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Crowmarsh Priors, de noviembre a diciembre de 1942

 

La fea casita eduardiana de lo alto de la colina, donde Alice y su madre habían vivido, estaba casi vacía. Una sombría tarde de noviembre, Alice se encontraba sola en el desnudo dormitorio principal en el que colgaban sin gracia las cortinas opacas, empaquetando las últimas cosas de su madre. La noche en que los alemanes habían bombardeado San Gabriel, llegó a casa lo más rápido posible, pero fue demasiado tarde. Al precipitarse en la casa oscura y silenciosa, encontró a su madre en la cama, tapada hasta la barbilla, con el rostro congelado en un rictus de terror. ¿Qué habría dicho su padre, sí? Sabía que jamás se lo perdonaría.
Conmocionada, retrocedió hasta la puerta principal y vio arder San Gabriel. La sacristía, musitó, debía de haber sido un polvorín de madera seca y vestiduras, y quizá Oliver... Entonces la embargó un terror absoluto. Supo enseguida que el túnel se habría derrumbado.
Alice había estado mucho tiempo como adormecida. Igual que los demás. Siguió dando clases y continuó con su trabajo de guerra, pero su vida había dejado de tener sentido. En ese momento vaciaba automáticamente los armarios y cajones de su madre, sin progresar apenas. Cada poco tenía que parar, porque lloraba. Pobre mamá. Pobres niñas.
Pero ya casi había terminado. En la última caja metió unos cuantos camisones remendados con puños de satén raídos, unas conchas de mar que sus padres habían recogido durante su luna de miel, una lata de polvos de talco medio vacía, una colección de devocionarios, un juego de tapetes de encaje. La pamela con plumas. Mientras ataba la caja, Alice pensó que también ella estaba condenada a morir sola en algún sombrío dormitorio con algunos recuerdos descoloridos de una vida aún menos trascendental que la de su madre.
Se sentó en el colchón desnudo. Había odiado tener que abandonar la casa parroquial, porque aquel había sido su hogar, pero entonces, al contemplar la desolada habitación, no sintió nada. Se mudaría a Londres en cuanto pasaran las Navidades. Cada vez que pasaba por delante de la destrozada San Gabriel, recordaba las horas felices que había pasado allí. Ya no estaba, y Richard yacía convaleciente en un hospital de Londres. Era hora de marcharse de Crowmarsh Priors.
Penelope, con su interminable lista de contactos, había sido un cielo: le había conseguido a Alice trabajo en el WVS y alojamiento con dos ancianas hermanas que tenían una habitación libre en el desván de su casa de Connaught Square. Incluso encontró una profesora que la sustituyera en la escuela infantil, una mujer de mediana edad que ya había dado clases antes de casarse. Se había quedado viuda en un bombardeo, la misma noche en que había muerto la madre de Alice y muchas otras personas, por lo que había sabido después. Penelope, que jamás se quejaba, se sintió lo bastante alterada como para contarle que ella misma se había librado por poco. Sonaron las sirenas y hubo un terrible accidente en la estación de metro del East End donde estaba de servicio. La policía intentó meter allí a demasiada gente. Muchos murieron en la avalancha, aunque no lo verían en los diarios; las autoridades no querían que se informara del incidente para evitar que la gente dejara de acudir a los refugios.
Alice se preguntó cómo el mundo podía albergar tanta tristeza.

 

Tumbada en la cama, preocupada por Lili y Klara, Tanni se había puesto histérica cuando habían caído las primeras bombas en las colinas. Sin embargo, cuando los aviones empezaron a acercarse, se olvidó de todo salvo de la necesidad de llevar a la bodega a cinco niños soñolientos. Movida por el pánico, tomó en brazos a Anna y a Johnny. Cuando Evangeline volvió, Tanni estaba de parto. La hermana Tucker acudió tan pronto como pudo, pero fue demasiado tarde. Tanni ya había dado a luz a otra pequeña, que lloró una vez y murió en brazos de su madre. La hermana Tucker tomó con delicadeza el cuerpecito sin vida y le dijo que lo sentía. Tanni no pareció comprender la triste noticia. No lloró, ni manifestó emoción alguna. La hermana Tucker la puso lo más cómoda posible y dijo que la conmoción podía tener ese efecto en una persona, que a veces la gente borraba por completo de su memoria las cosas horribles.
