MASSIMILLA DONI

A JACQUES STRUNZ[538]

Mi querido Strunz, sería ingratitud no ligar su nombre a una de las dos obras[539] que yo no habría podido hacer sin su paciente complacencia y sus desvelos. Sírvase, pues, hallar aquí testimonio de mi reconocida amistad, por la valentía con la que, acaso sin éxito, ha intentado iniciarme en las profundidades de la ciencia musical. Siempre me habrá enseñado usted cuántas dificultades y fatigas esconde el genio en esos poemas que son para nosotros fuente de divinos placeres. También me habrá procurado más de una vez la menuda diversión de reír a costa de más de un supuesto entendido. Hay quienes me tachan de ignorancia, no sospechando ni los consejos que debo a uno de los mejores críticos de obras musicales[540], ni su concienzuda asistencia. ¿Habré sido el más infiel de los secretarios? Si así fuese, ciertamente sería yo un traductor traidor sin saberlo y, no obstante, quiero poder seguirme llamando amigo de usted.

Como saben los entendidos, la nobleza veneciana es la primera de Europa. Su Libro de oro precedió a las Cruzadas[541], tiempo en el que Venecia, vestigio de la Roma imperial y cristiana que se zambulló en las aguas para escapar de los bárbaros, ya poderosa, ilustre ya, dominaba el mundo político y comercial. Salvo unas cuantas excepciones, esta nobleza hoy día está totalmente arruinada. Entre los gondoleros que conducen a los ingleses, a quienes la Historia muestra allí su futuro[542], se hallan hijos de antiguos dogos cuya estirpe es más añosa que la de los soberanos. En lo alto de un puente por el que pasará la góndola, si van ustedes a Venecia admirarán a una preciosa muchacha mal vestida, pobre niña que acaso pertenecerá a una de las más ilustres estirpes patricias. Cuando un pueblo de reyes se halla en esa situación, necesariamente se tropieza uno en él con caracteres extraños. Nada hay de extraordinario en que broten chispas entre las cenizas. Destinadas a justificar la extraña condición de los personajes que aparecen en acción en esta historia, estas reflexiones no pasarán más adelante, pues no hay cosa más insoportable que las inútiles repeticiones de aquellos que hablan de Venecia después de tantos grandes poetas y tantos insignificantes viajeros. El interés del relato exigía tan solo dejar constancia de la más vivaz oposición de la existencia humana: esa grandeza y esa miseria que allí se ven, tanto en ciertos hombres como en la mayoría de las viviendas. Los nobles de Venecia y los de Génova, como antaño los de Polonia, no tomaban títulos. Al más alto orgullo le bastaba llamarse Quirini, Doria, Brignole, Morosini, Sauli, Mocenigo, Fieschi (Fiesque), Cornaro o Spinola[543]. Todo se corrompe, algunas familias hoy día ostentan título. No obstante, en los tiempos en los que los nobles de las repúblicas aristocráticas eran iguales, existía en Génova un título de príncipe para la familia Doria, que poseía Amalfi[544] con total soberanía, y un título similar en Venecia, legitimado por una antigua posesión de los Facino Cane[545], príncipes de Varese. Los Grimaldi[546], que se convirtieron en soberanos, se apoderaron de Mónaco mucho más tarde. El último de los Cane de la rama de más edad desapareció de Venecia treinta años antes de la caída de la República[547], condenado por delitos más o menos criminales[548]. Aquellos a los que correspondía ese principado nominal, los Cane Memmi[549], cayeron en la indigencia durante el fatal periodo de 1796 a 1814[550]. En el vigésimo año de aquel siglo, ya solo estaban representados por un joven, de nombre Emilio[551], y por un palacio que pasa por ser uno de los más hermosos ornamentos del Canale Grande[552]. Aquel hijo de la hermosa Venecia tenía por toda fortuna aquel palacio inútil y mil quinientas libras de renta procedentes de una casa de campo situada a orillas del Brenta[553], el último bien de los que antaño poseyó su familia en Tierra Firme[554], y vendida al Gobierno austriaco. Esa renta vitalicia le ahorraba al guapo Emilio la vergüenza de recibir, como muchos nobles, el subsidio de veinte sueldos al día debido a todos los patricios indigentes, estipulado en el tratado de cesión a Austria[555].

Al principio de la estación de invierno, este joven señor estaba aún en un lugar campestre situado al pie de los Alpes Tiroleses, y comprado en la última primavera por la duquesa Cataneo[556]. La casa construida por Palladio[557] para los Tiepolo[558] consiste en un pabellón cuadrado del más puro estilo. Es una escalera grandiosa, pórticos de mármol en todas las caras, peristilos con bóvedas cubiertas de frescos y aligeradas por el ultramar del cielo en el que vuelan deliciosas figuras, ornamentaciones carnosas de ejecución, pero tan bien proporcionadas que el edificio las lleva como lleva una mujer el peinado, con una facilidad que alegra la vista; esa donairosa nobleza, en fin, que distingue en Venecia a las procuradurías de la piazzetta[559]. Unos estucos admirablemente dibujados mantienen en las habitaciones un frío que hace amable la atmósfera. Las galerías exteriores pintadas al fresco forman pantalla. Por todas partes reina ese fresco pavimento veneciano en el que los mármoles recortados se transforman en inalterables flores. El mobiliario, como el de los palacios italianos, ofrecía las más hermosas sederías ricamente utilizadas, y preciosos cuadros bien colocados: unos cuantos del sacerdote genovés llamado il Cappuccino[560], varios de Leonardo da Vinci[561], de Carlo Dolci[562], de Tintoretto[563] y de Tiziano[564]. Los jardines escalonados presentan esas maravillas en las que el oro ha sido matemorfoseado en grutas de rocalla, en empedrados que son como la locura del trabajo, en terrazas construidas por las hadas, en bosquecillos severos de tono, en donde los cipreses de pie alto, los pinos triangulares y el triste olivo están ya hábilmente mezclados con los naranjos, los laureles y los mirtos; en claros estanques en los que nadan peces de azur y de cinabrio. Se diga lo que se diga en favor de los jardines ingleses, esos árboles en sombrilla, esos tejos tallados, ese lujo de las producciones del arte tan finamente desposado con el de una naturaleza vestida; esas cascadas de peldaños de mármol en las que el agua se desliza tímidamente y parece como un echarpe volado por el viento, pero siempre renovado; esos personajes de plomo dorado que amueblan discretamente silenciosos asilos; en fin, ese osado palacio que compone un punto de vista desde todas partes alzando su encaje al pie de los Alpes; esos vivaces pensamientos que animan la piedra, el bronce y los vegetales, o se dibujan en arriates, esa poética prodigalidad favorecía el amor de una duquesa y un agraciado joven, el cual es una obra de poesía harto alejada de los fines de la brutal naturaleza. Todo aquel que comprende la fantasía hubiera querido ver en una de aquellas hermosas escaleras, al lado de un jarrón con bajorrelieves circulares, a algún negrito vestido hasta medio cuerpo con un tonelete de tela roja, sujetando con una mano una sombrilla por encima de la cabeza de la duquesa, y con la otra la cola de su largo vestido mientras ella escuchaba una palabra de Emilio Memmi. Y ¿qué no habría ganado el veneciano en ir vestido como uno de esos senadores pintados por Tiziano? ¡Ay! En aquel palacio de hadas, bastante similar al de los Peschiere[565] de Génova, la Cataneo obedecía a los firmanes de Victorine[566] y de las modistas francesas. Llevaba un vestido de muselina y un sombrero de paja de arroz, unos lindos zapatos tornasolados, unas medias de hilo que se habría llevado el más ligero céfiro; ¡llevaba por los hombros un schall de encaje negro! Pero lo que nunca se comprenderá en París, en donde las mujeres van embutidas en los vestidos como señoritas en sus vainas anilladas, es el delicioso abandono con el que aquella hermosa hija de la Toscana llevaba la ropa francesa; la había italianizado. La francesa pone una seriedad increíble en su falda, mientras que una italiana le presta poca atención, y no la protege con ninguna mirada envarada, porque se sabe bajo la protección de un único amor, pasión santa y seria para ella, así como para los demás.

Tendida en un sofá, hacia las once de la mañana, de regreso de un paseo, y ante una mesa en la que se veían los restos de un elegante almuerzo, la duquesa Cataneo dejaba a su amante ser dueño de aquella muselina sin decirle: ¡ssh! al mínimo gesto. En una poltrona, a su lado, Emilio tenía entre sus dos manos una de las manos de la duquesa, y la miraba con abandono absoluto. No preguntéis si se querían; se querían demasiado. No estaban leyendo en el libro como Paul y Françoise[567]; lejos de ello, Emilio no se atrevía a decir: ¡Leamos! Al resplandor de aquellos ojos en los que brillaban dos niñas verdes atigradas por hilos de oro que partían del centro como los destellos de una fisura, y comunicaban a la mirada un suave resplandor de estrella, sentía en sí mismo una nerviosa voluptuosidad que le hacía llegar al espasmo. Por momentos le bastaba con ver los hermosos cabellos negros de aquella cabeza adorada ceñidos por un simple aro de oro, escapándose en relucientes trenzas por ambos lados de una frente voluminosa, para escuchar en sus oídos los precipitados latidos de su sangre enardecida en oleadas, y que amenazaba con hacer estallar los vasos del corazón. ¿Por qué fenómeno moral se apoderaba el alma de su cuerpo de tal manera que ya no se sentía en sí mismo, sino absolutamente en aquella mujer a la mínima palabra que ella decía con una voz que turbaba en él las fuentes de la vida[568]?. Si en la soledad una mujer de belleza mediocre estudiada sin cesar se vuelve sublime e imponente, tal vez una mujer tan magníficamente hermosa como lo era la duquesa llegaba a dejar privado a un joven en el que la exaltación hallaba resortes nuevos, porque realmente absorbía aquella joven alma.

Heredera de los Doni de Florencia[569], Massimilla se había casado con el duque siciliano Cataneo. Propiciando aquella boda, su anciana madre, muerta más tarde, había querido hacerla rica y feliz según los usos de la vida florentina. Había pensado que, salida del convento para entrar en la vida, su hija cumpliría según las leyes del amor ese segundo matrimonio de corazón que lo es todo para una italiana. Pero Massimilla Doni había adoptado en el convento un gran gusto por la vida religiosa, y, una vez que hubo entregado su fe ante los altares al duque de Cataneo, se conformó cristianamente con ser su mujer. Aquello fue lo imposible. Cataneo, que tan solo quería una duquesa, halló cosa muy necia el ser un marido; no bien Massimilla se quejó de sus maneras, le dijo tranquilamente que se pusiera a buscar un primo cavaliere servante[570], y le ofreció sus servicios para traerle varios donde escoger. La duquesa se echó a llorar, el duque la abandonó. Massimilla miró a la gente que se agolpaba a su alrededor, fue conducida por su madre a la Pérgola[571], a algunas casas diplomáticas, a los Cascine[572], a todas partes en donde se encontraban jóvenes y guapos caballeros, no halló nadie que le agradase, y se puso a viajar. Perdió a su madre, heredó, se puso de luto, vino a Venecia, y en ella vio a Emilio, que pasó por delante de su palco intercambiando con ella una mirada de curiosidad. Todo estuvo dicho. El veneciano se sintió como fulminado, mientras que una voz gritó: ¡es ése! en los oídos de la duquesa. En cualquier otro lugar, dos personas prudentes e instruidas se habrían examinado, olfateado; pero aquellas dos ignorancias se confundieron como dos sustancias de la misma naturaleza que componen una sola al reunirse. Massimilla se volvió veneciana inmediatamente y compró el palacio que tenía alquilado en el Canareggio[573]. Después, no sabiendo en qué emplear sus rentas, había comprado también Rivalta[574], aquel lugar campestre en el que a la sazón estaba. Emilio, presentado por la Vulpato[575] a la Cataneo, se pasó el invierno entero viniendo muy respetuosamente al palco de su amiga. Nunca hubo amor más violento en dos almas, ni más tímido en sus expresiones. Aquellas dos criaturas temblaban una ante la otra. Massimilla no coqueteaba en absoluto, no tenía ni secundo, ni terzo, ni patito[576]. Entretenida con una sonrisa y una palabra, admiraba a su joven veneciano de rostro puntiagudo, de nariz larga y fina, de ojos negros, de frente noble, que, a pesar de sus ingenuas solicitaciones, no entró a su casa hasta después de tres meses empleados en domesticarse uno al otro. El verano mostró su cielo oriental, la duquesa se quejó de ir sola a Rivalta. Feliz y preocupado al mismo tiempo por el tête-à-tête[577], Emilio había acompañado a Massimilla a su retiro. Aquella hermosa pareja llevaba allí seis meses.

Con veinte años, Massimilla había inmolado sus escrúpulos religiosos al amor no sin grandes remordimientos; pero se había ido desarmando poco a poco y deseaba realizar aquel matrimonio de corazón tan ponderado por su madre, en el momento en que Emilio sostenía su hermosa y noble mano, larga, satinada, blanca, rematada por unas uñas bien dibujadas y coloreadas, como si hubiera recibido de Asia un poco de la henna que sirve a las mujeres de los sultanes para teñírselas de rosa vivo[578]. Entre ellos se había instalado extrañamente una desgracia ignorada por Massimilla, pero que hacía sufrir cruelmente a Emilio. Massimilla, aunque joven, tenía esa majestad que la tradición mitológica atribuye a Juno, única diosa a la que la mitología no ha atribuido amante alguno, ya que Diana[579] sí fue amada, ¡la casta Diana se enamoró! Júpiter[580] fue el único capaz de no perder la compostura ante su divina costilla, sobre la que se modelaron muchas ladies en Inglaterra. Emilio ponía a su amante a demasiada altura para alcanzarla. Tal vez un año más tarde ya no fuese víctima de esa noble enfermedad que tan solo ataca a los muy jóvenes y a los ancianos. Pero como aquel que rebasa el objetivo dista tanto de él como aquel cuyo tiro no lo alcanza, la duquesa se hallaba entre un marido que se sabía tan lejos del objetivo que ya ni se ocupaba de él, y un amante que lo rebasaba tan rápidamente con las blancas alas del ángel que ya no podía volver. Feliz de ser amada, Massimilla disfrutaba del deseo sin imaginar su fin; mientras que su amante, desdichado en la felicidad, llevaba de cuando en cuando a su joven amiga, mediante una promesa, al borde de eso que tantas mujeres llaman el abismo, y no tenía más remedio que coger las flores que lo bordean, sin poder hacer otra cosa que deshojarlas conteniendo en su corazón una furia que no se atrevía a explicar. Ambos se habían paseado volviendo a decirse por la mañana un himno de amor como los que cantaban los pájaros anidados en los árboles. Al regreso, el joven, cuya situación no puede pintarse sino comparándolo con esos ángeles a los que los pintores no otorgan más que una cabeza y unas alas, se había sentido tan violentamente enamorado que había puesto en duda la absoluta entrega de la duquesa, con el fin de llevarla a decir: «¿Qué prueba quieres?»[581]. Aquellas palabras habían sido lanzadas con aire regio, y Memmi besaba con ardor aquella hermosa mano ignorante. De repente, se levantó furioso contra sí mismo, y dejó a Massimilla. La duquesa quedó en su indolente postura encima del sofá, pero se echó a llorar, preguntándose en qué, hermosa y joven, desagradaba a Emilio. Por su lado, el pobre Memmi iba dando cabezazos a los árboles, como una corneja con penacho. Un criado buscaba en aquel momento al joven veneciano, y corría tras él para darle una carta llegada con un propio.

Marco Vendramini[582], apellido que en el dialecto veneciano, en el que se suprimen ciertos finales, se pronuncia también Vendramin, su único amigo, le informaba de que Marco Facino Cane, príncipe de Varese, había muerto en un hospital de París. Había llegado la prueba del fallecimiento. Así, los Cane Memmi se convertían en príncipes de Varese. Como, a los ojos de ambos amigos, un título sin dinero no significaba nada, Vendramin anunciaba a Emilio como noticia mucho más importante la contratación en la Fenice[583] del famoso tenor Genovese y de la célebre signora Tinti[584]. Sin acabar la carta, que se metió arrugándola en el bolsillo, Emilio corrió a anunciar a la duquesa Cataneo la gran noticia, olvidando su herencia heráldica. La duquesa ignoraba la singular historia que recomendaba a la Tinti a la curiosidad de Italia, y el príncipe se la dijo en pocas palabras. Aquella ilustre cantante era una simple posadera cuya maravillosa voz había sorprendido a un gran señor siciliano que iba de paso. Siendo así que la belleza de aquella niña, que a la sazón contaba doce años, resultó ser digna de la voz, el gran señor había tenido la perseverancia de acudir a la educación de aquella personilla, como Luis XV hizo antaño educar a la Señorita de Romans[585]. Había esperado pacientemente a que la voz de Clara fuese trabajada por un célebre profesor, y a que tuviera dieciséis años para disfrutar de todos los tesoros tan laboriosamente cultivados. Al debutar el año anterior, la Tinti había arrebatado a las tres capitales de Italia más difíciles de satisfacer.

—Segura estoy de que ese gran señor no es mi marido —dijo la duquesa[586].

Inmediatamente se pidieron los caballos, y la Cataneo partió al instante hacia Venecia, con el fin de asistir a la apertura de la temporada de invierno. Así, una hermosa velada del mes de noviembre, el nuevo príncipe de Varese atravesaba la laguna de Mestre[587] en Venecia, por entre la línea de postes con los colores austriacos que marca el camino concedido por la aduana a las góndolas[588]. Mientras miraba la góndola de la Cataneo, llevada por lacayos de librea, y que surcaba el mar a un tiro de fusil por delante de él, el pobre Emilio, conducido por un viejo gondolero que había conducido a su padre en los tiempos en que Venecia aún estaba viva, no podía rechazar las amargas reflexiones que le sugería la investidura de su título.

«¡Qué burla de la fortuna! Ser príncipe y tener mil quinientos francos de renta. Poseer uno de los más hermosos palacios del mundo, ¡y no poder disponer de los mármoles, ni de las escaleras, ni de las pinturas, ni de las esculturas, a los que un decreto austriaco acababa de hacer inalienables! ¡Vivir en una estacada de madera de Campeche[589] estimada en casi un millón y no tener mobiliario! ¡Ser dueño de suntuosas galerías, y vivir en un aposento por encima del último friso arabesco construido con mármoles traídos de Morea[590], que ya bajo los romanos había recorrido un tal Memnio como conquistador! ¡Ver en una de las iglesias más magníficas de Venecia a los antepasados de uno esculpidos en sus tumbas en riquísimos mármoles, en medio de una capilla adornada con las pinturas de Tiziano, de Tintoretto, de los dos Palma[591], de Bellini[592], de Pablo Veronese, y no poder venderle a Inglaterra un Memmi de mármol para darle pan al príncipe de Varese! Genovese, el célebre tenor, se llevará en una temporada, por sus gorgoritos, el capital de la renta con la que viviría feliz un hijo de los Memmius, senadores romanos, tan antiguos como los César y los Sila[593]. Genovese puede fumarse un huka[594] de las Indias, ¡y el príncipe de Varese no puede consumir cigarros puros a discreción!».

Y arrojó su colilla al mar. El príncipe de Varese encuentra sus puros en casa de la Cataneo, a la que quisiera llevar las riquezas del mundo entero; ¡la duquesa estudiaba todos sus caprichos, feliz de satisfacerlos! No tenía más remedio que hacer allí su única comida, la cena, porque el dinero se le iba en la ropa y en la entrada de la Fenice. Y aún tenía la obligación de reservar cien francos al año para el viejo gondolero de su padre, que, para llevarle a ese precio, vivía solo de arroz. En fin, también había que poder pagar las tazas de café solo que todas las mañanas se tomaba en el café Florián[595] para mantenerse hasta la noche en una excitación nerviosa en cuyo abuso fiaba para morir, al igual que Vendramin, por su parte, fiaba en el opio.

«¡Y soy príncipe!». Al decirse esta última palabra, Emilio Memmi arrojó, sin acabarla, la carta de Marco Vendramini a la laguna, en la que flotó como un esquife de papel arrojado por un niño. «Pero Emilio, prosiguió, solo tiene veintitrés años. Mejor así que Lord Welington[596] gotoso, que el regente paralítico, que la familia imperial de Austria atacada por la enfermedad sagrada[597], que el rey de Francia[598]…». Pero al pensar en el rey de Francia, la frente de Emilio se frunció, su tez de marfil amarilleó, se le vinieron las lágrimas a sus ojos negros, humedecieron sus largas pestañas; levantó con una mano digna de ser pintada por Tiziano su densa cabellera morena, y volvió a dirigir la mirada a la góndola de la Cataneo.

«La burla que se está permitiendo la suerte hacia mí también se encuentra en mi amor, se dijo. Mi corazón y mi imaginación están llenos de tesoros, Massimilla los ignora; es florentina, me abandonará. ¡Estar helado junto a ella cuando su voz y su mirada desarrollan en mí sensaciones celestiales! Al ver su góndola a unas cien palmas[599] de la mía, me parece que me clavan un hierro candente en el corazón. Un fluido invisible corre por mis nervios y los enciende, una nube se me esparce por los ojos, el aire me parece tener el color que tenía en Rivalta, cuando la luz pasaba a través de una cortinilla de seda roja[600] y, sin que ella me viera, yo la admiraba soñadora y sonriendo con finura, como la Monna Lisa[601] de Leonardo. O se acaba mi alteza con un tiro, o el hijo de los Cane sigue el consejo de su viejo Carmagnola[602]: ¡nos haremos grumetes, piratas, y nos divertiremos viendo cuánto tiempo vivimos antes de que nos cuelguen!».

