LA OBRA MAESTRA DESCONOCIDA
A UN LORD[785]
I
GILLETTE
Hacia finales del año 1612, una fría mañana de diciembre, un muchacho cuyas ropas eran de muy flaca apariencia se paseaba ante la puerta de una casa situada en la calle de los Grands-Augustins[786], en París. Tras haber andado mucho rato por aquella calle con la irresolución de un enamorado que no se atreve a presentarse en casa de su primera amante, por fácil que esta sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta, y preguntó si estaba en casa maese François Porbus[787]. A la respuesta afirmativa que le dio una anciana ocupada en barrer una sala baja, el muchacho subió despacio los peldaños y se fue deteniendo de escalón en escalón, como cualquier cortesano de fecha reciente preocupado por la acogida que le va a dispensar el Rey. Cuando llegó a lo alto del caracol, se quedó un rato en el rellano, inseguro de si tomaría el grotesco llamador que adornaba la puerta del taller en el que seguramente estaría trabajando el pintor de Enrique IV, abandonado en favor de Rubens por María de Medici[788]. El joven experimentaba esa sensación profunda que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en lo álgido de la juventud y de su amor por el arte, han abordado a un hombre de genio o alguna obra maestra. En todos los sentimientos humanos existe una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo que se va debilitando progresivamente, hasta que la felicidad ya no es otra cosa que un recuerdo y la gloria una mentira. Entre nuestras emociones frágiles, nada se parece al amor como la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y desdicha, pasión llena de audacia y de timidez, de creencias difusas y de desánimos ciertos. A aquel que, escaso de dinero, que, adolescente de genio, no ha palpitado intensamente al presentarse ante un maestro, siempre le faltará una cuerda en el corazón, no sé qué pincelada, un sentimiento en la obra, cierta expresión de poesía. Si bien algunos fanfarrones pagados de sí mismos creen demasiado pronto en el porvenir, tan solo son personas superiores para los necios. En este caso, el joven desconocido parecía tener mérito auténtico, si es que el talento ha de medirse por esa primera timidez, por ese indefinible pudor que la gente destinada a la gloria sabe perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bonitas pierden el suyo en la noria de la coquetería. La costumbre del triunfo disminuye la duda, y el pudor es, tal vez, una duda.
Abrumado de miseria y sorprendido en ese momento de su propia presunción, el pobre neófito no habría entrado en casa del pintor al que debemos el admirable retrato de Enrique IV[789] sin un auxilio extraordinario que la casualidad le envió. Un anciano acertó a subir la escalera. En la extravagancia de su traje, en la magnificencia de su golilla de encaje, en la preponderante seguridad de sus andares, el joven adivinó en aquel personaje o al protector o a un amigo del pintor. Retrocedió por el rellano para hacerle sitio y lo examinó curiosamente, con esperanza de hallar en él la afable naturaleza de un artista, o el carácter servicial de la gente que gusta del arte; pero había algo diabólico en aquel rostro[790], y sobre todo ese no sé qué que engatusa a los artistas. Imaginen una frente calva, abombada, prominente, que cae haciendo techo sobre una naricilla aplastada, respingona como la de Rabelais[791] o la de Sócrates[792]; una boca risueña y arrugada, un mentón breve, orgullosamente levantado, guarnecido por una barba gris recortada en punta; unos ojos verde mar, amortecidos en apariencia por la edad, pero que, debido al contraste del blanco nacarado en el que flotaba la pupila, debían de lanzar a veces miradas magnéticas en lo álgido de la ira o del entusiasmo. Por otro lado, el rostro estaba singularmente ajado por las fatigas de la edad, y más aún por esos pensamientos que labran de igual modo el alma y el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas, y apenas si se veían algunas trazas de cejas por encima de sus prominentes arcos. Pongan esa cabeza encima de un cuerpo delicado y endeble, rodéenla de un encaje resplandeciente de blancura y de labor similar a la de una pala de servir pescado, arrojen sobre el negro justillo del anciano una pesada cadena de oro, y tendrán una imperfecta imagen de aquel personaje al que la débil luz de la escalera prestaba aún un color fantástico. Hubieran dicho ustedes un lienzo de Rembrandt[793] que avanzaba silenciosamente y sin marco por la negra atmósfera que aquel pintor hizo suya. Arrojó sobre el muchacho una mirada marcada por la sagacidad, dio tres golpes en la puerta y dijo a un hombre valetudinario, de unos cuarenta años de edad[794], que acudió a abrir:
—Buenos días, maestro.
Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven creyéndole traído por el anciano y se preocupó tanto menos de él cuanto que el neófito quedó bajo el encanto que deben de experimentar los que son pintores de natura ante el aspecto del primer taller que ven y en el que se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte[795]. Una cristalera abierta en la bóveda iluminaba el taller de maese Porbus. Concentrada en un lienzo colgado del caballete, y que aún no estaba manchado sino por tres o cuatro trazos blancos, la luz no alcanzaba hasta las negras profundidades de los ángulos de aquella amplia estancia; pero unos cuantos reflejos perdidos encendían dentro de aquella sombra rojiza una lentejuela plateada en el vientre de una coraza de reitre[796] colgada del muro, rayaban con un brusco surco de luz la cornisa tallada y encerada de un antiguo aparador repleto de cacharros curiosos, o alfilereaban con puntos restallantes la trama granillosa de algunas viejas cortinas de brocado de oro, de grandes pliegues tazados, arrojadas allí como modelo. Écorchés[797] de escayola, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amorosamente pulidas por los besos de los siglos, cubrían mesitas y consolas. Innumerables esbozos, estudios a los tres lápices[798], a la sanguina[799] o a la pluma, cubrían las paredes hasta el techo. Cajas de colores, frascos de aceite y de esencia, escabeles volcados no dejaban sino un estrecho camino para llegar bajo la aureola que proyectaba la alta cristalera, cuyos rayos caían de plano sobre el pálido rostro de Porbus y sobre el cráneo de marfil del hombre singular. Pronto quedó la atención del joven exclusivamente prendida en un cuadro que, en aquel tiempo de turbación y revoluciones, ya se había hecho famoso, y que visitaban algunos de esos testarudos a los que se debe la conservación del fuego sagrado durante los malos días. Aquella hermosa página representaba una María egipciaca disponiéndose a pagar el tránsito del barco[800]. Esa obra maestra, destinada a María de Medici, fue vendida por ella en los días de su miseria[801].
—Tu santa me gusta —dijo el anciano a Porbus—, y te la pagaría diez escudos de oro por encima del precio que da la reina; pero pisarle el terreno… ¡qué diablo!
—¿Os parece bien?
