25
Londres y Crowmarsh
Priors, mayo de 1942
En el hospital, un médico ojeroso condujo a
Evangeline y a Penelope a una sala aparte. Fue amable, pero no se
anduvo con rodeos. Richard tenía quemaduras extensas y había estado
a punto de morir por exposición a las inclemencias meteorológicas
cuando un destructor estadounidense los había rescatado, a él y a
algunos supervivientes más. Al principio no tenían claro que fuera
a vivir. Durante once días, la esposa y la madre montaron guardia
junto a su cama en una zona aislada con cortinas del ala de
pacientes críticos, repleta de quejumbrosos hombres llenos de
vendas.
Una vez pasado lo peor, los médicos no
supieron decirles con certeza si Richard se recuperaría. Muy
probablemente no volvería a ver y, como poco, cuando por fin lo
dejaran levantarse, necesitaría una silla de ruedas. Ahora yacía
envuelto en vendajes y bajo una carpa de mantas, dormido o
adormilado por la morfina.
Las enfermeras trajeron tazas de té y
recortaron las insignias del uniforme destrozado de Richard, que le
dieron a Evangeline junto con las pocas cosas que encontraron en
sus bolsillos, incluido un bultito dorado. La enfermera lo
escudriñó y le pareció que se asemejaba a un bebé. Un amuleto.
Había visto muchos talismanes que los hombres llevaban y, aunque
aquel no parecía tener mucho valor, ni se le ocurrió tirarlo. Lo
puso en el montón de sus pertenencias, junto con el peine, la
cartilla de pagas y una cartera húmeda con una foto de Evangeline
dentro.
Evangeline y Penelope procuraron hablar
animosas y serenas, por si podía oírlas. De vez en cuando, la madre
se levantaba, iba al baño y lloraba. Luego se lavaba los ojos y
volvía a la silla. Mientras se ausentaba, su esposa se acercaba a
él y le susurraba que tenía que luchar, que sabía que había
sobrevivido por ella y que una vez que había vuelto a tierra firme
no iba a dejarlo marchar.
—Por favor, Richard, ponte bien. Te
quiero.
Cuando Penelope volvía, Evangeline se
erguía. En ocasiones rezaba en silencio el rosario y alguna vez
salía corriendo al baño para vomitar.
Si Richard despertaba y pedía agua,
Evangeline le sostenía la pajita y procuraba sonreír, olvidando al
principio que no veía. Le acariciaba la mejilla por donde no había
vendas.
La angustia por su hijo había envejecido a
Penelope. El pelo se le había puesto gris y parecía haber encogido
dentro del uniforme. Sin embargo, necesitaba enfurecerse con
alguien, así que se volvió hacia su nuera, a la que preocupaba su
aspecto menos que nunca y que había llegado al hospital sin aliento
y sudando, vestida con las ropas de agricultora y sin un peine
siquiera.
—Debo decir, Evangeline —comenzó—, que casi
cualquier mujer cuyo esposo estuviera hospitalizado se esforzaría
por presentarse en el hospital con el mejor aspecto posible. Otras
mujeres consiguen ir limpias y elegantes aunque la ropa esté
racionada.
Evangeline la miró horrorizada y Penelope de
pronto recordó que daba igual, que Richard ya no vería el aspecto
de ninguna mujer, probablemente nunca más, y huyó a su refugio en
el lavabo.
Después de pasar días sentadas junto a la
cama de Richard, durmiendo apenas unas horas por turnos, la
enfermera jefe les dijo que debían continuar con su vida, pues el
paciente estaba fuera de peligro, y que a menudo ayudaba a los
heridos —y esto lo dijo en voz baja— saber que el mundo seguía
adelante y que su sacrificio no había sido en vano. Además, como es
lógico, el país necesitaba toda la colaboración posible.
—¿Por qué no te vienes al campo unos días?
Estoy segura de que el WVS te concederá algunos más —la instó
Evangeline, pero Penelope declinó la invitación al recordar el caos
con que se había encontrado la última vez que había visitado su
casa de Crowmarsh Priors, en la que para entonces vivían cinco
niños.
Prefería mantenerse ocupada en Londres y
volver por las noches a su ordenado piso lo bastante cansada para
dormir profundamente, a veces sin que la perturbaran siquiera las
sirenas antiaéreas.
