Capítulo VIII

AL PARECER, la vida de la pareja se estabilizó, se detuvo y reinó en la mansión una rutina semejante a la de un decimal de fracción periódica en una división. Los criados negros contribuían al desarrollo de la singular conspiración. Como los niños, gustaban de la fantasía y ayudaban a crearla mediante diversos procedimientos ingeniosos pero infantiles. Les agradaban sus libreas, y habrían hallado satisfacción en mostrarse con ellas; pero comprendían que tomaban parte en una acción en cierto modo secreta que era necesario ocultar completamente, o por lo menos en parte, a los habitantes del pueblo. Mostraban también lealtad a la extraña pareja que los había sacado del “mercado de trabajo” para restituirlos al mundo de las relaciones personales. Animados por el entusiasmo de los actores natos, comenzaron a desempeñar el papel de criados a la antigua.

La adaptación de los sirvientes representaba el triunfo decisivo de la señora de Heron. Arnoldo se encontraba ya totalmente cercado. La mujer había logrado separarlo de la tierra firme. No mantenía ya contacto con la vida contemporánea que seguía su curso más allá del alto portón del parque. La casa había cesado de ser una mera pieza histórica, un museo.

—No podemos desempeñar el papel de simples cuidadores de una residencia decrépita —había manifestado Irene, comenzando así el ataque a Arnoldo para vencer su obstinada resistencia y obligarlo a ajustar al ambiente su apariencia discordante—. Por más erguida que se lleve la cabeza, los ojos revelan la edad real; y nosotros somos los ojos de este conjunto encantador. Si no nos colocamos en el mismo nivel, corremos el peligro de convertirnos en personajes antiguos irreales. Pero viviendo en consonancia con la mansión, participaremos de su remozamiento, porque ella posee un estilo más vital que el moderno; el estilo de vida ejerce en el ser humano fuerte sugestión, ya sea para lograr la salud o caer en la senectud.

La dueña de casa, como las personas que se hallaban a su servicio, creía sinceramente que aquellas palabras encerraban la verdad. Porque en aquella residencia antigua los criados, también del pasado, pero dotados de movimiento, llevaban con deleite y convicción una existencia que armonizaba con el conjunto. Consideraban sin duda que semejante existencia era sensata, agradable, racional; y si tanto ellos como la madre pensaban así, ¿por qué no habría de aprobarlo Amoldo? No podía ya poner reparos o persistir en su resistencia. Sin embargo, todavía experimentaba a veces un estremecimiento, repentino, inesperado, al avistar la mansión imponente que surgía de los árboles como un sueño solidificado y frío.

“Es un bello sarcófago, un devorador de carne” —reflexionaba, traduciendo así el significado literal digno equivalente griego de ataúd—. “Es el sepulcro blanqueado en el que me indujo a enterrarme. Y ésta es mi mortaja” —añadía para sus adentros, mirando con expresión teatral de compasión sus ropas severa y artísticamente cortadas; o bien ensayaba frente a uno de los largos espejos una postura pictórica, como un personaje de algún cuadro de Romney, o de Lawrence, que hubiera cobrado vida. Mediante tal toque romántico, añadido a su estilo clásico, podía llevar aún una vida doble sin que la compasión de sí lo incitara a rebelarse.

A pesar de todo Amoldo no ignoraba que aquellas palabras pronunciadas en su fuero interno eran meras frases; un botón dorado de su traje valía más. Poseían un carácter teatral mucho mayor que la reconstrucción del pasado, perfectamente sólida, en que su “madre” lo había colocado, y a la que habíalo adaptado. Para conservar la calma, le resultaba necesario recordar el género de vida que se llevaba más allá del portón, la existencia artificial, oscura, de aquel mundo contemporáneo que se atribuía realidad a pesar de carecer de todo rasgo original; sus decadentes normas del vestir, de conducta, del amor, sus despachos de refrescos en lugar de cafés, sus automóviles en vez de caballos de buena raza, los cinematógrafos en sustitución de los salones, la radiotelefonía en vez de la conversación. En realidad, allá sólo quedaban pobres y destrozados restos, trozos marchitos, de la época y del tipo de existencia que él llevaba. En su opinión, la flor y nata del siglo de la razón, el buen sentido y el buen gusto, de aquella magnífica tradición que, como uno de sus tantos experimentos había dado nacimiento a los Estados Unidos, se encontraba en decadencia en todo el mundo, excepto en la Casa de la Plantación. En ningún país de la tierra subsistían quizás las normas espléndidas de su época predilecta, y tal vez su propio deber consistía en velar por ellas como un centinela. De cualquier modo, su persona constituía el centro, el eje de la vida de media docena de seres que, en caso de no representar él su papel, veríanse impedidos de continuar viviendo en aquella forma, la más feliz en opinión de ellos. Sí, reprimiría en su naturaleza toda rebelión, inspirado por el pensamiento de que se sacrificaba por la dicha de los demás.