—¡Pfff! ¡pfff! —dijo el anciano—, bien; sí y no. No está de mal ver la mujer en cuestión, pero no tiene vida. ¡Vosotros, es que creéis que lo tenéis todo hecho en cuanto habéis dibujado correctamente una figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyes de la anatomía[802]!. ¡Coloreáis este contorneado con un tono de carne hecho de antemano en vuestra paleta, cuidando de mantener un lado más oscuro que el otro y, como de vez en cuando miráis a una mujer desnuda que está de pie encima de una mesa, creéis haber copiado la naturaleza, os imagináis que sois pintores y habéis robado el secreto de Dios!… ¡Prrr! ¡No basta para ser un gran poeta con saberse a fondo la sintaxis y no cometer errores de lengua! Mira a tu santa, Porbus. Del primer envite parece admirable, pero al segundo vistazo se aprecia que está pegada al fondo del lienzo y que no podría uno rodear su cuerpo; es una silueta que tan solo tiene una cara, es una apariencia recortada que no podría ni volverse, ni cambiar de postura. No siento aire entre ese brazo y el campo del cuadro; faltan el espacio y la profundidad; no obstante, es cierto que todo está en perspectiva, y la degradación aérea está observada con exactitud; pero, a pesar de tan loables esfuerzos, yo no me podría creer que ese hermoso cuerpo esté animado por el tibio hálito de la vida. ¡Me parece que si alargase la mano hasta ese seno de tan firme redondez, lo hallaría frío como el mármol! No, amigo mío, no corre la sangre bajo esa piel de marfil, la existencia no hincha con su rocío de púrpura las venas fibrillas[803] que se entrelazan en red bajo la ambarina transparencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita, pero este otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en todos los fragmentos: aquí es una mujer, ahí una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No has podido insuflar más que una porción de tu alma a tu obra adorada. La antorcha de Prometeo[804] se ha apagado más de una vez en tus manos, y muchos lugares de tu cuadro no han sido tocados por la llama celeste.
—Pero ¿por qué, mi querido maestro? —dijo respetuosamente Porbus al anciano, mientras al muchacho le costaba reprimir un fuerte deseo de pegarle.
—¡Ah! ahí está —dijo el ancianillo—. Has flotado indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros alemanes y el deslumbrante ardor, la feliz abundancia de los pintores italianos. Has querido imitar a la vez a Hans Holbein[805] y a Tiziano[806], a Alberto Durero[807] y a Pablo Veronese[808]. ¡Ciertamente era ello una magnífica ambición! Pero ¿qué ha ocurrido? No has logrado ni el severo encanto de la sequedad, ni las decepcionantes magias del claroscuro. En este sitio, como un bronce en fusión que revienta un molde demasiado débil, el color rico y rubicundo de Tiziano ha reventado el flaco contorno de Alberto Durero en el que lo habías vaciado. En otro lugar, el contorno ha resistido y contenido los magníficos desbordamientos de la paleta veneciana. Tu figura no está ni perfectamente dibujada ni perfectamente pintada, y lleva por todas partes las huellas de esta desdichada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte para fundir juntas en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, tenías que optar francamente entre la una o la otra, con el fin de obtener la unidad que simula una de las condiciones de la vida[809]. No tienes verdad más que en los centros, tus contornos están mal, no admiten el abrazo y no prometen nada por detrás. Aquí sí que hay verdad —dijo el anciano señalando el pecho de la santa—. También aquí —prosiguió indicando el punto en el que, en el cuadro, acababa el hombro—. Pero ahí —dijo volviendo al centro del seno— todo es falso. No analicemos nada, sería desesperarte.
El anciano se sentó en un escabel, se sujetó la cabeza en las manos y permaneció mudo.
—Maestro —le dijo Porbus—, no obstante he estudiado muy bien este seno sobre el desnudo; pero, para nuestra desdicha, existen en la naturaleza efectos verdaderos que dejan de ser probables en el lienzo…
—¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta[810]! —exclamó con vivacidad el anciano interrumpiendo a Porbus con un gesto despótico—. ¡Si no, un escultor se libraría de todas sus fatigas modelando a una mujer! Bien, pues intenta modelar la mano de tu amante y ponerla ante ti, y hallarás un horrible cadáver sin ningún parecido, y no tendrás más remedio que ir a buscar el cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, sea capaz de figurarte su movimiento y su vida. Nosotros tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. ¡Los efectos! ¡los efectos!, pero si son los accidentes de la vida, y no la vida[811]. Una mano, ya que he tomado ese ejemplo, una mano no está solamente unida al cuerpo, expresa y prolonga un pensamiento que hay que captar y plasmar. ¡Ni el pintor, ni el poeta, ni el escultor deben separar el efecto de la causa, que están invenciblemente uno en la otra! Ahí está la auténtica lucha. Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer este tema del arte. ¡Vosotros dibujáis una mujer, pero no la veis! No es así como se consigue forzar el arcano[812] de la naturaleza. Vuestra mano reproduce, sin que vosotros lo penséis, el modelo que habéis copiado en el taller de vuestro maestro. No bajáis suficientemente a la intimidad de la forma[813], no la perseguís con suficiente amor y perseverancia en sus rodeos y en sus fugas. La belleza es una cosa solemne y difícil que no se deja alcanzar de ese modo; hay que esperar sus horas, espiarla, oprimirla y enlazarla estrechamente para forzarla a rendirse. La forma es un Proteo mucho más inasible y más fértil en repliegues que el Proteo de la fábula[814]; solo después de largos combates puede uno constreñirla a mostrarse bajo su verdadero aspecto; ¡pero vosotros! os conformáis con la primera apariencia que ella os entrega, o todo lo más con la segunda, o con la tercera; ¡no es así como actúan los victoriosos luchadores! Esos pintores invictos ya no se dejan engañar por todas esas evasivas; perseveran hasta que la naturaleza queda reducida a mostrarse desnuda por completo y en su auténtico espíritu. Así procedió Rafael[815] —dijo el anciano quitándose el bonete de terciopelo negro para expresar el respeto que le inspiraba el rey del arte—; su gran superioridad procede del sentido íntimo que, en él, parece querer romper la forma. La forma es, en sus figuras, lo que es entre nosotros: una mediación para comunicarse ideas, sensaciones, una amplia poesía. Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime, teñido de luz, designado por una voz interior, despojado por un dedo celestial que ha mostrado, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión. Vosotros les componéis a vuestras mujeres hermosos vestidos de carne, hermosos paños de cabellos, pero ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y que causa efectos particulares? Tu santa es una mujer morena, pero esto, mi pobre Porbus, ¡es de una rubia! Vuestras figuras son así pálidos fantasmas coloreados que nos paseáis por delante de los ojos, y a eso lo llamáis pintura y arte. ¡Por haber hecho algo que se parece más a una mujer que a una casa, pensáis haber alcanzado la meta, y, tan orgullosos de no tener que escribir al lado de vuestras figuras currus venustus o pulcher homo[816], como los primeros pintores, os imagináis que sois maravillosos artistas! ¡Ja! ¡ja!, aún no habéis llegado ahí, compañeros del alma, tendréis que desgastar muchos lápices, llenar muchos lienzos antes de llegar. ¡Por descontado, una mujer lleva la cabeza de esta manera, se sujeta la falda así, sus ojos languidecen y se funden con ese aire de dulzura resignada; la sombra palpitante de las pestañas flota así sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué falta? Un nada, pero ese nada lo es todo. Vosotros tenéis la apariencia de la vida, pero no expresáis su exceso que desborda, ese no sé qué que tal vez sea el alma y que flota nubosamente por encima del envoltorio; en fin, esa flor de vida que sorprendieron Tiziano y Rafael. Partiendo del punto extremo al que vosotros llegáis, tal vez se hiciera excelente pintura; pero os cansáis demasiado pronto. El vulgar admira, y el auténtico entendido sonríe. ¡Oh, Mabuse[817]!, ¡oh, maestro mío! —añadió aquel singular personaje—, ¡eres un ladrón, te llevaste la vida contigo! Salvo eso —prosiguió—, este lienzo vale más que las pinturas de ese bellaco de Rubens, con sus montañas de carnes flamencas espolvoreadas de bermellón, sus oleadas de cabelleras pelirrojas, y su alboroto de colores. Cuando menos, vos tenéis color, sentimiento y dibujo, las tres partes esenciales del arte.
