LAS MARANA
A LA SEÑORA CONDESA DE MERLIN[228]
No obstante la disciplina que el mariscal Suchet[229] había introducido en su cuerpo del ejército, no pudo evitar un primer momento de disturbio y de desorden en la toma de Tarragona. Según unos cuantos militares de buena fe, aquella embriaguez de la victoria se asemejó singularmente a un saqueo, que el mariscal, por otro lado, supo reprimir con prontitud. Restablecido el orden, encerrado cada regimiento en su cuartel, nombrado el comandante de plaza, vinieron los administradores militares. La ciudad adoptó entonces una fisonomía mestiza. Si bien en ella se organizó todo a la francesa, se dejó a los españoles libres para perseverar, in petto[230], en sus gustos nacionales. Aquel primer momento de saqueo, que se mantuvo durante un periodo de tiempo bastante difícil de determinar, tuvo, como todos los acontecimientos terrestres, una causa fácil de revelar. Se encontraba en el ejército del mariscal un regimiento compuesto casi en su totalidad por italianos, y acaudillado por cierto coronel Eugène[231], hombre de extraordinario arrojo, un segundo Murat[232], que, por haber entrado demasiado tarde en guerra, no tuvo ni gran ducado de Berg, ni Reino de Nápoles, ni bala en Pizzo[233]. Si bien no obtuvo coronas, sí se halló en muy buena posición para obtener balas, y no sería de extrañar que se hubiera tropezado con unas cuantas. Dicho regimiento había tenido como elementos los restos de la legión italiana. Esta legión era para Italia lo que para Francia son los batallones coloniales. Su calabozo, establecido en la isla de Elba, había servido para deportar honrosamente tanto a los hijos de familia que daban que temer por su futuro, cuanto a esos grandes hombres fallidos a los que la sociedad marca de antemano con un hierro al rojo, llamándoles malos tipos. En su mayoría, gente incomprendida todos ellos, cuya existencia puede volverse, o bien hermosa al albur de una sonrisa de su mujer que los levanta de su brillante camino trillado, o bien espantosa al final de una orgía, bajo la influencia de alguna mala reflexión escapada de sus compañeros de embriaguez. Así pues, Napoléon había incorporado a aquellos vivaces hombres al 6.º de Línea, esperando metamorfizarlos a casi todos en generales, salvo los desechos ocasionados por la bala de cañón; pero los cálculos del emperador tan solo fueron perfectamente cabales en lo relativo a los estragos de la muerte. Aquel regimiento, muchas veces diezmado, siempre el mismo, adquirió una gran reputación de valor en el escenario militar, y la más detestable de todas en la vida privada. En el cerco de Tarragona, los italianos perdieron a su célebre capitán Bianchi[234], el mismo que, durante la campaña, había apostado que se comería el corazón de un centinela español, y se lo comió. Este chascarrillo de vivac se relata en otro sitio (Escenas de la vida parisina), y en el 6.º de Línea se encuentran ciertos detalles que confirman todo lo que de él se dice aquí. Si bien Bianchi era el príncipe de los demonios encarnados a los que aquel regimiento debía su doble reputación, tenía, no obstante, esa especie de honor caballeresco que, en el Ejército, lleva a disculpar los mayores excesos. Para decirlo todo en una palabra, habría sido, en el siglo pasado, un admirable filibustero. Unos días antes, se había distinguido por una acción de lustre que el mariscal había tenido a bien reconocer. Bianchi rechazó grado, pensión y nueva condecoración, y reclamó como única recompensa el favor de subir el primero al asalto de Tarragona. El mariscal concedió la solicitud y olvidó su promesa; pero Bianchi le hizo acordarse de Bianchi. El enrabietado capitán hincó el primero la bandera francesa en lo alto de la muralla, y en ella fue muerto por un monje[235].
Era necesaria esta digresión histórica para explicar cómo el 6.º de Línea entró el primero en Tarragona, y por qué el desorden, bastante natural en una ciudad arrebatada por la fuerza bruta, degeneró tan prontamente en un leve saqueo.
Aquel regimiento contaba con dos oficiales poco notables entre aquellos hombres de hierro, pero que, no obstante, desempeñarán en esta historia, por juxta-posición[236], un papel bastante importante.
El primero, capitán de vestuario, oficial medio militar, medio civil, pasaba, en estilo soldadesco, por hacer sus negocios. Pretendía ser bravo, se pavoneaba, entre la gente, de pertenecer al 6.º de Línea, sabía levantarse el bigote como hombre dispuesto a arramblar con todo, pero sus compañeros no le tenían en ninguna estima. Su fortuna le hacía prudente. También le habían, por dos razones, apodado el capitán de los cuervos. Para empezar, olía la pólvora a una legua, y huía a vuelo tendido de los tiros de fusil; después, aquel apodo encerraba también un inocente retruécano militar, que por lo demás se merecía, y que otro hubiera tenido a mayor gloria. El capitán Montefiore, de la ilustre familia de los Montefiore de Milán[237], pero a quien las leyes del Reino de Italia prohibían llevar su título, era uno de los mozos más guapos del Ejército[238]. Aquella belleza podía ser una de las causas ocultas de su prudencia en los días de batalla. Una herida que le hubiese deformado la nariz, cortado la frente o llenado de costurones las mejillas, habría destruido uno de los más guapos rostros italianos cuyas delicadas proporciones haya dibujado soñadoramente nunca mujer alguna. Su rostro, bastante parecido al fulano que le ha proporcionado a Girodet el joven turco moribundo en su cuadro de la Revuelta de El Cairo[239], era uno de esos rostros melancólicos por los que casi siempre se dejan engatusar las mujeres. El marqués de Montefiore poseía bienes de herencia por sustitución[240], y tenía empeñadas todas sus rentas por cierto número de años, con el fin de pagar ciertas escapadas italianas que en París no se concebirían en modo alguno. Se había arruinado manteniendo un teatro de Milán, para imponerle al público una mala cantante que, decía él, le quería con locura. El capitán Montefiore tenía, pues, un porvenir estupendo, y nada se le daba de jugárselo por un raído cabo de cinta roja[241]. Si no era un valiente, al menos era un filósofo, y precedentes tenía, si se permite hablar aquí nuestro lenguaje parlamentario. ¿No juró acaso Felipe II en la batalla de San Quintín[242] no volverse a hallar entre fuego, excepto el de las hogueras de la Inquisición; y no lo aprobó acaso el duque de Alba[243], por pensar que la peor compraventa del mundo era el involuntario trueque de una corona por una bala de plomo? Así, Montefiore era felipista en su calidad de marqués, felipista en su calidad de guapo mozo y, a fin de cuentas, hombre político tan profundo como podía serlo Felipe II. Se consolaba de su mote y del menosprecio del regimiento pensando que sus compañeros eran unos ganapanes, cuya opinión bien podría un día no obtener gran crédito, si por casualidad sobrevivían a aquella guerra de exterminio. Además, su rostro era marchamo de valor; se veía por fuerza nombrado coronel, bien fuera por algún fenómeno de favor femenino, bien por una hábil metamorfosis del capitán de vestuario de reglamento y del oficial de ordenanza en ayuda de campo de algún complaciente mariscal. Para él, la gloria era una simple cuestión de atuendo. Entonces, un día, no sé qué periódico diría hablando de él, el valiente coronel Montefiore, etc. En ese momento tendría cien mil scudi[244] de renta, se casaría con una muchacha de casa alta, y nadie se atrevería ni a discutir su bravura ni a comprobar sus heridas. Finalmente, el capitán Montefiore tenía un amigo en la persona del oficial habilitado[245], provenzal nacido en los alrededores de Niza, y llamado Diard.
Un amigo, ya sea en presidio, ya sea en una buhardilla de artista, consuela de muchas desgracias. Ahora bien, Montefiore y Diard eran dos filósofos que se consolaban de la vida mediante la alianza del vicio[246], al igual que dos artistas adormecen los dolores de su vida con las expectativas de gloria. Ambos veían la guerra en sus resultados, no en su acción, y daban sin más a los muertos el nombre de necios. El azar los había hecho soldados, cuando hubieran debido hallarse sentados alrededor de las verdes alfombras de un congreso. La naturaleza había modelado a Montefiore en el molde de los Rizzio[247]; y a Diard en el crisol de los diplomáticos. Ambos estaban dotados de esa organización febril, móvil, medio femenina, igualmente poderosa para el bien y para el mal; pero de la que puede emanar, según el capricho de esos singulares temperamentos, tanto un crimen cuanto una acción generosa, un acto de grandeza de alma o una cobardía[248]. Su suerte depende en todo momento de la presión más o menos intensa producida en sus respectivos sistemas nerviosos por pasiones violentas y fugitivas. Diard era un contable bastante bueno, pero ningún soldado le hubiese confiado ni su bolsa ni su testamento, tal vez a resultas de la antipatía que tienen los militares por los burócratas. El oficial habilitado no carecía ni de arrojo ni de una especie de generosidad juvenil, sentimientos de los que ciertos hombres se despojan al envejecer, al razonar o al calcular. Tornadizo al modo en que puede serlo la belleza de una mujer rubia[249], Diard era por lo demás jactancioso, muy parlanchín, y hablaba de todo. Se decía artista, e iba reuniendo, a imitación de dos célebres generales[250], las obras de arte, únicamente, aseguraba, con el fin de no dejar a la posteridad sin ellas[251]. Sus compañeros se habrían visto en gran apuro para asentar un juicio cierto sobre él. Muchos de entre ellos, acostumbrados a recurrir a su bolsa, según el caso, le creían rico; pero era jugador, y los jugadores nada propio tienen[252]. Era jugador lo mismo que Montefiore, y todos los oficiales jugaban con ellos: porque, para vergüenza de los hombres, no es raro ver alrededor de un tapete verde a gente que, acabada la partida, no se saluda y no se tiene en estima alguna. Montefiore había sido el adversario de Bianchi en la apuesta del corazón español.
Montefiore y Diard se hallaron en las últimas filas en el momento del asalto, pero los más adelantados en el corazón de la ciudad, no bien esta fue tomada. Casualidades de estas ocurren en los tumultos. Solo que los dos amigos eran reincidentes. Apoyándose uno al otro, se adentraron bravamente a través de un laberinto de callejuelas estrechas y oscuras, yendo ambos a su avío, el uno buscando madonas pintadas, el otro madonas vivas. En no sé qué lugar de Tarragona, Diard reconoció por la arquitectura del soportal un convento cuya puerta había sido derribada, y saltó al claustro para detener el furor de los soldados. Llegó muy a propósito, pues impidió a dos parisinos fusilar una Virgen de Albani[253] que les compró, a pesar de los bigotes con que los dos tiradores la habían decorado por fanatismo militar. Montefiore, ya solo, distinguió frente al convento la casa de un comerciante en paños de donde partió un tiro disparado sobre él, en el momento en que, mirándola de arriba abajo, fue detenido por una fulminante ojeada que intercambió vivazmente con una muchacha curiosa cuya cabeza había asomado por el rincón de una celosía. Tarragona tomada al asalto, Tarragona irritada, abriendo fuego por todas las ventanas; Tarragona violada, desmelenada, semidesnuda, sus calles llameantes, inundadas de soldados franceses matados o matantes, bien valía una mirada, la mirada de una española intrépida. ¿No era aquello acaso el combate de los toros ampliado? Montefiore olvidó el saqueo y, durante un momento, ya no oyó ni los gritos, ni los arcabuzazos, ni los rugidos de la artillería. El perfil de aquella española era lo más divinamente delicioso que había visto, él, libertino de Italia, él, ahíto de italianas, ahíto de mujeres, y soñando con una mujer imposible, porque estaba cansado de las mujeres[254]. Aún pudo estremecerse, él, el libertino, que había dilapidado su fortuna para realizar las mil locuras, las mil pasiones de un hombre joven, hastiado, el más abominable monstruo que pueda engendrar nuestra sociedad. Se le pasó por la cabeza una buena idea que seguramente le inspiró el tiro del tendero patriota: fue ello pegarle fuego a la casa. Pero se encontraba solo, sin medios de acción; el centro de la batalla estaba en la plaza mayor, en la que aún se defendían unos cuantos cabezotas. Por otro lado, se le ocurrió una idea mejor. Diard salió del convento, Montefiore no le dijo nada de su descubrimiento, y fue a hacer unas cuantas compras con él por la ciudad. Pero, al día siguiente, el capitán italiano fue alojado militarmente en casa del comerciante en paños. ¿No era esa la residencia natural de un capitán de vestuario?
La casa de aquel buen español se componía en la planta baja de una amplia y oscura tienda, exteriormente armada de gruesos barrotes de hierro, como están en París los viejos almacenes de la calle de los Lombards[255]. Aquella tienda comunicaba con un locutorio iluminado por un patio interior, gran estancia en la que respiraba todo el espíritu de la Edad Media: viejos cuadros ahumados, viejos tapices, antiguo brazero[256], el chambergo colgado de un clavo, el fusil de las guerrillas y la capa de Bartholo[257]. La cocina era contigua a aquel lugar de reunión, a aquella estancia única en la que se comía, en la que se calentaba uno al sordo resplandor del rescoldo, fumando puros, discurriendo para animar a los corazones al odio contra los franceses. Picheles de plata y rica vajilla adornaban una credencia, a la antigua usanza. Pero la luz, parsimoniosamente distribuida, no permitía brillar sino débilmente a los objetos relucientes, y, como en un cuadro de la escuela holandesa, allí todo se volvía pardo, incluso los rostros. Entre la tienda y aquel salón tan hermoso de color y de vida patriarcal, se hallaba una escalera bastante oscura que conducía a un almacén en el que unos vanos, hábilmente practicados, permitían examinar las telas. Después, encima, estaba la vivienda del comerciante y de su mujer. Por fin, se había acomodado el alojamiento del aprendiz y de una criada en una buhardilla instalada bajo un tejado que hacía resalte por encima de la calle, y sostenida por unos arbotantes que prestaban a aquella vivienda una extraña fisonomía; pero las habitaciones de aquellos fueron tomadas por el comerciante y por su mujer, que cedieron al oficial su propio aposento, seguramente con el fin de evitar cualquier disputa.
Montefiore se hizo pasar por antiguo súbdito de España[258], perseguido por Napoléon y que le servía contra su voluntad; aquellas medias mentiras tuvieron el éxito que él esperaba. Fue invitado a compartir la comida de la familia, como lo requerían su nombre, su cuna y su título. Montefiore tenía sus razones al intentar captar la benevolencia del comerciante; olía a su madona, como el ogro olía la carne fresca de Pulgarcito y de sus hermanos[259]. A pesar de la confianza que supo inspirarle al pañero, este guardó el más profundo secreto sobre aquella madona; y no solo no atisbó el capitán huella alguna de la muchacha durante la primera jornada que pasó bajo el techo del honrado español, sino que ni siquiera pudo oír ruido alguno ni captar ningún indicio que le revelase su presencia en aquella antigua morada. No obstante, todo resonaba tanto entre los entarimados de aquella construcción, edificada casi totalmente de madera, que, durante el silencio de las primeras horas de la noche, Montefiore tuvo la esperanza de adivinar en qué lugar se encontraba oculta la joven desconocida. Imaginando que era hija única de aquellos ancianos, la creyó acuartelada por ellos en las buhardillas, en donde habían establecido su domicilio para todo el tiempo de la ocupación. Pero ninguna revelación traicionó el escondite de aquel precioso tesoro. El oficial se estuvo su buen rato con el rostro pegado a los cristalitos en forma de rombo y sujetos por nervaduras de plomo que daban al patio interior, negro recinto de tapias; pero no distinguió en él resplandor alguno, a no ser el que proyectaban las ventanas de la habitación en la que estaban los dos viejos esposos, tosiendo, yendo, viniendo, hablando. De la muchacha, ni la sombra. Montefiore era demasiado fino como para arriesgar el porvenir de su pasión aventurándose a tantear nocturnamente la casa, o a llamar quedo a las puertas. Descubierto por aquel ardiente patriota, suspicaz como debe serlo un español padre y comerciante en paños, ello hubiese sido perderse infaliblemente. De modo que el capitán resolvió aguardar con paciencia, esperándolo todo del tiempo y de la imperfección de los hombres, que siempre acaban, incluso los criminales, con más razón las personas honradas, por olvidar alguna precaución. Al día siguiente, descubrió dónde se acostaba la criada, al ver una especie de hamaca en la cocina. En cuanto al aprendiz, dormía bajo los mostradores de la tienda. Durante aquella segunda jornada, en la cena, Montefiore, maldiciendo a Napoleón, consiguió desfruncir el preocupado ceño de su huésped, español serio, negro rostro, similar a los que antaño se tallaban en el mango de los rabeles; y su mujer recuperó una alegre sonrisa de odio entre las arrugas de su anciano rostro. La lámpara y los reflejos del brazero iluminaban fantásticamente aquella noble estancia. La huéspeda acababa de ofrecer un cigaretto[260] a su medio compatriota. En aquel momento, Montefiore oyó el roce de un vestido y la caída de una silla, detrás de un tapiz.