A la mañana siguiente, como Tanni seguía mostrando una indiferencia alarmante, Evangeline intentó por todos los medios contactar con Rachel y los Cohen en Londres para contarles lo de Tanni, el bebé y las bombas, pero cuando al fin consiguió tener línea, la telefonista le dijo que había habido fuertes bombardeos en el East End otra vez y que muchas centrales telefónicas no estaban operativas. También quiso localizar a Bruno, pero solo Tanni sabía su paradero, y como se pasaba el día o durmiendo o adormilada, no pudo sacarle ninguna información. A la hermana Tucker, desbordada de trabajo, la habían llamado para otras urgencias y Frances no estaba, con lo que Alice, Elsie y Evangeline se sentían impotentes y aterradas.
Completamente pálidas, trataron de decidir qué debían hacer con el bebé, cuyo diminuto cuerpo yacía envuelto en una servilleta de lino en el frío comedor.
—Habrá que hacer algo.
Por fin, al anochecer, se congregaron todas alrededor de la cama de Tanni y Evangeline se inclinó sobre ella y le dijo con ternura:
—Tanni, cielo, lo sentimos muchísimo, pero hay que enterrar a la pobre criaturita. Sé que esto es muy difícil, pero necesitamos que nos digas, si te ves capaz, si hay algo especial que debamos hacer tratándose de un bebé judío. ¿Tiene nombre? El agente Barrows se ha ofrecido a hacerle un ataúd y una pequeña cruz para la tumba.
—¿Qué bebé? —susurró Tanni.
Luego se quedó tendida, mirando fijamente al techo, moviendo los labios en silencio. Se negaba a comer ni a decir nada, ni a ellas ni a la hermana Tucker, que fue a visitarla, con el rostro ceniciento por culpa de la fatiga. La hermana les advirtió de que Tanni no debía levantarse, bajo ningún concepto, para el entierro. Se bebió de un trago una taza de té y les dijo que tendrían que arreglárselas como mejor pudieran.
Pasó un día más sin que tuvieran noticias de los Cohen. Finalmente, Evangeline fue a la parroquia, le comentó a Oliver que había que enterrar al bebé, aunque no localizaran a Bruno, y le preguntó si sabía si había algún rito especial judío.
Oliver llamó al obispo, que le prometió que intentaría ponerse en contacto con algún rabino. Encontró a uno en Portsmouth, que también había sido bombardeada, con lo que el rabino no daba abasto, pero haría un esfuerzo por acercarse a Crowmarsh Priors, aunque con el racionamiento de la gasolina y lo poco fiable que era el servicio de autobuses puede que tardara un poco en llegar. Aparte de eso, solo pudo comunicarle a Oliver que, según le había dicho el rabino, un entierro judío debía tener lugar en las veinticuatro horas siguientes a la muerte. El obispo añadió que, lamentándolo mucho, como el bebé no era hijo de padres cristianos, no pensaba que Oliver pudiera hacer gran cosa. Enfadado, para variar, Oliver colgó con violencia el teléfono.
—¿Qué hacemos? —se preguntaron las chicas unas a otras, agotadas, cuando la tarde empezaba a desvanecerse.
Volvieron en tropel junto a la cama de su amiga.
—Tanni, hemos pensado en enterrarla al fondo del huerto, donde aún quedan algunos rosales y está aquel curioso reloj de sol. Cariño, ¿podrías decirnos si te parece bien? Solo eso.
Tanni permaneció en silencio.
Seguían sin saber nada de Bruno, de Rachel o de los Cohen.
—¿Cuánto más podemos esperar? —se preguntaron entre ellas cuando empezó a anochecer—. El entierro debe celebrarse en las veinticuatro horas siguientes a la muerte, y ya han pasado.
—Hay que ponerle nombre a la pobre criatura —dijo Alice—. No podemos enterrarla sin nombre.
