MELMOTH RECONCILIADO[388]
AL SEÑOR GENERAL BARÓN DE POMMEREUL[389],
En recuerdo de la constante amistad
que unió a nuestros padres
y que pervive entre los hijos.
DE BALZAC
Existe una especie de hombres que la Civilización obtiene en el reino social, igual que los floristas crean en el reino vegetal, mediante el cultivo de invernadero, una especie híbrida que no pueden reproducir ni por siembra ni por esqueje. Ese hombre es el cajero[390], auténtico producto antropomorfo, regado por las ideas religiosas, mantenido por la guillotina, podado por el vicio, y que crece en un tercer piso[391] entre una estimable mujer y unos enojosos niños. El número de los cajeros en París será siempre un problema para el fisiólogo. ¿Ha comprendido alguien alguna vez los términos de la ecuación cuya X conocida es un cajero? ¿Hallar un hombre que esté sin cesar en presencia de la fortuna como un gato delante de un ratón enjaulado[392]?. ¿Hallar un hombre que tenga la propiedad de permanecer sentado en un sillón de caña, en una celdilla enrejada, sin poder dar en ella más pasos que un teniente de navío en su cabina, durante las siete octavas partes del año y durante entre siete y ocho horas diarias? ¿Encontrar un hombre que no se anquilose en ese oficio ni las rodillas ni las apófisis de la pelvis? ¿Un hombre que tenga la grandeza suficiente para ser pequeño? ¿Un hombre que pueda asquearse del dinero a fuerza de manejarlo? Pídanle este producto a cualquier Religión, a cualquier Moral, a cualquier Colegio, a cualquier Institución, y denles París[393], esa ciudad de tentaciones, esa sucursal del infierno, como medio en el que será plantado el cajero. Pues bien, desfilarán uno tras otro las Religiones, los Colegios, las Instituciones, las Morales, vendrán a ustedes todas las Leyes grandes y pequeñas como viene un amigo íntimo al que piden ustedes un billete de mil francos. Adoptarán un aire de duelo, se untarán la cara de afeites, les mostrarán a ustedes la guillotina, igual que su amigo les indicará la morada del usurero o una de las cien puertas del hôpital[394]. No obstante, la naturaleza moral tiene sus caprichos, se permite producir aquí y allá personas honradas y cajeros[395]. Por lo mismo, esos corsarios a los que condecoramos con el nombre de banqueros y que toman una licencia de mil escudos igual que un pirata toma sus patentes de corso[396], tienen tal veneración por esos singulares productos de las incubaciones de la virtud, que los enjaulan en habitáculos con el fin de conservarlos igual que los Gobiernos conservan los animales curiosos. Si el cajero tiene imaginación, si el cajero tiene pasiones, o si el cajero más perfecto ama a su mujer, y esa mujer se aburre, tiene ambición o simplemente vanidad, el cajero se disuelve. Indaguen en la historia de la caja: no citarán un solo ejemplo del cajero que consigue lo que se llama una posición. Van a presidio, van al extranjero o vegetan en algún segundo piso, en la calle Saint-Louis, en el Marais[397]. Cuando los cajeros parisinos hayan reflexionado sobre su intrínseco valor, un cajero tendrá un precio exorbitante. Cierto es que algunas personas no pueden ser más que cajeros, como otros son invenciblemente bribones[398]. ¡Extraña civilización! La Sociedad concede a la Virtud cien luises de renta para su vejez, un segundo piso, pan a discreción, unos cuantos pañuelos de cuello nuevos, y una anciana acompañada de sus hijos. En cuanto al Vicio, si alguna osadía tiene, si puede sortear hábilmente un artículo del Código igual que Turenne sorteaba a Montécuculli[399], la Sociedad legitima sus millones robados, le arroja lazos, lo rellena de honores y lo abruma con consideraciones. El Gobierno, por otro lado, está en armonía con esta Sociedad profundamente ilógica. El Gobierno recluta de entre las jóvenes inteligencias, entre los dieciocho y los veinte años, una quinta de talentos precoces; desgasta mediante un trabajo prematuro grandes cerebros a los que convoca con el fin de escogerlos en la tabla, igual que hacen los jardineros con sus semillas. Adiestra en ese oficio a tribunales sopesadores de talentos que contrastan los cerebros igual que se contrasta el oro en la Fábrica de la Moneda. Después, de las quinientas cabezas calentadas en la esperanza que la más avanzada población le da anualmente, acepta un tercio, lo mete en grandes sacos llamados sus Escuelas, y en ellas lo remueve durante tres años. Aunque cada uno de estos injertos representa enormes capitales, por así decir, los convierte en cajeros; los llama ingenieros ordinarios, los emplea como capitanes de artillería; en fin, les asegura lo más elevado de cuanto existe en los grados subalternos. Después, cuando esos hombres de primera, cebados de matemáticas y atiborrados de ciencia, han alcanzado la edad de cincuenta años, les procura como recompensa por sus servicios el tercer piso, la mujer acompañada de niños y todas las delicias de la mediocridad. ¿No es un milagro que de ese Tontipueblo se escapen cinco o seis hombres superiores que escalan las cúspides sociales?
Esto es el equilibrio exacto del Talento y de la Virtud, en sus relaciones con el Gobierno y la Sociedad en una época que se cree progresista. De no ser por esta observación preparatoria, una aventura recientemente acaecida en París parecería inverosímil[400], mientras que, dominada por este sumario, tal vez pueda tener ocupadas a las mentes lo suficientemente superiores como para haber adivinado las auténticas plagas de nuestra civilización, que desde 1815[401] sustituyó el principio Honor por el principio Dinero.
Un oscuro día de otoño, hacia las cinco de la tarde, el cajero de una de las más sólidas casas de banca de París se hallaba aún trabajando al resplandor de una lámpara encendida ya desde hacía algún tiempo. Siguiendo los usos y costumbres del comercio, la caja estaba situada en la parte más oscura de un entresuelo angosto y de baja estofa. Para llegar a él, era preciso atravesar un pasillo iluminado por tragaluces de medianería, y que seguía la hilera de los despachos cuyas puertas etiquetadas parecían las de un establecimiento de baños. El portero llevaba diciendo flemáticamente desde las cuatro, según su consigna: La caja está cerrada. En aquel momento, los despachos estaban desiertos, los correos despachados, los empleados se habían ido, las mujeres de los jefes de la casa esperaban a sus amantes, los dos banqueros estaban cenando en casa de las suyas. Todo estaba en orden. El sitio en el que se habían precintado a fuerza de hierro las cajas fuertes se encontraba detrás del habitáculo enrejado del cajero, seguramente ocupado en hacer caja. El mostrador abierto permitía ver un armario de hierro moteado por el martillo, que, gracias a los descubrimientos de la cerrajería moderna, pesaba de tal manera que los ladrones no se lo hubiesen podido llevar. Aquella puerta tan solo se abría a la voluntad de aquel que sabía escribir las palabras reglamentarias cuyo secreto conservan las letras de la cerradura sin dejarse corromper, hermosa realización del ¡Sésamo, ábrete! de Las mil y una noches[402]. Y aun aquello no era nada. Aquella cerradura soltaba un trabucazo a la cara de aquel que, habiendo sorprendido la contraseña, ignoraba un último secreto, la ultima ratio del dragón de la Mecánica. La puerta de la habitación, las paredes de la habitación, los postigos de las ventanas de la habitación, toda la habitación estaba provista de láminas de chapa de cuatro líneas[403] de grosor, disimuladas por un ligero revestimiento de madera. Aquellos postigos habían sido corridos, aquella puerta había sido cerrada. Si alguna vez pudo un hombre creerse en una soledad profunda y lejos de todas las miradas, ese hombre era el cajero de la casa Nucingen y compañía, en la calle Saint-Lazare[404]. De modo que reinaba el mayor silencio en aquella cueva de hierro. La salamandra apagada arrojaba ese tibio calor que produce, sobre el cerebro, los pastosos efectos y la nauseabunda desazón que causa una orgía en su día siguiente. La salamandra duerme, alela y contribuye singularmente a cretinizar a porteros y empleados. Una habitación con salamandra es un matraz en el que se disuelven los hombres de energía, en el que se enflaquecen sus resortes, en el que se desgasta su voluntad[405]. Las Oficinas son la gran fábrica de las mediocridades necesarias a los Gobiernos para mantener el feudalismo del dinero en el que descansa el contrato social actual. (Véase Los empleados)[406]. El calor mefítico que produce en ellas una reunión de hombres no es una de las menores razones del progresivo abastardamiento de las inteligencias, el cerebro del que se desprende la mayor cantidad de ázoe acaba, a la larga, asfixiando a los demás[407].
El cajero era un hombre de unos cuarenta años de edad, cuyo cráneo calvo relucía bajo el resplandor de una lámpara Carcel[408] que se hallaba encima de su mesa. Aquella luz hacía brillar las canas mezcladas con cabellos negros que guarnecían los dos lados de su cabeza, a la que las redondas formas de su rostro prestaban la apariencia de una bola. Su tez era de un rojo de ladrillo. Unas cuantas arrugas engastaban sus ojos azules. Tenía la mano rechoncha del hombre grueso. Su traje de paño azul, ligeramente rozado en los sitios prominentes, y las rayas de su pantalón tornasolado presentaban a la vista esa especie de ajamiento que en ellos imprime el uso, al que el cepillo combate en vano, y que da a la gente superficial una alta idea del ahorro y de la probidad de un hombre lo bastante filósofo o lo bastante aristócrata como para llevar ropa vieja. Pero no es extraño ver a los que andan tacañeando por un quítame allá esas pajas mostrarse luego fáciles, pródigos o incapaces en las cosas capitales de la vida. El ojal del cajero iba adornado por el lazo de la Legión de Honor[409], porque había sido jefe de escuadrón en los Dragones[410], en el reinado del emperador. El Sr. de Nucingen, proveedor antes de ser banquero, que otrora había sido capaz de conocer los sentimientos de delicadeza de su cajero al encontrárselo en una posición elevada de la que le había hecho bajar la desgracia, la tuvo en consideración, dándole quinientos francos de sueldo al mes. Aquel militar era cajero desde 1813, época en la cual fue curado de una herida recibida en el combate de Studzianka[411], durante la derrota de Moscú, pero después de haberse pasado seis meses consumiéndose en Estrasburgo[412], adonde habían sido transportados por las órdenes del emperador unos cuantos oficiales superiores para ser atendidos allí de modo particular. Aquel antiguo oficial, llamado Castanier, tenía el grado honorífico de coronel y dos mil cuatrocientos francos de jubilación.
Castanier, en quien desde hacía diez años el cajero había matado al militar, le inspiraba al banquero una confianza tan grande, que asimismo dirigía las escrituras del gabinete particular situado detrás de su caja y al que el barón descendía por una hurtada escalera. Allí se decidían los negocios. Allí estaba el cedazo en el que se tamizaban las propuestas, el locutorio en el que se examinaba la plaza. De allí salían las cartas de crédito; por fin, allí se encontraban el Gran Libro y el Diario en los que se resumía el trabajo de las demás oficinas. Tras haber ido a cerrar la puerta de comunicación en la que desembocaba la escalera que conducía al despacho de ceremonia donde se reunían los dos banqueros en el primer piso de su palacete, Castanier había regresado a sentarse y llevaba un ratito contemplando varias cartas de crédito extendidas a cuenta de la casa Watschildine[413] de Londres. Después, había tomado la pluma y acababa de imitar, al pie de todas ellas, la firma Nucingen. En el momento en que estaba buscando cuál de todas aquellas firmas falsas era la imitada con más perfección, alzó la cabeza como si le hubiese picado una mosca, obedeciendo a un presentimiento[414] que le había gritado dentro del corazón: ¡No estás solo! Y el falsario vio detrás del enrejado, en la ventanilla de su caja, a un hombre cuya respiración no se había hecho oír, que le pareció no respirar, y que seguramente había entrado por la puerta del pasillo que Castanier distinguió abierta de par en par. El antiguo militar experimentó, por primera vez en su vida, un miedo que le hizo quedarse con la boca abierta y los ojos alelados ante aquel hombre, cuyo aspecto era, por lo demás, lo suficientemente aterrador como para no necesitar las circunstancias misteriosas de semejante aparición. El corte oblongo del rostro del extranjero, los abombados contornos de su frente y el color agrio de su carne anunciaban, tanto como la forma de sus ropas, a un inglés[415]. Aquel hombre apestaba a inglés. Al ver su levita con cuello, su corbata hueca contra la que chocaba una chorrera de encañonado plano, y cuya blancura resaltaba la permanente lividez de un rostro impasible cuyos labios rojos y fríos parecían destinados a chupar la sangre de los cadáveres[416], se adivinaban sus polainas negras abotonadas hasta por encima de la rodilla, y ese aparato semipuritano de un inglés rico que ha salido para dar un paseo a pie. El brillo que lanzaban los ojos del extranjero era insoportable y causaba al alma una punzante impresión que aumentaba aún más la rigidez de sus rasgos. Aquel hombre seco y descarnado parecía tener en él como un principio devorador que le era imposible saciar. Debía de digerir con tal presteza su alimento que seguramente podía comer incesantemente, sin sonrojar jamás el mínimo contorno de sus mejillas. Una tonelada de ese vino de Tokaj llamado vino de sucesión[417], él podía tragársela sin hacer zozobrar ni su apuñaladora mirada que leía en las almas, ni su cruel razón que siempre parecía ir al fondo de las cosas. Tenía un algo de la salvaje y serena majestad de los tigres.
