Capítulo XV

PERO LA revelación no fracasó. Dos días después Doc recibió una llamada telefónica del ermitaño.

—¿Desea tomar más fotografías? —inquirió el cartero.

—No; éstas han salido bien, y no creo que hagan falta otras. Venga a ver el resultado.

—Iré al atardecer.

Doc no lograba adivinar qué vería en la casa de su amigo. Las palabras del investigador habían despertado su curiosidad. ¿Por qué había insistido en fotografiar aquel cuadro mural más bien caprichoso? Kermit abrigaba alguna extraña sospecha, por supuesto. Pero el cartero consideraba que si bien aquella obra pictórica podía ofrecer interés para un investigador extravagante, su reproducción no encerraba valor alguno para un hombre con mentalidad práctica. Con todo, el ermitaño era un buen fotógrafo. Sí, seguramente lo esperaba alguna pequeña rareza. Agradaban a Doc los asuntos que picaban su curiosidad, siempre que la incertidumbre no durara mucho. Cuando hubo llegado con su automóvil al término del camino, saltó a tierra, trepó por la senda que parecía una escalera y entró en la casa. El fotógrafo se encontraba trabajando en su laboratorio.

—¡Ah! Acérquese y vea la fotografía que deseo mostrarle —dijo Kermit, extendiendo el brazo y sacando una placa de un bastidor—. No hice copia porque el negativo es suficientemente claro.

Inclinado sobre el hombro de su amigo, Doc examinó la placa que aquél sostenía en forma adecuada para que recibiera la luz. Con el fin de no cometer un error, escudriñó la superficie entera.

—Pero, parece velada. Debe de haber entrado luz —dijo por último.

—Sí, entró. Pero la placa no está velada. Obsérvela de cerca. Aparece estriada.

—No entiendo, estoy a oscuras.

—También lo estaba la cámara, pero registró lo necesario.

—Vamos, hombre, expliqúese. ¿Qué significa eso?

—Las rayas son las marcas dejadas por las radiaciones de alguna substancia, de algún material radioactivo —respondió Kermit.

—Su máquina permaneció constantemente enfocada en el cuadro mural de la cabecera. Una obra pictórica semejante, que forma parte de un decorado interiorano puede emitir rayos; jamás vi una composición más opaca que aquella —aseguró el cartero y rió entre dientes con inquietud, y hasta con aire defensivo.

Para el individuo que posee un poder de represión puro y sano, la exhumación de las sospechas ya enterradas resulta siempre desagradable.

—Sin embargo, esa pintura con aspecto tan frío lanzaba tales radiaciones. Ahora bien, teniendo presente el factor mencionado, analicemos otros hechos que arrojan también tenebrosa luz —eligió deliberadamente el adjetivo— sobre este problema que usted considera terminado; pero que yo, basándome en las pruebas reunidas ahora en este cuarto, abrigo la certeza que ha de replantearse. Permítame que recorra de nuevo el camino que hemos seguido juntos hasta el momento presente. En primer término, ¿por qué solicité de usted permiso para tomar fotografías de la mansión? Por dos razones. Usted me pidió que trabara relación con el joven. Visité más tarde su laboratorio. La primera vez que fui allí Amoldo realizaba experimentos con ciertos tubos pequeños de rayos X, recientes y muy poderosos. Precisamente en aquel momento yo me encontraba dedicado a una investigación de la que, en cierta oportunidad, usted vió algunos vestigios. ¿Recuerda usted las pantallas de dicianina?

—¿Las placas de color carmesí?

—Exactamente. Concluí el trabajo; pero no entraré en más detalles, porque no es necesario… al menos por ahora. Sucintamente, mi investigación me hizo abrigar la certeza, gracias a la fotografía tomada de su persona y a pesar de su temperamento nervioso y dispéptico, de que la señora de Heron no sufriría perturbaciones orgánicas de gravedad, al menos por largo tiempo. Mi certidumbre comprendía, en particular, esa dolencia especialmente grave que llamamos cáncer.

Doc había adoptado ya una actitud muy rígida. La exhumación de sus sospechas era total.

—Considere usted, en consecuencia, la sorpresa que experimenté al enterarme de que había muerto bruscamente de leucemia —prosiguió el investigador—, o de alguna enfermedad semejante, acompañada de una veloz degeneración de la sangre. Por otra parte, tuve conocimiento de otros dos pequeños hechos, insignificantes en sí, pero que considerados a la luz del que he mencionado al principio, resultaban singularmente inquietantes, cuando menos para mí.