Evangeline se acercó de nuevo a Richard y le
susurró que debía marcharse y seguir adelante pero que volvería en
cuanto pudiera. Entretanto, él debía mejorar. Se lo iba a llevar a
casa tan pronto como le dieran permiso. Le pidió que le prometiera
que haría todo lo que las enfermeras le mandasen.
—Richard, sé que me oyes, y no me iré hasta
que me lo prometas —dijo.
Finalmente, él asintió con la cabeza.
Evangeline lanzó una mirada de desesperación a las enfermeras, una
de las cuales dijo enseguida, alto y claro para que Richard lo
oyera, que Evangeline no debía preocuparse, porque su esposo se
estaba recuperando muy bien, tan bien como era de esperar, y que la
verían pronto.
Cuando su tren entró en Crowmarsh Priors,
Albert se apresuró a abrirle la puerta y la ayudó a bajar al
andén.
—Tranquila —le dijo él con un gesto de
impotencia.
La joven, que había conseguido no
derrumbarse hasta entonces, de pronto se agarró de su brazo y
perdió aquel autocontrol que tanto le costaba mantener.
—Cuando las enfermeras... El ala de heridos
críticos es tan... tan... Están haciendo todo lo que pueden...
Richard es tan valiente... ¡Ay, Albert!
La acompañó a un banco, donde estuvo
llorando desconsoladamente hasta que cesó la marea de lágrimas y
pudo marcharse a su casa.
Cuando llegó, Kipper se arrojó a sus brazos
y se agarró a ella como una lapa. Frances, Elsie y Alice llegaron
después del trabajo.
—Ay, cielo —le dijo Frances, y la abrazó un
buen rato.
—¡Malnacidos! —susurró furiosa Elsie.
Tanni mandó a los niños al jardín con la
promesa de que había escondido dulces para que los buscaran, luego
preparó té.
—Tengo que volver la semana que viene
—anunció Evangeline, agotada—, pero ahora mismo lo único que quiero
es pensar en otra cosa, en cualquier cosa que no sean hileras y más
hileras de camas de pobres hombres heridos. ¿Qué tal ha ido por
aquí?
Tanni se levantó y agarró algo del
sofá.
—Mira lo que he hecho mientras no estabas
—dijo.
Embarazada ya de su tercer hijo, había
cosido una especie de tienda de campaña hecha con tela opaca lo
bastante grande para ocultar la creciente pila de zarzas que se
estaban amontonando alrededor de la tumba de De Balfort.
Necesitaban las linternas para ver lo que había dentro del agujero,
pero, con el apagón, hasta el más leve destello de luz las
delataría.
También había necesitado cuerda, pero era
casi imposible hacerse con una, ni siquiera en la granja. Antes de
que hirieran a Richard, Evangeline había sugerido que podían hacer
jirones las sábanas y trenzarlas en tiras largas y luego coserlas a
modo de cuerda. Pero ¿de dónde iban a sacar sábanas si todo estaba
racionado?
A Elsie se le ocurrió la solución. Había
llegado una pila enorme de ropa de cama para usarla cuando Glebe
House se convirtiera en un centro de convalecencia y estaba
almacenada en la trascocina. Bien podían llevarse unas cuantas
sábanas.
Tanni se negó a robar algo que era propiedad
del Gobierno, pero Elsie se las llevó una noche a casa de los
Fairfax en una carretilla. Después, en cuanto los cinco niños
estuvieron acostados, cortó las sábanas sustraídas y, durante la
siguiente semana, trenzó y cosió hasta bien entrada la noche. Rezó
para que Bruno no se enterara.
Alice miró la cuerda y también pensó que
robar propiedad del Gobierno era delito, pero decidió que le daba
igual. Ella no era el puñetero perro guardián del Gobierno.
—Creo que he descubierto dónde está la cueva
—dijo—, pero no puedo ir más allá de la alambrada de espino para
ver desde el acantilado. En todo caso, hay carteles que indican que
la zona está minada.
—Bien hecho, Alice —dijeron todas, más
animadas—. ¡Cuéntanos!
Alice les contó que había salido a dar su
paseo vespertino modificando el recorrido un poco cada día en busca
de una pendiente y un brazo de mar...
—No lo sabremos con certeza salvo que
recorramos el túnel —terminó.