—Vamos —dijo la mujer palideciendo—, ¡que todos los santos nos asistan!, y que no haya ocurrido ninguna desgracia.
—¿Es que tienen a alguien ahí? —dijo el italiano sin dar señales de emoción.
El pañero dejó escapar una palabra de injuria contra las muchachas. Alarmada, su mujer abrió una puerta secreta, y trajo medio muerta a la madona del italiano, a la que aquel enamorado perdido no pareció prestar atención alguna. Tan solo, para evitar cualquier afectación, miró a la muchacha, se volvió hacia el huésped y le dijo en su lengua materna:
—¿Es hija suya, señor?
Pérez de Lagunia, tal era el nombre del comerciante, había tenido grandes relaciones comerciales en Génova, en Florencia, en Livorno; conocía el italiano y contestó en la misma lengua:
—No. De haber sido hija mía, hubiese tomado menos precauciones. Esta criatura nos está confiada, y antes preferiría perecer que verle llegar la mínima desgracia. Pero ¡póngale usted seso a una muchacha de dieciocho años!
—Es muy guapa —dijo fríamente Montefiore, que no volvió a mirar a la joven.
—La belleza de la madre es bastante célebre —contestó el comerciante.
Y siguieron fumando, observándose uno al otro. Aunque Montefiore se había impuesto la dura ley de no lanzar la mínima mirada que pudiese comprometer su aparente frialdad, no obstante, en el momento en que Pérez volvió la cabeza para escupir, se permitió lanzar una mirada a hurtadillas sobre aquella muchacha, y se tropezó con sus chispeantes ojos. Pero entonces, con esa ciencia de la visión que le da a un libertino, igual que a un escultor, el fatal poder de desnudar, por así decir, a una mujer, de adivinar sus formas mediante inducciones rápidas y sagaces, vio una de esas obras maestras de las que la creación exige todas las dichas del amor[261]. Era un rostro blanco en el que el cielo de España había arrojado unos ligeros tonos de sanguina, que añadían a la expresión de una tranquilidad seráfica un ardiente orgullo, resplandor infundido bajo aquella diáfana tez, tal vez debido a una sangre mora genuina que la vivificaba y la coloreaba. Recogida sobre la cima de la cabeza, la melena caía suelta y rodeaba con sus negros reflejos unas lozanas orejas transparentes, dibujando los contornos de un cuello débilmente azulado. Aquellos lujuriosos rizos hacían resaltar unos ojos ardientes, y los bermejos labios de una boca bien arqueada. La basquiña propia del país realzaba cumplidamente el arco de una cintura tan fácil de plegar como una rama de sauce. Era, no la Virgen de Italia, sino la Virgen de España, la de Murillo, el único artista lo bastante atrevido como para haberla pintado ebria de felicidad por la concepción del Cristo, imaginación delirante del más osado, del más ardiente de los pintores[262]. Se hallaban en aquella muchacha tres cosas reunidas, una sola de las cuales basta para divinizar a una mujer: la pureza de la perla que yace en el fondo de los mares, la sublime exaltación de la santa Teresa española, y la voluptuosidad que se ignora a sí misma[263]. Su presencia tuvo toda la virtud de un talismán. Montefiore ya no vio nada viejo a su alrededor: la muchacha lo había rejuvenecido todo. Si bien la aparición fue deliciosa, poco duró, no obstante. La desconocida fue vuelta a acompañar a la habitación misteriosa, adonde la criada le llevó ostensiblemente a partir de entonces luz y su comida.
—Hace usted bien en ocultarla —dijo Montefiore en italiano—. Yo le guardaré el secreto. ¡Diantre!, tenemos generales capaces de arrebatársela por lo militar[264].
La embriaguez de Montefiore llegó hasta a sugerirle la idea de casarse con la desconocida. Pidió entonces unas cuantas informaciones a su huésped: Pérez le contó de buen grado la aventura a la que debía a su pupila, y el prudente español se vio comprometido a hacer aquella confidencia, tanto por la ilustración de los Montefiore, de la que había oído hablar en Italia, cuanto para mostrar cuán fuertes eran las barreras que separaban a la muchacha de una seducción. Si bien tenía el hombre cierta elocuencia de patriarca, en armonía con sus costumbres sencillas y conforme con el escopetazo disparado sobre Montefiore, sus discursos ganarán en ser resumidos.
En el momento en que la Revolución Francesa cambió las costumbres de los países que sirvieron de teatro a sus guerras, llegó a Tarragona una mujer de la vida, expulsada de Venecia por la caída de Venecia[265]. La vida de aquella criatura era un tejido de aventuras novelescas y extrañas vicisitudes. A ella, con más frecuencia que a cualquier otra mujer de esta clase de fuera del mundo, le ocurría que, gracias al capricho de algún señor impresionado por su extraordinaria belleza, se encontraba durante cierto tiempo saciada de oro, de joyas, rodeada de los mil deleites de la riqueza. Ello eran las flores, las carrozas, los pajes, los ayudas de cámara, los palacios, los cuadros, la insolencia, los viajes tal como los hacía Catalina II[266]; en fin, la vida de una reina absoluta en sus caprichos y obedecida muchas veces más allá de sus fantasías. Después, sin que jamás ni ella, ni nadie, ningún sabio, físico, químico o lo que fuera, haya podido descubrir por qué procedimiento se evaporaba su oro, volvía a caer al suelo, pobre, despojada de todo, no conservando sino su omnipotente belleza, viviendo, por otra parte, sin cuidado alguno del pasado, del presente ni del porvenir. Arrojada, mantenida en su miseria por algún pobre oficial jugador cuyo bigote le encantaba, se apegaba a él como un perro a su amo, compartiendo con él tan solo los males de aquella vida militar que ella consolaba; hecha a todo, por lo demás, durmiendo tan alegre bajo el tejado de un desván como bajo la seda de los más opulentos cortinajes. Italiana y española todo junto, observaba muy exactamente las prácticas religiosas, y más de una vez había dicho al amor: «Vuelve mañana, hoy soy de Dios». Pero aquel fango modelado con oro y con perfumes, aquella despreocupación de todo, aquellas furiosas pasiones, aquella creencia religiosa arrojada en aquel corazón como un diamante en el barro, aquella vida iniciada y acabada en el hôpital[267], aquellos azares del jugador transportados al alma, a la existencia entera; en fin, aquella alta alquimia en la que el vicio atizaba el fuego del crisol en el que se fundían las más lucidas fortunas, en el que se licuefiaban y desaparecían los escudos de los antepasados y el honor de los grandes nombres; todo aquello procedía de un genio particular, fielmente transmitido de madre a hija desde la Edad Media. Aquella mujer se apellidaba LA MARANA. En su familia, puramente femenina, y desde el siglo XIII, la idea, la persona, el nombre, el poder de un padre habían sido completamente desconocidos. La palabra de Marana era, para ella, lo que la dignidad de stuart fue para la célebre estirpe real escocesa[268], un nombre de honor que había sustituido al nombre patronímico, por la constante herencia del mismo cargo, enfeudada a la familia.
Antaño, en Francia, en España y en Italia, cuando estos tres países tuvieron, del siglo XIV al XV, intereses comunes que los unieron y los desunieron en una continua guerra, la palabra Marana sirvió para expresar, en su más amplia acepción, una mujer de la vida. En aquella época, esa clase de mujeres tenía en el mundo cierto rango del que nada puede hoy día dar idea. Ninon de Lenclos[269] y Marion Delorme[270] son las únicas que, en Francia, han desempeñado el papel de las Imperia, de las Catalina, de las Marana, que, en los siglos precedentes, reunían en su casa la sotana, la toga y la espada. Una Imperia construyó en Roma no sé qué iglesia[271], en un ataque de arrepentimiento, al igual que Ródope[272] construyó antaño una pirámide en Egipto. Aquel nombre, infligido al principio como una mancilla a la extraña familia que trae causa aquí, había terminado por convertirse en el suyo y ennoblecer el vicio en ella mediante la indiscutible antigüedad del vicio. Ahora bien, un día, la Marana del siglo XIX, un día de opulencia o de miseria, no se sabe, ese problema fue un secreto entre ella y Dios, pero ciertamente fue en una hora de religión y de melancolía, aquella mujer se halló con los pies en un lodazal y la cabeza en los cielos. Maldijo entonces la sangre de sus venas, se maldijo a sí misma, tembló por tener una hija, y juró, como juran esa clase de mujeres, con la probidad, con la voluntad del presidio, la voluntad más fuerte, la probidad más exacta que existe bajo el cielo; juró, pues, ante un altar, creyendo en el altar, hacer de su hija una criatura virtuosa, una santa, con el fin de dar a aquella larga serie de delitos amorosos y de mujeres perdidas un ángel, para todas ellas, en el cielo. Hecho el voto, habló la sangre de las Marana, la cortesana volvió a arrojarse a su vida aventurera, con un pensamiento más en el corazón. Por fin, vino a enamorarse con el violento amor de las prostitutas, como Henriette Wilson[273] amó a lord Ponsomby, como la Srta. de Dupuis[274] amó a Bolingbroke, como la marquesa de Pescaire[275] amó a su marido; aunque no, no lo amó, adoró a uno de esos hombres de cabellos rubios, a un hombre medio mujer, a la que[276] prestó ella las virtudes que no tenía, queriendo conservar para sí todo lo que era vicio. Después, de aquel hombre débil, de aquel insensato matrimonio, de aquel matrimonio que nunca es bendecido por Dios ni por los hombres, al que debería justificar la felicidad, pero que nunca es absuelto por la felicidad, y del que se sonrojan un día hasta las personas sin frente, tuvo una hija, una hija a la que salvar, una hija para la que deseó una vida hermosa y, sobre todo, los pudores de los que ella carecía. Entonces, así viviese feliz o miserable, opulenta o pobre, tuvo en el corazón un sentimiento puro, el más hermoso de todos los sentimientos humanos porque es el más desinteresado. El amor todavía tiene su propio egoísmo, el amor materno ya no. La Marana fue madre como no era madre ninguna madre; pues, en su eterno naufragio, la maternidad podía ser una tabla de salvación[277]. Cumplir santamente una parte de su tarea terrestre enviando un ángel más al paraíso, ¿no era mejor que un tardío arrepentimiento?, ¿no era la única oración pura que le estaba permitido elevar hasta Dios? De modo que, cuando aquella niña, cuando su María Juana Pepita (hubiese querido darle por patronas a todas las santas de la Leyenda)[278]; cuando aquella criaturita, en fin, le fue concedida, tuvo una idea tan alta de la majestad de una madre, que suplicó al Vicio que le concediese una tregua. Se hizo virtuosa, y vivió solitaria. Se acabaron las fiestas, las noches, los amoríos. Todas sus fortunas, todas sus alegrías estaban en la frágil cuna de su hija. Los acentos de aquella voz infantil le construían un oasis en las ardientes arenas de su vida. Nada tuvo aquel sentimiento que pudiese medirse con ningún otro. ¿No abarcaba acaso todos los sentimientos humanos y todas las esperanzas celestiales? La Marana no quiso manchar a su hija con ninguna otra mancilla que la del pecado original de su nacimiento, al que intentó bautizar en todas las virtudes sociales; por lo mismo, reclamó del joven padre una fortuna paterna y el apellido paterno. Así pues, aquella muchacha ya no fue una Juana Marana, sino Juana de Mancini[279]. Después, cuando, pasados siete años de alegría y de besos, de embriaguez y de felicidad, fue preciso que la pobre Marana se privase de aquel ídolo, con el fin de no plegarle la frente bajo la vergüenza hereditaria, aquella madre tuvo el valor de renunciar a su hija por su hija, y le buscó, no sin espantosos sufrimientos, otra madre, una familia, costumbres que adoptar, santos ejemplos que imitar. La abdicación de una madre es un acto horrendo o sublime; aquí, ¿no era acaso sublime?
El caso es que, en Tarragona, una feliz casualidad la hizo tropezarse con los Lagunia en una circunstancia en la que pudo apreciar la probidad del español y la alta virtud de su mujer. Llegó para ellos como un ángel liberador[280]. La fortuna y el honor del comerciante, momentáneamente comprometidos, necesitaban imperiosamente un auxilio rápido y secreto, la Marana le entregó la cantidad de la que se componía la dote de Juana, no pidiéndole por ella ni gratitud ni interés alguno. En su personal jurisprudencia, un contrato era una cosa de corazón, un estilete, la justicia del débil, y Dios el tribunal supremo[281]. Tras haber confesado las desgracias de su situación a doña Lagunia, confió hija y fortuna al antiguo honor español que respiraba puro y sin mácula en aquella antigua casa. Doña Lagunia no tenía hijos, se halló muy feliz por tener una hija adoptiva a la que educar. La cortesana se separó de su querida Juana, cierta de haber garantizado su porvenir y de haberle hallado una madre, una madre que haría de ella una Mancini, y no una Marana. Cuando abandonó la sencilla y modesta casa del comerciante en la que vivían las virtudes burguesas de la familia, en la que la religión, en la que la santidad de los sentimientos y el honor flotaban en el aire, la pobre mujer de la vida, madre desheredada de su hija, pudo soportar sus dolores al ver a Juana, virgen, esposa y madre, madre feliz durante toda una larga vida. La cortesana dejó en el umbral de aquella casa una de esas lágrimas que recogen los ángeles. Desde aquel día de duelo y de esperanza, la Marana, atraída por invencibles presentimientos[282], había regresado en tres ocasiones para ver a su hija. La primera vez Juana se hallaba víctima de una peligrosa enfermedad. «Lo sabía», le dijo a Pérez al llegar a su casa. En su sueño y de lejos, había atisbado a Juana agonizante. La sirvió, la veló; después, una mañana, mientras su hija convaleciente dormía, le dio un beso en la frente y se marchó sin haberse traicionado. La madre expulsaba a la cortesana. Una segunda vez, la Marana acudió a la iglesia en la que comulgaba Juana de Mancini. Vestida con sencillez, oscura, escondida en el rincón de una columna, la madre proscrita se reconoció en su hija tal como ella había sido un día, celestial figura de ángel, pura como lo es la nieve caída esa misma mañana en un Alpe. Cortesana incluso en su maternidad, la Marana sintió en el fondo de su alma unos celos aún más fuertes que todos sus amores juntos, y salió de la iglesia, incapaz de resistir más tiempo al deseo de matar a doña Lagunia, al verla allí, con el rostro resplandeciente, siendo la madre y más. Por fin, tuvo lugar un último encuentro entre la madre y la hija, en Milán, adonde habían ido el comerciante y su mujer. La Marana pasaba por el Corso[283] con todo el boato de una soberana; se le apareció a su hija, rápida como un relámpago, y no fue reconocida por ella. ¡Espantosa angustia! A aquella Marana repleta de besos le faltaba uno, uno solo, por el que hubiera vendido todos los demás, el beso lozano y alegre dado por una hija a su madre, a su madre reverenciada, a su madre en la que resplandecen todas las virtudes domésticas. ¡Juana viva estaba muerta para ella! Un pensamiento reanimó a aquella cortesana, a la que en aquel momento decía el duque de Lina[284]: «¿Qué os pasa, amor mío?». ¡Delicioso pensamiento! Juana estaba salvada de allí en adelante. Sería tal vez la más humilde de las mujeres, pero no una infame cortesana a la que todos los hombres podían decir: «¡Qué os pasa, amor mío!». En fin, el comerciante y su mujer habían cumplido sus deberes con rigurosa integridad. La fortuna de Juana, convertida en la de ellos, sería decuplicada. Pérez de Lagunia, el más rico negociante de la provincia, tenía por la muchacha un sentimiento medio supersticioso. Tras haber preservado su casa de una deshonrosa ruina, ¿acaso no había traído a ella inauditas prosperidades la presencia de aquella celestial criatura? Su mujer, alma de oro y llena de delicadeza, había hecho de ella una niña religiosa, tan pura como bella. Juana podía ser igualmente la esposa de un señor que de un rico comerciante, no fallaría en ninguna de las virtudes necesarias en sus brillantes destinos; de no ser por los acontecimientos, Pérez, que había soñado con ir a Madrid, la hubiera casado con algún grande de España.
—No sé dónde está hoy la Marana —dijo Pérez al acabar—; pero en cualquier lugar del mundo que pueda estar, si se entera de la ocupación de nuestra provincia por sus ejércitos, y del cerco de Tarragona, debe de estar de camino para venir, con el fin de velar por su hija.