—¡Pero si esta santa es preciosa, buen hombre! —exclamó con voz fuerte el muchacho saliendo de una profunda abstracción—. Estas dos figuras, la de la santa y la del barquero, tienen una finura de intención ignorada por los pintores italianos. No conozco a uno solo capaz de inventarse la indecisión del barquero[818].
—¿Es de vos este bribonzuelo? —preguntó Porbus al anciano.
—¡Ah!, maestro, perdonad mi osadía —contestó el neófito sonrojándose—. Soy desconocido, pero emborronador por instinto, y he llegado hace poco a esta ciudad, fuente de toda ciencia.
—¡Manos a la obra! —le dijo Porbus presentándole un lápiz rojo y una hoja de papel.
El desconocido copió con presteza la María en trazado.
—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el anciano—. ¿Os llamáis?
El joven escribió abajo Nicolas Poussin[819].
—Pues no está mal para un principiante —dijo el singular personaje que tan alocadamente discutía—. Veo que se puede hablar de pintura delante de ti. No te recrimino por haber admirado la santa de Porbus. Es una obra maestra para todo el mundo, y tan solo los iniciados en los más íntimos arcanos del arte pueden descubrir en qué peca. Pero ya que eres digno de la lección, y capaz de entender, voy a hacerte ver cuán poca cosa haría falta para completar esta obra. Sé todo ojos y todo atención, quizá nunca se te vuelva a presentar una ocasión semejante de instruirte. ¿Tu paleta, Porbus?
Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El ancianillo se remangó con un movimiento de convulsiva brusquedad, metió el pulgar en la paleta jaspeada y repleta de tonos que Porbus le tendía; le arrancó de las manos más que cogió un puñado de pinceles de todas las dimensiones, y su barba recortada en punta se removió de pronto por amenazadores esfuerzos que expresaban el prurito de una amorosa fantasía. Mientras cargaba el pincel de color, farfullaba entre dientes: «Estos sí que son tonos como para tirarlos por la ventana junto con el que los ha compuesto, son de una crudeza y de una falsedad que subleva, ¿cómo pintar con esto?». Después mojaba con febril vivacidad la punta del pincel en los diferentes montones de colores, cuya escala entera recorría algunas veces más rápido de lo que recorre un organista de catedral la extensión de su teclado en el O Filii de Semana Santa[820].
Porbus y Poussin permanecían inmóviles cada uno a un lado del lienzo, sumergidos en la más vehemente contemplación.
—¿Ves, muchacho —decía el anciano sin volverse—, ves cómo por medio de tres o cuatro toques y una pequeña veladura azulada se podía hacer circular el aire alrededor de la cabeza de esta pobre santa que debía de estarse asfixiando y de sentirse presa en esa espesa atmósfera? ¡Mira cómo revolotea ahora este paño, y cómo se comprende que lo levanta la brisa! Antes parecía una tela almidonada y prendida con alfileres. ¿Observas lo bien que da el reluciente satinado que acabo de colocar sobre el pecho la grasa elasticidad de una piel de muchacha, y cómo calienta el tono mezclado de marrón rojo y de ocre calcinado la gris frialdad de esa gran sombra en la que la sangre se congelaba en vez de fluir? Muchacho, muchacho, esto que te estoy enseñando, ningún maestro podría enseñártelo. Mabuse era el único que poseía el secreto de dar vida a las figuras. Mabuse no tuvo más que un alumno, que soy yo. ¡Yo no los he tenido, y soy viejo! Tú tienes bastante inteligencia para adivinar el resto, en lo que te permito atisbar.
Mientras hablaba, el extraño anciano iba tocando todas las partes del cuadro: aquí dos pinceladas, allá una sola, pero siempre tan a propósito que se hubiese dicho una nueva pintura, pero una pintura empapada de luz. Trabajaba con tan apasionado ardor que el sudor se perlaba[821] en la frente desnuda, iba a tal velocidad mediante movimientos pequeños tan impacientes, tan entrecortados, que para el joven Poussin parecía que hubiese en el cuerpo de aquel extraño personaje un demonio que actuaba a través de sus manos tomándolas fantásticamente contra la voluntad del hombre; el brillo sobrenatural de sus ojos, sus convulsiones que parecían efecto de algún tipo de resistencia, daban a aquella idea un semblante de verdad que necesariamente había de obrar sobre una imaginación joven. Iba diciendo: «¡Paf, paf, paf! ¡Así se unta, muchacho! ¡Venid, pinceladitas mías, doradme vosotras este tono glacial! ¡Venga, vamos! ¡Pom!, ¡pom!, ¡pom!», decía, calentando las partes en las que había señalado un defecto de vida, haciendo desaparecer con unas cuantas placas de color las diferencias de temperamento, y restableciendo la uniformidad de tono que pedía una ardiente egipcia[822].
—Fíjate, muchacho, la única pincelada que cuenta es la última. Porbus ha dado cien, yo no doy más que una. Nadie nos agradece lo que está debajo. ¡Entérate bien de esto!
Por fin aquel demonio se detuvo y, volviéndose hacia Porbus y Poussin mudos de admiración, les dijo:
—Y, con todo, no le llega a mi Catherine Lescault[823]; no obstante, podría uno poner su nombre al pie de semejante obra. Sí, yo la firmaría —añadió levantándose para tomar un espejo en el que la miró—. Ahora, vamos a almorzar —dijo—. Venid los dos a mi casa. ¡Tengo jamón ahumado, buen vino! ¡Je! ¡je!, ¡a pesar de los malos tiempos que corren, hablaremos de pintura! Capaces somos. Este es un muchachito —añadió dando un golpe en el hombro de Nicolas Poussin— que tiene facilidad.
Advirtiendo entonces la lamentable casaca del normando, se sacó del cinturón una escarcela de piel, hurgó en ella, sacó dos monedas de oro, y enseñándoselas dijo:
—Te compro el dibujo.
Cógelo —dijo Porbus a Poussin viéndolo estremecerse y sonrojarse de vergüenza, porque tenía el orgullo del pobre—. Vamos, cógelo, ¡lleva en la bolsa el rescate de dos reyes!
Bajaron los tres del taller y fueron andando, departiendo sobre las artes, hasta una hermosa casa de madera, situada cerca del puente Saint-Michel[824], y cuyos ornamentos, la aldaba, los marcos de ventana, los arabescos, maravillaron a Poussin. El pintor en ciernes se halló de repente en una sala baja, ante un buen fuego, junto a una mesa repleta de apetitosos manjares, y, por una dicha inaudita, en la compañía de dos grandes artistas llenos de campechanía.
