15
Crowmarsh Priors,
septiembre de 1941
La guerra era un asunto de lo más ruidoso e
inconveniente, se dijo Muriel Marchmont con resentimiento. Los
aviones persiguiéndose por el cielo, haciendo pedazos la paz de la
tarde, y aquella horrenda sirena antiaérea a cuya estridente
llamada debían obedecer todos independientemente de cuándo sonara.
Para colmo, las cartillas de racionamiento, tremendo lío de cupones
y puntos. Primero habían sido el azúcar, la mantequilla y la carne,
y después, cuando aún no se habían aclarado del todo, ya hacían
falta cupones para el queso, los huevos, el beicon e incluso la
ropa.
La cocinera, la señora Barkins, había
avisado en Navidades y se había marchado a trabajar a un astillero,
precisamente. La señora Gifford se había visto obligada a ocupar su
lugar, pero la cocina no era su fuerte. Las indigestiones tenían en
vela a lady Marchmont por las noches. Y mientras la señora Gifford
se peleaba con la cocina, la casa estaba cada vez más desarreglada.
Ni se podía pensar en contratar a una doncella; se habían ido todas
a trabajar a las fábricas de munición o como conductoras de
autobuses.
Lady Marchmont coincidía plenamente con los
amigos de su difunto marido que culpaban a «los extranjeros» de
aquella guerra tan mal concebida, sobre todo a los franceses y a
los polacos, que habían influido en Churchill. Sin duda la
situación había llegado a un punto en que lo mejor para Inglaterra
era firmar la paz con Alemania. Habría querido zarandear a los
políticos hasta que entraran en razón. Y todos aquellos jóvenes
indisciplinados para los que había hecho unos planes tan
apropiados, ¿alguno de ellos estaba dispuesto a dejarse guiar por
sus mayores? ¿Acaso se lo agradecían? Los años hacían que Muriel se
enojase fácilmente. No sabía qué la irritaba más, si la negativa de
Frances a ayudar a Alice para que resultara más atractiva a Oliver,
o la mirada temerosa y el rostro pálido de la propia Alice. Hugo,
lo sabía por Leander, no se había declarado aún, y Frances había
subido ya dos veces a Londres sin decírselo a ella. En cuanto a
Oliver...
El colmo había sido que enterrara a dos
alemanes muertos en el rincón más apartado del cementerio. Ella
había llamado al obispo para protestar, porque, siendo
probablemente luteranos, no pintaban nada en un camposanto
anglicano. El obispo, que ya había tenido que lidiar con Muriel
Marchmont en otras ocasiones, trató de ganar tiempo, vaciló, dijo
que estaban en guerra, que lo hecho hecho estaba, y que las
autoridades eclesiásticas no eran partidarias de la exhumación.
Finalmente consiguió enfurecerla al sugerirle que rezara por sus
enemigos. Muriel colgó furibunda y sufrió un mareo.
Había errado, tristemente, al extender su
mecenazgo a Oliver. Él había olvidado lo que le debía y se
comportaba de manera demasiado independiente para su gusto. Pese a
su carácter afable, se había convertido en una figura de autoridad
en el pueblo. La guerra le había hecho madurar. Aquella mirada
pueril había desaparecido y hacía auténticos malabares para
compaginar los bautizos, la asociación de madres, las cuentas
parroquiales, las visitas a los enfermos y atender simultáneamente,
de forma más o menos eficiente, la escuela dominical y su deber en
la Guardia Local. Nada más llegar a Crowmarsh Priors, Oliver,
tímido por naturaleza, pasaba días perfeccionando un sermón que
después pronunciaba con inseguridad y constantes tartamudeos. Como
disponía cada vez de menos tiempo para prepararlos, sus sermones
eran ya mucho más conmovedores, porque hablaba con convicción,
desde el corazón; otra fuente de irritación para Muriel, a quien le
desagradaba la vena evangélica, tan de moda, del sector de la
Iglesia anglicana de tendencia más protestante. Oliver había
adquirido cierta habilidad para relacionar los acontecimientos
cotidianos con sucesos bíblicos, algo que parecía reconfortar en
aquellos momentos difíciles a todo el mundo menos a ella.
Evangeline Fairfax, pese a que era católica,
había arrastrado a Tommy, Maude y Kipper a un servicio especial
para niños en el que, según le había confesado a Frances, Oliver le
recordaba a los predicadores de color de Nueva Orleans. «En
cualquier momento, gritará: Amén, hermanos y hermanas», le
decía.
