LA BÚSQUEDA DEL ABSOLUTO

A LA SEÑORA JOSÉPHINE DELANNOY, DE SOLTERA DOUMERC[861]

Señora, quiera Dios que esta obra goce vida más larga que la mía; el reconocimiento que a usted consagré, y que, como espero, igualará a su afecto casi maternal por mí, subsistiría en tal caso más allá del plazo fijado para nuestros sentimientos. Este sublime privilegio de extender así mediante la vida de nuestras obras la existencia del corazón bastaría, si alguna certidumbre hubiera en este punto, para consolar de todas las penas que les cuesta a aquellos cuya ambición es conquistarlo. Repetiré, pues: ¡Dios lo quiera!

DE BALZAC

Existe en Douai[862], en la calle de París, una casa cuya fisonomía, cuyas disposiciones interiores y detalles han conservado, más que los de ninguna otra vivienda, el carácter de las antiguas construcciones flamencas, tan ingenuamente acomodadas a los usos patriarcales de aquel buen país; pero, antes de describirla, tal vez sea menester establecer en interés de los escritores la necesidad de estas preparaciones didácticas contra las que protestan ciertas personas ignorantes y voraces[863] que querrían emociones sin padecer sus principios generadores, la flor sin la semilla, al niño sin la gestación. ¿Tendrá, pues, el Arte obligación de ser más fuerte de cuanto lo es la Naturaleza?

Los acontecimientos de la vida humana, ya sea pública, ya privada, van tan íntimamente ligados a la arquitectura, que la mayoría de los observadores pueden reconstruir las naciones o a los individuos, en toda la verdad de sus costumbres, a partir de los restos de sus monumentos públicos o mediante el examen de sus reliquias domésticas. La arqueología es a la naturaleza social lo que la anatomía comparada[864] es a la naturaleza organizada. Un mosaico revela toda una sociedad, al igual que un esqueleto de ictiosauro sobreentiende toda una creación. Por una y otra parte, todo se deduce, todo se concatena. La causa hace adivinar un efecto, así como cada efecto permite remontarse a una causa. El sabio resucita así hasta las verrugas de los tiempos antiguos. De ahí procede seguramente el prodigioso interés que inspira una descripción arquitectónica cuando la fantasía del escritor no desnaturaliza sus elementos[865]; ¿acaso no puede cualquiera religarla al pasado mediante solemnes deducciones?; y, para el hombre, el pasado se parece de modo singular al porvenir: contarle lo que fue, ¿no es casi siempre decirle lo que será[866]?. Es, en fin, poco frecuente que la pintura de los lugares en los que se desarrolla la vida no le recuerde a todo el mundo, o sus promesas traicionadas, o sus esperanzas en flor. La comparación entre un presente que engaña las secretas intenciones y el futuro que puede realizarlas es una inagotable fuente de melancolía o de dulces satisfacciones. Por lo mismo, es casi imposible no ser presa de una especie de enternecimiento en la pintura de la vida flamenca, cuando sus accesorios están bien representados. ¿Por qué? Tal vez sea esta, entre las diferentes existencias, la que mejor concluye las incertidumbres del hombre. No faltan en ella todas las fiestas, todos los lazos de la familia, un carnoso buen pasar que testifica la continuidad del bienestar, un descanso que se parece a la beatitud; pero sobre todo expresa el sosiego y la monotonía de una felicidad ingenuamente sensual en la que el goce ahoga el deseo previniéndolo siempre. Sea cual sea el precio que el hombre apasionado pueda aparejar a los tumultos de los sentimientos, nunca ve sin emoción las imágenes de esa naturaleza social en la que los latidos del corazón están tan bien regulados que la gente superficial la acusa de frialdad. La gente suele preferir la fuerza anómala que desborda a la fuerza regular que permanece. La gente no tiene ni tiempo ni paciencia para comprobar el inmenso poder oculto bajo una apariencia uniforme. De modo que, para sacudir a esa gente arrastrada por la corriente de la vida, la pasión, al igual que el gran artista, no posee más recurso que ir más allá de la meta, como hicieron Miguel Ángel[867], Bianca Capello[868], la señorita de La Vallière[869], Beethoven[870] y Paganini[871]. Únicamente los grandes calculadores piensan que nunca hay que rebasar la meta, y no sienten respeto más que por la virtualidad impresa en un acabamiento perfecto, el cual pone en cualquier obra esa profunda serenidad cuyo encanto prende a los hombres superiores. Ahora bien, la vida adoptada por ese pueblo esencialmente ecónomo cumple sobradamente las condiciones de dicha que sueñan las masas para la vida ciudadana y burguesa.

En todas las costumbres flamencas está impresa la más exquisita materialidad. El confort[872] inglés ofrece tintes secos, tonos duros; mientras que en Flandes, el añoso interior de los hogares alegra el ojo mediante colores mullidos, con una auténtica jovialidad; implica el trabajo sin cansancio; la pipa denota allí una feliz aplicación del far niente napolitano; y además, acusa un apacible sentimiento del arte, su más necesaria condición, la paciencia, y el elemento que hace perdurables sus creaciones, la consciencia. El carácter flamenco está en esas dos palabras, paciencia y consciencia, que parecen excluir los ricos matices de la poesía y hacer las costumbres de ese país tan llanas como lo son sus vastas planicies, tan frías como lo es su brumoso cielo. Nada hay de ello, no obstante. La civilización ha desplegado allí su poder modificándolo todo, incluso los efectos del clima. Si se observan con atención los productos de los diversos países del globo, de entrada se sorprende uno de ver los colores grises y terrosos especialmente asociados con las producciones de las zonas templadas, mientras que los colores más restallantes distinguen a las de los países cálidos. Las costumbres deben acomodarse necesariamente a esta ley de la naturaleza. Flandes, que antaño era esencialmente parda y estaba abocada a tonos lisos, ha hallado medio de arrojar brillo a su fuliginosa atmósfera mediante las vicisitudes políticas que sucesivamente la han ido sometiendo a los borgoñones, a los españoles y a los franceses, y que la han hecho confraternizar con los alemanes y los holandeses. De España conservó el lujo de los escarlatas, los rasos brillantes, los tapices de vigoroso efecto, las plumas, las mandolinas y las formas corteses. De Venecia le quedó, a cambio de sus telas y sus encajes, esa fantástica cristalería en la que el vino reluce y parece mejor. De Austria conservó esa grávida diplomacia que, siguiendo un dicho popular, da tres pasos en un celemín. El comercio con las Indias ha vertido en ella los grotescos inventos de la China y las maravillas del Japón. No obstante, a pesar de su paciencia en amasarlo todo, en no devolver nada, en soportarlo todo, Flandes apenas podía considerarse sino como almacén general de Europa[873] hasta el momento en que el descubrimiento del tabaco soldó mediante el humo los dispersos rasgos de su fisonomía nacional[874]. Desde entonces, a despecho de las parcelaciones de su territorio, el pueblo flamenco existió gracias a la pipa y a la cerveza.

Tras tener asimiladas, mediante el constante ahorro de su conducta, las riquezas y las ideas de sus amos o de sus vecinos, este país, tan nativamente mate y carente de poesía, compuso para sí una vida original y unas características costumbres, sin parecer mancillado de servilismo. El Arte despojó en él cualquier idealismo para reproducir únicamente la Forma. Por eso, no le pidan a esta patria ni poesía plástica ni la elocuencia de la comedia, ni la acción dramática, ni los osados tiros de la epopeya o de la oda, ni genio musical; pero es fértil en descubrimientos, en discusiones doctorales que exigen tiempo y lámpara. Todo se acuña en ella en el troquel del goce temporal. El hombre ve allí exclusivamente lo que es, su pensamiento se pliega tan escrupulosamente a servir a las necesidades de la vida, que en ninguna obra se ha lanzado más allá del mundo real. La única idea de futuro concebida por este pueblo fue una especie de economía en política, su fuerza revolucionaria procedió del doméstico deseo de tener holgura para los codos en la mesa y la comodidad completa bajo el alero de sus steedes[875]. El sentimiento del bienestar y el espíritu de independencia que la fortuna inspira engendraron, antes allí que en otros lugares, esa necesidad de libertad que más tarde labró a Europa. Por eso mismo, la constancia de sus ideas y la tenacidad que la educación da a los flamencos los convirtieron antaño en hombres temibles en la defensa de sus derechos. Entre este pueblo, pues, nada se modela a medias, ni casas, ni muebles, ni diques, ni la cultura, ni la revolución. Por esa razón conserva el monopolio de aquello que emprende. La fabricación del encaje, labor de paciente agricultura y de más paciente industria, y la de su lienzo son hereditarias igual que sus fortunas patrimoniales. Si hubiera que pintar la constancia en la forma humana más pura, tal vez estaríamos en lo cierto tomando el retrato de un bondadoso burgomaestre de los Países Bajos, capaz, como tantos se han encontrado, de morir burguesamente y sin brillo por los intereses de su Hansa[876]. Pero las dulces poesías de esta vida patriarcal se hallarán de modo natural en la pintura de una de las últimas casas que, en el tiempo en el que da comienzo esta historia, conservaban aún su carácter en Douai.

De todas las ciudades del departamento del Norte, Douai es, ¡lástima!, la que más se va modernizando, en la que el sentimiento innovador ha hecho las más rápidas conquistas, en la que el amor del progreso social está más extendido. Allí, las construcciones antiguas van desapareciendo de día en día, se van borrando los antiguos usos. Imperan en ella el tono, las modas, los usos de París; y pronto no les quedará a los douaineses de la antigua vida flamenca más que la cordialidad de las atenciones hospitalarias, la cortesía española, la riqueza y el aseo de Holanda. Los palacetes de piedra blanca habrán sustituido a las casas de ladrillo. Lo recio de las formas bátavas habrá cedido ante la cambiante elegancia de las novedades francesas[877].

La casa en la que ocurrieron los sucesos de esta historia se halla poco más o menos en el centro de la calle de París, y lleva en Douai, desde hace más de doscientos años, el nombre de la Casa Claës. Los Van Claës fueron antaño una de las más célebres familias de artesanos a los que debieron los Países Bajos, en varias producciones, una supremacía comercial que han mantenido. Durante mucho tiempo, los Claës fueron en la ciudad de Gante, de padre en hijo, los jefes de la pujante Cofradía de Tejedores[878]. Cuando la revuelta de aquella gran ciudad contra Carlos Quinto, que quería suprimir sus privilegios, el más rico de los Claës se vio tan seriamente comprometido que, previendo una catástrofe y obligado a compartir la suerte de sus compañeros, envió secretamente bajo la protección de Francia a su mujer, sus hijos y sus riquezas, antes de que las tropas del emperador tuviesen cercada la ciudad. Las previsiones del Síndico[879] de Tejedores eran cabales. Fue, como varios burgueses más, eximido de la capitulación y colgado por rebelde, mientras que era en realidad el defensor de la independencia gantesa. La muerte de Claës y sus compañeros dio sus frutos. Más tarde, aquellas inútiles ejecuciones le costaron al rey de las Españas la mayor parte de sus posesiones en los Países Bajos[880]. De todas las simientes confiadas a la tierra, la sangre vertida por los mártires es la que da más pronta cosecha. Cuando Felipe II, que castigaba la rebelión hasta la segunda generación, extendió sobre Douai su cetro de hierro[881], los Claës conservaron sus grandes bienes, aliándose con la nobilísima familia de Molina, cuya rama mayorazga, a la sazón pobre, se volvió lo bastante rica como para poder rescatar el condado de Noroña, que poseía en el Reino de León de modo puramente nominal.

A principios del siglo XIX, tras unas vicisitudes cuya pintura nada de interés ofrecería, la familia Claës estaba representada, en la rama establecida en Douai, por la persona del Sr. Balthazar Claës-Molina, conde de Noroña[882], que se empeñaba en llamarse con toda llaneza Balthazar Claës. De la inmensa fortuna amasada por sus antepasados, que tenían en activo un millar de telares, le quedaban a Balthazar unas quince mil libras de renta en fundos de tierra dentro del distrito de Douai, y la casa de la calle de París, cuyo mobiliario, por otro lado, valía una fortuna. En cuanto a las posesiones del Reino de León, habían sido objeto de un pleito entre los Molina de Flandes y la rama de dicha familia que se había quedado en España. Los Molina de León ganaron los predios y adoptaron el título de condes de Noroña, aunque los Claës eran los únicos que tenían derecho a llevarlo; pero la vanidad de la burguesía belga era superior a la altivez castellana. De modo que, cuando se instituyó el estado civil, Balthazar Claës dejó de lado los harapos de su nobleza española y los cambió por su gran ilustración gantesa. El sentimiento patriótico existe con tal fuerza en las familias exiliadas que hasta en los últimos días del siglo XVIII los Claës habían permanecido fieles a sus tradiciones, a sus costumbres y a sus usos. No se aliaban sino con las familias de la más pura burguesía; exigían cierto número de regidores municipales o de burgomaestres por parte de la novia para admitirla en su familia. Por fin, iban a buscar sus mujeres a Brujas o a Gante, a Lieja o a Holanda, con el fin de perpetuar las costumbres de su doméstico hogar. Hacia finales del siglo pasado, su sociedad, cada vez más restringida, se limitaba a siete u ocho familias de nobleza parlamentaria cuyos usos, cuya toga de grandes pliegues, cuya magistral solemnidad medio española, estaban en consonancia con sus costumbres. Los habitantes de la ciudad le tenían una especie de respeto religioso a aquella familia, que para ellos era como un prejuicio. La constante honradez, la lealtad sin mácula de los Claës y su invariable decoro hacían de ellos una superstición tan inveterada como la de la fiesta de Gayant[883], y bien expresada por aquel nombre, la Casa Claës. El espíritu del viejo Flandes respiraba entero en aquella vivienda, que ofrecía a los aficionados a las antigüedades burguesas el tipo de las modestas casas que para sí construyó la burguesía rica en la Edad Media.

El principal ornamento de la fachada era una puerta de dos hojas de roble adornadas con clavos dispuestos al tresbolillo, en el centro de los cuales los Claës habían mandado tallar por orgullo dos lanzaderas emparejadas. El vano de aquella puerta, edificada en piedra arenisca, se remataba con una cimbra puntiaguda que sostenía una pequeña linterna coronada por una cruz, y en la que se veía una estatuilla de santa Genoveva hilando su rueca[884]. Si bien el tiempo había arrojado su pátina sobre los delicados trabajos de aquella puerta y de la linterna, el extremo cuidado que de ella tomaba la gente de la casa permitía a los transeúntes captar todos sus detalles. Asimismo el marco, compuesto por columnillas agrupadas, conservaba un color gris oscuro y brillaba de modo que hacía creer que había sido barnizado. A ambos lados de la puerta, en la planta baja, se hallaban dos ventanas similares a todas las de la casa. Su marco de piedra blanca se remataba debajo del alféizar en una concha ricamente adornada[885], y arriba mediante dos arcadas separadas por el montante de la cruz, que dividía el cristal en cuatro partes desiguales, porque el travesaño, colocado a la altura requerida para figurar una cruz, daba a los dos lados inferiores de la ventana una dimensión casi doble de la de las partes superiores redondeadas por sus cimbras. La doble arcada tenía como ornamento tres hileras de ladrillo que se adelantaban una sobre otra, y cada ladrillo de las cuales iba alternativamente en resalte o retranqueado cosa de más o menos una pulgada, de modo que dibujaban una greca[886]. Los cristales, pequeños y en forma de rombo, iban engastados en nervaduras de hierro extremadamente delgadas y pintadas de rojo. Las paredes, construidas de ladrillo revocado con mortero blanco, estaban sostenidas de trecho en trecho y en las esquinas por cadenetas de piedra[887]. El primer piso tenía cinco vanos de ventana; el segundo ya solo tenía tres, y el desván extraía su luz de una gran abertura redonda de cinco compartimentos, ribeteada de arenisca[888] y situada en medio del frontón triangular que describía el aguilón, como el rosetón en el pórtico de una catedral. En la cima se elevaba, a modo de veleta, una rueca cargada con lino[889]. Los dos lados del gran triángulo que formaba la pared del aguilón estaban recortados sin más con una especie de peldaños hasta el remate del primer piso, en el que, a derecha y a izquierda de la casa, caían las aguas pluviales arrojadas por las fauces de un animal fantástico[890]. En la parte baja de la casa, un cimiento de arenisca simulaba un peldaño. Por fin, último vestigio de las antiguas costumbres, a ambos lados de la puerta, entre las dos ventanas, había en la calle un escotillón de madera guarnecido con grandes tiras de hierro, por el que se penetraba en los sótanos. Desde su construcción, aquella fachada se limpiaba cuidadosamente dos veces al año. Si faltaba algún poco de mortero en una junta, el agujero se volvía a tapar de inmediato. Las ventanas, los alféizares, las piedras, todo estaba desempolvado, mejor de lo que se desempolvan en París los más preciosos mármoles. Aquel frente de casa no ofrecía, pues, huella alguna de degradación. A pesar de los tonos oscuros causados por la propia vetustez del ladrillo, estaba tan bien conservado como pueden estarlo un viejo cuadro o un viejo libro entrañablemente queridos por un aficionado y que siempre estarían nuevos si no sufriesen, bajo la campana de nuestra atmósfera, la influencia de los gases cuya malignidad nos amenaza incluso a nosotros. El cielo nuboso, la temperatura húmeda de Flandes y las sombras producidas por la escasa anchura de la calle[891] le quitaban con harta frecuencia a aquella construcción el lustre que ella sacaba de su rebuscada pulcritud, que, por otro lado, la hacía fría y triste a los ojos. Un poeta hubiera agradecido algún hierbajo en los calados de la linterna o unos musgos en los recortes de la arenisca; hubiera deseado que aquellas hileras de ladrillos estuvieran agrietadas, que, bajo las arcadas de las ventanas, alguna golondrina hubiese edificado su nido en las triples casillas rojas que las adornaban. De modo que el acabado y el aspecto limpio de aquella fachada medio raída por el frotar le daban un aspecto secamente honrado y decentemente estimable, que, ciertamente, hubiera hecho mudarse a un romántico, caso de haber vivido enfrente. Cuando un visitante había tirado del cordón del llamador de hierro trenzado que colgaba a haces con el marco de la puerta, y una vez que la criada procedente del interior le había abierto la hoja en medio de la cual había una pequeña rejilla, aquella hoja se escapaba inmediatamente de la mano, arrastrada por su propio peso, y se cerraba produciendo, bajo las bóvedas de una espaciosa galería enlosada y en las profundidades de la casa, un sonido solemne y grávido, como si la puerta hubiera sido de bronce. Aquella galería pintada como mármol, siempre fresca y sembrada con una capa de albero, conducía a un gran patio cuadrado interior, solado con grandes cuadrados pulidos y de color verdoso. A la izquierda se encontraban la ropería, las cocinas, la sala del personal de servicio; a la derecha, la leñera, el almacén del carbón de piedra y las salas de servicio de la casa, cuyas puertas, ventanas y paredes estaban adornadas con dibujos conservados en exquisita limpieza. La luz, tamizada entre cuatro muros rojos rayados de hilillos blancos, contraía allí reflejos y tintes rosas que prestaban a las figuras y a los mínimos detalles un donaire misterioso y de fantásticas apariencias.

Una segunda casa absolutamente similar al edificio situado en el frente de la calle, y que, en Flandes, lleva el nombre de bloque de atrás, se alzaba al fondo de aquel patio y servía tan solo como vivienda de la familia. En la planta baja, la primera habitación era una sala de visitas iluminada por dos ventanas en el lado del patio, y por otras dos que daban a un jardín cuya anchura igualaba la de la casa. Dos puertas acristaladas paralelas conducían una al jardín, la otra al patio, y correspondían a la puerta de la calle, de modo que, no bien entraba, un extranjero podía abarcar el conjunto de aquella morada y distinguir hasta los follajes que tapizaban el fondo del jardín. La vivienda de delante, destinada a las recepciones, y cuyo segundo piso albergaba los aposentos que se habían de dar a los extraños, encerraba ciertamente objetos de arte y grandes riquezas acumuladas; pero nada podía igualar a los ojos de los Claës, ni al juicio de un entendido, los tesoros que adornaban aquella estancia en la que, desde hacía siglos, había transcurrido la vida de la familia. El Claës muerto por la causa de las libertades gantesas, el artesano de quien se haría uno una idea demasiado flaca si el historiador omitiese decir que poseía cerca de cuarenta mil marcos de plata, ganados en la fabricación de los velámenes necesarios para la omnipotente Marina veneciana; aquel Claës tuvo por amigo al célebre escultor en madera Van Huysium[892] de Brujas. Más de una vez se había surtido el artista de la bolsa del artesano. Algún tiempo antes de la rebelión de los ganteses, Van Huysium, que se había hecho rico, había tallado secretamente para su amigo un revestimiento de madera de ébano macizo en el que estaban representadas las principales escenas de la vida de Artevelde[893], aquel cervecero, rey de Flandes por un momento. Dicho revestimiento, compuesto por sesenta tablas, contenía unos cuatrocientos personajes principales, y pasaba por ser la obra capital de Van Huysium. El capitán encargado de vigilar a los burgueses a los que Carlos V había decidido mandar colgar el día de su entrada en su villa natal le propuso, se dice, a Van Claës dejarle evadirse si le regalaba la obra de Van Huysium; pero el tejedor la había enviado a Francia. Aquella sala de visitas, enteramente revestida con esas tablas que, por respeto a los manes del mártir, vino el propio Van Huysium a enmarcar en madera pintada de añil mezclado con hilillos de oro, es, pues, la obra más completa de aquel maestro, cuyos menores fragmentos se pagan hoy día casi a peso de oro. Encima de la chimenea, Van Claës, pintado por Tiziano[894] con el traje de presidente del Tribunal de los Parchons[895], parecía conducir aún a aquella familia que veneraba en él a su gran hombre. La chimenea, primitivamente de piedra, de manto muy elevado, había sido reconstruida en mármol blanco en el siglo anterior, y soportaba un viejo blasón y dos candelabros de cinco brazos torneados, de mal gusto pero de plata maciza. Las cuatro ventanas estaban decoradas con grandes cortinajes de damasco rojo con flores negras, forrados de seda blanca, y el mueble[896] de la misma tela había sido renovado en tiempos de Luis XIV[897]. El entarimado, evidentemente moderno, estaba compuesto por grandes losetas de madera blanca enmarcadas por tiras de roble. El techo, formado por varias tarjetas, al fondo de las cuales había un mascarón[898] cincelado por Van Huysium, había sido respetado y conservaba los tintes pardos del roble de Holanda. En las cuatro esquinas de aquella sala de visitas se alzaban columnas truncadas, coronadas por unos candelabros similares a los de la chimenea, y una mesa redonda ocupaba su centro. A lo largo de las paredes había unas mesas de juego colocadas simétricamente. Encima de dos consolas doradas, con tabla de mármol blanco, se hallaban en la época en la que empieza esta historia dos globos de cristal llenos de agua en los que nadaban, sobre un lecho de arena y de conchas, unos peces rojos, dorados o plateados. Aquella estancia era a la vez brillante y oscura. El techo absorbía necesariamente la claridad, sin reflejar nada de ella. Si bien por el lado del jardín la luz abundaba y venía a parpadear por las tallas del ébano, las ventanas del patio, que daban poca luz, apenas si hacían brillar los hilillos de oro impresos en las paredes opuestas. Aquella sala de visitas, tan magnífica en un día bueno, estaba, pues, la mayoría del tiempo, llena de esos tintes suaves, de los tonos rojizos y melancólicos que el sol derrama sobre la copa de los bosques en otoño. Es inútil continuar la descripción de la Casa Claës en otras partes de la cual ocurrirán necesariamente varias escenas de esta historia; basta en este momento con conocer sus principales disposiciones.