—Muchacho —le dijo Porbus viéndole pasmado delante de un cuadro—, no miréis demasiado ese lienzo, caeríais en la desesperación.
Era el Adán que hizo Mabuse para salir de la cárcel en la que tanto tiempo le retuvieron sus acreedores[825]. Aquella figura ofrecía, en efecto, tal fuerza de realidad, que Nicolas Poussin empezó a partir de aquel momento a comprender el verdadero sentido de las confusas palabras dichas por el anciano. Este miraba el cuadro con aire satisfecho, pero sin entusiasmo, y parecía decir: «¡Yo he hecho cosas mejores!».
—Hay vida —dijo—, mi pobre maestro se superó a sí mismo en él; pero aún faltaba un poco de verdad en el fondo del lienzo. El hombre sí está vivo, se levanta y va a echar a andar hacia nosotros. Pero el aire, el cielo, el viento que respiramos, vemos y sentimos, no están. ¡Además, no deja de haber ahí solamente un hombre! Ahora bien, el único hombre que acaba de salir de las manos de Dios, debía de tener algo divino que falta. El propio Mabuse lo decía con desdén cuando no estaba ebrio.
Poussin miraba alternativamente al anciano y a Porbus con inquieta curiosidad. Se acercó a este como para preguntarle el nombre de su huésped; pero el pintor se puso un dedo en los labios con aire de misterio, y el joven, vivamente interesado, permaneció en silencio, con la esperanza de que tarde o temprano alguna palabra le permitiría adivinar el nombre del huésped, de cuya riqueza y cuyos talentos quedaba suficiente constancia por el respeto que Porbus le testimoniaba, y por las maravillas amontonadas en aquella sala.
Poussin, viendo encima del oscuro revestimiento de roble un magnífico retrato de mujer, exclamó:
—¡Qué hermoso Giorgione[826]!.
—¡No! —contestó el anciano—, estáis viendo uno de mis primeros borrones.
—¡Diantre!, o sea, que entonces estoy en casa del dios de la pintura —dijo ingenuamente Poussin.
El anciano sonrió como hombre familiarizado desde hacía mucho con aquel elogio.
—¡Maestro Frenhofer! —dijo Porbus—, ¿no podríais mandar que me trajeran un poco de vuestro excelente vino del Rin?
—Dos toneles[827] —contestó el anciano—. Uno para desquitarme del placer que he tenido esta mañana viendo a tu linda pecadora, y el otro como regalo de amistad.
—¡Ah!, si yo no estuviera siempre enfermo —prosiguió Porbus—, y si quisiérais dejarme ver a vuestra Belle Noiseuse, podría hacer alguna pintura alta, ancha y honda, en la que las figuras serían de tamaño natural.
—Enseñar mi obra —exclamó el anciano muy emocionado—. No, no, aún debo perfeccionarla. Ayer, hacia última hora —dijo—, creí haber acabado. Sus ojos me parecían húmedos, su carne estaba agitada. Las trenzas de sus cabellos ondulaban. ¡Respiraba! Aunque haya encontrado modo de plasmar en un lienzo plano el relieve y la redondez de la naturaleza, esta mañana, al clarear, he reconocido mi error. ¡Ah!, para llegar a ese glorioso resultado, he estudiado a fondo a los grandes maestros del color, he ido analizando y levantando capa por capa los cuadros de Tiziano, ese rey de la luz; he hecho, al igual que ese soberano pintor, esbozos de mi rostro en un tono claro con una pasta flexible y nutrida, porque la sombra no es sino un accidente, quédate con eso, criatura. Después he vuelto sobre mi obra, y, por medio de medias tintas y de veladuras cuya transparencia iba disminuyendo cada vez más, he plasmado las más vigorosas sombras y hasta los negros más trabajados; porque las sombras de los pintores ordinarios son de otra naturaleza que sus tonos iluminados; es madera, bronce, es todo lo que queráis, excepto carne en la sombra. Siente uno que si su figura cambiara de posición, los sitios sombreados no se limpiarían y no se volverían luminosos. ¡He evitado ese defecto en el que han caído muchos de los más ilustres, y en mí la blancura se revela bajo la opacidad de la sombra más persistente! Al igual que una legión de ignorantes que se figuran que dibujan correctamente porque hacen un trazo cuidadosamente desbarbado, yo no he marcado secamente los bordes exteriores de mi figura ni resaltado hasta el mínimo detalle anatómico, porque el cuerpo humano no termina en líneas. En esto, los escultores pueden acercarse a la verdad más que nosotros. La naturaleza conlleva una serie de redondeces que se envuelven unas en otras. ¡Hablando en rigor, el dibujo no existe! ¡No os riáis, joven! Por muy singulares que estas palabras os parezcan, algún día comprenderéis sus razones. La línea es el medio mediante el cual se da cuenta el hombre del efecto de la luz sobre los objetos; pero no hay líneas en la naturaleza, en la que todo está lleno: ¡modelando es como se dibuja, es decir, como se destacan las cosas del medio en el que están, la distribución de la luz es la única que da la apariencia al cuerpo! Por eso no he definido las líneas, he esparcido por los contornos una nube de medias tintas rubias y cálidas que hacen que uno no pueda indicar con precisión el sitio en el que se reúnen los contornos con los fondos. De cerca, este trabajo parece algodonoso y parece carecer de precisión, pero a dos pasos todo se consolida, se define y se destaca; el cuerpo gira, las formas cobran realce, se siente el aire circular todo alrededor. No obstante, aún no estoy contento, tengo dudas. Tal vez hiciera falta no dibujar un solo trazo, y valiera más atacar una figura por el medio aferrándose primero a los realces más iluminados, para luego pasar a las porciones más oscuras. ¿No es así como procede el sol, ese divino pintor del universo? ¡Oh!, ¡naturaleza, naturaleza!, ¡quién te habrá sorprendido nunca en tus fugas! Fijaos, la demasía de ciencia, al igual que la ignorancia, llega a una negación. ¡Dudo de mi obra!
El anciano hizo una pausa, después prosiguió:
—Llevo diez años, joven, trabajando; pero ¿qué son diez añitos de nada cuando se trata de luchar con la naturaleza? ¡Ignoramos el tiempo que tardó el señor Pigmalión[828] para hacer la única estatua que caminó!
El anciano cayó en una profunda ensoñación, y se quedó con los ojos fijos jugueteando maquinalmente con el cuchillo.
—Ya está de conversación con su espíritu —dijo Porbus en voz baja[829].