—Caballero, vengo a cobrar esta letra de cambio —dijo a Castanier con una voz que se puso en comunicación con las fibras del cajero y las alcanzó todas con una violencia comparable a la de una descarga eléctrica[418].
—La caja está cerrada —contestó Castanier.
—Está abierta —dijo el inglés señalando la caja—. Mañana es domingo, y no puedo esperar. La cantidad es de quinientos mil francos, usted la tiene en la caja, y yo la debo.
—Pero, caballero, ¿cómo ha entrado usted?
El inglés sonrió, y su sonrisa aterró a Castanier. Jamás respuesta alguna fue más amplia de cuanto lo fue el pliegue desdeñoso e imperial formado por los labios del extranjero. Castanier se volvió, tomó cincuenta fajos[419] de diez mil francos en billetes de banca y, cuando se los ofreció al extranjero que le había arrojado una letra de cambio aceptada por el barón de Nucingen, fue presa de una especie de temblor convulsivo al ver los rayos rojos que salían de los ojos de aquel hombre, y que venían a relucir sobre la falsa firma de la carta de crédito.
—No… figura… su… recibo —dijo Castanier dándole la vuelta a la letra de cambio.
—Páseme usted su pluma —dijo el inglés.
Castanier presentó la pluma que acababa de utilizar para su falsificación. El extranjero firmó JOHN MELMOTH[420], y luego devolvió el papel y la pluma al cajero. Mientras Castanier miraba la escritura del desconocido, que iba de derecha a izquierda al modo oriental, Melmoth desapareció, e hizo tan poco ruido que, cuando el cajero alzó la cabeza, dejó escapar un grito al no ver ya a aquel hombre, y al experimentar los dolores que nuestra imaginación supone deben de ser producidos por el envenenamiento. La pluma que había utilizado Melmoth le causaba en las entrañas una sensación cálida y removedora bastante similar a la que da el emético. Como a Castanier le parecía imposible que el inglés hubiese adivinado su delito, atribuyó aquel sufrimiento interior a la palpitación que, según las ideas preconcebidas[421], debe procurar una mala jugada en el momento en que se hace.
«¡Al diablo[422]!, qué tonto soy. ¡Dios me protege, porque si ese animal se hubiese dirigido mañana a estos caballeros, estaba yo frito!», se dijo Castanier arrojando a la salamandra las falsas cartas inútiles, que se consumieron en ella.
Lacró aquella de la que quería sevirse, tomó de la caja quinientos mil francos en billetes y en bank notes, la cerró, lo puso todo en orden, tomó su sombrero y su paraguas, apagó la lámpara tras haber encendido su palmatoria, y salió tranquilamente para ir, según su costumbre cuando estaba ausente el barón, a entregar una de las dos llaves de la caja a la Sra. de Nucingen.
—Es usted muy afortunado, señor Castanier —le dijo la mujer del banquero al verlo entrar en su casa—, el lunes tenemos una fiesta, podrá usted ir al campo, a Soisy.
—¿Querría usted tener la bondad, señora, de decirle a Nucingen que la letra de cambio de los Watschildine, que iba retrasada, acaba de presentarse? Están pagados los quinientos mil francos. De modo que no volveré antes del martes, a eso de mediodía[423].
—Adiós, caballero, usted lo pase bien.
—Y usted, ídem, señora —contestó el vejo dragón mirando a un joven a la sazón de moda, llamado Rastignac, que pasaba por ser el amante de la Sra. de Nucingen[424].
—Señora —dijo el joven—, ese gordinflón me da que quiere jugarle alguna mala pasada.
—¡Ah! ¡Bah! Es imposible, es demasiado bobo.
—Piquoizeau[425] —dijo el cajero al entrar en el habitáculo—, a ver ¿por qué dejas subir a la caja pasadas las cuatro?
—Llevo desde las cuatro —dijo el portero— fumando mi pipa en el umbral de la puerta, y no ha entrado nadie en las oficinas. Ni siquiera han salido más que estos caballeros…
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Tan seguro como de mi propio honor. Solo ha venido a las cuatro el amigo del Sr. Werbrust, un joven de casa de los Sres. du Tillet y compañía, de la calle Joubert[426].
—¡Bueno! —dijo Castanier que salía con presteza. El calor emetizante que le había transmitido su pluma iba cobrando intensidad.
«¡Mil diablos!, pensaba al enfilar el bulevar de Gante[427], ¿habré tomado bien mis medidas? ¡A ver! Dos días cabales, el domingo y el lunes; después, un día de incertidumbre antes de que me busquen, estos plazos me dan tres días y cuatro noches. Tengo dos pasaportes y dos disfraces diferentes, ¿no es como para despistar a la más hábil policía? O sea, que el martes por la mañana cobraré un millón en Londres, en el momento en que aquí todavía no tendrán la más mínima sospecha. Aquí dejo mis deudas a cuenta de mis acreedores, que pondrán una P encima[428], y para el resto de mis días me encontraré feliz en Italia, bajo el nombre del conde Ferraro, aquel pobre coronel al que yo solo vi morir en los pantanos de Zembino[429], y cuyo pellejo me calzaré. ¡Mil diablos, esa mujer[430] que me voy a llevar a cuestas podría darme a conocer! ¡Un veterano como yo, conchabarse con una mujer!… ¿Por qué llevarla? Tengo que dejarla. Sí, tendré valor para hacerlo. Pero me conozco, soy lo bastante tonto como para volver a ella. Sin embargo, nadie conoce a Aquilina. ¿La llevaré? ¿No la llevaré?».
—¡No la llevarás! —le dijo una voz que le turbó las entrañas.
Castanier se volvió bruscamente y vio al inglés.
—¡O sea, que esto es cosa del diablo! —exclamó el cajero en voz alta.
Melmoth ya había rebasado a su víctima. Si bien el primer movimiento de Castanier fue buscarle pendencia a un hombre que así leía en su alma, era presa de tantos sentimientos contrarios, que de ello resultaba una especie de inercia momentánea; de modo que reanudó la marcha, y cayó en esa fiebre de pensamiento natural en un hombre arrebatado por la pasión con la suficiente vivacidad como para cometer un delito, pero que no tenía la fuerza de llevarlo dentro de sí sin crueles agitaciones[431]. De modo que, si bien decidido a recoger el fruto de un delito a medias consumado, aún vacilaba Castanier en proseguir su empresa, como hacen la mayoría de los hombres de carácter mixto, en los que se halla tanta fuerza como debilidad, y que pueden estar determinados tanto a permanecer puros cuanto a volverse criminales, según la presión de las más leves circunstancias. En el batiburrillo de hombres enregimentados por Napoleón se ha hallado mucha gente que, parecida a Castanier, tenía el valor estrictamente físico del campo de batalla, sin tener el valor moral que hace a un hombre tan grande en el delito como podría serlo en la virtud[432]. La carta de crédito estaba concebida en tales términos que a su llegada a Londres había de cobrar veinticinco mil libras esterlinas en Watschildine[433], el correspondiente de la casa de Nucingen, advertido ya del pago por él mismo; su pasaje lo retenía un agente tomado en Londres al azar, bajo el nombre del conde Ferraro, a bordo de un navío que llevaba de Portsmouth a Italia a una rica familia inglesa. Tenía previstas hasta las más mínimas circunstancias. Se las había arreglado para hacer que lo buscaran a la vez en Bélgica y en Suiza mientras estuviera en el mar. Después, cuando Nucingen pudiese creer que estaba sobre su pista, esperaba haber alcanzado Nápoles, en donde contaba con vivir bajo un nombre falso, con el favor de un disfraz tan completo que se había determinado a cambiar su rostro simulando en él con ayuda de un ácido los estragos de la viruela[434]. A pesar de todas aquellas precauciones que parecían tener que garantizarle la impunidad, su conciencia lo atormentaba[435]. Tenía miedo. La vida dulce y apacible que había llevado durante mucho tiempo había purificado sus costumbres soldadescas. Aún era probo, no se mancillaba sin pesadumbre. De modo que se dejaba ir una última vez a todas las impresiones de la naturaleza buena que daba respingos en él[436].
«¡Bah!, se dijo en la esquina del bulevar y de la calle Montmartre[437], una calesa me llevará esta noche a Versalles al salir del teatro. Allí me espera una silla de posta en casa de mi viejo mariscal de caballería, que me guardaría el secreto de esta marcha incluso en presencia de doce soldados dispuestos a fusilarlo si se negase a responder. Así que me llevaré a mi pequeña Naqui, y me marcharé».
—No te marcharás —le dijo el inglés, cuya extraña voz hizo afluir al corazón del cajero toda su sangre[438].
Melmoth subió a un tílburi que le esperaba, y fue arrebatado tan rápidamente que Castanier vio a su enemigo secreto a cien pasos de él, en la calzada del bulevar Montmartre, y subiéndola al trote largo, antes de que ni se le hubiera ocurrido detenerlo.
«Pero, por mi fe de caballero, esto que me está pasando es sobrenatural, se dijo. Si fuese lo bastante necio como para creer en Dios, me diría que me ha puesto a san Miguel pisándome los talones[439]. ¿Será que el diablo y la policía me están dejando hacer para agarrarme a tiempo? ¡Habrase visto! Venga, hombre, esto son tonterías».
Castanier tomó la calle del Faubourg-Montmartre y fue aminorando el paso a medida que avanzaba hacia la calle Richer. Allí, en una casa de reciente construcción, en el segundo piso de un bloque de viviendas que daba a unos jardines, vivía una muchacha conocida en el barrio con el nombre de la Sra. de La Garde, y que resultaba ser inocentemente la causa del delito cometido por Castanier. Para explicar este hecho y acabar de pintar la crisis bajo la que sucumbía el cajero, es necesario referir sucintamente algunas circunstancias de su vida anterior.