La situación no permaneció estacionaria, por supuesto; porque no es propio que así ocurra en la vida real. Una restauración conserva su apariencia hasta que los materiales utilizados recobran su aspecto informe primitivo. Pero la vida, que no se detiene, es mucho más destructiva que la muerte. La existencia que llevaba la pareja modelaba su personalidad. Puesto que habían resucitado el mundo de cinco generaciones atrás, ese mundo debía proseguir su desarrollo. Quizás no llegaría hasta el siglo actual, pero debía progresar hacia una etapa ulterior a la del comienzo. Como ocurría por lo general, Irene marchó a vanguardia, y él la siguió… después de vacilar un poco.

La primera vez que la señora de Heron dijo en su presencia: “Cuando el amo pida el café”, el joven consideró que la comedia iba ya demasiado lejos, e intentó protestar. Pero al darse cuenta de que carecía de todo apoyo, de que evidentemente la servidumbre aprobaba el uso de aquel término, pensó que era él quien estaba equivocado. Aun ciertos misioneros dotados de inteligencia y carácter firme han confesado que después de residir durante varios años entre negros africanos que nunca habían tenido contacto con los blancos, y que creían todavía que los objetos poseían vida, sus convicciones comenzaban a debilitarse a pesar de su mentalidad moderna, porque carecían de apoyo. Según ellos, no tardaban en acostumbrarse a la creencia de que los hechos no se originaban en leyes impersonales, sino en seres inteligentes y conscientes, aunque invisibles. Como el carácter de Arnoldo no llegaba ni por asomo a igualar en firmeza el de un misionero, cuando José, su criado, pronunció rápidamente la palabra amo a continuación de un sí breve y cortado, el hecho le resultó tan divertido que lo dejó pasar sin objeciones.

Puesto que la servidumbre se mostraba sinceramente deseosa de secundar a su madre, el joven no podía detener el desarrollo veloz de los acontecimientos. En manos de un criado particular vestido a la antigua, celosamente resuelto a transformar su cuerpo en una pieza de la época que representaba, el amo experimentaba la sensación, entre agradable y resignada de que la mujer lo había convertido en un adolescente. Era una razón más para continuar en aquel estado, porque en su condición de tal carecía de toda preocupación, salvo la de vestirse en la forma que se le indicaba y obedecer las instrucciones que su criado particular había recibido. Por otra parte, la señora de Heron hallábase invariablemente de buen humor, circunstancia que bien valía el tributo exigido, ya que le resultaba imposible soportar sus estados de resentimiento melancólico.

Para el joven, el programa de cada día estaba ya trazado y se desarrollaba sin tropiezos. José lo despertaba a las ocho y media para servirle el chocolate. Mientras tomaba el baño preparado por el sirviente, éste disponía la ropa interior y una bata de seda, prendas que luego ayudaba a su amo a ponerse. En seguida Amoldo sentábase en una silla con respaldo alto, para ser afeitado, operación que por lo general había efectuado en otros tiempos personalmente. La singular sensación que experimentaba cuando José embadurnaba su rostro con espuma, esforzándose por hacerla penetrar en su piel, y luego palpaba su carne como si se tratara de un trozo de cuero blando, reforzaba su impresión de que su cuerpo no era ya un elemento estrictamente privado y personal, sino una pieza del mobiliario de la casa; él, juntamente con los demás, estaba encargado de quitarle el polvo, darle lustre y enfundarla de manera adecuada. Con una ligera presión permanente se le indicaba que debía tomar parte en aquel acertijo; sólo se le pedía que entregara, o más bien prestara, su figura para completar la decoración interior de la residencia.

—Cuando José me viste, experimento la sensación de que sueño —manifestó una vez a Irene—. Parece que las ropas se deslizaran en mi cuerpo por su propio impulso.

Excepto las ocasiones en que el amo salía a caballo muy temprano, José descartaba siempre la chaqueta y le ofrecía la bata de seda en lugar de ella. En seguida marchaba delante para conducirlo al comedor a tomar el desayuno. Algunas veces concurría la mujer, otras no. Cuando ella se hallaba ausente, el criado conversaba con el joven mientras éste comía, y se llevaba las fuentes cuando él se había servido.