Al oír aquellas palabras, Nicolas Poussin se sintió bajo el poder de una inexplicable curiosidad de artista. Aquel anciano de ojos blancos, atento y estúpido, convertido para él en más que un hombre, se le apareció como un genio caprichoso que vivía en una esfera desconocida. Despertaba mil ideas confusas dentro del alma. El fenómeno moral de esa especie de fascinación no puede definirse, así como tampoco puede traducirse la emoción suscitada por un canto que recuerda la patria en el corazón del exilado. El desprecio que aquel anciano fingía expresar por las más hermosas tentativas del arte, su riqueza, sus modales, las deferencias de Porbus para con él, aquella obra mantenida secreta tanto tiempo, obra de paciencia, obra de genio seguramente, si había que prestar crédito a la cabeza de virgen que con tanta franqueza había admirado el joven Poussin, y que, hermosa aún, incluso junto al Adán de Mabuse, atestiguaba el imperial hacer de uno de los príncipes del arte; todo en aquel anciano iba más allá de los límites de la naturaleza humana. Cuanto la rica imaginación de Nicolas Poussin pudo captar de claro y de perceptible al ver a aquel ser sobrenatural era una imagen completa de la naturaleza artista, de esa naturaleza loca a la que tantos poderes se confían y que con tanta frecuencia abusa de ellos, llevándose a la fría razón, a los burgueses e incluso a algunos aficionados, a través de mil caminos pedregosos, allá donde, para ellos, nada hay; mientras que, retozona en sus fantasías, esa muchacha de blancas alas descubre epopeyas, castillos, obras de arte. ¡Naturaleza burlona y bondadosa, fecunda y pobre! Así, para el entusiasta Poussin, aquel anciano se había convertido, mediante una súbita transfiguración, en el arte mismo, en el arte con sus secretos, sus fogosidades y sus ensueños.
—Sí, mi querido Porbus —prosiguió Frenhofer—, hasta aquí me ha faltado encontrar una mujer irreprochable, un cuerpo cuyos contornos sean de belleza perfecta, y cuya carnación… Pero ¿en qué lugar se halla viva —dijo interrumpiéndose— esa inencontrable Venus de los antiguos, tantas veces buscada, y de la que nosotros apenas si hallamos algunas bellezas dispersas? ¡Oh!, por ver un momento, una sola vez, la naturaleza divina completa, el ideal, en fin, daría toda mi fortuna, pero ¡iré a buscarte a tus limbos, celestial belleza! Como Orfeo, bajaré al infierno del arte para traerme de él la vida[830].
—Podemos irnos de aquí —dijo Porbus a Poussin—, ¡ya no nos oye, no nos ve!
—Vamos a su taller —contestó el joven maravillado.
—¡Oh!, ese viejo reitre ha sabido guardar la entrada. Sus tesoros están demasiado bien guardados como para que podamos llegar hasta ellos. Yo no he esperado ni a vuestro parecer ni a vuestra fantasía para intentar el asalto al misterio.
—¿O sea, que hay un misterio?
—Sí —contestó Porbus—. El viejo Frenhofer es el único alumno que Mabuse consintió en tener. Convertido en amigo suyo, en su salvador, en su padre, Frenhofer sacrificó la mayor parte de sus tesoros en satisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabuse le legó el secreto del relieve, el poder de dar a las figuras esa vida extraordinaria, esa flor de naturaleza, nuestra eterna desesperación; pero cuyo hacer poseía él tan bien, que un día, que había vendido y se había bebido el damasco de flores con el que tenía que vestirse en la entrada de Carlos Quinto[831], acompañó a su maestro con un traje de papel pintado de damasco. El particular destello de la tela llevada por Mabuse sorprendió al emperador, quien, queriendo hacer que cumplimentaran por ella al protector del viejo borracho, descubrió la superchería[832]. Frenhofer es un hombre apasionado por nuestro arte que ve más alto y más lejos que los demás pintores. Ha meditado profundamente sobre los colores, sobre la verdad absoluta de la línea; pero, a fuerza de investigaciones, ha llegado a dudar del propio objeto de sus pesquisas. En sus momentos de desesperación, pretende que el dibujo no existe y que con trazos tan solo se pueden plasmar figuras geométricas; cosa que es demasiado absoluta, porque con el trazo y el negro, que no es un color, se puede hacer una figura; lo cual demuestra que nuestro arte está, como la naturaleza, compuesto por una infinidad de elementos; el dibujo da un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sin el esqueleto es una cosa más incompleta que el esqueleto sin la vida[833]. Y por fin, hay algo más cierto que todo esto, y es que la práctica y la observación lo son todo en un pintor, y que si el razonamiento y la poesía se pelean con los pinceles, se llega a la duda, como el hombrecillo en cuestión, que tiene tanto de loco como de pintor. Pintor sublime, tuvo la desgracia de nacer rico, cosa que le permitió divagar. ¡No le imitéis! ¡Trabajad!, los pintores no deben meditar más que con los pinceles en la mano.
—Conseguiremos entrar —exclamó Poussin, que ya no escuchaba a Porbus y ya no dudaba de nada.
Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desconocido, y le dejó invitándole a que fuera a verlo.
Nicolas Poussin volvió a pasos lentos hacia la calle de la Harpe[834], y rebasó sin darse cuenta el modesto albergue en el que se alojaba. Subiendo con inquieta prontitud su mísera escalera, llegó a una habitación alta, situada bajo una techumbre de entramado, ingenua y ligera cubrición de las casas del viejo París. Junto a la única y oscura ventana de aquella habitación, vio a una muchacha que, al ruido de la puerta, se incorporó repentinamente con un movimiento de amor; había reconocido al pintor en el modo como él había atacado al pestillo.
—¿Qué te pasa? —le dijo.
—¡Me pasa, me pasa —exclamaba él sofocándose de gusto— que me he sentido pintor! ¡Había dudado de mí hasta ahora, pero esta mañana he creído en mí mismo! ¡Puedo ser un gran hombre! ¡Fíjate, Gillette, seremos ricos, felices! En estos pinceles hay oro.
Pero de repente calló. Su rostro serio y vigoroso perdió su expresión de alegría cuando comparó la inmensidad de sus esperanzas con la mediocridad de sus recursos. Las paredes estaban cubiertas por simples papeles repletos de bocetos a lápiz. No poseía ni cuatro lienzos propios. Los colores tenían a la sazón alto precio, y el pobre gentilhombre[835] veía su paleta poco más o menos desnuda[836]. En el seno de aquella miseria, poseía y sentía increíbles riquezas de corazón, y la sobreabundancia de un genio devorador. Traído a París por un gentilhombre amigo suyo, o tal vez por su propio talento, repentinamente había encontrado allí una amante, una de esas almas nobles y generosas que vienen a sufrir junto a un gran hombre, que se desposan con sus miserias y se esfuerzan por comprender sus caprichos; fuertes para la miseria y el amor, como otras son intrépidas para llevar encima el lujo, para hacer alarde de su insensibilidad. La sonrisa errante en los labios de Gillette doraba aquel desván y rivalizaba con el resplandor del cielo. El sol no siempre brillaba, mientras que ella siempre estaba allí, recogida en su pasión, atada a su felicidad, a su sufrimiento, consolando al genio que desbordaba en el amor antes de apoderarse del arte[837].
—Escucha, Gillette, ven.
La obediente y alegre muchacha saltó a las rodillas del pintor. Era toda gracia, toda belleza, linda como una primavera, estaba adornada con todas las riquezas femeninas y las iluminaba con el fuego de una hermosa alma.
—¡Oh, Dios! —exclamó él—, nunca me atreveré a decirle…
—¿Un secreto? —prosiguió ella—. ¡Oh!, quiero saberlo.
Poussin se quedó abstraído.
—Vamos, dilo.
—¡Gillette!, ¡pobre corazón querido!
—¡Oh!, ¿quieres algo de mí?
—Sí.