La Sra. de La Garde, que ocultaba su verdadero nombre a todo el mundo, incluso a Castanier, pretendía ser piamontesa. Era una de esas muchachas que, ya sea por la miseria más profunda, por falta de trabajo o por horror de la muerte, muchas veces también por la traición de un primer amante[440], se ven empujadas a adoptar un oficio que la mayoría de ellas realizan con asco, muchas con indiferencia, algunas por obedecer a las leyes de su constitución. En el momento de arrojarse al abismo de la prostitución parisina, a la edad de dieciséis años, hermosa y pura como una Madona, se tropezó con Castanier. Demasiado patán como para tener éxitos en el mundo, cansado de pasearse todas las noches los bulevares a la caza de una buena fortuna pagada, el viejo dragón llevaba mucho tiempo deseando poner cierto orden en la irregularidad de sus costumbres. Sobrecogido por la belleza de aquella pobre niña, que el azar le ponía entre los brazos, resolvió salvarla del vicio en beneficio propio, con un pensamiento tan egoísta como bienhechor, como son algunos pensamientos de los mejores hombres[441]. Lo natural suele ser bueno, el Estado social le mezcla su parte mala, y de ahí provienen ciertas intenciones mixtas para con las que el juez ha de mostrarse indulgente. Castanier tenía precisamente ingenio bastante para ser astuto cuando estaban en juego sus intereses. De modo que quiso ser filántropo sobre seguro y, sin más, convirtió a aquella muchacha en su amante. «¡Je, je!, se dijo en su lenguaje soldadesco, un viejo lobo como yo no debe dejarse liar por una oveja. ¡Papá Castanier, antes de ponerte piso, fuerza un reconocimiento en la moral de la muchacha, con el fin de saber si es susceptible de vínculo!»[442]. Durante el primer año de aquella unión ilegal, pero que la colocaba en la situación menos reprensible de cuantas el mundo reprueba, la piamontesa adoptó como nombre de guerra el de Aquilina, uno de los personajes de Venecia salvada, tragedia del teatro inglés que había leído por casualidad[443]. Creía parecerse a aquella cortesana, ya fuera por los precoces sentimientos que se sentía en el corazón, ya fuera por su rostro, o por la fisonomía general de su persona. Cuando Castanier la vio llevar la más regular y más virtuosa conducta que puede tener una mujer arrojada fuera de las leyes y las conveniencias sociales, le manifestó el deseo de vivir con ella maritalmente. Se convirtió entonces en la Sra. de La Garde, con el fin de entrar, hasta donde lo permitían las costumbres parisinas, en las condiciones de un matrimonio real. En efecto, la idea fija de muchas de esas pobres muchachas consiste en querer ser aceptadas como buenas burguesas, tontamente fieles a sus maridos, capaces de ser excelentes madres de familia, de apuntar sus gastos y de remendar la ropa blanca de la casa. Este deseo procede de un sentimiento tan loable que la Sociedad debería tomarlo en consideración. Pero la Sociedad será ciertamente incorregible, y seguirá considerando a la mujer casada como una corbeta a la que su pabellón y sus papeles permiten echarse a la mar, mientras que la mujer mantenida es el pirata al que se cuelga por falta de cartas[444]. El día que la Sra. de La Garde quiso firmar Sra. de Castanier, el cajero se enfadó. «¿O sea, que no me quieres lo bastante para casarte conmigo?» dijo. Castanier no contestó y se quedó pensativo. La pobre muchacha se resignó. El exdragón fue presa de desesperación. A Naqui la conmovió aquella desesperación, hubiese querido calmarla; pero, para calmarla, ¿no era preciso acaso conocer su causa? El día en que Naqui quiso enterarse de aquel secreto, sin preguntarlo, no obstante, el cajero reveló lastimosamente la existencia de cierta Sra. de Castanier, una esposa legítima, mil veces maldita, que vivía oscuramente en Estrasburgo de una pequeña fortuna, y a la que escribía dos veces cada año, guardando sobre ella tan profundo silencio que nadie le sabía casado. ¿Por qué esa discreción? Aunque la razón es conocida de muchos militares que pueden hallarse en el mismo caso, tal vez sea útil decirla. El auténtico chusquero, si se permite emplear aquí la palabra que se utiliza en el Ejército para designar a los destinados a morir capitanes, ese siervo amarrado a la gleba de un regimiento, es una criatura esencialmente ingenua, un Castanier condenado de antemano a las marrullerías de las madres de familia que en las guarniciones se encuentran sin saber qué hacer con hijas difíciles de casar[445]. De modo que, en Nancy[446], durante uno de esos instantes tan cortos en los que los ejércitos imperiales descansaban en Francia, Castanier tuvo la desgracia de hacerle caso a una señorita con la que había bailado en una de esas fiestas llamadas en provincias redoutes[447], que muchas veces eran ofrecidas a la ciudad por los oficiales de la guarnición, y viceversa. Inmediatamente, el amable capitán fue objeto de una de esas seducciones para las que las madres hallan cómplices en el corazón humano haciendo saltar todos sus resortes, y también entre sus amigos que conspiran con ellas. Similares a las personas que no tienen más que una idea, esas madres lo refieren todo a su gran proyecto, del que hacen una obra largo tiempo elaborada, igual que el cuerno de arena en cuyo fondo vive la Formica leo[448]. ¿Tal vez no entre nunca nadie en ese dédalo tan bien construido, tal vez la Formica leo morirá de hambre y de sed? Pero si entra en él algún bicho despistado, allí se quedará. Los secretos cálculos de avaricia que hace todo hombre al casarse, la esperanza, las vanidades humanas, todos los alambres por los que anda un capitán, fueron atacados en Castanier. Para su desgracia, había ensalzado a la hija ante la madre al devolvérsela después de un vals, y a ello siguió una charla al cabo de la cual llegó la más natural de las invitaciones. Una vez llevado a la vivienda, el dragón quedó deslumbrado por la sencillez de una casa en la que la riqueza parecía ocultarse detrás de una afectada avaricia. Allí se convirtió en objeto de diestras lisonjas, y todo el mundo le ponderó los diferentes tesoros que en ella se encontraban. Una cena, servida adrede en vajilla de plata prestada por un tío, las atenciones de una hija única, los chismes de la ciudad, un subteniente rico que ponía cara de querer segarle la hierba bajo los pies; en fin, las mil trampas de las Formica leo de provincia se tendieron tan bien que Castanier decía, cinco años después: «¡Todavía no sé cómo ocurrió aquello!»[449]. El dragón recibió quince mil francos de dote y a una señorita felizmente estéril a la que dos años de matrimonio convirtieron en la más fea y, consecuentemente, la más huraña mujer de la tierra. La tez de aquella muchacha, conservada blanca por un régimen severo, se cubrió de cuperosis; el rostro, cuyos vivos colores anunciaban una seductora sabiduría, se llenó de granos; la cintura, que parecía recta, se torció; el ángel fue un sargento gruñón y receloso que hizo rabiar a Castanier; luego la fortuna voló[450]. El dragón, no reconociendo a la mujer con la que se había casado, la dejó en consigna en una pequeña propiedad en Estrasburgo mientras esperaba que Dios fuera servido de engalanar con ella el paraíso. Fue una de esas mujeres virtuosas que, a falta de ocasiones para hacer otra cosa, asesinan a los ángeles con sus quejas, rezan a Dios de modo que le aburren si las escucha[451], y que a lo tonto van diciendo pestes de sus maridos, cuando por las tardes rematan el boston[452] con las vecinas. Cuando Aquilina conoció aquellas desdichas, se encariñó sinceramente con Castanier, y le hizo tan feliz con los renacientes placeres que su genio de mujer le hacía ir variando a medida que los prodigaba, que, sin saberlo, causó la perdición del cajero[453]. Como muchas mujeres a las que la naturaleza parece haber puesto como destino el ahondar el amor hasta en sus últimas profundidades, la Sra. de La Garde era desinteresada. No pedía ni oro ni joyas, no pensaba jamás en el porvenir, vivía en el presente y sobre todo en el placer. Los ricos aderezos, la gala, el coche, tan ardientemente deseados por las mujeres de su clase, ella tan solo los aceptaba como una armonía más en el cuadro de la vida. No los quería por vanidad, por deseo de aparentar, sino para estar mejor. Además, ninguna persona prescindía más fácilmente que ella de esa clase de cosas[454]. Cuando un hombre generoso, como lo son casi todos los militares, se tropieza con una mujer de ese temple, experimenta en el corazón una especie de rabia por hallarse inferior a ella en las relaciones de la vida. Se siente capaz entonces de asaltar una diligencia con el fin de procurarse dinero, si no tiene bastante para sus prodigalidades. El hombre es de esa condición[455]. A veces se hace culpable de un delito para mostrarse grande y noble ante una mujer o ante un público especial. Un enamorado se parece al jugador que se creería deshonrado si no devolviera lo que le pide prestado al mozo de sala, y que comete monstruosidades, despoja a su mujer y a sus hijos, roba y mata para llegar con los bolsillos llenos y el honor salvo a los ojos de la gente que frecuenta la fatal casa[456]. Eso le ocurrió a Castanier. Al principio, había puesto a Aquilina en un modesto apartamento en un cuarto piso, y no le había dado sino unos muebles extremadamente sencillos. Pero al descubrir las bellezas y las grandes cualidades de aquella muchacha, y al recibir placeres inauditos de esos que ninguna expresión puede pintar, se volvió loco por ella y quiso engalanar a su ídolo. El atuendo de Aquilina contrastó de modo tan cómico con la miseria de su vivienda, que, para ambos, fue preciso cambiarla. Aquel cambio se llevó casi todos los ahorros de Castanier, que amuebló su apartamento semiconyugal con ese lujo especial de la muchacha mantenida. Una mujer linda no quiere nada feo a su alrededor. Lo que la distingue entre todas las mujeres es el sentimiento de la homogeneidad, una de las necesidades menos observadas de nuestra naturaleza, y que lleva a las solteronas a rodearse tan solo de cosas viejas. Así pues, le fueron menester a aquella deliciosa piamontesa los objetos más nuevos, más de moda, todo lo más coqueto que tenían los vendedores, entelados, seda, joyas, muebles ligeros y frágiles, hermosas porcelanas. Ella no pidió nada. Solamente, cuando hubo que escoger, cuando Castanier le decía: «¿Qué quieres?», contestaba: «¡Pero si esto es mejor!». Amor que escatima nunca es amor auténtico, de modo que Castanier cogía cuanto había de mejor. Una vez admitida la escala de proporción, fue forzoso que todo, en aquel ajuar, se hallase en armonía. Fue ello la ropa blanca, la plata y los mil accesorios de una casa montada, la batería de cocina, las cristalerías, ¡el diablo! Aunque Castanier quisiera, según una conocida expresión, hacer las cosas con sencillez, se fue endeudando progresivamente. Una cosa exigía otra. Un reloj de péndulo requirió dos candelabros. La chimenea ornamentada requirió su placa para el suelo. Los cortinajes, los entelados estaban tan nuevecitos que no se podía dejar que se ennegrecieran con el humo, hubo que mandar colocar unas chimeneas elegantes, recientemente inventadas por personas hábiles en folletos, y que prometían un aparato invencible contra el humo. Después, a Aquilina le pareció tan lindo correr descalza por la alfombra de su habitación, que Castanier puso alfombras por todas partes para retozar con Naqui; por fin le mandó construir un cuarto de baño, también para que estuviese mejor[457]. Los mercaderes, los obreros, los fabricantes de París tienen un arte inaudito para agrandar el agujero que un hombre le hace a su bolsa; cuando se les consulta, nunca saben el precio de nada, y el paroxismo del deseo nunca se conforma con un retraso; así consiguen que les hagan los encargos en las tinieblas de un presupuesto aproximado, y arrastran al consumidor al remolino de la decoración. Todo es delicioso, encantador, todo el mundo está satisfecho. Unos meses más tarde, esos complacientes proveedores vuelven metamorfoseados en totales de horrenda exigencia; ¡tienen necesidades, tienen pagos urgentes, incluso hacen presunta quiebra, lloran y conmueven! El abismo se entreabre entonces, vomitando una columna de cifras que van de a cuatro en fondo, cuando deberían ir inocentemente de tres en tres. Antes de que Castanier conociese la suma de sus gastos, había adoptado el procedimiento de ofrecer a su amante una calesa cada vez que salía, en lugar de dejarla subir a un simón. Castanier era de buen comer, tuvo una excelente cocinera; y, para complacerle, Aquilina le regalaba con primicias, rarezas gastronómicas, vinos escogidos que iba a comprar personalmente. Pero, al no tener nada propio, sus regalos, tan preciosos por la atención, por la delicadeza y la gracia que los dictaban, agotaban periódicamente la bolsa de Castanier, que no quería que su Naqui se quedase sin dinero, ¡y ella estaba siempre sin dinero! Fue, pues, la mesa fuente de gastos considerables, relativamente a la fortuna del cajero. El exdragón hubo de recurrir a artificios comerciales para procurarse dinero, pues le fue imposible renunciar a sus placeres. Su amor por la mujer no le había permitido resistirse a las fantasías de la amante. Era de esos hombres que, ya sea amor propio, ya sea debilidad, no saben negarle nada a una mujer, y que experimentan una falsa vergüenza tan violenta para decir: No puedo… Mis medios no me permiten… No tengo dinero, que se arruinan. De modo que el día en que Castanier se vio al fondo de un precipicio y para retirarse de él tuvo que abandonar a aquella mujer y ponerse a pan y agua, con el fin de saldar sus deudas, se había acostumbrado de tal modo a aquella mujer, a aquella vida, que una mañana tras otra fue aplazando sus proyectos de reforma. Empujado por las circunstancias, primero pidió prestado. Su posición y sus antecedentes le merecían una confianza de la que se valió para combinar un sistema de petición de préstamo acorde con sus necesidades. Después, para disfrazar las cantidades a las que su deuda subió rápidamente, recurrió a lo que el comercio llama circulaciones. Son billetes que no representan ni mercancías ni valores pecuniarios garantizados, y que paga el primer endosante por el complaciente suscriptor, especie de falsedad tolerada porque es imposible de comprobar y porque, por otro lado, ese fantástico dolo tan solo se vuelve real por un impago. En fin, cuando Castanier se vio en la imposibilidad de continuar sus maniobras financieras, ya fuera por el aumento del capital, ya por la enormidad de los intereses, hubo que hacerles quiebra a sus acreedores. El día en que llegó el deshonor, Castanier prefirió la quiebra fraudulenta a la quiebra simple, el crimen al delito. Resolvió descontar la confianza que le merecía su probidad real, y aumentar el número de sus acreedores tomando prestado, al modo del célebre cajero del Tesoro Real[458], la cantidad necesaria para vivir feliz el resto de sus días en país extranjero. Y había procedido para ello como acabamos de ver. Aquilina no conocía el enojo de aquella vida; la disfrutaba, como hacen muchas mujeres, sin preguntarse de dónde salía el dinero, igual que ciertas personas no se preguntan cómo crecen los trigos al comer su panecillo dorado; mientras que los errores y los cuidados de la agricultura están detrás del horno de los panaderos, al igual que, bajo el lujo inadvertido de la mayoría de los hogares parisinos, reposan aplastantes preocupaciones y el trabajo más exorbitante.