En 1812, hacia los últimos días del mes de agosto, un domingo, después de vísperas, una mujer estaba sentada en su poltrona ante una de las ventanas del jardín. Los rayos del sol caían a la sazón oblicuamente sobre la casa, la enganchaban, atravesando la sala de visitas, expiraban en extraños reflejos sobre los revestimientos de madera que tapizaban las paredes por el lado del patio, y envolvían a aquella mujer en la zona púrpura proyectada por el cortinaje de damasco drapeado al hilo de la ventana. Un pintor mediocre que en aquel momento hubiese copiado a aquella mujer habría producido ciertamente una obra señera con una cabeza tan llena de dolor y de melancolía. La postura del cuerpo y la de los pies echados hacia delante acusaban el abatimiento de una persona que pierde la consciencia de su ser físico en la concentración de sus fuerzas absorbidas por un pensamiento fijo; la mujer seguía sus resplandores hacia el futuro, al igual que muchas veces, a la orilla del mar, solemos mirar un rayo de sol que atraviesa las nubes y traza en el horizonte alguna franja luminosa. Las manos de aquella mujer, rechazadas por los brazos de la poltrona, colgaban hacia fuera, y la cabeza, como demasiado grávida, reposaba en el respaldo. Un vestido de percal blanco muy amplio impedía juzgar bien las proporciones, y el corpiño estaba disimulado bajo los pliegues de una estola cruzada sobre el pecho y negligentemente anudada. Aun en el caso de que la luz no hubiese realzado su rostro, al que se complacía en presentar con preferencia sobre el resto de su persona, habría sido imposible no detenerse exclusivamente en él; su expresión, que hubiese impresionado incluso al más descuidado de los niños, era una estupefacción persistente y fría, a pesar de unas cuantas lágrimas ardientes. Nada hay más terrible de ver que ese dolor extremo cuyo desbordamiento tan solo se produce en intervalos escasos, pero que permanecía en aquel rostro como una lava petrificada alrededor del volcán. Se hubiese dicho una madre moribunda forzada a dejar a sus hijos en un abismo de miserias, sin poder legarles ninguna protección humana. La fisonomía de aquella mujer, de unos cuarenta años de edad, pero mucho menos lejos en aquel momento de la belleza de cuanto lo había estado en su juventud, no ofrecía ninguno de los caracteres de la mujer flamenca. Una densa melena negra caía en bucles sobre los hombros y por las mejillas[899]. Su frente, muy arqueada, estrecha de sienes, era amarillenta, pero bajo aquella frente chispeaban dos ojos negros que arrojaban llamas. Su rostro, totalmente español, moreno de tez, poco coloreado, arrasado por la viruela, captaba la mirada por la perfección de su forma ovalada cuyos contornos conservaban, no obstante la alteración de las líneas, un acabado de majestuosa elegancia y que a veces reaparecía completo si algún esfuerzo del alma le restituía su primitiva pureza. El rasgo que más distinción daba a aquel viril rostro era una nariz curva como el pico de un águila, y que, demasiado abombada hacia el centro, parecía interiormente mal configurada; pero residía en ella una indescriptible finura, el tabique de las fosas era tan fino que su transparencia permitía a la luz enrojecerlo intensamente. Aunque los labios anchos y muy plegados[900] revelaban ese orgullo que inspira un nacimiento alto, tenían la impronta de una bondad natural, y respiraban cortesía. Se podía discutir la belleza de aquel rostro a la vez vigoroso y femenino, pero imponía atención. Menuda, jorobada y coja[901], aquella mujer permaneció tanto más tiempo soltera cuanto que todos se empeñaban en no concederle inteligencia; no obstante, se hallaron algunos hombres intensamente conmovidos por el apasionado ardor que expresaba su cara, por los indicios de una inagotable ternura, y que permanecieron sometidos a un encanto irreconciliable con tantos defectos. Tenía mucho de su antepasado el duque de Casa Real, grande de España[902]. En aquel instante, el hechizo que tan despóticamente apresaba antaño a las almas amantes de la poesía brotaba de su cabeza con mayor vigor que en ningún momento de su vida pasada, y se ejercía, por así decir, en el vacío, expresando una omnipotente voluntad fascinadora sobre los hombres, pero sin fuerza sobre los destinos. Cuando sus ojos abandonaban la pecera en la que miraba los peces sin verlos, los alzaba en un movimiento desesperado, como para invocar al cielo. Sus sufrimientos parecían ser de esos que tan solo pueden confiarse a Dios. El silencio únicamente era turbado por unos grillos, por unas cuantas cigarras[903] que chillaban en el jardincillo, del que se escapaba un calor de horno, y por el sordo retumbar de la vajilla de plata, de los platos y las sillas que removía, en la estancia contigua a la sala de visitas, un criado ocupado en servir la cena. En aquel momento, la afligida dama prestó oído y pareció recogerse, requirió el pañuelo, se secó las lágrimas, intentó sonreír, y destruyó tan bien la expresión de dolor grabada en todos sus rasgos que se la hubiese podido creer en ese estado de indiferencia en el que nos deja una vida exenta de inquietudes. Ya fuera que la costumbre de vivir en aquella casa en la que la confinaban sus dolencias le hubiese permitido reconocer en ella algunos efectos naturales imperceptibles para otros y que buscan con ardor las personas presa de sentimientos extremos, ya fuera que la naturaleza hubiese compensado tantas desgracias físicas dándole sensaciones más delicadas que a seres en apariencia organizados de modo más ventajoso, aquella mujer había oído el paso de un hombre en una galería construida por encima de las cocinas y de las salas destinadas al servicio de la casa, y por la cual comunicaba el bloque de delante con el bloque de atrás. El ruido de los pasos fue haciéndose cada vez más nítido. Pronto, aun sin tener la potencia con la que una criatura apasionada como lo era aquella mujer suele saber abolir el espacio para unirse a su otro yo[904], un extraño hubiera oído fácilmente el paso de aquel hombre en la escalera por la que se bajaba de la galería a la sala de visitas. Al retumbar de aquel paso, incluso la criatura menos atenta hubiese sido asaltada por pensamientos, porque era imposible escucharlo fríamente. Un andar precipitado o entrecortado espanta. Cuando un hombre se levanta y grita fuego, sus pies hablan tan alto como su voz. Si eso es así, un andar contrario no debe causar emociones menos poderosas. La grave lentitud, el paso arrastrado de aquel hombre seguramente hubiesen impacientado a personas irreflexivas; pero un observador o unas personas nerviosas hubieran experimentado un sentimiento vecino del terror al ruido mesurado de aquellos pies de los que la vida parecía ausente, y que hacían crujir los entarimados como si los golpeasen alternativamente dos pesas de hierro. Hubiesen reconocido ustedes el paso indeciso y pesado de un anciano, o el majestuoso andar de un pensador que arrastra mundos consigo[905]. Una vez que aquel hombre hubo bajado el último peldaño, apoyando los pies en las losas con un movimiento lleno de vacilación, permaneció un rato en el gran rellano en el que desembocaba el pasillo que llevaba a la sala del personal de servicio, y desde el que asimismo se entraba a la sala de visitas por una puerta oculta en el revestimiento de madera, como lo estaba paralelamente la que daba al comedor. En aquel momento, un ligero escalofrío, comparable a la sensación que causa una chispa eléctrica, agitó a la mujer sentada en la poltrona; pero también la más dulce sonrisa animó sus labios, y su rostro conmovido por la espera de un placer resplandeció como el de una hermosa madona italiana; de pronto halló fuerzas para replegar sus terrores hasta el fondo de su alma; luego, volvió la cabeza hacia los entrepaños de la puerta que iba a abrirse en el rincón de la sala de visitas, y que en efecto fue empujada con tal brusquedad que la pobre criatura pareció haber recibido su conmoción.

Balthazar Claës se mostró de repente, dio unos pasos, no miró a aquella mujer, o, si la miró, no la vio, y se quedó recto en medio de la sala de visitas apoyando en su mano derecha la cabeza ligeramente inclinada. Un horrible sufrimiento al que aquella mujer no podía acostumbrarse, aunque solía repetirse todos los días, le oprimió el corazón, disipó su sonrisa, plegó su frente morena entre las cejas hacia esa línea que excava la frecuente expresión de los sentimientos extremos; sus ojos se llenaron de lágrimas, pero las secó repentinamente mirando a Balthazar. Era imposible no quedar profundamente impresionado por el cabeza de la familia Claës. De joven, había debido de parecerse al sublime mártir que amenazó a Carlos V con repetir a Artevelde; pero, en aquel momento, parecía tener más de sesenta años de edad, aunque tuviese unos cincuenta, y su prematura vejez había destruido aquella noble semejanza. Su alta estatura se encorvaba ligeramente, ya fuera que sus trabajos la obligasen a plegarse, ya fuera que la espina dorsal se hubiera abombado bajo el peso de su cabeza. Tenía un pecho amplio, un busto asentado; pero las partes inferiores de su cuerpo eran enclenques, si bien nerviosas; y aquel desacuerdo en una organización evidentemente otrora perfecta intrigaba a la mente, que procuraba explicar mediante alguna singularidad de existencia las razones de aquella fantástica forma. Su abundante melena rubia, poco cuidada, le caía sobre los hombros al modo alemán, pero en un desorden que estaba en consonancia con la peculiaridad general de su persona. Su ancha frente ofrecía, por otro lado, esas protuberancias en las que Gall[906] ha situado los mundos poéticos. Sus ojos de un azul claro y rico tenían la brusca vivacidad que se ha apreciado en los grandes buscadores de causas ocultas[907]. Su nariz, seguramente perfecta en otro tiempo, se había alargado, y las fosas parecían irse abriendo gradualmente cada vez más, por una involuntaria tensión de los músculos olfativos. Sus pómulos velludos eran muy saltones, sus mejillas ya marchitas parecían por ello tanto más huecas; su boca llena de donaire estaba apretada entre la nariz y una corta barbilla, bruscamente alzada. La forma de su rostro era, no obstante, más larga que ovalada; de modo que el sistema científico que atribuye a cada rostro humano un parecido con la cara de un animal hubiese hallado una prueba más en el de Balthazar Claës, al que se hubiese podido comparar con una cabeza de caballo. La piel se le pegaba a los huesos, como si algún fuego secreto la hubiese desecado incesantemente; después, por momentos, cuando miraba al espacio como para hallar en él la realización de sus esperanzas, se hubiese dicho que arrojaba por la nariz la llama que le devoraba el alma. Los profundos sentimientos que animan a los grandes hombres respiraban en aquel pálido rostro fuertemente surcado de arrugas, en aquella frente plegada como la de un viejo rey lleno de cuitas, pero sobre todo en aquellos ojos centelleantes cuyo fuego parecía asimismo aumentado por esa castidad que da la tiranía de las ideas[908], y por el fogón interior de una amplia inteligencia. Los ojos profundamente hundidos en las órbitas parecían tener ojeras únicamente por las vigilias y por las terribles reacciones de una esperanza siempre decepcionada, siempre renaciente. El celoso fanatismo que inspiran el arte o la ciencia se traicionaba también en aquel hombre con una singular y constante distracción de la que eran testimonio su atuendo y su porte, en consonancia con la magnífica monstruosidad de su fisonomía[909]. Sus anchas manos velludas estaban sucias, sus largas uñas tenían en los extremos líneas negras muy oscuras. Llevaba los zapatos o sin lustrar o faltos de cordones. De toda su casa, el amo era el único que podía permitirse la extraña licencia de ir tan desaseado. Su pantalón de paño negro lleno de manchas, su chaleco desabrochado, su corbata atravesada y su traje verdoso siempre descosido completaban un caprichoso conjunto de pequeñas y grandes cosas que, en cualquier otro, hubiese revelado la miseria que engendran los vicios; pero que, en Balthazar Claës, era el descuido del genio. Con demasiada frecuencia producen el vicio y el genio efectos similares, en los que el vulgar se engaña. ¿No es acaso el Genio un constante exceso que devora el tiempo, el dinero, el cuerpo, y que lleva al hospital aún con más rapidez que las malas pasiones? Los hombres parecen incluso tener más respeto por los vicios que por el Genio, pues se niegan a darle crédito. Parece que los beneficios de los trabajos secretos del sabio están tan alejados que el Estado social teme contar con él mientras vive, prefiere saldar cuentas no perdonándole su miseria o sus desgracias. A pesar de su continuo olvido del presente, si Balthazar Claës abandonaba sus misteriosas contemplaciones, si alguna intención dulce y sociable reanimaba aquel rostro pensativo, si sus ojos fijos perdían su rígido destello para pintar un sentimiento, si miraba a su alrededor volviendo a la vida real y vulgar, era difícil no rendir involuntariamente homenaje a la seductora belleza de aquel rostro, al gentil ingenio que en él se pintaba. Por eso todos, al verlo en esos momentos, lamentaban que aquel hombre ya no perteneciese al mundo, diciendo: «¡Ha tenido que ser guapísimo en su juventud!». ¡Error vulgar! Nunca había sido Balthazar Claës más poético de cuanto lo era en aquel momento. Lavater[910] hubiese querido ciertamente estudiar aquella cabeza llena de paciencia, de lealtad flamenca, de moral cándida, en la que todo era amplio y grande, en la que la pasión parecía serena porque era fuerte. Las costumbres de aquel hombre debían de ser puras, su palabra era sagrada, su amistad parecía constante, su abnegación hubiese sido completa; pero la intención que emplea esas cualidades en provecho de la patria, del mundo o de la familia, se había dirigido fatalmente hacia otro sitio. Aquel ciudadano, obligado a velar por la felicidad de un hogar, a llevar una fortuna, a dirigir a sus hijos hacia un porvenir lisonjero, vivía fuera de sus deberes y sus afectos, en trato con algún genio familiar. A un sacerdote, le hubiese parecido lleno de la palabra de Dios, un artista lo hubiera saludado como a un gran maestro, un entusiasta le habría tomado por un Vidente de la Iglesia swedenborgiana[911]. En aquel momento el traje destruido, salvaje, arruinado que llevaba aquel hombre contrastaba singularmente con los gentiles aderezos de la mujer que tan dolorosamente lo admiraba. Las personas contrahechas que tienen ingenio o un alma noble aportan a su atuendo un gusto exquisito. O se componen con sencillez por comprender que su encanto es tan solo moral, o saben hacer olvidar la desgracia de sus proporciones con una especie de elegancia en los detalles que divierte la mirada y ocupa la mente. No solo aquella mujer tenía un alma generosa, sino que además amaba a Balthazar Claës con ese instinto de la mujer que da a probar anticipadamente la inteligencia de los ángeles[912]. Educada en el seno de una de las más ilustres familias de Bélgica, en ella hubiese adquirido gusto de no haberlo tenido ya; pero, iluminada por el deseo de agradar constantemente al hombre al que amaba, sabía vestirse admirablemente sin que su elegancia fuese disparatada con sus dos vicios de conformación. Su corpiño, por otro lado, tan solo pecaba en los hombros, siendo uno sensiblemente más grueso que el otro. Miró por las ventanas, al patio interior, luego al jardín, como para ver si estaba sola con Balthazar, y le dijo con voz suave, lanzándole una mirada llena de esa sumisión que distingue a las flamencas, porque desde hacía mucho el amor había expulsado de entre ellos el orgullo de la grandeza española:

—Balthazar, ¿es que estás muy ocupado?… Este es el trigésimo tercer domingo que no has venido ni a misa ni a vísperas.

Claës no contestó; su mujer bajó la cabeza, juntó las manos y esperó, sabía que aquel silencio no acusaba ni desprecio ni desdén, sino tiránicas preocupaciones. Balthazar era uno de esos seres que conservan mucho tiempo en el fondo del corazón su delicadeza juvenil, y se habría hallado criminal por expresar el mínimo pensamiento hiriente a una mujer abatida por el sentimiento de su desgracia física. Tal vez fuera él el único, entre los hombres, en saber que una palabra, una mirada pueden borrar años de felicidad, y son tanto más crueles cuanto más fuertemente contrastan con una dulzura constante, pues nuestra naturaleza nos lleva a sentir más dolor por una disonancia en la dicha, que cuanto placer experimentamos al encontrar un goce en la desgracia. Unos instantes después, Balthazar pareció despertarse, miró con viveza a su alrededor y dijo:

—¿Vísperas? ¡Ah!, los niños están en vísperas —dio unos pasos para llevar los ojos al jardín en el que por todas partes se elevaban magníficos tulipanes; pero se detuvo de pronto como si se hubiera golpeado contra una pared, y exclamó—: ¿Por qué no se van a combinar en un tiempo dado[913]?.

«¿Se estará volviendo loco?», se dijo su mujer con profundo terror.

Para dar más interés a la escena que esta situación provocó, es indispensable echar un vistazo a la vida anterior de Balthazar Claës y de la nieta del duque de Casa Real.

Hacia el año de 1783, el Sr. Balthazar Claës-Molina de Noroña, a la sazón de veintidós años de edad, podía pasar por lo que en Francia llamamos un hombre bien parecido. Fue a completar su educación a París, en donde adoptó excelentes modales en la sociedad de la Sra. de Egmont[914], del conde de Horn[915], del príncipe de Aremberg[916], del embajador de España, de Helvétius[917], de los franceses oriundos de Bélgica o de las personas procedentes de aquel país, y a quienes su nacimiento o su fortuna hacían contar entre los grandes señores que, en aquel tiempo, marcaban la pauta. El joven Claës encontró allí algunos parientes y unos cuantos amigos que lo introdujeron en el gran mundo en el momento en que aquel gran mundo iba a caer; pero, como la mayoría de los jóvenes, fue inicialmente más seducido por la gloria y la ciencia que por la vanidad. Así pues, frecuentó mucho a los sabios y particularmente a Lavoisier[918], que por entonces se recomendaba más a la atención pública por la inmensa fortuna de un fermier général[919] que por sus descubrimientos de química; mientras que, más tarde, el gran químico había de hacer olvidar al insignificante recaudador. Balthazar se apasionó por la ciencia que cultivaba Lavoisier y se convirtió en su más ardiente discípulo; pero era joven, guapo como lo fue Helvétius, y las mujeres de París pronto le enseñaron a destilar exclusivamente el ingenio y el amor. Aunque había abrazado el estudio con ardor, aunque Lavoisier le había concedido algunos elogios, abandonó a su maestro para escuchar a las maestras[920] del gusto junto a las cuales tomaban los jóvenes sus últimas lecciones de urbanidad y se moldeaban en los usos de la alta sociedad que, en Europa, compone una misma familia. Poco duró el sueño embriagador del éxito; tras haber respirado el aire de París, Balthazar se marchó cansado de una vida hueca que no convenía ni a su alma ardiente ni a su corazón amante. La vida doméstica, tan dulce, tan serena, y de la que se acordaba sin más que oír el nombre de Flandes, le pareció convenir mejor a su carácter y a las ambiciones de su corazón. Los dorados de ningún salón parisino habían borrado las melodías de aquella sala de visitas parda y de aquel jardincillo en el que tan feliz había transcurrido su infancia. Es preciso no tener ni hogar ni patria para quedarse en París. París es la ciudad de lo cosmopolita, o de los hombres que se han desposado con el mundo y lo enlazan incesantemente con el brazo de la Ciencia, del Arte o del Poder. El niño de Flandes volvió a Douai como el pichón de La Fontaine a su nido[921], y lloró de gozo al volver allí el día en que se paseaba Gayant. Gayant, esa supersticiosa felicidad de toda la ciudad, ese triunfo de los recuerdos flamencos, se había introducido cuando la emigración de su familia a Douai[922]. La muerte de su padre y la de su madre dejaron la Casa Claës desierta, y le mantuvieron ocupado en ella durante algún tiempo. Una vez pasado su primer dolor, sintió la necesidad de casarse para completar aquella existencia feliz de la que todas las religiones se habían apropiado; quiso seguir las costumbres viajeras del hogar doméstico yendo, como sus antepasados, a buscar una mujer, ya fuera a Gante, ya a Brujas, ya a Amberes; pero ninguna de las personas que en ellas halló le convino. Seguramente tenía sobre el matrimonio algunas ideas particulares, porque desde su juventud fue acusado de no andar por caminos comunes. Un día oyó hablar, en casa de un pariente suyo, en Gante, de una señorita de Bruselas que se convirtió en objeto de discusiones bastante encendidas. Los unos hallaban que la belleza de la Señorita de Temninck se borraba por sus imperfecciones; los otros la veían perfecta a pesar de sus defectos. El viejo primo de Balthazar Claës dijo a sus comensales que, hermosa o no, tenía un alma que a él le haría desposarla, si él estuviera para casar; y contó cómo ella acababa de renunciar a la herencia de su padre y de su madre con el fin de procurar a su joven hermano un matrimonio digno de su nombre, prefiriendo así la felicidad de aquel hermano a la suya propia y sacrificándole toda su vida[923]. No era cosa de creer que la Señorita de Temninck se casase vieja y sin fortuna cuando, joven heredera, ningún partido se le presentaba. Unos días después, Balthazar Claës andaba buscando a la Señorita de Temninck, a la sazón de veinticinco años de edad, y de la que se había prendado ardientemente. Joséphine de Temninck se creyó objeto de un capricho, y se negó a escuchar al Sr. Claës; pero la pasión es tan comunicativa, y para una pobre muchacha contrahecha y coja un amor inspirado a un hombre joven y gallardo comporta seducciones tan grandes, que consintió en dejarse cortejar.

¿No haría falta acaso un libro entero para pintar bien el amor de una muchacha humildemente sometida a la opinión que la proclama fea, mientras siente dentro de sí el irresistible encanto que producen los sentimientos sinceros? Son ello feroces celos ante el aspecto de la felicidad, crueles veleidades de venganza contra la rival que roba una mirada, son, por fin, emociones, terrores desconocidos para la mayoría de las mujeres, y que por lo mismo perderían en ser solamente apuntados[924]. La duda, tan dramática en amor, sería el secreto de ese análisis, esencialmente minucioso, en el que ciertas almas volverían a hallar la poesía perdida, pero no olvidada, de sus primeras turbaciones: esas exaltaciones sublimes en el fondo del corazón y que el rostro jamás traiciona; ese temor de no ser comprendido, y esas alegrías ilimitadas por haberlo sido; esas vacilaciones del alma que se repliega sobre sí misma y esas proyecciones magnéticas que dan a los ojos infinitos matices; esos proyectos de suicidio causados por una palabra y disipados por una entonación de voz tan extensa como el sentimiento cuya desconocida persistencia revela; esas miradas temblorosas que velan terribles osadías; esos repentinos deseos de hablar y de actuar, reprimidos por su propia violencia; esa íntima elocuencia que se produce en frases sin ingenio, pero pronunciadas con una voz agitada; los misteriosos efectos de ese primitivo pudor del alma y de esa divina discreción que nos hacen generosos en la sombra, y hacen encontrar un gusto exquisito en las abnegaciones ignoradas; por fin, todas las bellezas del amor joven y las debilidades de su pujanza.

La Señorita Joséphine de Temninck fue coqueta por grandeza de alma. El sentimiento de sus aparentes imperfecciones la hizo tan difícil como lo hubiera sido la persona más hermosa. El temor de no gustar un día despertaba su orgullo, destruía su confianza y le daba valor para conservar en el fondo de su corazón esas primeras dichas que las demás mujeres gustan de publicar en sus modales, y con las que se componen un orgulloso aderezo. Cuanto más vivamente la empujaba el amor hacia Balthazar, menos se atrevía ella a expresarle sus sentimientos. El gesto, la mirada, la respuesta o la petición que, en una mujer bonita, son halagos para un hombre, ¿no se convertían en ella en humillantes especulaciones? Una mujer hermosa puede ser ella misma a su sabor, el mundo siempre le da crédito por una necedad o una torpeza; mientras que una sola mirada detiene la más magnífica expresión en los labios de una mujer fea, intimida sus ojos, aumenta la corta gracia de sus gestos, entorpece su estar. ¿No sabe acaso que a nadie sino a ella le está prohibido cometer errores, todos le niegan el don de repararlos y, por otro lado, nadie le proporciona la ocasión? La exigencia de ser perfecta en todo momento, ¿no debe apagar las facultades, helar su ejercicio? Esa mujer no puede vivir sino en una atmósfera de angelical indulgencia. ¿Dónde están los corazones desde los que se esparce la indulgencia sin teñirse de amarga e hiriente compasión? Aquellos pensamientos a los que la había acostumbrado la horrenda cortesía del mundo, y esas deferencias que, más crueles que injurias, agravaban las desgracias al advertirlas, oprimían a la Señorita de Temninck, le causaban una incomodidad constante que replegaba en el fondo de su alma las más deliciosas impresiones, y teñían de frialdad su actitud, su palabra, su mirada. Estaba enamorada a hurtadillas, no se atrevía a tener elocuencia o belleza sino en la soledad. Desdichada en el pleno día, habría sido arrebatadora si se le hubiera permitido no vivir sino por la noche. Muchas veces, para probar aquel amor y a riesgo de perderlo, desdeñaba el aderezo que podía salvar en parte sus defectos. Sus ojos de española fascinaban cuando se daba cuenta de que Balthazar la hallaba hermosa en atuendo descuidado. No obstante, la desconfianza le estropeaba los escasos instantes durante los cuales se aventuraba a abandonarse a la felicidad. Pronto se preguntaba si Claës no procuraba casarse con ella para tener en casa una esclava, si no tenía acaso imperfecciones secretas que le obligaban a conformarse con una pobre muchacha desagraciada. Aquellas perpetuas ansiedades daban a veces un precio inaudito a las horas en las que creía en la duración, en la sinceridad de un amor que había de vengarla del mundo. Ella provocaba delicadas discusiones exagerando su fealdad, con el fin de penetrar hasta el fondo de la conciencia de su amante; arrancaba entonces a Balthazar verdades poco halagadoras, pero le gustaba el aprieto en el que él se encontraba, una vez que le había llevado a decir que lo que se amaba en una mujer era antes que nada un alma hermosa, y esa entrega que hace los días de la vida tan constantemente felices; que, después de unos años de matrimonio, la mujer más deliciosa de la tierra es para un marido el equivalente de la más fea. Tras haber amontonado cuanto de cierto había en las paradojas que tienden a disminuir el precio de la belleza, de pronto Balthazar se daba cuenta de lo enojoso de aquellas razones, y descubría toda la bondad de su corazón en la delicadeza de las transiciones mediante las cuales sabía demostrar a la Señorita de Temninck que era perfecta para él. La entrega, que tal vez sea en la mujer el colmo del amor, no le faltó a aquella muchacha, pues desesperó de ser amada para siempre; pero la perspectiva de una lucha en la que el sentimiento había de triunfar sobre la belleza la tentó; y además halló grandeza en entregarse sin creer en el amor; por fin la felicidad, por muy poca duración que pudiese tener, había de costarle demasiado cara para que se negase a gustarla. Esas incertidumbres, esos combates, al comunicar el encanto y lo imprevisto de la pasión a aquella criatura superior, inspiraban a Balthazar un amor casi caballeresco.