—Tan pronto como esté listo para la cabalgata, llámeme para vestirlo, amo —solía recomendar después que Amoldo se había desayunado.

En una o dos oportunidades, como postrer y débil esfuerzo para resistir la impotencia voluntaria que se le imponía, el joven intentó vestirse sin la ayuda de su sirviente; pero José mostróse tan profundamente ofendido, que vióse obligado a ceder.

Cuando el criado se sentía lastimado apelaba a diversos procedimientos para demostrar su desagrado sin quebrantar las normas de cortesía. Mientras afeitaba a su patrón, tarea que realizaba con una gran navaja, al estilo de la época pretérita, lo pellizcaba repetidamente en tal forma que lo desconcertaba; el paciente no podía resentirse, porque al dar sus pellizcos el hombre conservaba la misma actitud de perfecta sumisión y, además, una especie de jovialidad manifiesta. Sosteníale el lóbulo de la oreja con el aparente propósito de que no se embadurnara con la espuma, y lo apretaba con fuerza; o al palpar la piel para decidir si efectuaría la segunda pasada a contrapelo, retorcía el carrillo del joven hasta convertirlo en un pliegue y luego lo pellizcaba vigorosamente.

Sin embargo, la venganza que más agradaba a José se llevaba a cabo mientras afeitaba el labio superior de su amo, momento en que éste no podía hacer el más leve movimiento con la piel del rostro. Después de asir el extremo de la nariz con el pulgar y el índice de la mano izquierda, la aferraba con firmeza poco más allá de las ventanas, y la torcía hacia atrás.

—El pelo es endemoniado cuando, como en el caso de su bigote, casi se mete en la nariz, amo —solía observar, inclinándose hasta colocarse muy cerca del rostro de su víctima, con la navaja empuñada—. Sólo si consigo mantener tensa la piel puedo estar seguro de afeitarlo sin dañarla.

En los días en que reinaba la paz, el ayuda de cámara se las arreglaba para rasurarlo con mucha suavidad sin someterlo al tormento. Pero cuando se sentía ofendido, nada podía inducirlo a concluir su trabajo sin dar la cantidad acostumbrada de pellizcos y torceduras de nariz. Consiguió fácilmente que Amoldo se rindiera; para el sirviente, la única ofensa real consistía en la negativa del joven a representar el papel de “amo” frente al de criado fiel que él desempeñaba. Ese nuevo sometimiento del muchacho lo encadenó aún más a la casa.

Después de un par de semanas José no se vió ya obligado a castigar al desobediente. Tan pronto como éste deseaba salir, llamaba a su sirviente, que no tardaba en aparecer para vestirlo y guiarlo luego a la amplia puerta lateral, frente a la que lo esperaba ya la yegua. Allí, el “ayo” le daba el sombrero después de examinarlo cuidadosamente, cepillar el ala y alisar el pelo. Sólo entonces podía abandonar la casa para ser recibido por el caballerizo, otro perfecto ejemplar broncíneo del pasado, con polainas largas de color castaño, amplios pantalones de montar, chaleco rojo y amarillo brillantes con mangas rayadas y corbatín blanco. Levantaba al amo por la bota y lo subía hasta la silla. El jinete castigaba entonces ligeramente a su caballería con el látigo, cuya empuñadura era de marfil, y partía a ese galope que, en su sentir, reclamaban los espectadores; por otra parte, aquel galope hacíale imaginar, durante un momento, que él era realmente un propietario del Sur iniciando una cabalgata matinal por sus plantaciones.

Amoldo regresaba a la mansión media hora antes del almuerzo. Los mismos criados lo esperaban junto a la entrada y recibían de sus manos el sombrero y el látigo como si se tratara de dos estandartes. Luego debía mantenerse erguido mientras José cepillaba la chaqueta desde el cuello hasta el faldón. El ayuda de cámara extraía después del bolsillo un trozo de paño y daba lustre a las botas hasta devolverles el brillo que poseían por la mañana.

—La señora de Heron se encuentra en la sala de descanso —expresaba el sirviente como si recitara una lección.

No era una frase informativa sino un motete.

—Estaré listo dentro de un momento —contestaba siempre el joven.

El muchacho hallábase entonces en libertad para ir, sin que lo acompañaran, a lavarse las manos. Pero tan pronto como retornaba a la vida pública, allí estaba su ayuda de cámara esperando para conducirlo hasta la puerta de la casa y abrirla de par en par.