No cabía duda de que el cartero comenzaba a contagiarse de la inquietud del narrador.

—El primero —prosiguió Kermit— fué que el joven, con cierta precipitación, puso fin a su investigación, dejó de utilizar aquella habitación como laboratorio y poco después fué ocupada por la señora de Heron. Poco más tarde murió.

Doc emitió algunos sonidos que evidenciaban la atención prestada al relato del ermitaño, pero que no requerían respuesta.

—En consecuencia, mi paso siguiente consistió en consultar a usted y pedir que preguntara al médico si el suceso no le causaba extrañeza. Tengo entendido que convenció a usted de que somos un par de entrometidos.

Su interlocutor suspiró y cambió de posición con aire de embarazo.

—Dominado yo por semejante sospecha, no podía dejar las cosas en ese punto —continuó diciendo el investigador—. En forma casual el joven Heron habíame expresado lo mismo que, según mis conjeturas, informó a usted el doctor Hertz. Me refiero a las perturbaciones sanguíneas de carácter funcional, y no orgánico, sufridas por el joven, y debidas al empleo de ciertas radiaciones de onda corta. Dudo de que, aún entonces, haya pensado en utilizar esa circunstancia para encubrir sus intenciones. Pero observe usted cuán útil le resultó, qué sensación de seguridad ha de haberle inspirado, de seguridad para dar el golpe. Porque después de atenderlo, el doctor Hertz informaría a todos los curiosos que lo interrogaran, por supuesto, de que el joven Heron había sufrido una perturbación funcional sanguínea. Por otra parte, el médico diría que la madre sufría una dolencia corriente en las personas de su edad, y ninguna otra, y que no se encontraba expuesta a las radiaciones mencionadas. Hertz concurría regularmente a la casa. Además permanecían en ella las enfermeras; de manera que, desde el punto de vista médico, la situación no encerraba ningún punto oscuro. No era posible que el joven la bombardeara con rayos que aumentan la presión arterial. Según la máxima conocida, el sitio más seguro para refugiarse es aquél en donde ha caído la última bala. De la misma manera que el prestidigitador muestra la mano que no emplea para hacer la trampa, así la mejor defensa de Heron consistió en consultar al médico de la familia respecto a una dolencia extraña, pero no muy grave, que lo aquejaba, y que tiene parentesco con la enfermedad mortal empleada luego para asesinar, aunque posee caracteres totalmente diferentes. Como sabemos, el doctor Hertz es hombre joven, inteligente y un poco irritable cuando se encuentra en presencia de los que no pertenecen a su gremio…

Doc dió un ligero respingo.

—Pero experimentó, seguramente, tanta satisfacción al poder señalar la extraña conexión existente entre la presión arterial y el largo de onda —prosiguió el fotógrafo—, que con toda seguridad había de rechazar más tarde, con desprecio, la posibilidad de que acechara otro peligro, todavía más extraño, y totalmente desconocido para él. La inverosimilitud de una coincidencia semejante, es decir, de que existieran dos conexiones tan singulares entre el largo de onda y la enfermedad, impediría que cayera en sospechas o que prestara oídos a las sugestiones de otras personas. Por consiguiente, sólo me quedaba una cosa que hacer. Movido por la benevolencia, como también por la circunstancia de que se encontraba en condiciones de hacerlo, usted se mostró dispuesto a satisfacer mis deseos y prestarme ayuda. En mi opinión únicamente quedaba un medio para obtener la prueba adicional, el eslabón decisivo de la cadena de testimonios que podía inducir a usted a rever su veredicto. Para lograrlo, tendría que fotografiar la habitación.

—Pero ¿para qué serviría semejante procedimiento? ¿Por qué pensaba usted que sería útil? —preguntó el cartero.