Aquel relato cambió las determinaciones del capitán italiano, este ya no quiso hacer de Juana de Mancini la marquesa de Montefiore. Reconoció la sangre de las Marana en la ojeada que la muchacha había intercambiado con él a través de la celosía, en la industria de la que acababa de servirse para satisfacer su curiosidad, en la última mirada que le había lanzado. Aquel libertino quería por esposa una mujer virtuosa. La aventura estaba llena de peligros, pero de esos riesgos por los que jamás se espanta ni el hombre menos valiente, pues avivan el amor y sus placeres. El aprendiz acostado debajo de los mostradores, la sirvienta de acampada en la cocina, Pérez y su mujer sin dormir más que con el sueño de los ancianos, la sonoridad de la casa, una vigilancia de dragón durante el día, todo era obstáculo, todo hacía de aquel amor un amor imposible. Pero Montefiore tenía a su favor, contra tantas imposibilidades, la sangre de las Marana que chispeaba en el corazón de aquella curiosa italiana, española de costumbres, virgen de hecho, impaciente por amar. Los tres, la pasión, la muchacha y Montefiore podían desafiar al universo entero[285].
Montefiore, impulsado tanto por el instinto de los hombres de buena fortuna cuanto por esas vagas esperanzas que uno no se explica y a las que damos el nombre de presentimiento, palabra de asombrosa verdad, Montefiore se pasó las primeras horas de aquella noche a su ventana, ocupado en mirar por debajo de sí, hacia la presunta situación del escondrijo en el que los dos esposos habían alojado al amor y la alegría de su vejez. El almacén del entresuelo, por servirme de una expresión francesa que hará comprender mejor los rasgos locales, separaba a los dos jóvenes. De modo que el capitán no podía recurrir a los ruidos significativamente hechos de un suelo a otro, lenguaje artificial que los amantes saben crear en similar ocasión. Pero el azar vino en su auxilio, ¡o tal vez la muchacha! En el momento en que se puso a su ventana, vio, sobre el negro paredón del patio, una zona de luz en cuyo centro se dibujaba la silueta de Juana; los movimientos repetidos del brazo, la actitud, todo hacía adivinar que se estaba peinando para la noche.
«¿Está sola?, se preguntó Montefiore. ¿Puedo poner sin peligro en la punta de un hilo una carta con unas cuantas monedas dentro y golpear con ella el cristal redondo del ojo de buey por el que seguramente se ilumina su celda?».
Inmediatamente escribió una nota, la auténtica nota del oficial, del soldado deportado por su familia a la isla de Elba, la nota del marqués venido a menos, otrora lleno de afectación, ahora capitán de vestuario. Después hizo una cuerda con todo lo que fue ingrediente de cordaje, ató en ella la nota lastrada con unos cuantos escudos y la bajó en el más profundo silencio hasta el centro de aquel resplandor esférico.
«Las sombras, al proyectarse, me dirán si están con ella su madre o su criada, y, si no está sola, pensó Montefiore, volveré a subir la cuerda rápidamente».
Pero cuando, tras mil dificultades fáciles de comprender, el dinero golpeó el cristal, una sola figura, el esbelto busto de Juana, se agitó en el muro. La muchacha abrió el cristal muy despacito, vio la nota, la cogió y permaneció de pie leyéndola. Montefiore se había dado a conocer, solicitaba una cita; ofrecía, en estilo de novela antigua, su corazón y su mano a Juana de Mancini. ¡Astucia infame y vulgar, pero cuyo éxito siempre será seguro! A la edad de Juana, ¿no aumenta acaso la nobleza del alma los peligros de la edad? Un poeta de aquel tiempo dijo con donaire: «La mujer tan solo sucumbe en su fortaleza[286]». El amante finge dudar del amor que inspira en el momento en que más amado es; confiada y orgullosa, una muchacha quisiera inventar sacrificios que hacer, y no conoce ni el mundo ni a los hombres lo bastante como para permanecer serena en medio de sus sublevadas pasiones, y abrumar con su desprecio al hombre capaz de aceptar una vida ofrecida en expiación de un reproche falaz.
Desde la sublime constitución de las sociedades, la muchacha se halla entre los horribles desgarros que le causan tanto los cálculos de una prudente virtud cuanto las desdichas de una culpa. Muchas veces suele perder un amor, el más delicioso en apariencia, el primero, si resiste; pierde una boda si es imprudente[287]. Al echar una ojeada a las vicisitudes de la vida social en París, es imposible dudar de la necesidad de una religión, sabiendo que no hay demasiadas muchachas seducidas todas las noches[288]. Pero París está situado en el cuadragésimo octavo grado de latitud, y Tarragona por debajo del cuadragésimo primero. La vieja cuestión de los climas aún les es útil a los narradores para justificar los bruscos desenlaces y las imprudencias o las resistencias del amor[289].
Montefiore tenía los ojos clavados en el elegante perfil negro dibujado en medio del resplandor. Ni él ni Juana podían verse, un malhadado friso, muy enojosamente situado, les privaba de los beneficios de la mutua correspondencia que puede establecerse entre dos enamorados cuando se asoman a sus respectivas ventanas. Por lo mismo el alma y la atención del capitán estaban concentradas en el círculo luminoso en el que, tal vez sin saberlo, la muchacha iba inocentemente a dejar interpretar sus pensamientos por los gestos que se le escapasen. Pero no. Los extraños movimientos de Juana no permitían a Montefiore concebir la mínima esperanza. Juana se estaba entreteniendo en recortar la nota. La virtud, la moral, imitan muchas veces, en sus recelos, las previsiones inspiradas por los celos a los Bartholos de la comedia. Juana, sin tinta, sin plumas y sin papel, contestaba a tijeretazos[290]. Pronto volvió a atar la nota, el oficial la subió, la abrió, la puso a la luz de su lámpara y leyó, en letras caladas: ¡Ven!
«¡Que vaya!, se dijo él. ¡Y el veneno, la escopeta, la daga de Pérez! ¡Y el aprendiz apenas dormido encima del mostrador[291]!. ¡Y la criada en la hamaca! Y esta casa tan sonora como un bajo de ópera, y en la que desde aquí estoy oyendo el ronquido del viejo Pérez. ¿Que vaya? ¿O sea, que ya no tiene nada que perder?».
¡Punzante reflexión! Tan solo los libertinos saben ser así de lógicos, y pueden castigar a una mujer por su entrega[292]. El hombre ha inventado a Satanás y a Lovelace[293], pero la doncella es un ángel al que no sabe prestar otra cosa que sus vicios; es tan grande, tan hermosa, que no puede ni agrandarla ni embellecerla: tan solo se le ha dado el fatal poder de mancillarla atrayéndola a su vida cenagosa. Montefiore esperó a la hora más somnífera de la noche; después, a pesar de sus reflexiones, bajó descalzo, pertrechado con sus pistolas, fue paso a paso, se detuvo para escuchar el silencio, adelantó las manos, sondeó los escalones, vio casi en la oscuridad, presto siempre a volver a su habitación si sobrevenía el más ligero incidente[294]. El italiano se había revestido su más hermoso uniforme, había perfumado su negra cabellera, y se había compuesto ese particular brillo que el aseo y los cuidados prestan a las bellezas naturales; en semejante ocasión, la mayoría de los hombres son tan mujeres como una mujer[295]. Montefiore pudo llegar sin obstáculo a la puerta secreta del gabinete en el que había sido alojada la muchacha, escondite practicado en un rincón de la casa, ensanchada en aquel lugar por uno de esos caprichosos retranqueos bastante frecuentes allá donde los hombres se ven obligados, por la carestía del terreno, a apretujar sus casas unas contra otras. Aquella celda pertenecía exclusivamente a Juana, que en ella se estaba durante el día, lejos de todas las miradas. Hasta entonces, se había acostado junto a su madre adoptiva; pero lo exiguo de las buhardillas en que se habían refugiado los dos esposos no les había permitido tomar a su pupila con ellos. De modo que doña Lagunia había dejado a la muchacha bajo la guardia y la llave de la puerta secreta, bajo la protección de las más eficaces ideas religiosas, puesto que se habían vuelto supersticiones, y bajo la defensa de un natural orgullo, de un pudor de mujer sensible que hacían de la joven Mancini una excepción en su sexo: tenía por igual sus más conmovedoras virtudes y sus más apasionadas inspiraciones; de modo que había sido necesaria la modestia, la santidad de aquella monótona vida, para calmar y refrescar aquella sangre abrasada de las Marana que chispeaba en su corazón, y a la que su madre adoptiva llamaba tentaciones del demonio. Un ligero surco de luz, trazado sobre el suelo por la rendija de la puerta, permitió a Montefiore ver su sitio; rascó suavemente, Juana abrió. Montefiore entró todo palpitante, y reconoció en la reclusa una expresión de ingenua curiosidad, la más completa ignorancia de su riesgo, y una especie de cándida admiración. Por un momento quedó impresionado por la santidad del cuadro que se ofrecía a sus miradas.
En las paredes, un tapizado de fondo gris salpicado de flores violetas; un arcón de ébano, un espejo antiguo, un inmenso y viejo sillón asimismo de ébano y tapizado; después una mesa de patas torneadas; encima del suelo una linda alfombra; junto a la mesa una silla; eso era todo. Pero encima de la mesa, unas flores y una labor de bordado; pero al fondo, una estrecha y delgada cama en la que Juana soñaba; por encima de la cama, tres cuadros; a la cabecera, un crucifijo con pililla de agua bendita, y una oración escrita en letras de oro y enmarcada. Las flores exhalaban débiles perfumes, las velas esparcían una suave luz; todo era sereno, puro y sagrado. Las ideas soñadoras de Juana, pero sobre todo Juana, habían comunicado su encanto a las cosas, y su alma parecía resplandecer en ellas[296]: era la perla en su nácar. Juana, vestida de blanco, hermosa por su sola belleza, posando su rosario para llamar al amor, hubiese inspirado respeto incluso al propio Montefiore, si el silencio, si la noche, si Juana no hubiesen estado tan enamoradas[297], si la pequeña cama blanca no hubiese dejado ver las sábanas entreabiertas y la almohada confidente de mil confusos deseos. Montefiore permaneció largo tiempo de pie, ebrio de una desconocida felicidad, quizá la de Satanás atisbando el cielo por un rompimiento de las nubes que componen su recinto.
—Inmediatamente en cuanto la vi —dijo en puro toscano y con una voz italianamente melodiosa—, la amé. En usted han sido mi alma y mi vida, en usted serán para siempre, si usted quiere.
Juana escuchaba aspirando en el aire el sonido de aquellas palabras a las que la lengua del amor volvía magníficas.
—Pobre niña, ¿cómo ha podido usted respirar tanto tiempo en esta negra casa sin perecer? ¡Usted, hecha para reinar en el mundo, para habitar el palacio de un príncipe, vivir de fiesta en fiesta, sentir los gozos de los que es causa, verlo todo a sus pies, borrar las más hermosas riquezas con las de su belleza que no encontrará rivales, usted ha vivido aquí, solitaria, con esos dos comerciantes!
Pregunta interesada. Quería saber si Juana había tenido algún amante.
—Sí —contestó ella—. Pero ¿quién le ha dicho mis más secretos pensamientos? Desde hace unos meses estoy triste que me muero. Sí, preferiría estar muerta que permanecer más tiempo en esta casa. Mire este bordado, no hay una sola puntada que no haya sido hecha sin mil pensamientos espantosos. ¡Cuántas veces he querido escaparme para ir a arrojarme al mar! ¿Por qué?, ya ni lo sé… Pequeñas cuitas de chiquilla, pero muy punzantes, a pesar de su necedad… Muchas veces he abrazado a mi madre por la noche, como abraza uno a su madre por última vez, diciéndome interiormente: «Mañana me mataré». Luego no me moría. Los suicidados van al infierno, y me daba tantísimo miedo el infierno, que me resignaba a vivir, a seguir levantándome, acostándome, trabajando a las mismas horas y haciendo las mismas cosas. No me aburría, pero sufría… Y, sin embargo mi padre y mi madre me adoran. ¡Ah!, soy mala, ya se lo digo a mi confesor.
—¿De modo que ha estado siempre aquí sin diversiones, sin placeres?
—¡Oh!, no siempre he sido así. Hasta la edad de quince años, me dio placer ver los cánticos, la música, las fiestas de la iglesia. Era feliz de sentirme como los ángeles, sin pecado, de poder comulgar cada ocho días, en fin, amaba a Dios. Pero desde hace tres años, de día en día, todo ha cambiado en mí[298]. Primero quise flores aquí, me las trajeron muy bonitas; después quise… Pero ya no quiero nada —añadió tras una pausa sonriendo a Montefiore—. ¿No me escribió usted antes que me querría para siempre?
—Sí, Juana mía —exclamó dulcemente Montefiore tomando a aquella adorable muchacha por la cintura y estrechándola con fuerza contra su corazón—, sí. Pero déjame hablarte como tú le hablas a Dios. ¿No eres tú acaso más hermosa que la María de los cielos? Escucha. Te juro —prosiguió besándola en los cabellos—, juro, tomando tu frente como el más hermoso de los altares, hacer de ti mi ídolo, prodigarte todas las fortunas del mundo. Para ti mis carrozas, para ti mi palacio de Milán, para ti todas las joyas, los diamantes de mi antigua familia; para ti, cada día, aderezos nuevos; para ti los mil placeres, todas las alegrías del mundo.
—Sí —dijo ella—, todo eso me agrada mucho; pero siento en mi alma que lo que más querré en el mundo será a mi querido esposo. Mio caro sposo! —dijo ella; porque es imposible unir a las dos palabras francesas la admirable ternura, la amorosa elegancia de sonidos con las que la lengua y la pronunciación italianas revisten esas tres deliciosas palabras. Por cierto, el italiano era la lengua materna de Juana—. Recuperaré —prosiguió ella lanzando a Montefiore una mirada en la que brillaba la pureza de los querubines—, recuperaré mi querida religión[299] en él. Él y Dios, Dios y él. ¿Será usted, pues? —dijo—. Y ciertamente, será usted —exclamó tras una pausa—. Mire, venga a ver el cuadro que me ha traído mi padre de Italia.
Tomó una vela, hizo una señal a Montefiore y le mostró al pie de la cama un san Miguel derribando al demonio.
—Mire, ¿a que tiene sus mismos ojos? Por eso, cuando lo vi a usted en la calle, ese encuentro se me antojó una señal del cielo[300]. Durante mis ensoñaciones de la mañana, antes de que me requiriera mi madre para la oración, tantas veces había contemplado esta pintura, este ángel, que había terminado por convertirlo en mi esposo. ¡Dios mío! Le estoy hablando como me hablo a mí misma. Debo de parecerle una loca; pero ¡si supiera usted cuánta necesidad tiene una pobre reclusa de decir los pensamientos que la sofocan! Sola, hablaba con estas flores, con estos ramos de tapicería: ellos me comprendían mejor, creo yo, que mi padre y mi madre, siempre tan adustos.
—Juana —prosiguió Montefiore tomándole las manos y besándolas con una pasión que destellaba en sus ojos, en sus gestos y en el sonido de su voz—, háblame como a tu esposo, como a ti misma. Yo he sufrido todo lo que has sufrido tú. Entre nosotros deben bastar pocas palabras para que comprendamos nuestro pasado; pero nunca habrá bastantes para expresar nuestras dichas futuras. Ponme la mano en el corazón. ¿Sientes cómo late? Prometámonos ante Dios, que nos ve y nos oye, ser el uno para el otro, fieles durante toda nuestra vida. Ten, toma este anillo… Dame el tuyo.
—¡Dar mi anillo! —exclamó ella con horror.
—¿Y por qué no? —preguntó Montefiore inquieto por tanta ingenuidad.
—Es que me viene de nuestro santo padre el papa; me lo puso en el dedo en mi niñez una hermosa señora que me alimentó, que me dejó en esta casa, y me dijo que lo conservase siempre.
—Juana, ¿no me querrás, pues?
—¡Ah! —dijo ella—, aquí lo tiene. Usted ¿no es acaso mejor que yo?
Sostenía el anillo temblando, y lo estrechaba mirando a Montefiore con una lucidez interrogadora y perspicaz. Aquel anillo era tanto como ella misma; se lo dio[301].