La boda se celebró a comienzos del año de 1795. Los dos esposos volvieron a Douai a pasar los primeros días de su unión en la casa patriarcal de los Claës, cuyos tesoros fueron engrosados por la Señorita de Temninck, que aportó unos hermosos cuadros de Murillo[925] y de Velázquez[926], los diamantes de su madre y los magníficos presentes que le envió su hermano, convertido en duque de Casa Real. Pocas mujeres fueron más felices que la Sra. de Claës. Su felicidad duró quince años, sin la más ligera nube; y como una viva luz, se instiló hasta en los detalles más nimios de la existencia. La mayoría de los hombres tienen desigualdades de carácter que producen continuas disonancias; privan así a su interior de esa armonía, el hermoso ideal de la pareja; porque la mayoría de los hombres están mancillados de pequeñeces, y las pequeñeces engendran las pendencias. El uno será probo y activo, pero duro y áspero; el otro será bueno, pero terco; este amará a su mujer, pero tendrá incertidumbre en sus voluntades; aquel, preocupado por la ambición, pagará sus sentimientos como quien paga una deuda, si da las vanidades de la fortuna, se lleva la alegría de diario; por fin, los hombres del medio social son esencialmente incompletos, sin ser notablemente reprensibles. La gente de ingenio es variable como los barómetros, tan solo el genio es esencialmente bueno. Por eso la felicidad pura se halla en los dos extremos de la escala moral. El tonto sin malicia o el hombre de genio son los únicos capaces, uno por debilidad, el otro por fuerza, de esa uniformidad de humor, de esa constante suavidad en la que se derriten las asperezas de la vida. En uno, es indiferencia y pasividad; en el otro, es indulgencia y continuidad del sublime pensamiento cuyo intérprete es y que debe parecerse tanto en el principio como en la aplicación. Uno y otro son igualmente simples e ingenuos; solo que, en aquel, es el vacío; en este, la profundidad. Por eso las mujeres diestras están bastante dispuestas a considerar a un tonto como el mejor peor de los casos de un gran hombre. Así, Balthazar llevó inicialmente su superioridad a las más pequeñas cosas de la vida. Se complació en ver en el amor conyugal una obra magnífica y, como los hombres de alto alcance que no sufren nada imperfecto, quiso desplegar todas sus bellezas[927]. Su ingenio modificaba incesantemente la serenidad de la dicha, su noble carácter marcaba sus atenciones con el cuño de la gracia. Así, si bien compartía los principios filosóficos del siglo XVIII, instaló en su casa hasta 1801, a pesar de los peligros que le hacían correr las leyes revolucionarias, a un sacerdote católico, con el fin de no contrariar el fanatismo español que su mujer había mamado en la leche materna por el catolicismo romano; después, cuando se restableció el culto en Francia[928], acompañó a su mujer a misa todos los domingos. Jamás abandonó su apego las formas de la pasión. Jamás hizo sentir en su interior esa fuerza protectora que tanto gusta a las mujeres, porque para la suya hubiese parecido compasión. Por fin, mediante la más ingeniosa adulación, la trataba como a su igual y dejaba escapar amables caras largas de esas que se permite un hombre para con una mujer hermosa, como para desafiar su superioridad. Sus labios siempre estuvieron embellecidos por la sonrisa de la felicidad, y su palabra siempre estuvo llena de dulzura. Amó a su Joséphine por ella y por sí mismo, con ese ardor que comporta un continuo elogio de las cualidades y las bellezas de una mujer. La fidelidad, muchas veces efecto de un principio social, de una religión o de un cálculo en los maridos, en él parecía involuntaria, y no carecía de los dulces halagos de la primavera del amor. El deber era, del matrimonio, la única obligación que les era desconocida a aquellos dos seres igualmente amantes, porque Balthazar Claës halló en la Señorita de Temninck una constante y completa realización de sus esperanzas. En él, el corazón fue siempre saciado sin fatiga, y el hombre siempre feliz. No solo no mentía la sangre española en la nieta de los Casa Real, y convertía en ella en instinto esa ciencia que sabe variar el placer hasta el infinito, sino que tuvo también esa entrega sin límites que es el genio de su sexo, al igual que la gracia es toda su belleza[929]. Su amor era un fanatismo ciego que con una sola señal de cabeza la hubiese hecho ir alegremente a la muerte. La delicadeza de Balthazar había exaltado en ella los sentimientos más generosos de la mujer, y le inspiraba una imperiosa necesidad de dar más de lo que recibía. Aquel mutuo intercambio de una felicidad alternativamente prodigada ponía visiblemente el principio de su vida fuera de ella, y esparcía un amor creciente en sus palabras, en sus miradas, en sus acciones. Por ambas partes, el agradecimiento fecundaba y variaba la vida del corazón; al igual que la certeza de serlo todo el uno para el otro excluía las pequeñeces agrandando los mínimos accesorios de la existencia. Pero también, la mujer contrahecha a la que su marido encuentra recta, la mujer coja a la que un hombre no quiere de otro modo, o la mujer de edad que parece joven, ¿no son las criaturas más felices del mundo femenino?… La pasión humana no podría ir más allá. ¿No es acaso la gloria de la mujer el hacer adorar lo que parece un defecto en ella? Olvidar que una coja no anda recta es la fascinación de un momento; pero amarla porque cojea es la deificación de su defecto. Tal vez habría que grabar en el Evangelio de las mujeres esta sentencia: Bienaventuradas las imperfectas porque de ellas es el reino del amor. Ciertamente, la belleza debe de ser una desgracia para una mujer, porque esa flor pasajera pesa demasiado en el sentimiento que inspira; ¿no se la ama, acaso, igual que se casa uno con una rica heredera? Pero el amor que da que sentir o aquel del que da testimonio una mujer desheredada de las frágiles ventajas tras de las que corren los hijos de Adán es el amor auténtico, la pasión realmente misteriosa, un ardiente abrazo de las almas, un sentimiento para el que nunca llega el día del desencanto. Esa mujer posee gracias ignoradas por el mundo a cuyo control se sustrae, es hermosa a propósito, y recoge demasiada gloria en hacer olvidar sus imperfecciones como para no lograrlo constantemente. Por eso, los apegos más célebres en la historia han sido casi todos inspirados por mujeres a las que el hombre vulgar habría hallado defectos. Cleopatra[930], Juana de Nápoles[931], Diana de Poitiers[932], la Señorita de La Vallière[933], la Sra. de Pompadour[934], y en fin la mayoría de las mujeres a las que ha hecho célebres el amor no carecen ni de imperfecciones ni de dolencias, mientras que la mayoría de las mujeres cuya hermosura se nos cita como perfecta vieron acabar sus amores de modo desdichado. Esta aparente rareza ha de tener su causa. ¿Tal vez vive más el hombre por el sentimiento que por el placer? ¿Tal vez el encanto estrictamente físico de una mujer hermosa tiene límites, mientras que el encanto esencialmente moral de una mujer de belleza mediocre es infinito? ¿No es esa la moraleja de la fabulación sobre la que descansan Las mil y una noches? Mujer de Enrique VIII[935], una fea hubiera desafiado el hacha y sometido la inconstancia del señor. Por una rareza harto explicable en una muchacha de origen español, la Sra. de Claës era ignorante[936]. Sabía leer y escribir, pero hasta la edad de veinte años, época en la que la sacaron sus padres del convento, no había leído más que obras ascéticas. Al entrar en el siglo, al principio tuvo sed de los placeres del mundo y no aprendió más que las fútiles ciencias del componerse; pero quedó tan profundamente humillada por su ignorancia que no se atrevía a mezclarse en ninguna conversación; de modo que pasó por tener poca inteligencia. No obstante, aquella educación mística había tenido como resultado el dejar en ella los sentimientos en toda su fuerza, y el no estropear su natural ingenio. Tonta y fea como heredera a los ojos del mundo, se volvió espiritual y hermosa para su marido. Balthazar intentó durante los primeros años de su matrimonio dar a su mujer los conocimientos que había menester para estar bien en el mundo; pero seguramente era demasiado tarde, ella no tenía otra memoria que la del corazón. Joséphine no olvidaba nada de lo que Claës le decía relativo a ellos mismos; se acordaba de las menores circunstancias de su vida feliz, y no recordaba al día siguiente su lección de la víspera. Esa ignorancia habría provocado grandes desavenencias entre otros esposos; pero la Sra. de Claës tenía una comprensión de la pasión tan ingenua, amaba a su marido tan piadosamente, tan santamente, y el deseo de conservar su felicidad la hacía tan diestra que siempre se las arreglaba para parecer que le entendía, y rara vez permitía que llegaran los momentos en los que su ignorancia hubiera sido demasiado evidente. Por otro lado, cuando dos personas se aman lo bastante como para que cada día sea para ellas el primero de su pasión, existen en esa fecunda felicidad fenómenos que cambian todas las condiciones de la vida. ¿No es eso como una niñez descuidada de todo lo que no sea risa, alegría, placer? Y además, cuando la vida es por demás activa, cuando sus hogares son ardientes, el hombre deja libre la combustión sin pensarla o sin discutirla, sin medir los medios ni el final. Por otro lado, nunca hija alguna de Eva entendió mejor que la Sra. de Claës su oficio de mujer. Tuvo esa sumisión de la flamenca que hace el hogar doméstico tan atractivo, y a la que su orgullo de española daba un sabor más alto. Era imponente, sabía ordenar el respeto con una mirada en la que restallaba el sentimiento de su valor y de su nobleza; pero ante Claës temblaba, y, a la larga, había acabado por ponerlo tan alto y tan cerca de Dios, refiriéndole todos los actos de su vida y sus menores pensamientos, que su amor ya no existía sin un tinte de respetuoso temor que lo aguzaba aún más. Adoptó con orgullo todas las costumbres de la burguesía flamenca y puso su amor propio en hacer la vida doméstica carnosamente feliz, en mantener los menores detalles de la casa en su pulcritud clásica, en no poseer sino cosas de absoluta bondad, en mantener en su mesa los más delicados manjares y en ponerlo todo, en su casa, en armonía con la vida del corazón. Tuvieron dos niños y dos niñas. La mayor, de nombre Marguerite, había nacido en 1796. El último hijo era un varón, de tres años de edad y llamado Jean Balthazar. El sentimiento maternal fue en la Sra. de Claës casi igual a su amor por su esposo. Por ello tuvo lugar en su alma, y sobre todo durante los últimos días de su vida, un espantoso combate entre aquellos dos sentimientos igualmente pujantes, y uno de los cuales en cierto modo se había convertido en enemigo del otro. Las lágrimas y el terror impresos en su rostro en el momento en que empieza el relato del drama doméstico que se incubaba en aquella apacible casa eran causados por el temor de haberle sacrificado sus hijos a su marido[937].

En 1805, el hermano de la Sra. de Claës murió sin dejar hijos. La ley española se oponía a que la hermana sucediese en las posesiones territoriales que eran patrimonio de los títulos de la casa; pero, en sus disposiciones testamentarias, el duque le legó unos sesenta mil ducados, por los que no litigaron los herederos de la rama colateral. Si bien el sentimiento que la unía a Balthazar Claës era tal que nunca idea alguna de interés lo hubiera mancillado, Joséphine experimentó una especie de regocijo en poseer una fortuna igual a la de su marido, y se alegró de poder a su vez ofrecerle algo tras haberlo recibido todo tan noblemente de él. La casualidad hizo, pues, que aquella boda, en la que los calculadores veían una locura, fuera, en tocante al interés, una excelente boda. El empleo de aquella cantidad fue bastante difícil de determinar. La casa Claës estaba tan ricamente abastecida de muebles, de cuadros, de objetos de arte y de precio, que parecía difícil añadirle cosas dignas de las que ya se hallaban en ella. El gusto de aquella familia había acumulado en ella tesoros. Una generación se había puesto a seguir la pista de cuadros hermosos; después, la necesidad de completar la colección iniciada había hecho hereditario el gusto por la pintura. Los cien cuadros que adornaban la galería por la que se comunicaba el bloque de atrás con los aposentos de recepción situados en el primer piso de la casa de delante, así como unos cincuenta más colocados en los salones de gala, habían exigido tres siglos de pacientes búsquedas. Eran célebres piezas de Rubens[938], de Ruysdaël[939], de Van Dyck[940], de Terburg[941], de Gérard Dou[942], de Teniers[943], de Miéris[944], de Paul Potter[945], de Wouwermans[946], de Rembrandt[947], de Hobbema[948], de Cranach[949] y de Holbein[950]. Los cuadros italianos y franceses estaban en minoría, pero eran todos auténticos y capitales. Otra generación había tenido la fantasía de los servicios de porcelana japonesa o china[951]. Tal Claës se había apasionado por los muebles, tal otro por la plata, en fin, cada uno de ellos había tenido su manía, su pasión, uno de los rasgos más notorios del carácter flamenco. El padre de Balthazar, el último resto de la célebre sociedad holandesa, había dejado una de las más ricas colecciones de tulipanes conocidas. Aparte de aquellas riquezas hereditarias, que representaban un capital enorme y amueblaban magníficamente aquella vieja casa, sencilla por fuera como una concha, pero como una concha interiormente nacarada y engalanada con los más ricos colores, Balthazar Claës poseía también una casa de campo en la llanura de Orchies[952]. Lejos de basar, como los franceses, el gasto en las rentas, había seguido la vieja costumbre holandesa de no consumir sino la cuarta parte; y mil doscientos ducados al año ponían su gasto a la altura del que hacían las personas más ricas de la ciudad. La publicación del Código Civil sancionó aquella prudencia. Al ordenar el reparto equitativo de bienes, el Título de las Sucesiones había de dejar a los niños casi pobres y dispersar un día las riquezas del viejo museo Claës[953]. Balthazar, de acuerdo con la Sra. de Claës, colocó la fortuna de su mujer de tal modo que diera a cada uno de sus hijos una posición similar a la del padre. La Casa Claës persistió, pues, en la modestia de su pasar, y compró maderas, un poco maltratadas por las guerras que habían tenido lugar, pero que, bien conservadas, habían de adquirir a diez años de aquello un valor enorme. La alta sociedad de Douai, que el Sr. Claës frecuentaba, había sabido apreciar de tal modo el gentil carácter y las cualidades de su mujer, que, por una especie de convención tácita, ella estaba exenta de esos deberes a los que tanto apego tiene la gente de provincias[954]. Durante la estación de invierno, que pasaba en la ciudad, rara vez iba ella a casa de la gente, y la gente venía a su casa. Recibía todos los miércoles y daba tres grandes cenas al mes. Todo el mundo había percibido que estaba más a gusto en su casa, en la que, por otro lado, la retenían su pasión por su marido y los cuidados que reclamaba la educación de sus hijos. Aquella fue, hasta 1809, la conducta de esta pareja que nada tuvo en común con las ideas preconcebidas[955]. La vida de aquellos dos seres, secretamente llena de amor y de alegría, era exteriormente similar a cualquier otra. La pasión de Balthazar Claës por su mujer, y que su mujer sabía perpetuar, parecía, como hacía observar él mismo, emplear su constancia innata en el cultivo de la felicidad, que era tan valioso como el de los tulipanes hacia el que él se inclinaba desde la infancia, y le dispensaba de tener su manía, como cada uno de sus antepasados había tenido la suya[956].

A finales de aquel año, la mente y los modales de Balthazar sufrieron funestas alteraciones, que empezaron de modo tan natural que al principio la Sra. de Claës no halló necesario preguntarle su causa. Una noche, su marido se acostó en un estado de preocupación que ella se consideró en obligación de respetar. Su delicadeza de mujer y sus costumbres de sumisión siempre la habían hecho esperar las confidencias de Balthazar, cuya confianza le estaba garantizada por un afecto tan auténtico que no daba asidero alguno a los celos. Aunque segura de obtener una respuesta cuando se permitiera una pregunta curiosa, siempre había conservado de sus primeras impresiones en la vida el temor de una negativa. Por otro lado, la enfermedad moral de su marido tuvo fases, y tan solo llegó a través de tintes progresivamente más fuertes a aquella violencia intolerable que destruyó la felicidad de su hogar. Por muy ocupado que estuviera Balthazar, no obstante, se mantuvo durante varios meses charlador, afectuoso, y el cambio de su carácter tan solo se manifestaba entonces en frecuentes distracciones[957]. La Sra. de Claës tuvo largo tiempo la esperanza de saber por su marido el secreto de sus trabajos; tal vez él no quería confesarlo, sino en el momento en que aquellos desembocasen en resultados útiles, porque muchos hombres tienen un orgullo que les empuja a ocultar sus combates y a no mostrarse sino victoriosos. En el día del triunfo, la felicidad doméstica debía, pues, reaparecer tanto más restallante cuanto que Balthazar se percataría de aquella laguna en su vida amorosa, que su corazón seguramente reprobaría. Joséphine conocía lo suficiente a su marido como para saber que nunca se perdonaría el haber hecho a su Pepita menos feliz durante varios meses. De modo que mantenía el silencio experimentando una especie de alegría en sufrir por él, para él; porque su pasión tenía un deje de esa piedad española que nunca separa la fe del amor, y no comprende el sentimiento sin sufrimientos. Así que esperaba una mudanza de afecto diciéndose todas las noches: «¡Mañana será!» y tratando su felicidad como a una ausente. Concibió su último hijo en medio de aquellas secretas turbaciones. ¡Espantosa revelación de un porvenir de dolor! En aquella circunstancia, el amor fue, entre las distracciones de su marido, como una distracción más fuerte que las demás. Su orgullo de mujer, herido por primera vez, le hizo sondear la profundidad del desconocido abismo que la separaba para siempre del Claës de los primeros días. A partir de aquel momento, el estado de Balthazar empeoró. Aquel hombre, hacía poco incesantemente sumergido en las alegrías domésticas, que se pasaba horas enteras jugando con sus hijos, se revolcaba con ellos en la alfombra de la sala de visitas o en las calles del jardín, que parecía no poder vivir sino bajo los ojos negros de su Pepita, no se dio ni cuenta del embarazo de su mujer, olvidó vivir en familia y se olvidó a sí mismo. Cuanto más había tardado la Sra. de Claës en preguntarle el motivo de sus preocupaciones, menos se atrevió a hacerlo. Ante aquella idea, le hervía la sangre y le faltaba la voz. Por fin, creyó haber dejado de gustarle a su marido y entonces quedó seriamente alarmada. Aquel temor se le metió dentro, la desesperó, la exaltó, se convirtió en principio de muchas horas melancólicas, y de tristes ensoñaciones. Justificó a Balthazar a costa suya hallándose fea y vieja; después atisbó un pensamiento generoso, pero humillante para ella, en aquel trabajo por el que él se componía una fidelidad negativa, y quiso devolverle su independencia dejando que se instalara uno de esos divorcios secretos, la palabra de la felicidad de la que parecen gozar algunos matrimonios. No obstante, antes de decir adiós para siempre a la vida conyugal, procuró leer en el fondo de aquel corazón, pero lo halló cerrado. Insensiblemente, fue viendo a Balthazar volverse indiferente a todo lo que había amado, descuidar sus tulipanes en flor, y no pensar más en sus hijos. Seguramente se estaba entregando a alguna pasión de fuera de los afectos del corazón, pero que, según las mujeres, no deja de secarlo. El amor se había dormido y no ido. Si bien aquello fue un consuelo, la desgracia no dejó de ser la misma. La continuidad de aquella crisis se explica en una sola palabra, la esperanza, secreto de todas esas situaciones conyugales. En el momento en que la pobre mujer llegaba a un grado de desesperación que le prestaba el valor de interrogar a su marido, precisamente, entonces recuperaba dulces momentos durante los cuales Balthazar le demostraba que, si bien era presa de algunos pensamientos diabólicos[958], estos le permitían volver a ser él mismo de vez en cuando. Durante aquellos instantes en los que se despejaba su cielo, ella se apresuraba demasiado a disfrutar de su felicidad como para turbarla con importunidades; después, cuando había reunido el valor para preguntar a Balthazar, en el mismo momento en que iba a hablar, él se le escapaba de inmediato, la abandonaba bruscamente, o bien caía en el abismo de sus meditaciones, de donde nada podía sacarle. Pronto comenzó sus estragos la reacción de lo moral sobre lo físico[959]; al principio imperceptibles, pero, no obstante, captables para el ojo de una mujer amante que seguía el pensamiento secreto de su marido en sus mínimas manifestaciones. Muchas veces le costaba retener las lágrimas al verlo, después de cenar, postrado en una poltrona en el rincón del fuego, taciturno y pensativo, con los ojos detenidos en un entrepaño negro sin darse cuenta del silencio que reinaba a su alrededor. Observaba con terror los insensibles cambios que iban degradando aquel rostro que el amor había hecho sublime para ella; cada día se retiraba más de él la vida del alma, y el armazón quedaba sin expresión alguna. A veces, los ojos adquirían un color vítreo, parecía que la vista se daba la vuelta y se ejercía en el interior[960]. Cuando los niños estaban acostados, tras unas horas de silencio y de soledad, llenas de pensamientos espantosos, si la pobre Pepita se aventuraba a preguntar: «Amigo mío, ¿sientes dolor?», a veces Balthazar no contestaba; o, si contestaba, volvía en sí con un escalofrío, como un hombre arrancado del sueño con sobresalto, y decía un no seco y cavernoso que caía pesadamente sobre el corazón de su mujer palpitante. Aunque ella quiso ocultar a sus amigos la extraña situación en la que se hallaba, no tuvo, no obstante, más remedio que hablar de ella. Según la costumbre de las ciudades pequeñas, la mayoría de los salones habían hecho del trastorno de Balthazar el tema de sus conversaciones, y ya en ciertas sociedades se sabían varios detalles ignorados de la Sra. de Claës. Por lo mismo, a pesar del mutismo exigido por la cortesía, algunos amigos dieron testimonio de tan ardientes preocupaciones, que ella se apresuró a justificar las singularidades de su marido: «El Sr. Balthazar, decía, había emprendido un gran trabajo que le tenía absorbido, pero cuyo logro había de ser motivo de gloria para su familia y para su patria». Aquella misteriosa explicación acariciaba demasiado la ambición de una ciudad en la que, más que en ninguna otra, reina el amor por la tierra y el deseo de su ilustración, como para que no produjese en los ánimos una reacción favorable al Sr. Claës. Las suposiciones de su mujer eran, hasta cierto punto, bastante fundadas. Varios obreros de diversas profesiones habían trabajado mucho tiempo en el desván de la casa de delante, a la que Balthazar se iba desde muy temprano. Tras haber hecho en él retiros cada vez más largos, a los que se habían ido acostumbrando insensiblemente su mujer y su gente, Balthazar había llegado a permanecer en él días enteros. Pero, ¡inaudito dolor!, la Sra. de Claës se enteró por las humillantes confidencias de sus buenas amigas, extrañadas de su ignorancia, de que su marido no dejaba de comprar en París instrumentos de física, materiales preciosos, libros, máquinas, y que se estaba arruinando, al decir, por buscar la piedra filosofal. Que ella tenía que pensar en sus hijos, añadían las amigas, en su propio porvenir, y que sería una criminal por no emplear su influencia para desviar a su marido del camino errado en el que se había metido. Si bien la Sra. de Claës recuperó su impertinencia de gran dama para imponer silencio a aquellos absurdos discursos, fue presa de terror a pesar de su aparente seguridad, y resolvió abandonar su papel de abnegación. Provocó una de esas situaciones en las que una mujer está con su marido en términos de igualdad; menos temblorosa así, se atrevió a preguntarle a Balthazar la razón de su cambio y el motivo de su constante retiro. El flamenco frunció las cejas y le contestó: «Querida mía, no entenderías nada[961]».

Un día, Joséphine insistió en conocer aquel secreto, quejándose con suavidad de no compartir todo el pensamiento de aquel cuya vida compartía. «Ya que tanto te interesa, contestó Balthazar conservando a su mujer en sus rodillas y acariciándole su negra melena, te diré que me he vuelto a poner a la química, y que soy el hombre más feliz del mundo».

Dos años después del invierno en el que el Sr. Claës se había vuelto químico, su casa había cambiado de aspecto. Fuera que la sociedad se diese por sacudida con la perpetua distracción del sabio, o que creyese molestarle; fuera que sus secretas ansiedades hubiesen vuelto a la Sra. de Claës menos agradable, ya solo veía a sus amigos íntimos. Balthazar no iba a ningún sitio, se pasaba el día entero encerrado en su laboratorio, a veces se quedaba por la noche, y no aparecía en el seno de su familia hasta la hora de la cena. A partir del segundo año, dejó de pasar el buen tiempo en su casa de campo, que su mujer ya no quiso habitar sola. A veces Balthazar salía de su casa, se paseaba y hasta el día siguiente no volvía, dejando a la Sra. de Claës durante toda una noche entregada a mortales preocupaciones; tras haberle mandado buscar infructuosamente por una ciudad cuyas puertas estaban cerradas de noche[962], no podía mandar en su persecución al campo. La desdichada mujer ya ni siquiera tenía entonces esa esperanza mezclada de angustias que da la espera, y sufría hasta el día siguiente. Balthazar, que había olvidado la hora del cierre de las puertas, llegaba al día siguiente con toda tranquilidad sin sospechar las torturas que su distracción debía de imponerle a su familia; y la felicidad de volver a verlo era para su mujer una crisis tan peligrosa como podían serlo sus aprensiones; se callaba, no se atrevía a preguntarle, porque, a la primera pregunta que hizo, le había contestado con aire sorprendido: «¡Anda!, pues qué, ¿es que no puede uno dar un paseo?». Las pasiones no saben engañar. Así pues, las preocupaciones de la Sra. de Claës justificaron los rumores que se había complacido en desmentir. Su juventud la había acostumbrado a conocer la cortés compasión de la gente; para no sufrirla una segunda vez, se encerró más estrechamente en el recinto de su casa, de la que se retiró todo el mundo, incluso sus últimos amigos. El desaliño en la ropa, siempre tan degradante para un hombre de la clase alta, se hizo tal en Balthazar, que, entre tantas causas de pesares, no fue ello una de las menos sensibles de las que se afectó aquella mujer acostumbrada a la exquisita pulcritud de las flamencas. De concierto con Lemulquinier, ayuda de cámara de su marido, Joséphine acudió durante cierto tiempo a la diaria devastación de la ropa, pero hubo que renunciar a ello. El mismo día en que, sin que se enterase Balthazar, se habían cambiado por prendas nuevas las que estaban manchadas, rasgadas o agujereadas, él las convertía en harapos. Aquella mujer feliz durante quince años, y cuyos celos jamás se habían despertado, halló de pronto no ser aparentemente nada en el corazón en el que reinaba hacía poco. Española de origen, el sentimiento de la mujer española rugió en ella cuando descubrió que tenía una rival en la Ciencia que le quitaba a su marido; los tormentos de los celos le devoraron el corazón y renovaron su amor. Pero ¿qué hacer contra la Ciencia? ¿Cómo combatir su poder incesante, tiránico y creciente? ¿Cómo matar a una rival invisible? ¿Cómo puede una mujer, cuyo poder está limitado por la naturaleza, luchar con una idea cuyos goces son infinitos y cuyos atractivos siempre nuevos? ¿Qué probar contra la coquetería de las ideas que se renuevan, renacen más hermosas en las dificultades, y arrastran a un hombre tan lejos del mundo que olvida hasta sus afectos más queridos? Por fin, un día, a pesar de las órdenes severas que Balthazar había dado, su mujer quiso al menos no abandonarlo, encerrarse con él en aquel desván al que él se retiraba[963], combatir cuerpo a cuerpo con su rival asistiendo a su marido durante las largas horas que él le prodigaba a aquella terrible amante. Quiso deslizarse secretamente en aquel misterioso taller de seducción, y adquirir el derecho de quedarse en él para siempre. Intentó, pues, compartir con Lemulquinier el derecho de entrar en el laboratorio; pero, para no hacerle testigo de una disputa que temía, esperó a un día en que su marido prescindiese del ayuda de cámara. Llevaba algún tiempo estudiando las idas y venidas de aquel criado con odiosa impaciencia; ¿acaso no sabía él todo aquello de lo que ella deseaba enterarse, lo que su marido le ocultaba y lo que no se atrevía a preguntarle?; encontraba a Lemulquinier más favorecido que ella, ella, ¡la esposa!

Acudió, pues, temblorosa y casi feliz; pero, por primera vez en su vida, conoció la ira de Balthazar: apenas había entreabierto la puerta, él se abalanzó sobre ella, la asió, la arrojó reciamente contra la escalera, por la que estuvo a punto de rodar hasta abajo. «¡Alabado sea Dios, existes!», gritó Balthazar levantándola. Una mascarilla de vidrio se había hecho añicos sobre la Sra. de Claës, que vio a su marido pálido, macilento, espantado.

—Querida mía, te tenía prohibido venir aquí —dijo él sentándose en un peldaño de la escalera como un hombre abatido—. Los santos te han librado de la muerte. ¿Por qué casualidad estaban mis ojos fijos en la puerta? Hemos estado a punto de perecer.

—Pues yo me hubiera alegrado mucho —dijo ella.

—Mi experimento ha fallado —prosiguió Balthazar—. A nadie más que a ti puedo perdonar el dolor que me causa este cruel desengaño. Iba a descomponer el ázoe, quizá[964]. Anda, vuelve a tus cosas —Balthazar volvió a entrar en su laboratorio.

«¡Iba a descomponer el ázoe, quizá!», se dijo la pobre mujer mientras volvía a su habitación, en la que se deshizo en llanto.

Aquella frase era ininteligible para ella. Los hombres, acostumbrados por su educación a concebirlo todo, no saben cuán horrible es para una mujer el no poder comprender el pensamiento de aquel a quien ama. Más indulgentes de lo que nosotros lo somos, esas divinas criaturas no nos dicen cuándo el lenguaje de sus almas permanece incomprendido; temen hacernos sentir la superioridad de sus sentimientos[965], y esconden sus dolores con tanta alegría como callan sus placeres ignorados; pero, más ambiciosas en amor de cuanto lo somos nosotros, quieren casarse con algo más que con el corazón del hombre, quieren también todo su pensamiento. Para la Sra. de Claës, el no saber nada de la ciencia en la que se afanaba su marido engendraba en su alma un despecho más violento que el causado por la belleza de una rival. Una lucha de mujer a mujer deja a aquella que más ama la ventaja de amar mejor; pero ese despecho engendra impotencia y humilla todos los sentimientos que nos ayudan a vivir. ¡Joséphine no sabía! Existía, para ella, una situación en la que su ignorancia la separaba de su marido. Por fin, última tortura, y la más intensa, él estaba con frecuencia entre la vida y la muerte, corría peligros, lejos de ella y junto a ella, sin que ella los compartiese, sin que ella los conociese. Era, como el infierno, una cárcel moral sin salida, sin esperanza. La Sra. de Claës quiso al menos conocer los atractivos de aquella ciencia, y se puso a estudiar en secreto química en los libros. Aquella familia quedó con ello como enclaustrada.

Tales fueron las transiciones sucesivas por las que la desgracia hizo pasar a la Casa Claës, antes de llevarla a esa especie de muerte civil que la aqueja en el momento en que da comienzo esta historia.

