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Crowmarsh Priors, finales de noviembre de 1939

 

Era una mañana gris y desalentadora de noviembre, la lluvia aporreaba las ventanas y hacía frío en la salita. Como de costumbre, Elsie se había descuidado de preparar y encender la lumbre. Muriel Marchmont, sentada, taciturna, a su escritorio, se maravillaba de que ella, que no había tenido hijos, tuviera a su cuidado a tres jóvenes, tres jóvenes que habían resultado ser ciertamente difíciles. Las jóvenes ya no hacían lo que se les decía y estaba agotada de intentar cumplir con su obligación en lo tocante a aquellas criaturas desagradecidas.
Para empezar, estaba la pobre Alice, plantada por su prometido, cuya madre se negaba a moverse del sofá en todo el día y la tenía de aquí para allá hasta que la muchacha estaba hecha un trapo. Alice había ignorado todos los útiles consejos que Muriel le había dado para que se sacara más provecho; no era de extrañar que el joven párroco apenas le prestara atención. La señora Osbourne, una mujer espantosa y egoísta, estaba demasiado ocupada quejándose de su salud para dedicar un solo pensamiento a su propia hija. Como la mayoría de los hombres, a juicio de Muriel, el difunto párroco se había casado con una mujer de menor categoría solo porque era guapa.
Su ahijada era aún más fastidiosa. A Frances la habían mandado a vivir a Glebe House porque, como no tenía madre, precisaba supervisión femenina y una mano firme, según había recalcado su padre; andaba dando tumbos por Londres con un grupo de jóvenes de vida airada que no le convenía. Sin embargo, Tudor Falconleigh había olvidado explicarle que esperaba que le hiciera de carabina a Frances, que pasaba casi todo el tiempo con Hugo de Balfort y sus amigos en Gracecourt Hall o, sospechaba lady Marchmont, saliendo de picos pardos a los clubes nocturnos de Brighton. Había intentado meterla en vereda, pero Frances hacía lo que le venía en gana.
Lo de Elsie era la gota que colmaba el vaso.
Pluma en ristre y con una hoja en blanco de papel de carta color crema, con sus iniciales impresas, Muriel se esforzó por controlar la irritación para poder escribir una nota dirigida a Penelope Fairfax.
Mi querida Penelope:
Lamento comunicarte que, pese al esfuerzo realizado durante los últimos tres meses, Elsie Pigeon dista mucho de poseer las cualidades deseables en una doncella. Tanto es así, de hecho, que me temo que habremos de poner fin a nuestro acuerdo de inmediato. Cuando llegó, tuvimos que resolver el problema de las lombrices y los piojos, si bien, como es lógico, la señora Gifford se encargó de ello con su habitual eficiencia. Sin embargo, a pesar de su esfuerzo por formar a Elsie, las cosas han ido de mal en peor.
La muchacha no es capaz de aprender a limpiar el polvo, abrillantar, fregar las parrillas, enlucir la aldaba, hacer las camas o barrer una alfombra como es debido. Ni siquiera es capaz de lavar una taza de té sin romperla. No come más que pan con jamón, a veces hasta enfermar, y por las noches llora la ausencia de su madre y de Violet, que, según tengo entendido, es la menor de sus hermanas. Aun así, dado que estamos en guerra, la señora Gifford y yo hemos considerado nuestro deber hacerlo lo mejor posible.
Poco imaginábamos que la situación aún podría empeorar. Elsie tiene ahora un admirador. Últimamente anda en compañía de un joven de lo más indeseable, alojado en el pueblo, en casa del agente Barrows, para evitar, tengo entendido, que fuera a prisión. Elsie insiste en que es un amigo de la horrible zona de Londres que ella considera su hogar, pero lo único que la señora Gifford ha podido averiguar es que se trata de un huérfano criado entre delincuentes. El joven parece entrar y salir a placer, desaparece durante días y, si algún día todos amanecemos muertos en la cama, supongo que será gracias a las autoridades y no a los alemanes.
De modo que lamento comunicarte que, salvo que dispongas otra cosa para ella, Elsie saldrá para Londres en el tren de mañana.
Afectuosamente,
MURIEL MARCHMONT

 

Mientras sellaba el sobre, oyó un estrépito de tacones por las escaleras, luego Frances irrumpió en la salita en medio de una nube de Vol de Nuit, vestida con un traje de chaqueta de mezclilla muy calentito rematado de cenefa y la estola colgada de los hombros. Sostenía un sombrero adornado de flores de terciopelo azul que hacía juego con sus ojos. Demasiado acicalada para un jueves lluvioso en Crowmarsh Priors, se dijo su madrina amargamente.