—¡Oh!, Juana mía —dijo Montefiore estrechándola entre sus brazos—, habría que ser un monstruo para engañarte… Siempre te querré…
Juana se había puesto soñadora. Montefiore, pensando entre sí que, en aquella primera entrevista, no había que arriesgar nada que pudiese amedrentar a una muchacha tan pura, imprudente más por virtud que por deseo, se encomendó al futuro, a su belleza, cuyo poder conocía, y al inocente matrimonio del anillo, la más magnífica de las uniones, la más leve y la más fuerte de todas las ceremonias, el himeneo del corazón. Durante el resto de la noche y durante la jornada del día siguiente, la imaginación de Juana había de ser cómplice de su pasión. De modo que él se esforzó por ser tan respetuoso como tierno. En aquel pensamiento, ayudado por su pasión y más aún por los deseos que Juana le inspiraba, fue acariciador y untuoso en sus palabras. Embarcó a la inocente muchacha en todos los proyectos de una nueva vida, le pintó el mundo con los más brillantes colores, le dio conversación sobre esos detalles domésticos que tanto gustan a las jóvenes, hizo con ella esos reñidos conciertos que dan derechos y realidad al amor. Después, tras haber decidido la hora acostumbrada de sus citas nocturnas, dejó a Juana feliz, pero cambiada; la Juana pura y santa ya no existía; en la última mirada que le lanzó, en el lindo movimiento que hizo para acercar la frente a los labios de su amante, había ya más pasión de la que le es permitido mostrar a una muchacha. La soledad, el aburrimiento, trabajos opuestos a la naturaleza de aquella muchacha habían hecho todo aquello; para hacerla prudente y virtuosa, tal vez hubiera sido preciso irla acostumbrando al mundo poco a poco, o, si no, ocultárselo para siempre[302].
—El día, mañana, se me va a hacer un rato largo —dijo ella recibiendo en la frente un beso aún casto—. Pero quédese en la sala y hable un poco alto, para que pueda oír su voz, me llena el corazón.
Montefiore, adivinando toda la vida de Juana, quedó tanto más satisfecho de haber sabido contener sus deseos para garantizar mejor su satisfacción. Subió a su cuarto sin accidentes. Diez días transcurrieron sin que turbase la paz y la soledad de aquella casa acontecimiento alguno. Montefiore había desplegado todos sus mimos italianos para el viejo Pérez, para doña Lagunia, para el aprendiz, incluso para la criada, y todos le querían[303]; pero, a pesar de la confianza que supo inspirarles, jamás quiso aprovecharla para solicitar ver a Juana, para lograr que se abriera la puerta de la deliciosa celda. La joven italiana, hambrienta de ver a su amante, muchas veces se lo había rogado; pero él siempre se había negado por prudencia[304]. Además, había gastado todo su crédito y toda su ciencia para adormecer las sospechas de los dos viejos esposos, y los había acostumbrado a verlo, a él, un militar, no levantarse hasta el mediodía. El capitán se había dicho enfermo. Así que los dos amantes ya solo vivían de noche, en el momento en que todo dormía en la casa. Si Montefiore no hubiese sido uno de esos libertinos a los que la costumbre del placer permite conservar la sangre fría en cualquier circunstancia, diez veces hubieran estado perdidos en aquellos diez días. Un joven amante, en el candor del primer amor, se habría abandonado a encantadoras imprudencias a las que tan difícil es resistirse. Pero el italiano se resistía incluso a Juana con ceño, a Juana loca, a Juana haciendo con sus largos cabellos una cadena que le ponía alrededor del cuello para retenerlo. No obstante, hasta el hombre más perspicaz se hubiese visto más que apurado para adivinar los secretos de sus citas nocturnas. Es de creer que, seguro del éxito, el italiano se concedió los inefables placeres de una seducción que iba pasito a paso, de un incendio que va progresando gradualmente y acaba por abrasarlo todo. El undécimo día, cenando, juzgó necesario confiar, bajo el sello del secreto, al viejo Pérez, que la causa de su desgracia en su familia era un matrimonio desproporcionado. Aquella falsa confidencia era algo espantoso en medio del drama nocturno que se representaba en aquella casa. Montefiore, como jugador experimentado, se estaba preparando un desenlace del que disfrutaba de antemano como artista que ama su arte[305]. Contaba con abandonar pronto sin nostalgia la casa y a su amor. Ahora bien, cuando Juana, tal vez arriesgando su vida en una pregunta, preguntase a Pérez dónde estaba su huésped, tras haberlo esperado largo tiempo, Pérez le diría sin conocer la importancia de su respuesta: «El marqués de Montefiore se ha reconciliado con su familia, que consiente en recibir a su mujer, y se ha ido a presentarla».
¡Entonces Juana!… El italiano nunca se había preguntado qué sería de Juana; pero había estudiado su nobleza, su candor, todas sus virtudes, y estaba seguro del silencio de Juana[306].
Obtuvo una misión de no sé qué general. Tres días más tarde, durante la noche, la noche que precedía a su partida, Montefiore, queriendo seguramente, como un tigre, no dejar nada de su presa, en lugar de subir a su cuarto, entró nada más cenar en el de Juana para componerse una noche de despedida más larga. Juana, auténtica española, auténtica italiana, poseyendo doble pasión, se alegró mucho de aquella osadía, ¡delataba tanto ardor! Hallar en el amor puro del matrimonio las crueles dichas de un compromiso ilícito, esconder a su esposo entre las cortinas de su cama; engañar a medias a su padre y a su madre adoptiva, y poder decirles, en caso de sorpresa: «¡Soy la marquesa de Montefiore!»[307]. Para una muchacha novelera, y que, desde hacía tres años, no soñaba el amor sin soñar todos sus peligros, ¿aquello no era acaso una fiesta? El cortinón de la puerta se cerró tras ellos, tras sus locuras, tras su felicidad, como un velo que es inútil levantar. Eran entonces más o menos las nueve, el comerciante y su mujer estaban leyendo las oraciones de la noche; de repente, resonó en la calleja el ruido de un coche tirado por varios caballos; unos golpes apresurados retumbaron en la tienda, la criada corrió a abrir la puerta. Inmediatamente, en dos saltos, entró en la antigua estancia una mujer magníficamente vestida, aunque salía de una berlina de viaje espantosamente embarrada por el lodo de mil caminos. Su coche había atravesado Italia, Francia y España. ¡Era la Marana!, la Marana que, a pesar de sus treinta y seis años, a pesar de sus regocijos, estaba en todo el esplendor de una beltà folgorante[308], con el fin de no perder la soberbia palabra creada para ella en Milán por sus apasionados adoradores; la Marana, que, amante declarada de un rey, había abandonado Nápoles, las fiestas de Nápoles, el cielo de Nápoles, el apogeo de su vida de oro y de madrigales, de perfumes y de seda, al enterarse por su regio amante de los acontecimientos de España y del cerco de Tarragona.
«¡A Tarragona, antes de la toma de Tarragona!, había exclamado. Quiero estar dentro de diez días en Tarragona…».
Y sin dársele nada de una corte, ni de una corona, había llegado a Tarragona, provista de un firmán casi imperial[309], provista de oro que le permitió atravesar el Imperio francés con la velocidad de un cohete y con todo el resplandor de un cohete. Para las madres no hay espacio, una auténtica madre lo presiente todo y ve a su hijo de un polo a otro.
—¡Hija mía! ¡Hija mía! —gritó la Marana.
Ante aquella voz, ante aquella brusca invasión, ante el aspecto de aquella reina en pequeño, a Pérez y a su mujer se les cayó el libro de oraciones de las manos; aquella voz retumbaba como el rayo, y los ojos de la Marana lanzaban sus mismos relámpagos.
—Está ahí —contestó el comerciante con tono sereno, tras una pausa durante la cual se recuperó de la emoción que le habían causado aquella brusca llegada, la mirada y la voz de la Marana—. Está ahí, repitió señalando la celdilla.
—Sí, pero no habrá estado enferma, sigue…
—Perfectamente bien —dijo doña Lagunia.
—¡Dios mío!, arrójame ahora al infierno para toda la eternidad si tal es tu gusto —exclamó la Marana dejándose caer extenuada, medio muerta, en un sillón.
La falsa coloración debida a sus ansiedades cayó de pronto, y palideció. Había tenido fuerzas para soportar los sufrimientos, ya no las tenía para el gozo. El gozo era más violento que su dolor, porque contenía los ecos del dolor y las angustias de la alegría.
—Sin embargo —dijo—, ¿cómo han hecho? Tarragona ha sido tomada al asalto.
—Sí —prosiguió Pérez—. Pero, viéndome vivo a mí, ¿cómo me pregunta usted eso? ¿No era forzoso matarme para llegar a Juana?
Ante aquella respuesta, la cortesana asió la mano callosa de Pérez, y la besó arrojándole lágrimas que le vinieron a los ojos. Era lo más precioso que poseía bajo el cielo, ella que nunca lloraba.
—Buen Pérez —dijo por fin—. Pero ¿habrán tenido ustedes militares que alojar?
—Uno solo —contestó el español—. Por suerte, tenemos al más leal de los hombres, un hombre antaño español, un italiano que odia a Bonaparte, un hombre casado, un hombre frío… Se levanta tarde y se acuesta temprano. Incluso está enfermo en este momento.
—¡Un italiano! ¿Cómo se llama?
—El capitán Montefiore…
—Entonces no puede ser el marqués de Montefiore…
—Sí, señora[310], en persona.
—¿Ha visto a Juana?
—No —dijo doña Lagunia.
—Te equivocas, mujer —prosiguió Pérez—. El marqués debió de ver a Juana durante un instante muy corto, cierto es; pero supongo que la miraría el día en que ella entró aquí durante la cena.
—¡Ah!, quiero ver a mi hija.
—Nada más sencillo —dijo Pérez—. Está durmiendo. Aunque si se ha dejado la llave puesta en la cerradura, habrá que despertarla.
Al levantarse para coger la doble llave de la puerta, los ojos del comerciante cayeron por casualidad en la ventana alta. Entonces, en el círculo de luz proyectado sobre el negro muro del patio interior, por el gran cristal ovalado de la celda, distinguió la silueta de un grupo que, hasta el gracioso Canova[311], ningún otro escultor hubiera sabido adivinar. El español se volvió.
—No sé —dijo a la Marana—, dónde hemos puesto esa llave.
—Está usted muy pálido —le dijo ella.
—Voy a decirle por qué —contestó él saltando sobre su puñal, del que se apoderó, y con el que golpeó violentamente la puerta de Juana gritando—: ¡Juana, abre! ¡Abre!
Su acento expresaba una espantosa desesperación que heló a las dos mujeres.
Y Juana no abrió, porque necesitó algún tiempo para esconder a Montefiore. No sabía nada de lo que estaba ocurriendo en la sala. Las dobles puertas de tapicería ahogaban las palabras.
—Señora, le estoy mintiendo al decir que no sé dónde está la llave. Está aquí —prosiguió sacándola del aparador—. Pero es inútil. La de Juana está puesta en la cerradura, y su puerta está atrancada. ¡Nos han engañado, mujer! —dijo volviéndose hacia ella—. Hay un hombre en la habitación de Juana.
—Por mi salvación eterna, la cosa es imposible —le dijo su mujer.
—No jures, doña Lagunia. Nuestro honor está muerto, y esta mujer… —señaló a la Marana, que se había levantado y permanecía inmóvil, fulminada por aquellas palabras—, esta mujer está en su derecho de despreciarnos. Ella nos salvó vida, fortuna, honor, y nosotros no hemos sabido más que guardarle sus escudos[312].
—Juana, abre —gritó—, o te echo abajo la puerta.
Y su voz, creciendo en violencia, fue a resonar hasta en los desvanes de la casa. Pero estaba frío y tranquilo. Tenía en sus manos la vida de Montefiore, e iba a lavar sus remordimientos con toda la sangre del italiano.
—¡Salgan, salgan, salgan, salgan todos! —gritó la Marana saltando con la agilidad de una tigresa sobre el puñal, que arrancó de las manos del asombrado Pérez.
—Salga, Pérez —prosiguió con tranquilidad—, salgan usted, su mujer, su criada y su aprendiz. Aquí va a haber un asesinato. Los franceses podrían fusilarlos a todos. No se mezclen en esto, a mí sola me concierne. Entre mi hija y yo, no debe estar más que Dios. En cuanto al hombre, mío es. La tierra entera no me lo arrancaría de las manos. Vamos, váyanse, les perdono. Bien se conoce que esta muchacha es una Marana. Ustedes, su religión, su honor, eran demasiado débiles para luchar contra mi sangre[313].
Lanzó un espantoso suspiro y les mostró unos ojos secos. Lo había perdido todo y sabía sufrir, era cortesana. Se abrió la puerta. La Marana lo olvidó todo, y Pérez, haciéndole una seña a su mujer, pudo quedarse en su puesto. Como viejo español intratable en materia de honor, quería ayudar a la venganza de la madre traicionada. Juana, suavemente iluminada, blancamente vestida, se mostró serena en medio de su habitación.
—¿Qué me quieren? —dijo.
La Marana no pudo reprimir un ligero escalofrío.
—Pérez —preguntó—, ¿tiene este gabinete otra salida?
Pérez hizo un gesto negativo; y, confiada en aquel gesto, la cortesana penetró en la habitación.
—Juana, soy tu madre, tu juez, y te has colocado en la única situación en la que me puedo dar a conocer ante ti. Has venido a mí, tú, a quien yo quería poner en el cielo. ¡Ah!, has caído muy bajo. Hay un amante en tu habitación.
—Señora, no debe ni puede hallarse en ella sino mi esposo —contestó ella—. Soy la marquesa de Montefiore.
—¿O sea, que hay dos? —dijo el viejo Pérez con su voz grave—. Me dijo que estaba casado.
—¡Montefiore, amor mío! —gritó la muchacha desgarrando las cortinas y mostrando al oficial—, ven, esta gente te está calumniando.
El italiano se mostró pálido y lívido, veía un puñal en la mano de la Marana, y conocía a la Marana.
De modo que, de un brinco, se arrojó fuera de la habitación, gritando con voz atronadora:
—¡Socorro! ¡Socorro!, asesinan a un francés. ¡Soldados del 6.º de Infantería, corran a buscar al capitán Diard! ¡Socorro[314]!.
Pérez tenía sujeto al marqués, e iba con su ancha mano a hacerle una mordaza natural, cuando la cortesana, deteniéndole, le dijo:
—Sujétele bien, pero déjele gritar. Abra las puertas, déjelas abiertas, y salgan todos, se lo repito. En cuanto a ti —prosiguió dirigiéndose a Montefiore—, grita, pide socorro… Cuando se dejen oír los pasos de tus soldados, te clavaré esta hoja en el corazón. ¿Estás casado? Contesta.
Montefiore, caído en el umbral de la puerta, a dos pasos de Juana, ya ni oía ni veía nada, a no ser la hoja del puñal, cuyos relucientes rayos le cegaban.
—Entonces me ha engañado —dijo lentamente Juana—. Dijo que era libre.
—A mí me dijo que era casado —prosiguió Pérez con su voz grave.
—¡Virgen santísima! —exclamó doña Lagunia.
—¿Vas a contestar o no, alma de lodo? —dijo la Marana en voz baja inclinándose al oído del marqués.
—Su hija —dijo Montefiore.
—La hija que yo tenía está muerta o va a morir —replicó la Marana—. Yo ya no tengo hija. No vuelvas a pronunciar esa palabra. Contesta, ¿estás casado?
—No, señora —dijo por fin Montefiore queriendo ganar tiempo—. Quiero casarme con su hija.
—¡Mi noble Montefiore! —dijo Juana respirando.
—Entonces ¿por qué huir y pedir socorro? —preguntó el español.
¡Terrible fulguración!
Juana no dijo nada, pero se retorció las manos y fue a sentarse en su sillón[315]. En aquel instante, se armó afuera un tumulto bastante fácil de distinguir por el profundo silencio que reinaba en la sala de visitas. Un soldado del 6.º de Infantería, que por casualidad pasaba por la calle en el momento en que Montefiore gritaba socorro, había ido a avisar a Diard. El oficial habilitado, que felizmente volvía a su casa, acudió, acompañado de unos cuantos amigos.
—¿Por qué huir? —prosiguió Montefiore al oír la voz de su amigo—, porque os estaba diciendo la verdad. ¡Diard! ¡Diard! —gritó con voz penetrante.
Pero, a una palabra de su amo, que quería que todo en su casa fuese asesinato, el aprendiz cerró la puerta, y los soldados no tuvieron más remedio que derribarla. Así pues, antes de que entrasen, la Marana pudo darle al culpable una puñalada; pero su concentrada ira le impidió apuntar bien, y la hoja se deslizó por la charretera de Montefiore. No obstante, puso en ello tanta fuerza, que el italiano fue a caer a los pies de Juana, que no lo advirtió. La Marana saltó sobre él; después, esta vez, para no fallar, le tomó por la garganta, le tuvo sujeto con brazo de hierro, y le apuntó al corazón.
—¡Soy libre y me caso!, lo juro por Dios, por mi madre y por todo lo más sagrado que hay en el mundo; soy soltero, me caso, ¡palabra de honor[316]!.
Y le mordía el brazo a la cortesana.
—¡Vamos!, madre —dijo Juana—, mátele usted. Es demasiado cobarde, no lo quiero por marido, así fuera diez veces más guapo.
—¡Ah!, esa es mi hija —gritó la madre.
—¿Qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el oficial habilitado apareciendo.