—¿Qué os parece «Rebecca»? —propuso Evangeline.
A la mañana siguiente, bajo la fría luz del amanecer, poco más de cuarenta y ocho horas después de que naciera el bebé, Alice, Evangeline, Elsie, Bernie, Oliver, Agnes, los Barrows y los Hawthorne rodeaban la pequeña tumba de Rebecca Zayman mientras la cubrían de tierra. El agente Barrows dio un paso al frente, se inclinó y la coronó con una piedra lisa en la que había pintado «Rebecca Zayman, 28 de septiembre de 1942». Oliver recitó el salmo 23 y les pidió a todos que rezaran en silencio por Tanni y Bruno. Rodaron lágrimas por los rostros de las mujeres. Oliver agachó la cabeza, apesadumbrado por la añoranza de Frances.
Oliver había intentado localizar a Bruno, pero se había topado con un muro de burocracia. Lo único que le decían era que «no estaba disponible». Cinco días después, cuando por fin dio con él, Bruno dijo que iría enseguida, y llegó a las pocas horas. Corrió al dormitorio de Tanni, luego pasó más de una hora al fondo del huerto, delante de la tumba de su hija. Volvió con los ojos rojos y les dijo que, dadas las circunstancias, no le quedaba más remedio que llevarse a Tanni a un sanatorio hasta que estuviese mejor. Había uno cerca de donde él estaba destinado, de ese modo podría visitarla a menudo.
Evangeline le ayudó a vestirla. Le había guardado algunas cosas en el viejo bolso de viaje y estaba a punto de preguntarle si Anna y Johnny podrían ir a casa de los Cohen unas semanas cuando ella diera a luz, pero Bruno la sacó de la habitación y le dio una triste noticia: los Cohen, Rachel, su marido y sus dos hijos habían muerto en un accidente que se había producido en un refugio antiaéreo cuando la policía había obligado a demasiadas personas a bajar rápidamente las escaleras, había cundido el pánico y algunas habían muerto aplastadas.
—¡Ay, Bruno, qué horror! —exclamó Evangeline, cayendo en la cuenta de que debía de ser el mismo accidente que Penelope había presenciado.
No le dijo nada de Johnny y Anna, aunque se preguntó cómo demonios iba a controlar a cinco niños y a un recién nacido. Lógicamente, tampoco quiso agravar las preocupaciones de Bruno contándole lo que creía que les había ocurrido a Lili y a Klara.
Las chicas se despidieron con un abrazo de la impasible Tanni.
—Mejórate, cielo —le susurró Evangeline.
Luego Bruno le pasó un brazo por los hombros a su esposa y la condujo al automóvil. Las otras dijeron adiós con la mano, tristes, mientras se alejaba el vehículo con Tanni y Bruno.

 

Por fin, los médicos le dijeron a Evangeline que Richard podía trasladarse a Glebe House, pues ya estaba listo. Su estado había mejorado un poco: le habían quitado casi todos los vendajes y los había sorprendido a todos recuperando algo de visión en un ojo. Cuando llegó, Hugo fue a verlo. Richard iba en silla de ruedas y, cuando Evangeline lo llevó hasta la zona de visitas, él alargó el brazo para estrecharle la mano. Hugo se quedó muy impactado.
—Vaya, viejo amigo... No tengo palabras, en serio.
Mantuvieron una embarazosa conversación durante un cuarto de hora, luego Hugo miró el reloj, masculló algo sobre la Guardia Local y se marchó. Al día siguiente, mandó aviso de que su padre y él estaban en cama con escalofríos y no podían visitar a nadie de momento.
Richard había hecho un esfuerzo por su visita, pero le cansaba hablar. La única persona a la que respondía era Evangeline, y le encantaba notar cómo se movía el bebé dentro de ella. Los médicos le dijeron que había sido un golpe de suerte que Crowmarsh Priors tuviera su propio centro de convalecencia. Aún no estaba bien de los nervios y no habría podido hacer frente a una casa llena de niños ruidosos, pero con el tiempo... Bueno, ya irían viendo.