Esperaron a que hubiera una noche en que las
nubes de tormenta oscurecieran pronto el cielo y una recia lluvia
tuviera a todo el mundo en su casa. Vestidas con impermeables,
Evangeline y Frances cruzaron el prado con la cuerda que Tanni
había confeccionado. Alice le dejó a su madre un termo de chocolate
caliente y una cena fría de pastel de papas, luego salió pedaleando
bajo la lluvia, mientras resonaban en sus oídos las quejas de la
señora Osbourne sobre su digestión y sobre la conducta tan poco
femenina de su hija.
Evangeline llevaba uno de los suéteres
viejos de Richard debajo del impermeable. Alice lo reconoció y se
echó a llorar.
—Tranquilízate, cielo, y concéntrate —le
dijo Frances, dándole una palmadita en el hombro.
Elsie era la más menuda y, para horror suyo,
le habían asignado la tarea de acompañar a la americana. Le
aterraba estar bajo tierra. Vio que Evangeline se anudaba un
extremo de la cuerda a la cintura.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —le
dijo con la voz quebrada.
—He hecho esto montones de veces —le
contestó Evangeline con seguridad—. Elodie Le Houèzec. Es
divertido. Vamos.
Elsie se asomó a aquella oquedad
negra.
—Está oscuro ahí abajo y apesta a mil
demonios. Además, ahí podría haber cualquier cosa acechando.
—Elsie, no seas cobarde. Te necesito por si
yo no quepo por algún tramo estrecho. Tú sí podrías.
—¿Sin ti? ¿Yo sola? ¡Ni pensarlo!
—¿Qué hacemos si alguien viene a investigar?
—preguntó Alice—. Nos arrestarán. Ahora mismo casi todo va contra
la ley o supone colaborar con el enemigo. ¿Y si alguien nos
vigila?
—Es medianoche y llueve a cántaros. ¿Quién
iba a vigilarnos?
—Vamos, Elsie —la apremió Evangeline.
Iluminó la entrada con la linterna y vieron
unos escalones desgastados, excavados en una pared y una serie de
nichos ocupados por ataúdes antiquísimos en la otra. Desviaron la
mirada y se concentraron en los escalones.
—Parecen un poco estrechos. Los pies de los
hombres de hace doscientos años debían de ser más pequeños —señaló
Alice, mirando por encima del hombro.
—Bajaré yo primero —propuso
Evangeline.
Siguiéndola con cautela, Elsie bajó los
primeros peldaños.
—Hace un frío que pela.
—Demasiado tarde para retroceder —le
advirtió Evangeline desde abajo—. Recuerda que debes estar atenta a
las pendientes pronunciadas y, si ves un charco, no metas el pie.
Podría ser hondo. Tú sígueme de cerca.
Alice y Frances vieron como el punto de luz
de la linterna de Evangeline se perdía en el oscuro pasaje. Elsie y
ella debían avanzar hasta donde durase la primera linterna y volver
con la segunda. Si encontraban bifurcaciones, tendrían que deshacer
lo andado hasta la entrada y buscar un modo de marcar el camino. Si
se perdían, puede que jamás encontraran la salida...
Evangeline y Elsie avanzaron lo más rápido
que pudieron por el estrecho y serpenteante pasaje.
—¿Cómo crees que subían el contrabando por
las escaleras? —preguntó Elsie y soltó un chillido cuando algo
aleteó por encima de sus cabezas.
—No es más que un murciélago —dijo
Evangeline, agitando la linterna—. Odian la luz.
—No me has dicho que había murciélagos...
—repuso Elsie con voz temblorosa. No paraba de mirar atrás por
encima del hombro, ni de pensar en lo horrible que era llevar toda
esa oscuridad a su espalda. El pasaje fue estrechándose; algo le
rozó el pelo y luego le sobrevoló la cabeza hacia la oscuridad—.
¡Ay! ¡Esto es una pesadilla!
—No, no lo es —señaló Evangeline—. Vamos, a
ti no te dan miedo las ratas; piensa en todas las mujeres que se
llevarían las manos a la cabeza y gritarían solo de pensar en una.
¡Tú eres matarratas jefa! Además, los murciélagos son buena señal.
Significa que hay una salida por la que escapan de noche para
buscar comida.
—¡Muerden a la gente!
—No, no es verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque en mi tierra, cuando era niña,
pasaba mucho tiempo en la plantación de mi abuela. Allí había de
todo: murciélagos, caimanes, serpientes mocasín. Yo solo podía
jugar con mis hermanos mayores y quería que me llevaran con ellos
cuando iban de caza y de pesca. Me habrían dejado en casa si
hubiera montado semejante jaleo por un murciélago de nada.