—Ocurre —exclamó Montefiore—, que a mí me van a asesinar en nombre de esta muchacha, que pretende que soy su amante, que me ha arrastrado a una trampa, y con la que quieren obligarme a casar contra mi voluntad[317]…
—Conque no la quieres —exclamó Diard, impresionado por la sublime belleza que la indignación, el desprecio y el odio prestaban a Juana, ya tan hermosa—; ¡qué difícil eres!, si necesita un marido, aquí estoy yo. Envainen los puñales.
La Marana cogió al italiano, lo levantó, lo atrajo junto al lecho de su hija, y le dijo al oído: «Si te respeto, agradéceselo a tu última palabra. Pero ¡acuérdate! Si tu lengua llega a mancillar a mi hija, nos volveremos a ver».
—¿De qué puede componerse la dote? —preguntó a Pérez.
—Tiene doscientas mil piastras[318]…
—Eso no será todo, caballero —le dijo la cortesana a Diard—. ¿Quién es usted? Puede usted salir —prosiguió volviéndose hacia Montefiore.
Al oír hablar de doscientas mil piastras, el marqués se adelantó diciendo:
—De verdad que soy libre…
Una mirada de Juana le quitó la palabra.
—De verdad que es usted libre de salir —le dijo.
Y el italiano salió.
—¡Ah!, caballero —prosiguió la muchacha dirigiéndose a Diard—, le doy las gracias con admiración. Mi esposo está en el cielo, será Jesucristo. Mañana entraré en el convento de…
—¡Juana, mi Juana, cállate! —gritó la madre estrechándola entre sus brazos.
Después le dijo al oído: «Necesitas otro esposo[319]».
Juana palideció.
—¿Quién es usted, caballero? —repitió mirando al provenzal.
—Todavía no soy —dijo él—, más que el oficial habilitado del 6.º de Infantería. Pero, por una mujer como esta, se siente uno con arrestos para llegar a ser mariscal de Francia. Me llamo Pierre-François Diard. Mi padre era preboste mercantil[320]; de modo que no soy ningún…
—¡Eh!, es usted un hombre honrado, ¿no es así? —exclamó la Marana—. Si le gusta usted a la signora Juana de Mancini, pueden ser felices ambos.
—Juana, prosiguió con tono grave, al convertirte en la mujer de un hombre valiente y digno, piensa que serás madre. He jurado que podrías besar en la frente a tus hijos sin sonrojarte… —ahí, se le alteró ligeramente la voz—. He jurado que serías una mujer virtuosa. Así pues, haz cuenta, en esta vida, de muchos dolores; pero, ocurra lo que ocurra, permanece pura y sé fiel en todo a tu marido; sacrifícaselo todo, él será el padre de tus hijos… ¡Un padre para tus hijos[321]!… ¡Anda!, entre un amante y tú, siempre te tropezarás con tu madre; yo lo seré tan solo en los peligros… Mira el puñal de Pérez… Forma parte de tu dote —dijo cogiendo el arma y arrojándola sobre el lecho de Juana—, ahí lo dejo como garantía de tu honor, mientras yo tenga los ojos abiertos y los brazos libres. Adiós —dijo conteniendo sus lágrimas—, quiera el cielo que no nos volvamos a ver.
Ante aquella idea, sus lágrimas se derramaron en abundancia.
—¡Pobre criatura!, ¡has sido muy feliz en esta celda, más de lo que tú crees! Haga usted que nunca la añore —dijo mirando a su futuro yerno.
Este relato puramente introductorio no es en absoluto el tema principal de este Estudio, para cuya inteligencia era necesario explicar, antes de nada, cómo llegó el capitán Diard a casarse con Juana de Mancini; cómo se conocieron Montefiore y Diard, y hacer comprender qué corazón, qué sangre, qué pasiones animaban a la Sra. de Diard.
Para cuando el oficial habilitado tuvo cumplidas las largas y lentas formalidades sin las que no se le permite casarse a un militar francés, se había enamorado apasionadamente de Juana de Mancini. Juana de Mancini había tenido tiempo de reflexionar sobre su destino. ¡Espantoso destino! Juana, que no tenía por Diard ni estima ni amor, se hallaba, no obstante, unida a él por una palabra, imprudente sin duda, pero necesaria. El provenzal no era ni guapo ni buen mozo. Sus modales carentes de distinción se resentían asimismo del mal tono del Ejército, de los usos de su provincia y de una educación incompleta[322]. ¿Podía acaso amar a Diard aquella muchacha toda donaire y toda elegancia, movida por un invencible instinto de lujo y de buen gusto, y a la que, por otro lado, arrastraba su naturaleza hacia la esfera de las altas clases sociales[323]?. En cuanto a la estima, incluso aquel sentimiento le negaba a Diard, precisamente porque Diard se casaba con ella[324]. Aquella repulsión era totalmente natural. La mujer es una criatura santa y hermosa, pero casi siempre incomprendida; y casi siempre mal juzgada, porque es incomprendida. Si Juana hubiese amado a Diard, le habría estimado. El amor crea en la mujer una mujer nueva; la de la víspera ya no existe al día siguiente. Al revestir el atuendo nupcial de una pasión en la que se juega la vida entera, una mujer lo reviste puro y blanco. Al renacer virtuosa y púdica, ya no hay pasado para ella; ella es futuro, y debe olvidarlo todo para volver a aprenderlo todo. En este sentido, el verso bastante famoso que un poeta moderno ha puesto en los labios de Marion Delorme estaba empapado de verdad, verso totalmente corneliano, por otro lado.
Et l’amour m’a refait une virginité[325].
¿No parecía este verso una reminiscencia de alguna tragedia de Corneille, hasta tal punto revivía en él la factura sustantivamente enérgica[326] del padre de nuestro teatro? Y, no obstante, el poeta no ha tenido más remedio que sacrificárselo al genio esencialmente vodevilesco del patio de butacas.
Así pues, Juana, sin amor, no era otra cosa que la Juana engañada, humillada, degradada. Juana no podía hacer honor al hombre que la aceptaba de aquel modo. Sentía, en toda la concienzuda pureza de la mocedad, esa distinción, sutil en apariencia, pero de sagrada verdad, legal según el corazón y que las mujeres aplican instintivamente en todos sus sentimientos, incluso los más irreflexivos. Juana se volvió profundamente triste al descubrir los alcances de la vida. Muchas veces volvió sus ojos llenos de lágrimas, orgullosamente reprimidas, tanto a Pérez como a doña Lagunia, que comprendían ambos los amargos pensamientos contenidos en aquellas lágrimas; pero callaban[327]. ¿Para qué reproches? ¿Para qué consuelos? Cuanto más vivos son, más agrandan la desgracia.
Una noche, Juana, atontada de dolor, oyó, a través de la puerta de su celda, que los dos esposos creían cerrada, una queja que se le escapó a su madre adoptiva[328].
—La pobre criatura se va a morir de pena.
—Sí —replicó Pérez con voz conmovida—. Pero ¿qué podemos nosotros? ¿Voy a ir yo ahora a ponderarle la casta belleza de mi pupila al conde de Arcos[329], con quien esperaba casarla?
—Un pecado no es el vicio —dijo la anciana, tan indulgente como podría serlo un ángel.
—Su madre la entregó —dijo Pérez.
—En un momento, y sin consultarla —exclamó doña Lagunia.
—Sabía muy bien lo que se hacía.
—¡A qué manos irá nuestra perla!
—No añadas una palabra más, o le busco pendencia a ese… Diard. Y sería otra desgracia.
Al oír aquellas terribles palabras, Juana comprendió la felicidad cuyo curso había sido enturbiado por su culpa. Así pues, las horas puras y cándidas de su dulce retiro habían sido recompensadas con aquella deslumbrante y espléndida existencia cuyas mieles tantas veces había soñado, sueños que habían causado su ruina. ¡Caer de lo alto de la grandeza al señor Diard[330]!. Juana lloró, Juana se volvió casi loca. Durante unos instantes estuvo flotando entre el vicio y la religión[331]. El vicio era un desenlace rápido; la religión, una vida entera de sufrimientos. La meditación fue tempestuosa y solemne. El día siguiente era un día fatal, el de la boda. Juana todavía podía seguir siendo Juana. Libre, sabía hasta dónde llegaría su desgracia; casada, ignoraba hasta dónde podía llegar. Triunfó la religión[332]. Doña Lagunia acudió junto a su hija a rezar y velar tan piadosamente como hubiese rezado y velado junto a una agonizante.
—Dios lo quiere —le dijo a Juana.
La naturaleza da alternativamente a la mujer una fuerza particular que la ayuda a sufrir, y una debilidad que le aconseja la resignación. Juana se resignó sin segundas intenciones. Quiso obedecer al voto de su madre y atravesar el desierto de la vida para llegar al cielo, sabiendo de sobra que no encontraría flor alguna en su penoso viaje. Se casó con Diard. En cuanto al oficial habilitado, si no hallaba gracia ante Juana, ¿quién no lo habría absuelto?, la quería con embeleso. La Marana, tan naturalmente hábil para presentir el amor, había reconocido en él el acento de la pasión, y adivinado el carácter brusco, los movimientos generosos, particulares de los meridionales. En el paroxismo de su gran ira, no había visto más que las buenas cualidades de Diard, y creyó ver bastantes como para que la felicidad de su hija quedase garantizada para siempre[333].
Los primeros días de aquel matrimonio fueron felices en apariencia; o, para expresar mejor uno de esos hechos latentes, todas cuyas miserias son sepultadas por las mujeres en el fondo de su alma, Juana no quiso destronar la alegría de su marido. Doble papel, espantoso de interpretar, y que, antes o después, interpretan todas las mujeres malcasadas. De esta vida, un hombre no puede contar más que los hechos, tan solo los corazones femeninos adivinarán sus sentimientos. ¿No es acaso una historia imposible de describir en toda su verdad? Juana, luchando en todo momento contra su naturaleza a la vez española e italiana, tras haber secado la fuente de sus lágrimas llorando en secreto, era una de esas creaciones típicas, destinadas a representar la desgracia femenina en su más amplia expresión: dolor incesantemente activo, y cuya pintura exigiría tan minuciosas observaciones que, para las personas ávidas de emociones dramáticas, se volvería insípida. Tal análisis, en el que cada esposa debería hallar algunos de sus propios sufrimientos para comprenderlos todos, ¿no sería acaso un libro entero? Libro ingrato por su misma naturaleza, y cuyo mérito consistiría en finos tintes, en matices delicados que los críticos hallarían blandos y difusos. Por otro lado, ¿quién podría abordar sin tener otro corazón en su corazón esas conmovedoras y profundas elegías que algunas mujeres se llevan a la tumba? Melancolías incomprendidas incluso por aquellos que las provocan; suspiros no atendidos, abnegaciones sin recompensas, terrenales al menos; magníficos silencios ignorados; venganzas desdeñadas; generosidades perpetuas y perdidas; placeres deseados y traicionados; caridades de ángel misteriosamente realizadas; en fin, todas sus religiones y su inextinguible amor[334]. Juana conoció aquella vida, y la suerte nada le perdonó. Fue toda la mujer, pero la mujer desgraciada y doliente, la mujer sin cesar ofendida y perdonando siempre, la mujer pura como un diamante sin mácula; ella, que, de tal diamante, tenía la belleza, el brillo; y, en aquella belleza, en aquel brillo, una venganza presta. No era ella muchacha para temer el puñal añadido a su dote. No obstante, animado por un amor auténtico, por una de esas pasiones que transforman momentáneamente los más detestables caracteres y arrojan luz sobre todo lo hermoso que hay en un alma, Diard supo inicialmente comportarse como hombre de honor. Forzó a Montefiore a abandonar el regimiento, e incluso el cuerpo del Ejército, con el fin de que su mujer no se lo tropezase durante el poco tiempo que pensaba estar en España. Después, el oficial habilitado solicitó el traslado, y consiguió meterse en la Guardia Imperial. Quería a cualquier precio adquirir un título, honores y consideración acordes con su gran fortuna. Con aquel pensamiento, se mostró valiente en uno de nuestros más sangrantes combates en Alemania; pero fue herido en él de modo excesivamente peligroso como para quedar en servicio. Amenazado con perder una pierna, le dieron la jubilación sin el título de barón, sin las recompensas que había deseado ganar, y que tal vez hubiese obtenido de no haber sido Diard[335]. Aquel acontecimiento, su herida, sus esperanzas traicionadas, contribuyeron a cambiar su carácter. Su energía provenzal, exaltada durante un tiempo, cayó de repente. No obstante, al principio fue sostenido por su mujer, a la que aquellos esfuerzos, aquel valor, aquella ambición, dieron alguna creencia en su marido, y que, más que ninguna otra, debía mostrarse como lo que son las mujeres, consoladoras y tiernas en las dificultades de la vida. Animado por unas palabras de Juana, el jefe de batallón jubilado vino a París, y resolvió conquistar en la carrera administrativa una alta posición que impusiera respeto, hiciese olvidar al oficial habilitado del 6.º de Infantería y un día dotase a la Sra. de Diard con algún buen título. Su pasión por aquella seductora criatura le ayudaba a adivinar sus secretos deseos. Juana callaba, pero él la comprendía; no era amado por ella como sueña un amante con serlo; lo sabía, y quería hacerse estimar, querer, amar. Presentía la felicidad, aquel hombre desdichado, hallando en toda ocasión a su mujer dulce y paciente; pero aquella dulzura, aquella paciencia, traicionaban la resignación a la que él le debía a Juana. La resignación, la religión, ¿eran el amor? Muchas veces Diard hubiese deseado rechazos allá donde encontraba una casta obediencia; muchas veces hubiese dado su vida eterna por que Juana se dignase llorar sobre su pecho y no disfrazase sus pensamientos bajo un risueño rostro que mentía noblemente[336]. Muchos hombres jóvenes, porque a cierta edad ya dejamos de luchar, quieren triunfar sobre un mal destino cuyas nubes rugen, de vez en cuando, en el horizonte de su vida; y en el momento en que se precipitan a los abismos de la desgracia, hay que agradecerles esos ignorados combates.
Como mucha gente, Diard intentó de todo, y todo le fue hostil. Su fortuna le permitió rodear a su mujer de los placeres del lujo parisino, ella tuvo un gran palacete, grandes salones, y llevó una de esas casas grandes en las que abundan los artistas, poco juzgadores de su naturaleza, y también algunos intrigantes que hacen bulto, y esa gente dispuesta a divertirse donde sea, y ciertos hombres de moda, todos enamorados de Juana. Los que se ponen en evidencia en París tienen que, o domeñar París, o padecer a París[337]. Diard no tenía un carácter lo bastante fuerte, lo bastante compacto, lo bastante persistente como para resultarle imponente a la gente de aquella época, porque en aquella época todo el mundo quería encumbrarse. Las clasificaciones sociales fijas quizá sean un gran bien, incluso para el pueblo[338]. Napoleón nos ha confiado el trabajo que le costó imponer el respeto en su corte, en la que la mayoría de sus súbditos habían sido sus iguales. Pero Napoleón era corso, y Diard provenzal. A igualdad de genio, un insular siempre será más completo de lo que lo es el hombre de la tierra firme, y, bajo la misma latitud, el brazo de mar que separa Córcega de Provenza es, a despecho de la ciencia humana, un océano entero que las convierte en dos patrias distintas.
De su falsa posición, que él falseó aún más, derivaron para Diard grandes desgracias. Tal vez haya enseñanzas útiles en la imperceptible filiación de los hechos que engendraron el desenlace de esta historia. Para empezar, los burlones de París no veían sin una sonrisa maliciosa los cuadros con los que el antiguo oficial habilitado decoró su palacete. Las obras maestras compradas la víspera quedaron envueltas en el mudo reproche que todo el mundo dirigía a aquellos que habían sido tomados en España, y aquel reproche era la venganza de los amores propios a los que ofendía la fortuna de Diard. Juana comprendió unas cuantas de esas palabras de doble sentido en las que muestra su excelencia el francés. Entonces, por consejo suyo, su marido devolvió los cuadros a Tarragona. Pero el público, decidido a tomarse las cosas mal, dijo: «Lo fino que es este Diard, ha vendido los cuadros». Hubo buenas personas que siguieron creyendo que los lienzos que se quedaron en sus salones no estaban legalmente adquiridos. Algunas mujeres celosas preguntaban cómo un Diard había podido casarse con una muchacha tan rica y además tan guapa. De allí, comentarios, chanzas sin fin, como saben hacerlas en París. No obstante, Juana se tropezaba por todas partes con un respeto impuesto por su vida pura y religiosa que triunfaba por encima de todo, incluso de las calumnias parisinas; pero aquel respeto se detenía en ella, le faltaba a su marido[339]. Su femenina perspicacia y su brillante mirada, planeando por los salones, no le aportaban sino sufrimientos.