—Comprendo que mi actitud debía de parecer extravagante, literalmente un perfecto “manotazo en la oscuridad”. Pero usted no ignora que leo constantemente el material informativo de las investigaciones científicas, esos retazos singulares que nunca adquieren, quizás, la forma necesaria para incorporarse a los conocimientos generales y a los libros de texto. Me pareció recordar un artículo y algunos informes referentes a las investigaciones acerca de la radioactividad, publicados hace algún tiempo por una revista científica de poca importancia. Me acordé de la publicación, porque era una de las que había prestado a Heron cuando se hallaba interesado en trabajos de ese tipo. Me las devolvió y, en el momento en que las colocaba de nuevo en mi fichero, advertí que de una de ellas caía un poco de ceniza de cigarrillo. Conjeturo que a su madre no le agradaba que fumase en las habitaciones de la mansión y que él lo hacía mientras trabajaba en el laboratorio. De cualquier manera, como yo no fumo, me disgusta que haya restos de tabaco entre las páginas de mis papeles. Abrí la revista y limpié la parte de las costuras. Advertí entonces que la cantidad de ceniza era mucho mayor entre las hojas de un artículo referente al tema que yo recordaba.

El narrador extendió el brazo hacia atrás y alzó de la mesa de trabajo un pequeño periódico con páginas a dos columnas y letra muy pequeña. Se hallaba abierto, y aún podía verse en el margen interior el tizne gris de la ceniza comprimida de un cigarrillo.

—Este informe es, en realidad, la carta de un corresponsal —explicó Kermit—. El hombre comunica ciertos descubrimientos efectuados por él relacionados con un asunto muy interesante, pero poco estudiado: la “saturación”. Señala que en numerosos hospitales pequeños del interior se ha observado un efecto singular: después de un uso prolongado de una habitación para los trabajos con rayos X, en las fotografías, o radiografías, tomadas allí comenzaban a aparecer extrañas marcas, o estrías. No resultaba difícil señalar la causa. En los hospitales mencionados, que cuentan con escasos recursos, para evitar el gasto no se trataron las paredes; es decir, en lugar de protegerlas con una capa de plomo, se pintaron sin alterar el estuco o las tablas que las cubrían. Si bien el tubo de rayos X se encontraba instalado, seguramente, en el centro del cuarto y no enfocaba las paredes, con el tiempo, los rayos emitidos en el interior de la habitación eran absorbidos por aquéllas, almacenados, y luego lanzados como un eco, arrojados de nuevo; por último manchaban e inutilizaban las placas que se impresionaban en el centro del cuarto.

El investigador dejó el folleto en su mesa de trabajo.

—Como usted puede comprobar —dijo volviéndose hacia Doc, que lo miraba con ansiedad—, sabemos que el joven Heron leyó y analizó detenidamente el informe indicado. Sabemos que empleaba tubos pequeños, resistentes, nuevos y de alta potencia, y que los había instalado en la Casa de la Plantación, en la pared del vasto cuarto que en el piso superior mira al Norte. Sabemos que los sacó de allí. Tampoco ignoramos que la cabecera de la cama de su madre hallábase situada precisamente en el sitio en que los tubos habían emitido ondas cortas. ¿Se asombra usted ahora de que yo le haya solicitado permiso para sacar una fotografía? ¿Le causa extrañeza que aparezcan en ella ciertas estrías? ¿Duda aún de que yo abrigue una sospecha que casi equivale a la certidumbre? Muchos facultativos consideran que la leucemia es un cáncer de la sangre, un cáncer desarrollado en los propios glóbulos.

El cartero no contestó las preguntas del fotógrafo, porque resultaba evidente que éste diría aún algo más.

—Conozco, por casualidad, al empleado de la oficina que la Compañía de Luz y Fuerza Eléctrica tiene en Aumic —prosiguió el ermitaño—. Se trata de un hábil ingeniero electrotécnico que me prestó gran ayuda cuando me encontraba dedicado a poner esta pequeña casa en buenas condiciones. Después que usted y yo salimos de la mansión, al encaminarme hacia aquí, pasé a visitarlo en su oficina y le pregunté, a título de información, cuánto cuesta hoy día la luz eléctrica necesaria para iluminar un edificio como la Casa de la Plantación, por ejemplo. Mi amigo hizo notar que la pregunta le causaba extrañeza; precisamente aquel día había preparado la cuenta para su cobranza, en vista del fallecimiento de la propietaria. Habíase enterado, por supuesto, de que los ocupantes de la mansión llevaban una vida extravagante, de tipo feudal, rodeados de una multitud de sirvientes negros que, sin duda, dejaban encendidas las luces durante la noche entera. La cuenta no podía ser más abultada, aun cuando, además del interior, hubieran iluminado intensamente el exterior de la residencia desde la puesta del sol hasta el amanecer. “No alcanzo a comprender cómo han gastado tanta corriente”, me dijo mi amigo. Por mi parte, no me consideré obligado a explicárselo.