—El amo acaba de llegar de su paseo a caballo, señora —anunciaba haciendo una reverencia el mismo personaje.

Irene se encontraba aguardándolo en la habitación.

El joven sentíase ya casi a sus anchas, a tal punto habíase perfeccionado la representación y tanta influencia ejercía el papel en su espíritu. Durante el almuerzo relataba a su madre algún incidente del paseo a caballo que pudiera resultar entretenido a su oyente. La mujer no parecía prestar atención a sus palabras. Agradábale oírlo hablar, porque su voz representaba la banda sonora necesaria para conferir verosimilitud perfecta a la vista cinematográfica, pero no le importaba el sentido de las frases. Su placer, que en apariencia absorbía cada vez más su ser, consistía en permanecer sentada contemplando aquel cuadro, aquella película que se proyectaba una y otra vez, enrollándose y desenrollándose sin cesar.

“Se encuentra en éxtasis —pensaba a menudo Amoldo—. La he hipnotizado, o más bien se ha hipnotizado a sí misma con la imagen fabricada en base a mi persona. Se halla más alejada del mundo real que si se encontrara en estado de catalepsia. También yo estoy semidormido; pero Irene ha caído más hondo. Sólo los sirvientes negros permanecen despiertos. Ellos pueden jugar, puesto que son niños y, a pesar de su arrobamiento, saben distinguir siempre el juego de la realidad. Son cuerpos animados reales; nuestras ropas, por el contrario, cubren el cuerpo de seres sin vida.”

Quizás, en otras circunstancias, tales dudas habrían ejercido en el joven el mismo efecto que nos produce el hormigueo en el pie adormecido; es decir, el de incitarnos a frotarlo para activar la circulación sanguínea. Pero de nuevo los hechos se inclinaron a favor de la mujer, o al menos tomaron el rumbo que la providencia había reservado para ella. El hijo comprendió que ambos llevaban ya una existencia destinada, finalmente, a consumir todo el aire existente en la esfera de cristal en que se hallaban encerrados. Sólo aquellos negros podrían soportarla. Ningún blanco, ninguna persona que mantuviera contacto con el mundo exterior y fuera tratado en él como un semejante podría jugar así con el tiempo sin menoscabo de su vitalidad. Estuviera o no equivocada la humanidad del presente, hallábase en acción, aunque el medio y los fines fueran erróneos. Marchaba hacia alguna parte, aun cuando su meta significara la perdición. En aquella residencia ni él ni ella hacían algo o poseían un objetivo; simplemente, vivían en la ociosidad.

“La vida en los Estados Unidos progresa en todas formas —reflexionó un día el muchacho—, A lo menos posee un impulso y marcha hacia adelante; pero nosotros estamos detenidos, fosilizados.”

Entonces, precisamente, la población de Aumic decidió realizar una fiesta y vestirse al estilo de los “primeros pobladores” españoles y mejicanos. La ciudad disfrutaría de una semana entera de festejos, y para ello se preparó con tanta formalidad como los militares para las maniobras de verano. No debía dejarse nada librado a la improvisación.

—Ha de ser beneficioso para la ciudad —observó Doc con tono de total aprobación—. Todas nuestras construcciones ostentan el hermoso estilo antiguo. A pesar de que pudimos erigir simples casas de madera, preferimos las de tipo tradicional, que gustan a todo el mundo. De vez en cuando debemos concedernos vacaciones para vivir en concordancia con el ambiente. Contrariamente a lo que ocurre a los amargos habitantes de Nueva Inglaterra, no tememos dar a nuestra existencia un poco de colorido agradable, o hacer las cosas con distinción.

Con muchas semanas de anticipación los varones comenzaron a dejarse crecer las patillas, que cuidaron con esmero, como también pequeños bigotes semejantes a los que usó Douglas Fairbanks, padre, en sus mejores papeles. Durante los días de la fiesta se llevaron, casi como un uniforme, los sombreros negros con ala rígida y plana, las chaquetas cortas de seda, las camisas blancas fruncidas, los pantalones con costura ancha y las botas con tacón alto. Sólo estaban eximidas de usar tales prendas aquellas personas demasiado ancianas para un servicio cívico como ése, que reclamaba tanta actividad, o las que como Doc, vestían ya uniformes.

—¿Por qué no pasa a caballo por la calle Mayor, a mediodía, cuando todo el mundo se encuentre en ella, amo? —sugirió José—. Eso gustará a los vecinos, porque creerán que también usted participa en los festejos que ellos prepararon.