Elsie cuidaba de los niños mientras Evangeline estaba con Richard, pero casi todo el tiempo se las tenía que arreglar sola. Estaba más atareada que nunca, ahora que tenía que prepararse para la llegada de su bebé y Tanni no estaba allí. Salía de cuentas en la primera semana de enero y confiaba en que, tras el parto, Richard y ella pudieran empezar de nuevo. De algún modo.
Antes de que se diera cuenta, ya era Navidad y se le hacía tarde para plantar la col de invierno, del todo necesaria si querían tener comida suficiente. Cavó incansable en el huerto, vestida con unos pantalones antiquísimos que, en tiempos más felices, Tanni le había arreglado con encajes a los lados para dar cabida a su vientre cada vez más abultado. Hincó la pala y notó un reguero caliente por las piernas; había roto aguas.
Esa tarde llegó la hermana Tucker y mandó a Tommy y a Maude corriendo a buscar a Alice después de las clases. La hermana dijo que alguien tenía que decírselo a Richard, pero Alice sugirió con cierta brusquedad que Elsie podía hacerlo.
Evangeline estuvo de parto dos días, resistiéndose a las contracciones, aterrada de pensar en lo que sucedería si el bebé nacía negro o mulato. Sin embargo, al final, dio a luz a un niño. Yació tendida, inmóvil, pálida, exhausta y aterrada mientras la hermana Tucker iba de aquí para allá, muy eficiente, hasta que por fin le entregó un bulto muy bien envuelto.
—Hemos llegado con unas semanas de antelación, mamá, pero estamos perfectamente de todas formas —gorjeó la monja.
Evangeline casi no se atrevía a mirar, pero cuando lo hizo, vio que el bebé tenía los ojos azules y el pelo abundante y de color castaño. Su diminuta boquita se abrió en un bostezo, que pronto se convirtió en un berrido. Ella se echó a llorar también, de alegría y de alivio. Estaba segura de que no era de Laurent.
—Tranquila —le dijo la hermana Tucker—, que ya ha pasado todo y el bebé es precioso. ¿Ya has pensado en cómo lo vas a llamar?
—Por favor, ¿podría decírselo a Richard? —murmuró Evangeline—. Me gustaría llamarlo Andrew. Yo tenía un hermano que se llamaba Andre...
—¡Nunca la había oído hablar de hermanos! —observó Elsie.
Cuando volvió Frances, ella, Elsie e incluso Alice se turnaron para estar con Evangeline, que, como todas las madres primerizas, debía guardar cama al menos un par de semanas. Nell Hawthorne le trajo un poco de caldo, le ahuecó las almohadas y arrulló al bebé; Edith Barrows hizo natillas con gelatina siguiendo la receta de su propia madre «para que Evangeline recuperara las fuerzas».
—Es como si estuviéramos repoblando el pueblo —dijo Edith, dándose una palmadita en su propio vientre hinchado.
Mientras Evangeline se recuperaba, Elsie obligó a Agnes a que la ayudara a fregar, a lavar y a ocuparse de los niños, mientras esta, resentida, protestaba amargamente de que su hermana se había convertido en una mandona de cuidado.
El único tema que las cuatro jóvenes evitaban era el de Lili y Klara Joseph, aunque el armazón de la iglesia se encargaba de recordarles a todas horas lo que podía haber sucedido: los restos del campanario se alzaban abiertos al cielo, rodeados de cascotes, cristales rotos, bancos de madera aplastados y tejas de pizarra. El impacto había destrozado muchas tumbas, por lo que entre los escombros había también lápidas y losas de mármol. El mausoleo del caballero aún estaba en su sitio, pero se había hundido hasta casi desaparecer de la vista. Ya no había forma de acceder a la entrada. La única y remota esperanza era que la barca que transportaba a las niñas no hubiera llegado a la cueva como esperaban, aunque, habiendo tantas minas y patrullas marítimas, daba horror pensar siquiera en las posibles razones. No obstante, si había otra explicación y las niñas no habían muerto, ¿dónde podrían estar en esos momentos?
Frances dijo que podían probar con la Francia Libre, para ver si alguien de su red de contactos sabía algo, pero, de momento ni ella ni Evangeline podían ir a Londres.