En el momento en que Castanier padecía las torturas de la incertidumbre, pensando en una acción que cambiaba toda su vida, Aquilina, tranquilamente sentada en el rincón de su fuego, sumergida indolentemente en un gran sillón, lo esperaba en compañía de su camarera. Similar a todas las camareras que sirven a estas damas, Jenny se había convertido en su confidente, tras haber reconocido cuán inatacable era el imperio que su señora tenía sobre Castanier.
—¿Cómo vamos a hacer esta noche? Léon quiere venir por encima de todo[459] —decía la Sra. de La Garde leyendo una apasionada carta escrita en un papel grisáceo.
—Ahí está el señor —dijo Jenny.
Entró Castanier. Sin azararse, Aquilina enrolló la nota, la cogió con sus tenazas y la quemó.
—¿Eso es lo que haces con tus notas galantes? —dijo Castanier.
—¡Oh!, Dios mío, sí —le contestó Aquilina—, ¿no es este el mejor medio para no dejarlas sorprender? Además, ¿no debe el fuego ir al fuego, como el agua va al río?
—Dices eso, Naqui, como si de verdad fuera una nota galante.
—Bien, ¿no soy lo bastante guapa como para recibirlas? —dijo ella tendiéndole la frente a Castanier con una especie de negligencia que a un hombre menos ciego le hubiese advertido de que ella estaba cumpliendo una especie de deber conyugal al darle alegría al cajero. Pero Castanier había llegado a ese grado de pasión inspirada por la costumbre que ya no deja ver nada.
—Tengo esta noche un palco para el Gymnase[460] —prosiguió—, cenemos temprano para no comer a la trágala.
—Ve tú con Jenny. Yo estoy aburrida de espectáculos. No sé qué me pasa esta noche, prefiero quedarme en el rincón de mi fuego.
—Ven de todos modos, Naqui, ya no te voy a aburrir mucho más con mi persona. Sí, Quiqui, esta noche me marcharé, y estaré algún tiempo sin volver. Te dejo aquí de señora de todo. ¿Me guardarás tu corazón?
—Ni el corazón ni ninguna otra cosa —dijo ella—. Pero, a la vuelta, Naqui seguirá siendo Naqui para ti.
—Eso sí que es franqueza. Así que ¿no vendrás conmigo?
—No.
—¿Por qué?
—Vamos —dijo ella sonriendo—, ¿puedo abandonar al amante que me escribe notas tan dulces[461]?.
Y señaló con un gesto medio burlón el papel quemado.
—¿Será verdad? —dijo Castanier—. ¿Tendrás un amante?
—¡Cómo! —prosiguió Aquilina—, ¿así que no te has mirado nunca en serio, querido mío? ¡Para empezar, tienes cincuenta años[462]!. Siguiendo, tienes una cabeza como para ponerla en el puesto de una frutera, nadie la desmentirá cuando quiera venderla por calabaza. Al subir las escaleras, resoplas como una foca. ¡El vientre se te menea sobre sí mismo como un brillante en la cabeza de una mujer! Habrás servido en los Dragones, pero eres un viejo muy feo. Por mi concha[463], no te aconsejo, si quieres conservar mi estima, que añadas a esas cualidades la de la necedad, creyendo que una muchacha como yo se va a privar de templar tu asmático amor con las flores de alguna linda juventud.
—Estarás de broma, ¿no, Aquilina?
—Bueno, ¿no estás de broma tú? ¿Me tomas por una tonta, anunciándome tu marcha? Me marcharé esta noche —dijo imitándole—. Pedazo de Lendore[464], ¿hablarías así si abandonases a tu Naqui? Llorarías como un becerro que eres.
—En fin, si me marcho, ¿tú te vienes conmigo? —preguntó él.
—Dime primero si el viaje ese que dices no es una broma de mal gusto.
—Sí, en serio, me marcho.
—Bien, pues en serio, yo me quedo. ¡Buen viaje, hijo mío! Te esperaré. Antes abandonaría la vida que dejar mi París de mi alma.
—¿No vendrías a Italia, a Nápoles, a llevar una buena vida, toda dulce, lujosa, con tu hombrecillo gordo que resopla como una foca?
—No.
—¡Ingrata!
—¿Ingrata? —dijo ella levantándose—. Yo puedo salir al instante sin llevarme de aquí nada más que mi persona. Te habré dado todos los tesoros que posee una muchacha, y una cosa que ni toda tu sangre ni la mía me podría devolver. ¡Si pudiese, por un medio cualquiera, vendiendo mi eternidad, por ejemplo[465], recuperar la flor de mi cuerpo como tal vez haya reconquistado la de mi alma, y entregarme pura como una azucena a mi amante, no vacilaría un segundo! ¿Con qué entrega has recompensado tú la mía? Me has alimentado y dado techo por el mismo sentimiento que nos lleva a alimentar un perro y a meterlo en una caseta, porque nos guarda bien, nos aguanta las patadas cuando estamos de mal humor, y nos lame la mano en cuanto lo llamamos. ¿Quién de los dos habrá sido más generoso?
—¡Oh!, mi niña querida, ¿no ves que estoy bromeando? —dijo Castanier—. Voy a hacer un viajecito que no durará mucho. Pero vendrás conmigo al Gymnase, y me marcharé a eso de medianoche, tras haberte dicho un buen adiós.
—¡Pobre gatito!, o sea ¿que te vas? —dijo ella cogiéndole del cuello para meterle la cabeza en su corpiño.
—¡Que me ahogas! —gritó Castanier con la nariz en el seno de Aquilina.
La buena muchacha se inclinó hacia el oído de Jenny: «Ve a decirle a Léon que no venga hasta la una; si no das con él y llega durante la despedida, lo escondes en tu habitación».
—Bueno —prosiguió, volviendo a colocar la cabeza de Castanier delante de la suya y retorciéndole la punta de la nariz—, vamos, tú, el más guapo de las focas, sí que iré contigo esta noche al teatro. Pero, entonces, ¡cenemos!, tienes una cenita estupenda, todos platos de tu gusto.
—¡Es muy difícil —dijo Castanier— separarse de una mujer como tú!
—Pues, entonces, ¿por qué te vas? —le preguntó ella.
—¡Ah! ¡por qué! ¡por qué!, para explicártelo sería preciso decirte cosas que te demostrarían que mi amor por ti llega hasta la locura. Si tú me has dado tu honor, yo he vendido el mío, no nos debemos nada. ¿Es eso amar?
—¿Qué es eso? —dijo ella—. Vamos, ¡dime que, si tuviese un amante, me seguirías queriendo como un padre, eso sí que es amor! Vamos, dilo inmediatamente, y dame la patita.
—Te mataría —dijo Castanier sonriendo.
Fueron a sentarse a la mesa y salieron para el Gymnase tras haber cenado. Una vez representada la primera función, Castanier quiso ir a mostrarse a algunas personas de su conocimiento a quienes había visto en la sala, con el fin de desviar durante el mayor tiempo posible cualquier sospecha sobre su huida[466]. Dejó a la Sra. de La Garde en su palco, que, siguiendo sus modestas costumbres, era de platea[467], y vino a pasearse por el saloncito. Apenas hubo dado unos pasos por él, cuando se tropezó con el rostro de Melmoth, cuya mirada le causó el insulso calor de entrañas y el terror que ya había sentido, y llegaron uno frente a otro[468].
«¡Falsario!», gritó el inglés.
Al oír aquella palabra, Castanier miró a la gente que se paseaba. Creyó distinguir una extrañeza mezclada con curiosidad en sus rostros, quiso deshacerse de aquel inglés en el mismo instante y alzó la mano para darle una bofetada; pero se sintió el brazo paralizado por una invencible potencia que se apoderó de su fuerza y le clavó en el sitio; dejó al extranjero tomarle el brazo, y ambos echaron a andar juntos por el saloncito, como dos amigos.
—¿Quién es lo bastante fuerte como para resistirme? —le dijo el inglés—. ¿No sabes que todo aquí abajo debe obedecerme, que yo lo puedo todo? Leo en los corazones, veo el porvenir, sé el pasado. ¡Estoy aquí, y puedo estar en otro sitio! No dependo ni del tiempo, ni del espacio, ni de la distancia. El mundo es mi servidor. Tengo la facultad de gozar siempre, y de dar siempre la felicidad. Mi ojo atraviesa las murallas, ve los tesoros, y de ellos me surto a manos llenas. A una señal de mi cabeza se construyen palacios, y mi arquitecto no se equivoca nunca. Puedo hacer que se abran flores en todos los terrenos, apilar pedrerías, amontonar el oro, procurarme mujeres siempre nuevas; en fin, todo se me rinde. Podría jugar a la bolsa sobre seguro, si el hombre que sabe hallar el oro allí donde lo entierran los avaros necesitase surtirse de la bolsa de los demás. Vamos, siente, pobre miserable condenado a la vergüenza, siente la potencia de la garra que te tiene sujeto. ¡Intenta plegar este brazo de hierro!, ¡ablanda este corazón de diamante!, ¡atrévete a alejarte de mí! Aunque estuvieras en el fondo de las grutas que están debajo del Sena, ¿no oirías mi voz? Aunque fueras a las catacumbas, ¿no me verías? Mi voz domina el ruido del rayo, mis ojos compiten en claridad con el sol, porque soy el igual de Aquel que lleva la luz[469]. —Castanier oía aquellas terribles palabras, nada en él las contradecía, e iba andando al lado del inglés sin poder apartarse de él—. Me perteneces, acabas de cometer un delito. O sea, que por fin he encontrado el compañero que buscaba. ¿Quieres saber tu destino? ¡Ja, ja! Tú pensabas ver un espectáculo; no te faltarán, tendrás dos. Vamos, preséntame a la Sra. de La Garde como uno de tus mejores amigos. ¿No soy yo acaso tu última esperanza?
Castanier volvió a su palco seguido del extranjero, a quien se apresuró a presentar a la Sra. de La Garde, siguiendo la orden que acababa de recibir. Aquilina no pareció sorprendida en absoluto de ver a Melmoth. El inglés se negó a ponerse en la parte de delante del palco, y quiso que Castanier se quedase allí con su amante. El más simple deseo del inglés era una orden a la que resultaba forzoso obedecer. La función que iban a representar era la última. Entonces los teatros pequeños solo daban tres funciones. El Gymnase tenía en aquella época un actor que le garantizaba la fama. Perlet iba a representar El cómico de Étampes, vodevil en el que interpretaba cuatro papeles diferentes[470]. Cuando se levantó el telón, el extranjero extendió la mano por encima de la sala. Castanier lanzó un grito de terror que se detuvo en su gaznate, cuyas paredes se pegaron, porque Melmoth le señaló con el dedo el escenario, dándole a entender así que había ordenado cambiar el espectáculo. El cajero vio[471] el gabinete de Nucingen, su patrón estaba en él conferenciando con un empleado superior de la prefectura de policía que le explicaba la conducta de Castanier, previniéndole de la sustracción hecha en su caja, de la falsedad cometida en perjuicio suyo y de la huida de su cajero. Inmediatamente se redactaba, se firmaba y se cursaba al procurador del Rey una denuncia.
—¿Cree usted que aún estaremos a tiempo? —decía Nucingen.
—Sí —contestó el agente—, está en el Gymnase, y no se figura nada.
Castanier se agitó en su silla, y quiso marcharse; pero la mano que Melmoth le tenía apoyada en el hombro le obligaba a quedarse, por un efecto de esa horrible potencia cuyos efectos sentimos en la pesadilla. Aquel hombre era la pesadilla misma, y pesaba sobre Castanier como una atmósfera envenenada. Cuando el pobre cajero se volvía para implorar al inglés, se tropezaba con una mirada de fuego que vomitaba corrientes eléctricas, una especie de puntas metálicas por las que Castanier se sentía penetrado, traspasado de parte a parte, y clavado[472].
—¿Qué te he hecho? —decía en su abatimiento jadeando como un ciervo al borde de una fuente—, ¿qué quieres de mí?
—¡Mira! —le gritó Melmoth.