Tal era, pues, la respuesta a sus titubeos. Había pensado que, a pesar de sus imperfecciones, los Estados Unidos marchaban hacia adelante. Pero allí mismo, frente a su puerta, el pueblo proclamaba que, tan pronto como sus tareas para establecerse le concedieran un respiro, volvería también al pasado romántico.

Cuando se encontraba ya montado en su yegua y se disponía a realizar su paseo matutino, José, que había insistido en el asunto mientras lo vestía, lo instó una vez más.

—¡Dé aunque sólo sea una vuelta, y verá que, en comparación con ellos, usted lleva un traje moderno! —dijo.

El ayuda de cámara tenía razón. La calle se hallaba repleta de gente, la mayor parte a caballo y vestida a la española.

“¡De manera que yo soy el auténtico norteamericano!” discurrió Amoldo mientras avanzaba en su cabalgadura.

Iba mejor montado y vestido que cualquier individuo de aquella multitud, ataviada con prendas “de época”, que pululaba en torno de él. El público admiró su vestimenta y consideró que el joven realizaba un significativo acto de cortesía en pro de la ciudad, que festejaba su “fundación”.

“Me oponía a que Irene ofreciera una recepción para estrenar la mansión, porque temía que nos tomaran por ejemplares de museo —reflexionó el jinete mientras regresaba a su casa—; pero hasta este pueblo pequeño y nuevo anhela el retorno al pasado. Y, aunque ignora cómo vestirse, no se avergüenza de intentarlo.”

El efecto causado por el espectáculo de aquella semana y el hecho de haber tomado parte en él desterraron de la mente del muchacho toda idea de huida. Al mirar el mundo exterior había descubierto que también éste deseaba evadirse del presente, renunciar a la búsqueda de un porvenir, para disfrutar del placer y la paz de la ficción. Su temor más profundo, el de que el mundo reprobara su conducta y calificara su vida de conjuración secreta de su madre y él, recibió un golpe que si no lo destruyó, a lo menos lo obligó a ceder terreno. Por otra parte José apresuróse a sacar provecho de la ocasión favorable. Al día siguiente, mientras lo afeitaba, dejó una pequeña raya de espuma junto a las orejas y no limpió toda la que cubría el labio superior. Durante una semana siguió el mismo procedimiento, sin que el patrón, o él, comentaran el hecho.

—Pero los festejos han concluido —observó finalmente Arnoldo.

—Sí, pero de esta manera usted estará preparado para los del año que viene —replicó el criado sonriendo amplia y burlonamente.

El joven se miró en el espejo. En cierto momento había temido que sus manos lo devolvieran al presente; pero ¿acaso su rostro no se lo recordaba con insistencia mucho mayor? Con aquellos toques que lo disfrazaban, parecía enmascarado. Las líneas bien definidas que se extendían hacia los pómulos y sobre el labio endurecían sus facciones de manera singular y les conferían un carácter varonil; la expresión de debilidad, localizada en las ligeras arrugas de las comisuras de los labios, había desaparecido, como también la depresión de las mejillas. Al poner en tensión los músculos en torno a la boca no vió ya reflejado en el espejo el semblante de un ser patéticamente obstinado, sino el de un hombre con voluntad firme y seguro de sí.

—Al fin mi figura ha borrado mi rostro —reflexionó en voz alta.

—No, amo —dijo José junto a su hombro, con voz suave, zalamera y al mismo tiempo descarada—. Su cara se ha puesto a tono con la figura; ahora armoniza con el traje.

Aquel cambio facial decisivo determinó una doble diferencia. En primer término, transformó su apariencia en la de una persona perteneciente por entero al pasado; nada quedó del Amoldo primitivo. Ya no le sería necesario admitir de nuevo su antigua personalidad, ya muerta y enterrada. El individuo débil, irresoluto, había desaparecido. La suerte estaba echada. Nunca más se vería obligado a mirar a hurtadillas, a través de una máscara de libros, los espejos que colgaban el uno frente al otro; como tampoco a esperar con ansia la aparición de un ser antiguo allá en el fondo de la galería infinita de reflejos. Había penetrado el espejo y marchado por el corredor que éste formaba. Era ya, él mismo, la figura que en otro tiempo había anhelado contemplar.

Pero la nueva máscara produjo, además, otro efecto en su naturaleza. Experimentó la sensación de que había envejecido, de que ya no era una criatura, un niño vestido por su madre. Había elegido voluntariamente su estilo de vida, e Irene limitábase a cumplir sus deseos.