En Navidad tuvieron dos visitas, una de las cuales fue Penelope, que quería pasar un tiempo con Richard y disfrutar de su nieto; la otra fue un muchacho larguirucho con acné que se bajó con aire desgarbado del tren.
—¡Es Ted! —exclamó Agnes contentísima—. Le escribí y le dije dónde estaba —informó a Elsie. Estaba viviendo otra vez con su hermana y su marido porque el bebé de los Barrows estaba a punto de nacer. Como Frances se ausentaba con frecuencia, podía dormir en su lado del desván.
Cuando llegó Ted, se instaló en el cobertizo del huerto de Glebe House, casi sin que nadie se diera cuenta. A cambio de un catre y una lamparilla de alcohol, ayudaba a Evangeline en el huerto y en alguna que otra tarea, hablando sin parar. Quería que todos se hicieran socialistas. Cuanto más tiempo llevaba allí, más convencida estaba Elsie de que Ted había vuelto loca a su familia con su cháchara política y lo habían echado de casa. Sermoneaba y aleccionaba a todo el mundo: a Oliver le decía que la religión era el opio del pueblo; a Albert le hablaba de solidaridad con la clase trabajadora; a Frances y a Evangeline, sobre la supresión del proletariado y el imperialismo; y a Alice, sobre la revolución social y sobre por qué la Iglesia era una herramienta burguesa de opresión.
Luego quiso sermonear a Bernie sobre los fallos inherentes al sistema capitalista.
—¡Me está volviendo loco, demonios! —se quejó amargamente a Elsie—. ¿Qué ha sido de mi paz y mi tranquilidad? Esto es como un puñetero circo. Nos casamos para poder estar juntos, luego se viene Agnes a compartir la habitación con nosotros, ¡y ahora hay que aguantar al condenado Ted! O se larga o le parto la boca para que se calle.
—Bernie, tengo que vigilar a Agnes. Ted no hace más que darle la lata con el amor libre, lo he oído. En cuanto me descuide, le hará un bombo, y no es de los que se casan. ¿Adónde irá ella, entonces? Te lo voy a decir: volverá con nosotros, ¡y con un condenado bebé! Tengo que cuidarla, se lo debo a mamá. La sangre tira.
—¡Menos mal que yo no tengo familia!
—¡Bernard Carpenter! ¡Claro que tienes familia! Me tienes a mí, ¿no? —Elsie se colgó del cuello de Bernie—. Y siempre me tendrás, si sabes lo que te conviene.
Él se ablandó y le dio un beso. No era el mejor momento para decirle que, de hecho, estaba a punto de tener más familia de la que esperaba. Había recibido una carta de las personas que alojaban a sus hermanos: había habido un incendio en su casa, así que ellos y siete niños vivían hacinados en la casita de dos plantas y dos dormitorios de unos vecinos, el único alojamiento disponible de momento. Como Elsie era una mujer casada, le mandaban a los chicos.
Pospuso cuanto pudo el momento de contárselo a Bernie, porque se enteró de que los muchachos llegarían en el tren del fin de semana.
«Al menos así estaréis juntos en Navidad», le escribió la mujer cuya casa se había quemado. Elsie gruñó.
—Lo que necesitamos es una casa propia —le dijo a Bernie cuando al fin le confesó que sus hermanos estaban en camino—, y por una vez no me importa cómo la consigas, siempre que podamos estar todos juntos.
—Solo a condición de que Ted no venga —repuso Bernie con firmeza.
Y, en efecto, encontró una casa para ellos, un verdadero milagro, teniendo en cuenta la escasez de vivienda. Estaba situada al final de una calle de adosados, en su día refinados, en Eastbourne. Aunque desvencijada y casi en ruinas, tenía varios dormitorios, un salón doble y campanillas por todas partes para llamar a la inexistente doncella. Contaba con una extraña colección de muebles dejados allí por los anteriores propietarios, que parecían tener una abrumadora predilección por el terciopelo rojo, las lámparas de araña, los espejos y las alfombras de estampados chillones.