Kermit dejó de mirar por la ventana y se volvió de nuevo hacia su oyente.

—Pero creía necesario mostrar a usted la fotografía —añadió señalando el negativo, que se encontraba apoyado en la ventana—. Comprendí que debía explicar a usted por qué esa fotografía, que parece velada, ha quedado inutilizada por un tinte invisible y mortal. Las listas de color gris oscuro que se advierten en ella son más siniestras que cualquier fantasma… porque nunca he sabido de uno que matara, excepto por la acción del susto. Las rayas son las impresiones digitales de la mano intangible de un asesino.

—Que se encuentra en libertad —observó después de un rato Doc—. Ese hombre no regresará.

—Yo creo que sí.

—En tal caso tendremos que entrar en acción. Pero ¿nos será posible obtener una prueba suficiente de su culpabilidad?

—No estoy en absoluto seguro de ello —respondió Kermit—. Ignoro si podríamos probar que él la mató. Usted ha convertido al doctor Hertz en un testigo favorable al criminal. Ni siquiera sé si el joven tenía conciencia de lo que hacía; la mayor parte de la gente no la tiene cuando puede acogerse al beneficio de la duda. Como es un ser débil, probablemente se recreó con la idea de que sólo efectuaba un experimento y de que semejante tratamiento aliviaría, quizás, el desasosiego y los sufrimientos de la mujer. Además, en un crimen como el que nos ocupa, siempre se hallan dos complicados: el asesino y su víctima. Algunas personas provocan los asesinatos. Sospecho que la relación entre madre e hijo encerraba una tensión peligrosa.

Los dos hombres guardaron silencio durante un momento.

—¿Desea usted que estalle un escándalo en el pueblo? —añadió el investigador—. La situación es peor de lo que usted temía. Se trata de un crimen extraordinario y misterioso. Un hombre joven y rico mata a su madre. Posee mucho dinero y está dispuesto a defender su vida. Quien quiera que triunfe, sea él o la justicia, este pueblo saldrá perdiendo. Con una historia semejante se hundiría, quedaría desacreditado durante un decenio y se transformaría, quizás, en la primera “ciudad fantasma” del Sur, ese tipo de poblaciones que, en cierto momento de su desarrollo, parecían ser dueñas del futuro y que ahora cubre el pasado hasta las ventanas del primer piso.

—Pero no podemos dejar al criminal en libertad —insistió el cartero.

—Dudo de que cometa otro asesinato. Algunos asesinos, como los tigres que comen carne humana, se aficionan a matar. Pero entre los criminales existen diferencias tan profundas como entre las personas normales. Es bien sabido que los individuos que matan en un arranque de celos y son condenados a cadena perpetua, a menudo se comportan en la cárcel en forma ejemplar. Imagino que el joven Heron hallábase dominado por la obsesión de que su madre lo mantenía prisionero en esa mansión del pasado, y de que ella se esforzaba por sofocar su personalidad. Mató porque experimentaba la sensación de que se intentaba ahogarlo.

—¡Sí, pero no puede permitirse que el crimen quede impune! —exclamó Doc.

—Como dije, muchas mujeres inconstantes han sido las causantes de su propia muerte violenta. La señora de Heron se alimentaba con el espíritu de ese joven débil, en vida de éste.

—¡Usted pretende que el pescado no tiene la culpa si el hombre que lo está comiendo se atraganta con él! Pero semejante explicación no hace al caso, es falsa.

—No constituye mi único argumento para abstenerme de iniciar, o más bien de intentar, un sumario judicial —replicó el fotógrafo—. Debemos tener en cuenta además el buen nombre de este pequeño pueblo, que a cambio de la remota posibilidad de lograr la condena del acusado, con toda seguridad quedaría menoscabado. Por otra parte, tengo un motivo más. Prometo a usted que no daré por terminado el asunto, que haré cuanto sea necesario. Si fracaso, decidiremos entre los dos cuál ha de ser el paso siguiente. Abrigo la certeza de que el joven regresará. Cuando así ocurra, ¿podrá usted decirle que venga a verme?

—Muy bien —asintió el cartero, poniéndose lentamente de pie—, muy bien. Pero todo esto es desalentador. ¡Por qué tenía que suceder aquí, ahora que nuestra ciudad marcha tan bien!

Mientras descendía por la senda, el cartero continuaba refunfuñando y suspirando.