El príncipe tomó un nuevo cigarro puro y contempló los arabescos de su humo entregado al viento, como para ver en sus caprichos una repetición de su último pensamiento. De lejos, distinguía ya las puntas moriscas de los adornos que coronaban su palacio; volvió a ponerse triste. La góndola de la duquesa había desaparecido en el Canareggio. Las fantasías de una vida novelesca y arriesgada, tomada como desenlace de su amor, se apagaron con el puro, y la góndola de su amiga ya no volvió a marcarle el camino. Entonces vio el presente tal cual era: un palacio sin alma, un alma sin acción sobre el cuerpo, un principado sin dinero, un cuerpo vacío y un corazón lleno, mil antítesis desesperantes. El infortunado lloraba a su vieja Venecia, como la lloraba todavía más amargamente Vendramini, pues un mutuo y profundo dolor y una misma suerte habían engendrado una mutua y ardiente amistad entre aquellos dos jóvenes, vestigios de dos ilustres familias. Emilio no pudo evitar pensar en los días en los que el palacio Memmi vomitaba luz por todas sus ventanas y resonaba con músicas transportadas a lo lejos por la adriática agua; en los que se veían centenares de góndolas amarradas a sus postes, en los que se oía a las máscaras elegantes y a los dignatarios de la República apiñándose en masa sobre su escalinata besada por las olas; en los que sus salones y su galería eran enriquecidos por una asamblea intrigada e intrigante; en los que la gran sala de los banquetes, amueblada con risueñas mesas, y sus galerías de aéreo contorno llenas de música, parecían contener a Venecia entera yendo y viniendo por las escaleras resonantes de risas. El cincel de los mejores artistas había, de siglo en siglo, esculpido el bronce que por entonces sustentaba los jarrones de cuello largo o de gruesa panza comprados en China, y el de los candelabros de mil velas. Cada país había proporcionado su parte del lujo que engalanaba muros y techos. Hoy los muros despojados de sus hermosas telas, los techos lúgubres, callaban y lloraban. ¡Ni alfombras de Turquía, ni arañas ribeteadas de flores, ni estatuas, ni cuadros, ni alegría, ni dinero, ese gran vehículo de la alegría! Venecia, esa Londres de la Edad Media, se caía piedra a piedra, hombre a hombre. El siniestro verdín que el mar mantiene y acaricia en los bajos de los palacios era entonces a los ojos del príncipe como una orla que colgaba allí la naturaleza en señal de muerte. Por fin, había venido un gran poeta inglés a arrojarse sobre Venecia como un cuervo encima de un cadáver, para croarle en poesía lírica, en ese primero y último lenguaje de las sociedades, las estancias de un De profundis![603]. ¡Poesía inglesa arrojada a la frente de una ciudad que había parido la poesía italiana!… ¡Pobre Venecia!

Juzguen ustedes cuál no debió de ser la extrañeza de un joven absorbido por semejantes pensamientos, en el momento en que Carmagnola exclamó: «¡Alteza serenísima, o el palacio está ardiendo, o los antiguos dogos[604] han vuelto a él. Mire que hay luces en las ventanas de la galería alta!».

El príncipe Emilio creyó su sueño realizado por un toque de varita mágica. Con el caer de la noche, el viejo gondolero pudo, reteniendo su góndola en el primer escalón, hacer abordar a su joven amo sin que fuese visto por ninguna de las personas que se afanaban en el palacio, y algunas de las cuales zumbaban en la escalinata como abejas a la entrada de una colmena. Emilio se deslizó bajo el inmenso peristilo en el que se desplegaba la más hermosa escalera de Venecia y lo franqueó con presteza para conocer la causa de aquella singular aventura. Una multitud de obreros se afanaba en terminar el amueblado y la decoración del palacio. El primer piso, digno del antiguo esplendor de Venecia, ofrecía a sus miradas las hermosas cosas que Emilio soñaba un momento antes, y el hada las había dispuesto con el mejor gusto. Un esplendor digno de los palacios de un rey advenedizo resplandecía hasta en sus más ínfimos detalles. Emilio se paseaba sin que nadie le hiciese la menor observación, y andaba de sorpresa en sorpresa. Curioso de ver lo que ocurría en el segundo piso, subió, y halló el amueblado concluido. Los desconocidos encargados por el mago de renovar los prodigios de Las mil y una noches en favor de un pobre príncipe italiano estaban sustituyendo unos ruines muebles traídos en los primeros momentos. El príncipe Emilio llegó al dormitorio de la vivienda, que le sonrió como una concha de la que hubiese salido Venus[605]. Aquella habitación era tan deliciosamente bella, estaba tan bien engalanada, tan coqueta, llena de refinamientos tan primorosos, que fue a zambullirse en una poltrona de madera dorada ante la que habían servido la más golosa cena fría; y, sin más formalidades, se puso a comer.

«En el mundo entero no se me ocurre más que Massimilla que pueda haber tenido la idea de esta fiesta. Se ha enterado de que yo era príncipe, a lo mejor ha muerto el duque de Cataneo dejándole sus bienes, ahora es dos veces más rica, se casará conmigo, y…». Y comía de un modo como para granjearse el odio de un millonario enfermo que lo hubiese visto devorando aquella cena, y bebía a torrentes un excelente vino de Oporto. «Ahora me explico la carita de complicidad que ha puesto al decirme: ¡Hasta esta noche! A lo mejor va a venir a desembrujarme. ¡Qué hermosa cama, y en esta cama, qué hermosa linterna!… ¡Bah! Ocurrencias de florentina».

No faltan constituciones ricas en las que la felicidad o la desgracia extrema produce un efecto soporífico. Así, en un joven lo bastante poderoso como para idealizar a una amante hasta el punto de dejar de ver una mujer en ella, la llegada demasiado repentina de la fortuna había de hacer el efecto de una dosis de opio[606]. Una vez que el príncipe se hubo bebido la botella de vino de Oporto, se hubo comido la mitad de un pescado y unos cuantos trozos de un paté francés, experimentó el más violento deseo de acostarse. Tal vez estuviera bajo el efecto de una doble embriaguez. Quitó él mismo el cobertor, dispuso la cama, se desnudó en un muy bonito gabinete de aseo, y se acostó para reflexionar sobre su destino.

«Me he olvidado de ese pobre Carmagnola, pero mi cocinero y mi sumiller proveerán».

En aquel momento, entró retozonamente una doncella canturreando un aria del Barbero de Sevilla[607]. Arrojó encima de una silla unas ropas de mujer, todo un atuendo de noche, diciéndose: «¡Ya vuelven!».

Unos instantes después vino, en efecto, una joven vestida a la francesa, y a quien se podía tomar por el original de algun fantástico grabado inglés inventado para un forget me not, una Belle assemblée, o para un Book of Beauty[608]. El príncipe se estremeció de miedo y de placer, porque amaba a Massimilla, como ustedes saben. Pero, a pesar de aquella fe de amor que le encendía, y que antaño inspiró cuadros a España, madonas a Italia, estatuas a Miguel Ángel[609] y las puertas del Baptisterio a Ghiberti[610], la Voluptuosidad le apresaba en sus redes, y el deseo le agitaba sin esparcir por su corazón esa cálida esencia etérea que le infundían una mirada o la mínima palabra de la Cataneo. Su alma, su corazón, su razón, todas sus voluntades se negaban a la Infidelidad; pero la brutal y caprichosa Infidelidad dominaba su alma. Aquella mujer no vino sola.

El príncipe vio a uno de esos personajes en los que nadie quiere creer no bien se les hace pasar del estado real, en el que los admiramos, al estado fantástico de una descripción más o menos literaria. Como el de los napolitanos, el atuendo del desconocido incluía cinco colores, si se tiene a bien admitir el negro del sombrero como color: el pantalón era oliva, el chaleco rojo resplandecía de botones dorados, el traje tiraba al verde y la ropa blanca llegaba al amarillo. Aquel hombre parecía haberse empeñado en justificar al Napolitano que Gerolamo[611] siempre saca a escena en su teatro de marionetas. Los ojos parecían ser de cristal. La nariz, en forma de as de tréboles, sobresalía horriblemente. Por otro lado, la nariz tapaba con pudor un agujero al que sería injurioso para el hombre llamar boca, y en el que asomaban tres o cuatro defensas blancas dotadas de movimiento, que por propia iniciativa se situaban unas entre otras. Las orejas cedían bajo su propio peso, y daban a aquel hombre un extraño parecido con un perro. La tez, sospechosa de contener varios metales infundidos en la sangre por prescripción de algún Hipócrates[612], tiraba al negro. La frente puntiaguda, mal tapada por un pelo liso, ralo, y que caía como rebabas de vidrio soplado, coronaba con rugosidades rojizas un rostro de colegial. En fin, si bien flaco y de estatura ordinaria, aquel caballero tenía los brazos largos y los hombros anchos; a pesar de aquellos horrores, y aunque ustedes le habrían echado setenta años, no carecía de cierta majestad ciclópea; poseía modales aristocráticos, y en la mirada, la seguridad del rico. Para todo aquel que hubiese tenido suficiente estómago como para observarlo, su historia estaba escrita por las pasiones en aquella noble arcilla que se había vuelto cenagosa. Hubiesen adivinado ustedes al gran señor que, rico desde su juventud, había vendido su cuerpo al Vicio para obtener de él placeres excesivos. El Vicio había destruido a la criatura humana y se había compuesto otra para su propio uso. Miles de botellas habían pasado bajo los arcos empurpurados de aquella grotesca nariz, dejándole la hez en los labios. Largas y fatigosas digestiones se habían llevado los dientes. Los ojos habían palidecido a la luz de las mesas de juego. La sangre se había cargado de principios impuros que habían alterado el sistema nevioso. La actividad de las fuerzas digestivas había absorbido la inteligencia. En fin, el amor había disipado la brillante melena del joven[613]. Como ávido heredero, cada vicio tenía marcada su parte del cadáver aún vivo. Cuando se observa la naturaleza, se descubren en ella las chanzas de una ironía superior: por ejemplo, ha situado a los sapos junto a las flores, como estaba aquel duque junto a aquella rosa de amor.

—¿Tocará usted el violín esta noche, mi querido duque? —dijo la mujer soltando el alzapaño y dejando caer un magnífico cortinón ante la puerta.

«¿Tocar el violín, repitió el príncipe Emilio, qué quiere decir? ¿Qué han hecho con mi palacio? ¿Estoy despierto? ¡Resulta que estoy en la cama de esta mujer que se cree que está en su casa, y se quita la mantilla! ¿Habré, como Vendramin, fumado opio, y estoy en medio de uno de esos sueños en los que ve Venecia como era hace trescientos años?».

Sentada ante su tocador iluminado por unas velas, la desconocida se iba desabrochando atavíos con el aire más tranquilo del mundo.

—Llame a Julia, estoy impaciente por desvestirme.

En aquel momento, el duque vio la cena empezada, miró por la habitación y vio el pantalón del príncipe extendido en un sillón al lado de la cama.

—No pienso llamar, Clarina —exclamó con voz aguda el duque furioso—. No pienso tocar el violín ni esta noche, ni mañana, ni nunca…

¡Ta, ta, ta, ta! —cantó Clarina en una sola nota, pasando cada vez de una octava a otra con la agilidad del ruiseñor.

—A pesar de esa voz que le daría envidia a santa Clara, su patrona, es usted demasiado imprudente, doña desvergonzada.

—No me ha educado para oír semejantes palabras —dijo ella con orgullo.

—¿La he enseñado yo a tener un hombre esperándola en su cama? No merece usted ni mis favores, ni mi odio.

—¡Un hombre en mi cama! —exclamó Clarina volviéndose con viveza.

—Y que con toda familiaridad se nos ha comido la cena, como si estuviera en su casa —prosiguió el duque.

—Pero —exclamó Emilio—, ¿no estoy en mi casa? Soy el príncipe de Varese, este palacio es el mío.

Diciendo aquellas palabras, Emilio se incorporó hasta sentarse, y mostró su hermosa y noble cabeza veneciana en medio de los pomposos cortinajes del lecho. Al principio la Clarina se echó a reír con una de esas risas locas que les entran a las muchachas cuando se tropiezan con una aventura cómica ajena a cualquier previsión. Aquella risa tuvo un final cuando advirtió a aquel joven, el cual, digámoslo, era notablemente guapo, si bien estaba poco vestido: hizo presa en ella la misma furia que mordía a Emilio, y como ella no estaba enamorada de nadie, ninguna razón embridó su fantasía de siciliana encaprichada.

—Aunque este palacio sea el palacio Memmi, Su Alteza Serenísima tendrá, no obstante, a bien abandonarlo —dijo el duque adoptando el aire frío e irónico de un hombre cortés—. Esta es mi casa…

—Sepa usted, señor duque, que está en mi habitación y no en su casa —dijo la Clarina saliendo de su letargo—. Si alberga sospechas sobre mi virtud, le ruego me deje los beneficios del delito…

—¡Sospechas! Diga usted, amiga mía, certezas…

—Se lo juro —prosiguió la Clarina—, soy inocente.

—Pero ¿qué estoy viendo en esa cama? —dijo el duque.

—¡Ah!, ¡viejo brujo, si cree lo que está viendo más que lo que yo le digo —exclamó la Clarina—, es que no me quiere! ¡Vete y no me rompas más los oídos! ¿Me oye?, ¡salga, señor duque! Este joven príncipe le devolverá el millón que le cuesto, si le va algo en ello.

—Yo no pienso devolver nada —dijo Emilio muy bajito.

—¡Eh! No tenemos nada que devolver, poca cosa es un millón para tener a Clarina Tinti siendo tan feo. Vamos, salga —le dijo al duque—, usted me ha despedido, yo le despido, de modo que estamos a la par.

A un gesto del viejo duque, que parecía querer resistir a aquella orden intimada en una actitud digna del papel de Semíramis[614], que le había valido a la Tinti su inmensa nombradía, la prima donna se arrojó sobre el viejo mono y lo puso en la calle.

—Si no me deja tranquila esta noche, no nos volveremos a ver nunca más. Mi nunca más vale más que el de usted —le dijo.

Tranquille[615] —repitió el duque dejando escapar una risa amarga—, se me antoja, mi querido ídolo, que es agitata como la dejo.

El duque salió. Aquella cobardía en absoluto sorprendió a Emilio. Todos los que se han acostumbrado a algún gusto particular, escogido entre todos los efectos del amor, y que concuerda con su naturaleza, saben que no hay consideración alguna capaz de detener a un hombre que ha hecho costumbre de su pasión. La Tinti saltó como un corzo de la puerta a la cama.

—Príncipe, pobre, joven y guapo, pero ¡si esto es un cuento de hadas!… —dijo.

La siciliana se aposentó encima del lecho con un donaire que recordaba el ingenuo desaliño del animal, el abandono de la planta hacia el sol, o el grato movimiento de vals con el que las ramas se entregan al viento. Al desabrochar los puños de su vestido, se puso a cantar, no ya con la voz destinada a los aplausos de la Fenice, sino con una voz turbada por el deseo. Su canto fue una brisa que le aportaba al corazón las caricias del amor. Miraba a hurtadillas a Emilio, tan confundido como ella; porque aquella mujer de teatro no tenía ya la audacia que le había animado los ojos, los gestos y la voz al despedir al duque; no, era humilde como la cortesana enamorada. Para imaginar a la Tinti, habría que haber visto a una de las mejores cantantes francesas en su presentación en Il Fazzoleto, ópera de García[616] que los Italianos representaban a la sazón en el teatro de la calle Louvois[617]; era tan hermosa, que un pobre guardia de Corps, al no haber conseguido que lo escuchara, se mató de desesperación. La prima donna de la Fenice ofrecía la misma finura de expresión, la misma elegancia de formas, la misma juventud; pero en todo ello rebosaba aquel cálido color de Sicilia que doraba su belleza; y además su voz era más llena, en fin, tenía ese aire augusto que distingue los contornos de la mujer italiana. La Tinti, cuyo nombre tanto parecido tiene con aquel que se forjó la cantante francesa[618], tenía diecisiete años, y el pobre príncipe tenía veintitrés. ¿Qué mano risueña se había complacido en arrojar así el fuego tan cerca de la pólvora? ¡Una habitación olorosa, revestida de seda encarnadina, resplandeciente de velas, un lecho de encajes, un palacio silencioso!, ¡Venecia!, ¡dos juventudes, dos bellezas!, todos los fastos reunidos. Emilio echó mano a su pantalón, salió de la cama de un salto, se escapó al gabinete de aseo, se vistió, volvió y se dirigió precipitadamente hacia la puerta.

Esto era lo que se había dicho a sí mismo al recuperar sus ropas:

«¡Massimilla, hija querida de los Doni entre los que se ha conservado hereditariamente la belleza de Italia, tú que no desmientes el retrato de Margherita[619], uno de los escasos lienzos enteramente pintados por Rafael para su gloria!, mi hermosa y santa amante, ¿no será acaso merecerte el escaparme de este abismo de flores? ¿Sería digno de ti si profanase un corazón que es tuyo? No, no caeré en la vulgar trampa que me tienden mis sentidos sublevados. ¡Esta muchacha con su duque, yo con mi duquesa!». En el momento en que levantaba el cortinón de la puerta, oyó un gemido. Aquel heroico amante se volvió y vio a la Tinti, que, prosternada con la cara encima de la cama, ahogaba en ella sus sollozos. ¿Lo creerán ustedes? La cantante era más hermosa de rodillas, con la cara escondida, que alterada y con el rostro reluciente. Su melena suelta sobre los hombros, su pose de Magdalena, el desorden de sus ropas desgarradas, todo ello había sido compuesto por el diablo, que, como ustedes saben, es un gran colorista. El príncipe tomó por la cintura a aquella pobre Tinti, que se le escapó como una culebra, y que se hizo un ovillo alrededor de uno de sus pies, que oprimió blandamente una carne adorable.

—¿Me explicarás —dijo él sacudiendo el pie para retirarlo de aquella muchacha—, cómo es que estás en mi palacio? Cómo el pobre Emilio Memmi…

—¡Emilio Memmi! —exclamó la Tinti volviendo a levantarse—, te decías príncipe.

—Príncipe desde ayer.

—¡Tú amas a la Cataneo! —dijo la Tinti mirándolo de arriba a abajo.

El pobre Emilio permaneció mudo, al ver a la prima donna sonreír en medio de sus lágrimas.

—Su Alteza ignora que el que me ha educado para el teatro, que ese duque… es el propio Cataneo, y su amigo Vendramin, creyendo servir a los intereses de usted, le ha alquilado este palacio para el tiempo de mi contrato en la Fenice, a cambio de mil escudos. Ídolo querido de mi deseo —le dijo cogiéndole de la mano y atrayéndolo hacia sí—, ¿por qué huyes de aquella por la que tantos se dejarían quebrar los huesos? El amor siempre será el amor, fíjate. Por todas partes es semejante a sí mismo, es como el sol de nuestras almas, nos calentamos en cualquier sitio en el que brilla, y aquí estamos en pleno mediodía. Si mañana no estás satisfecho, ¡mátame! Pero viviré, ¡ya lo creo!, porque soy furiosamente hermosa.

Emilio resolvió quedarse. Una vez que hubo consentido con un gesto de cabeza, el movimiento de alegría que agitó a la Tinti le pareció iluminado por un resplandor brotado del infierno. Jamás el amor había adoptado ante sus ojos expresión tan grandiosa. En aquel momento, Carmagnola silbó vigorosamente. «¿Qué me podrá querer?», se dijo el príncipe.

Vencido por el amor, Emilio no escuchó los repetidos silbidos de Carmagnola.

Si no han viajado ustedes a Suiza, tal vez lean con gusto esta descripción, y si han trepado ustedes por aquellos Alpes, no recordarán sin emoción los accidentes. En aquel sublime país, en el seno de una roca hendida en dos por un valle, camino tan ancho como la avenida de Neuilly de París, pero de varios centenares de toesas de hondo y agrietado de barrancos, se encuentra un curso de agua caído ya sea del San Gotardo, ya sea del Simplón[620], de una cima alpestre cualquiera, que va a dar a una ancha poza, de no sé cuántas brazas de hondo, de varias toesas[621] de largo y de ancho, bordeada por bloques de granito desportillados encima de los cuales se ven praderas, entre las que se yerguen pinos, alisos gigantescos, y en las que nacen también fresas y violetas; a veces se encuentra una casa de piedra a cuyas ventanas asoma el lozano rostro de una rubia suiza; según los aspectos del cielo, el agua de esa poza es azul o verde, pero como es azul un zafiro, como es verde una esmeralda; pues bien, nada en el mundo le representa al más despreocupado viajero, ni al más apresurado diplomático, ni al tendero más bonachón, las ideas de profundidad, de calma, de inmensidad, de afecto celeste, de felicidad eterna, que aquel diamante líquido en el que la nieve, acudida desde los Alpes más altos, corre en agua límpida por un reguero natural, oculto bajo los árboles, excavado en la roca, y del que se escapa por una hendidura, sin murmullo; la lámina, que se superpone al abismo, se desliza tan suavemente que no ven ustedes turbación alguna en la superficie en la que el coche se refleja al pasar. ¡He aquí que los caballos reciben dos latigazos! Se rodea un peñasco, se enfila un puente. De repente ruge un horrible concierto de cascadas que se abalanzan unas sobre otras; el torrente, escapado de un furioso brinco, se rompe en mil caídas, se estrella en mil gruesos guijarros; chispea en cien manojos contra una roca precipitada de lo alto de la cordillera que domina el valle, y caída precisamente en medio de aquella calle que se ha labrado imperiosamente el hidrógeno nitrado[622], la más respetable de todas las fuerzas vivas.

Si han captado ustedes bien ese paisaje, tendrán en esa agua dormida una imagen del amor de Emilio por la duquesa, y en las cascadas que brincan como un rebaño de corderos[623], una imagen de su noche amorosa con la Tinti. En el medio de aquellos torrentes de amor, se alzaba una roca contra la que se estrellaban las aguas. El príncipe era como Sísifo[624], siempre debajo de la roca.

«¿Y qué hace el duque Cataneo con su violín?, se decía, ¿es a él a quien le debo esta sinfonía?».

Se sinceró con Clara Tinti.

—Niño querido… (había reconocido que el príncipe era un niño) niño querido —le dijo—, a ese hombre, que tiene ciento dieciocho años en la parroquia del Vicio y cuarenta y siete en los registros de la Iglesia, no le queda en el mundo más que un único y último placer a través del cual siente la vida. Sí, todas las cuerdas están rotas, todo es ruina o harapo en él. El alma, la inteligencia, el corazón, los nervios, todo lo que produce en el hombre un impulso y le conecta con el cielo a través del deseo o a través del fuego del placer, no depende tanto de la música como de un efecto recogido en los innumerables efectos de la música, de un empaste perfecto entre dos voces, o entre una voz y la prima de su violín. Ese viejo mono se sienta encima de mí, coge el violín, toca bastante bien, le saca sonidos, yo intento imitarlos, y cuando llega el momento buscado durante mucho tiempo en el que es imposible distinguir en la masa del canto cuál es el sonido del violín y cuál es la nota salida de mi gaznate, entonces el anciano cae en éxtasis, sus ojos muertos arrojan sus últimos resplandores, es feliz, rueda por el suelo como un hombre ebrio[625]. Ahí tienes por qué ha pagado tan caro a Genovese. Genovese es el único tenor que puede a veces empastar con el timbre de mi voz. O realmente nos acercamos uno al otro una o dos veces por velada, o el duque así se lo figura; para ese imaginario placer ha contratado a Genovese; Genovese le pertenece. Ningún director de ningún teatro puede hacer cantar a ese tenor sin mí, ni hacerme a mí cantar sin él. El duque me ha educado para satisfacer ese capricho, le debo mi talento, mi belleza, seguramente mi fortuna. Morirá en algún ataque de empaste perfecto. El sentido del oído es el único que ha sobrevivido en el naufragio de sus facultades, ahí está el hilo por el que se mantiene unido a la vida. De esta cepa podrida brota un vigoroso retoño. Hay, según me han dicho, muchos hombres en esta situación; ¡que la Madona se digne protegerlos! ¡Tú no eres de esos! Tú puedes todo lo que quieres y todo lo que quiero yo, lo sé.