—¡Caray, es un palacio, con sus cortinas y todo! —exclamó Elsie, contemplando a Bernie con admiración—. ¿Cómo has encontrado esto? ¡No, no me lo digas!
Así que Bernie no le contó a Elsie que había sido un burdel propiedad del Tío. Siguiendo el dudoso consejo de su abogado, el Tío había registrado la propiedad a nombre de Bernard Carpenter, que por entonces aún era un niño, aunque en el catastro desconocieran ese dato. Poco antes de ingresar en prisión, el Tío le contó a Bernie lo que había hecho, consciente de que el muchacho lo admiraba demasiado para intentar privarlo alguna vez de la propiedad. Sin embargo, el Tío había muerto ya y sus anteriores inquilinas se habían mudado a Londres en busca de pastos más verdes. Bernie dedujo que no la habían requisado porque a las autoridades no les gustaba requisar burdeles, de modo que podía ocuparla.
Agnes se negaba a ir a Eastbourne e insistía en que ella se quedaría en la habitación de Elsie y Bernie, en el desván de Glebe House, pero Elsie no la iba a dejar sola con Ted. Consiguió que las Land Girls la nombraran matarratas de Eastbourne; y a Agnes, su ayudante.
—Te voy a echar de menos —le dijo Evangeline con tristeza—, sobre todo ahora que Alice se va también y Frances casi siempre está fuera.
—Lo sé, no me apetece irme, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Tengo que cuidar de los chicos y de Agnes, por mamá.
Después de Navidad, Evangeline y Alice se despidieron de Elsie, Bernie, Agnes, Dick y Willie, camino de su nuevo hogar. Ted no tardó mucho en aparecer por Eastbourne, para disgusto de Bernie, y se quedó.

 

El día después de que los aviones bombardearan Crowmarsh Priors, Frances, que no tenía claro si debía haberlo mencionado antes, viajó a Londres, buscó al hombrecillo y le pidió consejo. En su momento no le había dado importancia, pero había visto la radio en el armario del baño de Gracecourt después de almorzar con Leander hacía un año, algo que podría o no resultar extraño. Además, Hugo no paraba de acosarla, con creciente persistencia, para que se casase con él. Ella había empezado a pensar que estaba desquiciado. Apenas había acusado a Oliver de ser su rival cuando lo oyó decir a Leander que «ya se encargarían de Hammet». Había pensado que se refería a que las autoridades eclesiásticas sancionarían a Oliver por tener una aventura con una feligresa, pero ¿habría llegado a sus oídos que se habían casado? Lo creía improbable, porque Hugo le había parecido simplemente celoso, claro que luego habían bombardeado la iglesia, un objetivo de lo más peculiar... ¿Qué sentido tenía bombardear una iglesia aislada y unas colinas?
—Mmm. A lo mejor Hugo solo está locamente enamorado de ti —sugirió el hombrecillo.
—No, no lo está. Eso es lo extraño. Se han enamorado de mí algunos hombres... No, no haga eso con las cejas; casi todas las chicas pueden decir que algún hombre se ha enamorado de ellas en algún momento... Y no, un hombre enamorado no se comporta así, de esa forma tan intensa, desagradable. Hugo casi me grita cuando se declara. Decididamente, hay algo raro en su conducta.
El hombrecillo le dijo que no debían extraer conclusiones precipitadas, pero que debía vigilar Gracecourt y a sus dos ocupantes tan de cerca como pudiera. Si ella estaba en lo cierto, no serían solo los De Balfort quienes estuvieran implicados, y no debía levantar la liebre antes de que pudieran tender la trampa para atraparlos a todos.
—Ah, Frances —le advirtió cuando ya se iba—, no olvides lo peligroso que puede llegar a ser un colaboracionista. Se lo juega todo.

 

Frances se quedó en el pueblo para Navidad, en lugar de irse con su padre. Hacía largas excursiones por el campo y volvía con faisanes, conejos e incluso, en una ocasión, con un pequeño corzo. La caza furtiva era su mejor coartada. Durante el entrenamiento, les habían dicho que, cuando tuvieran que mentir, se ciñeran a la verdad en la medida de lo posible.