Aquella situación violenta se complicó. Como todas las mujeres apasionadas, la Sra. de Claës era de un inaudito desprendimiento. Los que aman de veras saben cuán poca cosa es el dinero al lado de los sentimientos[966], y con qué dificultad se añade a ellos. No obstante, Joséphine se enteró, no sin una cruel emoción, de que su marido debía trescientos mil francos hipotecados sobre sus propiedades. La autenticidad de los contratos sancionaba las preocupaciones, los rumores, las conjeturas de la ciudad. La Sra. de Claës, alarmada con razón, no tuvo más remedio, tan orgullosa ella, que preguntar al notario de su marido, ponerle en el secreto de sus dolores o dejarle adivinarlos, y oír por fin esta humillante pregunta: «¿Cómo, no le ha dicho nada aún el Sr. Claës?». Por fortuna, el notario de Balthazar le era medio pariente, y he aquí el cómo. El abuelo del Sr. Claës se había casado con una Pierquin[967] de Amberes, de la misma familia que los Pierquin de Douai. Desde aquella boda, estos, si bien extraños a los Claës, los trataban de primos. El Sr. Pierquin, joven de veintiséis años que acababa de suceder en el puesto a su padre, era la única persona que tenía acceso a la Casa Claës. La Sra. de Balthazar[968] llevaba varios meses viviendo en una soledad tan completa que el notario no tuvo más remedio que confirmarle la noticia de los desastres ya conocidos en toda la ciudad. Le dijo que, verosímilmente, su marido debía considerables sumas a la casa que le proporcionaba productos químicos. Tras haber indagado la fortuna y la consideración de que gozaba el Sr. Claës, aquella casa acogía todas sus solicitudes y realizaba los envíos sin preocupación, a pesar de la extensión de los créditos. La Sra. de Claës encargó a Pierquin que pidiera el memorial de las provisiones hechas a su marido. Dos meses después, los Sres. Protez y Chiffreville[969], fabricantes de productos químicos, enviaron un estado de cuenta que ascendía a cien mil francos. La Sra. de Claës y Pierquin estudiaron aquella factura con creciente sorpresa. Si bien muchos artículos, expresados científica o comercialmente, eran para ellos ininteligibles, quedaron espantados de ver anotadas en cuenta partidas de metales y diamantes de todas las especies, pero en pequeñas cantidades. El total de la deuda se explicaba fácilmente por la multiplicidad de los artículos, por las precauciones que exigía el transporte de ciertas sustancias o el envío de algunas máquinas preciosas, por el precio exorbitante de varios productos que no se obtenían sin gran dificultad o a los que su escasez hacía caros, y, en fin, por el valor de los instrumentos de física o de química confeccionados según las instrucciones del Sr. Claës. El notario, en interés de su primo, había solicitado informaciones sobre Protez y Chiffreville, y la probidad de aquellos comerciantes no podía sino tranquilizarles en lo tocante a la moralidad de sus operaciones con el Sr. Claës, a quien, por otro lado, solían dar parte de los resultados obtenidos por los químicos de París, con el fin de evitarle gastos. La Sra. de Claës rogó al notario que ocultase a la sociedad de Douai la naturaleza de aquellas adquisiciones, que habrían sido tachadas de locuras; pero Pierquin le contestó que ya, para no debilitar la consideración de que gozaba Claës, había retrasado él hasta el último momento las obligaciones notariales que, al fin, había exigido la importancia de las cantidades prestadas con toda confianza por sus clientes. Desveló la extensión de la llaga diciéndole a su prima que, si no hallaba ella medio de impedirle a su marido que gastase su fortuna tan locamente, en seis meses los bienes patrimoniales estarían gravados por hipotecas que rebasarían su valor. Por lo que a él tocaba, añadió, las observaciones que le había hecho a su primo, con los miramientos debidos a un hombre tan justamente considerado, no habían tenido la menor influencia. De modo terminante, Balthazar le había contestado que estaba trabajando para la gloria y para la fortuna de su familia. Así, a todas las torturas de corazón que la Sra. de Claës llevaba soportando desde hacía dos años, cada una de las cuales se añadía a la otra y aumentaba el dolor del momento con todos los dolores pasados, se unió un horrendo, incesante temor, que le hacía espantoso el porvenir. Las mujeres tienen presentimientos cuya justeza tiene algo de prodigio[970]. ¿Por qué, en general, sienten más temblor que esperanza cuando se trata de los intereses de la vida? ¿Por qué no tienen fe sino para las grandes ideas del porvenir religioso? ¿Por qué adivinan tan hábilmente las catástrofes de fortuna o las crisis de nuestros destinos? Tal vez el sentimiento que las une al hombre al que aman las hace sopesar admirablemente sus fuerzas, estimar sus facultades, conocer sus gustos, sus pasiones, sus vicios, sus virtudes; el perpetuo estudio de esas causas en presencia de las que sin cesar se hallan les da seguramente el poder fatal de prever sus efectos en todas las situaciones posibles. Lo que ven desde el presente les hace juzgar el porvenir con una habilidad explicada de modo natural por la perfección de su sistema nervioso, que les permite captar incluso los diagnósticos más leves del pensamiento y de los sentimientos. Todo en ellas vibra al unísono de las grandes conmociones morales[971]. O sienten, o ven. Ahora bien, aunque separada de su marido desde hacía dos años, la Sra. de Claës presentía la pérdida de su fortuna. Había apreciado la reflexiva fogosidad, la inalterable constancia de Balthazar; si era cierto que estaba intentando hacer oro, había de arrojar con perfecta insensibilidad su último trozo de pan al crisol; pero ¿qué estaba buscando? Hasta ahí, el sentimiento maternal y el amor conyugal se habían confundido tan bien en el corazón de aquella mujer, que nunca sus hijos, igualmente queridos por ella y por su marido, se habían interpuesto entre ellos. Pero de repente, a veces fue más madre de cuanto era esposa, aunque con más frecuencia fuera esposa que madre. Y no obstante, por muy dispuesta que pudiese estar a sacrificar su fortuna e incluso a sus hijos a la felicidad de aquel que la había escogido, amado, adorado, y para quien ella era aún la única mujer que había en el mundo, los remordimientos que le causaba la debilidad de su amor maternal daban con ella en horribles alternativas. Así, como mujer, sufría en su corazón; como madre, sufría en sus hijos y, como cristiana, sufría por todos. Callaba y contenía aquellas crueles tempestades en su alma. Su marido, único árbitro de la suerte de la familia, era dueño de regir su destino a su antojo, no le debía cuentas sino a Dios. Por otro lado, ¿podía ella reprocharle el empleo de su fortuna, tras el desinterés del que había dado pruebas durante diez años de matrimonio? ¿Era ella juez de sus designios? Pero su conciencia, de acuerdo con el sentimiento y las leyes, le decía que los padres eran los depositarios de la fortuna, y no tenían derecho a enajenar la felicidad material de sus hijos. Para no resolver estas altas cuestiones, prefería cerrar los ojos, según la costumbre de la gente que se niega a ver el abismo a cuyo fondo sabe que tendrá que precipitarse. Hacía seis meses que su marido no le entregaba dinero para los gastos de su casa. Ella mandó vender secretamente en París los ricos aderezos de diamantes que su hermano le había regalado el día de su boda, e introdujo en su casa el más estricto ahorro. Despidió al aya de sus hijos, e incluso a la nodriza de Jean. Antaño el lujo de los carruajes era ignorado de la burguesía, a la vez tan humilde en sus costumbres y tan orgullosa en sus sentimientos; así pues, nada se tenía previsto en la Casa Claës para aquel invento moderno, Balthazar no tenía más remedio que tener su cuadra y su cochera en una casa de enfrente de la suya; sus ocupaciones ya no le permitían vigilar esa parte del hogar que atañe esencialmente a los hombres; la Sra. de Claës suprimió el oneroso gasto de las carrozas y de los sirvientes a quienes el aislamiento de la familia hacía inútiles y, no obstante la bondad de aquellas razones, en absoluto intentó colorear sus reformas con pretextos. Hasta ahora los hechos habían desmentido sus palabras, y el silencio era en adelante lo que más convenía. El cambio del pasar de los Claës no era justificable en un país en el que, como en Holanda, todo aquel que gasta todas sus rentas pasa por loco. Lo único, que, como su hija mayor, Marguerite, iba a cumplir dieciséis años, Joséphine pareció querer hacerle una buena alianza y situarla en el mundo como convenía a una muchacha ligada a los Molina, a los Van Ostrom-Temninck y a los Casa Real. Unos días antes de aquel durante el cual da comienzo esta historia, el dinero de los diamantes estaba agotado. Aquel mismo día, a las tres, al llevar a sus hijos a vísperas, la Sra. de Claës se había encontrado con Pierquin que venía a verla, y que la acompañó hasta San Pedro[972], charlando en voz baja sobre su situación.

Prima —dijo—, no podría, sin faltar a la amistad que me une a su familia, ocultar a Vd. el peligro en el que está, y no rogarle que lo considere con su marido. Quién sino usted puede detenerle al borde del abismo por el que caminan. Las rentas de los bienes hipotecados no bastan para pagar los intereses de las cantidades prestadas; de modo que a día de hoy está Vd. sin renta alguna. Si talara las maderas que posee, ello sería privarse de la única posibilidad de salvación que le quedará en el futuro. Mi primo Balthazar es en este momento deudor de una suma de treinta mil francos a la casa Protez y Chiffreville de París, ¿con qué los va usted a pagar, con qué va a vivir? y ¿qué va a ser de usted si Claës sigue pidiendo reactivos, objetos de cristal, pilas de Volta[973] y otras fruslerías? Toda su fortuna, menos la casa y el mobiliario, se ha disipado en gas y en carbón. Cuando anteayer se habló de hipotecar su casa, ¿sabe usted cuál fue la respuesta de Claës?: «¡Diablos!». Esa es la primera muestra de raciocinio que da en tres años.

La Sra. de Claës estrechó dolorosamente el brazo de Pierquin, alzó los ojos al cielo y dijo:

—Guárdenos el secreto.

A pesar de su devoción, la pobre mujer, aniquilada por aquellas palabras de fulminante claridad, no pudo rezar, se quedó sentada en su silla entre sus hijos, abrió el misal y no pasó ni una hoja; había caído en una contemplación tan absorbente como las meditaciones de su marido. El honor español y la probidad flamenca resonaban en su alma con una voz tan poderosa como la del órgano. ¡La ruina de sus hijos se había consumado! Entre ellos y el honor de su padre, no había que dudar más. La exigencia de una lucha próxima entre ella y su marido la espantaba; él era a sus ojos tan grande, tan imponente, que la sola perspectiva de su ira la agitaba tanto como la idea de la majestad divina. De modo que iba a salir de aquella constante sumisión en la que había permanecido santamente como esposa. El interés de sus hijos la iba a obligar a contrariar en sus gustos a un hombre al que idolatraba[974]. ¿Acaso no habría que devolverlo con frecuencia a cuestiones positivas, cuando él planeara por las altas regiones de la Ciencia, sacarle violentamente de un porvenir risueño para sumergirlo en lo más repelente que les presenta la materialidad a los artistas y a los grandes hombres? Para ella, Balthazar Claës era un gigante de ciencia, un hombre henchido de gloria; no podía haberla olvidado a ella sino por las más ricas esperanzas; y además, era tan profundamente sensato, ella le había oído hablar con tanto talento sobre las cuestiones de todo tipo, que seguramente era sincero al decir que estaba trabajando para la gloria y la fortuna de su familia. El amor de aquel hombre por su mujer y sus hijos no solo era inmenso, era infinito. Aquellos sentimientos no habían podido abolirse, seguramente se habían engrandecido reproduciéndose bajo una forma distinta. Ella tan noble, tan generosa y tan temerosa, iba a hacer resonar sin descanso en los oídos de aquel gran hombre la palabra dinero y el sonido del dinero; a enseñarle las llagas de la miseria, a hacerle oír los gritos de la angustia, cuando él oyera las melodiosas voces de la fama. ¿Tal vez disminuiría con eso el afecto que Balthazar tenía por ella? Si no hubiera tenido hijos, habría abrazado valientemente y con gusto el nuevo destino que su marido le forjaba. Las mujeres criadas en la opulencia sienten con prontitud el vacío que cubren los goces materiales; y, una vez que su corazón, más cansado que marchito, les ha hecho recuperar esa felicidad que da un intercambio constante de sentimientos sinceros, en absoluto retroceden ante una existencia mediocre, si esta conviene al ser del que se saben queridas. Sus ideas y placeres son sometidos a los caprichos de esa vida de fuera de la suya; para ellas, el único porvenir temible es perderla. Así, en aquel momento, sus hijos separaban a Pepita de su auténtica vida, tanto como Balthazar Claës se había separado de ella por la Ciencia; de modo que, una vez hubo regresado de vísperas y se hubo arrojado a la poltrona, despidió a sus hijos reclamando de ellos el más profundo silencio; después, mandó recado a su marido de que viniera a verla; pero, aunque Lemulquinier, el viejo ayuda de cámara, había insistido para arrancarlo de su laboratorio, Balthazar se había quedado en él. La Sra. de Claës había tenido, pues, tiempo para reflexionar. Y ella también permaneció pensativa, sin prestar atención ni a la hora, ni al tiempo, ni a la luz. El pensamiento de deber treinta mil francos y no poder pagarlos despertó los dolores pasados, los unió con los del presente y los del futuro. Aquella masa de intereses, de ideas, de sensaciones la halló demasiado débil, y se echó a llorar. Cuando vio entrar a Balthazar, cuya fisonomía le pareció en aquella ocasión más terrible, más abstraída, más extraviada de lo que nunca lo había estado; cuando él no le respondió, al principio se quedó fascinada por la inmovilidad de aquella mirada blanca y vacía, por todas las ideas devoradoras que destilaba aquella frente calva. Cuando hubo oído aquella voz despreocupada expresando un deseo científico en el momento en que ella tenía el corazón partido, le volvió el valor; resolvió luchar contra aquella espantosa potencia que le había arrebatado un amante, que les había quitado a sus hijos un padre, a la casa una fortuna, a todos la felicidad. No obstante, no pudo reprimir la constante trepidación que la agitó, pues, en toda su vida, no se había dado escena tan solemne. ¿Acaso aquel terrible momento no contenía virtualmente su futuro, no se resumía en él el pasado completo?

Ahora, la gente débil, las personas tímidas, o aquellas a las que la vivacidad de sus sensaciones les agranda las mínimas dificultades de la vida, los hombres a los que sobrecoge un involuntario temblor ante los árbitros de su destino pueden todos ellos concebir los miles de pensamientos que revolotearon por la cabeza de aquella mujer, y los sentimientos bajo cuyo peso quedó comprimido su corazón cuando su marido se dirigió lentamente hacia la puerta del jardín. La mayoría de las mujeres conocen las angustias de la íntima deliberación contra la que se debatía la Sra. de Claës. Así, incluso aquellas cuyo corazón aún no ha sido violentamente conmovido, sino para declararle a su marido algún excedente de gastos o deudas contraídas en casa de la modista entenderán cuánto se amplían los latidos del corazón cuando en ello va toda la vida. Una mujer hermosa tiene donaire al arrojarse a los pies de su marido, halla recursos en las poses del dolor, mientras que el sentimiento de sus defectos físicos aumentaba aún más los temores de la Sra. de Claës. Por eso, cuando vio a Balthazar a punto de salir, su primer movimiento fue el de abalanzarse hacia él; pero un cruel pensamiento reprimió su impulso, ¡se iba a poner de pie ante él!, ¿acaso no iba a parecerle ridícula a un hombre que, no estando ya sometido a las fascinaciones del amor, podría ver con precisión? Joséphine lo habría perdido todo de buen grado, fortuna e hijos, antes que menguar su pujanza como mujer. Quiso apartar cualquier mala posibilidad en hora tan solemne, y llamó con potencia: «¿Balthazar?». Él se volvió maquinalmente y tosió; pero, sin prestarle atención a su mujer, fue a escupir en una de esas cajitas cuadradas situadas de trecho en trecho a lo largo de los revestimientos de madera, como en todas las viviendas de Holanda y de Bélgica[975]. Aquel hombre, que no se acordaba de nadie, nunca olvidaba las escupideras, tan inveterada estaba aquella costumbre. A la pobre Joséphine, incapaz de darse cuenta de aquella extravagancia, el constante cuidado que su marido tenía por el mobiliario le causaba siempre una inaudita angustia; pero, en aquel momento, fue tan violenta que la sacó de quicio, le hizo gritar con un tono lleno de impaciencia en el que se expresaron todos sus sentimientos heridos:

—¡Pero, señor mío, que le estoy hablando!

—¿Qué significa eso? —contestó Balthazar volviéndose con presteza y lanzando a su mujer una mirada a la que volvía la vida y que fue para ella como un rayo.

—Perdón, amigo mío —dijo ella palideciendo. Quiso levantarse y tenderle la mano, pero volvió a caer sin fuerzas—. ¡Me muero! —dijo con voz entrecortada de sollozos.

Ante aquel panorama, Balthazar tuvo, como toda la gente distraída, una viva reacción y adivinó, por así decir, el secreto de aquella crisis, tomó inmediatamente a la Sra. de Claës en sus brazos, abrió la puerta que daba a la pequeña antesala, y pasó la vieja escalera de madera con tal rapidez que, al haberse enganchado el vestido de su mujer en unas fauces de las tarascas[976] que componían los balaústres, quedó un paño entero arrancado con gran ruido. Dio, para abrirla, una patada a la puerta del vestíbulo común a sus aposentos; pero halló cerrada la habitación de su mujer.

Depositó suavemente a Joséphine en un sillón diciéndose: «Dios mío, ¿dónde está la llave?».

—Gracias, amigo mío —contestó la Sra. de Claës abriendo los ojos—, esta es la primera vez desde hace mucho tiempo que me he sentido tan cerca de tu corazón.

—¡Dios mío! —gritó Claës—, la llave, aquí llega nuestra gente.

Joséphine le hizo señas de que cogiera la llave que estaba atada a un lazo que colgaba del bolsillo. Tras haber abierto la puerta, Balthazar arrojó a su mujer en un sillón[977], salió para impedir a su espantada gente que subiera, dándoles orden de que sirvieran rápidamente la cena, y acudió con premura a reunirse con su mujer.

—¿Qué te pasa, vida mía querida? —dijo sentándose junto a ella y tomándole la mano, que besó.

—¡Ya nada —contestó ella—, ya no padezco dolor! Solo que me gustaría tener el poder de Dios para poner a tus pies todo el oro de la tierra[978].

—¿Por qué oro? —preguntó él. Y atrajo a su mujer a sí, la estrechó y la volvió a besar en la frente—. ¿No me das acaso riquezas mayores queriéndome como me quieres, adorada y preciosa criatura? —prosiguió.

—¡Oh!, Balthazar mío, ¿por qué no podrás disipar las angustias de la vida de todos nosotros, igual que destierras con tu voz el pesar de mi corazón? Por fin, ya lo veo, sigues siendo el mismo.

—¿De qué angustias estás hablando, mi amada?

—¡De que estamos arruinados, amigo mío!

—Arruinados —repitió él. Se puso a sonreír, acarició la mano de su mujer sosteniéndola entre las suyas, y dijo con una voz suave que hacía mucho que no se había vuelto a dejar oír—: Pues mañana, ángel mío, nuestra fortuna tal vez sea sin límites. Ayer, buscando secretos mucho más importantes, creo haber hallado el medio de cristalizar el carbono, la sustancia del diamante[979]. ¡Oh, mi mujer querida!… dentro de unos días me perdonarás mis abstracciones. A veces parece que estoy abstraído. ¿No te he tratado con brusquedad hace un momento? Sé indulgente con un hombre que nunca ha dejado de pensar en ti, cuyos trabajos están llenos a rebosar de ti, de nosotros.

—Basta, basta —dijo ella—, ya hablaremos de todo eso esta noche, amigo mío. Sufría por exceso de dolor, ahora sufro por exceso de placer.

No se esperaba ella volver a ver aquel rostro animado por un sentimiento tan tierno para con ella como antaño lo estaba, ni oír aquella voz que seguía siendo tan dulce como en otro tiempo, ni recuperar todo lo que creía haber perdido.

—Esta noche —prosiguió—, me apetece, charlaremos. Si acaso me absorbiera en alguna meditación, recuérdame esta promesa. Esta noche quiero abandonar mis cálculos, mis trabajos, y zambullirme en todos los gozos de la familia, en los placeres del corazón; porque, Pepita, tengo necesidad de eso, ¡tengo sed!

—¿Me dirás lo que estás buscando, Balthazar?

—Pero, pobre criatura, no entenderías nada.

—¿Tú crees?… ¡Ay!, amigo mío, llevo casi cuatro meses estudiando química para poder hablar de ella contigo. He leído a Fourcroy[980], a Lavoisier[981], a Chaptal[982], a Nollet[983], a Rouelle[984], a Berthollet[985], a Gay-Lussac[986], a Spallanzani[987], a Leuwenhoëk[988], a Galvani[989], a Volta[990], en fin, todos los libros relativos a esa ciencia que tú adoras. Puedes decirme tus secretos.

—¡Oh!, eres un ángel —exclamó Balthazar cayendo a las rodillas de su mujer y derramando lágrimas de ternura que la estremecieron—, ¡nos comprenderemos en todo!

—¡Ah! —dijo ella—, me arrojaría al fuego del infierno que atiza tus hornos por escuchar esas palabras de tu boca y por verte así. —Al oír el paso de su hija en la antecámara, se abalanzó a ella con presteza—. ¿Qué quiere usted, Marguerite? —le dijo a su hija mayor.

—Madre querida, acaba de llegar el Sr. Pierquin. Si se queda a cenar, haría falta ropa blanca, y se le ha olvidado a usted darla esta mañana.

La Sra. de Claës se sacó del bolsillo un manojo de llavecitas y se las entregó a su hija designándole los armarios de madera de las islas que tapizaban aquella antecámara, y le dijo:

—Hija, coja de la derecha, de los servicios de Graindorge[991]. Ya que mi querido Balthazar vuelve hoy a mí, devuélvemelo entero —dijo entrando y dando a su fisonomía una expresión de dulce malicia—. Amigo mío, ve a tu habitación, concédeme la gracia de vestirte, tenemos a Pierquin a cenar. Vamos, quítate esa ropa hecha jirones. Mira, ¿ves estas manchas? ¿A que es ácido muriático[992] o sulfúrico lo que ha bordeado de amarillo todos estos agujeros? Vamos, rejuvenécete, te voy a mandar a Mulquinier en cuanto me cambie de vestido.

Balthazar quiso pasar a su cuarto por la puerta de comunicación, pero se le había olvidado que estaba cerrada por el lado de él. Salió por la antecámara.

—Marguerite, pon la ropa blanca en un sillón y ven a vestirme, no quiero a Martha —dijo la Sra. de Claës llamando a su hija.

Balthazar había tomado a Marguerite y la había girado hacia él con un alegre movimiento diciéndole:

—Buenas tardes, hija mía, estás guapísima hoy con ese vestido de muselina y con ese cinturón rosa. —Luego le dio un beso en la frente y le estrechó la mano.

—¡Mamá, papá me acaba de dar un beso —dijo Marguerite al entrar en la habitación de su madre—, parece muy alegre, muy feliz!

—Hija mía, su padre es un hombre muy grande, lleva casi tres años trabajando por la gloria y la fortuna de su familia, y cree haber alcanzado la meta de sus investigaciones. Este día ha de ser para todos nosotros una hermosa fiesta…

—Mi querida mamá —contestó Marguerite—, nuestra servidumbre estaba tan triste por verlo con ceño, que no estaremos solas en la alegría. ¡Oh!, vamos, póngase otro cinturón, este está muy dado de sí.

—Sea, pero démonos prisa, quiero ir a hablar con Pierquin. ¿Dónde está?

—En la sala de visitas, entreteniéndose con Jean.

—¿Dónde están Gabriel y Félicie?

—Los estoy oyendo en el jardín.

—¡Muy bien, baje usted deprisa a vigilar que no cojan tulipanes!, su padre todavía no los ha visto este año, y hoy podría querer mirarlos al levantarse de la mesa[993]. Dígale a Mulquinier que le suba a su padre todo cuanto necesita para su aseo.

Una vez salió Marguerite, la Sra. de Claës echó un vistazo a sus hijos por las ventanas de su habitación que daban al jardín, y los vio ocupados en mirar uno de esos insectos de alas verdes, relucientes y tachonadas de oro, vulgarmente llamados costureras[994].

—Portaos bien, queridos míos —dijo levantando una parte del cristal, que era de guillotina, y que calzó para ventilar su habitación. Después llamó suavemente a la puerta de comunicación para asegurarse de que su marido no hubiera vuelto a caer en alguna abstracción. Abrió, y le dijo con alegre acento al verlo desvestido—: No me dejarás mucho rato sola con Pierquin, ¿verdad? Te reunirás conmigo enseguida.

Se halló tan presta para bajar que, al oírla, un extraño no hubiera reconocido el paso de una coja.

—El señor, al llevar a la señora en brazos —le dijo el ayuda de cámara, con el que se encontró por la escalera—, ha rasgado el vestido, no es más que un mal trozo de tela; pero le ha roto la mandíbula a esta figura, y no sé quién podrá arreglarla. ¡Fíjese, nuestra escalera deshonrada, con lo bonita que era esta balaustrada!

—¡Bah!, mi pobre Mulquinier, no la mandes componer, no es eso desgracia alguna.

«¿Qué pasará, se dijo Mulquinier, para que esto no sea un desastre? ¿Habrá encontrado mi amo el Absoluto?»[995].

—Buenas tardes, señor Pierquin —dijo la Sra. de Claës abriendo la puerta de la sala de visitas.

El notario acudió para darle el brazo a su prima, pero ella no tomaba nunca otro que no fuera el de su marido; de modo que dio las gracias a su primo con una sonrisa y le dijo:

—Vendrá usted seguramente por los treinta mil francos.

—Sí, señora, al volver a mi casa he recibido una carta de aviso de la casa Protez y Chiffreville, de que ha librado, a cuenta del Sr. Claës, seis letras de cambio de cinco mil francos cada una.

—Bien, no le hable de eso a Balthazar hoy —dijo—. Cene con nosotros. Si por casualidad le preguntase él por qué ha venido, encuentre usted algún pretexto plausible, se lo ruego. Déme la carta, yo le hablaré personalmente de este asunto. Todo va bien —prosiguió ella al ver el asombro del notario—. Dentro de unos meses probablemente devuelva mi marido las cantidades que ha pedido prestadas.

Al oír aquella frase dicha en voz baja, el notario miró a la Señorita de Claës que volvía del jardín, seguida de Gabriel y de Félicie, y dijo:

—Nunca he visto a la Señorita Marguerite tan linda como lo está en este momento.

La Sra. de Claës, que se había sentado en su poltrona y había tomado en sus rodillas al pequeño Jean, alzó la cabeza, y miró a su hija y al notario aparentando un aire indiferente.