—Si deseas que vuelva a posar delante de ti como el otro día —prosiguió ella con un mohincito enfadado—, nunca más consentiré; porque, en esos momentos, tus ojos ya no me dicen nada. Ya no piensas en mí, y sin embargo, me estás mirando.
—¿Preferirías verme copiar a otra mujer?
—Puede —dijo ella—, si fuera muy fea.
—Bueno —prosiguió Poussin con tono serio—, pues, ¿y si para mi futura gloria, si para hacerme un gran pintor tuvieras que ir a posar a casa de otro?
—Me quieres probar —dijo ella—. De sobra sabes que no iría.
Poussin inclinó la cabeza sobre el pecho como un hombre que sucumbe a una alegría o a un dolor demasiado fuerte para su alma.
—Escucha —dijo ella tirándole a Poussin de la manga de su desgastado justillo—, te tengo dicho, Nick, que daría mi vida por ti: pero nunca te he prometido, mientras yo viva, renunciar a mi amor.
—¿Renunciar? —exclamó Poussin.
—Si me mostrase así a otro, tú ya no me querrías. Y yo misma me encontraría indigna de ti. Obedecer a tus caprichos, ¿no es cosa natural y sencilla? A pesar mío soy feliz, e incluso estoy orgullosa de hacer tu amada voluntad. Pero ¡para otro!, vamos, quita[838].
—Perdona, Gillette mía —dijo el pintor arrojándose a sus rodillas—. Prefiero ser amado que glorioso. Para mí, eres más hermosa que la fortuna y los honores. Toma, tira mis pinceles, quema esos bocetos. Me he equivocado, mi vocación es amarte. No soy pintor, soy un enamorado. ¡Perezcan el arte y todos sus secretos!
¡Ella le admiraba, feliz, encantada! Ella reinaba, sentía instintivamente que las artes eran olvidadas a cambio de ella y arrojadas a sus pies como un grano de incienso.
—Sin embargo no es más que un anciano —prosiguió Poussin—. No podrá ver sino a la mujer en ti. ¡Eres tan perfecta!
—Hay que estar muy enamorada —exclamó ella dispuesta a sacrificar sus escrúpulos de amor para recompensar a su amante por todos los sacrificios que por ella hacía—. Pero —prosiguió— eso sería perderme. ¡Ah!, perderme por ti. ¡Sí, eso es muy bonito!, pero me olvidarás. ¡Oh!, ¡qué mal pensamiento es ese que has tenido!
—Lo he tenido y te quiero —dijo él con una especie de contrición—, pero entonces es que soy un infame.
—¿Por qué no consultamos al padre Hardouin? —dijo ella.
—¡Oh, no!, que sea un secreto entre nosotros dos.
—Bueno, iré; pero tú no estés —dijo ella—. Quédate a la puerta armado con tu daga; si grito, entra y mata al pintor.
No viendo más que su arte, Poussin estrechó a Gillette en sus brazos.
«¡Ya no me quiere!», pensó Gillette cuando se halló sola[839].
Ya se arrepentía de su resolución. Pero pronto fue presa de un espanto más cruel que su arrepentimiento; se esforzó en expulsar un horrible pensamiento que se elevaba en su corazón. Creía amar ya menos al pintor al sospecharle menos estimable[840].
II
CATHERINE LESCAULT
Tres meses después del encuentro de Poussin y Porbus, este fue a ver a maese Frenhofer. El anciano era a la sazón víctima de uno de esos profundos y espontáneos desánimos cuya causa está, si hemos de creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, el calor o algún abotargamiento de los hipocondrios; y, según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral[841]; el hombrecillo se había pura y simplemente extenuado rematando su misterioso cuadro. Estaba lánguidamente sentado en un amplio sitial de roble tallado, guarnecido de cuero negro, y, sin abandonar su melancólica actitud, lanzó sobre Porbus la mirada de un hombre que se había asentado en su propio tedio.
—Y bien, maestro —le dijo Porbus—, ¿era malo el ultramar que fuisteis a buscar a Brujas?, ¿no habéis sabido moler nuestro nuevo blanco?, ¿es malo nuestro aceite, o son duros los pinceles?
—¡Ah! —exclamó el anciano—, durante un momento he creído que mi obra estaba concluida; pero ciertamente me he equivocado en unos cuantos detalles y no me quedaré tranquilo hasta tanto no haya aclarado mis dudas. Me estoy decidiendo a viajar, y voy a ir a Turquía, a Grecia, a Asia, para buscar un modelo allí y comparar mi cuadro con diversos naturales. Tal vez ahí arriba[842] —prosiguió dejando escapar una sonrisa de contento— tenga a la propia naturaleza. A veces, casi tengo miedo de que un soplo me despierte a esa mujer y desaparezca.
Después se levantó de repente, como para marcharse.
—¡Oh!, ¡oh! —contestó Porbus—, llego a tiempo para evitaros el gasto y las fatigas del viaje.
—¿Cómo? —preguntó Frenhofer asombrado.
—El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza resulta sin imperfección ninguna. Pero, mi querido maestro, si él consiente en prestársosla, vos al menos tendréis que dejarnos ver vuestro lienzo.
El anciano se quedó de pie, inmóvil, en un estado de alelamiento perfecto.
—¡Cómo! —exclamó por fin dolorosamente—, ¿enseñar a mi criatura, a mi esposa[843]?, ¿desgarrar el velo con el que he tapado castamente mi felicidad? Pero ¡eso sería una espantosa prostitución! Hace diez años que vivo con esa mujer. Es mía, solo mía. Me quiere. ¿No me ha sonreído acaso a cada pincelada que le he dado? Tiene alma, el alma con la que yo la he dotado. Se sonrojaría si se detuvieran en ella otros ojos que no fueran los míos. ¡Darla a ver!, pero ¿qué marido, qué amante hay lo bastante vil como para conducir a su mujer al deshonor? Cuando haces un cuadro para la corte, no le pones toda tu alma, no les vendes a los cortesanos más que unos maniquíes coloreados. ¡Mi pintura no es una pintura, es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi taller, en él debe permanecer virgen, y no puede salir de él más que vestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan desnudas más que a sus amantes! ¿Poseemos las figuras de Rafael, a la Angélica del Ariosto, a la Beatriz del Dante? ¡No! ¡No vemos más que sus formas! ¡Bien! Pues la obra que yo mantengo allá arriba bajo mis cerrojos es una excepción en nuestro arte; no es un lienzo, ¡es una mujer! Una mujer con la que lloro, río, hablo y pienso. ¿Quieres que de pronto abandone una felicidad de diez años como quien arroja un abrigo? ¿Que de pronto deje de ser padre, amante y Dios[844]?. Esta mujer no es una criatura, es una creación. Que venga el joven ese, le daré mis tesoros, le daré cuadros del Correggio[845], de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la marca de sus pasos por el polvo; pero ¿hacer de él mi rival? ¡Vergüenza sobre mí!, ¡ah!, ¡ah!, soy todavía más amante que pintor. Sí, tendré fuerzas para quemar a mi Catherine en mi último suspiro; pero ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor?, ¡no, no! ¡Al día siguiente mataría a aquel que la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al instante a ti, amigo mío, si no la saludases de rodillas! ¿Quieres ahora que someta yo a mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? ¡Ah!, el amor es un misterio; tan solo tiene vida en el fondo de los corazones, y todo está perdido cuando un hombre le dice incluso a su amigo: «¡Esa es la mujer a la que amo!».