Y lo peor de todo: Oliver exhibía una
escandalosa laxitud en lo tocante a mantener los estándares morales
del pueblo. Habían nacido varios niños de madres solteras, cuyos
padres luchaban en el frente o habían muerto o desaparecido en
combate. Oliver las había visitado a todas y, con cierta
dificultad, porque las jóvenes estaban muy avergonzadas, las había
persuadido de que le dejaran bautizar a los niños. Muriel se había
escandalizado al saber que pretendía hacerlo en la pila bautismal,
a la vista de toda la congregación, durante el servicio matinal,
como lo hacía con los hijos de padres debidamente casados. Le
escribió una nota prohibiéndole semejante cosa y supuso que con eso
el asunto quedaría zanjado.
El domingo que Oliver tenía asignado para
los bautismos, Muriel se quedó atónita al ver al fondo de la
iglesia a varias muchachas con bebés, nerviosas, pero al menos
presentes. El párroco pronunció un sermón de lo más persuasivo en
el que señalaba que la vida era un don de Dios que debía recibirse
con especial alegría en tiempos de guerra y muerte. Los habitantes
del pueblo se miraron avergonzados. Varias mujeres de mediana edad
que habían perdido a sus hijos en la guerra y ansiaban reconocer a
sus nietos se echaron a llorar. Tal era la autoridad de Oliver que,
después del servicio, la mayoría de la congregación pasó a admirar
a los bebés. Se ofrecieron cochecitos y cunas que ya no se usaban,
y el agente Barrows prometió tallar un juego de piezas de
construcción para cada niño. Las jóvenes madres esbozaron trémulas
sonrisas y una observó con valentía que su pequeño se parecía a su
padre.
Muriel se quedó muda de escándalo, pero no
del todo. Al salir de la iglesia, se detuvo a la puerta para
estrecharle la mano a Oliver, ante una cola de feligreses que la
seguían.
—¡Esto es intolerable! Un bebé fuera del
matrimonio no es de recibo, que lo sepas. Mándalos lejos,
¡enciérralos! ¡No pienso tolerarlo, jovencito! —farfulló furiosa.
Le ordenó que le prometiera que no volvería a hacerlo.
Oliver la escuchó pacientemente. Luego
atrapó la mano enguantada de lady Marchmont entre las suyas y le
respondió para que todos lo oyeran que era su deber bautizar a
todos los niños de la parroquia mientras fuera el párroco.
—Que tenga un domingo apacible
—añadió.
Era la primera vez que alguien la hacía
callar. ¡Le había dicho en público que estaba equivocada! Nadie se
había atrevido jamás a hablarle así. A su espalda, sus convecinos
reían con disimulo. Estaban hartos de lady Marchmont y sus
diatribas, y se alegraban de que alguien le hubiera plantado cara.
Dejando a un lado el asunto de los bebés sin padre, había sido
particularmente desagradable con Tanni Zayman por ser «extranjera»,
y en el pueblo todos le tenían cariño a la joven, cuyo marido
desempeñaba un valioso papel en la guerra, y también a su
retoño.
Qué valiente había sido el párroco, se dijo
Frances. Sonrió radiante y le guiñó un ojo mientras salía despacio
detrás de su madrina, que anunció en voz alta que llamaría de
inmediato a sus abogados para que modificaran su testamento.
Al día siguiente por la tarde, Alice y
Oliver estaban en la sacristía, hablando de los preparativos para
la fiesta de la cosecha. Con la guerra, había pocos
entretenimientos y a sus convecinos les hacía mucha ilusión.
—En todas las casas del pueblo, salvo en la
parroquia, hay un huerto de guerra y una competencia bárbara por
ver quién consigue la verdura de mayor tamaño —dijo Alice—. Nell
Hawthorne tiene una nueva receta de pastel de manzana desecada para
la mesa de productos típicos, y tenemos muchos premios para la
tómbola: Tanni ha bordado un gorrito de bebé precioso, el pub ha
donado una botella de whisky, el agente Barrows ha tallado un arca
de Noé con animales, su esposa, Edith, ha cosido cincuenta bolsitas
de lavanda, hasta mamá ha hecho un tapete de ganchillo. Y luego
está Shirley Temple, claro.
En primavera, el pueblo había recaudado
fondos para comprar una cerdita. La estaban engordando con sobras y
mondas de verduras, y pensaban sacrificarla en Navidad para
comérsela entre todos. Entretanto, los niños la habían llamado
Shirley Temple, y se había convertido en una mascota.
—Quieren que Shirley Temple tenga un corral
en la fiesta de la cosecha. Margaret Rose Hawthorne le ha hecho un
lazo para su considerable cuello —dijo Alice—. Ah, y Nell ha dicho
que, si no te importa, pasará a recoger las moras del cementerio
para hacer mermelada. La morera está muy descuidada desde que Jimmy
se alistó, pero, visto por el lado bueno, hay tantas moras que
podrá vender mermelada junto con sus tartas. Cielo santo, ¿es la
señora Gifford esa que viene corriendo?