Hacia la mañana, el príncipe Emilio salió con sigilo de la habitación y halló a Carmagnola tendido atravesado delante de la puerta.

—Alteza —dijo el gondolero—, la duquesa me ordenó que le entregase esta nota.

Le tendió a su amo un lindo papelito doblado triangularmente. El príncipe se sintió desfallecer, y volvió a entrar para caer en una poltrona, porque tenía la vista alterada y le temblaban las manos al leer esto:

Querido Emilio, la góndola de usted se detuvo en su palacio, de modo que no sabe que Cataneo lo ha alquilado para la Tinti. Si me ama, vaya esta misma noche a casa de Vendramin, que me dice que le ha arreglado un alojamiento en su casa. ¿Qué he de hacer yo? ¿Debo quedarme en Venecia en presencia de mi marido y de su cantante? ¿Debemos volver a marcharnos juntos al Friul? Contésteme con una nota, aunque solo sea para decirme qué carta era esa que ha arrojado a la laguna.

MASSIMILLA DONI.

La escritura y el aroma del papel despertaron mil recuerdos en el alma del joven veneciano. El sol del único amor arrojó su vivo resplandor sobre el agua azul venida de lejos, amasada en el abismo sin fondo, y que resplandeció como una estrella. Aquella noble criatura no pudo contener las lágrimas que brotaron de sus ojos en abundancia, pues en la languidez en que le había dejado la fatiga de sus sentidos saciados, se halló sin fuerzas contra el golpe de aquella deidad pura. En su sueño, la Clarina oyó el llanto, se sentó en la cama, vio a su príncipe en una actitud de dolor, se precipitó a sus rodillas, las abrazó.

—Aún están esperando contestación —dijo Carmagnola levantando el cortinón de la puerta.

—¡Infame, me has perdido! —exclamó Emilio, que se levantó sacudiendo a la Tinti con el pie.

Ella le estrechaba con tanto amor, implorando una explicación con una mirada, una mirada de Samaritana[626] desconsolada, que Emilio, furioso por verse otra vez enredado en aquella pasión que le había hecho caer, rechazó a la cantante con una brutal patada.

—Me dijiste que te matara, ¡muere, bicho ponzoñoso! —exclamó.

Después salió de su palacio y saltó a su góndola:

—¿Adónde? —dijo el viejo.

—Adonde quieras.

El gondolero adivinó la intención de su amo y le llevó por mil vericuetos al Canareggio, ante la puerta de un maravilloso palacio que admirarán ustedes cuando vayan a Venecia[627]; pues ningún extranjero ha dejado de mandar parar su góndola ante el aspecto de aquellas ventanas todas dispares de ornamentación, que luchan todas en fantasías, de balcones trabajados como los más locos encajes, viendo las rinconadas de aquel palacio rematadas en largas columnillas esbeltas y retorcidas, observando aquellos basamentos trabajados por un cincel tan caprichoso que no se encuentra ninguna figura similar en los arabescos de cada piedra. ¡Qué bonita es la puerta, y cuán misteriosa es la larga bóveda de soportales que lleva a la escalera! ¡Y quién no admiraría esos peldaños en los que el arte inteligente ha clavado, para el tiempo que viva Venecia, una alfombra rica como una alfombra de Turquía, pero compuesta por piedras de mil colores incrustadas en un mármol blanco! Les encantarán las deliciosas fantasías que engalanan los cenadores, doradas como las del palacio ducal, y que trepan por encima de ustedes, de suerte que las maravillas del arte están bajo sus pies y por encima de sus cabezas. ¡Qué suaves sombras, qué silencio, qué frescor! Pero ¡qué gravedad en aquel viejo palacio, en el que, para complacer tanto a Emilio como a Vendramini, su amigo, la duquesa había reunido antiguos muebles venecianos, y en el que hábiles manos habían restaurado los techos! Venecia revivía allí completa. No solo el lujo era noble, sino que era instructivo. El arqueólogo hubiese recuperado allí los modelos de lo hermoso como lo produjo la Edad Media, que tomó sus ejemplos en Venecia. Se veían los primeros techos de tablas cubiertas de dibujos calados en oro sobre fondos policromados, o en colores sobre un fondo de oro, y también los techos de estucos dorados que, en cada esquina, ofrecían una escena de varios personajes, y en su centro los más hermosos frescos; género tan ruinoso que el Louvre no posee dos, y que el fasto de Luis XIV retrocedió ante tales profusiones para Versalles[628]. Por todas partes el mármol, la madera y las telas habían servido de materia para riquísimas obras. Emilio empujó una puerta de roble tallado, atravesó aquella larga galería que, en los palacios de Venecia, se extiende en todos los pisos de un extremo al otro, y llegó ante una puerta por demás conocida que le hizo latir el corazón. Al verlo aparecer, la dama de compañía salió de un inmenso salón y le dejó entrar en un gabinete de trabajo en el que halló a la duquesa arrodillada ante una madona. Venía a acusarse y a pedir perdón, pero Massimilla rezando le transformó. ¡Él y Dios, no había otra cosa en aquel corazón! La duquesa simplemente se levantó y le tendió la mano a su amigo, que no la tomó.

—¿No le encontró Gianbattista ayer? —le dijo.

—No, contestó él.

—Ese contratiempo me ha hecho pasar una noche cruel, ¡tenía tanto miedo de que se encontrara usted con el duque, cuya perversidad me es tan conocida! ¡Qué idea se le ha ocurrido a Vendramini de alquilarle su palacio!

—Una buena idea, Milla, porque tu príncipe es poco afortunado.

Massimilla estaba tan hermosa de confianza, tan magnífica de belleza, tan tranquilizada por la presencia de Emilio, que en aquel momento el príncipe experimentó, aun despierto, las sensaciones de ese cruel sueño que atormenta a las imaginaciones vivaces, y en el cual, tras haber acudido a un baile lleno de mujeres engalanadas, el soñador se ve de pronto desnudo, sin camisa; la vergüenza y el miedo le flagelan sucesivamente, y solo el despertar lo libera de sus angustias. El alma de Emilio se encontraba así ante su enamorada. Hasta entonces aquella alma había estado revestida con las más hermosas flores del sentimiento, el vicio la había puesto en un estado innoble, y él era el único que lo sabía; porque la hermosa florentina concedía tantas virtudes a su amor, que el hombre amado por ella debía ser incapaz de contraer la mínima mancilla. Como Emilio no había aceptado su mano, la duquesa se levantó para pasar sus dedos por el pelo que había besado la Tinti. Sintió entonces trasudada la mano de Emilio, y le vio húmeda la frente.

—¿Qué tiene? —le dijo con una voz a la que la ternura dio la suavidad de una flauta.

—Nunca sino en este momento he conocido la profundidad de mi amor —contestó Emilio.

—Pues bien, ídolo querido, ¿qué quieres[629]? —prosiguió ella.

Ante aquellas palabras, toda la vida de Emilio se le retiró al corazón. «¿Qué habré hecho para llevarla a decir esa palabra?», pensó.

—Emilio, ¿qué carta fue la que tiraste a la laguna?

—La de Vendramini, que no terminé, sin lo cual no me habría encontrado en mi palacio con el duque, cuya historia seguramente me decía.

Massimilla palideció, pero un gesto de Emilio la tranquilizó.

—Quédate conmigo todo el día, iremos juntos al teatro, no nos marchemos al Friul, tu presencia me ayudará sin duda a soportar la de Cataneo —prosiguió ella.

Aunque aquello hubiese de ser una continua tortura de alma para el amante, consintió con aparente alegría. Si algo puede dar una idea de lo que sentirán los condenados al verse tan indignos de Dios, ¿no es acaso el estado de un joven todavía puro ante una amante reverenciada, cuando se siente en los labios el sabor de una infidelidad, cuando aporta al santuario de la deidad adorada la apestosa atmósfera de una cortesana? Baader[630], que explicaba en sus lecciones las cosas celestes mediante comparaciones eróticas, seguramente había observado, como los escritores católicos, el gran parecido que existe entre el amor humano y el amor del cielo. Aquellos sufrimientos esparcieron un tinte de melancolía por los placeres que saboreó el veneciano junto a su amante. El alma de una mujer tiene increíbles aptitudes para armonizarse con los sentimientos; se colorea con el color, vibra con la nota que trae un amante; así que la duquesa se puso soñadora. Los irritantes sabores que enciende la sal de la coquetería distan mucho de activar el amor tanto como esa dulce conformidad de emociones. Los esfuerzos de la coquetería indican demasiado una separación, y, aunque momentánea, esta desagrada; mientras que esa compartición simpática anuncia la constante fusión de las almas. De modo que el pobre Emilio quedó enternecido por la silenciosa adivinación que hacía llorar a la duquesa por una culpa desconocida. Sintiéndose más fuerte al verse inatacada por el lado sensual del amor, la duquesa podía ser acariciadora; desplegaba con osadía y confianza su alma angélica, la desnudaba, como durante aquella noche diabólica la vehemente Tinti había mostrado su cuerpo de mullidos contornos, de carnes cimbreñas y tersas. A los ojos de Emilio, había como una justa entre el santo amor de aquella alma blanca, y el amor de la nerviosa e iracunda siciliana[631]. Así pues, aquel día fue empleado en largas miradas intercambiadas tras profundas reflexiones. Cada uno de los dos sondeaba su propia ternura y la hallaba infinita, seguridad que les sugería dulces palabras. El Pudor, esa deidad que, en un momento de descuido con el amor, dio a luz a la Coquetería, no hubiese tenido necesidad de ponerse la mano encima de los ojos al ver a aquellos dos amantes. Por todo goce, por extremo placer, Massimilla tenía la cabeza de Emilio en su regazo y por momentos se aventuraba a oprimir sus labios sobre los de él, pero al modo como un pájaro moja el pico en el agua pura de un manantial, mirando con timidez si es visto. Su pensamiento desarrollaba aquel beso como un músico desarrolla un tema a través de las infinitas modulaciones de la música, y se producían en ellos tumultuosas, ondulantes resonancias, que los afiebraban[632]. Ciertamente, la idea siempre será más violenta que el hecho; en otro caso, el deseo sería menos hermoso que el placer, y es más poderoso, pues lo engendra. Por lo mismo, eran plenamente felices, porque el disfrute de la felicidad siempre disminuirá la felicidad. Casados tan solo en el cielo, aquellos dos amantes se admiraban bajo su forma más pura, la de dos almas inflamadas y consortes en la luz celeste, espectáculos resplandecientes para los ojos tocados por la Fe, fértiles sobre todo en infinitas delicias que ha sabido plasmar el pincel de los Rafael, de los Tiziano, de los Murillo[633], y que reconocen, a la vista de sus composiciones, aquellos que las han experimentado. Los groseros placeres prodigados por la siciliana, prueba material de aquella angélica unión, ¿no deben acaso ser desdeñados por los espíritus superiores? El príncipe se decía estos hermosos pensamientos hallándose abatido en una divina languidez sobre el lozano, blanco y flexible pecho de Massimilla, bajo los tibios rayos de sus ojos de largas pestañas brillantes, y se perdía en el infinito de aquel libertinaje ideal. En aquellos momentos, Massimilla se convertía en una de aquellas vírgenes celestiales atisbadas en los sueños, a las que hace desaparecer el canto del gallo, pero que ustedes reconocen en el seno de su esfera luminosa en algunas obras de los gloriosos pintores del cielo.

A última hora, los dos enamorados fueron al teatro. Tal es la vida italiana, por la mañana el amor, al caer la tarde la música, por la noche el sueño. Cuán preferible es esa existencia a la de los países en los que todo el mundo emplea sus pulmones y sus fuerzas en politiquear, sin poder cambiar nadie por sí solo la marcha de las cosas más de lo que un grano de arena puede componer polvo. La libertad, en esos singulares países, consiste en porfiar sobre la cosa pública, en guardarse uno mismo, en disiparse en mil ocupaciones patrióticas, a cuál más tonta, en tanto en cuanto van contra el noble y santo egoísmo que engendra todas las grandes cosas humanas. En Venecia, por el contrario, el amor y sus mil lazos, una dulce ocupación de las alegrías reales, toma y envuelve el tiempo. En ese país, el amor es cosa tan natural que la duquesa era mirada como una mujer extraordinaria, pues todo el mundo tenía la convicción de su pureza, a pesar de la violencia de la pasión de Emilio. Por ello las mujeres compadecían sinceramente a aquel pobre joven que pasaba por ser la víctima de la santidad de aquella a la que amaba. Nadie, por otro lado, se atrevía a censurar a la duquesa; porque en Italia la religión es una potencia tan venerada como el amor[634].

Todas las tardes, en el teatro, el palco de la Cataneo era el primer blanco de los gemelos, y cada mujer le decía a su amigo, señalando a la duquesa y a su amante: «¿Hasta dónde han llegado?». El amigo observaba a Emilio, buscaba en él algunos indicios de la felicidad y no hallaba sino la expresión de un amor puro y melancólico. En toda la sala, al visitar cada palco, los hombres les decían a las mujeres: «La Cataneo todavía no es de Emilio». «Hace mal, decían las ancianas, lo va a cansar». «Forse[635]», contestaban las jóvenes con esa solemnidad que ponen los italianos al decir esa gran palabra que aquí abajo responde a muchas cosas. Algunas mujeres se arrebataban, hallaban la cosa de mal ejemplo y decían que el dejarle sofocar el amor era malentender la religión. «Ame usted a Emilio, querida mía», le decía la Vulpato a la duquesa al encontrársela por la escalera a la salida. «Pero si lo amo con todas mis fuerzas», contestaba ella. «Pues entonces, ¿por qué no parece feliz?». La duquesa contestaba con un pequeño movimiento de hombros[636].

Nosotros, en Francia tal como nos la ha puesto la manía de las costumbres inglesas que se va imponiendo en ella, no concebiríamos la seriedad que la sociedad veneciana ponía en aquella investigación. Vendramini era el único que conocía el secreto de Emilio, secreto bien guardado entre dos hombres que habían reunido en su casa sus escudos poniendo encima: Non amici, fratres[637].

La inauguración de una temporada es un acontecimiento tanto en Venecia como en todas las demás capitales de Italia; de modo que la Fenice estaba llena aquella noche. Las cinco horas de noche que se pasa uno en el teatro juegan un papel tan grande en la vida italiana, que no es cosa inútil explicar las costumbres creadas por esta manera de emplear el tiempo.

En Italia, los palcos difieren de los de los demás países en el sentido de que en todos los demás sitios las mujeres no quieren ser vistas, y que a las italianas se les da muy poco de ofrecerse en espectáculo. Sus palcos forman un cuadrado largo[638], cortado al sesgo por igual tanto en el lado que da al teatro como en el que da al pasillo. A la izquierda y a la derecha hay dos canapés, en cuyo extremo se hallan dos sillones, uno para la dueña del palco, el otro para su acompañante femenina, cuando la lleva. Este caso es bastante poco frecuente. Cualquier mujer tiene demasiadas ocupaciones en su casa como para hacer visitas o para que le guste recibirlas; por otro lado, ninguna se preocupa por procurarse una rival. Así, una italiana casi siempre reina en su palco sin que le hagan sombra: allí las madres no son esclavas de sus hijas, a las hijas no les estorban sus madres; de suerte que las mujeres no tienen consigo ni hijos ni padres que las censuren, las espíen, las aburran o se atraviesen en sus conversaciones. Por el frente, todos los palcos están entelados de seda de color y modo uniformes. De este entelado cuelgan unas cortinas del mismo color que permanecen cerradas cuando está de luto la familia a la que pertenece el palco. Salvo algunas excepciones, y solamente en Milán, los palcos no están iluminados interiormente en absoluto; no obtienen su luz sino del escenario o de una araña poco luminosa, que, a pesar de acaloradas protestas, algunas ciudades han permitido poner en la sala; pero, con el favor de las cortinas, todavía son bastante oscuros, y, por el modo como están dispuestos, el fondo es lo bastante tenebroso como para que sea muy difícil saber lo que en él ocurre. Estos palcos, que pueden dar cabida a unas ocho o diez personas, están entelados con ricos tejidos de seda, los techos están agradablemente pintados y aligerados mediante colores claros; las maderas, en fin, están sobredoradas. En ellos se toman helados y sorbetes y tentempiés dulces, porque ya solo come en ellos la gente de la clase media. Cada palco es una propiedad inmobiliaria de elevado precio, los hay de un valor de treinta mil libras; en Milán, la familia Litta[639] posee tres seguidos. Estos hechos indican la alta importancia concedida a este detalle de la vida ociosa. La charla es soberana absoluta en este espacio, al que uno de los escritores más ingeniosos de este tiempo, y uno de los que mejor han observado Italia, Stendhal, ha llamado un saloncito cuya ventana da a un patio[640]. En efecto, la música y los hechizos del escenario son puramente accesorios, el gran interés está en las conversaciones que en ellos se celebran, en los grandes asuntillos del corazón que en ellos se tratan, en las citas que en ellos se dan, en los relatos y las exhaustivas observaciones que en ellos se desgranan. El teatro es la reunión económica de toda una sociedad que se examina y se divierte por sí misma. Los hombres admitidos al palco se ponen unos detrás de otros, en el orden de su llegada, en uno u otro sofá. El primer llegado se halla, naturalmente, junto a la dueña del palco; pero, cuando están ocupados los dos sofás, si llega una nueva visita, el más antiguo corta la conversación, se levanta y se va. Entonces cada uno adelanta un puesto, y pasa a su vez junto a la soberana. Estas fútiles charlas, estas conversaciones serias, este elegante gracejo de la vida italiana, no podrían darse sin una general permisividad. Por lo mismo, las mujeres son libres de ir engalanadas o no, están tan en su casa que un extranjero admitido a su palco puede irlas a ver al día siguiente a su domicilio. De primeras, el viajero no comprende esta vida de espiritual holganza, este dolce far niente[641] embellecido por la música. Una estancia larga, una hábil observación son las únicas que pueden revelar a un extranjero el sentido de la vida italiana, que se parece al cielo del país, y en el que el rico no quiere una sola nube. El noble se cuida poco del manejo de su fortuna; deja la administración de sus bienes a unos intendentes (ragionati)[642] que le roban y le arruinan; no tiene el elemento político que pronto le hastiaría, de modo que vive tan solo por la pasión, y con ella llena sus horas. De ahí la necesidad que experimentan amigo y amiga de estar siempre en presencia para satisfacerse o para guardarse, pues el gran secreto de esta vida es el amante mantenido bajo la mirada durante cinco horas por una mujer que le ha tenido ocupado durante la mañana. Así, las costumbres italianas comportan un continuo disfrute y traen consigo un estudio de los medios propios para mantenerlo, por otro lado, oculto bajo un aparente descuido. Es una hermosa vida, pero una vida costosa, porque en ningún país se encuentran tantos hombres desgastados.

El palco de la duquesa estaba en la platea, que en Venecia se llama pepiano; ella se colocaba siempre en él de modo que recibiese el resplandor de la candileja, de suerte que su linda cabeza, suavemente iluminada, resaltaba bien sobre el claroscuro. La florentina atraía la mirada por su voluminosa frente, de un blanco de nieve y coronada por sus trenzas de cabellos negros que le daban un aire auténticamente regio, por la finura serena de sus rasgos que recordaban la tierna nobleza de las cabezas de Andrea del Sarto[643], por el corte de su rostro y el enmarque de los ojos, por sus ojos de terciopelo que comunicaban el arrobo de la mujer que sueña con la dicha, pura aún en el amor, a la vez majestuosa y bonita.

En lugar de Mosè[644], con la que iba a debutar la Tinti en compañía de Genovese, ponían Il Barbiere, en la que el tenor cantaba sin la célebre prima donna. El impresario había dicho que se veía obligado a cambiar el espectáculo por una indisposición de la Tinti, y en efecto el duque Cataneo no vino al teatro. ¿Era un hábil cálculo del impresario para obtener dos llenos totales, haciendo debutar a Genovese y a la Clarina uno tras otro, o era verdad la indisposición anunciada por la Tinti? Allá donde el patio de butacas podía discutir, Emilio debía tener una certeza; pero, aunque la noticia de aquella indisposición le causase algún remordimiento al recordarle la belleza de la cantante y su propia brutalidad, aquella doble ausencia hizo sentirse igualmente a gusto al príncipe y a la duquesa. Genovese, por otro lado, cantó de un modo que desterró los recuerdos nocturnos del amor impuro y prolongó las santas mieles de aquella suave jornada. Feliz de estar él solo para recoger los aplausos, el tenor desplegó las maravillas de aquel talento convertido más tarde en europeo. Genovese, a la sazón de veintitrés años de edad, nacido en Bérgamo, alumno de Velluti[645], apasionado por su arte, gallardo, de grato rostro, hábil en captar el espíritu de sus papeles, anunciaba ya al gran artista destinado a la gloria y la fortuna. Tuvo un éxito delirante, palabra que solo es propia en Italia, en donde el reconocimiento de un patio de butacas tiene un no sé qué de frenético para con todo aquel que le proporciona algún placer.