No dejaba aquel desamor de ser cosa natural. Los militares, a pesar de las virtudes que la imaginación les concede, no perdonaron al antiguo oficial habilitado del 6.º de Infantería, precisamente porque era rico y quería figurar en París. Ahora bien, en París, de la última casa del Faubourg Saint-Germain al último palacete de la calle Saint-Lazare, entre la colina del Luxembourg y la de Montmartre[340], todo bicho viviente que viste y charla, se viste para salir y sale para charlar, toda esa gente que se las da de poco y de mucho, esa gente vestida de impertinencia y forrada de humildes deseos, de envidia y de cortesanería, todo lo que está dorado y desdorado, lo que es joven y viejo, noble de ayer o noble del siglo IV, todos los que se burlan de un advenedizo, todos los que tienen miedo de verse comprometidos, todos los que quieren derribar un poder, salvo para adorarlo si resiste; todos esos oídos oyen, todas esas lenguas dicen y todas esas inteligencias saben, en una única velada, dónde ha nacido, dónde se ha criado, lo que ha hecho o no ha hecho el recién llegado que aspira a honores en ese mundo. Si bien no existe Audiencia de lo criminal para la alta sociedad, esta se tropieza, sin embargo, con el más cruel de todos los fiscales generales, un ser moral, inasible, a la vez juez y verdugo: acusa y marca. No espere usted ocultarle nada, dígaselo todo usted mismo, quiere saberlo todo y de todo se entera. No pregunte dónde está el telégrafo desconocido que le transmite a la misma hora, en un abrir y cerrar de ojos, en cualquier sitio, una historia, un escándalo, una noticia; no pregunte quién lo agita. Ese telégrafo es un misterio social, un observador no puede sino comprobar sus efectos. Hay increíbles ejemplos, baste uno. El asesinato del duque de Berry[341], derribado en la Ópera, fue contado, al décimo minuto que siguió al crimen, en lo más recóndito de la isla Saint-Louis[342]. La opinión emanada del 6.º de infantería sobre Diard se filtró por entre la gente la misma noche que dio su primer baile.
Así pues, Diard ya nada podía sobre el mundo. Desde entonces, su mujer era la única que tenía poder para hacer algo de él. ¡Milagro de esta singular civilización! En París, si un hombre no sabe ser nada por sí mismo, su mujer, cuando es joven y espiritual, le ofrece aún posibilidades para su elevación. Entre las mujeres, las ha habido enfermas, débiles en apariencia, que, sin levantarse de su diván, sin salir de su habitación, han dominado la sociedad, tocado mil resortes, y colocado a sus maridos allá donde querían ellas ser vanidosamente colocadas. Pero Juana, cuya infancia había transcurrido ingenuamente en su celda de Tarragona, no conocía ninguno de los vicios, ninguna de las cobardías ni ninguno de los recursos del mundo parisino; lo miraba como muchacha curiosa, no aprendía de él sino lo que su dolor y su orgullo herido le revelaban. Por otra parte, Juana tenía el tacto de un corazón virgen que recibía las impresiones de antemano, al modo de las mujeres hipersensibles. La joven solitaria, convertida tan pronto en mujer, comprendió que si intentaba forzar al mundo a honrar a su marido, sería como mendigar a la española, con una escopeta en la mano. Además, la frecuencia y la multiplicidad de las precauciones que tenía que tomar, ¿no delatarían toda su necesidad? Entre no hacerse respetar y hacerse respetar en demasía, había para Diard todo un abismo. Juana, de pronto, adivinó el mundo como poco antes había adivinado la vida, y no distinguía para ella, por doquier, sino la inmensa extensión de un irreparable infortunio. Además, tuvo aún el pesar de reconocer tardíamente la incapacidad particular de su marido, el hombre menos propio para todo cuanto exigiese continuidad en las ideas. No entendía nada del papel que debía desempeñar en el mundo, no captaba ni su conjunto, ni sus matices, y los matices lo eran todo. ¿No se hallaba acaso en una de esas situaciones en las que la finura puede holgadamente sustituir a la fuerza? Pero tal vez la mayor de todas las fuerzas sea la finura que siempre triunfa.
Ahora bien, lejos de estancar la mancha de aceite formada por sus antecedentes, Diard se tomó un trabajo tremendo para extenderla. Así, no sabiendo estudiar bien la fase del Imperio en medio de la cual llegaba, quiso, aunque no era sino jefe de escuadrón, ser nombrado prefecto. Por entonces casi todo el mundo creía en el genio de Napoleón, su favor lo había agrandado todo. Las prefecturas, esos imperios en pequeño, ya no podían ser calzadas sino por grandes nombres, por chambelanes de S. M. el emperador y rey. Ya los prefectos se habían convertido en visires. De modo que los hacedores del gran hombre se burlaron de la ambición confesada por el jefe de escuadrón, y Diard se puso a solicitar una subprefectura. Hubo un desacuerdo ridículo entre la modestia de sus pretensiones y la grandeza de su fortuna. Abrir salones regios, hacer alarde de un lujo insolente, y luego abandonar la vida millonaria para ir a Issoudun[343] o a Savenay[344], ¿no era acaso ponerse por debajo de su posición? Juana, instruida demasiado tarde en nuestras leyes, en nuestras costumbres, en nuestros usos administrativos, iluminó también muy tarde a su marido. Diard, desesperado, pretendió sucesivamente ante todos los poderes ministeriales; Diard, rechazado por todas partes, no pudo ser nada, y entonces el mundo le juzgó como era juzgado por el Gobierno y como él se juzgaba a sí mismo. Diard ya había sido herido de gravedad en un campo de batalla, y Diard no estaba condecorado. El oficial habilitado, rico, pero sin consideración, no halló puesto alguno en el Estado; la sociedad le negó, lógicamente, aquel al que postulaba en la sociedad. En fin, en su casa, aquel desdichado experimentaba con cualquier ocasión la superioridad de su mujer. Aunque ella usase de un tacto, habría que decir aterciopelado, si el epíteto no fuese demasiado atrevido, para disfrazarle a su marido aquella supremacía que a ella misma la asombraba, y por la que se sentía humillada[345], Diard acabó viéndose afectado por ella. Necesariamente, en ese juego, los hombres se desploman, se crecen o se vuelven malvados. El valor o la pasión de aquel hombre habían de menguar bajo los reiterados golpes que sus faltas asestaban a su amor propio, y cometía falta tras falta. Para empezar, lo tenía todo por combatir, incluso sus costumbres y su carácter. Provenzal apasionado, franco en sus vicios tanto como en sus virtudes, aquel hombre, cuyas fibras parecían cuerdas de arpa, fue todo corazón para sus antiguos amigos. Socorrió a la gente enlodada igual que a los menesterosos de alto rango[346]; en resumen, respondió de todo el mundo, y dio, en su salón dorado, la mano a pobres diablos. Al ver aquello, el general del Imperio[347], variación de la especie humana de la que pronto ya no existirá ningún ejemplar, no ofreció su abrazo a Diard, y le dijo insolentemente: «¡Querido amigo!» al abordarlo. Allá donde los generales disfrazaron su insolencia bajo su soldadesca campechanía, la poca gente de buena compañía que frecuentaba Diard le significó aquel elegante, acharolado desprecio, contra el que un hombre nuevo casi siempre está inerme. Por fin, el porte, la gesticulación italiana a medias, el hablar de Diard, la manera como se vestía, todo en él rechazaba ese respeto que la exacta observación de las cosas exigidas por el buen tono hace adquirir a la gente vulgar, y cuyo yugo no puede ser sacudido sino por los grandes poderes. Así va el mundo[348].
Estos detalles pintan débilmente los mil suplicios de los que fue víctima Juana; vinieron uno a uno; cada clase social le aportó su alfilerazo; y, para un alma que prefiere las puñaladas, ¿no había sufrimientos atroces en aquella lucha en la que Diard recibía afrentas sin sentirlas, y en la que Juana las sentía sin recibirlas? Después llegó un momento, momento espantoso, en que ella tuvo del mundo una percepción lúcida, y sintió a la vez todos los dolores que en él se habían amasado de antemano para ella. Juzgó a su marido totalmente incapaz de subir los altos peldaños del orden social, y adivinó hasta dónde habría de bajarlos el día en que le fallase el corazón. En esas, Juana se compadeció de Diard. El porvenir era harto oscuro para aquella joven. Vivía permanentemente en la aprensión de una desgracia, sin saber de dónde podría venir. Aquel presentimiento estaba en su alma como un contagio está en el aire; pero ella sabía encontrar fuerzas para disfrazar sus angustias bajo sonrisas. Había llegado a no pensar más en sí misma. Juana se sirvió de su influencia para hacer a Diard abdicar de todas sus pretensiones, y mostrarle, como un asilo, la vida suave y benéfica del hogar doméstico. Los males venían del mundo, ¿no había acaso que desterrar el mundo? En su casa, Diard hallaría paz, respeto; reinaría en ella. Ella se sentía lo bastante fuerte para aceptar la ruda tarea de hacerlo feliz, a él, descontento de sí mismo. Su energía se acrecentó con las dificultades de la vida, Juana tuvo todo el heroísmo secreto necesario en su situación, y fue inspirada por esos religiosos deseos que sostienen al ángel encargado de proteger un alma cristiana: supersticiosa poesía, imágenes alegóricas de nuestras dos naturalezas.
Diard abandonó sus proyectos, cerró su casa y vivió de puertas adentro, si se permite emplear una expresión tan familiar. Pero ahí estuvo el escollo. El pobre militar tenía una de esas almas excéntricas que necesitan movimiento perpetuo[349]. Diard era uno de esos hombres instintivamente obligados a volver a marcharse no bien acaban de llegar, y cuya meta vital parece ser ir y venir sin cesar, como las ruedas de las que habla la sagrada Escritura[350]. Por otro lado, tal vez estaba intentando huir de sí mismo. Sin cansarse de Juana, sin poder acusar a Juana, su pasión por ella, encalmada por la posesión, le devolvió a su carácter. Desde entonces, sus momentos de abatimiento fueron siendo más frecuentes, y muchas veces se entregó a sus meridionales arrebatos. Cuanto más virtuosa y cuanto más irreprochable es una mujer, tanto más le gusta a un hombre hallarla en falta, aunque no sea más que para dar pruebas de su superioridad legal; pero si por casualidad ella se le impone de un modo absoluto, experimenta la necesidad de fabricarle entuertos. Entonces, entre esposos, las naderías se engrosan y se convierten en Alpes. Pero Juana, paciente sin orgullo, dulce sin esa amargura que saben las mujeres arrojar en su sumisión[351], no dejaba resquicio alguno para la maldad calculada, la más áspera de todas las maldades. Además, era una de esas criaturas nobles a las que es imposible faltar; su mirada, en la que destellaba su vida, santa y pura, su mirada de mártir tenía el peso de una fascinación. Diard, incómodo al principio, contrariado después, acabó por ver un yugo para él en aquella alta virtud. La prudencia de la mujer no le daba emociones violentas de ningún tipo, y él deseaba emociones. Existen millares de escenas representadas en el fondo de las almas, bajo esas frías deducciones de una existencia aparentemente simple y vulgar. Entre todos esos pequeños dramas, que tan poco duran, pero que tan adelante penetran en la vida, y casi siempre son los presagios del gran infortunio escrito en la mayoría de los matrimonios, difícil es escoger un ejemplo. No obstante, hay una escena que sirvió de modo más particular para marcar el momento en que, en aquella vida entre dos, empezó la desavenencia. Tal vez sirva para explicar el desenlace de esta historia.
Juana tenía dos hijos, dos varones, felizmente para ella[352]. El primero había llegado siete meses después de su matrimonio. Se llamaba Juan, y se parecía a su madre[353]. Había tenido el segundo dos años después de su llegada a París. Aquel se parecía por igual a Diard y a Juana, pero mucho más a Diard, y llevaba sus nombres[354]. Desde los cinco años, Francisque era para Juana objeto de los más tiernos cuidados. Constantemente, la madre se ocupaba de aquel niño: para él las carantoñas; para él los juguetes; pero para él sobre todo las penetrantes miradas de la madre; Juana lo había espiado desde la cuna, había estudiado sus gritos, sus movimientos; quería adivinar su carácter para dirigir su educación. Parecía que Juana no tenía más que ese hijo[355]. El provenzal, viendo a Juan casi desdeñado, lo tomó bajo su protección; y, sin explicar si aquel niño era hijo del efímero amor al que él debía a Juana, aquel marido, con una especie de admirable halago, hizo de él su benjamín. De todos los sentimientos debidos a la sangre de sus antepasadas, y que la devoraban, la Sra. de Diard no aceptó sino el amor maternal. Pero quería a sus hijos con la sublime violencia cuyo ejemplo ha sido dado por la Marana que obra en el preámbulo de esta historia, y también con el gracioso pudor, con la delicada alianza de las virtudes sociales cuya práctica era la gloria de su vida y su íntima recompensa[356]. El pensamiento secreto, la maternidad concienzuda que habían impreso en la vida de la Marana un marchamo de recia poesía, eran para Juana una vida reconocida, un permanente consuelo. Su madre había sido virtuosa igual que las demás mujeres son criminales, a hurtadillas; había robado su tácita felicidad; no la había disfrutado. Pero Juana, desgraciada por la virtud como su madre era desgraciada por el vicio, hallaba constantemente las inefables mieles que tanto había envidiado su madre, y de las que había sido privada. Para ella, como para la Marana, la maternidad comprendió, pues, todos los sentimientos terrenales. Ni la una ni la otra, por causas contrarias, tuvieron otro consuelo en su miseria. Juana tal vez amó más, porque, destetada del amor, resolvió todos los placeres que le faltaban con los de sus hijos, y porque existen pasiones nobles como vicios: cuanto más se satisfacen, más aumentan. La madre y el jugador son insaciables[357]. Cuando Juana vio el generoso perdón impuesto a diario sobre la cabeza de Juan por el paterno afecto de Diard, se enterneció; y, desde el día en que ambos esposos cambiaron de papel, la española le tomó a Diard ese interés profundo y auténtico del que tantas pruebas le había dado solamente por obligación. Si aquel hombre hubiese sido más consecuente en su vida; si no hubiese destruido por el desgarbo, por la inconstancia y lo veleidoso de su carácter, los destellos de una sensibilidad auténtica, aunque nerviosa, Juana seguramente le habría querido[358]. Desgraciadamente era el tipo de esos meridionales, espirituales, pero sin continuidad en sus percepciones; capaces de grandes cosas la víspera, y negados al día siguiente; muchas veces víctimas de sus virtudes, y muchas veces felices por sus malas pasiones: hombres admirables, por otro lado, cuando sus buenas cualidades tienen una constante energía como nexo común[359]. Así, Diard llevaba dos años cautivo dentro de casa por la más dulce de las cadenas. Vivía, casi a su pesar, bajo la influencia de una mujer que se hacía alegre, divertida para él; que agotaba los recursos del genio femenino para seducirlo en nombre de la virtud, pero cuya destreza no llegaba a simularle amor.
En aquel momento, todo París andaba pendiente del asunto de un capitán del antiguo ejército que, en un paroxismo de libertinaje, había asesinado a una mujer[360]. Diard, al volver a su casa para cenar, enteró a Juana de la muerte de aquel oficial. Se había matado para evitar el deshonor de su procesamiento y la innoble muerte del cadalso. Juana no comprendió de momento la lógica de aquel proceder, y su marido no tuvo más remedio que explicarle la hermosa jurisprudencia de las leyes francesas, que no permite perseguir a los muertos[361].
—Pero, papá, ¿no nos dijiste tú el otro día que el Rey concedía gracia? —preguntó Francisque.
—El Rey no puede dar más que la vida —le contestó Juan medio irritado.
Diard y Juana, espectadores de aquella escena, quedaron afectados por ella de muy distinto modo. La mirada húmeda de alegría que su mujer arrojó sobre el primogénito reveló fatalmente al marido los secretos de aquel corazón hasta entonces impenetrable. El mayor era un calco de Juana; al mayor, Juana lo conocía; estaba segura de su corazón, de su futuro; lo adoraba, y su ardiente amor por él seguía siendo un secreto entre ella, su hijo y Dios. Juan disfrutaba instintivamente de las brusquedades de su madre, que lo estrechaba hasta asfixiarlo cuando estaban solos, y que parecía ponerle mala cara en presencia de su hermano y de su padre. Francisque era Diard, y los cuidados de Juana traicionaban el deseo de combatir en aquel niño los vicios del padre[362], y fomentar sus buenas cualidades. Juana, no sabiendo que su mirada había hablado de más, se sentó a Francisque encima y le dio, con una voz suave, pero aún conmovida por el placer que sentía de la contestación de Juan, una lección apropiada para su inteligencia.
—Su carácter exige grandes cuidados —dijo el padre a Juana.
—Sí, contestó ella sencillamente.
—¡Pero Juan!
La Sra. de Diard, espantada por el acento con el que fueron pronunciadas aquellas dos palabras, miró a su marido.