Castanier miró lo que ocurría en el escenario. Habían cambiado la decoración, el espectáculo había terminado, Castanier se vio a sí mismo en el escenario bajando de un coche con Aquilina; pero en el momento en que entraba en el patio de su casa, en la calle Richer[473], la decoración cambió súbitamente otra vez, y representó el interior de su casa. Jenny estaba charlando en el rincón del fuego, en la habitación de su señora, con un suboficial de un regimiento de línea, de guarnición en París[474]. «Se marcha, decía aquel sargento, que parecía pertenecer a una familia de gente acomodada. O sea, que voy a ser feliz a mis anchas. ¡Quiero demasiado a Aquilina como para sufrir que le pertenezca a ese viejo sapo! ¡Yo sí que me casaré con la Sra. de La Garde!», exclamaba el sargento.
«¡Viejo sapo!», se dijo dolorosamente Castanier.
—Ahí están la señora y el señor, ¡escóndase! Mire, póngase ahí, señor Léon —le decía Jenny—. El señor no ha de quedarse mucho tiempo.
Castanier veía al suboficial metiéndose detrás de los vestidos de Aquilina en el cuarto de baño. Pronto entró en escena el propio Castanier, y se despidió de su amante, que se burlaba de él en sus apartes con Jenny, mientras le decía las palabras más suaves y más acariciadoras. Lloraba por un lado, se reía por el otro. Los espectadores hacían repetir las estrofas.
—¡Maldita mujer! —gritaba Castanier en su palco.
Aquilina lloraba de risa mientras exclamaba:
—¡Por Dios! ¡Lo gracioso que está Perlet de inglesa! Pero ¡cómo! ¿Sois los únicos de la sala que no reís? ¡Ríete, gatito mío! —le dijo al cajero.
Melmoth se echó a reír de un modo que hizo estremecerse al cajero. Aquella risa inglesa le retorcía las entrañas y le labraba el cerebro como si algún cirujano le estuviese trepanando con un hierro candente.
—Se ríen, se ríen —decía convulsivamente Castanier.
En aquel momento, en lugar de ver a la pudibunda lady a la que tan cómicamente representaba Perlet, y cuya habla anglofrancesa tenía a toda la sala muerta de risa, el cajero se veía huyendo por la calle Richer, subiendo a un coche de punto en el bulevar, ajustando el precio para ir a Versalles. El escenario volvía a cambiar. Reconoció, en la esquina de la calle de la Orangerie y de la calle de Récollets[475], la pequeña posada de mala catadura que regentaba su antiguo mariscal de caballería. Eran las dos de la mañana, reinaba el mayor silencio, nadie le espiaba, su coche llevaba un tiro de caballos de posta y venía de una casa de la avenida de París en donde residía un inglés para quien este había sido solicitado con el fin de desviar las sospechas. Castanier llevaba consigo sus valores y sus pasaportes, subía al coche, marchaba. Pero, en la barrera, Castanier distinguió a unos gendarmes de a pie que estaban esperando el coche. Lanzó un espantoso grito que reprimió la mirada de Melmoth.
—¡Sigue mirando y cállate! —le dijo el inglés.
Castanier se vio en un momento arrojado a la cárcel en la Conciergerie[476]. Después, en el quinto acto de aquel drama titulado El cajero, se vio, a tres meses de allí, saliendo de la Audiencia de lo Criminal, condenado a veinte años de trabajos forzados. Lanzó un nuevo grito cuando se vio expuesto en la plaza del Palacio de Justicia[477] y le marcó el hierro al rojo del verdugo. Por fin, en la última escena, estaba en el patio de Bicêtre[478], entre sesenta forzados, esperando turno para ir a que le remacharan los grilletes.
—¡Por Dios!, no puedo más de reírme —decía Aquilina—. Estás muy taciturno, gatito mío, ¿qué te pasa?, ese caballero ya no está.
—Dos palabras, Castanier —le dijo Melmoth en el momento en que, acabada la función, la Sra. de La Garde procuraba que la acomodadora le pusiera el abrigo.
El corredor estaba atestado, cualquier fuga era imposible.
—Bien, ¿qué?
—Ninguna potencia humana puede impedirte que vayas a acompañar a Aquilina, que vayas a Versalles y que allí te detengan.
—¿Por qué?
—Porque el brazo que te tiene sujeto —dijo el inglés— no te soltará.
Castanier hubiese querido poder pronunciar algunas palabras para desintegrarse a sí mismo y desaparecer en el fondo de los infiernos.
—Si el demonio te pidiese tu alma, ¿acaso no la darías a cambio de una potencia igual a la de Dios? Con una sola palabra, restituirías en la caja del barón de Nucingen los quinientos mil francos que has cogido de ella. Después, rompiendo tu carta de crédito, cualquier huella de delito quedaría aniquilada. Por fin, tendrías oro a mansalva. Apenas crees en nada, ¿verdad[479]?. ¡Bien! Pues si todo eso ocurre, por lo menos creerás en el diablo.
—¡Si fuese posible! —dijo Castanier con alegría.
—El que puede hacer esto[480] —contestó el inglés—, así te lo afirma.
Melmoth extendió el brazo en el momento en que Castanier, la Sra. de La Garde y él se hallaban en el bulevar. Caía a la sazón una fina lluvia, el suelo estaba embarrado, la atmósfera estaba densa, y el cielo estaba negro. En el momento en que el brazo de aquel hombre quedó extendido, el sol iluminó París. Castanier se vio, en pleno mediodía, como en un hermoso día de julio. Los árboles estaban cubiertos de hojas, y los parisinos endomingados circulaban en dos filas alegres. Los vendedores de coco gritaban: «¡Para beber, fresquito!». Brillaban carruajes rodando por la calzada. El cajero lanzó un grito de terror. Con aquel grito, el bulevar volvió a ponerse húmedo y sombrío. La Sra. de La Garde había subido al coche.
—Pero date prisa, amigo mío —le dijo—, ven o quédate. De verdad que esta noche estás tan enojoso como la lluvia que cae.
—¿Qué hay que hacer? —dijo Castanier a Melmoth.
—¿Quieres ocupar mi lugar? —le preguntó el inglés.
—Sí.
—Bien, pues estaré en tu casa en unos instantes.
—Vamos, Castanier, que no estás en tus cabales —le decía Aquilina—. Estás meditando algún mal golpe, estabas demasiado taciturno y demasiado pensativo durante la función. Mi querido amigo, ¿necesitas algo que pueda darte yo? Habla.
—Estoy esperando, para saber si me quieres, a que hayamos llegado a casa.
—No vale la pena esperar —dijo ella arrojándosele al cuello—, ¡mira!
Le besó muy apasionadamente en apariencia, haciéndole esas carantoñas que, en esa clase de criaturas, se vuelven cosas de oficio, como lo son los recursos de escenario para las actrices.
—¿De dónde viene esa música? —dijo Castanier[481].
—¡Atiza, y ahora resulta que oyes música!
—¡Música celestial! —prosiguió él—. Se diría que los sonidos vienen de arriba.
—¿Cómo? ¡Tú, que siempre me has negado un palco platea en los Italianos[482], so pretexto de que no podías soportar la música, a estas alturas resulta que eres melómano! Pero ¡tú estás loco!, ¡esa música que dices la tienes tú metida en la chola, bola desvencijada! —dijo cogiéndole la cabeza y haciéndola rodar sobre su hombro—. A ver, papá, ¿son las ruedas del coche las que cantan?
—Pero ¡escucha, Naqui!, si los ángeles le hacen música a Dios nuestro señor, no puede ser más que esta, cuyos acordes me entran por todos los poros tanto como por los oídos, y no sé cómo hablarte de ella, ¡es dulce como agua de miel!
—Pues claro que le hacen música a Dios nuestro señor, porque siempre representan a los ángeles con arpas.
«Por mi fe que está loco», se dijo al ver a Castanier en la actitud de un mascador de opio en éxtasis[483].
Habían llegado. Castanier, absorbido por todo lo que acababa de ver y de oír, no sabiendo si debía creer o dudar, iba como un hombre ebrio, privado de razón. Se despertó en la habitación de Aquilina, adonde le habían llevado, sostenido por su amante, por el portero y por Jenny, porque se había desmayado al salir de su coche.
—Amigos míos, amigos míos, él va a venir —dijo sumergiéndose con un movimiento desesperado en su poltrona, en el rincón del fuego.
En aquel momento Jenny oyó la campanilla, fue a abrir, y anunció al inglés diciendo que era un caballero que tenía cita con Castanier. Melmoth se mostró de repente, se hizo un gran silencio. Miró al portero, el portero se fue. Miró a Jenny, Jenny se fue[484].
—Señora —dijo Melmoth a la cortesana—, permítanos concluir un asunto que no tolera retraso alguno.
Tomó a Castanier de la mano, y Castanier se levantó. Ambos fueron al salón sin luz, porque el ojo de Melmoth iluminaba las más densas tinieblas. Fascinada por la extraña mirada del desconocido, Aquilina quedó sin fuerzas e incapaz de pensar en su amante, a quien, por otro lado, creía encerrado en la habitación de su camarera, mientras que, sorprendida por el pronto regreso de Castanier, Jenny lo había escondido en el cuarto de baño, como en la escena del drama interpretado para Melmoth y para su víctima. La puerta del apartamento se cerró violentamente, y pronto reapareció Castanier.
—¿Qué te pasa? —le gritó su amante, sobrecogida de horror.
La fisonomía del cajero había cambiado. Su tez roja había cedido el sitio a esa extraña palidez que hacía al extranjero siniestro y frío. Sus ojos arrojaban un sombrío fuego que hería con un destello insoportable. Su actitud de bondad se había vuelto despótica y fiera. La cortesana halló a Castanier enflaquecido, la frente le pareció majestuosamente horrenda, y el dragón[485] exhalaba una espantosa influencia que se cernía sobre los demás como una atmósfera cargada. Aquilina se sintió violenta durante un rato.
—¿Qué ha ocurrido en tan poco tiempo entre ese hombre diabólico y tú? —preguntó.
—Le he vendido mi alma. Lo noto, ya no soy el mismo. Me ha tomado mi ser y me ha dado el suyo.
—¿Cómo?
—No entenderías nada. ¡Ja! —dijo Castanier fríamente—, ¡ese demonio tenía razón! Lo veo todo y lo sé todo. Me engañabas.
Aquellas palabras helaron a Aquilina. Castanier fue al cuarto de baño tras haber encendido un candelero, la pobre muchacha estupefacta le siguió, y grande fue su asombro cuando Castanier, tras apartar los vestidos colgados en la cercha, descubrió al suboficial.
—Venga usted, amigo mío —le dijo cogiendo a Léon por el botón de la levita y llevándolo a la habitación.
La piamontesa, pálida, desesperada, había ido a arrojarse a su sillón. Castanier se sentó en el confidente[486] en el rincón del fuego, y dejó al amante de Aquilina de pie.
—Es usted antiguo militar —le dijo Léon—, estoy dispuesto a darle satisfacción.
—Es usted un necio —contestó secamente Castanier—. Yo ya no tengo necesidad de batirme, puedo matar a quien quiera con una mirada. Voy a decirle lo que le espera, hijo mío. ¿Por qué le voy a matar? Tiene usted en el cuello una línea roja que estoy viendo. Le espera la guillotina. Sí, morirá en la plaza de Grève[487]. Es usted propiedad del verdugo, nada puede salvarle. Forma parte de una Venta de Carbonarios[488]. Está conspirando contra el Gobierno.
—¡No me lo habías dicho! —gritó la piamontesa a Léon.
—¿Es que no sabe usted —dijo el cajero siguiendo una vez más— que el ministerio ha decidido esta mañana perseguir a su asociación? El procurador general ha tomado sus nombres. Han sido ustedes denunciados por unos traidores. En este momento están trabajando para preparar los elementos de su acta de acusación.
—¿O sea, que eres tú quien le ha traicionado?… —dijo Aquilina, que lanzó un rugido de leona y se levantó para ir a desgarrar a Castanier.
—Me conoces demasiado para creer eso —contestó Castanier con una sangre fría que dejó petrificada a su amante.
—¿Pues, entonces, cómo lo sabes?
—Lo ignoraba antes de ir al salón; pero ahora lo veo todo, lo sé todo, lo puedo todo.
El suboficial estaba estupefacto.
—Pues, entonces, salvadle, amigo mío —exclamó la muchacha arrojándose a las rodillas de Castanier—. ¡Salvadle, ya que todo lo podéis! Os amaré, os adoraré, seré vuestra esclava en lugar de ser vuestra señora. Me consagraré a vuestros más desordenados caprichos, haréis de mí todo lo que queráis. Sí, encontraré más que amor para vos; tendré la abnegación de una hija para con su padre, unida a la de una… pero… ¡entiéndelo, Rodolphe! ¡En fin, por muy violentas que sean mis pasiones, siempre seré tuya! ¿Qué podría decir para conmoverte? Me inventaré placeres… Me… ¡Dios mío!, mira, cuando quieras algo de mí, como mandarme tirar por la ventana, no tendrás más que decirme: «¡Léon!», y entonces yo me precipitaría al infierno, aceptaría todos los tormentos, todas las enfermedades, todos los pesares, todo lo que tú me impusieras.