Vinieron unos cuantos de los amigos del príncipe a felicitarle por su herencia, y a propagar las noticias. La víspera por la noche, la Tinti, llevada por el duque de Cataneo, había cantado en la velada de la Vulpato, en donde había parecido encontrarse tan bien de salud como pletórica de voz, de modo que su improvista enfermedad provocaba grandes comentarios. Según los rumores del café Florián, Genovese estaba apasionadamente enamorado de la Tinti; la Tinti quería sustraerse a sus declaraciones de amor, y el empresario no había podido convencerlos de que aparecieran juntos. Si se prestaba oído al general austriaco, el único enfermo era el duque, la Tinti le estaba cuidando, y a Genovese le habían encargado que consolase al patio de butacas. La duquesa debía la visita del general a la llegada de un médico francés que este había querido presentarle. El príncipe, al ver a Vendramin deambular por alrededor del patio de butacas, salió para charlar confidencialmente con aquel amigo, a quien llevaba tres meses sin ver, y, mientras se paseaba por el espacio que existe entre los asientos corridos de los patios de butacas italianos y los palcos de platea, pudo examinar cómo la duquesa recibía al extranjero.

—¿Qué francés es este? —preguntó el príncipe a Vendramin.

—Un médico llamado por Cataneo, que quiere saber cuánto tiempo puede vivir aún. Este francés está esperando a Malfatti[646], con el que se celebrará la consulta.

Como todas las damas italianas enamoradas, la duquesa no dejaba de mirar a Emilio; porque en ese país la entrega de una mujer es tan absoluta, que es difícil sorprender una mirada expresiva apartada de su fuente.

Caro[647] —dijo el príncipe a Vendramin—, imagínate que esta noche he dormido en tu casa[648].

—¿Has vencido? —contestó Vendramin estrechando al príncipe por la cintura.

—No —reanudó Emilio—, pero creo poder ser feliz algún día con Massimilla.

—Bien —prosiguió Marco—, pues serás el hombre más envidiado de la tierra. La duquesa es la mujer más cabal de Italia. A mí, que veo las cosas desde aquí abajo a través de los brillantes vapores de las embriagueces del opio, se me aparece como la más alta expresión del arte, pues realmente la naturaleza ha hecho en ella, sin figurárselo, un retrato de Rafael. Vuestra pasión no desagrada a Cataneo, que me ha dado mil escudos contantes y sonantes que tengo para entregártelos.

—Así —prosiguió Emilio—, te digan lo que te digan, yo todas las noches duermo en tu casa. Ven, porque un minuto pasado lejos de ella, cuando puedo estar junto a ella, es un suplicio.

Emilio ocupó su lugar en el fondo del palco y allí permaneció mudo en su rincón escuchando a la duquesa, disfrutando de su inteligencia y de su belleza. Para él, y no por vanidad, desplegaba Massimilla las gracias de aquella prodigiosa conversación de ingenio italiano, en la que el sarcasmo recaía sobre las cosas y no sobre las personas, en la que la burla iba a dar en los sentimientos burlables, en la que la sal ática[649] acomodaba las naderías. En cualquier otro lugar, la Cataneo hubiese sido tal vez cansina; los italianos, gente eminentemente inteligente, gustan poco de desplegar su inteligencia sin venir a cuento; en ellos, la charla es toda seguida y sin esfuerzos; nunca comporta, como en Francia, un asalto de maestros de armas en el que cada uno hace destellar su florete y en el que aquel que no ha podido decir nada queda humillado. Si entre ellos brilla la conversación, es por una blanda y voluptuosa sátira que se chancea con donaire de hechos harto conocidos, y, en lugar de un epigrama que puede comprometer, los italianos se arrojan una mirada o una sonrisa de inefable expresión. Tener que comprender ideas allí donde vienen a buscar goces es, según ellos, y con razón, un aburrimiento. Por lo mismo, la Vulpato le decía a la Cataneo: «Si le quisieras, no hablarías tan bien». Emilio no se mezclaba nunca en la conversación, escuchaba y miraba. Aquella reserva hubiese hecho creer a muchos extranjeros que el príncipe era una nulidad de hombre, como se lo imaginan de los italianos enamorados, mientras que era simplemente un amante sumergido hasta el cuello en su placer. Vendramin se sentó al lado del príncipe, enfrente del francés, que, en su calidad de extranjero, conservó su sitio en el rincón opuesto al que ocupaba la duquesa.

—¿Está ebrio este caballero? —dijo el médico en voz baja al oído de la Massimilla, examinando a Vendramin.

—Sí —contestó simplemente la Cataneo.

En el país de la pasión, cualquier pasión lleva consigo su disculpa, y existe una adorable indulgencia para con todos los extravíos. La duquesa suspiró profundamente y dejó aparecer en su rostro una expresión de dolor reprimido.

—¡En nuestro país se ven cosas extrañas, caballero! Vendramin vive de opio, este vive de amor, aquel se sepulta en la ciencia, la mayoría de los jóvenes ricos se enamoriscan de una bailarina, la gente prudente acumula riquezas; todos nos construimos una felicidad o una embriaguez.

—Porque quieren todos distraerse de una idea fija que una revolución curaría radicalmente —prosiguió el médico—. El genovés añora su república, el milanés quiere su independencia, el piamontés anhela el gobierno constitucional, el romañón desea la libertad…

—Que no comprende —dijo la duquesa—. ¡Qué pena! Existen países lo bastante insensatos como para desear la estúpida carta constitucional de ustedes, que mata la influencia de las mujeres. La mayoría de mis compatriotas quieren leer sus producciones francesas, inútiles pamplinas.

—¡Inútiles! —exclamó el médico.

—¡Eh! Caballero —prosiguió la duquesa—, ¿qué encuentra uno en un libro que sea mejor que lo que tenemos en el corazón? ¡Italia está loca!

—No veo yo que un pueblo esté loco por querer ser su propio dueño —dijo el médico.

—Dios mío —replicó con viveza la duquesa—, ¿no es eso comprar al precio de mucha sangre el derecho de pelearse como lo hacen ustedes por ideas tontas?

—¡Le gusta a usted el despotismo! —exclamó el médico.

—¿Por qué no me iba a gustar un sistema de gobierno que, quitándonos los libros y la nauseabunda política, nos deja a los hombres enteritos?

—Creía a los italianos más patriotas —dijo el francés.

La duquesa se echó a reír con tanta finura que su interlocutor ya no pudo distinguir las burlas de las veras, ni la opinión seria de la crítica irónica[650].

—O sea, que usted no es liberal —dijo.

—¡Dios me libre! —dijo ella—. No conozco nada de peor gusto para una mujer que el tener una opinión semejante. ¿Se enamoraría usted de una mujer que llevase a la Humanidad en su corazón?

—Las personas que se enamoran son aristócratas por naturaleza —dijo sonriendo el general austriaco.

—Al entrar al teatro —prosiguió el francés—, la vi la primera a usted, y le dije a Su Excelencia que si a una mujer le fuera dado representar a un país, ésa era usted; me ha parecido ver el genio de Italia, pero veo con pesar que, si bien ofrece usted su sublime forma, no tiene usted su espíritu… constitucional —añadió.

—¡Seguro —dijo la duquesa haciéndole seña de mirar el ballet— que nuestros bailarines le parecen detestables y nuestros cantantes execrables! París y Londres nos roban a todos nuestros grandes talentos, París los juzga y Londres los paga. Genovese, la Tinti, no se nos quedarán ni seis meses…

En aquel momento, el general salió. Vendramin, el príncipe y otros dos italianos intercambiaron entonces una mirada y una sonrisa señalándose al médico francés. Cosa rara en un francés, este dudó de sí mismo creyendo haber dicho o hecho alguna incongruencia, pero pronto tuvo la clave del enigma.

—¿Cree usted —le dijo Emilio—, que seríamos prudentes al hablar a corazón abierto ante nuestros amos?

—Están ustedes en un país esclavo —dijo la duquesa con un sonido de voz y con una actitud de cabeza que de pronto le devolvieron la expresión que hacía un momento le negaba el médico—. Vendramin —dijo hablando de modo que no fuera oída sino por el extranjero— se ha puesto a fumar opio, maldita inspiración debida a un inglés que, por otras razones distintas de las suyas, buscaba una muerte voluptuosa[651]; no esa muerte vulgar a la que ustedes han dado la forma de un esqueleto, sino la muerte engalanada con esos trapos a los que ustedes en Francia llaman banderas, y que es una muchacha coronada de flores o de laureles; llega en el seno de una nube de pólvora, transportada por el aire de una bala de cañón, o tendida en una cama entre dos cortesanas; se alza también del humo de un tazón de ponche, o de los juguetones vapores del diamante que aún no está sino en el estado de carbón. Cuando Vendramin lo desea, por tres libras austriacas se hace general veneciano, arma las galeras de la República y va a conquistar las doradas cúpulas de Constantinopla; entonces se revuelca por los divanes del serrallo, en medio de las mujeres del sultán convertido en siervo de su Venecia triunfante. Después vuelve, trayendo para restaurar su palacio los despojos del Imperio turco[652]. Pasa de las mujeres de Oriente a las intrigas doblemente enmascaradas de sus queridas venecianas, temiendo los efectos de unos celos que ya no existen. Por tres swansiks[653], se transporta al consejo de los Diez, ejerce su terrible judicatura, se ocupa de los asuntos más solemnes y sale del palacio ducal para ir a tenderse en una góndola bajo dos ojos de fuego, o para ir a escalar un balcón en el que una mano blanca ha colgado la escala de seda; ama a una mujer a la que el opio da una poesía que nosotras, las mujeres de carne y hueso, no podemos ofrecerle. De repente, al volverse, se encuentra cara a cara con el terrible rostro del senador armado con un puñal; oye el puñal deslizándose en el corazón de su amada que muere sonriéndole, ¡porque le ha salvado!, es muy feliz —dijo la duquesa mirando al príncipe[654]—. Se escapa y corre a capitanear a los dálmatas[655], a conquistarle la costa iliria[656] a su hermosa Venecia, en donde la gloria obtiene para él su gracia, en donde paladea la vida doméstica: un hogar, una velada de invierno, una mujer joven, unos niños llenos de encanto que rezan a san Marcos bajo la dirección de una anciana criada. Sí, por tres libras de opio él amuebla nuestro arsenal vacío, ve salir y llegar convoyes de mercancías enviadas o pedidas por las cuatro partes del mundo. La moderna pujanza de la industria no ejerce sus prodigios en Londres, sino en su Venecia, en donde se reconstruyen los jardines colgantes de Semíramis, el Templo de Jerusalén, las maravillas de Roma. En fin, amplía la Edad Media mediante el mundo del vapor, con nuevas obras maestras que las artes dan a luz, protegidas como antaño las protegía Venecia. Los monumentos, los hombres, se apiñan y caben en su estrecho cerebro, en donde los imperios, las ciudades, las revoluciones, se despliegan y se desploman en pocas horas, en donde Venecia es la única que aumenta y crece; ¡porque la Venecia de sus sueños tiene el imperio del mar, dos millones de habitantes, el cetro de Italia, la posesión del Mediterráneo y las Indias!

—Qué ópera, un cerebro humano, qué abismo tan poco conocido, ni siquiera por los mismos que han agotado su estudio, como Gall[657] —exclamó el médico.

—Querida duquesa —dijo Vendramin con voz cavernosa—, no olvide el último favor que me hará mi elixir. Después de haber oído voces arrebatadoras, después de haber captado la música por todos mis poros, de haber experimentado punzantes delicias, y puesto fin a los más cálidos amores del paraíso de Mahoma[658], ahora voy por las imágenes terribles. Ahora atisbo en mi querida Venecia rostros de niños contraídos como los de los moribundos, mujeres cubiertas por llagas espantosas, laceradas, quejumbrosas; hombres descoyuntados, aplastados por los flancos cobrizos de los navíos que se entrechocan. Empiezo a ver a Venecia como es, cubierta de crespones, desnuda, despojada, desierta. ¡Pálidos fantasmas se deslizan por sus calles!… Ya están haciendo muecas los soldados de Austria, ya mi bella vida soñadora se va acercando a la vida real; mientras que hace seis meses era la vida real la que era el mal sueño, y la vida del opio era mi vida de amor y sensuales placeres, de asuntos graves y de alta política. ¡Ah!, para mi desgracia, estoy llegando a la aurora de la tumba, en donde lo falso y lo verdadero se reúnen en dudosas claridades que no son ni el día ni la noche, y que participan del uno y de la otra.

—Ya ve usted que hay demasiado patriotismo en esta cabeza —dijo el príncipe poniendo la mano en los mechones de pelo negro que se apiñaban encima de la frente de Vendramin.

—¡Oh!, si nos quiere —dijo Massimilla—, pronto renunciará a su triste opio.

—Yo curaré a su amigo —dijo el francés.

—Haga usted esa curación, y le querremos —dijo Massimilla—; pero, si no nos calumnia a su regreso a Francia[659], le querremos todavía más. Para ser juzgados, los pobres italianos están demasiado alterados por penosas dominaciones; porque hemos conocido la de ustedes —añadió sonriendo.

—Era más generosa que la de Austria —replicó con viveza el médico.

—Austria nos exprime sin devolvernos nada, y ustedes nos exprimían para agrandar y embellecer nuestras ciudades, nos estimulaban haciéndonos ejércitos. Ustedes contaban con conservar Italia, y estos creen que la perderán, esa es la única diferencia. Los austriacos nos dan una felicidad estupefaciente y pesada como ellos, mientras que ustedes nos aplastaban con su devoradora actividad. Pero morir a fuerza de tónicos o morir a fuerza de narcóticos, ¡qué más da!, ¿no sigue siendo la muerte, señor doctor?

—¡Pobre Italia! A mis ojos es como una hermosa mujer a la que Francia debería servir de defensor, tomándola como amante —exclamó el médico.

—No sabrían ustedes colmar con su amor nuestra fantasía —dijo la duquesa sonriendo—. Nosotros queremos ser libres, pero la libertad que yo quiero no es ese innoble y burgués liberalismo de ustedes, que mataría las Artes. Quiero —dijo con un sonido de voz que estremeció a todo el palco—, es decir, quisiera que cada República italiana renaciese con sus nobles, con su pueblo y sus libertades especiales para cada casta. Quisiera las antiguas Repúblicas aristocráticas con sus luchas intestinas, con sus rivalidades que produjeron las más hermosas obras del arte, que crearon la política y encumbraron a las más ilustres casas principescas. Extender la acción de un Gobierno sobre una gran superficie de tierra es empequeñecerla. Las Repúblicas italianas fueron la gloria de Europa en la Edad Media. ¿Por qué ha sucumbido Italia en aquello en lo que han triunfado los suizos, sus porteros?

—Las Repúblicas suizas —dijo el médico— eran buenas amas de casa ocupadas de sus asuntillos, y que nada tenían que envidiarse unas a otras; mientras que las Repúblicas de ustedes eran soberanas orgullosas que se vendieron por no saludar a sus vecinas; cayeron demasiado bajo para no volver a levantarse nunca. ¡Triunfan los güelfos[660]!.

—No nos compadezca demasiado —dijo la duquesa con una voz orgullosa que hizo palpitar a los dos amigos—, ¡seguimos dominándoles! Desde el fondo de su miseria, Italia reina por los hombres escogidos que hormiguean por sus ciudades. Desgraciadamente, la parte más considerable de nuestros genios llega a comprender la vida con tanta rapidez que se sepultan en un apacible disfrute; en cuanto a los que quieren jugar al triste juego de la inmortalidad, saben coger el oro de ustedes y ganarse su aprobación. Sí, en este país cuyo rebajamiento es deplorado por viajeros bobalicones y poetas hipócritas[661], cuyo carácter es calumniado por los políticos, en este país que parece alterado, sin pujanza, en ruinas, envejecido más que viejo, en todas las cosas se hallan poderosos genios que hacen brotar vigorosas ramas, como en una antigua cepa brotan retoños en los que salen deliciosos racimos. Este pueblo de antiguos soberanos aún da reyes que se llaman Lagrange[662], Volta[663], Rasori[664], Canova[665], Rossini, Bartolini[666], Galvani[667], Viganò[668], Beccaria[669], Cicognara[670], Corvetto[671]. Estos italianos dominan el punto de la ciencia humana en el que se anclan, o regentan el arte a la que se consagran. Por no hablar de los cantantes, de las cantantes, y de los instrumentistas que imponen respeto a Europa con una perfección inaudita, como Taglioni[672], Paganini[673], etc., Italia sigue aún reinando sobre el mundo, que siempre vendrá a adorarla. Vaya esta noche a Florián, encontrará en Capraja a uno de nuestros hombres escogidos, pero enamorado de la oscuridad; nadie, excepto el duque de Cataneo, mi señor, comprende mejor que él la música; ¡hasta el punto de que aquí le han llamado il fanatico!

Pasados unos instantes, durante los cuales se animó la conversación entre el francés y la duquesa, que se mostró finamente elocuente, los italianos se fueron retirando uno a uno para ir a decir por todos los palcos que la Cataneo, que pasaba por ser una donna di gran spirito[674], había derrotado, en la cuestión de Italia, a un hábil médico francés. Aquella fue la noticia de la velada. Cuando el francés se vio solo entre el príncipe y la duquesa, comprendió que debía dejarlos solos y salió. Massimilla saludó al médico con una inclinación de cabeza que lo ponía tan lejos de ella que ese gesto hubiese podido granjearle el odio de aquel hombre, si hubiese él podido ignorar el encanto de su palabra y de su belleza. Hacia el final de la ópera, pues, Emilio estuvo solo con la Cataneo; ambos se cogieron la mano, y así oyeron el dúo que remata Il Barbiere.

—Nada como la música para expresar el amor[675] —dijo la duquesa conmovida por aquel canto de dos ruiseñores felices.

Una lágrima humedeció los ojos de Emilio; Massimilla, sublime con la belleza que resplandece en la santa Cecilia de Rafael[676], le oprimía la mano, sus rodillas se tocaban, tenía como un beso en flor en los labios. El príncipe veía en las destellantes mejillas de su amante un alegre resplandor, igual que el que se alza un día de verano por encima de las mieses doradas, tenía el corazón oprimido por toda su sangre que afluía a él; creía estar oyendo un concierto de voces angélicas, habría dado su vida por sentir el deseo que le había inspirado la víspera, a la misma hora, la detestada Clarina; pero ni siquiera sentía que tuviera cuerpo. Aquella lágrima, la desdichada Massimilla la atribuyó, en su inocencia, a las palabras que a ella acababa de arrancarle la cavatina de Genovese.

«Carino[677] —dijo al oído de Emilio—, ¿no estás tú tan por encima de las expresiones amorosas cuanto es la causa superior al efecto?».

Tras haber depositado a la duquesa en su góndola, Emilio esperó a Vendramin para ir a Florián.

El café Florián es en Venecia una indefinible institución. En él cierran sus tratos los negociantes, y en él dan cita los abogados para tratar sus más espinosas consultas. Florián es al mismo tiempo una bolsa, un parnasillo de teatro, un gabinete de lectura, un club, un confesonario, y se acomoda tan bien con la sencillez de los asuntos del país, que ciertas mujeres venecianas ignoran completamente la clase de ocupaciones de sus maridos, porque, si tienen una carta que hacer, van a escribirla a ese café. Naturalmente, abundan los espías en Florián, pero su presencia aguza el ingenio veneciano, que puede en aquel lugar ejercer esa prudencia otrora tan célebre. Muchas personas se pasan el día entero en Florián; en fin, Florián es tal necesidad para cierta gente, que durante los entreactos abandonan el palco de sus amigas para irse a dar una vuelta por allí y enterarse de lo que se dice.

Mientras fueron los dos amigos andando por las callejuelas de la Merceria[678], permanecieron en silencio, porque había demasiada compañía; pero, al desembocar en la plaza de San Marcos, el príncipe dijo:

—No entremos todavía al café, demos un paseo. Tengo que hablarte.

Contó su aventura con la Tinti, y la situación en la que se encontraba. La desesperación de Emilio le pareció a Vendramin tan vecina de la locura que le prometió curación completa si quería darle carta blanca con Massimilla. Aquella esperanza cayó a propósito para impedir a Emilio ahogarse durante la noche; porque, al recuerdo de la cantante, experimentaba un espantoso deseo de volver a su casa. Los dos amigos fueron al salón más recoleto del café Florián a escuchar esa conversación veneciana que en él mantienen algunos hombres escogidos, resumiendo los acontecimientos del día. Los temas dominantes fueron inicialmente la personalidad de Lord Byron, de quien los venecianos se burlaron con finura; después, el apego de Cataneo por la Tinti, cuyas causas parecieron inexplicables, tras haber sido explicadas de veinte maneras diferentes; por fin, la presentación de Genovese; luego la lucha entre la duquesa y el médico francés; y el duque de Cataneo se hizo presente en el salón en el momento en que la conversación se ponía apasionadamente musical. Hizo, cosa a la que no se prestó atención, de natural que pareció, un saludo lleno de cortesía a Emilio, que se lo devolvió con gravedad. Cataneo buscó si había alguna persona de conocimiento; reparó en Vendramin y le saludó, luego saludó a su banquero, patricio muy rico, y por fin a quien estaba hablando en aquel momento, un célebre melómano, amigo de la condesa Albrizzi[679], y cuya existencia, como la de algunos habituales de Florián, era totalmente desconocida, por lo cuidadosamente que se ocultaba: tan solo se conocía de ella lo que él revelaba en Florián.

Era Capraja, el noble de quien la duquesa había dicho unas palabras al médico francés. Aquel veneciano pertenecía a esa clase de soñadores que todo lo adivinan con la fuerza de su pensamiento. Teórico peregrino, lo mismo se le daba de la fama que de una pipa rota. Su vida estaba en armonía con sus opiniones. Capraja se dejaba ver por las procuradurías hacia las diez de la mañana, sin que se supiese de dónde venía, deambulaba ocioso por Venecia y por ella paseaba fumando puros. Iba regularmente a la Fenice, se sentaba en el patio de butacas y en los entreactos venía a Florián, en donde tomaba tres o cuatro tazas de café al día; el resto de su velada se remataba en aquel salón, que abandonaba hacia las dos de la mañana. Mil doscientos francos alcanzaban a todas sus necesidades, no hacía más que una única comida en casa de un repostero de la Merceria que le tenía preparada la cena a cierta hora en una mesita al fondo de su local; la hija del repostero le aderezaba ella misma unas ostras rellenas, le aprovisionaba de puros, y se cuidaba de su dinero. Según su consejo, aquella repostera, si bien muy hermosa, no prestaba oídos a amante alguno, vivía rectamente, y conservaba el antiguo atuendo de las venecianas. Aquella veneciana de pura sangre tenía doce años cuando Capraja se interesó por ella, y veintiséis cuando él murió; él la quería mucho, aunque nunca le hubiese besado la mano, ni la frente, y aunque ella ignorase completamente las intenciones de aquel pobre viejo noble. Aquella muchacha había acabado adquiriendo sobre el patricio el absoluto imperio de una madre sobre su hijo: le avisaba de que se cambiara la muda; al otro día, Capraja venía sin camisa, y ella le daba una blanca que él se llevaba y se ponía al día siguiente. Nunca miraba a una mujer, ni en el teatro, ni paseándose. Aunque procedente de una vieja familia patricia, su nobleza no le parecía que valiese una palabra; por la noche, pasadas las doce, se despertaba de su apatía, empezaba a charlar y demostraba que lo había observado, que lo había escuchado todo. Aquel Diógenes[680] pasivo e incapaz de explicar su doctrina, mitad turco, mitad veneciano, era grueso, retaco y grasoso; tenía la nariz puntiaguda de un dogo, la mirada satírica de un inquisidor, una boca prudente aunque risueña. A su muerte, se enteraron de que residía, cerca de San Benedetto, en un tugurio. Con una fortuna de dos millones en los fondos públicos de Europa, no recuperó los intereses desde la primitiva inversión, hecha en 1814, cosa que producía una enorme suma, tanto por el aumento del capital como por la acumulación de los intereses. Aquella fortuna se legó a la joven repostera.