—¿Qué es esa cosa grande y oscura?
¡Allí!
Evangeline iluminó una oquedad negra en la
pared. Más murciélagos salieron volando de ella emitiendo un
silbido.
—Parece otra cueva, con algo en la
pared.
El haz de luz de la linterna resaltó algo
circular, luego vieron un reflejo claro. Las dos jóvenes
gritaron.
Unos cráneos les sonreían y por allí había
esparcidos otros huesos, envueltos en lo que parecían harapos. Las
cadenas sujetas a las argollas de las paredes se habían
oxidado.
Evangeline se santiguó
automáticamente.
—Alice me contó que los contrabandistas
secuestraban a los aduaneros si no conseguían sobornarlos
—susurró—. Debieron de encadenarlos aquí abajo. Desde arriba, nadie
los oiría y nadie sabría dónde estaban. —Se estremeció.
—Por lo que sé de las ratas, se los
comerían. ¡Qué asco! ¡Vámonos, Evangeline! ¡Por favor!
—Vete tú.
—¡Yo sola! ¡Demonios! ¡Probablemente los
fantasmas de los aduaneros estén esperando para vengarse!
—Los alemanes son peores que los fantasmas,
y son de verdad. ¡Calla ya! Otras personas han pasado por aquí
antes. Además, prometimos ayudar a Tanni, porque si no, nadie más
lo hará. ¿Y si se tratara de tus hermanas?
—Me gustaría agarrar a esos pilotos alemanes
cuando se estrellan sus aviones y traerlos aquí a rastras,
encadenarlos y abandonarlos para que se los merienden las ratas.
—Elsie lloriqueaba mientras avanzaban paso a paso, con mucha
cautela—. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí abajo?
—Hora y media, más o menos.
—¿No podemos volver ya?
—No.
—¡Maldita sea!
El suelo estaba resbaladizo, por los
excrementos de murciélago, pero el techo del túnel era ya más alto
y notaban una ligera corriente de aire.
Últimamente Elsie estaba muy temperamental.
Hacía unos días, había tenido una riña tremenda con Bernie, que
había cerrado de golpe la puerta del vehículo oficial y había
desaparecido muy ofendido.
—He visto que Bernie ha vuelto, después de
vuestra discusión —le dijo Evangeline para distraerla—. Parecía
todo un caballero, con traje y el abrigo por los hombros. Incluso
hizo ademán de levantarse el sombrero cuando me vio. Me pareció que
se había cortado el pelo. ¿Habéis hecho las paces?
—No.
—¿Por qué no?
—Quiere que nos casemos.
Evangeline se detuvo en seco.
—¿Casaros? Elsie, eres demasiado joven... y
Bernie no será mucho mayor.
—Diecinueve, tiene él. O al menos eso cree.
Aunque puede que tenga más. No lo sabe con seguridad. A los del
Gabinete de Guerra les ha hecho creer que es mayor. Asegura que es
necesario hacerles pensar que eres lo bastante mayor como para
saber lo haces.
—Aun así, sois muy jóvenes para
casaros.
—¿Cuántos años tenías tú cuando te casaste
con Richard?
—Bueno, dieciocho, pero...
—Además, dijiste que no hacía mucho que lo
conocías..., unos días, por lo visto. Yo, hace tres años que
conozco a Bernie. ¡Igualito!
—¿Vas a... eh... tener un bebé?
—No. —Elsie rió—. Por los pelos, no, la
verdad, pero justo cuando... ya sabes... en el momento... Pues eso,
que se me apareció mamá hablándome de ser respetable y eso, y le
dije que no. Bernie se puso como loco. Yo también. No sé cuánto más
aguantaremos así. No; la razón por la que me enfadé con él es que
quiere que nos casemos porque una esposa no puede testificar en un
juicio contra su marido, algo que le vendría muy bien, dice él. Así
me lo dijo.
—¡Esa no es razón para casarse! Aunque ahora
hagan la vista gorda, tarde o temprano todos esos trapicheos lo
llevarán a la cárcel. ¿Qué hará cuando termine la guerra y lo
traten como a un delincuente común?