Castanier permaneció frío. Como única respuesta, señaló a Léon diciendo con una risa de demonio:
—Le espera la guillotina.
—No, no saldrá de aquí, yo le salvaré —exclamó ella—. ¡Sí, mataré a quien le toque! ¿Por qué no le quieres salvar? —exclamaba con una voz chispeante, los ojos ardientes, los cabellos sueltos—. ¿Puedes?
—Lo puedo todo.
—¿Por qué no le salvas?
—¿Que por qué? —gritó Castanier cuya voz vibró hasta en los entarimados—. ¡Je! ¡Me estoy vengando! Mi oficio es hacer el mal.
—Morir —prosiguió Aquilina—, él, mi amante, ¿es esto posible?
Dio un brinco hasta su cómoda, asió un estilete que estaba en un cestillo y acudió a Castanier, que se echó a reír.
—De sobra sabes que el hierro ya no me puede herir.
El brazo de Aquilina se aflojó como una cuerda de arpa súbitamente cortada.
—Salga, mi querido amigo —dijo el cajero volviéndose hacia el suboficial—; vaya usted a sus asuntos.
Extendió la mano, y el militar no tuvo más remedio que obedecer a la fuerza superior que desplegaba Castanier.
—Estoy en mi casa, podría mandar a buscar al comisario de policía y entregarle a un hombre que se introduce en mi domicilio, y prefiero devolverle la libertad: soy un demonio, no soy un espía.
—Le seguiré —dijo Aquilina.
—Síguele —dijo Castanier—. ¿Jenny?…
Apareció Jenny.
—Envíe al portero a buscarles un coche.
—Toma, Naqui —dijo Castanier sacándose del bolsillo un fajo de billetes de banco—, no vas a separarte como una pordiosera de un hombre que aún te quiere.
Le tendió trescientos mil francos, Aquilina los cogió, los tiró al suelo, escupió encima pisoteándolos con la rabia de la desesperación, diciéndole:
—Saldremos los dos a pie, sin un céntimo tuyo. Quédate, Jenny.
—¡Buenas noches! —prosiguió el cajero recogiendo su dinero—. Yo he vuelto de viaje. Jenny —dijo mirando a la pasmada camarera—, me pareces buena chica. ¡Te has quedado sin ama, ven aquí!… por esta noche, tendrás un amo.
Aquilina, que desconfiaba de todo, se fue prontamente con el suboficial a casa de una amiga suya. Pero Léon era objeto de sospechas de la policía, que le hacía seguir a cualquier parte donde iba. De modo que algún tiempo después fue detenido, con sus tres amigos, como dijeron los periódicos de la época.
El cajero se sintió cambiado completamente, tanto en lo moral como en lo físico. El Castanier sucesivamente niño, joven, enamorado, militar, valiente, engañado, casado, desilusionado, cajero, apasionado, criminal por amor, ya no existía. Su forma interior había estallado. En un momento se le había ensanchado el cráneo, le habían crecido los sentidos. Su pensamiento abarcó el mundo entero, vio las cosas como si hubiese sido colocado a una altura prodigiosa. Antes de ir al teatro, experimentaba por Aquilina la más insensata pasión, antes que renunciar a ella habría cerrado los ojos a sus infidelidades; y aquel sentimiento ciego se había disipado tal como se derrite una nube bajo los rayos del sol. Feliz de suceder a su ama y de poseer su fortuna, Jenny hizo todo lo que quería el cajero. Pero Castanier, que tenía el poder de leer en las almas, descubrió el motivo auténtico de aquella entrega puramente física. Por lo mismo se divirtió con aquella muchacha con la maliciosa avidez de un niño que, tras haber exprimido el jugo de una cereza, arroja el hueso. Al día siguiente, en el momento en que, durante la comida, ella se creía señora y dueña de la casa, Castanier le repitió palabra por palabra, pensamiento por pensamiento, lo que ella se estaba diciendo a sí misma, mientras se bebía el café.
—¿Sabes lo que estás pensando, mi niña? —le dijo sonriendo—, es esto: «¡O sea, que estos hermosos muebles de madera de palisandro[489] que yo tanto deseaba, y estos hermosos vestidos que me probaba son míos! No me han costado más que unas tonterías que la señora le negaba, no sé por qué. A fe mía, para ir en carroza, tener aderezos, asistir al teatro en un palco, y procurarme unas rentas, yo le daría placeres hasta que reventase, si no fuera fuerte como un roble. ¡No he visto jamás hombre semejante!». ¿Es eso? —prosiguió con una voz que hizo palidecer a Jenny—. Bien, pues sí, hija mía, no aguantarías, y si te despido, es por tu bien, morirías en el esfuerzo. Vamos, separémonos como buenos amigos.
Y la despidió fríamente dándole una cantidad muy exigua.
El primer uso que Castanier se había prometido hacer del terrible poder que acababa de comprar por el precio de su bienaventurada eternidad era la plena y completa satisfacción de sus gustos. Tras haber puesto orden en sus asuntos, y rendido fácilmente sus cuentas al Sr. de Nucingen, que le puso como sucesor a un bondadoso alemán, se le antojó una bacanal digna de los mejores días del Imperio romano, y en ella se sumergió desesperadamente como Baltasar en su último festín[490]. Pero, como Baltasar, vio distintamente una mano llena de luz que le trazó su sentencia en medio de sus alegrías, no en las angostas paredes de una sala, sino en los inmensos muros en los que se dibuja el arco iris. Su festín, en efecto, no fue una orgía circunscrita a los límites de un banquete, fue una disipación de todas las fuerzas y de todos los placeres. La mesa era en cierto modo la propia tierra que él sentía temblar bajo sus pies. Fue aquella la última fiesta de un disipador que ya no mira nada. Surtiéndose a manos llenas del tesoro de las voluptuosidades humanas cuya llave le había sido entregada por el demonio, pronto alcanzó el fondo. Aquella potencia enorme, aprehendida en un instante, fue en un instante ejercida, juzgada, desgastada. Aquello que todo lo era, nada fue. Suele ocurrir que la posesión mata los más inmensos poemas del deseo, a cuyos sueños rara vez responde el objeto poseído. Aquel triste desenlace de algunas pasiones era el que escondía la omnipotencia de Melmoth. La inanidad de la naturaleza humana se reveló de pronto a su sucesor, al que el poder supremo aportó la nada como dote[491]. Con el fin de comprender bien la extraña situación en la que se halló Castanier, habría que poder apreciar por el pensamiento sus rápidas revoluciones y concebir cuán poca duración tuvieron, cosa de la que es difícil dar una idea a aquellos que permanecen encarcelados por las leyes del tiempo, del espacio y de las distancias. Sus facultades aumentadas habían cambiado las relaciones que antes existían entre el mundo y él. Como Melmoth, Castanier podía en unos instantes estar en los risueños valles del Indostán, pasar montado en las alas de los demonios a través de los desiertos de África, y deslizarse por encima de los mares[492]. Al igual que su lucidez le hacía penetrarlo todo en el instante mismo en que su vista se dirigía a un objeto material o al pensamiento de otro, así su lengua succionaba, por así decir, todos los sabores de una vez. Su placer se parecía al hachazo del despotismo, que derriba el árbol para obtener sus frutos[493]. Las transiciones, las alternativas que miden la alegría, el sufrimiento, y varían todos los placeres humanos, ya no existían para él. Su paladar, que se había vuelto sobremanera sensible, se había hastiado de repente al hartarse de todo. Las mujeres y la buena mesa fueron dos placeres tan completamente saciados, desde el momento en que pudo gustarlos de modo tal que se halló más allá del placer, que ya no le quedaron ganas ni de comer, ni de amar. Sabiéndose dueño de todas las mujeres que se le antojasen, y sabiéndose armado de una potencia que no había de flaquear jamás, ya no quería mujeres; al hallarlas de antemano sometidas a sus más desordenados caprichos, sentía una horrible sed de amor, y las deseaba más amorosas de cuanto ellas podían serlo. Pero lo único que le negaba el mundo era la fe, la oración, esos dos untuosos y consoladores amores. La gente le obedecía. Fue un estado espantoso. Los torrentes de dolores, placeres y pensamientos que sacudían su cuerpo y su alma hubiesen arrasado con la criatura humana más fuerte; pero en él había una potencia de vida proporcionada al vigor de las sensaciones que le asaltaban. Sintió en el interior de sí algo inmenso que la tierra ya no satisfacía. Se pasaba la jornada extendiendo sus alas, queriendo atravesar las esferas luminosas de las que tenía una intuición nítida y desesperante. Se secó interiormente, porque tuvo sed y hambre de cosas que no se bebían ni se comían, pero que le atraían irresistiblemente. Sus labios se volvieron ardientes de deseo, como lo estaban los de Melmoth, y jadeaba tras de lo DESCONOCIDO, porque lo conocía todo[494]. Al ver el principio y el mecanismo del mundo, ya no admiraba sus resultados, y pronto manifestó ese desdén profundo que hace al hombre superior similar a una esfinge que todo lo sabe, todo lo ve, y conserva una silenciosa inmovilidad. No sentía dentro de sí ni la menor veleidad de comunicar su ciencia a los demás hombres. Dueño de toda la tierra, y pudiéndola franquear de un salto, la riqueza y el poder ya no significaron nada para él. Experimentaba esa horrible melancolía del poder supremo que Satán y Dios no remedian sino mediante una actividad cuyo secreto a nadie pertenece más que a ellos. Castanier no tenía, como su amo, la inextinguible potencia de odiar y de hacer mal; se sentía demonio, pero demonio por venir, mientras que Satán es demonio para la eternidad; nada puede redimirlo, él lo sabe, y entonces se complace en remover los mundos con su triple horca, como estiércol, trastocando los designios de Dios. Para su desgracia, Castanier conservaba una esperanza. Así, de repente, en un momento pudo ir de un polo al otro, igual que un pájaro vuela desesperadamente entre los dos lados de su jaula; pero, tras haber dado aquel salto, como el pájaro, vio espacios inmensos. Tuvo del infinito una visión que ya no le permitió seguir considerando las cosas humanas como las consideran los demás hombres. Los insensatos que desean la potencia de los demonios, la juzgan con sus ideas de hombres, sin prever que al adquirir su poder se endosarán las ideas del demonio, que seguirán siendo hombres, y estando en medio de seres que ya no pueden comprenderlos. El Nerón inédito que sueña con quemar París para su distracción, igual que en el teatro se da el espectáculo ficticio de un incendio, no se figura que París se convertirá para él en lo que es, para un viajero apresurado, el hormiguero que hay a la orilla de un camino. Las ciencias fueron para Castanier lo que un logogrifo[495] para aquel que conoce su clave. Le daban lástima los reyes y los Gobiernos. Su gran descarrío fue, pues, en cierto modo, un deplorable adiós a su condición de hombre. Se sintió estrecho sobre la tierra, porque su infernal potencia le hacía asistir al espectáculo de la creación cuyas causas y cuyo fin atisbaba. Al verse excluido de eso a lo que los hombres han llamado el cielo en todos sus lenguajes, ya no podía pensar en otra cosa que en el cielo. Comprendió entonces la desecación interior expresada en el rostro de su predecesor, midió la extensión de aquella mirada encendida por una esperanza siempre traicionada, experimentó la sed que abrasaba aquellos rojos labios, y las angustias de un perpetuo combate entre dos naturalezas agrandadas. Todavía podía ser un ángel; se hallaba un demonio[496]. Se parecía a la dulce criatura encarcelada por la mala fe de un encantador en un cuerpo deforme, y que, presa bajo el fanal de un pacto, necesitaba la voluntad de otro para romper un detestable y detestado envoltorio[497]. Al igual que el hombre auténticamente grande no tiene sino más ardor en buscar lo infinito del sentimiento en un corazón de mujer tras una decepción, asimismo Castanier se halló de repente bajo el peso de una única idea, idea que tal vez fuera la llave de los mundos superiores. Por el solo hecho de haber renunciado a su eternidad bienaventurada, ya no pensaba más que en el porvenir de los que rezan y creen. Cuando, al salir del extravío en el que tomó posesión de su poder, sintió el estrecho abrazo de aquel sentimiento, conoció los dolores que los poetas sagrados, los apóstoles y los grandes oráculos de la fe nos han pintado en términos tan gigantescos. Arponeado por la espada flamígera cuya punta se sentía en la cintura[498], corrió a casa de Melmoth, con el fin de ver en qué paraba su predecesor. El inglés residía en la calle Férou, cerca de Saint-Sulpice[499], en un palacete umbrío, negro, húmedo y gélido. Aquella calle, abierta al norte, como todas las que caen perpendicularmente sobre la orilla izquierda del Sena, es una de las calles más tristes de París, y su carácter repercute en las casas que la flanquean. Cuando Castanier estuvo en el umbral de la puerta, la vio tapizada de negro, la bóveda también estaba entelada. Bajo aquella bóveda destellaban las luces de una capilla ardiente. Habían alzado en ella un cenotafio provisional, a cada lado del cual había un sacerdote.