—Genovese —decía— llegará muy lejos. No sé si comprende el destino de la música o si obra por instinto, pero este es el primer cantante que me ha satisfecho. De modo que no moriré sin haber oído glissandos[681] ejecutados como muchas veces los he escuchado en ciertos sueños, al despertar de los cuales me parecía ver revolotear los sonidos por los aires. El glissando es la más alta expresión del arte, es el arabesco que adorna el más hermoso aposento de la vivienda: un poco menos, y no hay nada; un poco más, y todo es confuso. Encargado de despertarles en el alma mil ideas dormidas, se lanza, atraviesa el espacio sembrando por el aire sus gérmenes, que, recogidos por los oídos, florecen en el fondo del corazón. Créanme, al hacer su santa Cecilia, Rafael dio la prioridad a la música sobre la poesía[682]. Tiene razón: la música se dirige al corazón, mientras que los escritos solo se dirigen a la inteligencia; la música comunica inmediatamente sus ideas al modo de los perfumes. La voz del cantante viene a conmocionar en nosotros no el pensamiento, no los recuerdos de nuestras dichas, sino los elementos del pensamiento, y hace que se muevan los propios principios de nuestras sensaciones. Es deplorable que lo vulgar haya forzado a los músicos a plasmar sus expresiones en palabras, en intereses ficticios; pero es cierto que, si no, la masa no las entendería. Así pues, el glissando es el único punto dejado a los amigos de la música pura, a los enamorados del arte desnuda. Al oír esta noche la última cavatina, me he creído convidado por una hermosa muchacha que con una sola mirada me ha vuelto joven: esa hechicera me ha puesto una corona en la cabeza y me ha conducido a esa puerta de marfil por la que se entra a las misteriosas tierras de la Ensoñación. Le debo a Genovese el haber abandonado mi viejo envoltorio durante unos momentos, cortos en la medida de los relojes y muy largos a través de las sensaciones. ¡Durante una primavera perfumada por las rosas, me he hallado joven, amado!

—Se engaña usted, caro Capraja —dijo el duque—. Existe en música un poder más mágico que el del glissando.

—¿Cuál? —dijo Capraja.

—El empaste de dos voces o de una voz y del violín, el instrumento cuyo efecto más se acerca a la voz humana —contestó el duque—. Ese empaste perfecto nos lleva más adelante en el centro de la vida por ese río de elementos que reanima los placeres y que conduce al hombre al centro de la esfera luminosa en la que su pensamiento puede convocar al mundo entero. ¡Tú necesitas además un tema, Capraja, pero a mí me basta el principio puro; tú quieres que el agua pase por los mil canales del maquinista para ir a caer en deslumbrantes haces; mientras que yo me conformo con un agua tranquila y pura, mis ojos recorren un mar sin arrugas, sé abrazar el infinito!

—Cállate, Cataneo —dijo orgullosamente Capraja—. ¿Cómo, no ves el hada que, en su ágil carrera a través de una luminosa atmósfera, recoge en ella con el hilo de oro de la armonía los melodiosos tesoros que nos arroja sonriente? ¿No has sentido nunca el toque de varita mágica con el que ella le dice a la Curiosidad: «¡Levántate!»? La diosa se alza radiante desde el fondo de los abismos del cerebro, corre a sus maravillosas celdillas, las roza como un organista pulsa sus teclas. De pronto brotan los Recuerdos, aportan las rosas del pasado, divinamente conservadas y siempre frescas. Nuestra joven amante vuelve y acaricia con sus blancas manos unos cabellos de hombre joven; el corazón demasiado lleno se desborda, volvemos a ver las floridas riberas de los torrentes del amor. ¡Todas las zarzas ardientes de la juventud llamean y repiten sus palabras divinas antaño oídas y entendidas! Y la voz corre, ciñe en sus evoluciones rápidas esos fugaces horizontes, los disminuye; desaparecen eclipsados por nuevas, por más profundas alegrías, las de un porvenir desconocido que el hada señala con el dedo mientras huye a su cielo azul.

—Y tú —contestó Cataneo—, ¿es que no has visto nunca el resplandor directo de una estrella abrirte los abismos superiores, y no te has subido nunca en ese rayo que se te lleva por el cielo al centro de los principios que mueven los mundos?

Para todos los oyentes, el duque y Capraja estaban jugando un juego cuyas condiciones no eran conocidas.

—La voz de Genovese se apodera de las fibras —dijo Capraja.

—Y la de la Tinti acomete a la sangre —contestó el duque.

—¡Qué paráfrasis del amor feliz en esa cavatina! —prosiguió Capraja—. ¡Ah!, ¡era joven, Rossini, cuando escribió ese tema para el placer que borbotea! Mi corazón se ha llenado de sangre fresca, me han hervido mil deseos por las venas. Nunca son angelical alguno me ha desprendido mejor de mis ataduras corporales, nunca ha mostrado el hada brazos más hermosos, ni ha sonreído más amorosamente, ni se ha alzado mejor la túnica hasta media pierna, levantándome el telón bajo el que se oculta mi otra vida.

—Mañana, mi viejo amigo —contestó el duque—, subirás a lomos de un cisne resplandeciente que te mostrará la tierra más rica, verás la primavera como la ven los niños. Tu corazón recibirá la luz sideral de un sol nuevo, te tumbarás encima de una seda roja, bajo los ojos de una madona, serás como un amante feliz blandamente acariciado por una Voluptuosidad cuyos pies descalzos se ven aún y que va a desaparecer. El cisne será la voz de Genovese si puede unirse a su Leda, la voz de la Tinti[683]. Mañana nos dan Mosè, la más inmensa ópera que ha dado a luz el más hermoso genio de Italia.

Todos dejaron charlar al duque y a Capraja, no queriendo dejarse engañar por un engaño; tan solo Vendramin y el médico francés los escucharon durante unos instantes. El fumador de opio oía aquella poesía, tenía la llave del palacio por el que se paseaban aquellas dos imaginaciones voluptuosas[684]. El médico procuraba comprender y comprendió; porque pertenecía a esa pléyade de genios cumplidos de la Escuela de París, de la que el auténtico médico sale tan hondo metafísico cuanto pujante analista.

—¿Los oyes? —dijo Emilio a Vendramin al salir del café hacia las dos de la mañana.

—Sí, querido Emilio —le contestó Vendramin llevándoselo a su casa—. Esos dos hombres pertenecen a la legión de espíritus puros que pueden despojarse aquí abajo de sus fantasmas de carne, y que saben revolotear a caballo por encima del cuerpo de la reina de las brujas, en los cielos de azur en los que se despliegan las sublimes maravillas de la vida moral: ellos en el Arte van adonde a ti te conduce tu extremo amor, allí adonde a mí me lleva el opio. Ya no pueden ser oídos sino por sus iguales. Yo, cuya alma está exaltada por un triste medio, yo que hago caber cien años de existencia en una sola noche, puedo oír a esos grandes ingenios cuando hablan del magnífico país llamado el país de las quimeras por aquellos que se dan el nombre de prudentes, llamado el país de las realidades por nosotros, a los que dan el nombre de locos. Pues bien, el duque y Capraja, que se conocieron antaño en Nápoles, en donde nació Cataneo, están locos de música[685].

—Pero ¿qué singular sistema quería explicarle Capraja a Cataneo? —preguntó el príncipe—. Tú, que lo entiendes todo, ¿lo has entendido?

—Sí —dijo Vendramin—. Capraja ha intimado con un músico de Cremona[686], alojado en el palacio Capello, el cual músico cree que los sonidos encuentran en nosotros mismos una sustancia análoga a aquella que engendra los fenómenos de la luz, y que en nosotros produce las ideas. ¡Según él, el hombre tiene teclas interiores que pulsan los sonidos, y que corresponden a nuestros centros nerviosos, de los que brotan nuestras sensaciones y nuestras ideas! Capraja, que ve en las artes la colección de los medios mediante los cuales puede el hombre poner de acuerdo dentro de sí mismo la naturaleza exterior con una naturaleza maravillosa, a la que él llama la vida interior, ha compartido las ideas de ese hacedor de instrumentos que en este momento está componiendo una ópera[687]. Imagina una creación sublime en la que las maravillas de la creación visible son reproducidas con una grandiosidad, una ligereza, una rapidez, una extensión inconmensurables, en la que las sensaciones son infinitas, y en la que pueden penetrar ciertas constituciones privilegiadas que poseen una potencia divina, y tendrás una idea de los extáticos placeres de los que hablaban Cataneo y Capraja, poetas para ellos solos[688]. Pero también, desde el momento en que, en las cosas de la naturaleza moral, un hombre viene a rebasar la esfera en la que se dan a luz las obras plásticas mediante los procedimientos de la imitación, para entrar en el reino puramente espiritual de las abstracciones en el que todo se contempla en su principio y se percibe en la omnipotencia de los resultados, a ese hombre ya no le entienden las inteligencias ordinarias.

—Acabas de explicar mi amor por la Massimilla —dijo Emilio—. Querido, existe en mí mismo una potencia que se despierta al fuego de sus miradas, a su mínimo contacto, y me arroja a un mundo de luz en el que se desarrollan efectos de los que no me atrevía a hablarte. Muchas veces me ha parecido como si el delicado tejido de su piel estampara flores en la mía cuando su mano se posa sobre mi mano. Sus palabras responden en mí a esas teclas interiores de las que hablas. El deseo me levanta el cráneo removiendo en él ese mundo invisible en lugar de levantar mi cuerpo inerte; y entonces el aire se vuelve rojo y chispea, perfumes desconocidos y de inexpresable fuerza distienden mis nervios, me tapizan rosas las paredes de la cabeza, y me parece que se me va la sangre por todas las arterias abiertas, de tan completa como es mi languidez.

—Así hace mi opio fumado —contestó Vendramin.

—¿O sea que quieres morir? —dijo con terror Emilio.

—Con Venecia —dijo Vendramin extendiendo la mano hacia San Marcos[689]—. ¿Ves uno solo de esos campaniles y de esas agujas que esté derecho? ¿No comprendes que el mar va a reclamar su presa?

El príncipe agachó la cabeza y no se atrevió a hablarle de amor a su amigo. Hay que viajar a las naciones conquistadas para saber lo que es una patria libre. Al llegar al palacio Vendramini, el príncipe y Marco vieron una góndola detenida en la puerta fluvial. El príncipe tomó entonces a Vendramin por la cintura, y le estrechó cariñosamente diciéndole:

—Buena noche, querido.

—¡Yo, una mujer, cuando me acuesto con Venecia! —exclamó Vendramin.

En aquel momento, el gondolero apoyado contra una columna miró a los dos amigos, reconoció a aquel que le había sido señalado, y dijo al oído del príncipe: «La duquesa, mi señor».

Emilio saltó a la góndola, en donde fue enlazado por unos brazos de hierro, pero flexibles, y atraído por alguien sobre los cojines, en donde sintió el seno palpitante de una mujer enamorada. Inmediatamente el príncipe ya no fue Emilio, sino el amante de la Tinti, porque sus sensaciones fueron tan embotadoras que cayó como privado por el primer beso.

—Perdóname este engaño, amor mío —le dijo la siciliana—. ¡Me muero si no te me llevo!

Y la góndola voló por las aguas discretas.

Al día siguiente por la tarde, a las siete y media, los espectadores estaban en sus mismas localidades en el teatro, con excepción de las personas del patio de butacas, que siempre se sientan al azar. El viejo Capraja se hallaba en el palco de Cataneo. Antes de la obertura, vino el duque a hacer una visita a la duquesa; aparentó mantenerse junto a ella y dejar a Emilio en la parte delantera del palco, al lado de Massimilla. Dijo unas cuantas frases insignificantes, sin sarcasmos, sin amargura, y con un aire tan cortés como si se hubiese tratado de una visita a una extranjera. A pesar de sus esfuerzos por parecer amable y natural, el príncipe no pudo cambiar su fisonomía, que estaba horriblemente desazonada. Los indiferentes debieron de atribuir a los celos una alteración tan fuerte en unos rasgos habitualmente serenos. La duquesa seguramente compartía las emociones de Emilio, mostraba una frente taciturna, estaba visiblemente abatida. El duque, muy azorado entre aquellas dos caras largas, aprovechó la entrada del francés para salir.

—Caballero —dijo Cataneo a su médico antes de dejar que cayera el cortinón de la puerta del palco—, va usted a oír un inmenso poema musical bastante difícil de comprender a la primera; pero le dejo junto a la señora duquesa que, mejor que nadie, puede interpretarlo, pues es alumna mía.

Al médico le llamó la atención, así como al duque, la expresión pintada en el rostro de los dos amantes, y que anunciaba una desesperación enfermiza.

—¿Así pues, una ópera italiana necesita cicerone? —dijo a la duquesa sonriendo.

Devuelta por aquella solicitud a sus obligaciones de señora de palco, la duquesa intentó expulsar las nubes que pesaban sobre su frente, y contestó captando con premura un tema de conversación en el que pudiera verter su irritación interior[690].

—No es una ópera, caballero —contestó—, sino un oratorio[691], obra que efectivamente se parece a uno de nuestros más magníficos edificios, y por la que le guiaré de buen grado. Créame, no será demasiado concederle a nuestro gran Rossini toda la inteligencia de usted, porque hay que ser a la vez poeta y músico para comprender el alcance de semejante música. Pertenece usted a una nación cuya lengua y cuyo genio son demasiado positivos como para que pueda entrar de lleno en la música; pero Francia es también demasiado comprensiva como para no acabar amándola, cultivándola, y en ella conseguirán ustedes logros, como en todo lo demás. Por otro lado, fuerza es reconocer que la música, tal como la han creado Lully[692], Rameau[693], Haydn[694], Mozart[695], Beethoven[696], Cimarosa[697], Paisiello[698] y Rossini, tal como la continuarán hermosos ingenios por venir, es un arte nuevo, desconocido para las generaciones pasadas, las cuales no tenían tantos instrumentos como poseemos nosotros ahora, y nada sabían de la armonía en la que hoy se apoyan las flores de la melodía, como en un feraz terreno. Un arte tan nueva exige estudios entre las masas, estudios que desarrollarán el sentimiento al que va dirigida la música. Ese sentimiento apenas si existe entre ustedes, pueblo ocupado en teorías filosóficas, de análisis, de discusiones, y siempre turbado por divisiones intestinas. La música moderna, que exige una paz profunda, es la lengua de las almas tiernas, enamoradas, proclives a una noble exaltación interior. Esta lengua, mil veces más rica que la de las palabras, es al lenguaje lo que el pensamiento es a la palabra; despierta las sensaciones y las ideas en su propia forma, en el punto en que nacen en nosotros las ideas y las sensaciones, pero dejándolas lo que en cada uno son. Esta pujanza sobre nuestro interior es una de las grandezas de la música. Las demás artes imponen a la mente creaciones definidas; la música es infinita en las suyas. No tenemos más remedio que aceptar las ideas del poeta, el cuadro del pintor, la estatua del escultor; pero cada uno de nosotros interpreta la música al capricho de su dolor o de su alegría, de sus esperanzas o de su desesperación. Allá donde las demás artes cercan nuestros pensamientos fijándolos en una cosa determinada, la música los desencadena sobre la naturaleza entera, que tiene poder para expresarnos. ¡Va usted a ver cómo comprendo yo el Moisés de Rossini!

Se inclinó hacia el médico con el fin de poder hablarle y no ser oída sino por él.

—¡Moisés es el libertador de un pueblo esclavo[699]! —le dijo—, ¡recuerde usted este pensamiento y verá con qué esperanza religiosa escuchará la Fenice entera la oración de los hebreos liberados, y con qué salva de aplausos le responderá!

Emilio se arrojó al fondo del palco en el momento en que el director de orquesta levantó el arco[700]. La duquesa señaló con el dedo al médico el sitio abandonado por el príncipe para que lo ocupase él. Pero el francés estaba más intrigado por conocer lo que había ocurrido entre los dos amantes que por entrar en el palacio musical elevado por el hombre al que a la sazón aplaudía Italia entera, porque por entonces Rossini triunfaba en su propio país. El francés observó a la duquesa, que habló bajo el imperio de una agitación nerviosa y le recordó a la Niobe[701] que acababa de admirar en Florencia: idéntica nobleza en el dolor, idéntica impasibilidad física; no obstante, el alma arrojaba un reflejo en el cálido colorido de su tez, y sus ojos, en los que la languidez se apagó bajo una expresión orgullosa, secaban sus lágrimas con un violento fuego. Sus contenidos sufrimientos se calmaban cuando miraba a Emilio, que la mantenía bajo una mirada fija. Ciertamente, era fácil ver que ella quería atemperar una desesperación arisca. La situación de su corazón le imprimió un no sé qué grandioso a su mente. Como la mayoría de las mujeres cuando están acuciadas por una exaltación extraordinaria, salió de sus límites habituales y tuvo un algo de la Pitonisa[702], sin dejar de ser noble y grande, pues fue la forma de sus ideas y no su rostro lo que se retorció desesperadamente. Tal vez quería brillar con todo su ingenio para darle atractivo a la vida y retener a su amante en ella.

Una vez que la orquesta hubo hecho oír los tres acordes en do mayor que el maestro ha situado a la cabeza de su obra para hacer entender que su obertura será cantada, porque la verdadera obertura es el amplio tema recorrido desde ese brusco ataque hasta el momento en que aparece la luz por mandato de Moisés, la duquesa no pudo reprimir un movimiento convulsivo que probaba cuán en armonía estaba aquella música con su oculto sufrimiento.

—¡Cómo le hielan a uno estos tres acordes! —dijo[703]—. Uno se espera dolor. Escuche atentamente esta introducción, que tiene como tema la terrible elegía de un pueblo golpeado por la mano de Dios. ¡Qué gemidos! El rey, la reina, su hijo mayor, los grandes, todo el pueblo suspira; han sido golpeados en su orgullo, en sus conquistas, detenidos en su avidez. ¡Querido Rossini, has hecho bien en echarles ese hueso que roer a los tedeschi[704], que nos negaban el don de la armonía y la ciencia! Va usted a oír la siniestra melodía que el maestro ha hecho resultar en esta profunda composición armónica, comparable a lo más complicado que alcanzan a tener los alemanes, pero de donde no resulta ni fatiga ni hastío para nuestras almas. Ustedes los franceses, que hace poco llevaron a cabo la más sangrienta de las revoluciones, en cuyo país la aristocracia fue aplastada bajo la pata del león popular, el día en que se ejecute este oratorio en su tierra, comprenderán esta magnífica queja de las víctimas de un Dios que venga a su pueblo. Solo un italiano podía escribir este tema fecundo, inagotable y absolutamente dantesco. ¿Cree usted que no es nada soñar la venganza por un momento? ¡Viejos maestros alemanes, Händel[705], Sebastián Bach[706], y tú mismo, Beethoven, de rodillas, he aquí a la reina de las artes, he aquí a Italia triunfante!

La duquesa había podido decir aquellas palabras durante la subida del telón. El médico oyó entonces la sublime sinfonía[707] con la que el compositor ha abierto esa amplia escena bíblica. Se trata del dolor de todo un pueblo. El dolor es uno en su expresión, sobre todo cuando se trata de sufrimientos físicos. Por lo mismo, tras haber adivinado instintivamente, como todos los hombres de genio, que no debía haber ninguna variedad en las ideas, el músico, una vez hallada su frase capital, la ha ido paseando de tonalidad en tonalidad, agrupando a las masas y a sus personajes en ese motivo mediante modulaciones y cadencias de admirable flexibilidad. La fortaleza se reconoce en esa sencillez. El efecto de esa frase, que pinta las sensaciones del frío y de la noche entre un pueblo incesantemente bañado por las ondas luminosas del sol, y que repiten el pueblo y sus reyes, es sobrecogedor. Ese lento movimiento musical tiene un no sé qué de implacable. Esa frase lozana y dolorosa es como una barra sostenida por algún verdugo celestial que la deja caer sobre los miembros de todos esos pacientes a intervalos iguales. A fuerza de oírla ir de do menor a sol menor, regresar a do para volver a la dominante sol, y reanudar en fortissime[708] sobre la tónica mi bemol, llegar a fa mayor[709] y regresar a do menor, cada vez más cargada de terror, de frío y de tinieblas, el alma del espectador acaba por asociarse con las impresiones expresadas por el músico. De modo que el francés experimentó la más aguda emoción cuando llegó la explosión de todos aquellos dolores reunidos que gritan:

O nume d’Israel!

Se brami in libertà

Il popol tuo fedel

Di lui, di noi pietà.

(¡Oh, Dios de Israel, si quieres que tu pueblo fiel salga de la esclavitud, dígnate tener piedad de él y de nosotros!).

»Nunca ha habido una síntesis tan grande de los efectos naturales, una idealización tan completa de la naturaleza. En los grandes infortunios nacionales, todo el mundo se queja por separado durante mucho tiempo; luego, se destacan sobre la masa, aquí y allá, gritos de dolor más o menos violentos; por fin, cuando la miseria ha sido sentida por todos, estalla como una tempestad. Una vez conjuntados en su llaga común, los pueblos cambian entonces sus gritos sordos por gritos de impaciencia. Así ha procedido Rossini. Tras la explosión en do mayor, el Faraón canta su sublime recitativo de: Mano ultrice di un dio! (¡Dios vengador, te reconozco demasiado tarde!). El tema primitivo adquiere entonces un acento más vivo: Egipto entero llama a Moisés en su auxilio.