—Debes saber, tía Muriel, que he ido a buscar una galleta hace un momento y me he encontrado a Elsie llorando desconsoladamente en la trascocina. Dice que la mandas de vuelta a su casa. ¿Por qué? ¡Pobre criaturita!
Frances se miró en el espejo de encima de la chimenea vacía y se ladeó el sombrero, casi tapándose un ojo.
—Si te hubieras levantado a tiempo para el desayuno, no te haría falta ninguna galleta, querida. «¡Pobre criaturita!», sin duda. Lamento comunicarte que Elsie está a punto de deshonrarse con un muchacho que estaría en un correccional si la policía tuviera un poco de sentido común. El ama de llaves ha hecho un asombroso descubrimiento en su habitación.
—¡Cielo santo! ¿El qué?
—Medias de seda, bombones, ¡perfume!
Frances volvió la cabeza a un lado y a otro para ver cómo le quedaba el sombrero. No permitiría que la muchacha se marchara. Elsie y ella eran cómplices. La doncella pasaba con sigilo y valentía por el dormitorio donde roncaba la señora Gifford y le abría la puerta principal las noches en que Frances iba a Brighton, para que pudiera entrar a escondidas antes del amanecer. Ella le devolvía el favor ayudándola a escapar a hacer recados al pueblo cuando veían a su amigo merodeando cerca de la mata de laurel. Le había regalado a Elsie una rebeca muy favorecedora, dos pañuelos de encaje, un frasco de agua de lavanda demasiado soso para ella y un poco de colorete. Después, movida por el nuevo brillo del rostro de Elsie y una sensación de responsabilidad inusual en ella, le había aconsejado que no dejara que el chico con el que salía se tomara libertades. Elsie le había guiñado un ojo y le había contestado: «¡Claro! ¡Eso nunca! ¡Pero le dejo pensar que quizá la próxima vez sí!». A lo que Frances había respondido: «Muy astuta, Elsie querida, pero ten cuidado...».
—¡Ah, bueno, yo le he dado las medias y esas cosas a Elsie! —se apresuró a decir Frances a su madrina—. Ha estado haciendo algunas cosas extra para mí, esto..., recados, lavarme y coserme ropa. Ya sabes.
—No tenía ni idea de que Elsie pudiera resultar de tal utilidad —repuso Muriel con sequedad.
Frances se retocó ligeramente el pequeño velo y se sujetó el sombrero con el alfiler.
—Pues me lava la ropa perfectamente. Y le regalé las medias porque le encantaban. Yo tengo muchísimas, ya sabes. Uno de los amigos de Hugo me trajo una caja enorme de bombones. Como es lógico, yo no me los puedo comer todos si quiero mantener la figura, y tú no debes comerlos porque te suben la tensión, tía Muriel. Además, no creo que ese muchacho sea tan malo. Elsie lo conoció en Londres, lo crió su tío.
—Eso es solo una pequeña parte, según la señora Gifford —le dijo su madrina en tono amenazante.
Frances abrió de golpe el bolsito y hurgó dentro en busca de un lápiz de labios.
—De hecho, debe de ser buen muchacho en realidad, porque está haciendo labores de guerra. Aunque debe de ser algo muy secreto, porque...
—¿Labores de guerra? ¡Qué disparate! ¿De dónde has sacado esa idea?
—Elsie dice que de vez en cuando se va con lo que él llama «los ricachones». Yo pensaba que era una bobada, pero cuando salí de paseo el domingo, al pasar por delante de la casita del agente Barrows, me sorprendió ver que se detenía a su puerta un automóvil exactamente igual que el del Almirantazgo que se encarga de recoger a papá. Incluso reconocí al chófer, aunque me pareció raro que no fuera de uniforme, y cuando le saludé, fingió que no me había visto. Supuse que necesitaban al agente Barrows para algo, pero no alcanzo a comprender para qué iban a enviar un coche oficial al domicilio de un policía de pueblo, salvo que los alemanes vayan a llegar en cualquier momento. En el asiento de atrás había otro hombre. Qué curioso, ¿verdad?
—Por lo que me han contado, ese chico es un delincuente de la peor calaña y la chica es una inútil y una fresca. Cuanto antes se la lleven, mejor.
—¡Ay, por favor, tía Muriel! Si Elsie es una monada. Además, sería una crueldad devolverla al tugurio en el que vivía. ¡No lo hagas! A su madre y a sus hermanos menores los han evacuado al norte, los mayores se han alistado en la Armada, así que estaría sola en casa con su padre. Elsie dice que se emborracha y desaparece durante días. Seguramente es tu deber para con... para con Penelope Fairfax... Permite que se quede aquí un poco más.