El anciano parecía haberse vuelto otra vez joven; sus ojos tenían brillo y vida; sus pálidas mejillas estaban matizadas por un encarnado vivo y le temblaban las manos. Porbus, asombrado de la apasionada violencia con la que fueron dichas aquellas palabras, no sabía qué contestar a un sentimiento tan nuevo como hondo. ¿Era Frenhofer razonable o estaba loco? ¿Se hallaba subyugado por una fantasía de artista, o procedían las ideas que había expresado de ese inexpresable fanatismo producido en nosotros por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Cabía esperar transigir nunca con aquella extraña pasión?
Presa de todos aquellos pensamientos, Porbus le dijo al anciano:
—Pero ¿no es mujer por mujer? ¿No abandona Poussin a su amante a vuestras miradas?
—Valiente amante —contestó Frenhofer—. Más pronto o más tarde lo traicionará. ¡La mía me será siempre fiel!
—¡Bueno! —prosiguió Porbus—, pues no se hable más. Pero antes de que encontréis, ni siquiera en Asia, una mujer tan hermosa, tan perfecta, quizá muráis sin haber acabado vuestro cuadro.
—¡Oh!, está acabado —dijo Frenhofer—. El que lo viera, creería distinguir una mujer tendida en un lecho de terciopelo, bajo unos cortinajes. Junto a ella un trípode de oro exhala perfumes. Tentaciones te darían de coger el borlón de los cordones que sostienen las cortinas, y te parecería ver el seno de Catherine reflejar el movimiento de su respiración. No obstante, sí quisiera tener la certeza…
—Pues vete a Asia —contestó Porbus apreciando una especie de vacilación en la mirada de Frenhofer. Y Porbus dio unos pasos hacia la puerta de la estancia.
En aquel momento habían llegado Gillette y Nicolas Poussin junto a la vivienda de Frenhofer. Cuando la muchacha se disponía a entrar, se soltó del brazo del pintor y retrocedió como si hubiera sido presa de algún repentino presentimiento.
—¿Pero qué es lo que vengo a hacer aquí? —preguntó a su amante con un profundo sonido de voz y mirándolo con ojos fijos.
—Gillette, te he dejado dueña y señora y quiero obedecerte en todo. Tú eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, yo seré más feliz, quizá, que si…
—¿Soy acaso dueña de mí cuando me hablas de ese modo? ¡Oh!, no, no soy más que una niña. Vamos —añadió pareciendo hacer un violento esfuerzo—, si perece nuestro amor, y si pongo en mi corazón una larga añoranza, ¿no será acaso la celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos; estar siempre como un recuerdo en tu paleta será seguir viviendo[846].
Al abrir la puerta de la casa, los dos amantes se tropezaron con Porbus, que, sorprendido por la belleza de Gillette, cuyos ojos estaban a la sazón llenos de lágrimas, la estrechó, toda temblorosa, y, llevándola ante el anciano:
—Mirad —dijo—, ¿no vale acaso todas las obras maestras del mundo?
Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí, en la actitud ingenua y sencilla de una joven georgiana inocente y asustada, raptada y presentada por unos bandoleros a algún mercader de esclavos[847]. Un púdico rubor sonrojaba su rostro, tenía los ojos bajos, las manos le colgaban a los costados, y unas lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su modestia. En aquel momento, Poussin, desesperado por haber sacado aquel hermoso tesoro de su desván, se maldijo a sí mismo. Se volvió más amante que artista, y mil escrúpulos le torturaron el corazón cuando vio los ojos rejuvenecidos del anciano, que, por costumbre de pintor, desvistió, por así decir, a aquella muchacha adivinando sus más secretas formas. Volvió entonces a los feroces celos del verdadero amor.
—¡Gillette, vámonos! —exclamó.
A aquel acento, a aquel grito, su amante, alegre, alzó los ojos hacia él, lo vio, y corriendo a sus brazos:
—¡Ah!, o sea, que me quieres —contestó deshaciéndose en llanto.
Tras haber tenido la energía de callar su sufrimiento, le faltaban las fuerzas para ocultar su felicidad.
—¡Oh!, dejádmela un rato —dijo el viejo pintor—, y la compararéis con mi Catherine. Sí, consiento[848].
Había aún amor en el grito de Frenhofer. Parecía tener coquetería por su simulacro de mujer, y disfrutar de antemano del triunfo que la belleza de su virgen[849] iba a lograr sobre la de una auténtica muchacha.
—No le dejéis desdecirse —exclamó Porbus dando un golpe en el hombro de Poussin—. Los frutos del amor se pasan rápidamente, los del arte son inmortales[850].
—¿De modo —contestó Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus—, que para él no soy más que una mujer? —Alzó la cabeza con orgullo; pero cuando, tras haber lanzado una chispeante mirada a Frenhofer, vio a su amante ocupado en contemplar de nuevo el retrato que no hacía mucho había tomado por un Giorgione dijo—: ¡Ah!, ¡subamos! A mí no me ha mirado nunca así[851].
—Anciano —prosiguió Poussin arrancado de su meditación por la voz de Gillette—, mira esta espada, te la clavaré en el corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta muchacha, prenderé fuego a tu casa y de ella no saldrá nadie. ¿Entiendes?
Nicolas Poussin estaba sombrío. Sus terribles palabras, su actitud y su gesto consolaron a Gillette, que casi le perdonó que la sacrificara a la pintura y a su glorioso porvenir. Porbus y Poussin se quedaron a la puerta del taller, mirándose uno a otro en silencio. Si bien, al principio, el pintor de la María Egipciaca se permitió algunas exclamaciones: «¡Ah!, se está desnudando. ¡Le está diciendo que se ponga a la luz! ¡La está comparando!», pronto se calló ante el aspecto de Poussin, cuyo rostro estaba profundamente triste; y, aunque los viejos pintores ya no tienen esos escrúpulos, tan pequeños en presencia del arte, los admiró, tan ingenuos y lindos eran. El joven tenía la mano en las guardas de su daga y el oído casi pegado a la puerta. Ambos, en la sombra y de pie, parecían así dos conspiradores esperando la hora de asestar el golpe a un tirano.
—Entrad, entrad —les dijo el anciano resplandeciendo de felicidad—. Mi obra es perfecta, y ahora puedo enseñarla con orgullo. ¡Nunca pintor, pinceles, colores, lienzo ni luz alguna serán rival para Catherine Lescault!
Presa de viva curiosidad, Porbus y Poussin corrieron al medio de un amplio taller cubierto de polvo, en donde todo estaba en desorden, en donde vieron aquí y allá cuadros colgados de las paredes. Se detuvieron inicialmente ante una figura de mujer de tamaño natural, semidesnuda, y por la que quedaron sobrecogidos de admiración.
—¡Oh!, no os detengáis en eso —dijo Frenhofer—, es un lienzo que emborroné para estudiar una pose, ese cuadro no vale nada. Ahí tenéis mis errores —prosiguió señalándoles arrebatadoras composiciones colgadas por las paredes, alrededor de ellos.
