portador de un formulario que deben firmar sin leer.
—¿Ha perturbado hoy la paz de alguno de los habitantes con la entrega de una notificación judicial o algo semejante?
—No. En el caso que consideramos ahora no se trata de una incomodidad común como ésa. En realidad, sale un poco de lo corriente. Es el eterno triángulo, pero esta vez vertical.
Al cartero le agradó la propia comparación. Guardó silencio en espera de que su interlocutor captara el sentido de su agudeza.
—Enrique es capaz de tomar una instantánea —decía a menudo a su mujer—; pero como vive aislado allá arriba, hay que concederle una “exposición de tiempo” para que entienda cada observación profunda.
Sin embargo, la reacción retardada no se hizo esperar mucho.
—¿Quiere usted decir “entre dos generaciones”?
—Exactamente. Al lego quizás le parezca un poquito extraño, pero los psicólogos saben— por poco colocó la palabra “nosotros” antes del título profesional —que se trata de una situación bastante frecuente. Actualmente está adquiriendo popularidad el nombre de “amor reprimido” para designarla.
—¿Y qué puede hacerse al respecto? Tendrán que superarlo los propios interesados. ¡No se puede obligar a un pollo a salir del cascarón, si él prefiere permanecer allí en forma de yema!
Doc no se dignó tomar en cuenta el chiste.
—No es tan sencillo como parece. Un hombre que ocupa una posición como la mía no interviene a menos que posea alguna razón para ello —recalcó, y luego hizo una pausa—. Sé dónde fluye la corriente de la maledicencia; siempre sigue el cauce formado por alguna grieta real.
Como era un hombre que guardaba las formas, el cartero se aclaró la garganta antes de afrontar el asunto.
—No poseo prueba alguna de que entre la señora de Heron y su hijo exista un parentesco de consanguinidad —declaró con tono mesurado.
—Quiere decir…
—Exactamente lo que acabo de manifestar.
Pero poco después quedó bien sentado que sus palabras encerraban un significado más amplio.
—Como ya he dicho —prosiguió Doc—, el cartero de un pueblo termina por conocer a la gente, porque ve sus cartas y la expresión de sus caras al recibirlas. Poseo dos datos, y además, a usted le confiaré un tercero. Ella no es la madre del joven. Debe de existir alguna circunstancia extraña en el pasado de ambos. A pesar de que las cartas que ella recibe van siempre dirigidas a una señorita Ibis, nunca he visto por allí a otra mujer blanca. En tercer término, esa señora persigue constantemente al muchacho, como si fuera el fantasma del museo de antigüedades en que ha convertido la mansión. Gracias a Dios, los habitantes de esta villa no somos curiosos; pero ellos nos evitan, porque creen que al conocer nosotros su historia abrigaremos el deseo de echarlos de aquí. Precisamente esa actitud me incomoda.
—Sí, da margen para que se sospeche lo peor en base a pruebas mínimas.
—Los habitantes de Aumic no llegarían a ese extremo. Sin embargo, cuanto mayor es la tolerancia, y gracias a Dios aquí no falta, porque poseemos gran amplitud de espíritu —recalcó agitando sus manos vigorosas—, más justificada resulta la pretensión de que la gente se conduzca sin reserva, puesto que goza de amplia libertad y nadie puede inspirarle temor.
—A menos que exista un secreto real, ¿no es así?
—Aunque diéramos por sentado que se trata de un hijo adoptivo, tal circunstancia no constituye un motivo de vergüenza.
—¿Y bien?
—Temo que la mujer no ande bien de la cabeza. Pero no en todos los casos ello significa convertirse en débil de carácter; por desgracia dista mucho de ser así. Y complica aún más este enredo sutil el hecho de que el joven es un soñador imaginativo. Ella lo gobierna y él se somete, en parte porque le agrada, aunque también la engaña. Apostaría a que la mujer, víctima de un extraño desequilibrio mental, destroza cada sueño del muchacho al convertirlo en penosa realidad. Como a todos los soñadores, a él le desagrada semejante proceder.
—Da a luz prematuramente los ensueños del muchacho —murmuró el investigador.
—Ahora él se resiste, no abiertamente, sino en forma sorda; lo explica el gesto ceñudo de la madre. El muchacho se ausenta sin permiso, de aquella escuela grande y blanca en que ella lo obliga a permanecer el día entero, como único y solitario pupilo, bajo la vigilancia permanente de la anciana institutriz. Pero el alumno sale a menudo con la maestra auténtica; hoy los he visto de nuevo. Si persiste en su conducta, el aya le pondrá un uniforme para evitar que durante alguna de sus salidas se pierda en medio del gentío.
—Dejemos tranquilos a los perros que sueñan —aconsejó Kermit.
—No deseo que se produzca en nuestro pueblo un caso de hidrofobia.