La duquesa había aprovechado la transición exigida por la llegada de Moisés y de Aarón para explicar así este hermoso fragmento.

—Que lloren —añadió apasionadamente—, hartos males han hecho. ¡Expiad, egipcios, expiad las culpas de vuestro insensato corazón! Con qué arte ha sabido este gran pintor emplear todos los colores pardos de la música y toda la tristeza que cabe en la paleta musical. ¡Qué frías tinieblas!, ¡qué brumas! ¿No tiene usted el alma de luto?, ¿no está convencido de la realidad de las nubes negras que cubren el escenario? Para usted ¿no envuelven la naturaleza las más densas sombras? No hay ni palacios egipcios, ni palmeras, ni paisajes. Por ello, ¿qué bien no le harán a usted en el alma las notas profundamente religiosas del médico celestial que va a sanar esa cruel llaga? ¡De qué modo está todo graduado para llegar a esa magnífica invocación de Moisés a Dios! Mediante un sabio cálculo cuyas analogías le serán explicadas por Capraja, esta invocación solo va acompañada por los metales. Estos instrumentos dan a este pasaje su gran color religioso. No solo ese artificio es admirable aquí, sino que además fíjese cuán fértil es el genio en recursos, Rossini ha sacado nuevas bellezas del obstáculo que a sí mismo se ponía. Ha podido reservar los instrumentos de cuerda para expresar la claridad cuando va a suceder a las tinieblas, y llegar así a uno de los más poderosos efectos conocidos en música. Hasta este inimitable genio, ¿se le había sacado nunca semejante partido al recitativo? Todavía no hay ni un aria ni un dúo. El poeta se ha sostenido con la fuerza del pensamiento, con el vigor de las imágenes, con la verdad de su declamación. Esta escena de dolor, esta noche profunda, estos gritos de desesperación, este cuadro musical es tan hermoso como el Diluvio de vuestro gran Poussin[710].

Moisés agitó su vara, apareció la luz.

—Aquí, caballero, ¿acaso no lucha la música con el sol, cuyo brillo ha recogido, con la naturaleza toda, cuyos fenómenos plasma en los más ligeros detalles? —prosiguió la duquesa en voz baja—. Aquí el arte toca a su apogeo, ningún músico llegará más lejos. ¿Oye usted a Egipto despertarse tras ese largo entumecimiento? La felicidad se desliza por todas partes con la luz. ¿En qué obra antigua o contemporánea encontrará usted una página tan grande? ¿La más espléndida alegría opuesta a la más profunda tristeza? ¡Qué gritos!, ¡qué notas saltarinas! Cómo respira el alma oprimida, qué delirio, qué tremolo en esta orquesta, qué hermoso tutti. ¡Es la alegría de un pueblo salvado! ¿No se estremece usted de placer?

El médico, sorprendido por aquel contraste, uno de los más magníficos de la música moderna, aplaudió, arrebatado por su admiración.

—¡Bravo por la Doni! —dijo Vendramin—, que había escuchado.

—Se ha terminado la introducción —prosiguió la duquesa—. Acaba usted de experimentar una sensación violenta —le dijo al médico—; le late el corazón, ha visto usted en las profundidades de su imaginación el más hermoso sol inundando con sus raudales de luz todo un país, hace un instante taciturno y frío. Sepa ahora cómo se lo ha planteado el músico, con el fin de poder admirarlo mañana en los secretos de su genio tras haber sufrido hoy su influencia. ¿Qué cree usted que es este fragmento de la salida del sol, tan variado, tan brillante, tan completo? Consiste en un simple acorde de do, repetido sin cesar y al que Rossini no ha mezclado más que un acorde de cuarta de sexta[711]. En esto resplandece la magia de su hacer. Ha procedido, para pintarle la llegada de la luz, mediante el mismo medio que empleaba para pintarle las tinieblas y el dolor. Esta aurora en imágenes es absolutamente igual a una aurora natural. La luz es una única y misma sustancia[712], en todas partes similar a sí misma, y cuyos efectos tan solo son variados por los objetos que se va tropezando, ¿no es así? Pues bien, el músico ha escogido para la base de su música un único motivo, un simple acorde de do. El sol aparece primero y derrama sus rayos sobre las cumbres, y después de allí a los valles. Igualmente el acorde despunta sobre la primera cuerda de los primeros violines con una suavidad boreal, se extiende por la orquesta, va animando uno a uno todos los instrumentos, se despliega en ella. Conforme la luz va coloreando sucesivamente los objetos, él va despertando una a una las fuentes de armonía hasta que todas fluyen en el tutti. Los violines, que usted todavía no había oído, han dado la señal mediante su suave tremolo, difusamente agitado, como las primeras ondas luminosas. Este lindo, este alegre movimiento casi luminoso que le ha acariciado el alma, el hábil músico lo ha calzado con acordes de bajo, mediante una indecisa fanfarria de los cuernos contenidos en sus notas más sordas, con el fin de pintarle bien las últimas sombras frescas que tiñen los valles, mientras que las primeras luces revolotean por las cumbres. Después se han mezclado suavemente a ellos los instrumentos de viento, reforzando el acorde general. Las voces se les han unido con suspiros de júbilo y de extrañeza. ¡Por fin han resonado brillantemente los metales, han estallado las trompetas! La luz, fuente de armonía, ha inundado la naturaleza, y todas las riquezas musicales se han desplegado entonces con una violencia, con un destello parecidos a los de los rayos del sol oriental. No queda ni el triángulo cuyo do repetido no le haya recordado el canto temprano de los pájaros con sus acentos agudos y sus traviesas carantoñas. La misma tonalidad, revertida por esa mano magistral, expresa la alegría de la naturaleza entera calmando el dolor que hace un momento la consternaba. Ése es el sello de un gran maestro: ¡la unidad! Es uno y variado. Una única frase y mil sentimientos de dolor, las miserias de una nación; un único acorde y todos los accidentes de la naturaleza en su despertar, todas las expresiones de la alegría de un pueblo. Estas dos inmensas páginas están soldadas por una llamada al Dios siempre vivo, autor de todas las cosas, tanto de este dolor como de esta alegría. ¿No es esta introducción, por sí sola, un gran poema?

—Es cierto —dijo el francés.

—He aquí ahora un quinquetto[713] de los que sabe hacer Rossini; si alguna vez ha podido abandonarse a la dulce y fácil voluptuosidad que se le reprocha a nuestra música, ¿no es acaso en este hermoso fragmento en el que todos deben expresar su júbilo, en el que el pueblo esclavo es liberado, y en el que, no obstante, va a suspirar un amor en peligro? El hijo del Faraón está enamorado de una hebrea, y esa hebrea le abandona. Lo que convierte este quinteto en una cosa deliciosa y arrebatadora es un regreso a las emociones ordinarias de la vida, tras la pintura grandiosa de las dos inmensas escenas nacionales y naturales, la miseria, la felicidad, enmarcadas por la magia que les prestan la venganza divina y lo sobrenatural de la Biblia.

—¿A que tenía yo razón? —dijo prosiguiendo la duquesa al francés cuando hubo terminado la magnífica tirada de

Voci di giubilo

D’intorno echeggino,

Di pace l’Iride

Per noi spuntò.

(Resuenen a nuestro alrededor gritos de júbilo, el astro de la paz esparce para nosotros su claridad).

»¿Con qué arte no ha construido el compositor este fragmento? —prosiguió ella tras una pausa durante la cual esperó una respuesta—; lo ha iniciado con un solo de cuerno de una suavidad divina, sostenido por arpegios de arpas, porque las primeras voces que se alzan en este gran concento son las de Moisés y Aarón, que dan gracias al Dios verdadero; su canto dulce y solemne recuerda las ideas sublimes de la invocación y, no obstante, se une a la alegría del pueblo profano. Esta transición tiene algo de celestial y de terrenal a la vez que tan solo sabe encontrar el genio, y que da al andante del quinteto un color que yo compararía con el que pone Tiziano alrededor de sus personajes divinos[714]. ¿Ha advertido usted el arrebatador engaste de las voces? ¿Con qué hábiles entradas las ha agrupado el compositor sobre los hechiceros motivos cantados por la orquesta? ¿Con qué ciencia ha preparado las fiestas de su allegro? ¿No ha atisbado usted los coros danzantes, los locos corros de todo un pueblo que ha escapado del peligro? Y cuando el clarinete ha dado la señal de la tirada Voci di giubilo, tan brillante, tan animada, ¿no ha experimentado su alma esa sagrada exaltación de la que habla el rey David en sus salmos y que les presta a las colinas?

—¡Sí, eso compondría un motivo de contradanza encantador! —dijo el médico.

—¡Francés! ¡Francés! ¡Siempre francés! —exclamó la duquesa alcanzada en el medio de su exaltación por aquella mordaz pulla—. Sí, son ustedes capaces de utilizar este impulso sublime, tan alegre, tan noblemente pimpante, en sus rigodones. Nunca una sublime poesía obtiene gracia a su ojos. El más elevado genio, los santos, los reyes, los infortunios, todo lo sagrado que existe debe pasar por las varas[715] de su caricatura. La vulgarización de las grandes ideas mediante sus motivos de contradanza es la caricatura en música. Entre ustedes, el ingenio mata al alma, igual que el razonamiento mata a la razón.

El palco entero permaneció mudo gracias al recitativo de Osiride y de Membré que traman invalidar la orden de la salida dada por el Faraón en favor de los hebreos.

—¿La he enfadado? —dijo el médico a la duquesa—, me desesperaría si fuera así. Su palabra es como una varita mágica, abre casillas en mi cerebro y hace salir de ellas ideas nuevas, animadas por estos sublimes cantos.

—No —dijo ella—. Ha alabado usted a nuestro gran músico a su manera. Rossini triunfará en el país de ustedes, lo veo, por sus aspectos espirituales y sensuales. Tengamos esperanza en algunas almas, nobles y enamoradas del ideal, que deben de hallarse en su fecundo país y que apreciarán la elevación, la grandiosidad de tal música. ¡Ah!, aquí llega el famoso dúo entre Elcia y Osiride —prosiguió aprovechando el tiempo que le dio la triple salva de aplausos con la que el patio de butacas saludó a la Tinti, que hacía su primera salida—. Si la Tinti ha entendido bien el papel de Elcia, va usted a oír los cantos sublimes de una mujer desgarrada a la vez por el amor de la patria y por amor hacia uno de sus opresores, mientras que Osiride, poseído de una pasión frenética por su hermosa conquista, se esfuerza en conservarla. La ópera descansa tanto en esta gran idea cuanto en la resistencia de los Faraones al poder de Dios y de la libertad; debe usted asociarse a ello so pena de no entender nada de esta inmensa obra. A pesar del disfavor con el que acepta usted las invenciones de nuestros poetas libretistas, permítame hacerle notar el arte con el que está construido este drama. El antagonismo necesario para todas las obras hermosas, y tan favorable al desarrollo de la música, se encuentra en él. ¿Qué hay más rico que un pueblo que quiere su libertad, retenido entre grilletes por la mala fe, sostenido por Dios; que amontona prodigios sobre prodigios para conseguir ser libre? ¿Qué hay más dramático que el amor del príncipe por una hebrea, y que justifica casi las traiciones del poder opresor? Sin embargo, ahí está todo lo que expresa este osado, este inmenso poema musical, en el que Rossini ha sabido conservarle a cada pueblo su nacionalidad fantástica, porque les hemos prestado grandezas históricas en las que han consentido todas las imaginaciones. Los cantos de los hebreos y su confianza en Dios están constantemente en oposición con los gritos de rabia y los esfuerzos del Faraón, pintado en toda su pujanza. En este momento, Osiride, entregado al amor, espera retener a su amada con el recuerdo de todas las mieles de la pasión, quiere triunfar sobre los encantos de la patria. De modo que reconocerá usted las languideces divinas, las suavidades ardientes, las caricias, los recuerdos voluptuosos del amor oriental en el Ah! se puoi così lasciarmi (Si tienes valor para abandonarme, párteme el corazón) de Osiride, y en la respuesta de Elcia: Ma perchè così straziarmi (¿Por qué atormentarme así, cuando mi dolor es espantoso?). No, dos corazones tan melodiosamente unidos no podrían separarse —dijo mirando al príncipe—. Pero he aquí a esos amantes interrumpidos de pronto por la triunfante voz de la patria que retumba en lontananza y que llama a Elcia. ¡Qué divino y delicioso allegro, este motivo de la marcha de los hebreos que van al desierto! ¡No hay otro como Rossini para hacer decir tantas cosas a clarinetes y trompetas! Un arte capaz de pintar en dos frases todo lo que es la patria, ¿no está más cercana al cielo que las demás? ¡Esta llamada me ha conmovido siempre en exceso para que le diga a usted la crueldad que hay, para los que son esclavos y están encadenados, en ver partir a gente libre!

A la duquesa se le anegaron los ojos al oír el magnífico motivo que, en efecto, domina la ópera.

Dov’è mai quel core amante (No va a compartir mis angustias ese corazón amante) —prosiguió en italiano cuando la Tinti inició la admirable cantilena de la tirada en la que pide compasión para sus dolores—. Pero ¿qué pasa?, el patio de butacas está murmurando.

—Genovese está bramando como un ciervo —dijo el príncipe.

Aquel duetto, el primero que cantaba la Tinti, estaba, en efecto, alterado por la total confusión de Genovese. En cuanto el tenor empezó a cantar de concierto con la Tinti, su hermosa voz cambió. Su método tan sabio, aquel método que recordaba a la vez a Crescentini[716] y a Velluti, parecía olvidarlo a placer. Ora una apoyatura[717] sin razón de ser o un floreo demasiado prolongado, estropeaban su canto. Ora estallidos de voces sin transición, el sonido soltado como un agua a la que se le abre una esclusa, acusaban un olvido completo y voluntario de las leyes del gusto. Así, el patio de butacas resultó desmesuradamente agitado. Los venecianos creyeron en alguna apuesta entre Genovese y sus compañeros. La Tinti, reclamada, fue aplaudida con furor, y Genovese recibió unos cuantos avisos que le dieron a entender las hostiles disposiciones del patio. Durante la escena, bastante cómica para un francés, de las continuas glorias de la Tinti, que salió once veces a recibir sola los frenéticos aplausos de la asamblea, pues Genovese, casi silbado, no se atrevió a darle la mano, el médico hizo a la duquesa una observación sobre la tirada del dúo.

—Rossini debía de expresar ahí —dijo— el dolor más profundo, y yo encuentro un aire desprendido, un tinte de alegría sin razón de ser.

—Tiene usted razón —dijo la duquesa—. Este pecado es efecto de una de esas tiranías a las que deben obedecer nuestros compositores. Pensó más en su prima donna que en Elcia cuando escribió esta tirada[718]. Pero aunque hoy lo ejecutase la Tinti más brillantemente aún, yo estoy tan metida en la situación, que ese pasaje demasiado alegre está para mí lleno de tristeza.

El médico miró alternativa y atentamente al príncipe y a la duquesa, sin poder adivinar la razón que les separaba y que había hecho aquel dúo desgarrador para ellos. Massimilla bajó la voz y se acercó al oído del médico.

«Va a oír usted una cosa magnífica, la conspiración del Faraón contra los hebreos. El aria majestuosa de A rispettar mi apprenda (Que aprenda a respetarme) es el triunfo de Carthagenova[719] que le va a plasmar a maravilla el orgullo herido, la duplicidad de las cortes. El trono va a hablar: retira las concesiones hechas, arma su cólera. Faraón va a alzarse sobre sus pies para abalanzarse sobre una presa que se le escapa. ¡Nunca ha escrito Rossini nada de un carácter tan hermoso, ni que esté impregnado de una inspiración tan abundante, tan fuerte! Es una obra completa, sostenida por un acompañamiento de labor maravillosa, como las mínimas cosas de esta ópera en cuyos más pequeños detalles chispea la pujanza de la juventud».

Los aplausos de toda la sala coronaron aquella hermosa concepción, que fue admirablemente ejecutada por el cantante y sobre todo bien comprendida por los venecianos.

—Llega el final —prosiguió la duquesa—. ¡Está usted oyendo de nuevo esa marcha inspirada por la felicidad de la liberación, y por la fe en Dios, que permite a todo un pueblo adentrarse alegremente en el desierto! A qué pulmones no refrescarían los celestiales impulsos de este pueblo al salir de la esclavitud. ¡Ah! ¡Amadas y vivaces melodías! Gloria al gran genio que ha sabido plasmar tantos sentimientos. ¡Hay un no sé qué de guerrero en esta marcha que dice que este pueblo tiene de su lado al Dios de los ejércitos! ¡Qué profundidad en esos cantos llenos de acciones de gracias! Las imágenes de la Biblia se nos conmueven en el alma, y esta divina escena musical nos hace asistir realmente a una de las más grandes escenas de un mundo antiguo y solemne. El corte religioso de ciertas partes vocales, la manera como se van añadiendo las voces unas a otras y se van agrupando, expresan todo cuanto concebimos de las santas maravillas de esta primera edad de la humanidad. No obstante, este hermoso concento no es sino un desarrollo del tema de la marcha en todas sus consecuencias musicales. Este motivo es el principio fecundante para la orquesta y las voces, para el canto y la brillante instrumentación que lo acompaña. Aquí llega Elcia, que se reúne con la horda y a quien Rossini ha hecho expresar pesadumbres para matizar la alegría de este fragmento. Escuche su duettino con Amenofis. Jamás amor herido alguno dejó oír semejantes cantos. Respira en ellos la gracia de los nocturnos, está ahí el luto secreto del amor herido. ¡Qué melancolía! ¡Ah!, ¡el desierto será dos veces desierto para ella! ¡Por fin, llega la lucha terrible de Egipto y los hebreos!, este júbilo, esta marcha, todo se ve alterado por la llegada de los egipcios. La promulgación de las órdenes del Faraón se realiza mediante una idea musical que domina el final, una frase sorda y solemne, parece oírse el paso de los poderosos ejércitos de Egipto rodeando a la falange sagrada de Dios, envolviéndola lentamente, tal como una larga serpiente de África envuelve a su presa. ¡Qué donaire en las quejas de ese pueblo engañado!, ¿acaso no es un poco más italiano que hebreo? Qué magnífico movimiento hasta la llegada del Faraón, que termina de poner frente a frente a los jefes de los dos pueblos y todas las pasiones del drama. ¡Qué admirable mezcla de sentimientos en el sublime ottetto, en el que se encuentran enfrentadas la cólera de Moisés y la de los dos Faraones! ¡Qué lucha de voces y de iras desatadas! Nunca se había ofrecido a un compositor tema más amplio. El famoso final de Don Juan[720] no presenta, después de todo, más que a un libertino enzarzado con sus víctimas, que invocan la venganza celestial; mientras que aquí la tierra y sus potencias intentan combatir contra Dios. Dos pueblos, uno débil, el otro fuerte, están frente a frente. Por lo mismo, como tenía todos los medios a su disposición, Rossini los ha empleado sabiamente. Ha podido, sin ser ridículo, expresar los movimientos de una furiosa tempestad sobre la que se destacan horribles imprecaciones. Ha procedido en acordes sujetos dentro de un ritmo en tres tiempos, con una oscura energía musical, con una persistencia que acaba rindiéndole a uno. El furor de los egipcios sorprendidos por una lluvia de fuego, los gritos de venganza de los hebreos pedían masas sabiamente calculadas; de modo que vea usted cómo ha hecho avanzar el desarrollo de la orquesta con los coros. El allegro assai en do menor es terrible en medio de ese diluvio de fuego. Reconozca —dijo la duquesa en el momento en que levantando su bastón Moisés despliega toda su pujanza en la orquesta y encima del escenario— que nunca música alguna ha plasmado más sabiamente la turbación y la confusión.

—Se ha ganado al patio de butacas —dijo el francés.

—Pero ¿qué pasa ahora? El patio de butacas está decididamente muy agitado —prosiguió la duquesa.

En el número final, Genovese había dado en unos gorgoritos tan absurdos mirando a la Tinti, que el tumulto llegó a su colmo en el patio de butacas, cuyo disfrute se hallaba alterado. No había nada más chocante para aquellos oídos italianos que ese contraste del bien y del mal. El empresario tomó el partido de comparecer, y dijo que, sobre la observación hecha por él a su cabeza de cartel masculina, el signor Genovese había contestado que ignoraba en qué y cómo había podido perder el favor del público, en el mismo momento en el que estaba intentando alcanzar la perfección de su arte.

—¡Que sea malo como ayer, nos conformaremos! —contestó Capraja con voz furiosa.

Aquella increpación volvió a poner el patio de buen humor. Contra la costumbre italiana, el ballet se escuchó poco. En todos los palcos, no se trataba más que de la singular conducta de Genovese y de la alocución del pobre empresario. Los que podían entrar entre bastidores se apresuraron a ir a enterarse allí del secreto de la comedia, y pronto no se habló más que de una horrible escena hecha por la Tinti a su compañero Genovese, en la que la prima donna le reprochaba al tenor que estaba celoso de su éxito, que la había entorpecido con su ridícula conducta, y que incluso había intentado privarla de sus facultades al interpretar la pasión. La cantante lloraba a lágrima viva por aquel infortunio. «Que tenía la esperanza, decía, de complacer a su amante, que debía de estar en la sala, y al que no había podido descubrir». Hay que conocer la apacible vida actual de los venecianos, tan desnuda de acontecimientos que se conversa sobre un ligero accidente acontecido entre dos amantes, o sobre la alteración pasajera de la voz de una cantante, concediéndole la importancia que en Inglaterra se pone en los asuntos políticos, para saber cuán agitados estaban la Fenice y el café Florián. La Tinti enamorada, la Tinti que no había desplegado sus facultades, la locura de Genovese, o la faena que le estaba haciendo, inspirado por esos celos de arte que tan bien entienden los italianos, ¡qué mina tan rica de encendidas discusiones! El patio de butacas entero charlaba como se charla en la Bolsa, y de ello resultaba un ruido que debía de extrañarle a un francés acostumbrado a la tranquilidad de los teatros de París. Todos los palcos estaban en movimiento como colmenas que enjambraban. Tan solo un hombre no tomaba parte alguna en aquel tumulto. Emilio Memmi tenía la espalda vuelta al escenario, y, con los ojos melancólicamente clavados en Massimilla, parecía no vivir sino de su mirada, no había mirado a la cantante ni una sola vez.