Pierquin era de mediana estatura, ni gordo ni delgado, con un rostro vulgarmente hermoso y que expresaba una tristeza más pesarosa que melancólica, una ensoñación más indeterminada que pensativa; pasaba por misántropo, pero era demasiado interesado, demasiado buen comedor como para que su divorcio con el mundo fuera real. Su mirada habitualmente perdida en el vacío, su actitud indiferente, su amanerado silencio parecían acusar profundidad y cubrían en realidad el vacío y la nulidad de un notario exclusivamente ocupado en intereses humanos, pero que se hallaba aún muy joven para ser envidioso. Aliarse con la Casa Claës hubiera sido para él causa de una entrega sin límites, si no tuviera algún sentimiento subyacente de avaricia. Se hacía el generoso, pero sabía contar. Por eso, sin darse a sí mismo razón de sus cambios de modales, sus atenciones eran cortantes, duras y desabridas, como suelen serlo las de los hombres de negocios, cuando Claës le parecía arruinado; luego se volvían afectuosas, acomodaticias y casi serviles cuando les sospechaba alguna salida feliz a los trabajos de su primo. Ora veía en Marguerite Claës una infanta a la que le era imposible acercarse a un simple notario de provincias, ora la consideraba una muchachita harto feliz si él se dignaba hacerla su mujer. Era hombre provinciano, y flamenco, sin malicia; ni siquiera carecía de abnegación ni de bondad; pero tenía un ingenuo egoísmo que dejaba incompletas sus cualidades, y caía en ridículos que estropeaban su persona. En aquel momento, la Sra. de Claës recordó el tono breve con el que le había hablado el notario bajo el pórtico de la iglesia de San Pedro, y observó la revolución que su respuesta había operado en sus modales; adivinó el fondo de sus pensamientos y, con una perspicaz mirada, intentó leer en el alma de su hija para saber si ella pensaba en su primo; pero no vio en ella sino la más perfecta indiferencia. Tras unos instantes, durante los que la conversación giró sobre los rumores de la ciudad, el señor de la casa bajó de su habitación en la que, desde hacía un rato, su mujer oía con inexpresable placer unas botas chirriando en el entarimado. Sus andares, similares a los de un hombre joven y ligero, anunciaban una completa metamorfosis, y la expectativa que su aparición le causaba a la Sra. de Claës fue tan intensa que le costó contener un escalofrío cuando bajó la escalera. Pronto se mostró Balthazar con el traje que a la sazón estaba de moda[996]. Llevaba unas botas con vuelta bien lustradas que dejaban a la vista la parte alta de una media de seda blanca, un calzón de cachemir azul con botones de oro, un chaleco blanco con flores, y un frac azul. Se había hecho la barba, se había peinado la melena, se había perfumado la cabeza, cortado las uñas y lavado las manos con tanto esmero que parecía irreconocible a los que lo habían visto hacía muy poco. En lugar de un anciano casi demente, sus hijos, su mujer y el notario veían un hombre de cuarenta años cuyo afable y pulcro rostro estaba lleno de seducciones. Incluso el cansancio y los sufrimientos que traicionaban la flaqueza de los contornos y la adherencia de la piel a los huesos tenían una especie de donaire.

—Buenas tardes, Pierquin —dijo Balthazar Claës.

Otra vez padre y marido, el químico tomó a su último hijo de las rodillas de su mujer, y lo elevó por el aire haciéndole bajar con rapidez y volviendo a levantarlo alternativamente.

—Mire usted a este niño —dijo al notario—. ¿No le da ganas de casarse una criatura tan bonita? Créame, amigo mío, los placeres de la familia le consuelan a uno de todo. ¡Brr! —dijo levantando a Jean—. ¡Pum! —exclamaba dejándolo en el suelo—. ¡Brr! ¡Pum!

El niño se reía a carcajadas al verse alternativamente en lo alto del techo y en el suelo. La madre desvió los ojos para no traicionar la emoción que le causaba un juego en apariencia tan simple y que, para ella, era toda una revolución doméstica.

—Vamos a ver cómo vas —dijo Balthazar dejando a su hijo en el suelo y yendo a arrojarse en una poltrona. El niño corrió hasta su padre, atraído por el brillo de los botones de oro que cerraban el calzón por encima de la vuelta de las botas—. ¡Eres un cielo! —dijo el padre dándole un beso—, eres un Claës, andas derecho. ¡Bueno! Gabriel, ¿qué tal el padre Morillon? —dijo a su hijo mayor cogiéndole la oreja y retorciéndosela—, ¿te defiendes valientemente contra las traducciones directas e inversas? ¿Les das buenos mordiscos a las matemáticas?

Después Balthazar se levantó, fue hacia Pierquin y le dijo con aquella afectuosa cortesía que le caracterizaba:

—Querido amigo, ¿quizá tenga usted algo que preguntarme? —Le dio el brazo y se lo llevó al jardín, añadiendo—: Venga a ver mis tulipanes…

La Sra. de Claës miró a su marido mientras salía, y no fue capaz de contener su alegría al volver a verlo tan joven, tan afable, tan él otra vez; se levantó, tomó a su hija por la cintura y le dio un beso diciendo:

—Mi querida Marguerite, mi niña adorada, hoy te quiero todavía más que de costumbre.

—Hacía mucho tiempo que no veía a mi padre tan amable —contestó ella.

Lemulquinier vino a anunciar que estaba servida la cena. Para evitar que Pierquin le ofreciese el brazo, la Sra. de Claës tomó el de Balthazar, y toda la familia pasó al comedor.

Aquella estancia cuyo techo se componía de vigas vistas, pero adornadas con pinturas, fregadas y remozadas todos los años, estaba amueblada con altos aparadores de roble sobre cuyas repisas se veían las más curiosas piezas de la vajilla patrimonial. Las paredes estaban tapizadas de cuero[997] violeta sobre el que se habían impreso, en trazos de oro, motivos de caza. Por encima de los aparadores, aquí y allá, brillaban cuidadosamente dispuestas unas plumas de pájaros curiosos y conchas exóticas. Las sillas no se habían cambiado desde principios del siglo XVI[998] y presentaban esa forma cuadrada, esas columnas torneadas y ese respaldo pequeño guarnecido con una tela de listas cuya moda fue tan extendida que Rafael la ilustró en su cuadro llamado La Virgen de la silla[999]. La madera se había puesto negra, pero los clavos dorados relucían como si fueran nuevos y las telas, cuidadosamente renovadas, eran de un admirable color rojo. Flandes revivía allí entero, con sus innovaciones españolas. Encima de la mesa, las jarras y las botellas tenían ese respetable aire que les dan los vientres panzudos del torneado antiguo[1000]. Los vasos eran, por supuesto, esas antiguas copas altas con pie que se ven en todos los cuadros de la escuela holandesa o flamenca. La vajilla de piedra arenisca y adornada con figuras coloreadas al modo de Bernard de Palissy[1001] procedía de la fábrica inglesa de Wedgwood[1002]. La plata era maciza, de paños cuadrados, de realces macizos, auténtica plata familiar cuyas piezas, todas diferentes en cincelado, moda y forma, atestiguaban los principios del bienestar y los progresos de la fortuna de Claës. Las servilletas tenían flecos, moda totalmente española. En cuanto a la ropa blanca, piense todo el mundo que en casa de los Claës el punto de honor consistía en poseerla magnífica. Aquel servicio y aquella plata se destinaban al uso cotidiano de la familia. La casa de delante, en la que se daban las fiestas, tenía su lujo particular, cuyas maravillas reservadas para los días de gala les imprimían esa solemnidad que deja de existir cuando las cosas se desconsideran, por así decir, debido a un uso habitual. En el bloque de atrás, todo estaba marcado con el cuño de una ingenuidad patriarcal. Por fin, delicioso detalle, una parra corría por fuera a lo largo de las ventanas, a las que recamaban los pámpanos por todas partes.

—Permanece usted fiel a las tradiciones, señora —dijo Pierquin al recibir un plato de esa sopa de tomillo en la que las cocineras flamencas u holandesas ponen albondiguillas de carnes amasadas y mezcladas con rebanadas de pan tostado—, ¡esta es la sopa de los domingos que se usa en casa de nuestros padres! Su casa de usted y la de mi tío Des Raquets son las únicas en las que se encuentra esta sopa histórica en los Países Bajos[1003]. ¡Ah!, perdón, el anciano señor Savaron de Savarus[1004] también la manda servir aún orgullosamente en Tournai, en su casa, pero por todos los demás sitios, el antiguo Flandes se va yendo. Ahora los muebles se fabrican a la griega, por todas partes no se ven más que cascos, escudos, lanzas y haces de flechas[1005]. Todo el mundo está reconstruyendo la casa, vendiendo los muebles viejos, fundiendo la plata o trocándola por porcelana de Sèvres, que no tiene comparación ni con la vieja de Sajonia ni con las chinescas. ¡Oh!, yo soy flamenco en el alma. Por eso me sangra el corazón al ver a los caldereros comprar, por lo que vale la madera o el metal, nuestros hermosos muebles incrustados de cobre o de estaño. Pero el Estado social quiere cambiar de piel, creo yo. ¡Ni los procedimientos del arte están libres de perderse! Cuando es necesario que todo vaya rápido, nada se puede hacer concienzudamente. Durante mi último viaje a París, me llevaron a ver las pinturas expuestas en el Louvre. Les doy mi palabra de honor de que esos lienzos sin aire, sin profundidad, en los que los pintores temen poner color, son pantallas[1006]. Y quieren, según dicen, trastocar nuestra vieja escuela. ¡Ah!, ¿mmm?…

—Nuestros antiguos pintores —contestó Balthazar— estudiaban las diversas combinaciones y la resistencia de los colores sometiéndolos a la acción del sol y de la lluvia[1007]. Pero tiene usted razón: hoy día los recursos materiales del arte se cultivan menos que nunca.

La Sra. de Claës no escuchaba la conversación. Al oírle decir al notario que estaban de moda los servicios de porcelana, inmediatamente había concebido la luminosa idea de vender la plata maciza procedente de la herencia de su hermano, esperando así poder saldar los treinta mil francos debidos por su marido.

—¡Ah!, ¡ah! —le estaba diciendo Balthazar al notario cuando la Sra. de Claës se reintegró a la conversación—, ¿en Douai está la gente interesada en mis trabajos?

—Sí —contestó Pierquin—, todo el mundo se pregunta en qué se estará gastando usted tanto dinero. Ayer oía al Sr. primer presidente deplorar que un hombre de la condición de Vd. buscase la piedra filosofal[1008]. Entonces me permití contestar que era usted demasiado instruido como para no saber que eso era medirse con lo imposible, demasiado cristiano para creer vencer a Dios, y, como todos los Claës, demasiado buen calculador como para cambiar su dinero por polvos de la madre Celestina. No obstante, le confesaré que he compartido los pesares que su encierro causa a toda la sociedad. Ya no forma usted realmente parte de la ciudad. En verdad, señora, hubiese quedado encantada de haber podido oír los elogios que todo el mundo se complació en hacer de usted y del Sr. Claës.

—Se ha comportado usted como un buen pariente rechazando imputaciones cuyo menor mal sería dejarme en ridículo —contestó Balthazar—. ¡Ah! ¡Conque los douaisienses me creen arruinado! Bien, mi querido Pierquin, dentro de dos meses[1009] daré, para celebrar el aniversario de mi boda, una fiesta cuya magnificencia me devolverá la estima que nuestros queridos compatriotas conceden a los escudos.

La Sra. de Claës se ruborizó intensamente. Desde hacía dos años aquel aniversario había sido olvidado. Parecido a esos locos que tienen momentos durante los cuales brillan sus facultades con inusitado esplendor, nunca Balthazar había sido tan espiritual en su cariño. Se mostró lleno de atenciones para con sus hijos, y su conversación fue seductora de gracejo, de ingenio, de oportunidad. Aquel regreso de la paternidad, ausente desde hacía tanto, era, por cierto, la más hermosa fiesta que hubiese podido dar a su mujer, para quien su palabra y su mirada habían recuperado esa constante simpatía de expresión que se siente de corazón a corazón y que demuestra una deliciosa identidad de sentimiento.

El viejo Lemulquinier parecía rejuvenecerse, iba y venía con un insólito júbilo causado por el logro de sus secretas esperanzas. El cambio tan repentinamente operado en los modales de su amo era aún más significativo para él que para la Sra. de Claës. Allí donde la familia veía la felicidad, el ayuda de cámara veía una fortuna. Al ayudar a Balthazar en sus manipulaciones, se había desposado con su locura. Ya fuera que hubiese captado el alcance de sus investigaciones en las explicaciones que al químico se le escapaban cuando la meta se escabullía de las propias manos, ya fuera que la innata tendencia del hombre a la imitación le hubiese hecho adoptar las ideas de aquel en cuya atmósfera vivía, Lemulquinier había concebido por su amo un sentimiento supersticioso mezclado de terror, de admiración y de egoísmo. El laboratorio era para él lo que es para el pueblo una administración de lotería, la esperanza organizada. Todas las noches se acostaba diciendo: «¡Tal vez mañana nademos en oro!». Y al día siguiente se despertaba con una fe siempre tan viva como la víspera. Su nombre indicaba un origen flamenco de pura cepa. Antaño a la gente del pueblo solo se la conocía por un mote sacado de su profesión, de su tierra, de su configuración física o de sus cualidades morales. Aquel mote se convertía en apellido de la familia burguesa que fundaban al ser manumitidos. En Flandes, los mercaderes de hilo de lino se llamaban mulquiniers, y tal era seguramente la profesión del hombre que, entre los antepasados del viejo criado, pasó del estado de siervo al de burgués[1010], hasta que desconocidas desdichas devolvieron al nieto del mulquinier a su primitivo estado de siervo, más el sueldo. La historia de Flandes, de su hilo y de su comercio se reunía, pues, en aquel viejo criado, muchas veces llamado por eufonía Mulquinier. Su carácter y su fisionomía no carecían de originalidad. Su rostro de forma triangular era ancho, alto y pespunteado por una viruela que le había dado fantásticas apariencias, dejando en él una multitud de trazados blancos y brillantes. Flaco y de elevada estatura, tenía unos andares serios, misteriosos. Sus ojuelos, anaranjados como la peluca amarilla y lisa que llevaba en la cabeza[1011], no lanzaban sino miradas oblicuas. Su exterior estaba, pues, en armonía con el sentimiento de curiosidad que despertaba. Su cualidad de preparador iniciado en los secretos de su amo, sobre cuyos trabajos guardaba silencio, le revestía de cierta magia. Los habitantes de la calle de París le miraban pasar con un interés mezclado de temor, porque tenía respuestas sibílicas y siempre preñadas de tesoros. Orgulloso de serle imprescindible a su amo, ejercía sobre sus compañeros una especie de autoridad importuna, que él mismo disfrutaba obteniendo concesiones de esas que le hacían medio amo en la casa. Al revés que los criados flamencos, que están extremadamente apegados a la casa, él no tenía afecto sino a Balthazar. Así afligiese algún pesar a la Sra. de Claës, o llegase a la familia algún acontecimiento favorable, él se comía su pan con mantequilla y se bebía su cerveza con su flema habitual.

Una vez acabada la cena, la Sra. de Claës propuso tomar el café en el jardín, ante el macizo de tulipanes que adornaba su centro. Las macetas de barro en las que estaban los tulipanes, cuyos nombres se leían en pizarras grabadas, habían sido enterradas y dispuestas de modo que formasen una pirámide en cuya cúspide se elevaba un tulipán boca de dragón que Balthazar era el único en poseer. Aquella flor, llamada Tulipa claësiana[1012], reunía los siete colores, y sus largas escotaduras parecían doradas en los bordes. El padre de Balthazar, que varias veces había rechazado diez mil florines[1013] por ella, tomaba tan grandes precauciones para que no pudiesen robar ni una sola semilla, que la guardaba en la sala de visitas y muchas veces se pasaba días enteros contemplándola. El tallo era enorme, recto, firme, de un verde admirable; las proporciones de la planta se encontraban en armonía con el cáliz, cuyos colores se distinguían por esa brillante nitidez que antaño tanto precio daba a estas fastuosas flores.

—Hay aquí treinta o cuarenta mil francos de tulipanes —dijo el notario mirando alternativamente a su prima y el macizo de mil colores. La Sra. de Claës estaba demasiado entusiasmada por el aspecto de aquellas flores a las que los rayos del sol poniente hacían parecer pedrerías, como para captar bien el sentido de la observación notarial—. ¿Para qué sirve esto? —prosiguió el notario dirigiéndose a Balthazar—, debería usted venderlos.

—¡Bah!, ¡si tendré yo necesidad de dinero! —contestó Claës haciendo el gesto de un hombre al que cuarenta mil francos se le antojaban poca cosa.

Hubo un momento de silencio durante el cual los niños hicieron varias exclamaciones.

—Mira, mamá, aquel.

—¡Oh!, ¡ese sí que es bonito!

—¿Cómo se llama este de aquí?

—Qué abismo para la razón humana —exclamó Balthazar alzando las manos y reuniéndolas con un gesto desesperado—. Una combinación de hidrógeno y de oxígeno hace surgir debido a sus distintas dosificaciones, en un mismo medio y de idéntico principio, estos colores que constituyen cada uno un resultado diferente[1014].

Su mujer entendía de sobra los términos de aquella proposición, que fue enunciada con demasiada rapidez como para que la alcanzase totalmente; Balthazar recordó que ella había estudiado su ciencia favorita, y le dijo, haciéndole un misterioso signo:

—¡Aunque lo entendieras, aún no sabrías lo que quiero decir! —Y pareció volver a sumirse en una de aquellas meditaciones que le eran habituales.

—Así lo creo yo —dijo Pierquin tomando una taza de café de las manos de Marguerite—. Destierre uno lo natural, que vuelve al galope —añadió muy bajito dirigiéndose a la Sra. de Claës—. Tendrá Vd. la bondad de hablarle personalmente, ni el diablo podría sacarlo de su contemplación. Va listo hasta mañana.

Dijo adiós a Claës, que fingió no oírlo, dio un beso al pequeño Jean, a quien la madre tenía en sus brazos, y, tras haber hecho una profunda reverencia, se retiró. Una vez que sonó la puerta de entrada al cerrarse, Balthazar tomó a su mujer por la cintura y disipó la preocupación que podía darle su fingida ensoñación diciéndole al oído:

—Sabía cómo hacer para echarlo.

La Sra. de Claës volvió la cabeza hacia su marido sin sentir vergüenza de mostrarle las lágrimas que le vinieron a los ojos, ¡eran tan dulces!; luego apoyó la frente en el hombro de Balthazar y dejó escurrir a Jean al suelo.

—Volvamos a la sala de visitas —dijo tras una pausa.

Durante toda la velada, Balthazar fue de una alegría casi loca; inventó mil juegos para sus hijos, y jugó tan bien por la parte que le tocó a él mismo que no se apercibió de dos o tres ausencias que hizo su mujer. Hacia las nueve y media, una vez que Jean estuvo acostado, cuando Marguerite volvió a la sala de visitas tras haber ayudado a su hermana Félicie a desnudarse, halló a su madre sentada en la poltrona grande, y a su padre charlando con ella mientras le tenía cogida la mano. Temió turbar a sus padres y parecía querer retirarse sin hablarles; la Sra. de Claës se dio cuenta y le djio:

—Venga usted, Marguerite, venga, niña mía querida. —Después la atrajo hacia sí y la besó piadosamente en la frente, añadiendo—: Llévese el libro a su habitación y acuéstese temprano.

—Buenas noches, hija mía querida —dijo Balthazar.

Marguerite dio un beso a su padre y se fue. Claës y su mujer se quedaron unos momentos solos, entretenidos en mirar las últimas tintas del crepúsculo, que morían en los follajes del jardín, ya negros, y cuyos recortes apenas se veían en el resplandor. Una vez que se hizo casi de noche, Balthazar dijo a su mujer con voz conmovida:

—Subamos.

Mucho antes de que las costumbres inglesas consagraran la habitación de una mujer como lugar sagrado, la de una flamenca era impenetrable. Las cumplidas amas de casa de aquel país no hacían de ello gala de virtud, sino una costumbre adoptada desde la infancia[1015], una superstición doméstica que convertía un dormitorio en un delicioso santuario en el que se respiraban los sentimientos cariñosos, en el que lo sencillo se unía a todo cuanto de más dulce y más sagrado tiene la vida social. En la particular posición en la que se encontraba la Sra. de Claës, cualquier mujer habría querido reunir a su alrededor las cosas más elegantes; pero ella lo había hecho con exquisito gusto, sabiendo la influencia que ejerce sobre los sentimientos lo que nos rodea. En la habitación de una criatura hermosa, hubiera sido lujo, en ella era una necesidad. Había comprendido el alcance de estas palabras: «¡Guapa, se hace una!», máxima que gobernaba todas las acciones de la primera mujer de Napoleón y con frecuencia la hacía falsa, mientras que la Sra. de Claës era siempre natural y auténtica. Aunque Balthazar conocía de sobra la habitación de su mujer, su olvido de las cosas materiales de la vida había sido tan completo que, al entrar en ella, experimentó dulces escalofríos, como si la estuviese viendo por primera vez. La fastuosa alegría de una mujer triunfante restallaba en los espléndidos colores de los tulipanes que se alzaban del largo cuello de grandes jarrones de porcelana china, hábilmente dispuestos, y en la profusión de unas luces cuyos efectos tan solo podían compararse con los de las más alegres fanfarrias. El resplandor de las velas daba un armonioso brillo a las telas de seda gris de lino cuya monotonía era matizada por los reflejos del oro sobriamente distribuido en unos cuantos objetos, y por los tonos variados de las flores que parecían manojos de pedrería. El secreto de aquellos aderezos era él, ¡siempre él!… Joséphine no podía decirle con más elocuencia a Balthazar que seguía siendo él el principio de sus alegrías y de sus dolores. El aspecto de aquella habitación ponía el alma en un delicioso estado y desterraba cualquier idea triste para no dejar en ella sino el sentimiento de una felicidad uniforme y pura[1016]. La tela del tapizado comprado en China arrojaba ese olor suave que penetra el cuerpo sin fatigarlo. Por fin, las cortinas cuidadosamente echadas traicionaban un deseo de soledad, una celosa intención de guardar los mínimos sonidos de la palabra, y de encerrar allí las miradas del esposo reconquistado. Revestida con su hermosa melena negra perfectamente lisa y que le caía por ambos lados de la frente como dos alas de cuervo, la Sra. de Claës, envuelta en un peinador que le subía hasta el cuello y adornado por una larga esclavina en la que borboteaba el encaje, fue a echar el cortinón de tapiz que no dejaba llegar ningún ruido del exterior. Desde allí, Joséphine lanzó sobre su marido, que se había sentado junto a la chimenea, una de esas alegres sonrisas con las que una mujer espiritual, y cuya alma acude a veces a embellecer el rostro, sabe expresar irresistibles esperanzas. El mayor encanto de una mujer consiste en una llamada constante a la generosidad del hombre, en una graciosa declaración de debilidad con la que le enorgullece, y despierta en él los sentimientos más magníficos. ¿No conlleva acaso mágicas seducciones la confesión de la debilidad? Una vez que las argollas del cortinón se hubieron deslizado sordamente por su barra de madera, se volvió hacia su marido, pareció querer disimular en aquel momento sus defectos corporales apoyando la mano en una silla, para hacerse la remolona con gracia. Era llamarle en auxilio. Balthazar, abismado por un momento en la contemplación de aquella cabeza aceitunada que se destacaba sobre el fondo gris atrayendo y satisfaciendo a la mirada, se levantó para coger en brazos a su mujer y la llevó al diván. Eso era exactamente lo que ella quería.

—Me has prometido —dijo ella cogiéndole la mano, que conservó entre sus manos electrizantes— iniciarme en el secreto de tus investigaciones. Convendrás, amigo mío, en que soy digna de saberlo, ya que he tenido el valor de estudiar una ciencia condenada por la Iglesia para estar en disposición de comprenderte; pero soy curiosa, no me ocultes nada. Así que cuéntame debido a qué casualidad una mañana te levantaste preocupado, cuando la víspera yo te había dejado tan feliz.

—¿Es para oír hablar de química para lo que te has arreglado con tanta coquetería?

—Amigo mío, recibir una confidencia que me hace pasar más adelante en tu corazón, ¿no es acaso para mí el mayor de los placeres, no es un entendimiento de alma que abarca y engendra todas las dichas de la vida? Tu amor vuelve a mí puro y entero, quiero saber qué idea ha sido tan poderosa como para privarme de él tanto tiempo. Sí, estoy más celosa de un pensamiento que de todas las mujeres juntas. El amor es inmenso, pero no es infinito, mientras que la ciencia tiene profundidades sin límites a las que yo no podría verte ir solo. Detesto todo cuanto puede interponerse entre nosotros. Si obtuvieras la gloria tras de la que estás corriendo, yo sufriría por ello; ¿no te daría acaso intensos goces? Nadie más que yo, caballero, ha de ser la fuente de sus placeres[1017].

—No, mi vida, no fue una idea la que me arrojó a este hermoso camino, sino un hombre.

—Un hombre —exclamó ella con terror.

—¿Te acuerdas, Pepita, del oficial polaco al que alojamos en nuestra casa en 1809?

—¡Que si me acuerdo! —dijo ella—. ¡Muchas veces me he impacientado por que la memoria me hiciese volver a ver tan a menudo aquellos dos ojos parecidos a lenguas de fuego, aquellas fosas caballunas encima de sus cejas en las que se veían carbones del infierno, aquel ancho cráneo sin pelo, aquellos bigotes levantados, aquel rostro anguloso, arrasado[1018]!… Y además, ¡qué espantosa serenidad en sus andares!… Si hubiera habido sitio en los albergues, por seguro que no habría dormido aquí.