Ante aquellas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos de aquel desdén por semejantes obras, buscaron el anunciado retrato, sin conseguir verlo.
—¡Bien!, ¡pues helo aquí! —les dijo el anciano cuyos cabellos estaban en desorden, cuyo rostro estaba inflamado por una exaltación sobrenatural, cuyos ojos chispeaban, y que jadeaba como un joven ebrio de amor—. ¡Ah!, ¡ah! —exclamó—, ¡no esperábais tanta perfección! Estáis ante una mujer y buscáis un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, el aire es en él tan auténtico, que no podéis distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! Aquí tenéis las propias formas de una muchacha. ¿No he captado bien el color, lo vivo de la línea que parece rematar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos presentan los objetos que están en la atmósfera como los peces en el agua? Admirad cómo los contornos se destacan del fondo. ¿No parece acaso que podéis pasar la mano por esa espalda? Por lo mismo, durante siete años, he estado estudiando los efectos del acoplamiento de la luz y de los objetos. Y esos cabellos, ¿no los inunda la luz? Pero ¡si ha respirado, creo yo! Ese seno, ¿veis? ¡Ah!, ¿quién no querría adorarla de rodillas? Las carnes palpitan. Se va a levantar, esperad.
—¿Vos veis algo? —preguntó Poussin a Porbus.
—Yo no. ¿Y vos?
—Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis, y miraron si acaso la luz, al caer cenital sobre el lienzo que aquel les mostraba, neutralizaba todos sus efectos; examinaron entonces la pintura poniéndose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose alternativamente.
—Sí, sí, es un lienzo —les decía Frenhofer engañándose sobre la finalidad de aquel escrupuloso examen—. Mirad, aquí está el bastidor, el caballete, por fin aquí tenéis mis colores, mis pinceles —y se apoderó de una brocha que les presentó en un ingenuo movimiento.
—Este viejo lansquenete[852] se está burlando de nosotros —dijo Poussin volviendo ante el supuesto cuadro—. Yo aquí no veo más que colores confusamente amasados y contenidos en una multitud de líneas extrañas que forman una muralla de pintura.
—Nos equivocamos, mirad —prosiguió Porbus.
Al acercarse, distinguieron en una esquina del lienzo la punta de un pie descalzo que salía de aquel caos de colores, de tonos, de indecisos matices, especie de niebla sin forma; pero un pie delicioso, ¡un pie vivo! Se quedaron petrificados de admiración ante aquel fragmento salvado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros[853] que surgiese entre los escombros de una villa incendiada.
—Hay una mujer ahí debajo —exclamó Porbus haciendo observar a Poussin las diversas capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente creyendo perfeccionar su pintura.
Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, comenzando a explicarse, pero difusamente, el éxtasis en el cual vivía.
—Él va de buena fe —dijo Porbus.
—Sí, amigo mío —contestó el anciano despertándose—, hace falta fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con la propia obra para producir una creación semejante. Algunas de esas sombras me han dado mucho que hacer. Mirad, tiene ahí en la mejilla, por debajo de los ojos, una ligera penumbra que, si la observáis en la naturaleza, os parecerá casi intraducible. Bien, ¿creéis que el reproducir ese efecto no me ha costado inauditos esfuerzos? Pero también, mi querido Porbus, mira atentamente mi trabajo, y comprenderás mejor lo que te decía sobre el modo de tratar el modelado y los contornos; mira la luz del seno, y observa cómo, mediante una serie de pinceladas y realces intensamente empastados, he conseguido captar la auténtica luz y combinarla con la reluciente blancura de los tonos iluminados; y cómo, mediante un trabajo contrario, borrando los resaltes y el grano de la masa, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura anegado en el medio tono, quitar hasta la idea de dibujo y de medios artificiales, y darle el aspecto y la propia rotundidad de la naturaleza. Acercáos, veréis mejor ese trabajo. De lejos, desaparece. ¿Veis?, ahí es, creo yo, muy notable —y con la punta del pincel les señalaba a los dos pintores una masa de color claro.
Porbus golpeó en el hombro del anciano volviéndose hacia Poussin:
—¿Sabéis que en él vemos a un pintor muy grande? —dijo.
—Es aún más poeta que pintor[854] —contestó gravemente Poussin.
—Aquí —prosiguió Porbus tocando el lienzo— acaba nuestro arte en la tierra.
—Y, de ahí, va a perderse en los cielos —dijo Poussin.
—¡Cuántos goces en este trozo de lienzo! —exclamó Porbus.
El anciano absorto no los escuchaba, y sonreía a aquella mujer imaginaria.
—Pero, más pronto o más tarde, se dará cuenta de que en el lienzo no hay nada —exclamó Poussin.
—¿Que no hay nada en el lienzo? —dijo Frenhofer mirando alternativamente a los dos pintores y a su presunto cuadro.
—¿Qué habéis hecho? —contestó Porbus a Poussin.
El anciano asió con fuerza el brazo del joven y le dijo:
—¡No ves nada, manant[855]!. Maheustre![856]. ¡Putico[857]!. ¿Entonces a qué has subido aquí? Mi buen Porbus —prosiguió volviéndose hacia el pintor—, ¿os estáis burlando vos también de mí?, contestad. Soy amigo vuestro, decid, ¿es que he estropeado mi cuadro[858]?.
Porbus, indeciso, no se atrevió a decir nada; pero la ansiedad pintada en la blanca fisonomía del anciano era tan cruel que señaló el lienzo diciendo:
—¡Mirad!
Frenhofer contempló su cuadro durante un momento y se tambaleó.
—¡Nada, nada! Y haber trabajado diez años.
Se sentó y se echó a llorar.
—¡O sea, que soy un imbécil, un loco! ¡O sea, que no tengo ni talento, ni capacidad, que ya no soy más que un hombre rico que, al andar, no hace más que andar! ¡O sea, que no he producido nada!
Contempló su lienzo a través de las lágrimas, se levantó de pronto con orgullo y arrojó sobre los dos pintores una chispeante mirada.
—¡Por la sangre, por el cuerpo, por la cabeza de Cristo, sois unos envidiosos que quieren hacerme creer que está estropeada para robármela! ¡Pues yo la veo! —gritó—, y es maravillosamente hermosa.
En aquel momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
—¿Qué te pasa, ángel mío? —le preguntó el pintor súbitamente enamorado de nuevo.
—¡Mátame! —dijo ella—. Sería una infame por seguirte queriendo, porque te desprecio. Eres mi vida, y me espantas. Creo que ya te odio[859].
Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer volvía a cubrir a su Catherine con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un vendedor de alhajas que cierra sus gavetas creyéndose en compañía de diestros ladrones. Arrojó sobre los dos pintores una mirada profundamente socarrona, llena de desprecio y de recelo, y los echó silenciosamente a la puerta de su taller con convulsiva prontitud. Después les dijo en el umbral de su vivienda:
—Adiós, amiguitos.
Aquel adiós les heló. Al día siguiente, Porbus, preocupado, volvió a ver a Frenhofer, y se enteró de que había muerto durante la noche, tras haber quemado sus lienzos[860].
París, febrero de 1832