Muriel Marchmont frunció el ceño. La pobre Penelope tenía que cargar con aquella nuera horrorosa y Muriel se compadecía de ella.
Frances se apresuró a añadir:
—Cuando fuimos a tomar una copa a casa de los Fairfax la última vez que Richard estuvo en casa de permiso, su esposa me dijo que Elsie se había hecho amiga de la joven extranjera que se aloja allí. —Volvió a hurgar en su bolso—. Y Elsie dice que se ha presentado para trabajar en el campo, ahora que Hugo y Leander han accedido a emplear a mujeres en su pequeña granja; los hombres, o se han alistado, o los han reclutado a la fuerza. Al principio la rechazaron porque Elsie es muy joven, pero ella les suplicó que se lo consultaran a Penelope, y lo han hecho. Penelope ha prometido que se encargará del asunto en cuanto tenga tiempo. Si devuelves a Elsie a Londres ahora, no conseguirás más que complicarle las cosas al WVS. Penelope dice que le costó una barbaridad convencer a los Pigeon de que evacuaran a sus hijos, y andan como locas porque muchos están regresando. La gente no cree que de verdad nos vayan a bombardear con gas venenoso.
Muriel se llevó las manos a la cabeza. Para colmo de males, la guerra los estaba desquiciando a todos, poniendo patas arriba sus vidas. Las muchachas querían hacer el trabajo de los hombres, ¡conducir tractores y empacar el heno! Y encima, ahora vivía en el pueblo una extranjera que no hablaba inglés e iba siempre cargada con su bebé. No hacía más que entrar gente en Inglaterra y nadie se había molestado en averiguar si eran bolcheviques o judíos o algo peor. Cuando sir Humphrey Marchmont aún vivía, su esposa y él habían tenido mucho trato con el parlamentario Archibald Ramsay y habían simpatizado con la postura que su Liga Nórdica adoptó sobre la necesidad de resistirse al dominio de los judíos en el norte de Europa. A su juicio, fue un error que las autoridades se opusieran a aquella Liga.
Una vez que había estallado la guerra, sentía lástima por aquellas mujeres con las cabezas cubiertas por pañoletas ajadas y por sus hijos de ojos grandes que veía en los noticiarios, sacadas a la fuerza de sus hogares por los nazis con lo puesto, pero no cabía duda de que ellos se lo habían buscado. Además, no entendía por qué se permitía que los extranjeros perturbaran la vida de las personas que residían tranquilamente en el campo, sobre todo cuando ella se había responsabilizado de jóvenes cuyas madres habían eludido descaradamente su deber.
Admiraba la actitud de Alice. Al menos había una joven que comprendía cuál era su obligación. Ojalá Frances dejara de irse de juerga y siguiera el buen ejemplo de Alice. Aprendería mucho de ella.
—Me marcho a Gracecourt, tía Muriel. —Frances bostezó, luego se miró el pequeño reloj de pulsera—. Bridge, almuerzo. Casi todos los amigos de Hugo se han marchado, pero aún llenamos dos mesas. Leander dice que le divierte rodearse de gente joven.
Sacó el lápiz de labios del bolso y se lo aplicó con esmero frente al espejo. En realidad, su plan era exactamente el mismo que otros muchos días, pero no se le ocurría otra forma mejor de pasar el tiempo.
Muriel Marchmont observó con desaprobación cómo su ahijada se colocaba el precioso bolsito de piel bajo el brazo para subirse los guantes de seda de color claro como si no tuviera una sola preocu-pación en la vida. Se debía a la educación extranjera que había recibido. La habían expulsado de una serie de notables internados de Devon y Wiltshire, escogidos personalmente por su madrina. Al final, y en contra de su criterio, Tudor Falconleigh había enviado a Frances tres años a una escuela privada para señoritas en Francia. Su ahijada había accedido porque su padre le había prometido llevarla de compras a París si lo hacía. Había llegado a Inglaterra a tiempo para su presentación en sociedad, con un dominio casi absoluto del francés y equipada con una exorbitante cantidad de vestidos de día, trajes de noche, zapatos y preciosos sombreros que le había costado a su padre una fortuna.