—No es preciso preguntarle al señor por qué viene —le dijo a Castanier una vieja portera—, se parece usted demasiado al pobrecito difunto[500]. Si es usted su hermano, en efecto, llega demasiado tarde para despedirse. Este notable gentilhombre murió anteayer durante la noche.
—¿Cómo murió? —preguntó Castanier a uno de los sacerdotes.
—Alégrese usted —le contestó un viejo sacerdote levantando un lado de los paños negros que formaban la capilla.
Castanier vio uno de esos rostros a los que la fe hace sublimes y por cuyos poros parece salir el alma para irradiar sobre los demás hombres y calentarlos mediante los sentimientos de una caridad persistente. Aquel hombre era el confesor de sir John Melmoth.
—Su señor hermano —dijo el sacerdote prosiguiendo— tuvo un final digno de envidia, y que debió de regocijar a los ángeles. Usted sabe qué alegría esparce por los cielos la conversión de un alma pecadora. Las lágrimas de su arrepentimiento azuzadas por la gracia corrieron sin secarse, tan solo la muerte pudo detenerlas. El Espíritu Santo estaba en él. Sus palabras ardientes y vivas fueron dignas del rey-profeta[501]. Si nunca, en el curso de mi vida, he oído confesión más horrible que la de este gentilhombre irlandés, tampoco nunca he oído plegarias más ardientes. Por muy grandes que hayan sido sus culpas, su arrepentimiento ha colmado el abismo de ellas en un instante. La mano de Dios se ha tendido visiblemente sobre él, porque ya no se parecía a sí mismo, de tan santa hermosura como le brotó. Sus ojos tan rígidos se dulcificaron en el llanto. Su voz tan vibrante, y que espantaba, adoptó la gracia y la blandura que distinguen las palabras de la gente humillada. Edificaba de tal modo a los oyentes mediante sus discursos, que las personas atraídas por el espectáculo de esta cristiana muerte se hincaban de hinojos escuchando glorificar a Dios, hablar de sus infinitas grandezas y contar las cosas del cielo. Si nada deja a su familia, ciertamente le ha adquirido el mayor bien que las familias pueden poseer, un alma santa que velará sobre todos ustedes, y les conducirá por el buen camino.
Aquellas palabras produjeron un efecto tan violento sobre Castanier que salió bruscamente y echó a andar hacia la iglesia de Saint-Sulpice, obedeciendo a una especie de fatalidad; el arrepentimiento de Melmoth le había anonadado. Por aquella época, un hombre célebre por su elocuencia pronunciaba por las mañanas, ciertos días, unas conferencias que tenían como objeto demostrar las verdades de la religión católica a la juventud de este siglo, proclamada, por otra voz no menos elocuente, indiferente en materia de fe[502]. La conferencia iba a ceder el sitio al entierro del irlandés. Castanier llegó precisamente en el momento en que el predicador iba a resumir con esa graciosa unción, con esa penetrante palabra que le ilustraron, las pruebas de nuestro feliz porvenir[503]. El antiguo dragón, bajo cuya piel se había deslizado el demonio, se hallaba en las condiciones requeridas para recibir fructuosamente la semilla de las palabras divinas comentadas por el sacerdote. En efecto, si existe un fenómeno comprobado, ¿no es acaso ese fenómeno moral que el pueblo ha llamado la fe del carbonero? La fuerza de la creencia se halla en razón directa con el mayor o menor uso que el hombre ha hecho de su razón. La gente sencilla y los soldados se encuentran entre estos. Los que han andado por la vida bajo el estandarte del instinto son mucho más aptos para recibir la luz que aquellos cuya mente y cuyo corazón se han fatigado en las sutilezas del mundo. Desde la edad de dieciséis años hasta cerca de los cuarenta, Castanier, hombre del sur, había seguido la bandera francesa. Simple jinete, obligado a batirse día sí, día también, tenía que pensar en su caballo antes de acordarse de sí mismo. Durante su aprendizaje militar, pues, había tenido pocas horas para reflexionar sobre el porvenir del hombre. Oficial, se había ocupado de sus soldados y había sido entrenado de campo de batalla en campo de batalla, sin haber pensado jamás en el día siguiente a la muerte. La vida militar exige pocas ideas. La gente incapaz de elevarse a esas altas combinaciones que abarcan los intereses de nación a nación, igual los planes de la política que los planes de campaña, la ciencia del táctico y la del administrador, vive en un estado de ignorancia comparable al del campesino más burdo de la provincia menos avanzada de Francia. Van hacia adelante, obedecen pasivamente al alma que los dirige, y matan a los hombres que se encuentran enfrente, como el leñador derriba árboles en un bosque. Pasan continuamente de un estado violento que exige el despliegue de las fuerzas físicas a un estado de reposo, durante el cual reparan sus pérdidas. Golpean y beben, golpean y comen, golpean y duermen, para seguir golpeando mejor. Con esa marcha de torbellino, las cualidades del espíritu se ejercitan poco. Lo moral se queda en su natural sencillez. Cuando esos hombres, tan enérgicos en el campo de batalla, vuelven al medio de la civilización, la mayoría de los que se han quedado en los grados inferiores se muestran sin ideas adquiridas, sin facultades, sin alcances. Por eso la generación joven se ha extrañado de ver a esos miembros de nuestros gloriosos y terribles ejércitos tan negados en inteligencia como puede serlo un viajante, y simples como niños. Un capitán de la fulminante Guardia Imperial apenas si alcanza para hacer los recibos de un periódico. Cuando los soldados viejos son así, su alma virgen de razonamiento obedece a los grandes impulsos. El crimen cometido por Castanier era uno de esos hechos que tantas polémicas suscitan que, para discutirlo, el moralista habría solicitado la división[504], para emplear una expresión del lenguaje parlamentario. Aquel delito había sido aconsejado por la pasión, por una de esas hechicerías femeninas tan cruelmente irresistibles[505] que ningún hombre puede decir: «Eso yo no lo haré nunca», en cuanto se admite en la lucha a una sirena que desplegará en ella sus alucinaciones. La palabra de vida cayó, pues, en una conciencia sin estrenar por las verdades religiosas que la Revolución francesa y la vida militar habían hecho descuidar a Castanier. Aquellas terribles palabras: ¡Seréis felices o desgraciados por toda la eternidad![506] le sacudieron con tanta mayor violencia cuanto que él había cansado a la tierra, la había sacudido como a un árbol sin fruto, y en la omnipotencia de sus deseos, bastaba que le estuviese vetado un solo punto de la tierra o del cielo para que se interesase por él. Si estuviera permitido comparar cosas tan grandes con las necedades sociales, se parecería a esos banqueros poseedores de varios millones a los que nada se resiste en la sociedad; pero que, al no ser admitidos en los círculos de la nobleza, tienen como idea fija la de agregarse a ella, y en nada valoran todos los privilegios sociales adquiridos desde el momento en que les falta uno[507]. Aquel hombre más poderoso de cuanto lo eran los reyes de la tierra reunidos, aquel hombre que podía, como Satanás, luchar con el propio Dios, apareció apoyado contra uno de los pilares de la iglesia de Saint-Sulpice, encorvado bajo el peso de un sentimiento, y se abstrajo en una idea de futuro, igual que se había abismado en ella el propio Melmoth.
—¡Él sí que estará contento! —exclamó Castanier—, se ha muerto con la certeza de ir al cielo.
En un momento, se había operado el mayor cambio en las ideas del cajero. Tras haber sido el demonio durante unos días, ya no era más que un hombre, imagen de la caída primitiva consagrada en todas las cosmogonías. Pero, al volver a ser pequeño en la forma, había adquirido una causa de grandeza, se había empapado de infinito. El poder infernal le había revelado el poder divino. Tenía más sed del cielo que hambre había tenido de los placeres terrestres tan prontamente agotados. Los goces que promete el demonio no son sino los de la tierra ampliados, mientras que los placeres celestiales son sin límites. Aquel hombre creyó en Dios[508]. La palabra que le entregaba los tesoros del mundo ya no fue nada para él, y aquellos tesoros le parecieron tan despreciables cuanto lo son los guijarros a los ojos de los que gustan de diamantes; porque los veía como burdos cristales en comparación con las eternas bellezas de la otra vida. Para él, el bien procedente de aquella fuente estaba maldito. Quedó sumergido en un abismo de tinieblas y pensamientos lúgubres mientras escuchaba la ceremonia hecha para Melmoth. El Dies irae[509] le espeluznó. Comprendió, en toda su grandeza, aquel grito del alma que se arrepiente y se estremece ante la majestad divina. Quedó de repente devorado por el Espíritu Santo, como el fuego devora la paja. Le cayeron lágrimas de los ojos[510].
—¿Es usted pariente del muerto? —le dijo el macero.
—Su heredero —contestó Castanier.
—Para los gastos del culto —le gritó el suizo.
—No —dijo el cajero, que no quiso darle a la iglesia el dinero del demonio.
—Para los pobres.
—No.
—Para las reparaciones de la iglesia.
—No.
—Para la capilla de la Virgen.
—No.
—Para el seminario.
—No.
Castanier se retiró, para no ser blanco de las miradas irritadas de varias personas de la iglesia. «¿Por qué, se dijo contemplando Saint-Sulpice, por qué iban los hombres a construir estas catedrales gigantescas que he visto en cualquier tierra? Este sentimiento compartido por las masas, en todo tiempo, se apoya necesariamente en algo».
«¿Llamas a Dios algo?, le decía su conciencia. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».
Aquella palabra repetida por una voz interior le aplastaba, pero sus sensaciones de terror fueron suavizadas por los lejanos acordes de la deliciosa música que ya había oído difusamente. Atribuyó aquella armonía a los cantos de la iglesia y se quedó mirando al pórtico. Pero, al prestar oído atentamente, se dio cuenta de que los sonidos llegaban a él de todos lados; miró por la plaza, y no vio en ella músico alguno. Si bien aquella melodía aportaba al alma las poesías azules y las lejanas luces de la esperanza[511], daba también más actividad a los remordimientos que labraban al condenado, que echó a andar por París, como van las personas agobiadas de dolores. Todo lo miraba sin ver nada, iba andando al azar al modo de los paseantes ociosos; se detenía sin motivo, se hablaba a sí mismo, y no se hubiese molestado para evitar el golpe de una tabla o la rueda de un coche. El arrepentimiento le entregaba insensiblemente a esa gracia que machaca el corazón de un modo al mismo tiempo dulce y terrible. Pronto tuvo en la fisonomía, como Melmoth, algo grande, pero abstraído; una fría expresión de tristeza, parecida a la del hombre desesperado, y la jadeante avidez que da la esperanza; después, por encima de todo, fue presa del hastío de todos los bienes de este bajo mundo. Su mirada que espantaba de claridad escondía las más humildes oraciones. Sufría en razón de su poder. Su alma violentamente agitada hacía que se plegara su cuerpo, como un viento impetuoso pliega altos pinos. Al igual que su predecesor, no podía negarse a vivir, porque no quería morir bajo el yugo del infierno. Su suplicio se le hizo insoportable. Por fin, una mañana, soñó que Melmoth el bienaventurado le había propuesto ocupar su lugar, y que él había aceptado; y que, seguramente, otros hombres podrían imitarle; y que, en una época cuya fatal indiferencia en materia de religión era proclamada por los herederos de la elocuencia de los Padres de la Iglesia[512], no le costaría mucho tropezarse con un hombre que se sometiese a las cláusulas de aquel contrato para ejercer sus ventajas[513].
«Existe un sitio en el que se valora lo que valen los reyes, en el que se sopesa a los pueblos, en el que se juzgan los sistemas, en el que los Gobiernos son reducidos a la medida del escudo[514] de cien céntimos, en el que las ideas, las creencias están cifradas, en el que todo se negocia, en el que el propio Dios pide préstamos y da en garantía sus rentas de almas, porque el papa tiene en él su cuenta corriente. Si puedo hallar un alma para negociar, ¿no es acaso ahí?».