El ama de llaves de lady Marchmont cruzaba
sin aliento la verja de la iglesia con el mandil torcido.
—¡Venga enseguida, señor párroco! ¡Se trata
de su señoría! He mandado a buscar al médico, pero ella quiere que
vaya usted —dijo jadeando—. Ha estado en el huerto toda la mañana,
al sol; luego, después de comer, se sentía débil. Yo estaba
recogiendo las cosas del almuerzo cuando la he oído caer. La he
ayudado a meterse en la cama y he mandado a alguien a la granja en
busca de la señorita Frances y del médico, pero tiene muy mal color
y...
Oliver agarró lo que necesitaba para
administrarle los sacramentos y salió corriendo hacia Glebe
House.
Una hora más tarde llegó el médico y declaró
que lady Marchmont había muerto de un infarto cerebral
masivo.
Tres días después, dos hombres —uno mayor y
otro más joven—, vestidos de negro, con bombín y grandes maletines,
bajaron del tren de la mañana procedente de Londres. Albert
reconoció al abogado de lady Marchmont y a su empleado. Los había
citado con frecuencia a lo largo de los años.
—Esta es la última vez que los necesitará,
supongo —dijo.
Ellos lo miraron ceñudos y marcharon en
dirección a Glebe House.
Ya en la casa, la señora Gifford sirvió un
café suave a los dos hombres, a Frances y a Oliver, al que habían
hecho venir de la parroquia. El ama de llaves se disponía a
retirarse, pero el abogado le pidió que se quedara a la lectura del
testamento. El letrado, que llevaba años asesorando a la familia
Marchmont, había llegado a temer las llamadas periódicas de su
señoría para que acudiera a Sussex a modificar sus últimas
voluntades. Ella siempre había ignorado los consejos de la firma
sobre lo que era y no era posible desde el punto de vista legal, y
ahora el documento estaba repleto de enrevesadas e incomprensibles
salvedades en las que lady Marchmont había insistido. Se colocó las
lentes sobre la nariz, se aclaró la garganta y comenzó, confiando
en poder dar sentido a aquel desconcertante texto.
Empezó por la cláusula menos compleja, una
pequeña herencia para la señora Gifford y el derecho a permanecer
de por vida en sus dos habitaciones, situadas detrás de la cocina.
El abogado hizo una pausa. El ama de llaves se sorbió la nariz y
señaló que agradecía el dinero, pero que, después de trabajar al
cuidado de una casa durante treinta años, le apetecía cambiar de
ocupación y que tenía previsto aceptar un puesto en la fábrica de
munición próxima a Reading.
El abogado prosiguió. A lady Marchmont no le
había dado tiempo a modificar el testamento antes de morir, por lo
que aún seguía dejándole Glebe House a Oliver, su único pariente
vivo. Sin embargo, él acababa de recibir aviso de que el Gabinete
de Guerra iba a requisarla durante la contienda, para usarla como
centro de recuperación de militares heridos. El ayudante del
abogado lo interrumpió para explicarle que, como Frances y Elsie
eran Land Girls, podían quedarse en la casa, dado que el albergue
próximo a Brighton estaba completo y no había ningún otro
alojamiento disponible en los alrededores. A Oliver le
correspondían algo de dinero y acciones, mientras que la mayoría de
los enseres de la casa y las joyas de lady Marchmont los heredaría
Frances.
—Si bien, por lo que sabemos, no hay joyas
de gran valor —dijo el abogado, mirando a Frances y negando con la
cabeza—. Verdaderamente asombroso. Hubo muchas en su día,
valiosísimas. Ahora solo quedan las piezas que usaba a diario: su
reloj, unos anillos, algunos broches antiguos. Algo de bisutería.
Debería haber un inventario, pero ella se mostró algo vaga al
respecto la última vez que le preguntamos.
Durante la lectura, Frances observó a
Oliver, sentado en el sofá. Ella no estaba especialmente interesada
ni en joyas ni en muebles. El párroco tenía los ojos cerrados y
Frances se preguntó si estaría atendiendo a lo que decía el
abogado. Si era así, no lo veía particularmente contento de saber
que de pronto era un hombre rico y propietario de una espléndida
casa, aunque aún no pudiera vivir en ella. Entonces abrió los ojos
y se los frotó. Parecía estar pensando en otra cosa. Frances reparó
de pronto en lo mucho que había envejecido desde que ella había
llegado. A menudo lo veía triste y agotado por las exigencias
adicionales que la guerra le imponía. Desde luego tía Muriel lo
había acosado sin piedad; además, acababa de enterarse de la muerte
de una joven del pueblo que se había ofrecido voluntaria para
conducir una ambulancia en Londres. Había recibido un impacto
directo. Frances sabía que la noche anterior el párroco había
pasado horas con la afligida familia.