No obstante, pronto empezó a mostrar indicios de haber heredado de su madre francesa ese peligroso no sé qué que traía de cabeza a los hombres, el mismo desafortunado no sé qué que había conducido irremediablemente al imperturbable Tudor Falconleigh a su efímero matrimonio. Ese no sé qué que había metido en aprietos a Frances en Londres con toda clase de hombres inapropiados y ahora empezaba a tener el mismo efecto en los hombres del pueblo, desde el párroco hasta Leander de Balfort. Muriel se proponía decirle a Tudor sin ambages que su única esperanza era que Frances se casase con un buen partido antes de que se deshonrara por completo y nadie la quisiera.
Aun así, no pudo evitar darse cuenta de que, comparada con los cautivadores atuendos de Frances, Alice parecía más desaliñada que nunca con sus suéteres, sus mandiles y aquellas pañoletas tan apretadas. Suspiró, pensando en la comida de Gracecourt a la que había llevado a Alice. No había sido un éxito. A la muchacha la habían sentado entre Hugo y un aristócrata de voz cansina con monóculo. Ella llevaba demasiado colorete y un vestido verde oliva tan horrendo que Muriel sospechaba que lo había heredado de la señora Osbourne. Después de apurar nerviosa tres copas de jerez, se había puesto colorada y había empezado a hablar demasiado alto sobre el interés de su difunto padre en la historia de Sussex, luego había relatado una fábula larguísima y descabellada sobre unos contrabandistas y sus túneles subterráneos.
El aristócrata se había aburrido con la extemporánea lección de historia, se había vuelto hacia la joven vivaracha que tenía a la izquierda y había dejado que Hugo se las arreglara con Alice y con su relato. Hugo, bendito fuera, se había fingido interesado, lo cual había animado a Alice a seguir hablando sin parar hasta que se habían marchado. Muriel, desesperada, había guardado silencio durante todo el viaje de vuelta a casa.
Debía reconocer que Alice carecía de chispa. A Frances, en cambio, le sobraba. Qué injusta era la vida. Se le ocurrió que Frances era la persona perfecta para hacerse cargo de Alice. Seguramente podría obrar algún pequeño cambio en su apariencia. Nada demasiado drástico, lo justo para abrirle los ojos a Oliver.
—Deberías dejar de ir de parranda y contribuir al esfuerzo bélico, Frances. Quizá echarle una mano a la querida Alice Osbourne. Apenas tiene tiempo para respirar, aunque una se pregunta por qué la cargan con tanto trabajo a la pobrecilla: las clases, los viajes llevando ropa, los grupos de punto, los primeros auxilios, y encima cuidar de la pesada de su madre. Tendría que estar casada. También el joven y agradable Oliver Hammet debería casarse. De hecho, sería perfecto que la hija de un párroco se convirtiera en la esposa de otro. Pero él... Si Alice tuviera un aspecto algo más... Es un diamante en bruto, por así decirlo. Quizá tú podrías ayudarla un poco. Así Oliver entraría en razón.
Para alivio de Frances, el descapotable de Hugo entró en el patio de Glebe House.
—Ah, ya sé que querías que fuese amiga de Alice, y lo he intentado, pero, sinceramente, ¡es aburridísima! No la aguanto. Tengo que irme, tía Muriel.
Frances le tiró un beso y desapareció. El automóvil salió del patio, haciendo crujir la gravilla.
Que Hugo estuviera «cortejando» a Frances, como se solía decir en la época de lady Marchmont, la alegró un poco y la ayudó a quitarse de la cabeza a Alice. Por su experiencia, tantas atenciones eran indicio de que no tardaría en declararse. El matrimonio los tranquilizaría a los dos. Hugo atendería en serio sus obligaciones en la finca y Frances pronto estaría ocupada con los niños que tuvieran. Debía escribir en breve a Tudor para comentarle en qué dirección soplaba el viento. Para evitar demoras una vez que Hugo le propusiera matrimonio, convendría que los abogados de Tudor estudiaran de inmediato las capitulaciones matrimoniales. Leander no era lo bastante práctico como para tomar la iniciativa, pero Hugo necesitaba dinero, y Muriel pensó que era una suerte que Frances fuera a heredar una fortuna considerable cuando contrajera matrimonio. Leander nunca había estado a la altura de las obligaciones derivadas de su finca, que ya había heredado empobrecida como consecuencia de la afición al juego de su abuelo y de su eterna devoción por una serie de actrices.