—Juan nació perfecto —añadió. Tras haber dicho esto, se sentó con aire taciturno; y, al ver a su mujer silenciosa, prosiguió—: Hay uno de sus hijos al que quiere usted más que al otro.
—De sobra lo sabe usted —dijo ella.
—¡No! —replicó Diard—, hasta ahora he ignorado al que usted prefería.
—Pero si aún no me han dado que sentir ni el uno ni el otro —contestó ella con premura.
—Sí, pero ¿cuál le ha dado más alegrías? —preguntó él con más premura aún.
—No las he contado.
—Las mujeres son falsas por demás —exclamó Diard—. Atrévase a decir que Juan no es el hijo de su corazón.
—Si eso es así —prosiguió ella con nobleza—, ¿quiere usted que sea una desgracia?
—Nunca me ha querido. Si lo hubiese deseado, por usted hubiera podido conquistar reinos. Sabe todo lo que he intentado, sin ser sostenido más que por el deseo de agradarla. ¡Ah!, si me hubiese querido…
—Una mujer que quiere —dijo Juana— vive en la soledad y lejos del mundo. ¿No es eso lo que hacemos nosotros?
—Sé, Juana, que nunca le falta razón.
Aquellas palabras iban teñidas de una amargura profunda, y arrojaron frío entre ellos para todo el resto de su vida.
Al día siguiente de aquel día fatídico, Diard fue a casa de uno de sus antiguos compañeros, y en ella reencontró las distracciones del juego[363]. Por desgracia, ganó mucho dinero, y volvió a jugar. Después, arrastrado por una pendiente imperceptible, volvió a caer en la vida disipada que antaño había llevado. Pronto dejó de cenar en casa. Habiendo transcurrido unos meses en el disfrute de las primeras delicias de la independencia, quiso conservar su libertad y se separó de su mujer; le cedió los aposentos grandes y se alojó en un entresuelo. Al cabo de un año, Diard y Juana ya solo se veían por la mañana, a la hora del desayuno. Por fin, como todos los jugadores, tuvo alternancias de pérdida y de ganancia. Ahora bien, no queriendo mellar el capital de su fortuna, deseó sustraer del control de su mujer la disposición de las rentas; de modo que un día le retiró la parte que tenía ella en el gobierno de la casa. A una confianza ilimitada sucedieron las precauciones de la desconfianza. Después, en lo relativo a las finanzas, otrora comunes entre ellos, adoptó, para las necesidades de su mujer, el método de una pensión mensual, fijaron juntos la cifra; la charla que tuvieron sobre aquel tema fue la última de aquellas conversaciones íntimas, uno de los más atractivos encantos del matrimonio. El silencio entre dos corazones es un auténtico divorcio realizado el día en el que deja de decirse el nosotros. Juana comprendió que a partir de aquel día ya no era nada más que madre, y se alegró[364], sin buscar la causa de aquella desgracia. Fue un gran error. Los hijos hacen a los esposos solidarios de su vida, y la vida secreta de su marido no solo había de ser un tejido de melancolías y angustias para Juana. Diard, emancipado, se acostumbró rápidamente a perder o a ganar cantidades inmensas. Buen perdedor y gran jugador, se hizo famoso por su modo de jugar. La consideración que no había podido granjearse bajo el Imperio le fue adquirida, con la Restauración[365], por su fortuna capitalizada que rodaba por los tapetes de juego y por su talento en todos los juegos, que cobró fama. Los embajadores, los banqueros más notables, la gente de grandes fortunas, y todos los hombres que, por haber exprimido demasiado la vida, acaban pidiéndole al juego sus exorbitantes placeres, admitieron a Diard en sus clubes, pocas veces en su casa, pero jugaron todos con él. Diard se puso de moda. Por orgullo, una vez o dos, durante el invierno, daba una fiesta para devolver las cortesías que había recibido. Entonces Juana volvía a ver el mundo en aquellos ratos de festines, de bailes, de lujo, de luces; pero era para ella una especie de impuesto sobre la dicha de su soledad. Aparecía, ella, la reina de aquellas solemnidades, como una criatura caída allí de un mundo desconocido. Su ingenuidad, a la que nada había corrompido; su hermosa virginidad de alma, que le restituían las nuevas costumbres de su nueva vida; su belleza, su modestia genuina le granjeaban sinceros homenajes. Pero, al atisbar pocas mujeres en sus salones, comprendía que, si bien su marido seguía, sin comunicárselo, un nuevo plan de comportamiento, aún no había ganado nada en estima, en sociedad[366].
Diard no siempre fue feliz; en tres años, disipó las tres cuartas partes de su fortuna; pero su pasión le dio la energía necesaria para satisfacerla. Se había asociado con mucha gente, y sobre todo con la mayoría de esos espabilados de la Bolsa, con esos hombres que, desde la Revolución, han erigido como principio el que un robo, hecho a lo grande, no es más que una negrura, trasladando así a las cajas fuertes las desvergonzadas máximas adoptadas en materia de amores por el siglo XVIII. Diard se hizo hombre de negocios, y se metió en esos asuntos llamados gusaneras en argot de palacio[367]. Supo comprarles a pobres diablos que no conocían los despachos liquidaciones eternas que él remataba en una velada, repartiendo sus ganancias con los liquidadores. Después, cuando le faltaron deudas de dinero contante, las buscó flotantes, y desenterró, en los Estados europeos, bárbaros o americanos, reclamaciones caducadas que él reanimaba. Una vez que la Restauración hubo extinguido las deudas de los príncipes, de la República y del Imperio[368], logró que le adjudicaran comisiones sobre préstamos, sobre canales, sobre todo tipo de empresas. Por fin, practicó el robo decente al que se han consagrado tantos hombres hábilmente enmascarados, o escondidos entre los bastidores del teatro político; robo que, hecho en la calle, a la luz de un farol, mandaría a presidio a un desdichado, pero que es sancionado por el oro de las molduras y de los candelabros. Diard acaparaba y revendía los azúcares, vendía puestos, tuvo la gloria de inventar al hombre de paja para los empleos lucrativos que era necesario conservar durante cierto tiempo antes de tener otros. Luego, meditaba las primas, estudiaba el fallo de las leyes, hacía contrabando legal[369]. Para pintar con una sola palabra aquel alto negocio, pidió tanto por ciento sobre la compra de los quince votos legislativos que, en el espacio de una noche, pasaron de los escaños de la izquierda a los escaños de la derecha. Estas acciones ya no son ni delitos ni robos, es hacer gobierno, financiar la industria, ser una cabeza financiera. A Diard lo sentó la opinión pública en el banco de la infamia, en el que ya tenía su sitio más de un hombre diestro. Allí se encuentra la aristocracia del mal. Es la Cámara Alta de los criminales de buen tono. De modo que Diard no fue un jugador vulgar, de esos a los que el drama representa innobles y que acaban mendigando[370]. Ese jugador ya no existe en sociedad a cierta altura topográfica. Hoy día, estos osados tunantes mueren brillantemente uncidos al vicio y bajo el yugo de la fortuna. Van a levantarse la tapa de los sesos en carroza y se llevan todo aquello con lo que se les ha dado crédito. Por lo menos, Diard tuvo el talento de no comprar sus remordimientos al mejor postor, y se convirtió en uno de esos hombres privilegiados. Al haber aprendido todos los resortes del gobierno, todos los secretos y las pasiones de la gente situada, supo mantenerse en su escalafón dentro del ardiente horno al que se había arrojado. La señora de Diard ignoraba la vida infernal que llevaba su marido. Satisfecha del abandono en el que él la dejaba[371], no se extrañó al principio, porque todas sus horas quedaron bien llenas. Había dedicado su dinero a la educación de sus hijos, a pagar a un preceptor muy capaz y a todos los maestros necesarios para una enseñanza completa; quería convertirlos en hombres, darles un raciocinio recto, sin desflorar su imaginación; al no tener ya sensaciones sino a través de ellos, ya no sufría por su vida descolorida, ellos eran, para ella, lo que durante mucho tiempo son los niños para muchas madres, una especie de prolongación de su existencia. Diard ya no era más que un accidente; y desde que Diard había dejado de ser el padre, el cabeza de la familia, Juana tan solo estaba ligada a él por ciertos lazos de ostentación socialmente impuestos a los esposos. No obstante, educaba a sus hijos en el más alto respeto del poder paterno, por más imaginario que aquel fuera para ellos; pero fue en ello muy felizmente secundada por la continua ausencia de su marido. Si se hubiera quedado en el hogar, Diard habría destruido los esfuerzos de Juana. Sus hijos ya tenían demasiado tacto y finura como para no juzgar a su padre. Juzgar al padre es un parricidio moral. Sin embargo, a la larga, la indiferencia de Juana por su marido se borró. Aquel sentimiento primitivo se transformó incluso en terror. Comprendió un día que la conducta de un padre puede pesar durante mucho tiempo sobre el porvenir de sus hijos, y su cariño maternal le dio a veces revelaciones incompletas de la verdad. De día en día, la aprensión de aquella desgracia desconocida, pero inevitable, en la que había vivido constantemente, se iba volviendo más vivaz y más abrasadora. De modo que, durante los pocos instantes en los cuales Juana veía a Diard, arrojaba sobre su rostro demacrado, macilento por las noches pasadas, arrugado por las emociones, una mirada penetrante cuya claridad casi estremecía a Diard. Entonces, la alegría de ordenanza exhibida por su marido la espantaba todavía más que las taciturnas expresiones de su preocupación cuando, por casualidad, olvidaba su gozoso papel. Temía a su mujer como el criminal teme al verdugo. Juana veía en él el oprobio de sus hijos; y Diard temía en ella la venganza tranquila, una especie de justicia de frente serena, con el brazo siempre alzado, siempre armado[372].
Tras quince años de matrimonio, Diard se halló un día sin recursos. Debía cien mil escudos[373] y poseía apenas cien mil francos. Su palacete, su único bien visible, estaba gravado con una suma de hipotecas que rebasaba su valor. Unos días más, y el prestigio con el que lo había revestido la opulencia se iba a desvanecer. Tras aquellos días de gracia, no le tenderían ni una sola mano, no le abrirían ni una sola bolsa. Después, salvo algún acontecimiento favorable, iría a caer en el lodazal del desprecio, más bajo tal vez de lo que debía estar en él, precisamente porque se había mantenido a una altura indebida. Por fortuna se enteró de que, durante la temporada de las aguas[374], se hallarían en el establecimiento de los Pirineos varios extranjeros de distinción, diplomáticos, todos ellos jugando a un juego infernal, y seguramente provistos de grandes cantidades. Resolvió inmediatamente salir hacia los Pirineos. Pero no quiso dejar en París a su mujer, a la que algunos acreedores podrían revelar el horrible misterio de su situación, y se la llevó con sus dos hijos, negándoles incluso al preceptor. No tomó consigo más que un lacayo, y apenas permitió a Juana que se quedase con una camarera. Su tono se había vuelto breve, imperioso, parecía haber recuperado energía. Aquel repentino viaje, cuya causa escapaba a su penetración, heló a Juana con un secreto terror. Su marido hizo alegremente el camino; y, reunidos por la fuerza en la berlina, el padre se fue mostrando de día en día más atento con los niños y más amable con la madre. No obstante, cada día le traía a Juana siniestros presentimientos, los presentimientos de las madres, que tiemblan sin razón aparente, pero que rara vez se equivocan cuando tiemblan así. Para ellas, el velo del porvenir parece ser más leve[375].
En Burdeos, Diard alquiló, en una calle tranquila, una casita agradable, muy aseadamente amueblada, y en ella alojó a su mujer[376]. Aquella casa estaba situada por casualidad en una de las esquinas de la calle, y tenía un gran jardín. Al no estar adosada, pues, más que por uno de sus costados a la casa contigua, se hallaba a la vista y accesible desde tres lados. Diard pagó el alquiler, y no le dejó a Juana sino el dinero estrictamente necesario para sus gastos durante tres meses; apenas si le dio cincuenta luises[377]. La Sra. de Diard no se permitió ninguna observación sobre aquella inusitada tacañería. Cuando su marido le dijo que iba a las aguas y que ella tenía que quedarse en Burdeos, Juana formó el plan de enseñar más completamente a sus hijos el español y el italiano, y hacerles leer las principales obras maestras de aquellas dos lenguas. Así pues, iba a llevar una vida retirada, sencilla y económica de modo natural. Para ahorrarse los enojos de la vida material, se apalabró, al día siguiente de la marcha de Diard, con un establecimiento de encargo para la comida. Su camarera bastó para su servicio, y ella se halló sin dinero, pero provista de todo hasta el regreso de su marido. Sus placeres habían de consistir en dar algunos paseos con sus hijos. Tenía a la sazón treinta y tres años. Su belleza, ampliamente desarrollada, refulgía en todo su esplendor. De modo que, cuando se dejó ver, no se habló en Burdeos de otra cosa que de la guapa española. A la primera carta de amor que recibió, Juana no volvió a pasearse más que por su jardín. Diard hizo al principio fortuna en las aguas; ganó trescientos mil francos en dos meses, y no se le ocurrió mandarle dinero a su mujer, quería quedarse mucho para jugar más fuerte aún. A finales del último mes, vino a las aguas el marqués de Montefiore, ya precedido por la celebridad de su fortuna, de su buena planta, de su feliz matrimonio con una ilustre inglesa, y más aún por su gusto por el juego[378]. Diard, su antiguo compañero, quiso esperarle allí, con la intención de unir sus despojos a los de todos los demás. Un jugador armado de unos cuatrocientos mil francos está aún en una posición desde la que domina la vida, y Diard, confiando en su suerte, volvió a trabar conocimiento con Montefiore; aquel le recibió fríamente, pero jugaron, y Diard perdió todo cuanto poseía.
—Mi querido Montefiore —dijo el antiguo oficial habilitado tras haber dado la vuelta al salón, una vez hubo terminado de arruinarse—, le debo cien mil francos[379]; pero mi dinero está en Burdeos, adonde he dejado a mi mujer.
Diard llevaba los cien billetes de banco en el bolsillo, pero con el aplomo y el ojo rápido de un hombre acostumbrado a sacar recursos de todo, aún tenía esperanzas en los indefinibles caprichos del juego. Montefiore había manifestado la intención de ver Burdeos. Tras cumplir, a Diard ya no le quedaba dinero, y no podía tomar la revancha. Una revancha a veces colma todas las pérdidas precedentes[380]. No obstante, aquellas ardientes esperanzas dependían de la respuesta del marqués.
—Espera, amigo mío —dijo Montefiore—, iremos juntos a Burdeos. En conciencia, hoy día soy lo bastante rico como para no querer coger el dinero de un antiguo compañero.
Tres días más tarde, Diard y el italiano estaban en Burdeos. El uno ofreció revancha al otro. Ahora bien, durante una velada, en la que Diard empezó pagando sus cien mil francos, perdió doscientos mil más a cuenta de su palabra. El provenzal estaba alegre como un hombre acostumbrado a tomar baños de oro. Acababan de dar las once, el cielo estaba soberbio; Montefiore debía de experimentar tanto como Diard la necesidad de respirar bajo el cielo y de dar un paseo para recuperarse de sus emociones, de modo que este le propuso ir a recoger su dinero y a tomar una taza de té a su casa.
—Pero la señora de Diard… —dijo Montefiore.
—¡Bah! —dijo el provenzal.
Bajaron; pero, antes de coger el sombrero, Diard entró en el comedor de la casa en la que estaba y pidió un vaso de agua; mientras se lo preparaban, se paseó de un lado para otro y pudo, sin ser visto, coger uno de esos cuchillos de acero muy pequeños, puntiagudos y con mango de nácar, que sirven para cortar la fruta en el postre, y que todavía no se habían guardado.
—¿Dónde te alojas? —le dijo Montefiore en voz baja en el patio—. Tengo que mandarte el coche a la puerta.
Diard indicó perfectamente bien su casa.
—Entenderás —le dijo Montefiore en voz baja cogiéndole del brazo— que mientras esté contigo, no tendré nada que temer; pero si volviera solo, y me siguiera algún golfante, no estaría de más matarlo.
—Pues ¿qué llevas encima?
—¡Oh!, casi nada —contestó el desafiante italiano—. No llevo más que las ganancias. Sin embargo, ya le harían una linda fortuna a algún piojoso que, por seguro, tendría buena patente de hombre honrado para el resto de sus días[381].