Alice había recibido orden de presentarse para el servicio a primera hora del día de Año Nuevo. En Nochevieja, cuando los niños ya se habían dormido, fue a despedirse de Evangeline y de Frances. Estrenaba su nuevo uniforme del WVS. Había perdido peso y la cortísima falda resaltaba su figura y sus largas piernas. El corte entallado le sentaba bien. Por primera vez en meses, había hecho un esfuerzo: haciéndose la manicura, poniéndose pintalabios (un regalo de despedida de Elsie), y bajo la desenfadada gorra del WVS llevaba el pelo recogido en un moño de la victoria que por fin le había salido perfecto. Parecía una persona distinta: eficiente y capaz, pero inesperadamente glamurosa; una chica de revista vestida de uniforme.
Frances y Evangeline charlaron mientras se bebían la última botella de vino de la reserva de lady Marchmont. Frances había estado dedicando sus pocos ratos libres a ayudar a Oliver en la improvisada capilla que este había dispuesto en el comedor de la casa parroquial para que el pueblo tuviera un lugar de culto.
—Bien hecho, Frances —observó Alice.
Frances hizo un gesto de autocrítica.
—Tú siempre has sido el sostén de San Gabriel y alguien tiene que ayudar a Oliver a mantener en pie la parroquia cuando te vayas —le dijo.
Evangeline la miró fijamente. Frances era una candidata de lo más inverosímil como sustituta de Alice, pero últimamente Oliver y ella siempre estaban juntos, y cuando no lo estaban, se andaban buscando el uno al otro. Raro.
—Bueno, como nos dejas, tengo un regalo para ti —dijo Frances, cambiando de tema—. Nunca se sabe lo que te pasará en Londres ni a quién conocerás. Si se presenta el hombre adecuado, necesitarás esto —añadió, y le regaló el neceser de piel de cocodrilo con el que Albert la había visto en el andén de la estación el día de su llegada a Crowmarsh Priors.
—Ay, Frances... —dijo Alice, admirada.
Lo acarició, luego abrió el cierre. Era lo más exquisito que había visto en su vida, y, desde luego, que había tenido. Por dentro, estaba perfectamente surtido de plata y nácar, con cepillo y peine, estuche de manicura, estuche de costura, polvera de cristal con su propio aplicador grande, soportes para tres pintalabios y dos frascos de perfume Lalique, cada uno de ellos lleno hasta la mitad de Vol de Nuit. Había un cepillo de dientes con mango de nácar, una cajita para polvo dentífrico, un cajón acolchado para joyas y un pañuelo limpio ribeteado de encaje. Al fondo se levantaba un espejo gracias a un ingenioso sistema de pequeñas bisagras.
—Ay, Frances... ¡Nunca había tenido nada tan bonito! —dijo—. Cuando muera, lo encontrarán y dirán que... que... tuve una amiga que...
—No nos pongamos morbosas, querida. ¡Nada de lágrimas! Algo me dice que pronto conocerás a un hombre maravilloso y esto te vendrá muy bien para tu viaje de novios. Promete que nos escribirás y nos lo contarás todo cuando suceda.
Cuando se fue, Evangeline y Frances se terminaron el vino y contemplaron el fuego.
—Oliver y tú... —dijo Evangeline al cabo de un rato—. Tú estás enamorada de él, ¿verdad?
«Si tienes que mentir, cíñete a la verdad en la medida de lo posible.»
—Sí —reconoció Frances—. Sé lo que estás pensando, que no tiene sentido, pero, Evangeline..., nadie debe saberlo. Debe ser un secreto de momento. Por favor, no digas nada.
—Sé guardar un secreto —repuso su amiga—. Te lo aseguro.
—Si eres mi amiga, guárdamelo y, por favor, no me preguntes nada más. Pero si alguna vez me pasa algo, me cae una bomba encima o algo así, prométeme que cuidarás de él. Tiene... Bueno, me ha dado a entender que tiene algún problema de corazón; no se le nota, pero lo tiene.
—Te lo prometo.
—Parece que esta guerra no se acaba nunca, ¿verdad?