—Me parece que exagera usted la importancia del asunto.
—No. Nuestra pequeña villa tiene pocos años. Los Heron, o como quiera que se llamen, en la forma apacible pero ostentosa que los caracteriza, han formado al borde de ella, sino una ciénaga, a lo menos una especie de gran tumor blanco. Constituye, en sí mismo, un motivo atrayente para sus colegas, los fotógrafos de los diarios. ¿Recuerda usted aquella edición de uno de los semanarios ilustrados importantes, aparecida hace poco tiempo? Se mofaba de nosotros, haciéndonos pasar a los ojos de los impertinentes y añejos habitantes del Este por un conjunto de libertinos y atolondrados. Perjudica mucho a un pueblo en pleno desarrollo que se le pongan apodos y que los órganos de publicidad le creen mala fama. Si además de señalar los periódicos nuestro pueblo como un centro de lunáticos, es decir, un ejemplo del moderno Oeste salvaje que intenta sobrepujar al antiguo Williamsburg, Aumic también encerrara el interés de una historia humana tenebrosa… si aquella mujer, trastornada por la infinidad de objetos antiguos que la rodean, perdiera la cabeza e imaginara ser la ex emperatriz Josefina, divorciada y desterrada…
Arrebatado por el ardor profético y bajo los efectos de la emoción nuestro hombre recordó aspectos de la historia que no habían ocupado su mente desde los años escolares.
—¡Dios santo! —exclamó luego—. ¡Seríamos el blanco de una publicidad terrible! La gente vendría en peregrinación, acompañada de guías, para visitar el lugar; nuestra pobre y pequeña villa quedaría arrasada. No, no lo permitiré, si me es posible. No consentiré que permanezcan aquí, meramente porque son un poco extraños y llaman la atención; porque podrían hacer mucho daño al pueblo de Aumic. Pero si no se toma alguna medida, corremos peligro; y yo no estoy dispuesto a correrlo.
El cartero había formulado tantas negativas terminantes que se hallaba casi sin aliento. Guardó silencio, esperando que su interlocutor meditara el problema. Entre tanto Kermit analizaba y reflexionaba. Tratábase de una situación de tirantez convencional, por supuesto: el “triángulo vertical”. Pero en un pueblo como Aumic un desenlace repentino podía provocar una conmoción embarazosa.
—¿Qué edad tiene la señora de Heron?
—Debe de andar entre los cuarenta y los cincuenta y pico. A veces parece tener cincuenta y nueve; en otras ocasiones, da la impresión de haber “recapturado” temporalmente los cuarenta y pico como resultado de alguna afortunada “acción de retaguardia”.
—En cualquier caso, se encuentra en la edad peligrosa. ¿Y la del hijo?
—Resulta tan difícil determinarla como la de ella. A veces he pensado que podía ser el hijo con los caracteres físicos del padre, porque no se advierte semejanza alguna entre ellos. A menudo las personas bien parecidas y sencillas se parecen entre sí, pero ello no ocurre en el caso presente.
Hay momentos en que el muchacho ofrece un aspecto tal de decaimiento y ella un aire tan dominante, que podría estimarse en menos de diez años la diferencia existente entre ambos.
—Resulta evidente, por lo tanto, que no podemos resolver el problema por ninguna de sus caras femeninas. Hemos de intentar su solución en base a su faceta masculina.
—Es verdad. Dígame, Enrique, ¿podría usted encargarse de hablar con él?
—Ustedes, los “doctores”, afirman que “nunca debe diagnosticarse sin ver al enfermo”, ¿no es así? Muy bien; hablaré con él.
Doc se puso de pie. Había recuperado ya el buen humor y las esperanzas.
—Creo que así puede arreglarse el asunto —dijo—. Quizás sólo le hagan falta algunas amistades. Tal vez sea usted el puente que permita a esa señora abandonar la enorme concha solitaria que ha construido para ella. Usted también es un ermitaño; las personas semejantes tienden a inspirarse mutua simpatía.
En la mente del visitante todas las dificultades comenzaban a disiparse. No era un hombre inclinado a dejarse dominar por el infortunio.
—Buscaré la oportunidad de proponerle que venga a ver sus fotografías. Según tengo entendido, en alguna oportunidad manifestó que le interesaba la radiotelefonía, que se parece bastante a la clase de investigaciones que usted realiza. Quizás me lo dijo alguno de los obreros que trabajó en la reforma de la mansión.
Los dos hombres abandonaron el banco y cruzaron el pequeño patio en dirección al borde del terraplén. Poco después el cartero se encontraba de nuevo patrullando sus queridas calles, dominado por el sentimiento de que aquel día había hecho una labor eficaz y que, por consiguiente, se encontraba en libertad para dedicarse de nuevo a repartir la correspondencia y a hablar de temas de carácter general.