Leander se había casado bien, pero en lugar de reinvertir la inmensa fortuna de su difunta esposa en su propiedad, que habría sido lo más sensato, prefirió satisfacer su sentido de la estética. Había despilfarrado sumas ingentes de dinero en proyectos extravagantes para Gracecourt: de ahí la pagoda china; el parque de ciervos, repleto de especímenes que no habían tardado en morir; las pistas de tenis, y lo último, el drástico plan de reconversión de un lago de Capability Brown en una serie de hondos y modernos estanques rectangulares según las especificaciones de un estrafalario autoproclamado «artista de la horticultura» con chaleco de terciopelo y acento extranjero. Antes del almuerzo de cacería, Leander se había llevado a sus invitados a verlos. «¡Qué inquietantemente exótico!», «¡Qué innovador!», habían comentado todos con entusiasmo, y le habían dedicado al «artista» unos aplausos. Uno de los diarios ilustrados incluso había tomado fotografías para un reportaje.
A Muriel Marchmont le parecían grandes, planos y extraños.
—¡Completamente innecesarios! —había mascullado por lo bajo al verlos.
Había observado que la casa se encontraba en un estado lamentable: cristales rotos en las vidrieras emplomadas de las ventanas, carcoma en los paneles de madera corrugada de estilo Tudor, y humedades que hacían que el techo de la larga galería se hundiera; además, las cortinas del salón estaban visiblemente apolilladas y había rectángulos más claros en las paredes donde antes colgaban los cuadros, suponía que vendidos para pagar los desatinados caprichos arquitectónicos de Leander, o los gastos de Hugo en Eaton y Oxford, y su posterior viaje por Europa.
Todo ello de lo más insensato, a juicio de Muriel Marchmont. Los De Balfort llevaban siglos en Crowmarsh Priors, y la única ocupación de Leander en toda su vida —la de Hugo entonces— consistía en asegurarse de que seguían allí. A Hugo no le quedaba otra opción que casarse sin perder más tiempo con una dama inglesa rica y de buena posición, engendrar un hijo inmediatamente y poner orden en la finca antes de que los impuestos lo devoraran todo.
Frances heredaría el dinero de su madre cuando se casara y el de los Falconleigh cuando falleciera su padre. En cuanto a la buena posición, aunque su madre fuera francesa, los Falconleigh no eran una familia despreciable: el tío abuelo de Frances había sido duque. Muriel Marchmont detestaba pensar que Hugo pudiera verse en la obligación de buscar a una rica heredera americana, como la madre de Winston. O esa advenediza de Nancy Astor. Además, ¡con una americana en Crowmarsh Priors ya tenían bastante!
Estudió el mejor modo de conducir a los jóvenes por los caminos que había elegido para ellos. Una vez más, reflexionó sobre su testamento. Ella no tenía hijos, ni parientes, salvo Oliver Hammet. Siempre había sido su intención dejarle el dinero, la casa y las acciones a Oliver. Luego podría casarse con Alice. Claro que él ya estaba en disposición de ofrecerle a Alice la casa parroquial como hogar. También podía casarse con Alice en la parroquia, pero Glebe House era mucho más imponente. Además, a Muriel le gustaba imaginarse a la muchacha sentada en aquella misma salita, bajo su propio retrato de joven casada ataviada con perlas y su elegante vestido de cortesana, y recordándola con cariño. A su debido tiempo, Alice y Oliver llamarían Muriel a una de sus hijas.
En cuanto a Frances, Muriel decidió que era su deber dejarle sus joyas a la futura lady De Balfort, también todo lo contenido en Glebe House, salvo los muebles de la salita y su retrato, naturalmente. En Gracecourt, bien lo sabía Dios, no les vendrían mal sus enseres; hasta los muebles se caían a pedazos y la joven pareja debía poder lucir algo decente cuando tuvieran invitados. Los párrocos le sacaban menos provecho a esas cosas, y no tenía sentido dejarle joyas a Alice, que parecería un asno con sus perlas a cuestas.
Apartó la carta que había escrito a Penelope Fairfax y tomó otra hoja en blanco, del mismo papel de carta color crema. Enviaría sin demora una misiva a Tudor. Y también a su abogado pidiéndole que la visitara en cuanto le fuera posible para hacer algunas modificaciones más en su testamento.
Ya había elaborado un inventario de sus joyas tras la última visita del abogado. ¿Dónde lo había dejado? Buscó en vano entre un revoltijo de papeles que tenía en el escritorio. Y, por cierto, ¿dónde había puesto el joyero en el que lo guardaba todo salvo las joyas que llevaba a diario? Tampoco la llave estaba allí. Recordó vagamente que había escondido el joyero en alguna parte como precaución, por si el admirador de Elsie intentaba asaltar Glebe House. Quizá su memoria ya no era la de antes. Pero ¿acaso algo seguía siendo igual?