—Aquel gentilhombre polaco se llamaba el Sr. Adam de Wierzchownia[1019] —prosiguió Balthazar—. Una vez que por la noche nos dejaste solos en la sala de visitas, nos pusimos por casualidad a hablar de química. Él, arrancado por la miseria del estudio de esa ciencia, se había hecho soldado. Creo que fue con motivo de un vaso de agua con azúcar por lo que nos reconocimos como adeptos. Una vez que le hube dicho a Mulquinier que trajera azúcar en terrones[1020], el capitán hizo un gesto de sorpresa. «¿Ha estudiado usted química?», me preguntó. «Con Lavoisier», le contesté. «¡Qué feliz es usted de ser libre y rico!», exclamó. Y sacó de su pecho uno de esos suspiros de hombre que revelan un infierno de dolores oculto bajo un cráneo o encerrado en un corazón, en fin, fue algo ardiente, algo concentrado que la palabra no explica. Remató su pensamiento con una mirada que me heló. Tras una pausa, me dijo que, casi muerta Polonia[1021], se había refugiado en Suecia[1022]. Allí había buscado consuelo en el estudio de la química, por la que siempre había sentido una irresistible vocación. «Bien, añadió, según veo, usted ha reconocido igual que yo que la goma arábiga, el azúcar y el almidón reducido a polvo dan una sustancia absolutamente similar, y al análisis un mismo resultado cualitativo[1023]». Hizo otra pausa y, tras haberme examinado con ojos escrutadores, me dijo confidencialmente y en voz baja unas palabras solemnes de las que lo único que me queda en la memoria al día de hoy es el sentido general; pero las acompañó con una potencia de sonido, con unas inflexiones cálidas y con una fuerza en el gesto que me removieron las entrañas y golpearon mi entendimiento igual que un martillo bate el hierro encima de un yunque. He aquí en abreviatura aquellos razonamientos, que fueron para mí el carbón que Dios puso sobre la lengua de Isaías[1024], pues mis estudios con Lavoisier me permitían percibir todo su alcance. «Caballero, me dijo, la paridad de esas tres sustancias, en apariencia tan distintas, me ha llevado a pensar que todas las producciones de la naturaleza debían tener un mismo principio[1025]. Los trabajos de la química moderna han demostrado la verdad de esa ley, respecto a la parte más considerable de los efectos naturales. La química divide la creación en dos porciones diferenciadas: la naturaleza orgánica, y la naturaleza inorgánica[1026]. Al abarcar todas las creaciones vegetales o animales en las que se manifiesta una organización más o menos perfeccionada, o, para ser más exacto, una motilidad[1027] mayor o menor, que determina en ella más o menos sentimiento, la naturaleza orgánica es, ciertamente, la parte más importante de nuestro mundo. Ahora bien, el análisis ha reducido todos los productos de esa naturaleza a cuatro cuerpos simples que son tres gases: el ázoe, el hidrógeno y el oxígeno; y a otro cuerpo simple no metálico y sólido, el carbono. Al contrario, la naturaleza inorgánica, tan poco variada, desprovista de movimiento, de sentimiento, y a la que se puede negar el don de crecimiento que le concedió Linneo[1028] tan a la ligera, cuenta con cincuenta y tres cuerpos simples[1029] cuyas diferentes combinaciones forman todos sus productos. ¿Es probable que sean más numerosos los medios allí donde existen menos resultados?… Por eso la opinión de mi antiguo maestro[1030] es que esos cincuenta y tres cuerpos tienen un principio común, otrora modificado por la acción de una potencia hoy día extinta, pero que el genio humano debe hacer revivir. Bien, suponga usted por un momento que se despertase la actividad de esa potencia; tendríamos una química unitaria[1031]. Las naturalezas orgánica e inorgánica descansarían verosímilmente en cuatro principios, y, si consiguiéramos descomponer el ázoe, que debemos considerar como una negación, no nos quedarían más que tres. Y con esto ya estamos cerca del gran Ternario[1032] de los antiguos y de los alquimistas de la Edad Media, de los que hacemos mal en burlarnos. La química moderna sigue sin ser otra cosa que eso. Es mucho y es poco. Es mucho porque la química se ha acostumbrado a no retroceder ante dificultad alguna. Es poco en comparación con lo que queda por hacer. ¡Buen favor le ha hecho la casualidad a esta hermosa ciencia! Así, ¿no parecía el diamante, esa lágrima de carbono puro cristalizado, la última sustancia que era posible crear? Los antiguos alquimistas, que creían descomponible el oro y, por consiguiente, hacedero, retrocedían ante la idea de producir el diamante y, no obstante, nosotros hemos descubierto la naturaleza y la ley de su composición. ¡Yo, dijo, he ido más lejos! Un experimento me ha demostrado que el misterioso Ternario con el que llevamos trabajando desde tiempos inmemoriales no se encontrará en modo alguno en los análisis actuales, que carecen de dirección hacia un punto fijo. He aquí, lo primero, el experimento[1033]. Siembre usted unas semillas de berro (por tomar una sustancia entre todas las de la naturaleza orgánica) en flor de azufre (por tomar asimismo un cuerpo simple). Riegue las semillas con agua destilada para no dejar penetrar en los productos de la germinación ningún principio que no sea seguro. Las semillas germinan y crecen en un medio conocido alimentándose solamente de principios conocidos mediante análisis. Corte varias veces el tallo de las plantas, con el fin de procurarse cantidad suficiente de ellas como para obtener, quemándolas, unas cuantas pellas[1034] de cenizas y poder así operar sobre cierta masa; bien, pues al analizar esas cenizas, hallará ácido silícico, alúmina, fosfato y carbonato cálcico, carbonato magnésico, sulfato, carbonato potásico y óxido férrico, como si el berro hubiera brotado en el suelo al borde de las aguas. Ahora bien, esas sustancias no existían ni en el azufre, cuerpo simple, que servía de suelo a la planta, ni en el agua empleada para regarla y cuya composición es conocida; pero, como tampoco están en la semilla, no podemos explicar su presencia en la planta más que suponiendo un elemento común a los cuerpos contenidos en el berro y a los que le han servido de medio. Así el aire, el agua destilada, la flor de azufre y las sustancias que da el análisis del berro, es decir, el potasio, la cal, el magnesio, el aluminio, etc., parecen tener un principio común errante en la atmósfera tal como el sol la compone. ¡De esta experiencia irrecusable, exclamó, yo he deducido la existencia del Absoluto! Una sustancia común a todas las creaciones, modificada por una fuerza única, tal es la posición clara y concisa del problema ofrecido por el Absoluto[1035] y que me ha parecido buscable. Allí encontrará usted el misterioso Ternario, ante el que, en todos los tiempos, se ha arrodillado la humanidad: la materia prima, el medio, el resultado. Hallará ese terrible número Tres en cualquier cosa humana, domina las religiones, las ciencias y las leyes. Aquí, me dijo, la guerra y la miseria detuvieron mis trabajos. Usted es alumno de Lavoisier, es rico y dueño de su tiempo, de modo que puedo ponerle en conocimiento de mis conjeturas. He aquí la meta que me han hecho vislumbrar mis experimentos personales. La MATERIA ÚNICA debe ser un principio común a los tres gases y al carbono. EL MEDIO debe ser el principio común a la electricidad negativa y a la electricidad positiva. Camine usted hacia el descubrimiento de las pruebas que establecerán estas dos verdades, y tendrá la razón suprema de todos los efectos de la naturaleza. ¡Oh!, caballero, cuando uno lleva aquí, dijo golpeándose la frente, la última palabra de la creación, presintiendo el Absoluto, ¿es acaso vivir el ser arrastrado en el movimiento de ese hatajo de hombres que se abalanzan a horas fijas unos sobre otros sin saber lo que están haciendo? Mi vida actual es exactamente lo inverso de un sueño. Mi cuerpo va, viene, actúa, se encuentra en medio del fuego, de los cañones, de los hombres, atraviesa Europa al albur de una potencia[1036] a la que obedezco despreciándola. ¡Mi alma no tiene conciencia alguna de esos actos, permanece paralizada, sumergida en una idea, embotada por esa idea, la búsqueda del Absoluto, de ese principio por el que unas semillas absolutamente similares[1037], puestas en un mismo medio, dan una cálices blancos y la otra cálices amarillos! Fenómeno aplicable a los gusanos de seda, que, alimentados con las mismas hojas y constituidos sin diferencias aparentes, hacen unos seda amarilla y los otros seda blanca; aplicable, en fin, al propio hombre, que con frecuencia tiene legítimamente hijos totalmente disímiles de la madre y de él. Por otro lado, ¿no implica la deducción lógica de este hecho la razón de todos los efectos de la naturaleza? ¡Eh! ¿Qué cosa más conforme a nuestras ideas sobre Dios que creer que él lo hizo todo por el medio más sencillo[1038]?. La adoración pitagórica[1039] por el UNO de la que salen todos los números y que representa la materia única; la adoración por el número DOS, primera agregación y modelo de todas las demás; por el número TRES, que en todo tiempo ha configurado a Dios, es decir la Materia, la Fuerza y el Producto, ¿no resumían tradicionalmente el conocimiento confuso del Absoluto? Stahl[1040], Becher[1041], Paracelso[1042], Agripa[1043], todos los grandes investigadores de causas ocultas tenían como santo y seña al Trismegisto[1044], que quiere decir el gran Ternario. ¡Los ignorantes, acostumbrados a condenar la alquimia, esa química trascendente, seguramente no saben que nosotros trabajamos para justificar las apasionadas búsquedas de aquellos grandes hombres! Una vez hallado el Absoluto, sí que me habría enzarzado con el Movimiento[1045]. ¡Ah!, ¡mientras yo me alimento de pólvora y ordeno a hombres que mueran de modo bastante inútil, mi antiguo maestro va amontonando descubrimiento sobre descubrimiento, vuela hacia el Absoluto! ¡Y yo!, moriré como un perro, en el rincón de una batería».

»Cuando aquel pobre gran hombre recuperó un poco de serenidad, me dijo con una especie de fraternidad conmovedora: “Si encontrase un experimento para hacer, se lo legaría a usted antes de morir”. Pepita mía —dijo Balthazar estrechando la mano de su mujer—, corrieron lágrimas de rabia por las mejillas hundidas de aquel hombre mientras arrojaba en mi alma el fuego de ese razonamiento que ya Lavoisier había hecho tímidamente para sí, sin atreverse a abandonarse a él.

—Cómo —exclamó la Sra. de Claës, que no pudo evitar interrumpir a su marido—, ese hombre, pasando una sola noche bajo nuestro techo, nos quitó tus afectos, destruyó con una sola frase y con una sola palabra la felicidad de una familia. ¡Oh, mi querido Balthazar!, ¿hizo aquel hombre la señal de la cruz?, ¿le examinaste bien? El Tentador es el único que puede tener esos ojos amarillos de los que salía el fuego de Prometeo. Sí, el demonio era el único que podía arrancarte de mí. Desde aquel día, ya no fuiste ni padre, ni esposo, ni cabeza de familia[1046].

—¡Cómo! —dijo Balthazar incorporándose en la habitación y lanzando a su mujer una penetrante mirada—, ¡culpas a tu marido por elevarse por encima de los demás hombres, con el fin de poder arrojar a tus pies la divina púrpura de la gloria, como una mínima ofrenda al lado de los tesoros de tu corazón! Pero ¿es que no sabes lo que llevo haciendo tres años? ¡Dando pasos de gigante!, Pepita mía —dijo animándose. Su rostro le pareció entonces a su mujer más resplandeciente bajo el fuego del genio de cuanto lo había sido bajo el fuego del amor[1047], y lloró al escucharlo—. He combinado el cloro y el ázoe[1048], he descompuesto varios cuerpos hasta ahora considerados simples, he encontrado metales nuevos. Mira —dijo viendo el llanto de su mujer—, he descompuesto las lágrimas[1049]. Las lágrimas contienen un poco de fosfato de cal, cloruro de sodio, mucus y agua. —Siguió hablando sin ver la espantosa convulsión que labró la fisonomía de Joséphine, se había montado en la Ciencia, que se lo llevaba a la grupa, con las alas desplegadas, muy lejos del mundo material—. Este análisis, querida mía, es una de las mejores pruebas del sistema del Absoluto. Toda vida implica una combustión[1050]. Según la mayor o menor actividad del foco, la vida es más o menos persistente. Así, la destrucción de un mineral se retrasa indefinidamente porque en ella la combustión es virtual, latente o insensible. Así, los vegetales, que se renuevan sin cesar por la combinación de la que resulta lo húmedo, viven indefinidamente, y existen varios vegetales contemporáneos del último cataclismo. Pero todas las veces que la naturaleza ha perfeccionado un aparato, que con finalidad ignorada ha arrojado a él el sentimiento, el instinto o la inteligencia, tres grados impresos en el sistema orgánico, esos tres organismos requieren una combustión cuya actividad va en razón directa del resultado obtenido. El hombre, que representa el punto más alto de la inteligencia y que nos ofrece el único aparato del que resulta un poder creador a medias, ¡el pensamiento!, es, entre las creaciones zoológicas, aquella en la que la combustión se halla en su más intenso grado, y cuyos poderosos efectos en cierto modo se hallan revelados por los fosfatos, los sulfatos y los carbonatos que proporciona su cuerpo en nuestro análisis. ¿No podrían ser esas sustancias las huellas que deja en él la acción del fluido eléctrico[1051], principio de toda fecundación? ¿No podría manifestarse en él la electricidad mediante combinaciones más variadas que en cualquier otro animal? ¿No podría tener facultades más grandes que cualquier otra criatura para absorber porciones más fuertes del principio absoluto, y no podría asimilarlas para componer con ellas, en una máquina más perfecta, su fuerza y sus ideas? Yo lo creo así. El hombre es un matraz[1052]. Así, según yo[1053], el idiota sería aquel cuyo cerebro contuviera menos fósforo o cualquier otro producto del electromagnetismo; el loco, aquel cuyo cerebro contuviese demasiado; el hombre ordinario, aquel que tuviese poco; el genio, aquel cuyo cerebro estuviera saturado en un grado conveniente. El hombre constantemente enamorado, el portaestandarte, el bailarín, el gran comedor, son aquellos que desplazarían la fuerza resultante de su aparato eléctrico. Así, nuestros sentimientos…

—Basta, Balthazar; me espantas, estás cometiendo sacrilegio. ¡Vamos! O sea, que mi amor sería…

—Materia etérea que se desprende[1054] —dijo Claës—, y que seguramente es la palabra del Absoluto. De modo que piensa que si yo, ¡yo el primero!, ¡si encuentro, si encuentro, si encuentro! —Al decir aquellas palabras en tres tonos diferentes, su rostro fue subiendo por grados a la expresión del inspirado—. Hago los metales, hago los diamantes, repito la naturaleza —exclamó.

—¿Y eso te va a hacer más feliz? —gritó ella con desesperación—. ¡Maldita Ciencia, maldito demonio! Olvidas, Claës, que estás cometiendo el pecado de orgullo del que fue culpable Satanás. Estás tentando a Dios[1055].

—¡Oh! ¡Oh! ¡Dios!

—¡Y lo niega! —exclamó ella retorciéndose las manos—. Claës, Dios dispone de una fuerza que tú no tendrás nunca.

Ante aquel argumento que parecía anular a su querida Ciencia, miró a su mujer temblando.

—¡Qué! —dijo.

—La fuerza única, el movimiento. Eso es lo que he captado yo a través de los libros que me has forzado a leer. Analiza flores, frutas, vino de Málaga; descubrirás por seguro sus principios, que se dan, como los del berro ese, en un medio que parece serles extraño; puedes, como mucho, encontrarlos en la naturaleza; pero, al reunirlos, ¿harás tú esas flores, esas frutas, el vino de Málaga? ¿Tendrás los incomprensibles efectos del sol, tendrás la atmósfera de España? Descomponer no es crear[1056].

—Si encuentro la fuerza coercitiva, podré crear[1057].

—Nada lo detendrá —gritó Pepita con voz que desesperaba—. ¡Oh!, mi amor ha sido muerto, lo he perdido. —Rompió a llorar, y sus ojos animados por el dolor y por la santidad de los sentimientos que derramaban, brillaron más hermosos que nunca a través de su llanto—. Sí —prosiguió sollozando—, estás muerto para todo. Lo veo, la Ciencia es más poderosa en ti que tú mismo, y su vuelo se te ha llevado demasiado alto como para que vuelvas nunca a bajar a ser el compañero de una pobre mujer. ¿Qué felicidad puedo yo ofrecerte aún? ¡Ah!, querría, triste consuelo, creer que Dios te ha creado para manifestar sus obras y cantar sus alabanzas, que ha encerrado en tu seno una fuerza irresistible que te domina. Pero no, Dios es bueno, te dejaría en el corazón algún pensamiento para una mujer que te adora, para unos hijos a los que tienes obligación de proteger. ¡Sí, el demonio es el único que puede ayudarte a andar solo por medio de esos abismos sin salida, por entre esas tinieblas en las que no estás iluminado por la fe de arriba, sino por una espantosa creencia en tus propias facultades! De otro modo, ¿acaso no te habrías dado cuenta, amigo mío, de que llevas devorados novecientos mil francos en tres años? ¡Oh!, hazme justicia, tú, mi dios en esta tierra, nada te reprocho. Si estuviéramos solos, te traería de rodillas las fortunas de ambos enteras diciéndote: «Toma, arrójalas a tu horno, conviértelas en humo», y me reiría de verlo revolotear. Si fueras pobre, iría a mendigar sin sonrojo para procurarte el carbón necesario para el mantenimiento de tu horno. Por fin, si precipitándome a él te hiciera hallar tu execrable Absoluto, Claës, me precipitaría a él con gozo, ya que tú cifras tu gloria y tu gusto en ese secreto aún sin hallar. Pero ¡y nuestros hijos, Claës, nuestros hijos!, ¡qué va a ser de ellos si tú no adivinas pronto ese secreto del infierno! ¿Sabes por qué venía Pierquin? Venía a pedirte treinta mil francos que debes, sin tenerlos. Tus propiedades ya no son tuyas. Le he dicho que tenías esos treinta mil francos, con el fin de ahorrarte el embarazo en el que te hubieran puesto sus preguntas; pero, para saldar esa cantidad, he pensado en vender nuestra vieja vajilla de plata. —Vio los ojos de su marido próximos a humedecerse, y se arrojó desesperadamente a sus pies alzando hacia él unas manos suplicantes—. Amigo mío —exclamó—, deja por un momento tus investigaciones, ahorremos el dinero necesario para lo que necesites a fin de reanudarlas más tarde, si no puedes renunciar a proseguir tu obra. ¡Oh!, yo no la juzgo, yo aventaré tus hornos si así lo quieres; pero no reduzcas a nuestros hijos a la miseria; ya no eres capaz de quererlos, la Ciencia ha devorado tu corazón, pero no les legues una vida desdichada a cambio de la felicidad que les debías. El sentimiento maternal ha sido con demasiada frecuencia el más débil en mi corazón, sí, ¡muchas veces he deseado no ser madre con el fin de poder unirme más íntimamente a tu alma, a tu vida! Por eso, para ahogar mis remordimientos, debo hacer valer ante ti la causa de tus hijos antes que la mía.

Se le había soltado la melena y le flotaba por los hombros; sus ojos disparaban mil sentimientos como otras tantas saetas, triunfó sobre su rival, Balthazar la tomó, la llevó hasta el diván, se puso a sus pies.

—De modo que te he dado pesadumbres —le dijo con el acento de un hombre que se despertase de un penoso sueño.

—Pobre Claës, todavía nos las darás a pesar tuyo —dijo ella pasándole la mano por el pelo—. Vamos, ven a sentarte a mi lado —dijo señalándole su sitio en el diván—. Mira, lo he olvidado todo, ya que vuelves a nosotros. Bien está, amigo mío, lo repararemos todo, pero ya no te apartarás más de tu mujer, ¿verdad? Di que sí. ¡Déjame, mi gran y hermoso Claës, ejercer sobre tu noble corazón esa influencia femenina tan necesaria para la felicidad de los artistas desdichados, de los grandes hombres dolientes! Trátame con brusquedad, rómpeme si quieres, pero permíteme contrariarte un poco por tu bien. Yo nunca abusaré del poder que tú me concedas. Sé célebre, pero sé feliz también. No prefieras a la Química antes que a nosotros. Escucha, nosotros seremos muy complacientes, le permitiremos a la Ciencia que entre con nosotros en el reparto de tu corazón; pero sé justo, danos a nosotros nuestra mitad. Di, ¿a que es sublime mi desinterés?

Hizo sonreír a Balthazar. Con ese maravilloso arte que poseen las mujeres, se había llevado la pregunta más alta al ámbito de la broma, en el que las mujeres son maestras. No obstante, aunque pareciera reír, su corazón estaba contraído de un modo tan violento que difícilmente recuperaba el movimiento uniforme y suave de su estado habitual; pero, al ver renacer en los ojos de Balthazar la expresión que la hechizaba, que era su gloria particular y le revelaba la entera acción de su antiguo poder que creía perdido, le dijo sonriendo:

—Créeme, Balthazar, la naturaleza nos ha hecho para sentir, y, aunque quieras que no seamos sino máquinas eléctricas[1058], esos gases y esas materias etéreas que dices no explicarán jamás el don que poseemos para vislumbrar el futuro.

—Sí —prosiguió él—, mediante las afinidades[1059]. La potencia de visión que hace al poeta y la potencia de deducción que hace al sabio están cimentadas en afinidades invisibles, intangibles e imponderables que el vulgar coloca en la clase de los fenómenos morales, pero que son efectos físicos. El profeta ve y deduce. Desgraciadamente, esas especies de afinidades son demasiado escasas y demasiado poco perceptibles como para ser sometidas al análisis o a la observación.

—¿O sea —dijo ella robándole un beso para alejar a la Química a la que había despertado de modo tan aciago—, que esto es una afinidad?

—No, es una combinación: dos sustancias del mismo signo no producen ninguna actividad…

—Vamos, cállate —dijo ella—, me matarías de dolor. Sí, no soportaría, querido, ver a mi rival hasta en los arrebatos de tu amor.

—Pero, mi vida querida, si no pienso más que en ti, mis trabajos son la gloria de mi familia, tú estás en el fondo de todas mis esperanzas.

—A ver, mírame.

Aquella escena la había vuelto hermosa como una mujer joven, y de toda su persona su marido no veía sino la cabeza, por encima de una nube de muselinas y encajes.

—Sí, qué equivocado he estado de abandonarte por la Ciencia. Ahora, cuando vuelva a sumirme en mis preocupaciones, Pepita mía, tú me arrancarás de ellas, así lo quiero.

Ella bajó los ojos y se dejó coger la mano, su mayor belleza, una mano a la vez poderosa y delicada.

—Pero yo quiero más aún —dijo.

—Estás tan deliciosamente bella que puedes obtener cualquier cosa.

—Quiero romper tu laboratorio y encadenar a tu ciencia —dijo arrojando fuego por los ojos.

—Bien, pues al diablo la química.

—Este momento borra todos mis dolores —prosiguió ella—. Ahora, hazme sufrir si quieres.

Al oír aquellas palabras, el llanto anegó a Balthazar.

—Tienes razón, solo os veía a través de un velo, y ya no os oía.

—Si solo se hubiera tratado de mí —dijo ella—, habría seguido sufriendo en silencio, sin alzar la voz delante de mi soberano; pero tus hijos necesitan consideración, Claës. Te aseguro que si siguieras disipando así tu fortuna, aunque tu meta fuese gloriosa, el mundo no te la tendría en absoluto en cuenta y su reprobación caería sobre los tuyos. ¿No debe bastarte, a ti, hombre de tan altos alcances, que tu mujer haya atraído tu atención sobre un peligro que no veías? No hablemos más de todo esto —dijo lanzándole una sonrisa y una mirada llenas de coquetería—. Esta noche, Claës mío, no seamos felices a medias.

Al día siguiente de aquella velada tan solemne en la vida de la pareja, Balthazar Claës, de quien seguramente Joséphine había obtenido alguna promesa en lo relativo al cese de sus trabajos, no subió en absoluto a su laboratorio y permaneció junto a ella durante todo el día. Al otro día, la familia hizo sus preparativos para ir al campo, en donde permaneció unos dos meses, y de donde no volvió a la ciudad más que para ocuparse de la fiesta con la que quería Claës, como antaño, celebrar el aniversario de su boda. Balthazar fue obteniendo entonces, de día en día, las pruebas del trastorno que sus trabajos y su despreocupación habían traído a sus negocios. Lejos de agrandar la herida con observaciones, su mujer siempre hallaba paliativos para los males consumados. De siete criados que tenía Claës el día que recibió por última vez no quedaban más que Lemulquinier, Josette, la cocinera, y una anciana doncella llamada Martha que no había dejado a su ama desde su salida del convento; así pues, era imposible recibir a la alta sociedad de la ciudad con un número tan pequeño de sirvientes. La Sra. de Claës solventó todas las dificultades proponiendo que se trajera un cocinero de París, que se instruyera en el servicio al hijo del jardinero, y que se pidiera prestado el criado de Pierquin. Así, nadie se daría cuenta aún de su estado de apuro. Durante veinte días que duraron los preparativos, la Sra. de Claës supo engañar con habilidad la desocupación de su marido: ora le encargaba que escogiera las exóticas flores que habían de adornar la gran escalera, la galería y los aposentos; ora lo mandaba a Dunquerque para procurarse allí unos cuantos de esos monstruosos peces[1060] que son gloria de las mesas familiares en el Departamento del Norte. Una fiesta como la que daba Claës era un asunto capital, que exigía una multitud de cuidados y una activa correspondencia, en un país en el que las tradiciones de la hospitalidad tan bien ponen en juego el honor de las familias que, para amos y criados, una cena es como una victoria que se debe uno apuntar respecto de los comensales. Las ostras llegaban de Ostende[1061], los urogallos se pedían a Escocia, las frutas venían de París; en fin, ni los mínimos accesorios debían desmentir el lujo patrimonial. Por otro lado, el baile de la Casa Claës tenía una especie de celebridad. Como por entonces la capital del departamento estaba en Douai[1062], aquella velada abría en cierto modo la temporada de invierno[1063], y marcaba la pauta a todas las del país. Por eso, durante quince años se había esforzado Balthazar en distinguirse, y tan bien lo había logrado que cada vez se hacían relatos de aquello a veinte leguas a la redonda, y se hablaba de los atuendos, de los invitados, de los más pequeños detalles, de las novedades que allí se habían visto o de los sucesos que habían ocurrido. Aquellos preparativos impidieron, pues, a Claës pensar en la búsqueda del Absoluto. Al volver a las ideas domésticas y a la vida social, el sabio recuperó su amor propio de hombre, de flamenco, de dueño de su casa, y se complació en asombrar a la comarca. Quiso imprimir carácter a aquella velada mediante algún nuevo refinamiento, y escogió, entre todas las fantasías del lujo, la más linda, la más rica, la más pasajera, haciendo de su casa una floresta de plantas exóticas, y preparando ramos de flores para las mujeres. Los demás detalles de la fiesta respondían a aquel inaudito lujo, y no parecía que nada pudiese hacer fallar su efecto. Pero en la sobremesa de la cena se habían extendido el vigésimo noveno boletín y las particulares noticias de los desastres sufridos por el gran ejército en Rusia y en Beresina[1064]. Una profunda y sincera tristeza se apoderó de los douaisienses, que, por un sentimiento patriótico, se negaron unánimemente a bailar. Entre las cartas que llegaron de Polonia a Douai, hubo una para Balthazar. El Sr. de Wierzchownia, que por entonces estaba en Dresde, en donde, decía, se estaba muriendo de una herida recibida en una de las últimas refriegas, había querido legarle a su huésped unas cuantas ideas que, desde su encuentro, se le habían ocurrido relativas al Absoluto. Aquella carta sumergió a Claës en una profunda ensoñación que hizo honor a su patriotismo, pero su mujer no se engañó. Para ella, la fiesta tuvo un doble luto. Aquella velada, durante la que la Casa Claës arrojaba su último destello, tuvo, pues, algo sombrío y triste en medio de tanta magnificencia, de curiosidades amasadas por seis generaciones, cada una de las cuales había tenido su manía, y que los douaisienses admiraron por última vez.

La reina de aquel día fue Marguerite, a la sazón de dieciséis años, y a la que sus padres presentaron en sociedad. Atrajo todas las miradas por una extremada sencillez, por su aire cándido y sobre todo por su fisonomía conforme a aquella casa. Era exactamente la muchacha flamenca tal cual la han representado los pintores del país: una cabeza perfectamente redonda y llena; pelo castaño, alisado en la frente y separado en dos crenchas; ojos grises, mezclados de verde; unos hermosos brazos, unas carnes que no desayudaban a la belleza; un aire tímido, pero, en su frente alta y plana, una firmeza que se ocultaba bajo una calma y una suavidad aparentes[1065]. Sin estar ni triste ni melancólica parecía tener poca jovialidad. La reflexión, el orden y el sentimiento del deber, las tres principales expresiones del carácter flamenco, animaban su rostro, frío de primer aspecto, pero hacia el que volvía a atraer la mirada cierta gracia en los contornos, y un apacible orgullo que daba prendas a la felicidad doméstica. Por una extravagancia que todavía no han explicado los fisiólogos, no tenía rasgo ninguno ni de su madre ni de su padre, y ofrecía una imagen viva de su abuela materna, una Conyncks de Brujas cuyo retrato preciosamente conservado atestiguaba aquel parecido[1066].