—No necesito, caro carino, preguntarte el resultado de mi negociación —decía Vendramin a Emilio—. ¡Tu Massimilla tan pura y tan religiosa ha sido de una complacencia sublime, en fin, ha sido la Tinti!

El príncipe contestó con un signo de cabeza lleno de una horrible melancolía.

—Tu amor no ha desertado de las cumbres etéreas por las que planeas —prosiguió Vendramin excitado por su opio—, no se ha materializado. Esta mañana, como desde hace seis meses, has sentido flores desplegando sus cálices olorosos bajo las bóvedas de tu cráneo desmesuradamente agrandado. Tu corazón engrosado ha recibido toda tu sangre, y se te ha atravesado en la garganta. Se han desarrollado ahí —dijo poniéndole la mano en el pecho—, sensaciones brujas. La voz de Massimilla llegaba aquí en oleadas luminosas, su mano liberaba mil placeres aprisionados que abandonaban los repliegues de tu cerebro para agruparse nubosamente a tu alrededor, y raptarte, aligerado de tu cuerpo, bañado en púrpura, en un aire azul por encima de las montañas de nieve en las que reside el puro amor de los ángeles. La sonrisa y los besos de sus labios te revestían con una ropa venenosa que consumía los últimos vestigios de tu naturaleza terrenal. Sus ojos eran dos estrellas que te hacían convertirte en luz sin sombra. Érais como dos ángeles prosternados sobre las palmas celestiales, esperando que se abriesen las puertas del paraíso; pero les costaba girar sobre sus goznes, y en tu impaciencia, tú las golpeabas sin poder alcanzarlas. Tu mano no se tropezaba sino con nubes más alertas que tu deseo. Coronada de rosas blancas y similar a una prometida celestial, tu luminosa amiga lloraba por tu furor. Tal vez le estuviera diciendo a la Virgen melodiosas letanías, mientras que las diabólicas voluptuosidades de la tierra te soplaban sus infames clamores, y tú entonces desdeñabas los divinos frutos de este éxtasis en el que yo vivo a costa de mis días.

—Tu embriaguez, querido Vendramin —dijo con tranquilidad Emilio—, está por debajo de la realidad. ¿Quién podría pintar esa languidez puramente corporal en la que nos sumerge el abuso de los placeres soñados, y que le deja al alma su eterno deseo, y al espíritu sus facultades puras? Pero estoy cansado de este suplicio que me explica el de Tántalo. Esta noche es la última de mis noches. Tras haber intentado mi último esfuerzo, devolveré su hijo a nuestra madre, ¡el Adriático recibirá mi último suspiro!…

—Si serás tonto —prosiguió Vendramin—; qué va, estás loco, porque la locura, esa crisis que despreciamos, es el recuerdo de un estado anterior que perturba nuestra forma actual. ¡El genio de mis sueños me ha dicho cosas de estas y muchas otras! Tú quieres reunir a la duquesa y a la Tinti[721]; pero, Emilio mío, tómalas separadamente, será más sabio. Rafael es el único que ha reunido la Forma y la Idea. Tú quieres ser Rafael en amores[722]; pero la casualidad no se crea. Rafael es una chiripa del Padre eterno que ha hecho enemigas a la Forma y a la Idea, si no, no viviría nada. Cuando el principio es más fuerte que el resultado, no se produce nada. Tenemos que estar o encima de la tierra o en el cielo. Quédate en el cielo, siempre estarás encima de la tierra demasiado pronto.

—Acompañaré a la duquesa —dijo el príncipe— y arriesgaré mi último intento… ¿Y después?

—Después —dijo vivamente Vendramin— prométeme venir a recogerme a Florián.

—Sí.

Aquella conversación, mantenida en griego moderno entre Vendramin y el príncipe, que sabían aquella lengua como la saben muchos venecianos, no había podido ser oída por la duquesa ni por el francés. Aunque muy fuera del círculo de interés que tenía enlazada a la duquesa, a Emilio y a Vendramin, puesto que los tres se entendían mediante miradas italianas alternativamente finas, incisivas, veladas u oblicuas, el médico acabó por atisbar una parte de la verdad. Un ardiente ruego de la duquesa a Vendramin había dictado a aquel joven veneciano su proposición para Emilio, porque la Cataneo había olfateado el sufrimiento que experimentaba su amante en el puro cielo por el que se perdía, ella que no olfateaba a la Tinti.

—Estos dos jóvenes están locos —dijo el médico.

—En cuanto al príncipe —contestó la duquesa—, déjenme a mí el cuidado de sanarlo; en cuanto a Vendramin, si no ha oído esta música sublime, tal vez sea incurable.

—Si quisiera usted decirme de dónde viene su locura, yo los curaría —exclamó el médico.

—¿Desde cuándo ha dejado de ser adivino un gran médico? —preguntó burlonamente la duquesa.

El ballet había terminado hacía mucho, empezaba el segundo acto de Mosè, el patio de butacas se mostraba muy atento. Había corrido el rumor de que el duque de Cataneo había sermoneado a Genovese representándole cuánto daño le estaba haciendo a Clarina, la diva[723] del día. La gente se esperaba un segundo acto sublime.

—Abren escena el príncipe y su padre —dijo la duquesa—, han vuelto a ceder, sin dejar de insultar a los hebreos; pero tiemblan de rabia. El padre se consuela con el próximo matrimonio de su hijo, y el hijo está desolado por ese obstáculo que aumenta más su amor, contrariado por todas partes. Genovese y Carthagenova cantan admirablemente. Ya lo está usted viendo, el tenor está haciendo las paces con el patio de butacas. ¡Qué bien ejecuta las riquezas de esta música!… La frase dicha por el hijo en la tónica, repetida por el padre en la dominante, pertenece al sistema simple y grave en el que descansa esta partitura, en la que la sobriedad de medios hace aún más asombrosa la fertilidad de la música. Egipto entero está ahí. No creo que exista un fragmento moderno en el que aliente semejante nobleza. La paternidad grave y majestuosa de un rey se expresa en esta frase magnífica y conforme al gran estilo que reina en toda la obra. Cierto es que el hijo de un Faraón derramando su dolor en el regazo de su padre, y haciéndoselo sentir, no se puede representar mejor que con esas grandiosas imágenes. ¿No encuentra usted en sí mismo un sentimiento del esplendor que le prestamos a esta antigua monarquía?

—¡Esto es música sublime! —dijo el francés.

—El aria de la Pace mia smarrita[724] que va a cantar la reina es una de esas arias de empeño y de factura a las que están condenados todos los compositores y que perjudican al diseño general del poema, pero su ópera muchas veces no existiría si no satisficiesen el amor propio de la prima donna. No obstante, este interminable pastelón musical está tan ampliamente tratado que se ejecuta textualmente en todos los teatros. Es tan brillante que las cantantes no la sustituyen por su aria favorita, como se practica en la mayoría de las óperas. Por fin, he aquí el punto brillante de la partitura, el dúo de Osiride y de Elcia en el subterráneo en el que él quiere esconderla para ocultársela a los hebreos que parten, y huir con ella de Egipto. Los dos amantes son turbados por la llegada de Aarón, que ha ido a avisar a Amaltea, y vamos a oír el rey de los cuartetos: Mi manca la voce, mi sento morire[725]. Este Mi manca la voce es una de esas obras maestras que resistirán a todo, incluso al tiempo, ese gran destructor de las modas en música, porque está tomado de ese lenguaje del alma que no varía jamás. Mozart posee en exclusiva su famoso número final de Don Juan, Marcello su salmo Caeli enarrant gloriam Dei[726], Cimarosa su Pria che spunti[727], Beethoven su Sinfonía en do menor, Pergolesi su Stabat[728], Rossini conservará su Mi manca la voce. Cabe sobre todo admirar en Rossini la facilidad maravillosa con la que varía la forma; para obtener este gran efecto, ha recurrido al viejo modo del canon en unísono para ir haciendo entrar a sus voces y fundirlas en una misma melodía. Como la forma de estas sublimes cantinelas era nueva, la ha establecido en un marco antiguo; y, para ponerla mejor de relieve, ha apagado la orquesta, no acompañando la voz sino con arpegios de arpas. Es imposible tener más ingenio en los detalles ni más grandeza en el efecto general. ¡Dios mío! ¡Sigue habiendo tumulto! —dijo la duquesa.

Genovese, que tan bien había cantado su dúo con Carthagenova, estaba haciendo su propia carga contra la Tinti. De gran cantante, se convertía en el más malo de todos los coristas. Se alzó el más espantoso tumulto que jamás haya turbado las bóvedas de la Fenice. El tumulto no cedió sino ante la voz de la Tinti, que, rabiosa por el obstáculo aportado por la testarudez de Genovese, cantó Mi manca la voce como nunca lo cantará cantante alguna. El entusiasmo alcanzó su cima, los espectadores pasaron de la indignación y el furor a los más agudos placeres.

—Me derrama oleadas de púrpura en el alma —decía Capraja bendiciendo con su mano extendida a la diva Tinti.

—¡Que el cielo agote sus gracias sobre tu cabeza! —le gritó un gondolero.

—El Faraón va a revocar sus órdenes —prosiguió la duquesa mientras se calmaba el tumulto en el patio de butacas—, Moisés lo fulminará sobre su trono anunciándole la muerte de todos los primogénitos de Egipto y cantando esa aria de venganza que contiene los truenos del cielo, y en la que resuenan los clarines hebreos. Pero no se engañe, esta aria es un aria de Pacini[729], por la que Carthagenova sustituye la de Rossini. Esta aria de Paventa[730] se quedará seguramente en la partitura; les da a los bajos mejor que bien la ocasión de desplegar las riquezas de sus voces, y aquí la expresión debe primar sobre la ciencia. Por otra parte, el aria es magnífica en amenazas, de modo que no sé si nos la dejarán cantar mucho tiempo.

Una salva de bravos y de aplausos, seguida de un profundo y prudente silencio, acogió el aria; nada hubo más significativo ni más veneciano que esa osadía, inmediatamente reprimida.

—No le diré nada del tempo di marcia que anuncia la coronación de Osiride, con el que el padre quiere desafiar la amenaza de Moisés, basta con escucharlo. Su famoso Beethoven no ha escrito nada más magnífico[731]. Esta marcha, llena de pompas terrenales, contrasta admirablemente con la marcha de los hebreos; compárelas usted y verá que la música es aquí de una fecundidad inaudita. Elcia declara su amor a la cara de los dos jefes de los hebreos, y lo sacrifica con esa admirable aria de Porge la destra amata (Dale a otra tu mano adorada). ¡Ah! ¡qué dolor! Mire la sala.

—¡Bravo!, gritó el patio de butacas cuando Genovese fue fulminado.

—Liberada de su deplorable compañero, oiremos a la Tinti cantar: O desolata Elcia![732], la terrible cavatina en la que grita un amor reprobado por Dios.

—Rossini, ¿dónde estás para oír tan magníficamente servido lo que tu genio te dictó? —dijo Cataneo—, ¿no es acaso Clarina su igual? —preguntó a Capraja—. ¡Hay que ser Dios para dar vida a esas notas con bocanadas de fuego que, nacidas en los pulmones, se preñan en el aire de no sé qué sustancias aladas que nuestros oídos aspiran y que nos elevan al cielo con un rapto amoroso!

—Es como esa hermosa planta índica que brota del suelo, recoge en el aire un invisible alimento y lanza, de su cáliz redondeado en espiral blanca, nubecillas de perfumes que hacen florecer sueños en nuestro cerebro[733] —contestó Capraja.

La Tinti reclamada reapareció sola, fue saludada con aclamaciones, recibió mil besos que todos le enviaban con la punta de los dedos; le arrojaron rosas, y una corona para la que algunas mujeres dieron las flores de sus sombreritos, casi todos enviados por los modistos de París. Pidieron otra vez la cavatina.

—Con qué impaciencia no esperaba Capraja, el amante del glissando, este fragmento que no obtiene su valor más que de la ejecución —dijo entonces la duquesa—. Ahí, Rossini le ha puesto, por así decir, la brida al cuello a la fantasía de la cantante. El glissando y el alma de la cantante lo son todo. Con una voz o una ejecución mediocre, no sería nada. La garganta debe ejecutar la brillantez de este pasaje. ¡La cantante debe expresar el más inmenso dolor, el de una mujer que ve morir a su enamorado delante de sus ojos! La Tinti, ya lo oyen ustedes, hace resonar la sala con las notas más agudas, y, para dejar toda libertad al arte puro, a la vez, Rossini ahí ha escrito frases claras y francas, ha inventado, con un último esfuerzo, estas desgarradoras exclamaciones musicales: Tormenti! Affanni! Smanie![734]. ¡Qué gritos!, ¡qué de dolor en esos glissandos! La Tinti, ya lo ven, ha arrebatado la sala con sus sublimes esfuerzos.

El francés, estupefacto por aquella furia amorosa de toda una sala por la causa de sus placeres, atisbó un poco la genuina Italia[735]; pero ni la duquesa, ni Vendramin, ni Emilio prestaron la mínima atención a la ovación de la Tinti, que volvió a empezar. La duquesa tenía miedo de estar viendo a su Emilio por última vez; en cuanto al príncipe, ante la duquesa, aquella imponente deidad que se lo llevaba al cielo, ignoraba en dónde se encontraba, no oía la voz voluptuosa de aquella que le había iniciado en los placeres terrestres, porque una horrible melancolía hacía oír a sus oídos un concierto de voces quejumbrosas acompañadas por un rumor similar al de una abundante lluvia. Vendramin, vestido de procurador, estaba viendo entonces la ceremonia del Bucentauro[736]. El francés, que había acabado por adivinar un extraño y doloroso misterio entre el príncipe y la duquesa, amontonaba las más espirituales conjeturas para explicárselo. El escenario había cambiado. En medio de una hermosa decoración que representaba el desierto y el Mar Rojo, se hicieron las evoluciones de egipcios y hebreos, sin que se hubiesen visto alterados los pensamientos cuyas víctimas eran los cuatro personajes de aquel palco. Pero cuando los primeros acordes de las arpas anunciaron la oración de los hebreos liberados, el príncipe y Vendramin se levantaron y se apoyaron cada uno en un tabique del palco, y la duquesa puso el codo en el reposabrazos de terciopelo, y se quedó con la cabeza apoyada en la mano izquierda.

El francés, advertido por aquellos movimientos de la importancia concedida por toda la sala a aquel fragmento tan justamente célebre, lo escuchó religiosamente. La sala entera volvió a pedir la oración aplaudiéndola a ultranza.

«Me parece haber asistido a la liberación de Italia», pensaba un milanés.

—Esta música levanta las cabezas plegadas, y da esperanza hasta a los corazones más dormidos —exclamaba un romañol.

—Aquí —dijo la duquesa al francés, cuya emoción fue visible— la ciencia ha desaparecido, tan solo la inspiración ha dictado esta obra maestra, ¡ha salido del alma como un grito de amor[737]!. En cuanto al acompañamiento, consiste en arpegios de arpa, y la orquesta no se explaya hasta la última repetición de este tema celestial. Nunca Rossini se elevará hasta más alto que en esta oración; podrá igualarlo, mejorarlo nunca: lo sublime siempre se parece a sí mismo; pero este canto es todavía una de esas cosas que serán suyas por completo. El análogo de una concepción semejante no podría hallarse sino en los salmos divinos del divino Marcello, un noble veneciano que es a la música lo que Giotto[738] es a la pintura. La majestad de la frase, cuya forma se despliega aportándonos inagotables melodías, es igual a lo más amplio que han inventado los genios religiosos. Qué sencillez en el medio. Moisés ataca el tema en sol menor, y remata con una cadencia en si bemol, que le permite al coro reiniciarlo pianissimo al principio en si bemol y resolverlo con una cadencia en sol menor. Este juego tan noble en las voces, reiniciado por tres veces, se cierra en la última estrofa con una tirada en sol mayor cuyo efecto es aturdidor para el alma. Parece que, al subir hacia los cielos, el canto de este pueblo salido de la esclavitud se tropieza con cantos caídos de las esferas celestiales. Las estrellas responden alegremente a la embriaguez de la tierra liberada. La redondez periódica de estos motivos, la nobleza de las lentas gradaciones que preparan la explosión del canto y su repliegue sobre sí mismo, desarrollan imágenes celestiales en el alma. ¿No creería usted estar viendo los cielos entreabiertos, a los ángeles armados con sus sistros de oro, a los serafines prosternados agitando sus incensarios repletos de perfumes, y a los arcángeles apoyados en sus flamígeras espadas que acaban de vencer a los impíos? El secreto de esta armonía, que refresca el pensamiento, es, creo yo, el de algunas obras humanas muy poco frecuentes; por un momento nos arroja al infinito, tenemos la sensación de él, lo atisbamos en esas melodías sin lindes como las que se cantan alrededor del trono de Dios. El genio de Rossini nos conduce a una altura prodigiosa. Desde allí, distinguimos una tierra prometida en la que nuestros ojos acariciados por resplandores celestiales se zambullen sin tropezar con horizonte alguno. El último grito de Elcia, casi curada, religa un amor terrestre a ese himno de gratitud. Esa cantinela es un rasgo de genio. Cantad —dijo la duquesa al oír la última estrofa ejecutada tal como era escuchada, con taciturno entusiasmo—; cantad, sois libres.

Aquella última palabra fue dicha con un acento que hizo estremecerse al médico; y, para arrancar a la duquesa de su amargo pensamiento, le planteó, durante el tumulto provocado por las glorias de la Tinti, una de esas querellas en las que los franceses se llevan la palma.

—Señora —dijo—, al explicarme esta obra maestra que gracias a usted volveré a escuchar mañana, al comprenderla en sus medios y en su efecto, muchas veces me ha hablado usted del color de la música, y de lo que ella pintaba; pero, en mi calidad de analista y de materialista, le confesaré que siempre me subleva la pretensión que tienen ciertos entusiastas de hacernos creer que la música pinta con sonidos. ¿No es eso como si los admiradores de Rafael pretendiesen que canta con colores[739]?.

—En la lengua musical —contestó la duquesa—, pintar es despertar con sonidos ciertos recuerdos en nuestro corazón, o ciertas imágenes en nuestra inteligencia, y esos recuerdos, esas imágenes tienen su color, son tristes o alegres. Nos está planteando usted una querella de palabras, nada más. Según Capraja, cada instrumento tiene su misión, y se dirige a ciertas ideas, igual que cada color responde en nosotros a ciertos sentimientos. Al contemplar arabescos de oro sobre un fondo azul, ¿tiene los mismos pensamientos que excitan en usted unos arabescos rojos sobre un fondo negro o verde? Tanto en una pintura como en la otra, en absoluto hay expresadas figuras, ni sentimientos, es el arte puro y, no obstante, ninguna alma se quedará fría mirándolos. ¿No tiene el oboe sobre todas las ánimas el poder de despertar imágenes campestres, así como casi todos los instrumentos de viento? ¿No tienen los metales un no sé qué de guerrero, no desarrollan en nosotros sensaciones animadas y un tanto furiosas? Las cuerdas, cuya sustancia está tomada de las creaciones organizadas, ¿no atacan a las fibras más delicadas de nuestra organización, no van al fondo de nuestro corazón? Cuando le hablé de los sombríos colores, del frío de las notas empleadas en la introducción de Mosè, ¿no estaba yo acaso tan en lo cierto como los críticos de su país al hablarnos del color de tal o tal otro escritor? ¿No reconoce usted el estilo nervioso, el estilo pálido, el estilo animado, el estilo colorido? El Arte pinta con palabras, con sonidos, con colores, con líneas, con formas; si bien sus medios son diversos, los efectos son los mismos. Un arquitecto italiano le dará a usted esa sensación que excita en nosotros la introducción de Mosè, paseándonos por avenidas oscuras, altas, tupidas, húmedas, y haciéndonos llegar súbitamente frente a un valle lleno de agua, de flores, de construcciones, e inundado de sol. En sus grandiosos esfuerzos, las artes no son sino la expresión de los grandes espectáculos de la naturaleza. No soy yo tan sabia como para entrar en la filosofía de la música; vaya usted a preguntarle a Capraja, se sorprenderá de lo que le diga. Según él, al tener cada instrumento para sus diversas expresiones la duración, el aliento o la mano del hombre, es superior como lenguaje al color, que es fijo, y a la palabra, que tiene lindes. La lengua musical es infinita, lo contiene todo, puede expresarlo todo. ¿Sabe usted ahora en qué consiste la superioridad de la obra que ha escuchado? Se lo voy a explicar en pocas palabras. Hay dos músicas: una pequeña, mezquina, de segundo orden, en todas partes similar a sí misma, que descansa en un centenar de frases que cada músico se apropia, y que constituye un charloteo más o menos agradable con el que viven la mayoría de los compositores; se escuchan sus cantos, sus presuntas melodías, uno goza más o menos placer, pero absolutamente nada de ello queda en la memoria; pasan cien años, se les olvida. Los pueblos, desde la Antigüedad hasta nuestros días, han conservado, como un precioso tesoro, ciertos cantos que resumen sus usos y costumbres, casi diré su historia. Escuche usted uno de esos cantos nacionales (y el canto gregoriano ha recogido la herencia de los pueblos anteriores en ese género), cae usted en ensoñaciones profundas, se despliegan en su alma cosas inauditas, inmensas, a pesar de la sencillez de estos rudimentos, de estas ruinas musicales. Pues bien, hay uno o dos hombres de genio por siglo, no más, y que formulan esas melodías llenas de hechos cumplidos, preñadas de poemas inmensos. Piénselo bien, recuerde usted este pensamiento, será fecundo repetido por usted: es la melodía y no la armonía la que tiene el poder de traspasar las edades[740]. La música de este oratorio contiene un mundo de esas cosas grandes y sagradas. Una obra que acaba con esta introducción y que termina con esta oración es inmortal, inmortal como el O filii et filiae de Semana Santa[741], como el Dies irae de la muerte[742], como todos los cantos que sobreviven en todos los países a esplendores, a alegrías, a prosperidades perdidas.

Harto decían dos lágrimas que la duquesa enjugó al salir de su palco que estaba pensando en la Venecia que ya no existía; por lo mismo Vendramin le besó la mano.