De pronto se dijo que lo que le ocurría, en
realidad, era que estaba solo. Era un pilar para otras personas en
momentos de necesidad, pero ¿cuidaba alguien de él? Dios, claro
está: Oliver parecía tener una fe muy sólida. Pero en un ámbito más
humano... Sintió una punzada de pena y le dieron ganas de
abrazarlo. Mientras el abogado seguía hablando monótonamente, a
Frances se le ocurrió que él era más alto que ella y que, si se
ponía de puntillas y Oliver se agachaba un poco... Se sorprendió
imaginando un beso y...
El abogado la miraba fijamente, enarcando
una ceja inquisitivo. Frances agachó la vista y se miró las
rodillas hasta que por fin llegaron al final del testamento. El
abogado preguntó entonces si tenían alguna pregunta, y luego aceptó
con solemnidad las pastas y el jerez que la señora Gifford le
ofrecía. Acto seguido, él y su empleado recogieron sus papeles y
regresaron a Londres.
Una vez se hubieron marchado, Frances se
sentó al lado de Oliver y le dijo:
—Como ahora la casa es tuya, Elsie y yo
podemos buscar sitio en algún albergue, aunque puede que guarde
algunas cosas en el sótano de momento.
—Puedes quedarte aquí, ya has oído a los
abogados. Aunque la prima Muriel me dejó entrever que no tardarás
mucho en llamarlos tú para... eh...
Oliver se quitó las lentes y las limpió con
el pañuelo. Frances observó que el alzacuellos blanco le resaltaba
el bronceado que había adquirido durante sus paseos por las colinas
y que sus ojos, con algunas pequeñas arrugas ya, eran de color
pardo oscuro. La miraban fijamente, infelices, se dijo ella.
—Mmm... ¿Lo dices porque pretendía casarme
con Hugo?
Él asintió con la cabeza.
—Creo... Bueno, la gente parece suponer...
Creen que es... lo adecuado.
Abrillantó con brío los cristales ya
limpios. Frances se encogió de hombros.
—Entonces están condenados a la decepción,
me temo. Y a propósito de las bodas que tenía previstas...
—Sonrió.
—Lo sé... ¡Vaya si lo sé! —gruñó Oliver. Se
apartó el pelo de la frente y volvió a ponerse las lentes—. Era tan
descarado, y al principio tremendamente embarazoso. Luego un día a
Alice se le escapó que en una ocasión había tirado una cesta entera
de manzanas por la ventana de la sacristía y había dicho un montón
de palabras malsonantes porque Nell Hawthorne había intentado
engatusarla para que me hiciera tartas de manzana. Los dos nos
reímos y, desde entonces, bromeamos a menudo sobre eso. Pero solo
es una broma —añadió Oliver con su reciente rotundidad—. Alice es
un sol, pero casarme con ella sería como casarme con mi hermana. No
es en absoluto lo que yo...
—Tía Muriel es capaz de volver de entre los
muertos para seguir acosándonos. Siempre le gustó decir la última
palabra. Qué impropio de ella, dispersar su fortuna de ese modo.
Habría sido mucho más fácil si hubiera querido emparejarnos a
nosotros, así su casa, su dinero, sus muebles y sus joyas habrían
seguido juntos.
Oliver se quedó tan pasmado que Frances se
maldijo por su inoportuno discurso y de pronto tuvo la sensación de
que había ido demasiado lejos.
—Qué disparate —remató sin entusiasmo,
ruborizada.
Entonces él sonrió y las arruguitas de los
ojos se le acentuaron.
—A los párrocos se nos advierte sobre las
feligresas de cierta edad, y yo empezaba a saber cómo tratarla
cuando murió. Si su fantasma viene a visitarnos, pediré permiso al
obispo para hacerle un exorcismo. También él tuvo uno o dos
desencuentros con ella. —Le dio una palmadita en la mano a Frances,
muy paternal, luego reposó la mano en ella un instante. A Frances
le estaba gustando la agradable sensación de aquella mano cálida y
fuerte en la suya cuando él la retiró y se levantó—. Lo dicho, no
es necesario que te vayas de esta casa. Me agrada pensar que vas a
vivir aquí. Ah, y Elsie tampoco, desde luego. —Miró la hora—. Tengo
una reunión de la asociación de madres a las dos. Debo darme
prisa.
Frances se quedó sentada en la salita,
tremendamente feliz de que Oliver no fuera a casarse con Alice.
Sintió una súbita lástima por ella. Imaginaba cómo debía de ser
pasarse el día dando clase a niños pequeños y después volver a casa
con aquella madre tan horrible. No le extrañaba que tuviera siempre
ese aspecto tan desaliñado. Procuraría ser más amable con
ella.