La cena dio alguna vida a la fiesta. Si bien los desastres del ejército prohibían los regocijos de la danza, todo el mundo pensó que no tenían por qué excluir los placeres de la mesa[1067]. Los patriotas se retiraron con prontitud. Los indiferentes se quedaron, con unos cuantos jugadores y varios amigos de Claës; pero, insensiblemente, aquella casa tan brillantemente iluminada, en la que se agolpaban todos los notables de Douai, fue cayendo en el silencio; y, hacia la una de la mañana, la galería estuvo desierta y las luces se fueron apagando de salón en salón. Por fin aquel patio interior, por un momento tan ruidoso, tan luminoso, volvió a quedar negro y sombrío: imagen profética del porvenir que esperaba a la familia. Cuando los Claës entraron en su aposento, Balthazar dio a leer a su mujer la carta del polaco, y ella se la devolvió con un gesto triste; preveía el futuro.

En efecto, a contar desde aquel día, Balthazar disfrazó mal el pesar y el hastío que le abrumaron. Por la mañana, tras el desayuno familiar, jugaba un rato en la sala de visitas con su hijo Jean, charlaba con sus dos hijas entretenidas en coser, en bordar o en hacer encaje; pero pronto se cansaba de aquellos juegos, de aquella charla, parecía saldarla como un deber. Cuando su mujer bajaba después de haberse vestido, siempre lo hallaba sentado en la poltrona, mirando a Marguerite y a Félicie, sin impacientarse por el ruido de sus bolillos. Cuando llegaba el periódico, lo leía despacio, como un comerciante jubilado que no sabe cómo matar el tiempo. Después se levantaba, contemplaba el cielo a través de los cristales, volvía a sentarse y atizaba el fuego soñadoramente, como un hombre a quien la tiranía de las ideas quitaba la conciencia de sus movimientos. La Sra. de Claës lamentó intensamente su falta de instrucción y de memoria. Le era difícil mantener mucho tiempo una conversación interesante; por otro lado, quizá ello sea imposible entre dos seres que se lo tienen todo dicho y que no tienen más remedio que ir a buscar temas de distracción fuera de la vida del corazón o de la vida material. La vida del corazón tiene sus momentos, y necesita oposiciones; los detalles de la vida material no pueden tener ocupadas mucho tiempo a mentes superiores acostumbradas a decidirse con prontitud; y el mundo les es insoportable a las almas amantes. Dos seres solitarios que se conocen totalmente deben, pues, buscar sus diversiones en las regiones más altas del pensamiento, ya que es imposible oponer algo pequeño a aquello que es inmenso. Además, cuando un hombre se ha acostumbrado a manejar cosas grandes, se vuelve imposible de divertir, si no conserva en el fondo del corazón ese principio de candor, ese abandono que hace a las personas de genio tan graciosamente niñas; pero esa niñez del corazón, ¿no es acaso un fenómeno humano harto poco frecuente entre aquellos cuya misión es verlo todo, saberlo todo, comprenderlo todo?

Durante los primeros meses, la Sra. de Claës salió de aquella situación crítica mediante inauditos esfuerzos que le sugirieron el amor o la necesidad. Ora quiso aprender el chaquete, al que nunca había sido capaz de jugar, y, por un prodigio bastante concebible, acabó sabiéndolo. Ora interesaba a Balthazar en la educación de sus hijas pidiéndole que dirigiese sus lecturas. Aquellos recursos se agotaron. Llegó un momento en el que Joséphine se halló ante Balthazar como la Sra. de Maintenon[1068] en presencia de Luis XIV; pero sin tener, para distraer al amo adormilado, ni las pompas del poder, ni las mañas de una corte que sabía representar comedias como la de la embajada del rey de Siam o la del sufí de Persia[1069]. Reducido, tras haberse gastado Francia, a expedientes de hijos de familia para procurarse dinero, el monarca ya no tenía ni juventud ni éxito, y sentía una espantosa impotencia en medio de las grandezas; la regia criada, que había sabido acunar a los niños, no siempre supo acunar al padre, que sufría por haber abusado de las cosas, de los hombres, de la vida y de Dios. Pero Claës sufría por exceso de potencia. Oprimido por un pensamiento que le acogotaba, soñaba las pompas de la ciencia, tesoros para la humanidad, para sí la gloria. Sufría como sufre un artista que pelea con la miseria, como Sansón encadenado a las columnas del templo. El efecto era el mismo para aquellos dos soberanos, aunque el monarca intelectual estuviese aplastado por su fuerza y el otro por su debilidad. ¿Qué podía hacer Pepita sola contra aquella especie de nostalgia[1070] científica? Tras haber gastado los medios que le ofrecían las ocupaciones de familia, llamó a la gente en su auxilio, dando dos CAFÉS por semana[1071]. En Douai, los cafés sustituyen a los tés. Un café es una reunión en la que, durante una velada entera, los invitados se beben los exquisitos vinos y los licores de los que rebosan las bodegas en aquel beato país, comen golosinas, toman café solo, o café con leche con hielo picado; mientras que las mujeres cantan romanzas, conversan sobre sus atuendos o se cuentan las grandes naderías de la ciudad. Siguen siendo los cuadros de Miéris[1072] o de Terburg[1073], menos las plumas rojas en los sombreros grises puntiagudos, menos las guitarras y los hermosos trajes del siglo XVI. Pero los esfuerzos que hacía Balthazar para representar bien su papel de señor de la casa, su fingida afabilidad, los fuegos artificiales de su ingenio, todo acusaba la profundidad del daño en el cansancio del que se le veía presa al día siguiente.

Aquellas continuas fiestas, débiles paliativos, atestiguaron la gravedad de la dolencia. Aquellas ramas que se tropezaba Balthazar al caer rodando en su precipicio retrasaron su caída, pero la hicieron más recia. Si bien nunca habló de sus antiguas ocupaciones, si no emitió una sola queja al sentir la imposibilidad en la que se había puesto de reanudar sus experimentos, sí tuvo los movimientos tristes, la voz débil, el abatimiento de un convaleciente. Su aburrimiento a veces se asomaba hasta en el modo en que cogía las tenazas para construir despreocupadamente en el fuego alguna caprichosa pirámide con trozos de carbón mineral. Una vez que había llegado a la noche, experimentaba un visible contento; el sueño seguramente lo liberaba de un pensamiento importuno; después, al día siguiente, se levantaba melancólico viendo una jornada que atravesar, y parecía medir el tiempo que tenía que consumir, como un viajero fatigado contempla un desierto que tiene que cruzar. Si bien la Sra. de Claës conocía la causa de aquella languidez, se esforzó por ignorar cuán extendidos estaban sus estragos. Llena de valor contra los sufrimientos del espíritu, se hallaba sin fuerzas contra las generosidades del corazón. No se atrevía a preguntar a Balthazar cuando este escuchaba las palabras de sus dos hijas y las risas de Jean con el aire de un hombre ocupado por una reserva mental; pero se estremecía de verle sacudirse la melancolía e intentar, en aras de un generoso sentimiento, parecer alegre para no entristecer a nadie. Las coqueterías del padre con sus dos hijas, o sus juegos con Jean, humedecían de llanto los ojos de Joséphine, que salía para ocultar las emociones que le causaba un heroísmo cuyo precio es harto conocido de las mujeres, y que les parte el corazón; la Sra. de Claës sentía entonces deseos de decir: «¡Mátame, y haz lo que quieras!». Insensiblemente, los ojos de Balthazar fueron perdiendo su fuego vivo, y adoptaron ese tinte glauco que atrista los de los ancianos. Sus atenciones para con su mujer, sus palabras, todo en él quedó aquejado de torpeza. Aquellos síntomas, que se agravaron hacia finales del mes de abril, espantaron a la Sra. de Claës, para quien aquel espectáculo era intolerable, y que ya se había hecho mil reproches admirando la flamenca fidelidad con la que su marido mantenía su palabra[1074]. Un día que Balthazar le pareció más postrado de cuanto lo había estado nunca, ya no vaciló en sacrificarlo todo para devolverlo a la vida.

—Amigo mío —le dijo—, te libero de tus juramentos.

Balthazar la miró con aire extrañado.

—¿Estás pensando en tus experimentos? —prosiguió ella.

Él contestó con un gesto de aterradora viveza. Lejos de dirigirle reconvención alguna, la Sra. de Claës, que había sondeado a su sabor el abismo al que iban a caer los dos, le tomó la mano y se la estrechó sonriendo:

—Gracias, amigo, estoy segura de mi poder —le dijo—, me has sacrificado más que tu vida. ¡Ahora, los sacrificios para mí! Aunque ya he vendido unos cuantos de mis diamantes, me quedan bastantes aún, añadiéndoles los de mi hermano, a fin de procurarte el dinero necesario para tus trabajos. Yo destinaba esos aderezos para nuestras dos hijas, pero ¿no se los compondrá tu gloria más resplandecientes? y, además, ¿no les devolverás tú un día sus diamantes aún más hermosos?

La alegría que repentinamente iluminó el rostro de su marido puso el colmo a la desesperación de Joséphine; vio con dolor que la pasión de aquel hombre era más fuerte que él. Claës tenía confianza en su obra para echar a andar sin temblar por un camino que, para su mujer, era un abismo. Para él la fe, para ella la duda, para ella el fardo más pesado: ¿no sufre siempre la mujer por dos? En aquel momento se complació en creer en el éxito, queriendo justificarse a sí misma su complicidad en la probable dilapidación de su fortuna.

—El amor de toda mi vida no bastaría para reconocerte tu entrega, Pepita —dijo Claës enternecido.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando entraron Marguerite y Félicie y les dieron los buenos días. La Sra. de Claës bajó los ojos, y permaneció paralizada durante un momento ante sus hijos, cuya fortuna acababa de ser enajenada en aras de una quimera; mientras que su marido los tomó sobre sus rodillas y charló alegremente con ellos, feliz de poder desaguar el gozo que le oprimía. La Sra. de Claës entró desde aquel momento en la vida ardiente de su marido. El porvenir de sus hijos y la consideración de su padre fueron para ella dos móviles tan poderosos como lo eran para Claës la gloria y la ciencia. De modo que aquella desdichada mujer no volvió a tener una hora de tranquilidad, una vez que todos los diamantes de la casa fueron vendidos en París por mediación del abate de Solís, su director espiritual, y los fabricantes de productos químicos hubieron reanudado sus envíos. Agitada sin cesar por el demonio de la ciencia y por aquel furor de investigaciones que devoraba a su marido, vivía en una continua espera, y permanecía como muerta durante días enteros, clavada en su poltrona por la propia violencia de sus deseos, que, al no hallar, como los de Balthazar, pasto en los trabajos del laboratorio, atormentaron su alma actuando sobre sus dudas y sobre sus temores. Por momentos, reprochándose su complacencia por una pasión cuya meta era imposible y que el Sr. de Solís condenaba, se levantaba, iba a la ventana del patio interior y miraba con terror la chimenea del laboratorio. Si de ella salía humo, lo contemplaba con desesperación, y las más encontradas ideas agitaban su corazón y su mente. Veía huir hecha humo la fortuna de sus hijos; pero estaba salvando la vida de su padre: ¿acaso no era su primer deber hacerlo feliz? Este último pensamiento la calmaba un rato. Había obtenido el poder entrar en el laboratorio y permanecer en él, pero pronto hubo de renunciar a aquella triste satisfacción. Allí experimentaba sufrimientos demasiado intensos viendo a Balthazar no ocuparse de ella en absoluto, e incluso parecer muchas veces molesto por su presencia; padecía celosas impaciencias, crueles deseos de hacer saltar la casa; moría de mil inauditos males. Lemulquinier se convirtió entonces para ella en una especie de barómetro: si le oía silbar cuando iba y venía para servir el almuerzo o la cena, adivinaba que los experimentos de su marido eran felices, y que él concebía la esperanza de un logro cercano; si Lemulquinier estaba taciturno, sombrío, ella le lanzaba una mirada de dolor: Balthazar estaba descontento. La señora y el criado habían acabado por entenderse, a pesar del orgullo de la una y de la arrogante sumisión del otro[1075]. Débil y sin defensa contra las terribles postraciones del pensamiento, aquella mujer sucumbía bajo esas alternativas de esperanza y desesperanza, que, para ella, se sobrecargaban con las preocupaciones de la mujer amante y las ansiedades de la madre que tiembla por su familia. El silencio desolador que otrora le enfriaba el corazón, lo compartía sin apercibirse del aire taciturno que reinaba en la casa, ni de los días enteros que transcurrían en aquella sala de visitas sin una sonrisa, muchas veces sin una palabra. Con triste previsión materna, iba acostumbrando a sus dos hijas a las faenas del hogar, y procuraba hacerlas lo bastante diestras en algún oficio de mujer como para que pudiesen vivir de él si caían en la miseria. La calma de aquel interior cubría, pues, espantosas agitaciones. Hacia el final del verano, Balthazar había devorado el dinero de los diamantes vendidos en París por mediación del anciano abate de Solís, y se había endeudado en una veintena de miles de francos en la casa Protez y Chiffreville.

En agosto de 1813, más o menos un año después de la escena con la que da comienzo esta historia, si bien Claës había hecho unos cuantos experimentos hermosos que desdichadamente desdeñaba[1076], sus esfuerzos habían sido sin resultado en cuanto al objeto principal de sus investigaciones. El día en que hubo acabado la serie de sus trabajos, le aplastó el sentimiento de su impotencia: la certidumbre de haber disipado infructuosamente considerables cantidades le desesperó. Fue una espantosa catástrofe. Abandonó su desván, bajó lentamente a la sala de visitas, fue a arrojarse en una poltrona en medio de sus hijos, y allí permaneció durante unos instantes, como muerto, sin contestar a las preguntas con las que le abrumaba su mujer; le venció el llanto y huyó a su aposento para no dar testigos a su dolor; Joséphine le siguió hasta él y se lo llevó a su cuarto, en donde, a solas con ella, Balthazar dejó estallar su desesperación. Aquellas lágrimas de hombre, aquellas palabras de artista desalentado, las quejas del padre de familia tuvieron un carácter de terror, de ternura, de locura, que hizo más daño a la Sra. de Claës de cuanto le habían hecho todos sus dolores pasados. La víctima consoló al verdugo. Cuando Balthazar dijo con un espantoso acento de convicción:

—¡Soy un miserable, me estoy jugando la vida de mis hijos, la tuya, y para dejaros felices es preciso que me mate! —aquellas palabras le golpearon el corazón, y, haciéndole temer el conocimiento que tenía del carácter de su marido que este pusiese inmediatamente por obra aquel voto de desesperación, experimentó una de esas revoluciones que turban la vida en su misma fuente[1077], y que fue tanto más funesta cuanto que Pepita contuvo sus violentos efectos fingiendo una calma fementida.

—Amigo mío —contestó—, he consultado no a Pierquin, cuya amistad no es tan grande que no experimente algún placer secreto en vernos arruinados, sino a un anciano que, para mí, se muestra bondadoso como un padre. El abate de Solís, mi confesor, me ha dado un consejo que nos salva de la ruina. Ha venido a ver tus cuadros. El precio de los que se encuentran en la galería puede servir para pagar todas las cantidades hipotecadas sobre tus propiedades y lo que debes en Protez y Chiffreville, porque seguramente tendrás allí alguna cuenta que saldar.

Claës hizo un signo afirmativo bajando la cabeza, cuyos cabellos habían encanecido.

—El Sr. de Solís conoce a los Happe y Duncker[1078] de Ámsterdam; les apasionan los cuadros, y están celosos como nuevos ricos de desplegar un fasto que no se permite más que a casas antiguas; pagarán los nuestros en todo su valor. Así recuperaremos nuestras rentas, y podrás, sobre el precio, que se acercará a los cien mil ducados, tomar una porción de capital para continuar tus experimentos. Tus dos hijas y yo nos conformaremos con poco. ¡Con tiempo y ahorro, llenaremos con otros cuadros los marcos vacíos, y tú vivirás feliz!

Balthazar alzó la cabeza hacia su mujer con una alegría mezclada de temor. Se habían cambiado los papeles. La esposa se convertía en protectora del marido. Aquel hombre tan cariñoso y cuyo corazón era tan acorde con el de su Joséphine, la sostenía entre sus brazos sin percatarse de la espantosa convulsión que la hacía palpitar, que agitaba su cabello y sus labios con un sobresalto nervioso.

—No me atrevía a decirte que entre mí y el Absoluto apenas si existe un cabello de distancia. Para gasificar los metales, ya no me falta más que encontrar una manera de someterlos a un inmenso calor en un medio en el que la presión de la atmósfera sea nula, en fin, en un vacío absoluto.

No pudo la Sra. de Claës encajar el egoísmo de aquella respuesta. Esperaba apasionadas gracias por sus sacrificios, y se encontraba con un problema de química. Se separó bruscamente de su marido, bajó a la sala de visitas, cayó en su poltrona entre sus dos espantadas hijas, y se deshizo en llanto; Marguerite y Félicie le tomaron cada una una mano, se arrodillaron a ambos lados de su poltrona llorando como ella, sin conocer la causa de su pesar, y le preguntaron repetidas veces:

—¿Qué le pasa, madre?

—¡Pobres hijas!, estoy muerta, lo siento así.

Aquella respuesta estremeció a Marguerite, que por primera vez distinguió en el rostro de su madre las huellas de esa palidez particular de las personas cuya tez es morena.

—¡Martha, Martha! —gritaba Félicie—, venga usted, mamá la necesita.

La anciana dueña acudió desde la cocina, y al ver la verdosa blancura de aquel rostro ligeramente cetrino y de tan vigorosos colores:

—¡Cuerpo de Cristo! —exclamó en español, la señora se muere.

Salió precipitadamente, dijo a Josette que pusiera a calentar agua para un baño de pies, y volvió junto a su ama.

—No asuste al señor, no le diga nada, Martha —exclamó la Sra. de Claës—. Pobrecitas mías —añadió estrechando sobre su corazón a Marguerite y a Félicie con un movimiento desesperado—, quisiera poder vivir el tiempo suficiente para veros felices y casadas. Martha —prosiguió—, dígale a Lemulquinier que vaya a casa del Sr. de Solís, a rogarle de mi parte que se pase por aquí.

Aquel rayo rebotó necesariamente hasta la cocina. Josette y Martha, ambas incondicionales de la Sra. de Claës y de sus hijas, fueron alcanzadas en el único afecto que tenían. Aquellas palabras terribles: «¡La señora se muere, parece ser que la ha matado el señor, preparen rápidamente un baño de pies con mostaza!»[1079] habían arrancado varias frases interjectivas a Josette, que abrumaba con ellas a Lemulquinier. Lemulquiner, frío e insensible, comía sentado a la esquina de la mesa, ante una de las ventanas por las que entraba la luz del patio a la cocina, en donde todo estaba limpio como en el saloncito de una petimetra.

—Esto tenía que terminar así —decía Josette, mirando al ayuda de cámara y subiéndose a un taburete para coger de un estante un caldero que relucía como el oro—. No hay madre que pueda ver con sangre fría a un padre divertirse puliéndose una fortuna como la del señor para convertirla en agua de borrajas.

Josette, cuya cabeza tocada con una cofia redonda de encañonados parecía la de un cascanueces alemán, lanzó sobre Lemulquinier una mirada agria a la que el color verde de sus ojuelos enrojecidos hacía casi venenosa. El anciano ayuda de cámara se alzó de hombros con un movimiento digno de Mirabeau[1080] impacientado, y luego embauló en su gran boca una rebanada de pan con mantequilla en la que había appétis[1081] espolvoreadas.

—¡En lugar de fastidiar al señor, la señora debería darle dinero, pronto seríamos todos ricos como para nadar en oro! No falta ni el canto de un ochavo[1082] para que encontremos…

—Pues entonces, usted, que tiene colocados veinte mil francos, ¿por qué no se los ofrece al señor? ¡Es su amo! Y ya que está usted tan seguro de sus actos y gestos…

—Usted no conoce nada en eso, Josette, así que ponga el agua a calentar —contestó el flamenco interrumpiendo a la cocinera.

—Conozco lo suficiente como para saber que aquí había mil marcos de plata, que usted y su amo los han fundido, y que, si les dejan ir al tren que van, se pulirán los cuartos[1083] con tal maestría que pronto no quedará ni miga.

—Y el señor —dijo Martha apareciendo de improviso— matará a la señora para desembarazarse de una mujer que le retiene y le impide tragárselo todo. ¡Está poseído del demonio, ya se ve! Lo menos que arriesga usted ayudándolo, Mulquinier, es su alma, si es que la tiene, porque está ahí como un trozo de hielo mientras que aquí todo está en la desolación. Estas señoritas están llorando como Magdalenas. Vamos, corra a buscar al Sr. abate de Solís.

—Tengo trabajo para el señor, el laboratorio por ordenar —dijo el ayuda de cámara—. Hay mucho trecho de aquí al barrio de Esquerchin[1084]. Vaya usted.

—¿Ven ustedes a este monstruo? —dijo Martha—. ¿Quién le va a dar el baño de pies a la señora?, ¿quiere usted dejarla morir? Tiene la sangre en la cabeza.

—Mulquinier —dijo Marguerite al llegar a la sala que precedía a la cocina—, al volver de casa del Sr. de Solís, le rogará Vd. al Sr. Pierquin, el médico, que venga rápidamente aquí.

—¿Eh?, irá usted —dijo Josette.

—Señorita, el señor me ha dicho que le ordene el laboratorio —contestó Lemulquinier volviéndose hacia las dos mujeres, a las que miró con aire déspota.

—Padre —dijo Marguerite al Sr. Claës, que bajaba en aquel momento—, ¿no podrías cedernos a Mulquinier para mandarlo al centro?

—Irás, chino[1085] asqueroso —dijo Martha al oír al Sr. Claës poner a Lemulquinier a las órdenes de su hija.

La escasa abnegación del ayuda de cámara por la casa era el gran tema de disputa entre aquellas dos mujeres y Lemulquiner, cuya frialdad había tenido como resultado exaltar el apego de Josette y de la dueña. Aquella lucha tan mezquina en apariencia influyó mucho en el porvenir de la familia cuando, más tarde, esta necesitó socorro contra la desgracia. Balthazar volvió a estar tan abstraído que no se dio cuenta del estado enfermizo en el que se encontraba Joséphine. Tomó a Jean sobre sus rodillas y le hizo saltar maquinalmente, pensando en el problema que desde ese momento tenía la posibilidad de resolver. Vio traer el baño de pies a su mujer, que, no habiendo tenido fuerzas para levantarse de la poltrona en la que yacía, se había quedado en la sala de visitas. Miró incluso a sus dos hijas ocupándose de su madre, sin buscar la causa de sus apresuradas atenciones. Cuando Marguerite o Jean hacían intención de hablar, la Sra. de Claës reclamaba el silencio señalándoles a Balthazar. Una escena semejante era de un carácter como para darle que pensar a Marguerite, quien, situada entre su padre y su madre, se hallaba con edad suficiente, y lo bastante razonable ya como para apreciar su conducta. Llega un momento en la vida interna de las familias en la que los hijos se convierten, ya sea voluntaria, ya involuntariamente, en jueces de sus padres. La Sra. de Claës había comprendido el peligro de aquella situación. Por amor hacia Balthazar, se esforzaba en justificar a los ojos de Marguerite lo que, en la mente recta de una muchacha de dieciséis años, podían parecer culpas en un padre. Por lo mismo, el profundo respeto del que en aquella circunstancia daba testimonio la Sra. de Claës por Balthazar, anulándose ante él para no perturbar su meditación, les imprimía a sus hijos una especie de terror por la majestad paterna. Pero aquella abnegación, por contagiosa que fuese, aumentaba aún más la admiración que tenía Marguerite por su madre, a la que la unían de modo más particular los accidentes cotidianos de la vida. Aquel sentimiento estaba cimentado en una especie de adivinación de sufrimientos cuya causa debía preocupar de modo natural a una muchacha. Ninguna potencia humana podía impedir que a veces una palabra que se le escapaba ora a Martha, ora a Josette, le revelase a Marguerite el origen de la situación en la que se hallaba la casa desde hacía cuatro años. Así, a pesar de la discreción de la Sra. de Claës, su hija iba descubriendo insensible, lentamente, hilo a hilo, la misteriosa trama de aquel drama doméstico. Marguerite iba a ser, en un momento dado, la confidente activa de su madre, y sería al desenlace el más temible de los jueces. Por ello, todos los cuidados de la Sra. de Claës tenían como objeto a Marguerite, a la que intentaba transmitir su entrega a Balthazar. La firmeza, el raciocinio que encontraba en su hija la hacían estremecerse ante la idea de una posible lucha entre Marguerite y Balthazar, cuando, tras su muerte, fuese sustituida por ella en el gobierno interno de la casa. Aquella pobre mujer había llegado, pues, a temer más por las consecuencias de su muerte que por su propia muerte. Su solicitud por Balthazar estallaba en la resolución que acababa de adoptar. Al liberar los bienes de su marido, aseguraba su independencia, y prevenía cualquier discusión separando sus intereses de los de sus hijos; esperaba verlo feliz hasta el momento en que ella cerrase los ojos; y después contaba con transmitir las delicadezas de su corazón a Marguerite, que seguiría representando junto a él el papel de un ángel de amor, ejerciendo sobre la familia una autoridad tutelar y conservadora. ¿No era aquello hacer resplandecer aún, desde el fondo de su tumba, su amor sobre aquellos que le eran queridos? No obstante, no quiso desacreditar al padre a los ojos de la hija iniciándola antes de tiempo en los terrores que le inspiraba la pasión científica de Balthazar; estudiaba el alma y el carácter de Marguerite para saber si aquella muchacha se convertiría por sí misma en una madre para sus hermanos y su hermana, en una mujer dulce y cariñosa para su padre. Así, los últimos días de la Sra. de Claës estaban envenenados por cálculos y por temores que no se atrevía a confiar a nadie. Sintiéndose alcanzada en su misma vida por aquella última escena, lanzaba sus miradas hasta el porvenir; mientras que Balthazar, desde aquel momento incapaz para todo lo que era economía, fortuna, sentimientos domésticos, pensaba en encontrar el Absoluto. El profundo silencio que reinaba en la sala de visitas no era interrumpido más que por el monótono movimiento del pie de Claës, que seguía moviéndolo sin darse cuenta de que Jean se había bajado. Sentada junto a su madre, cuyo pálido y descompuesto rostro contemplaba, Marguerite se volvía de rato en rato hacia su padre, extrañándose de su insensibilidad. Pronto resonó, al cerrarse, la puerta de la calle, y la familia vio al abate de Solís apoyado en su sobrino, ambos atravesando lentamente el patio.

—¡Ah!, aquí llega el Sr. Emmanuel —dijo Félicie.

—¡Bondadoso joven! —dijo la Sra. de Claës distinguiendo a Emmanuel de Solís—, me complace volver a verlo.