Terminaba la representación con un concierto de las más originales maldiciones, con los silbidos prodigados a Genovese, y con un arrebato de locura en favor de la Tinti. Hacía mucho que los venecianos no habían tenido teatro más animado, su vida estaba por fin recalentada por ese antagonismo que nunca ha faltado en Italia, en donde la más pequeña ciudad siempre ha vivido por los intereses opuestos de dos facciones: los gibelinos y los güelfos en todas partes, los Capuleto y los Montesco en Verona[743], los Geremei y los Lomelli en Bolonia, los Fieschi y los Doria en Génova, los patricios y el pueblo, el Senado y los tribunos de la República romana, los Pazzi y los Medici en Florencia, los Sforza y los Visconti en Milán, los Orsini y los Colonna en Roma; en fin, por todas partes y en todos sitios el mismo movimiento. Por las calles, había ya genovesianos y tintistas. El príncipe acompañó a la duquesa, a quien el amor de Osiride había más que entristecido; creía para sí misma en alguna catástrofe similar[744], y no podía sino estrechar a Emilio sobre su corazón, como para conservarlo junto a sí.

—Acuérdate de tu promesa —le dijo Vendramin—, te espero en la plaza.

Vendramin tomó el brazo del francés y le propuso pasear por la plaza de San Marcos mientras volvía el príncipe.

—Me alegraré mucho si no vuelve —dijo.

Aquella palabra fue el punto de partida de una conversación entre el francés y Vendramin, que en aquel momento vio una ventaja en consultarle a un médico, y que le contó la singular posición en la que estaba Emilio. El francés hizo lo que hacen los franceses en cualquier ocasión, se echó a reír. Vendramin, que encontraba la cosa enormemente seria, se enfadó; pero se serenó cuando el alumno de Magendie[745], de Cuvier[746], de Dupuytren[747] y de Broussais[748] le dijo que creía poder curar al príncipe de su excesiva felicidad y disipar la celestial poesía con la que rodeaba a la duquesa como con una nube[749].

—Dichosa desgracia —dijo—. Los antiguos, que no eran tan necios como haría suponer su cielo de cristal y sus ideas en materia de física, quisieron pintar en su fábula de Ixión[750] esa potencia que anula el cuerpo y convierte a la mente en soberana de todas las cosas.

Vendramin y el médico vieron venir a Genovese, acompañado del peregrino Capraja. El melómano deseaba con ardor saber la auténtica causa del fiasco. El tenor, traído a aquella pregunta, charlaba como esos hombres que se embriagan con la fuerza de las ideas que les sugiere una pasión.

—Sí, signor, la quiero, la adoro con un furor del que ya no me creía capaz después de haberme cansado de las mujeres. Las mujeres perjudican demasiado al arte para que se puedan llevar juntos los placeres y el trabajo. La Clara se cree que estoy celoso de sus éxitos y que he querido estorbar su triunfo en Venecia; pero yo la aplaudía entre bastidores y gritaba: ¡Diva! más fuerte que toda la sala.

—Pero —dijo Cataneo terciando de improviso— eso no explica cómo de cantante divino te has convertido en el más execrable de todos aquellos que hacen pasar aire por el gaznate, sin impregnarlo con esa hechicera suavidad que nos embruja.

—¡Yo —dijo el virtuoso—, yo convertido en mal cantante, yo que igualo a los más grandes maestros!

En aquel momento, el médico francés, Vendramin, Capraja, Cataneo y Genovese habían llegado andando hasta la piazzeta. Era medianoche. El brillante golfo que dibujan las iglesias de San Jorge y de San Pablo en el extremo de la Giudecca, y el arranque del Gran Canal, tan gloriosamente abierto por la dogana, y por la iglesia consagrada a la Maria della Salute[751], aquel magnífico golfo estaba apacible. La luna iluminaba los navíos ante la orilla de los Schiavoni[752]. El agua de Venecia, que no padece ninguna de las agitaciones del mar, parecía viva, tanto se estremecían sus millones de lentejuelas. Nunca se halló cantante alguno en un teatro más magnífico. Genovese tomó el cielo y el mar por testigos con un movimiento de énfasis; después, sin más acompañamiento que el murmullo del mar, cantó el aria de Ombra adorata, la obra maestra de Crescentini[753]. Aquel canto, que se alzó entre las célebres estatuas de san Teodoro y san Jorge, en el seno de Venecia desierta, iluminada por la luna, la letra tan en armonía con aquel teatro, y la melancólica expresión de Genovese, todo subyugó a los italianos y al francés. A las primeras palabras, a Vendramin se le cubrió el rostro de lagrimones. Capraja estuvo inmóvil como una de las estatuas del palacio ducal. Cataneo pareció sentir una emoción. El francés, sorprendido, reflexionaba como un sabio sobrecogido por un fenómeno que rompe uno de sus axiomas fundamentales. Aquellas cuatro mentes tan distintas, cuyas esperanzas eran tan pobres, que no creían en nada ni para sí ni después de ellas, que se hacían a sí mismas la concesión de ser una forma pasajera y caprichosa, como una hierba o algún coleóptero, atisbaron el cielo. Nunca mereció mejor la música su epíteto de divina. Los consoladores sonidos salidos de aquella garganta rodeaban las almas con nubecillas suaves y acariciadoras. Aquellas nubecillas, visibles a medias, como las cúspides de mármol que en aquel momento plateaba la luna alrededor de los oyentes, parecían servir de asiento a ángeles cuyas alas expresaban la adoración, el amor, mediante agitaciones religiosas. Aquella simple e ingenua melodía, penetrando los sentidos interiores, les aportaba la luz[754]. ¡Cuán santa era la pasión! Pero qué espantoso despertar preparaba la vanidad del tenor a aquellas nobles emociones.

—¿Soy mal cantante? —dijo Genovese tras haber rematado el aria.

Todos lamentaron que el instrumento no fuese una cosa celestial. ¿De modo que aquella música angelical era debida a un sentimiento de amor propio herido? El cantante no sentía nada, no pensaba en los piadosos sentimientos, en las divinas imágenes que levantaba en los corazones, al igual que el violín no sabe lo que Paganini le hace decir. Todos habían querido ver a la propia Venecia levantando su mortaja y cantando, y no se trataba sino del fiasco de un tenor.

—¿Adivina usted el sentido de semejante fenómeno? —preguntó el médico a Capraja deseando hacer hablar al hombre a quien la duquesa le había señalado como un profundo pensador.

—¿Cuál?… —dijo Capraja.

—Genovese, excelente cuando no está la Tinti, se convierte junto a ella en un asno que rebuzna —dijo el francés.

—Obedece a una ley secreta cuya demostración matemática será dada tal vez por uno de los químicos de ustedes, y que el siglo siguiente hallará en una fórmula llena de X, de A y de B entremezcladas con pequeñas fantasías algebraicas, barras, signos y líneas que me dan cólicos, en tanto en cuanto las más hermosas invenciones de la matemática no añaden gran cosa a la suma de nuestros placeres. Cuando un artista tiene la desgracia de estar lleno de la pasión que quiere expresar, no sabe pintarla, porque él es la propia cosa en lugar de ser su imagen. El arte procede del cerebro y no del corazón. Cuando a uno le domina su tema, uno es su esclavo y no su amo[755]. Usted es como un rey asediado por su pueblo. ¡Sentir de modo demasiado vivo en el momento en que lo que hay que hacer es ejecutar, es la insurrección de los sentidos contra la capacidad!

—¿No deberíamos convencernos de esto con un nuevo intento? —preguntó el médico.

—Cataneo, puedes volver a poner en presencia a tu tenor y a la prima donna —dijo Capraja a su amigo Cataneo.

—Caballeros —respondió el duque—, vengan a cenar a mi casa. Tenemos que reconciliar al duque con la Clarina; si no, se habría perdido la razón para Venecia.

El ofrecimiento se aceptó.

—¡Gondoleros! —gritó Cataneo.

—Un instante —dijo Vendramin al duque—, Memmi me está esperando en Florián, no quiero dejarle solo, atontémosle esta noche o se matará mañana…

Corpo santo[756] —exclamó el duque—, quiero conservar a ese buen mozo para la felicidad y el futuro de mi familia, voy a invitarlo.

Volvieron todos al café Florián, en donde el gentío estaba animado por tempestuosas discusiones que cesaron a la vista del tenor. En un rincón, junto a una de las ventanas que daban a la galería, taciturno, con la mirada fija, los miembros inmóviles, el príncipe ofrecía una horrible imagen de la desesperación.

—¡Este loco —dijo en francés el médico a Vendramin— no sabe lo que quiere! Se encuentra en el mundo un hombre que puede separar a una Massimilla Doni de toda la creación, poseyéndola en el cielo, en medio de las pompas ideales que ninguna potencia puede realizar aquí abajo. ¡Puede ver a su amante siempre sublime y pura, siempre oír en sí mismo lo que nosotros acabamos de escuchar a la orilla del mar, vivir siempre bajo el fuego de dos ojos que le componen la atmósfera cálida y dorada que Tiziano puso alrededor de su virgen en su Asunción, y que había inventado Rafael el primero, tras alguna revelación, para el Cristo transfigurado, y ese hombre no aspira más que a embadurnar esa poesía! ¡Por mi ministerio, reunirá su amor sensual y su amor celeste en esa única mujer! En fin, hará como todos nosotros, tendrá una amante. ¡Poseía una deidad, y el desdichado quiere convertirla en una hembra! Se lo digo yo, caballero, está abdicando del cielo, y no respondo de que más tarde no muera de desesperación. ¡Oh, rostros femeninos, finamente recortados por un óvalo puro y luminoso, que recordáis a las creaciones en las que el arte ha luchado victoriosamente con la naturaleza! Pies divinos que no podéis andar, cinturas esbeltas a las que rompería un hálito terrestre, formas espigadas que no concebirán nunca, vírgenes atisbadas por nosotros al salir de la infancia, admiradas en secreto, adoradas sin esperanza, envueltas por los rayos de algún infatigable deseo, vosotras a las que no se vuelve a ver, pero cuya sonrisa domina toda nuestra existencia, ¡qué puerco de Epicuro[757] ha querido nunca zambulliros en el fango de la tierra! ¡Eh!, caballero, el Sol tan solo irradia sobre la Tierra y la calienta porque está a treinta y tres millones de leguas; vaya allí junto, la ciencia le advierte que no es ni cálido ni luminoso, porque la ciencia sirve para algo —añadió mirando a Capraja.

—¡No está mal para un médico francés! —dijo Capraja dando un golpecito con la mano en el hombro del extranjero—. ¡Acaba usted de explicar lo que menos entiende Europa de Dante, su Bice[758]! —añadió—. ¡Sí, Beatriz, esa figura ideal, la reina de las fantasías del poeta, elegida entre todas, consagrada por las lágrimas, deificada por el recuerdo, rejuvenecida sin cesar por deseos insatisfechos!

—Mi querido príncipe —decía el duque al oído de Emilio—, véngase a cenar conmigo. Cuando a un pobre napolitano le quitan a su mujer y a su amante, no se le puede negar nada.

Aquella bufonada napolitana, dicha con el buen tono aristocrático, le arrancó una sonrisa a Emilio, que se dejó tomar por el brazo y llevar. El duque había empezado por mandar a su casa a uno de los mozos del café. Como el palacio Memmi estaba en el Gran Canal, por el lado de Santa Maria della Salute, había que ir dando la vuelta a pie por el Rialto[759], o en góndola; pero los comensales no quisieron separarse, y todos prefirieron atravesar Venecia a pie. El duque fue obligado por sus achaques a arrojarse a su góndola.

Hacia las dos de la mañana, el que hubiese pasado por delante del palacio Memmi lo habría visto vomitando luz sobre las aguas del Gran Canal por todas sus ventanas y habría oído la deliciosa obertura de la Semiramide[760], ejecutada al pie de sus peldaños por la orquesta de la Fenice, que le daba una serenata a la Tinti. Los comensales estaban a la mesa en la galería del segundo piso. Desde lo alto del balcón, la Tinti cantaba en agradecimiento el buona sera de Almaviva[761], mientras el intendente del duque distribuía a los pobres artistas las liberalidades de su amo, invitándolos a una cena para el día siguiente; cortesías a las que están obligados los grandes señores que protegen a cantantes mujeres y las damas que protegen a cantantes varones. En ese caso, hay que casarse necesariamente con todo el teatro. Cataneo hacía las cosas ricamente, era el crupier del empresario, y aquella temporada le costó dos mil escudos. Había mandado traer el mobiliario del palacio, un cocinero francés, vinos de todos los países. De modo que crean ustedes que la cena fue regiamente servida. Colocado al lado de la Tinti, el príncipe sintió agudamente, durante toda la cena, lo que los poetas llaman en todas las lenguas las flechas del amor. La imagen de la sublime Massimilla se oscurecía igual que la idea de Dios se cubre a veces con las nubes de la duda en la mente de los sabios solitarios. La Tinti se hallaba la mujer más feliz de la tierra en viéndose amada por Emilio; segura de poseerlo, estaba animada por una alegría que se le reflejaba en el rostro, su belleza resplandecía con tan vivo destello que ninguno, al vaciar su vaso, podía evitar inclinarse hacia ella con un saludo de admiración.

—La duquesa no le llega a la Tinti —decía el médico olvidando su teoría bajo el fuego de los ojos de la siciliana.

El tenor comía y bebía blandamente, parecía querer identificarse a la vida de la prima donna, y perdía ese carnoso sentido común de placer que distingue a los cantantes italianos.

—Vamos, signorina[762] —dijo el duque dirigiendo una mirada de ruego a la Tinti—, y usted, caro primo uomo[763] —dijo a Genovese—, confundan sus voces en un acorde perfecto. ¡Repitan el do de Qual portento[764], a la llegada de la luz en el oratorio, para convencer a mi viejo amigo Capraja de la superioridad del acorde sobre el glissando!

«Quiero vencer al príncipe al que ama, porque salta a la vista, ¡lo adora!» se dijo Genovese entre sí.

Cuál fue la sorpresa de los comensales que habían escuchado a Genovese a la orilla del mar, al oírle rebuznar, arrullar, maullar, chirriar, gorgotear, rugir, desentonar, ladrar, gritar, figurar incluso sonidos que se traducían en un sordo estertor; en fin, representar una incomprensible comedia ofreciendo a las miradas atónitas un rostro exaltado y sublime de expresión, como el de los mártires pintados por Zurbarán[765], Murillo, Tiziano y Rafael. La risa que todos dejaron escapar se transformó en una seriedad casi trágica en el momento en que todos se fueron dando cuenta de que Genovese iba de buena fe. La Tinti pareció entender que su compañero estaba enamorado de ella y había dicho verdad en el teatro, tierra de mentiras.

¡Poverino![766] —exclamaba acariciando la mano del príncipe por debajo de la mesa.

Per Dio santo[767] —exclamó Capraja—, ¡me explicarás cuál es la partitura que estás leyendo en este momento, asesino de Rossini! Por caridad, dinos lo que está ocurriendo en ti, qué demonio se está debatiendo en tu garganta.

—¿El demonio? —prosiguió Genovese—, digan el dios de la música. Mis ojos, como los de santa Cecilia, distinguen ángeles que, con el dedo, me hacen seguir una a una las notas de la partitura escrita en trazos de fuego, y estoy intentando luchar con ellos. Per Dio, ¿no me entienden? El sentimiento que me anima se me ha metido en todo el ser; en el corazón y en los pulmones. Mi alma y mi garganta no forman más que un hálito. ¿No han escuchado nunca en sueños músicas sublimes, pensadas por compositores desconocidos, que emplean ese sonido puro que la naturaleza ha puesto en todas las cosas, y que nosotros despertamos más o menos bien mediante los instrumentos con los que componemos masas coloreadas[768], pero que, en esos conciertos maravillosos, se produce desprendido de las imperfecciones que en él ponen los ejecutantes, no pueden[769] ser todo sentimiento, todo alma?… pues bien, ¡esas maravillas se las estoy dando yo, y usted me maldice! Está usted tan loco como la platea de la Fenice, que me ha silbado. Yo despreciaba a ese vulgar por no poder subir conmigo a la cima desde la que se domina el arte, y a hombres notables corresponde, a un francés… ¡Anda, si se ha marchado!

—Hace media hora —dijo Vendramin.

—¡Qué le vamos a hacer!, quizá él me hubiera comprendido, ya que no me comprenden los dignos italianos enamorados del arte…

—¡Va, va, va! —dijo Capraja dando golpecitos en la cabeza del tenor sonriendo—, galopa sobre el hipogrifo del divino Ariosto[770]; corre tras tus brillantes quimeras, fumador de opio musical.

En efecto, todos los comensales, convencidos de que Genovese estaba ebrio, le dejaban hablar sin escucharlo. Capraja era el único que había comprendido la pregunta planteada por el francés.

Mientras el vino de Chipre desataba todas las lenguas, y cada uno caracoleaba sobre su manía favorita, el médico esperaba a la duquesa en una góndola, tras haberle mandado entregar una nota escrita por Vendramin. Massimilla vino en sus ropas de noche, tan alarmada estaba por la despedida que le había hecho el príncipe, y tan sorprendida por las esperanzas que aquella carta le daba.

—Señora —dijo el médico a la duquesa haciéndola sentar y dando a los gondoleros la orden de partir—, en este momento de lo que se trata es de salvarle la vida a Emilio Memmi, y usted es la única que tiene ese poder.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó ella.

—¡Ah! ¿Se resignará usted a representar un papel infame a pesar del más noble rostro que se pueda admirar en Italia? ¿Caerá usted del cielo azul en el que está al lecho de una cortesana? En fin, usted, ángel sublime, usted, belleza pura y sin mácula, ¿consentirá en adivinar el amor de la Tinti, en su casa, y de modo que pueda engañar al ardiente Emilio, a quien, por otro lado, hará la embriaguez poco clarividente?

—¿No es más que eso? —dijo ella sonriendo y mostrando al asombrado francés una punta inadvertida para él del delicioso carácter de la italiana amante—. Rebasaré a la Tinti si es preciso para salvarle la vida a mi amigo.

—Y confundirá usted en uno solo dos amores separados en él por una montaña de poesía que se derretirá como la nieve de un glaciar bajo los rayos del sol en verano.

—Guardaré a usted eterno reconocimiento —dijo gravemente la duquesa.

Cuando el médico francés volvió a la galería, en donde la orgía había adoptado el carácter de la locura veneciana, llevaba un aire alegre que se le escapó al príncipe fascinado por la Tinti, cuyas embriagadoras mieles, que ya había probado, se prometía. La Tinti nadaba como una auténtica siciliana por las emociones de una fantasía amorosa a punto de ser satisfecha. El francés dijo unas palabras al oído de Vendramin y la Tinti se inquietó por ellas.

—¿Qué están tramando? —preguntó al amigo del príncipe.

—¿Es usted buena chica? —le dijo al oído el médico con la dureza de un cirujano.

Aquellas palabras se clavaron en el entendimiento de la pobre muchacha como una puñalada en un corazón.

—¡Se trata de salvarle la vida a Emilio! —añadió Vendramin.

—Venga usted —dijo el médico a la Tinti.

La pobre cantante se levantó y fue al extremo de la mesa, entre Vendramin y el médico, en donde pareció ser como una criminal entre su confesor y su verdugo. Se debatió mucho rato, pero sucumbió por amor hacia Emilio. La última palabra del médico fue: «¡Y curará usted a Genovese!».

La Tinti dijo dos palabras al tenor al dar la vuelta a la mesa. Volvió al príncipe, lo tomó por el cuello, le besó en el pelo con una expresión de desesperación que sacudió a Vendramin y al francés, los únicos que conocían su razón, y después fue a arrojarse a su habitación. Emilio, viendo a Genovese abandonar la mesa, y a Cataneo sumergido en una larga discusión musical con Capraja, se deslizó hacia la puerta de la habitación de la Tinti, levantó el cortinón de la puerta y desapareció como una anguila en el cieno.

—Muy bien —Cataneo, decía Capraja—, tú se lo has pedido todo a los placeres físicos, y resulta que estás en la vida colgado de un hilo, como un arlequín de cartón, repleto de cicatrices, y que no se mueve más que si tiran de la cuerda todos a una.

—Pues tú, Capraja, que se lo has pedido todo a las ideas, ¿no estás acaso en el mismo estado, no vives a horcajadas en un glissando?

—Yo poseo el mundo entero —dijo Capraja, que hizo un gesto regio extendiendo la mano.

—Y yo ya lo he devorado —replicó el duque.

Se dieron cuenta de que el médico y Vendramin se habían ido, y de que se encontraban solos.

Al día siguiente, después de la más feliz de las noches felices, el dormir del príncipe fue turbado por un sueño. Sentía perlas en el pecho que le eran derramadas por un ángel, se despertó, estaba inundado por las lágrimas de Massimilla Doni, en cuyos brazos se hallaba, y que lo miraba durmiente.

Genovese, por la noche, en la Fenice, aunque su compañera Tinti no le hubiese dejado levantarse antes de las dos de la tarde, cosa que, según se dice, perjudica a la voz de un tenor, cantó divinamente su papel en la Semiramide, fue reclamado con la Tinti, se dieron nuevas coronas, la platea estuvo ebria de alegría, el tenor ya no se preocupaba de seducir a la prima donna mediante los encantos de un método angelical.

Vendramin fue el único a quien el médico no pudo curar. El amor de una patria que ya no existe es una pasión sin remedio. El joven veneciano, a fuerza de vivir en su república del siglo XIII, y de acostarse con aquella gran cortesana traída por el opio, y de amanecer en la vida real adonde le acompañaba el abatimiento, sucumbió, llorado y muy querido por sus amigos.

Cómo decir el desenlace de esta aventura, pues es horriblemente burgués. Una palabra bastará para los adoradores del ideal.

La duquesa estaba encinta[771].

Los peris[772], las ondinas[773], las hadas[774], las sílfides[775] del tiempo antiguo, las musas de Grecia[776], las vírgenes de mármol de la Certosa da Pavia[777], el Día y la Noche de Miguel Ángel[778], los angelotes que Bellini fue el primero en poner en la parte baja de los cuadros de iglesia, y que tan divinamente pintó Rafael en la parte baja de la Virgen del donante[779], y la Madona que se muere de frío en Dresde[780], las deliciosas muchachas de Orcagna en la iglesia de San Michele en Florencia[781], los coros celestiales de la tumba de San Sebaldo en Núremberg[782], algunas vírgenes del Duomo de Milán[783], las poblaciones de cien catedrales góticas, toda la nación de las figuras que rompen su forma para acudir a vosotros, artistas comprensivos, ¡todas esas angelicales muchachas incorpóreas acudieron alrededor del lecho de Massimilla, y lloraron en él!

París, 25 de mayo de 1839[784]