Diard condujo al italiano por una calle desierta en la que había advertido una casa cuya puerta se hallaba al extremo de una especie de avenida adornada con árboles y flanqueada por unas altas tapias muy oscuras. Al llegar a aquel lugar, tuvo el valor de rogar militarmente a Montefiore que fuera adelante. Montefiore comprendió a Diard y quiso hacerle compañía. Entonces, no bien hubieron puesto ambos el pie en aquella avenida, Diard, con agilidad de tigre, derribó al marqués con una zancadilla dada en la articulación interior de las rodillas, le puso osadamente el pie en la garganta y le clavó el cuchillo varias veces en el corazón, en donde se partió la hoja. Después registró a Montefiore, le tomó cartera, dinero, todo. Aunque Diard actuaba con una lúcida rabia, con presteza de ratero; aunque había sorprendido muy hábilmente al italiano, Montefiore había tenido tiempo de gritar: «¡Al asesino! ¡Al asesino!» con una voz clara y penetrante que debió de remover las entrañas de la gente dormida[382]. Sus últimos suspiros fueron gritos espantosos. Diard no sabía que, en el momento en que entraron en la avenida, había en lo alto de la calle una marea de gente saliendo de los teatros en los que había terminado el espectáculo, y oyeron el estertor del moribundo, aunque el provenzal intentase ahogar la voz apoyando con más fuerza el pie en la garganta de Montefiore, e hiciese cesar gradualmente sus gritos. Así pues, aquella gente echó a correr dirigiéndose hacia la avenida, cuyas altas tapias, repercutiendo los gritos, les indicaron el lugar preciso en que se cometía el crimen. Sus pasos resonaron en el cerebro de Diard. Pero, sin perder aún la cabeza, el asesino dejó la avenida y salió a la calle, andando muy despacio, como un curioso que hubiese reconocido la inutilidad de los auxilios. Incluso se volvió para apreciar bien la distancia que podía separarlo de los que acudían, los vio precipitándose en la avenida, con excepción de uno de ellos, que, por una precaución totalmente natural, se puso a observar a Diard.
—¡Es él! ¡es él! —gritó la gente que había entrado en la avenida, al ver a Montefiore tendido y la puerta del palacete cerrada, y tras haberlo registrado todo sin encontrar al asesino.
No bien hubo resonado aquel clamor, Diard, sintiéndose con ventaja, halló la energía del león y los saltos del ciervo, y echó a correr, o mejor, a volar. En el otro extremo de la calle, vio o creyó ver una masa de gente, y entonces se arrojó a una calle transversal. Pero ya se abrían todas las ventanas, y en todas las ventanas surgían figuras; en todas las puertas salían gritos y resplandores. Y Diard seguía escapando, yendo hacia adelante, corriendo en medio de las luces y del tumulto; pero sus piernas estaban tan activamente ágiles que adelantaba al tumulto, sin poder no obstante sustraerse a los ojos que abarcaban la extensión aún con más rapidez de lo que la invadía él en su carrera. Vecinos, soldados, gendarmes, todo en el barrio estuvo de pie en un abrir y cerrar de ojos. Unos cuantos obsequiosos despertaron a los comisarios, otros custodiaron el cadáver. El rumor iba volando hacia el fugitivo, que lo arrastraba consigo como una llama de incendio, y también hacia el centro de la ciudad, en donde estaban los magistrados. Diard tenía todas las sensaciones de un sueño al oír así una ciudad entera dando alaridos, corriendo, estremeciéndose. No obstante, aún conservaba sus ideas y su presencia de ánimo, y se iba limpiando las manos por las paredes. Por fin, alcanzó la tapia del jardín de su casa. Creyendo haber despistado a los perseguidores, se encontraba en un lugar perfectamente silencioso, al que, no obstante, llegaba aún el lejano murmullo de la ciudad, parecido al rugido del mar. Cogió agua en un arroyo y la bebió. Al ver un montón de adoquines de desecho, escondió en él su tesoro, obedeciendo a uno de esos difusos pensamientos que llegan a los criminales en el momento en que, no teniendo ya la facultad de juzgar el conjunto de sus acciones, se apresuran a establecer su inocencia en alguna falta de pruebas. Hecho aquello, intentó adoptar una plácida compostura, intentó sonreír, y llamó despacio a la puerta de su casa, con la esperanza de no haber sido visto por nadie. Alzó los ojos, y distinguió, a través de las persianas, la luz de las velas que iluminaban la habitación de su mujer. Entonces, en medio de su turbación, las imágenes de la dulce vida de Juana, sentada entre sus hijos, vinieron a golpearle el cráneo como si hubiese recibido un martillazo. La camarera abrió la puerta, que Diard cerró agitadamente de una patada. En aquel momento, respiró; pero entonces se dio cuenta de que estaba sudando; se quedó en la sombra y mandó a la sirvienta con Juana. Se enjugó el rostro con el pañuelo, puso sus ropas en orden como un fatuo que se desarruga el traje antes de entrar en casa de una mujer guapa; después fue al resplandor de la luna para examinar sus manos y palparse el rostro; tuvo un movimiento de alegría al ver que no tenía ninguna mancha de sangre, el derrame se había producido seguramente dentro del propio cuerpo de la víctima. Pero aquel aseo de criminal llevó tiempo. Subió a la habitación de Juana, en una actitud tranquila, serena, como puede serlo la de un hombre que vuelve a acostarse después de haber ido al espectáculo. Al subir los peldaños de la escalera, pudo reflexionar sobre su posición, y la resumió en dos palabras: salir y llegar al puerto. Aquellas ideas no las pensó, las hallaba escritas en letras de fuego en la sombra. Una vez en el puerto, esconderse durante el día, volver a la noche a buscar el tesoro; después, meterse, como una rata, en el fondo de la bodega de algún paquebote, y marcharse sin que nadie se figurase que iba él en aquel navío. Para todo eso, ¡oro antes que nada! Y no tenía nada. La camarera vino a alumbrarle.
—Félicie —le dijo—, ¿no oye usted ruido en la calle, gritos?; vaya a enterarse de la causa, y dígamela…
Vestida con sus blancos atavíos de noche, su mujer estaba sentada a una mesa, y hacía leer a Francisque y a Juan en un Cervantes español, en el que ambos iban siguiendo el texto mientras que ella se lo pronunciaba en voz alta. Los tres se detuvieron y miraron a Diard, que permanecía de pie, con las manos en los bolsillos, tal vez extrañado de hallarse dentro de la paz de aquella escena, tan suave de luz, embellecida por las figuras de aquella mujer y de aquellos dos niños. Era un cuadro vivo de la Virgen entre su hijo y san Juan[383].
—Juana, tengo una cosa que decirte.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, adivinando bajo la amarilla palidez de su marido la desgracia que venía esperando a diario.
—No es nada, pero querría hablarte… a ti… sola.
Y miró fijamente a sus dos hijos.
—Queridos míos, id a vuestra habitación y acostaos —dijo Juana—. Decid vuestras oraciones sin mí.
Los dos hijos salieron en silencio y con la indiferente obediencia de los niños bien educados.
—Mi querida Juana —prosiguió Diard con voz acariciadora—, te he dejado muy poco dinero, y ahora lo siento muchísimo. Escucha, desde que te quité las preocupaciones de tu casa dándote una pensión, ¿no tendrás, como todas las mujeres, algunos ahorrillos?
—No —contestó Juana—, no tengo nada. No contó usted con los gastos de la educación de sus hijos. En absoluto se lo reprocho, amigo mío, y no le recuerdo esta omisión, sino para explicarle mi falta de dinero. Todo el que me dio me sirvió para pagar a los maestros, y…
—Basta —exclamó Diard bruscamente—. ¡Ira de Dios!, el tiempo es precioso. ¿No tiene usted joyas?
—De sobra sabe que nunca las he llevado.
—De modo que no hay ni un céntimo aquí —gritó Diard con frenesí.
—¿Por qué grita? —dijo ella.
—Juana —prosiguió él—, acabo de matar a un hombre.
—Que no oigan nada sus hijos —dijo ella—. Pero ¿con quién ha podido batirse?
—Con Montefiore —contestó él.
—¡Ah! —dijo ella, dejando escapar un suspiro—, es el único hombre al que tenía usted derecho a matar…
—Muchas razones querían que muriese por mi mano. Pero no perdamos tiempo. ¡Dinero, dinero, dinero, en nombre de Dios! Puede que me persigan. No nos hemos batido, lo he… matado.
—¡Matado! —exclamó ella—. Y cómo…
—Pues como se mata; me había robado toda mi fortuna en el juego, y yo la he recuperado. Debería usted, Juana, mientras todo está tranquilo, ya que no tenemos dinero, ir a buscar el mío debajo de ese montón de piedras que sabe, ese montón que está al final de la calle.
—Vamos —dijo Juana—, que lo ha robado.
—¿Qué más le da? ¿No es forzoso que me vaya? ¿Tiene dinero? ¡Están sobre mi pista!
—¿Quién?
—¡Los jueces!
Juana salió y volvió bruscamente.
—Tenga —dijo tendiéndole a distancia una joya—, esta es la cruz de doña Lagunia. Hay cuatro rubís de gran valor, me dijeron. Vaya, márchese, márchese… ¡vamos, márchese!
—Félicie no vuelve —dijo con estupor—. ¿La habrán arrestado?
Juana dejó la cruz al borde de la mesa, y se abalanzó a las ventanas que daban a la calle. Allí vio, al resplandor de la luna, soldados que se apostaban, en el mayor silencio, a lo largo de las tapias. Volvió fingiendo estar tranquila y dijo a su marido:
—No tiene un minuto que perder, debe huir por el jardín. Aquí tiene la llave del portillo.
Por un resto de prudencia, fue, no obstante, a echar un vistazo al jardín. En la sombra, bajo los árboles, distinguió entonces algunos destellos producidos por el borde plateado de los sombreros de los gendarmes. Oyó incluso el rumor difuso del gentío, atraído por la curiosidad, pero al que una guardia de centinela contenía en los diferentes extremos de calles por las que afluía. En efecto, Diard había sido visto por la gente que se había asomado a las ventanas. Pronto, siguiendo sus indicaciones, y las de la criada, a la que habían aterrorizado y después detenido, las tropas y el pueblo habían cortado las dos calles en cuyo ángulo estaba situada la casa. Tras haberla rodeado una docena de gendarmes que volvían del teatro, otros trepaban por las tapias del jardín y lo registraban, autorizados por lo flagrante del crimen.
—Señor —dijo Juana—, ya no puede salir. Está ahí toda la ciudad.
Diard corrió a las ventanas con la loca actividad de un pájaro encerrado que se choca con todas las aberturas. Fue y vino a todas las salidas. Juana se quedó de pie, pensativa.
—¿Dónde puedo esconderme? —dijo él.
Miraba la chimenea, y Juana contemplaba las dos sillas vacías. Desde hacía un rato, para ella, sus hijos estaban allí. En aquel instante se abrió la puerta de la calle, y un ruido de pasos numerosos resonó en el patio.
—Juana, mi querida Juana, deme, por caridad, un buen consejo.
—Voy a darle uno —dijo ella—, y a salvarle.
—¡Ah!, tú serás mi ángel bueno.
Juana volvió, le tendió a Diard una de sus pistolas, y desvió la cabeza. Diard no tomó la pistola. Juana oyó el ruido del patio, en el que estaban depositando el cuerpo del marqués para confrontarlo con el asesino, se volvió, vio a Diard pálido y macilento. Aquel hombre se sentía desfallecer, y quería sentarse.
—Sus hijos se lo suplican —le dijo ella, poniéndole el arma en las manos[384].
—Pero, mi buena Juana, mi pequeña Juana, ¿entonces crees tú que…? ¿Juana? Hay que darse mucha prisa… Quisiera darte un beso.
Los gendarmes estaban subiendo los peldaños de la escalera. Juana recuperó entonces la pistola, apuntó a Diard, lo sujetó a pesar de sus gritos cogiéndolo de la garganta, le saltó la tapa de los sesos y arrojó el arma al suelo[385].
En aquel momento se abrió bruscamente la puerta. Apareció el procurador del Rey, seguido de un juez, de un médico, de un escribano forense, de los gendarmes, en fin, toda la Justicia humana.
—¿Qué quieren? —dijo ella.
—¿Es ese el Sr. Diard? —contestó el procurador del Rey, señalando el cuerpo doblado en dos.
—Sí, señor.
—Tiene usted el vestido lleno de sangre, señora.
—¿No comprenden por qué? —dijo Juana.
Fue a sentarse a la mesita, en la que tomó el volumen de Cervantes, y permaneció pálida, en una agitación nerviosa puramente interior que intentó contener.
—Salgan —dijo el magistrado a los gendarmes.
Luego hizo una seña al juez de instrucción y al médico, que se quedaron.
—Señora, en esta ocasión no podemos sino felicitarla por la muerte de su marido. Por lo menos, si le ha perdido la pasión, habrá muerto como militar, y hace inútil la acción de la justicia. Pero, sea cual sea nuestro deseo de no molestarla a usted en semejante momento, la ley nos obliga a dar constancia de cualquier muerte violenta. Permítanos que cumplamos con nuestro deber.
—¿Puedo ir a cambiarme de vestido? —preguntó ella posando el volumen.
—Sí, señora; pero vuelva a traerlo aquí. Seguramente el doctor lo necesitará…
—A la señora le sería demasiado penoso verme y oírme operar —dijo el médico, que comprendió las sospechas del magistrado—. Caballeros, permítanle que se quede en la habitación contigua.
Los magistrados aprobaron al caritativo médico, y entonces Félicie fue a atender a su señora. El juez y el procurador del Rey se pusieron a charlar en voz baja. Los magistrados sufren mucho por verse obligados a sospecharlo todo, a concebirlo todo. A fuerza de suponer malas intenciones y comprenderlas todas para llegar a verdades ocultas bajo las más contradictorias acciones, es imposible que el ejercicio de su espantoso sacerdocio no acabe agotando a la larga la fuente de las generosas emociones que ellos se ven obligados a poner en duda. Si los sentidos del cirujano que va hurgando los misterios del cuerpo acaban embotándose, ¿en qué se convierte la conciencia del juez obligado a hurgar incesantemente en los repliegues del alma? Primeros mártires de su misión, los magistrados siempre andan de luto por sus ilusiones perdidas, y el crimen no pesa menos sobre ellos que sobre los criminales. Un anciano sentado en un tribunal es sublime, pero ¿acaso no estremece un juez joven? Ahora bien, aquel juez de instrucción era joven, y no tuvo más remedio que decirle al procurador del Rey:
—¿Cree usted que la mujer sea cómplice del marido? ¿Hay que proceder contra ella? ¿Es usted del parecer de interrogarla?
El procurador del Rey contestó haciendo un gesto de hombros harto despreocupado.
—Montefiore y Diard —añadió— eran dos malos sujetos conocidos. La camarera no sabía nada del crimen. Quedémonos en eso.
El médico operaba, visitaba a Diard, y le dictaba su atestado al escribano forense. De repente se abalanzó a la habitación de Juana.
—Señora…
Juana, que ya se había quitado el vestido ensangrentado, salió al paso del doctor.
—Es usted —le dijo inclinándose al oído de la española— quien ha matado a su marido.
—Sí, señor.
—… Y, de este conjunto de hechos… prosiguió el médico dictando, se infiere a nuestro entender que el llamado Diard se dio la muerte voluntariamente y por su propia mano.
—¿Ha terminado usted? —preguntó al escribano forense tras una pausa.
—Sí —dijo el escribano.
El médico firmó, Juana le lanzó una mirada, reprimiendo con esfuerzo unas lágrimas que le humedecieron pasajeramente los ojos.
—Caballeros —dijo al procurador del Rey—, soy extranjera, española. Ignoro las leyes, no conozco a nadie en Burdeos, reclamo de ustedes una buena intercesión. Hagan que me den un pasaporte para España…
—Un instante —exclamó el juez de instrucción—. Señora, ¿qué ha sido de la cantidad robada al marqués de Montefiore?
—El Sr. Diard —contestó ella— me habló difusamente de un montón de piedras en el que dijo haberla escondido.
—¿Dónde?
—En la calle.
Los dos magistrados se miraron. Juana dejó escapar un gesto sublime y llamó al médico.
—Caballero —le dijo al oído—, ¿es que se me va a sospechar a mí infamia ninguna? ¡A mí! El montón de piedras debe de estar en el extremo de mi jardín. Vaya usted mismo, se lo ruego. Vea, busque, encuentre ese dinero.
El médico salió llevándose al juez de instrucción, y encontraron la cartera de Montefiore.
A los dos días, Juana vendió su cruz de oro para acudir a los gastos de su viaje[386]. Mientras se dirigía con sus dos hijos a la diligencia que iba a conducirla a las fronteras de España, se oyó llamar por la calle; llevaban a su madre agonizante al hospital; y, por la rendija de las cortinas de la parihuela en la que la llevaban, había visto a su hija. Juana hizo meter la parihuela en una entrada de carruajes. Allí se celebró la última entrevista entre la madre y la hija[387]. Aunque ambas conversaban en voz baja, Juan oyó estas palabras de despedida:
—¡Muera usted en paz, madre, ya he sufrido yo por todas!
París, noviembre de 1832