—Precisamente por eso me peleé con él. «Que
tu mujer no testifique», le dije. Le pregunté cuánto había en su
proposición de querer casarse conmigo y cuánto de no querer ir a la
cárcel. Bernie se quedó confundido y empezó a balbucir que si
quería o no. Y yo le dije: «Mira, Bernard Carpenter, aunque diga
que sí, hay condiciones. Tienes que olvidarte de los robos y del
pillaje cuando bombardean las casas de los ricachones o las
joyerías. Me da igual lo mucho que necesite el Gobierno esos
diamantes. Saquear las zonas bombardeadas es una falta de respeto.
Cuando termine la guerra, no vas a volver a gandulear con las
pandillas, sobre todo con los italianos de Clerkenwell. Mamá
siempre insistía en que hay que ser respetable. Y que la gente no
puede mirarte por encima del hombro, seas de la clase que seas. Se
lo debo a mamá». Y él me replicó enseguida: «¿Cómo va a perder las
manchas un leopardo? Y más concretamente, ¿cómo se va a ganar la
vida y cuidar de su esposa y eso?». Pero entonces yo lo miré a los
ojos y le dije rotundamente: «Bernie Carpenter, lo tomas o lo
dejas. O pasas página y empiezas a trabajar en algo decente o no me
caso contigo aunque seas el último hombre de la Tierra». Entonces
se largó, enfadado. No podía dejar que viera que estaba muerta de
miedo de que no volviera nunca, ¿no?
—¿Estás... enamorada de él? —le preguntó
Evangeline con la voz entrecortada—. Es que a veces piensas que
estás tan enamorada que morirás si no puedes estar con la otra
persona, y luego, cuando estás con ella, te das cuenta de que te
equivocabas. Debes tener cuidado cuando te enamoras, porque nunca
sabes adónde te puede llevar ese sentimiento.
—¡Yo qué sé! Mamá estaba enamorada de papá y
mira para lo que le sirvió, para andar siempre regateando, como
decía ella, así que yo no pienso precipitarme.
—Bien dicho —la felicitó Evangeline, que
también estaba en un apuro.
Había visto a Laurent por última vez cinco,
no, cuatro semanas antes de que Richard viniera de permiso. Laurent
tenía prisa, más de la habitual, y solo habían dispuesto de unas
horas por la tarde antes de salir corriendo hacia el pub del Soho.
Le había notado un aire distante, huidizo, y ella había tenido la
impresión de haber hecho algo mal. Él se encendió un cigarrillo
tras otro de esos empalagosos que según él fumaban todos los
músicos. A Evangeline le daban dolor de cabeza y la mareaban, pero
Laurent se enfadó cuando ella se lo dijo y se negó a fumar.
El pub estaba atestado de franceses y a
Laurent lo llamaron a la sala de De Gaulle. El presidente del
Gobierno francés en el exilio acababa de volver del norte de África
y, por lo que entendió Evangeline, había una reunión importante
para charlar de los éxitos de los alemanes. Antes de que empezara,
Evangeline acorraló al coronel para pedirle que trajera a Lili y a
Klara. Laurent estuvo encerrado con los otros y ella se marchó y
tomó uno de los últimos trenes de vuelta a Crowmarsh Priors.
Entonces vino Richard. Rogó a Dios que el
bebé no fuera de Laurent.
A su espalda, Elsie seguía despotricando
sobre Bernie.
—Otra cosa: me dice que quiere cuidar de mí,
pero yo creo que es él quien necesita que lo cuiden. Así que soy yo
la que tiene que tomar decisiones ya. Si va a ser mi marido, uno
que se pase el día en el pub como mi padre, o con las pandillas, o,
sobre todo, uno que esté en la cárcel, no lo quiero para
nada...
Se oyó un sonido leve pero claro, un
murmullo grave y rítmico.
—¡Ay, Elsie, es el mar! ¡La cueva debe de
estar...! —Justo entonces la luz de la linterna se hizo más suave y
parpadeó—. Vaya, esta se va a apagar... —Evangeline suspiró—. Es
hora de volver. No podemos arriesgarnos. Pero... —olisqueó—. Huele
a aire fresco y a mar. Alice dijo que creía que, cuando entraban
las olas, subía el nivel del agua aquí dentro —añadió apuntando con
el haz de luz mortecina a las paredes—. No conviene que estemos
aquí cuando eso pase.
—¡Evangeline! —exclamó Elsie, olvidándose
del frío, de los murciélagos y del amor de su vida—. ¡Lo hemos
conseguido! ¡Caray, lo hemos conseguido!