Marguerite se sonrojó al oír el elogio que se le escapaba a su madre. Desde hacía dos días, la buena planta de aquel joven había despertado en su corazón sentimientos desconocidos, y desentumecido en su inteligencia pensamientos hasta entonces inertes. Durante la visita hecha por el confesor a su penitente, habían ocurrido imperceptibles sucesos de esos que ocupan mucho sitio en la vida, y cuyos resultados fueron lo bastante importantes como para exigir aquí la pintura de los dos nuevos personajes introducidos en el seno de la familia. La Sra. de Claës había tenido como principio el de cumplir en secreto sus prácticas de devoción. Era la segunda vez que su director, casi desconocido en su casa, se dejaba ver en ella; pero allí, como en cualquier otra parte, no había más remedio que ser presa de una especie de enternecimiento y de admiración ante la figura que componían el tío y del sobrino. El abate de Solís, anciano octogenario con cabello de plata, mostraba un rostro decrépito, en el que la vida parecía haberse retirado a los ojos. Andaba con dificultad, porque, de sus dos piernas menudas, una se remataba en un pie espantosamente deformado, contenido en una especie de saco de terciopelo que le obligaba a servirse de una muleta cuando no disponía del brazo de su sobrino. Su espalda encorvada, su cuerpo enjuto, ofrecían el espectáculo de una naturaleza doliente y frágil, domeñada por una voluntad de hierro y por un casto espíritu religioso que la había conservado. Aquel sacerdote español, notable por un amplio saber, por una piedad sincera, por unos conocimientos muy vastos, había sido sucesivamente dominico, penitenciario mayor de Toledo y vicario general del arzobispado de Malines. De no ser por la Revolución Francesa, la protección de los de Casa Real lo habría llevado a las más altas dignidades de la Iglesia; pero el pesar que le causó la muerte del joven duque, alumno suyo, le asqueó de la vida activa, y se consagró por entero a la educación de su sobrino, que había quedado huérfano muy temprano. Durante la conquista de Bélgica, se había anclado junto a la Sra. de Claës. Ya en su juventud, el abate de Solís había profesado por santa Teresa[1086] un entusiasmo que le condujo, tanto como la inclinación de su espíritu, hacia la parte mística del cristianismo. Al hallar en Flandes, en donde más prosélitos hicieron la Señorita de Bourignon[1087] y también los escritores iluminados[1088] y quietistas[1089], una grey de católicos afectos a sus creencias, allí se quedó, de tanto mejor gana cuanto fue considerado como un patriarca por aquella particular comunión en la que se continúa siguiendo las doctrinas de los místicos, a pesar de las censuras que cayeron sobre Fénelon[1090] y la Sra. de Guyon[1091]. Sus costumbres eran rígidas, su vida era ejemplar, y era fama que tenía éxtasis[1092]. A pesar del desapego que un religioso tan severo debía practicar por las cosas de este mundo, el afecto que tenía a su sobrino le hacía cuidadoso de sus intereses. Cuando se trataba de una obra de caridad, el anciano ponía a contribución a los fieles de su iglesia antes de recurrir a su propia fortuna, y su autoridad patriarcal era tan bien reconocida, sus intenciones eran tan puras, su perspicacia fallaba tan rara vez que todo el mundo hacía honor a sus peticiones. Para tener una idea del contraste que existía entre tío y sobrino, habría que comparar al anciano con uno de esos sauces huecos que vegetan a la orilla de las aguas, y al joven con el escaramujo cuajado de rosas cuyo elegante y recto tallo brota desde el seno del árbol enmohecido, al que parece querer enderezar de nuevo.

Severamente educado por su tío, que lo guardaba junto a sí como una matrona guarda a una virgen[1093], estaba lleno de esa sensibilidad lisonjera, de ese candor medio soñador, flores pasajeras de todas las juventudes, pero vivaces en las almas nutridas de religiosos principios. El anciano sacerdote había comprimido la expresión de los sentimientos voluptuosos en su alumno, preparándole para los sufrimientos de la vida mediante trabajos continuos, mediante una disciplina casi claustral. Aquella educación, que había de entregar a Emmanuel sin estrenar al mundo y hacerle feliz si tenía un buen encuentro en sus primeros afectos, le había revestido de una pureza angelical que comunicaba a su persona el encanto del que están imbuidas las muchachas. Sus ojos tímidos, pero acompañados de un alma fuerte y valerosa, arrojaban una luz que vibraba en el alma como el sonido del cristal esparce sus ondulaciones en el oído. Su rostro, expresivo aunque regular, se hacía valer mediante una gran precisión en los contornos, mediante la feliz disposición de las líneas y esa honda serenidad que da la paz del corazón. Todo en él era armonioso. Su cabello negro, sus ojos y sus cejas morenas realzaban aún más una tez blanca y de vivos colores[1094]. Su voz era la que cabía esperar de tan hermoso rostro. Sus femeniles movimientos se ajustaban con la melodía de su voz, con las tiernas claridades de su mirada. Parecía ignorar el atractivo que excitaban la reserva medio melancólica de su actitud, la contención de sus palabras y los respetuosos cuidados que prodigaba a su tío. Al verlo estudiando el tortuoso andar del anciano abate para prestarse a sus dolorosas desviaciones de modo que no las contrariase, mirando a lo lejos lo que podía lastimarle los pies y conduciéndole por el mejor camino, era imposible no reconocer en Emmanuel los generosos sentimientos que hacen del hombre una criatura sublime. Parecía tan grande, amando a su tío sin juzgarlo, obedeciéndole sin discutir jamás sus órdenes, que todo el mundo quería ver una predestinación en el dulce nombre que le había dado su madrina. Cuando, ya fuera en su casa o en casa de los demás, el anciano ejercía su despotismo de dominico, Emmanuel a veces alzaba la cabeza tan noblemente, como para protestar de su fuerza si se hallaba enzarzado con otro hombre, que las personas con corazón se conmovían, como les pasa a los artistas ante el aspecto de una gran obra, porque los sentimientos hermosos no resuenan con menos fuerza en el alma por sus concepciones vivas que por las realizaciones del arte.

Emmanuel había acompañado a su tío al venir este a casa de su penitente para examinar los cuadros de la Casa Claës. Al enterarse por Martha de que estaba el abate de Solís en la galería, Marguerite, que deseaba ver a aquel hombre célebre, había buscado algún pretexto mendaz para reunirse con su madre, con el fin de satisfacer su curiosidad. Tras entrar bastante atolondradamente, fingiendo esa ligereza bajo la que las muchachas ocultan tan bien sus deseos, había hallado junto al anciano vestido de negro, encorvado, retorcido, cadavérico, el lozano, el delicioso rostro de Emmanuel. Las miradas igualmente jóvenes, igualmente ingenuas de aquellos dos seres habían expresado la misma extrañeza. Emmanuel y Marguerite seguramente ya se habían visto uno al otro en sus sueños. Ambos bajaron los ojos y volvieron a alzarlos a continuación en un mismo movimiento, dejando escapar una misma confesión. Marguerite tomó el brazo de su madre, le habló muy bajo por compostura y se cobijó, por así decir, bajo el ala materna, tendiendo el cuello en un movimiento de cisne para volver a ver a Emmanuel, quien, por su parte, seguía aferrado al brazo de su tío. Si bien hábilmente distribuida para realzar cada uno de los lienzos, la débil luz de la galería favoreció aquellas furtivas ojeadas que son la alegría de las personas tímidas. Seguramente ninguno de los dos llegó, ni siquiera en pensamiento, hasta el por el que se inician las pasiones; pero ambos sintieron esa turbación profunda que altera el corazón, y respecto de la cual, en los años mozos, uno se guarda el secreto a sí mismo, por golosina o por pudor. La primera impresión que determina los desbordamientos de una sensibilidad largo tiempo retenida va seguida entre todos los jóvenes de ese asombro medio bobo que les causan a los niños los primeros repiques de la música. Entre los niños, unos ríen y piensan, otros no ríen sino después de haber pensado; pero aquellos cuya alma está llamada a vivir de poesía o de amor escuchan largo tiempo y vuelven a solicitar la melodía mediante una mirada en la que ya se enciende el placer, en la que apunta la curiosidad del infinito. Si amamos irresistiblemente los lugares en los que, en nuestra infancia, hemos sido iniciados a las bellezas de la armonía, si recordamos con deleite al músico e incluso el instrumento, ¿cómo impedirnos amar al primer ser que nos revela las músicas de la vida? Emmanuel y Marguerite fueron uno para el otro esa Voz musical que despierta un sentido, esa Mano que levanta nubosos velos y muestra las riberas bañadas por los fuegos del mediodía. Cuando la Sra. de Claës detuvo al anciano ante un cuadro de Guido[1095] que representaba un ángel, Marguerite adelantó la cabeza para ver cuál sería la impresión de Emmanuel, y el muchacho buscó a Marguerite para comparar el mudo pensamiento del lienzo con el pensamiento vivo de la criatura. Aquel involuntario y arrebatador halago fue entendido y saboreado. El anciano abate ponderaba solemnemente la hermosa composición, y la Sra. de Claës le contestaba; pero los dos niños estaban silenciosos. Tal fue su encuentro. La luz misteriosa de la galería, la paz de la casa, la presencia de los padres, todo contribuía a grabar más hondamente en el corazón los delicados rasgos de aquel vaporoso espejismo. Los mil confusos pensamientos que acababan de llover en Marguerite se calmaron, hicieron en su alma como una límpida extensión y se tiñeron de un rayo luminoso cuando Emmanuel balbució unas pocas frases al despedirse de la Sra. de Claës. Aquella voz, cuyo timbre fresco y aterciopelado esparcía por el corazón inauditos hechizos, completó la repentina revelación que Emmanuel había causado y que él había de fecundar en su propio beneficio; porque el hombre del que el destino se sirve para despertar el amor en el corazón de una muchacha suele ignorar su obra y la deja inacabada. Marguerite se inclinó toda azarada, y puso sus adioses en una mirada en la que parecía pintarse el pesar de perder aquella pura y encantadora visión. Como el niño, ella seguía queriendo su melodía. Aquella despedida se hizo al pie de la vieja escalera, ante la puerta de la sala de visitas; y, cuando entró en ella, se quedó mirando al tío y al sobrino hasta que se hubo cerrado la puerta de la calle. La Sra. de Claës había estado demasiado ocupada en temas graves, removidos en su conversación con su director, como para haber podido examinar la fisonomía de su hija. En el momento en que el Sr. de Solís y su sobrino aparecían por segunda vez, estaba aún turbada con demasiada violencia como para percatarse del rubor que coloreó el rostro de Marguerite revelando los fermentos del primer placer recibido en un corazón virgen. Cuando fue anunciado el anciano abate, Marguerite había reanudado su labor, y pareció prestarle una atención tan grande que saludó al tío y al sobrino sin mirarlos. El Sr. Claës devolvió maquinalmente el saludo que le hizo el abate de Solís, y salió de la sala de visitas como un hombre arrebatado por sus ocupaciones. El anciano dominico se sentó junto a su penitente lanzándole una de esas miradas profundas con las que sondeaba las almas; le había bastado con ver al Sr. Claës y a su mujer para adivinar una catástrofe.

—Hijos —dijo la madre—, id al jardín. Marguerite, enséñele usted a Emmanuel los tulipanes de su padre.

Marguerite, medio avergonzada, tomó el brazo de Félicie y miró al joven, que se sonrojó y que salió de la sala de visitas asiendo a Jean por compostura. Una vez que estuvieron los cuatro en el jardín, Félicie y Jean se fueron por su lado y dejaron a Marguerite, quien, habiéndose quedado casi sola con el joven de Solís, lo llevó ante el macizo de tulipanes invariablemente arreglado de la misma forma, todos los años, por Lemulquinier.

—¿Le gustan a Vd. los tulipanes? —preguntó Marguerite tras haber permanecido durante un rato en el más profundo silencio sin que Emmanuel pareciese querer romperlo.

—Señorita, son unas flores hermosas, pero para apreciarlas sin duda es necesario tener gusto por ellas, saber apreciar sus bellezas. Estas flores me deslumbran. Seguramente la costumbre del trabajo, en el oscuro cuartito en el que vivo, junto a mi tío, me hace preferir lo que es suave a la vista.

Al decir aquellas palabras contempló a Marguerite, pero sin que aquella mirada llena de confusos deseos contuviese alusión alguna a la blancura mate, a la serenidad, a los tiernos colores que hacían de aquel rostro una flor.

—¿De modo que trabaja usted mucho? —prosiguió Marguerite conduciendo a Emmanuel a un banco de madera con respaldo pintado de verde—. Desde aquí —dijo prosiguiendo—, no verá usted los tulipanes de tan cerca, le fatigarán menos los ojos. Tiene usted razón, esos colores espejean y hacen daño.

—¿Que en qué trabajo? —contestó el joven tras un momento de silencio durante el cual había igualado con el pie el albero del senderillo—. Trabajo en todo tipo de cosas. Mi tío quería hacerme sacerdote…

—¡Oh! —dijo ingenuamente Marguerite.

—Me resistí, no me sentía vocación. Pero necesité mucho valor para contrariar los deseos de mi tío. ¡Es tan bueno, y me quiere tanto!, últimamente ha comprado por mí a un hombre para salvarme del reclutamiento[1096], a mí, pobre huérfano.

—Entonces, ¿hacia qué se encamina usted? —preguntó Marguerite, que pareció querer reanudar su frase dejando escapar un gesto y que añadió—: Perdón, caballero, debe usted de encontrarme muy curiosa.

—¡Oh!, señorita —dijo Emmanuel mirándola con tanta admiración como cariño—, todavía nadie, a excepción de mi tío, me ha hecho nunca esa pregunta. Estudio para ser profesor. ¿Qué quiere?, no soy rico. Si puedo llegar a ser director de un colegio en Flandes, tendré con qué vivir modestamente, y me casaré con alguna mujer sencilla a la que querré mucho. Tal es la vida que tengo en perspectiva. Quizá sea por eso por lo que prefiero una maya a la que todo el mundo pisa, en la llanura de Orchies, antes que esos hermosos tulipanes llenos de oro, de púrpura, de zafiros, de esmeraldas que representan una vida fastuosa, así como la maya representa una vida dulce y patriarcal, la vida de un humilde profesor que seré yo.

—Yo hasta ahora siempre había llamado a las mayas margaritas —dijo ella.

Emmanuel de Solís se sonrojó excesivamente, y buscó una respuesta atormentando la arena con los pies. Embarazado por escoger entre todas las ideas que le venían y que hallaba tontas, y luego turbado por el retraso que ponía en contestar, dijo:

—No me atrevía a pronunciar su nombre… —Y no terminó.

—¡Profesor! —prosiguió ella.

—¡Oh!, señorita, seré profesor para tener una profesión, pero emprenderé obras que podrán hacerme más grandemente útil. Tengo mucho gusto por los trabajos históricos[1097].

—¡Ah!

Aquel «¡ah!» lleno de pensamientos secretos avergonzó aún más al joven, y se echó a reír bobaliconamente diciendo: —Me está usted haciendo hablar de mí, señorita, cuando debería no hablarle sino de usted.

—Mi madre y su tío han terminado, creo, su conversación —dijo ella mirando a la sala de visitas a través de las ventanas.

—He encontrado muy cambiada a su señora madre.

—Sufre sin querer decirnos el motivo de sus sufrimientos, y nosotros no podemos sino padecer por sus dolores.

La Sra. de Claës acababa, en efecto, de rematar una delicada consulta, en la que se trataba de un caso de conciencia que solo el abate de Solís podía dilucidar. Previendo una ruina completa, quería retener, sin que se enterase Balthazar, que se cuidaba poco de sus negocios, una cantidad considerable sobre el precio de los cuadros que el Sr. de Solís se encargaba de vender en Holanda, con el fin de esconderla y de reservarla para el momento en que se cerniera la miseria sobre la familia. Tras madura deliberación y tras haber apreciado las circunstancias en las que se hallaba su penitente, el anciano dominico había aprobado aquel acto de prudencia. Se marchó para ocuparse de dicha venta, que había de hacerse secretamente, con el fin de no perjudicar demasiado a la consideración del Sr. Claës. El anciano envió a su sobrino, provisto de una carta de recomendación, a Ámsterdam, en donde el joven, encantado de prestar servicio a la Casa Claës, consiguió vender los cuadros de la galería a los célebres banqueros Happe y Duncker, por una ostensible cantidad de ochenta y cinco mil ducados de Holanda[1098], y una cantidad de otros quince mil que sería dada secretamente a la Sra. de Claës. Los cuadros eran tan conocidos que bastaba para cerrar el trato con la respuesta de Balthazar a la carta que le escribió la casa Happe y Duncker. Emmanuel de Solís fue encargado por Claës de recibir el importe de los cuadros, que le despachó secretamente con el fin de hurtar a la ciudad de Douai el conocimiento de aquella venta. Hacia finales de septiembre, Balthazar devolvió las cantidades que le habían sido prestadas, desempeñó sus bienes y reanudó sus trabajos; pero la Casa Claës se había despojado de su adorno más hermoso. Cegado por su pasión, no dio señas de una sola queja, se creía tan seguro de poder reparar con prontitud aquella pérdida que había mandado hacer pacto de retroventa[1099]. Cien lienzos pintados nada eran a los ojos de Joséphine al lado de la felicidad doméstica y de la satisfacción de su marido; por otro lado, mandó llenar la galería con los cuadros que amueblaban los aposentos de recibir, y, para disimular el vacío que dejaban en la casa de delante, cambió sus mobiliarios. Pagadas sus deudas, Balthazar tuvo unos doscientos mil francos a su disposición para reanudar sus experimentos. El Sr. abate de Solís y su sobrino fueron los depositarios de los quince mil ducados reservados por la Sra. de Claës. Para engrosar aquella cantidad, el abate vendió los ducados a los que los sucesos de la guerra continental habían dado valor. Ciento sesenta y seis mil francos en escudos se enterraron en la bodega de la casa habitada por el abate de Solís. La Sra. de Claës tuvo la triste dicha de ver a su marido constantemente ocupado durante casi ocho meses. No obstante, alcanzada con demasiada rudeza por el golpe que él le había asestado, cayó en una enfermedad de languidez que necesariamente había de ir a peor. La ciencia devoró tan completamente a Balthazar que ni los reveses experimentados por Francia, ni la primera caída de Napoleón, ni el regreso de los Borbones[1100] lo sacaron de sus ocupaciones; no era ni marido, ni padre, ni ciudadano, fue químico. Hacia finales del año 1814, la Sra. de Claës había llegado a un grado de consunción que ya no le permitía abandonar el lecho. No queriendo vegetar en su habitación, en la que había vivido feliz, en la que los recuerdos de su desvanecida felicidad le habrían inspirado involuntarias comparaciones con el presente que la habrían abrumado, permanecía en la sala de visitas. Los médicos habían favorecido el anhelo de su corazón hallando aquella estancia más ventilada, más alegre y más conveniente para su situación que su cuarto[1101]. La cama en la que aquella desdichada mujer remataba su vida se armó entre la chimenea y la ventana que daba al jardín. Allí pasó sus últimos días santamente ocupada en perfeccionar el alma de sus dos hijas, sobre las que se complació en dejar irradiar el fuego de la suya. Debilitado en sus manifestaciones, el amor conyugal permitió desplegarse al amor materno. La madre se mostró tanto más encantadora cuanto que había tardado en ser así. Como todas las personas generosas, experimentaba sublimes delicadezas de sentimiento que tomaba por remordimientos. Creyendo haber arrebatado algunas manifestaciones de cariño debidas a sus hijos, intentaba redimir sus imaginarios errores, y tenía para con ellos atenciones, cuidados que la hacían deliciosa ante sus vástagos; en cierto modo, quería hacerlos vivir en su propio corazón, cubrirlos con sus alas desfallecientes y amarlos en un día por todos aquellos durante los cuales los había descuidado. Los sufrimientos daban a sus caricias, a sus palabras, una untuosa tibieza que se exhalaba de su alma. Sus ojos acariciaban a sus hijos antes de que su voz los conmoviese con entonaciones llenas de buenos deseos, y su mano parecía siempre verter bendiciones sobre ellos.

Si, tras haber recuperado sus costumbres de lujo, la Casa Claës pronto no recibió a nadie, si su aislamiento se volvió más completo, si Balthazar no volvió a dar una fiesta en el aniversario de su boda, la ciudad de Douai no se sorprendió por ello. Para empezar, la enfermedad de la Sra. de Claës pareció razón suficiente para tal cambio, y además el pago de las deudas detuvo el correr de las habladurías, y por fin las vicisitudes políticas a las que fue sometida Flandes, la guerra de los Cien Días y la ocupación extranjera hicieron olvidar al químico por completo. Durante aquellos dos años, la ciudad estuvo tantas veces a punto de ser tomada, tan consecutivamente ocupada, ya fuera por los franceses, ya por los enemigos[1102]; vinieron a ella tantos extranjeros, se refugiaron en ella tantos campesinos, hubo en ella tantos intereses que se levantaron, tantas existencias puestas en tela de juicio, tantos movimientos y desgracias, que nadie podía pensar sino en sí mismo. El abate de Solís y su sobrino, y los dos hermanos Pierquin eran las únicas personas que venían a visitar a la Sra. de Claës; el invierno de 1814 a 1815 fue para ella la más dolorosa de las agonías. Rara vez iba su marido a verla, después de la cena sí se quedaba durante unas horas junto a ella, pero como ella ya no tenía fuerzas para sostener una conversación larga, él decía una o dos frases eternamente similares, se sentaba, se quedaba callado y dejaba instalarse en la sala de visitas un espantoso silencio. Aquella monotonía se diversificaba los días en que pasaban la velada en la Casa Claës el abate de Solís y su sobrino. Mientras el anciano abate jugaba al chaquete con Balthazar, Marguerite charlaba con Emmanuel, junto a la cama de su madre, que sonreía ante sus inocentes gozos sin dar a entender cuán dolorosa y agradable era a la vez sobre su magullada alma la fresca brisa de aquellos virginales amores que desbordaban por oleadas y en palabras y más palabras. La inflexión de voz que hechizaba a aquellos dos niños le partía el corazón, una mirada de inteligencia sorprendida entre ellos la arrojaba, a ella casi muerta, a recuerdos de sus horas jóvenes y felices que devolvían al presente toda su amargura. Emmanuel y Marguerite tenían una delicadeza que les hacía reprimir las deliciosas chiquilladas del amor para no ofender con ellas a una mujer dolorida cuyas heridas instintivamente adivinaban[1103]. Nadie ha observado aún que los sentimientos tienen una vida que les es propia, una naturaleza que procede de las circunstancias en medio de las cuales han nacido; conservan la fisonomía de los lugares en los que han crecido, y también la huella de las ideas que han influido en su desarrollo. Existen pasiones ardientemente concebidas que siguen siendo ardientes, como la de la Sra. de Claës por su marido; luego existen sentimientos a los que todo ha sonreído, que conservan un júbilo matinal, y sus cosechas de alegría nunca se dan sin risas ni fiestas; pero también se encuentran amores fatalmente enmarcados en melancolía o cercados por la desgracia, cuyos placeres son penosos, costosos, cargados de temores, envenenados por remordimientos o llenos de desesperanza. El amor sepultado en el corazón de Emmanuel y de Marguerite, sin que ni el uno ni la otra comprendiesen aún que aquello era amor, aquel sentimiento abierto bajo la sombría bóveda de la galería Claës, ante un anciano abate severo, en un momento de silencio y de calma; aquel amor solemne y discreto, pero fértil en dulces matices, en secretas voluptuosidades, saboreadas como racimos robados en el rincón de una viña, sufría el color pardo, los tintes grises que lo adornaron en sus primeras horas. No atreviéndose a abandonarse a ninguna demostración vivaz ante aquel lecho de dolor, los dos niños agrandaban sus goces sin saberlo mediante una concentración que los grababa en el fondo de sus corazones. Eran cuidados prestados a la enferma, y en los que gustaba de participar Emmanuel, feliz de poder unirse a Marguerite haciéndose de antemano hijo de aquella madre. Un melancólico agradecimiento sustituía en los labios de la muchacha el meloso lenguaje de los amantes. Poco se distinguían los suspiros de sus corazones, llenos de alegría por alguna mirada intercambiada, de los suspiros arrancados por el espectáculo del dolor materno. Sus agradables momentitos de confesiones indirectas, de promesas inconclusas, de florecimientos comprimidos, podían compararse con esas alegorías pintadas por Rafael[1104] sobre fondo negro. Tenían el uno y la otra una certidumbre que no se confesaban; sabían que estaba el sol encima de ellos, pero ignoraban qué viento había de desterrar los nubarrones negros amontonados sobre sus cabezas; dudaban del porvenir y, temiendo ser siempre escoltados por los sufrimientos, permanecían tímidamente en las sombras de aquel crepúsculo, sin atreverse a decirse: ¿Remataremos juntos la jornada? No obstante, la ternura de la que la Sra. de Claës hacía gala para con sus hijos ocultaba noblemente todo lo que se ocultaba a sí misma. Sus hijos no le causaban ni sobresalto ni terror, eran su consuelo, pero no eran su vida; vivía gracias a ellos, moría por Balthazar. Por más penosa que fuera para ella la presencia de su marido pensativo durante horas enteras, y que de vez en cuando le lanzaba una mirada monótona, ella no olvidaba sus dolores más que durante aquellos crueles instantes. La indiferencia de Balthazar por aquella mujer moribunda habría parecido criminal a cualquier extraño que hubiese sido testigo de ella; pero la Sra. de Claës y sus hijas se habían acostumbrado a ella, conocían el corazón de aquel hombre y lo absolvían. Si durante la jornada sufría la Sra. de Claës alguna crisis peligrosa, si se encontraba peor, si parecía próxima a expirar, Claës era el único en la casa y en la ciudad que lo ignoraba; Lemulquinier, su ayuda de cámara, lo sabía; pero ni sus hijas, a las que su madre imponía silencio, ni su mujer le informaban de los peligros que corría una criatura otrora tan ardientemente amada. Cuando retumbaban sus pasos por la galería en el momento en que iba a cenar, la Sra. de Claës era feliz, iba a verlo, reunía sus fuerzas para saborear aquella alegría. En el instante en que entraba, aquella mujer pálida y medio muerta se coloreaba vivamente, recuperaba un semblante de salud, el sabio llegaba junto al lecho, le tomaba la mano y la veía bajo una falsa apariencia; solo para él, ella estaba bien. Cuando le preguntaba: «Mi querida mujer, ¿cómo se encuentra hoy?», ella le contestaba: «¡Mejor, amigo mío!», y hacía creer a aquel hombre abstraído que al día siguiente estaría levantada, restablecida. La preocupación de Balthazar era tan grande que aceptaba la enfermedad de la que se moría su mujer como una simple indisposición. Moribunda para todo el mundo, estaba viva para él. Una separación completa entre aquellos esposos fue el resultado de aquel año. Claës dormía lejos de su mujer, se levantaba no bien amanecía, y se encerraba en su laboratorio o en su gabinete; no viéndola más que en presencia de sus hijas o de los dos o tres amigos que venían a visitarla, se desacostumbró de ella. Aquellos dos seres, antaño habituados a pensar juntos, ya no tuvieron sino de tarde en tarde esos momentos de comunicación, de abandono, de efusión que constituyen la vida del corazón, y llegó un momento en que aquellos escasos goces cesaron. Acudieron los sufrimientos físicos en auxilio de aquella pobre mujer, y la ayudaron a soportar un vacío, una separación que la hubiese matado de haber estado viva. Experimentó dolores tan agudos[1105] que a veces fue feliz por no hacer testigo de ellos a aquel a quien seguía amando. Contemplaba a Balthazar durante una parte de la velada, y, sabiéndole feliz como él quería serlo, se desposaba con aquella felicidad que ella le había procurado. Aquel frágil placer le bastaba, ya no se preguntaba si era amada, se esforzaba en creerlo y se deslizaba por aquella capa de hielo sin atreverse a apoyarse, temiendo romperla y anegar su corazón en una espantosa nada. Como ningún suceso turbaba aquella calma, y como la enfermedad que devoraba lentamente a la Sra. de Claës contribuía a aquella paz interior, manteniendo el afecto conyugal en un estado pasivo, fue cosa fácil alcanzar en aquel lúgubre estado los primeros días del año 1816.