Castanier se fue muy contento a la Bolsa, pensando que podría traficar con un alma igual que allí se comercia con los fondos públicos. Un hombre ordinario habría tenido miedo de que se riesen de él; pero Castanier sabía por experiencia que todo es serio para el hombre desesperado. Similar al condenado a muerte que escucharía a un loco si viniese a decirle que pronunciando unas palabras absurdas podría salir volando por la cerradura de la puerta, aquel que sufre es crédulo y no abandona una idea sino cuando esta ha fallado, como la rama que se ha roto bajo la mano del nadador entrenado. Hacia las cuatro[515] apareció Castanier en los grupos que se formaban tras el cierre del curso de los efectos públicos, y en los que en ese momento se hacían las negociaciones de los efectos particulares y los asuntos puramente comerciales. Era conocido de algunos negociadores, y podía, fingiendo buscar a alguien, escuchar los rumores que corrían sobre la gente en apuros.
—¡Pues pienso negociarte más veces Claparon y compañía, hijo mío! Han dejado que el chico de la banca se llevase esta mañana el efectivo de su pago —dijo un gordo banquero en su lenguaje sin ceremonias—. Si tienes, guárdalo.
Aquel tal Claparon estaba en el corro de la Bolsa, en conferencia solemne con un hombre conocido por hacer negocios usureros. Inmediatamente Castanier se dirigió al sitio en el que se hallaba Claparon, negociante conocido por aventurar grandes jugadas que tanto podían arruinarle como enriquecerle.
Cuando Claparon fue abordado por Castanier, el mercader de dinero acababa de dejarlo, y el especulador había dejado escapar un gesto de desesperación.
—Bien, Claparon, tenemos quinientos mil francos que pagar al Banco[516], y son las cuatro; esto se sabe, y ya no tenemos tiempo de arreglar nuestra pequeña quiebra —le dijo Castanier.
—¡Caballero!
—Hable usted más bajo —contestó el cajero—; si yo le propusiese un negocio en el que usted podría recoger tanto oro como quisiera…
—No pagaría mis deudas, porque no conozco negocio alguno que no requiera un tiempo de cocción.
—Yo conozco un negocio que se las haría pagar en un momento —prosiguió Castanier—, pero que le obligaría a…
—¿A qué?
—A vender su parte del paraíso. ¿No es este un negocio como otro cualquiera? Todos somos accionistas en la gran empresa de la eternidad[517].
—¿Sabe usted que soy hombre como para abofetearle?… —dijo Claparon irritado—, no está permitido gastarle bromas tontas a un hombre caído en desgracia.
—Estoy hablando en serio —contestó Castanier sacándose del bolsillo un fajo de billetes de banco.
—Para empezar —dijo Claparon—, yo no le vendería mi alma al diablo por una miseria. Necesito quinientos mil francos para ir…
—¿Quién le ha dicho nada de escatimar? —prosiguió bruscamente Castanier—. Tendría usted más oro del que cabe en los sótanos del Banco.
Tendió una masa de billetes que decidió al especulador.
—¡Hecho! —dijo Claparon—. Pero ¿cómo llevarlo a efecto?
—Venga allí, al sitio aquel donde no hay nadie — contestó Castanier señalando un rincón del parqué.
Claparon y su tentador intercambiaron algunas palabras, ambos con el rostro vuelto contra la pared. Ninguna de las personas que se habían fijado en ellos adivinó el objeto de aquel aparte, aunque estaban intrigadas de modo bastante intenso por la rareza de los gestos que hicieron las dos partes contratantes. Cuando volvió Castanier, un clamor de asombro se les escapó a los bolsistas. Como en las asambleas francesas en las que el mínimo acontecimiento distrae inmediatamente, todos los rostros se volvieron hacia los dos hombres que levantaban aquel rumor, y nadie vio sin una especie de espanto el cambio en ellos operado. En la Bolsa, todo el mundo se pasea charlando, y todos los que componen la multitud pronto se reconocen y se observan, porque la Bolsa es como una gran mesa de cacho, en la que los diestros saben adivinar el juego de un hombre y el estado de su caja según su fisonomía. Así pues, todo el mundo se había fijado en el rostro de Claparon y en el de Castanier. Este, como irlandés, era nervioso y fuerte, sus ojos brillaban, su encarnadura tenía vigor. Todo el mundo se había maravillado de aquella cara majestuosamente terrible preguntándose de dónde la había sacado aquel bueno de Castanier; pero Castanier, despojado de su poder, aparecía marchito, arrugado, envejecido, endeble. Era, al arrastrar a Claparon, como un enfermo víctima de un ataque de fiebre, o como un theriaki[518] en el momento de exaltación que le da el opio; pero, al volver, o estaba en ese estado de abatimiento que sigue a la fiebre, y durante el que los enfermos expiran, o estaba en la horrorosa postración que causan los excesivos disfrutes del narcotismo. El espíritu infernal que le había hecho soportar sus grandes descarríos había desaparecido; el cuerpo se hallaba solo, agotado, sin socorro, sin apoyo contra los asaltos del remordimiento y el peso de un arrepentimiento auténtico. Claparon, cuyas angustias había adivinado todo el mundo, reaparecía, por el contrario, con unos ojos resplandecientes y llevaba en su rostro el orgullo de Lucifer. La quiebra había pasado de un rostro al otro.
—Vaya usted a reventar en paz, amigo mío —dijo Claparon a Castanier.
—Por caridad, mándenme a buscar un coche y un sacerdote, el vicario de Saint-Sulpice —le contestó el antiguo dragón sentándose en un poyete.
Aquella palabra: «¡Un sacerdote!» fue oída por varias personas, e hizo nacer una guasona algarabía que lanzaron los bolsistas, todos ellos gente que reserva su fe para creer que un papelucho llamado inscripción vale un predio. El Gran Libro[519] es su Biblia.
«¿Tendré tiempo de arrepentirme?», se dijo Castanier con una voz lamentable que conmovió a Claparon.
Una calesa se llevó al moribundo. El especulador fue con presteza a pagar sus efectos al Banco. La impresión producida por el repentino cambio de fisonomía de aquellos dos hombres se borró en el gentío, como una estela de navío se borra en el mar. Una noticia de la más alta importancia atrajo la atención del mundo negociante. En esa hora en que todos los intereses están en juego, Moisés[520], apareciendo con sus dos cuernos luminosos, apenas obtendría los honores de un retruécano, y sería negado por la gente que está haciendo saldos. Cuando Claparon hubo pagado sus efectos, le prendió el miedo. Quedó convencido de su poder, volvió a la Bolsa y ofreció su transacción a la gente en apuros. La inscripción en el Gran Libro del infierno, y los derechos anejos al disfrute de la susodicha, en palabra de un notario al que Claparon puso en su lugar, fue comprada por setecientos mil francos. El notario revendió el tratado del diablo en quinientos mil francos a un contratista de obras, que se liberó de él por cien mil escudos cediéndoselo a un tratante en hierros; y este se lo traspasó por doscientos mil francos a un carpintero. Por fin, a las cinco nadie creía en aquel singular contrato, y faltaban compradores, por falta de fe[521].
A las cinco y media, el detentor era un pintor de brocha gorda que permanecía apoyado contra la puerta de la Bolsa povisional, edificada en aquella época en la calle Feydeau[522]. Aquel pintor de brocha gorda, hombre sencillo, no sabía lo que tenía en sí mismo. Es que lo era todo, le dijo a su mujer cuando estuvo de regreso en casa.
La calle Feydeau es, como los paseantes ociosos saben, una de esas calles que les encantan a los jóvenes que, a falta de una amante, se casan con todo el sexo. En el primer piso de la casa más burguesamente decente, residía una de esas deliciosas criaturas a las que el cielo se complace en colmar con las más exóticas bellezas, y que, no pudiendo ser ni duquesas ni reinas, porque hay muchas más mujeres guapas que títulos y tronos, se conforman con un agente de cambio o un banquero, cuya felicidad hacen a precio fijo. Aquella buena y guapa muchacha, llamada Euphrasie, era el objeto de la ambición de un pasante de notario desmesuradamente ambicioso. En efecto, el segundo pasante de Maese Crottat, notario, estaba enamorado de aquella mujer como está enamorado un joven a los veintidós años[523]. Aquel pasante hubiera asesinado al papa y al sacro colegio cardenalicio con el fin de procurarse una miserable suma de quinientos luises, reclamada por Euphrasie para un chal que le tenía sorbido el seso, y a cambio del cual su camarera se la tenía prometida a ella al pasante. El enamorado iba y venía por delante de las ventanas de la Sra. Euphrasie, como van y vienen los osos blancos en su jaula, en el Jardín Botánico[524]. Llevaba la mano derecha metida debajo del chaleco, sobre el seno izquierdo, y quería desgarrarse el corazón, pero de momento no hacía más que retorcer los elásticos de los tirantes[525].
«¿Qué hacer para tener diez mil francos?, se decía, coger la cantidad que debo llevar al registro para ese acto de compraventa. ¡Dios mío!, ¿acaso el que yo tome eso prestado va a arruinar al adquirente, un hombre siete veces millonario? Bien, mañana iré a arrojarme a sus pies, le diré: “Caballero, le he cogido diez mil francos, tengo veintidós años y estoy enamorado de Euphrasie, esa es mi historia. Mi padre es rico, se lo devolverá, ¡no me pierda usted! ¿No ha tenido usted veintidós años y un mal de amores?”[526]. Pero ¡esos dichosos propietarios no tienen alma! Es capaz de denunciarme al procurador del Rey, en lugar de enternecerse. ¡Diantre!, ¡si pudiera uno venderle el alma al diablo! Pero no hay ni Dios ni diablo, eso son tonterías, eso no se ve más que en los libros azules[527] o entre las viejas. ¿Qué hacer?».
—Si quiere usted venderle el alma al diablo —le dijo el pintor de brocha gorda[528] ante quien el pasante había dejado escapar unas palabras—, tendrá diez mil francos.
—O sea, que tendré a Euphrasie —dijo el pasante consintiendo en la transacción que le propuso el diablo en forma de pintor de brocha gorda.
Consumado el pacto, el rabioso pasante fue a buscar el chal, subió a casa de la Sra. Euphrasie; y, como tenía el diablo en el cuerpo, allí se quedó doce días sin salir gastándose el paraíso entero, y no pensando sino en el amor y en sus orgías, en medio de las cuales se anegaba el recuerdo del infierno y de sus privilegios.
Así se perdió el enorme poder conquistado por el descubrimiento del irlandés, hijo del reverendo Maturin[529].
Les fue imposible a algunos orientalistas, a místicos, a arqueólogos ocupados en cosas de estas, comprobar históricamente la manera de evocar al demonio. He aquí por qué.
Al decimotercer día de sus rabiosas bodas, el pobre pasante yacía en su camastro, en casa de su patrón, en un desván de la calle Saint-Honoré[530]. La Vergüenza, esa estúpida diosa que no se atreve a mirarse a sí misma, se apoderó del joven, que se puso enfermo, quiso cuidarse a sí mismo y se equivocó de dosis al tomar una droga curativa debida al genio de un hombre muy conocido por las paredes de París[531]. De modo que el pasante reventó bajo el peso del azogue, y su cadáver se volvió negro como el lomo de un topo. Ciertamente había pasado un diablo por allí, pero ¿cuál? ¿Astaroth[532]?.
—Este estimable joven ha sido llevado al planeta de Mercurio —dijo el primer pasante a un demonólogo alemán que vino a tomar datos sobre aquel asunto.
—De buen grado lo creería —contestó el alemán.
—¡Ja!
—Sí, caballero —prosiguió el alemán—, esa opinión concuerda con las propias palabras de Jacob Bœhm, en su cuadragésima octava proposición sobre la TRIPLE VIDA DEL HOMBRE[533], en la cual se dice que si Dios ha operado todas las cosas mediante el FIAT, el FIAT es la secreta matriz que comprende y capta la naturaleza formadora del espíritu nacido de Mercurio y de Dios.
—¿Cómo dice, caballero?
El alemán repitió su frase.
—Nosotros no lo conocemos —dijeron los pasantes.
—¿Fiat?… —dijo un pasante—, fiat lux![534].
—Pueden ustedes convencerse de la verdad de esta cita —prosiguió el alemán leyendo la frase en la página 75 del Tratado de la Triple vida del hombre, impreso en 1809 en casa del Sr. Migneret y traducido por un filósofo[535], gran admirador del ilustre zapatero.
—¡Ja! Era zapatero —dijo el primer pasante—. ¡Fíjense ustedes!
—¡En Prusia[536]! —prosiguió el alemán.
—¿Trabajaba para el Rey? —dijo un segundo pasante, más bien lerdo.
—Hubiera debido ponerles tiras pegadas[537] a sus frases —dijo el tercer pasante.
—Este hombre es piramidal —exclamó el cuarto pasante señalando al alemán.
Aunque era un demonólogo de primera magnitud, el extranjero no sabía lo malos diablos que son los pasantes; se fue sin entender nada de sus chanzas y convencido de que a aquellos jóvenes les parecía Bœhm un genio piramidal.
«Hay instrucción en Francia», se dijo.