6
Londres, agosto de
1939
Cuando Tanni y Bruno arribaron a Southampton
una oscura mañana de enero, hicieron todo lo posible por disimular
su apariencia desaliñada por el viaje, pero vieron enseguida que no
habían causado muy buena impresión a la oficial de Inmigración. La
mujer se mostró fría y seca, y leyó los documentos y los pasaportes
con detenimiento, como si fueran falsos. Finalmente, resopló con
desaprobación y les entregó unos folletos en inglés, impresos en
letra grande. Luego señaló uno con el dedo índice y dijo en tono
seco y rotundo, algo más alto de lo necesario:
—Ahora están en Inglaterra. Con
independencia de cuáles fueran las costumbres del lugar del que
proceden, se les aconseja encarecidamente que se adapten de
inmediato a las del país que los acoge. Hemos elaborado una lista
de las cosas que deben y no deben hacer para integrarse. «Los
ingleses —leyó— son de naturaleza reservada, se guardan lo suyo
para sí mismos.»
Continuó contándoles que no les gustaba que
los extranjeros, especialmente los refugiados, llevaran colores
chillones o ropas estrafalarias. No debían hacer nada que llamara
la atención. Debían vestir con normalidad, ser modestos, educados y
humildes, no protestar nunca ni criticar nada del país que les
había permitido generosamente la entrada. Sobre todo no debían
postularse para los empleos que querían los habitantes nativos.
Tanni y Bruno debían esforzarse por adaptarse con discreción y no
olvidar que tenían que estar agradecidos.
—Confío en que sabrá apreciar, profesor, lo
afortunado que es de estar aquí —concluyó con frialdad.
Tanni estaba agotada y entumecida de viajar
durante meses, de los trenes abarrotados, de esperar a que se
expidieran los documentos y los permisos, de más trenes
abarrotados, de esperar nuevamente a que sellaran los documentos,
de caminar largas distancias y, finalmente, de cruzar el peligroso
canal. No entendía todo, pero el tono hostil le quedó lo bastante
claro. Miró a Bruno, luego asintió dócilmente. Detectó que él
disimulaba la rabia que le producía el modo en que los estaban
tratando.
Le pasó el brazo por el hombro a Tanni para
tranquilizarla.
—Mi esposa está muy cansada —dijo, y después
le susurró a Tanni en inglés, lo bastante alto para que la mujer lo
oyera—: Todo irá bien.
—Bien, señora Zayman; si es tan amable, pase
por allí para la revisión médica —ladró la mujer. No examinaban a
todos los recién llegados en busca de enfermedades, solo a los que
tenían peor aspecto. Por suerte, ese día había un médico a mano
para realizar los exámenes. Si la joven, la que se hacía llamar
esposa del profesor, tenía tuberculosis o alguna otra enfermedad
extranjera, quedaría en cuarentena—. Pase allí —le ordenó la mujer,
señalando una zona cubierta por una cortina donde esperaban otras
mujeres demacradas.
Dos horas después, Tanni salió de detrás de
la cortina, sonrojada y confundida. Bruno, que había estado sentado
en un banco, se puso en pie.
—Bruno, el doctor dice que voy a tener un
bebé —le susurró Tanni en alemán. Él la miró, atónito. Le temblaba
el labio inferior—. ¡Un bebé, Bruno! ¡Necesito a mi madre! ¡No sé
qué hacer! —exclamó Tanni con los ojos como platos de la
angustia.
Bruno buscó a la mujer de Inmigración, pero
estaba sermoneando a voces a otro recién llegado y, por suerte, no
pudo oír a Tanni hablando en alemán.
—No te apures. Nuestras madres pronto
estarán aquí —le susurró él—. Cuidaremos todos de ti, Liebling. Todo irá bien. —Tampoco él tenía ni idea
de lo que hacer, pero debía impedir que Tanni se preocupara—.
Vendrán pronto —repitió con firmeza, volviendo a pasarle el brazo
por los hombros—. Probablemente ya estén en uno de esos horribles
trenes, o esperando a que un oficial lento les selle los
pasaportes, pero en nada estaremos todos juntos en Oxford. Las
gemelas irán a la escuela y tu padre volverá a tener pacientes.
Nuestra casa tendrá un jardín en el que nuestras madres podrán
coser y el bebé y tú podréis sentaros a escuchar las campanas de
las facultades. Todos aprenderemos a montar en bicicleta, hasta
mamá. En Oxford, todo el mundo va en bicicleta. Ya lo verás. Todo
irá fenomenal.
Tanni se sintió mejor y le sonrió.
—¡Nuestras madres en bicicleta! ¡Imagínate!
Espero que en el jardín de nuestra casa haya una higuera.
Bruno le dijo que no estaba seguro de que
crecieran en Inglaterra, pero que en Oxford había visto cerezos y
ciruelos. Así que Tanni se imaginó moviéndose atareada por su
cocina de Oxford, haciendo compota de ciruela mientras el bebé
gateaba por el suelo y Bruno volvía a casa, admiraba el esfuerzo de
Tanni, le besaba la nuca y le producía aquel delicioso cosquilleo
por toda la espalda.
Pero nada sucedió como Tanni había
imaginado. Bruno la llevó a la pensión de Whitechapel donde él
vivía en Londres y donde debían esperar a que llegaran los demás.
Pasaron los días, las semanas, los meses, y en marzo el ejército
alemán entró en Checoslovaquia. Bruno se ofreció voluntario como
traductor del servicio de inteligencia británico. Alguien de arriba
hizo una llamada telefónica y le concedieron un permiso para
abandonar temporalmente su trabajo en la universidad. Él prefirió
que se quedaran en la pensión porque era la dirección que tenían
los padres de Tanni, las gemelas y su madre.
La vida de Tanni se fue volviendo cada vez
más confusa. Tenía la sensación de que su cuerpo pertenecía a otra
persona. Al principio tenía siempre náuseas y muchísimo sueño. Se
arrastraba por el pasillo que conducía al lavabo para vomitar hasta
sentirse mareada y temblorosa. Luego su cuerpo se transformó y se
infló tanto que parecía uno de los globos de Lili y Klara. Cuando
la cintura empezó a ensanchársele, desempaquetó el estuche de
costura que su madre le había metido en el bolso de viaje y se
agrandó dos vestidos.
Bruno había recorrido de punta a punta los
mercados de Whitechapel en busca de limones, lo único que Tanni
quería comer. Observaba, asombrado, cómo los cortaba en rodajas y
se los comía, con piel y todo. Le hacía feliz lo del bebé, pero le
inquietaba dejar a Tanni sola. Su joven esposa no entendía mucho el
inglés; cuando la gente le hablaba, se limitaba a sonreír
educadamente. Bruno se debatía entre su nuevo trabajo, que le
robaba mucho tiempo, y el anhelo de estar con ella. Estaba muy
ocupado y a menudo fuera de la pensión hasta última hora de la
noche. Cuando Tanni se acurrucaba junto a él en la cama y reía como
una boba por lo gorda que se estaba poniendo, él sentía las
pataditas del bebé en su vientre. Empezó a angustiarse cada vez más
por la llegada de su madre y los Joseph. Tanni se puso de parto con
un mes de antelación y sus familias no llegaron a tiempo, ni
siquiera cuando Tanni lloró y llamó a gritos a su madre, sin hacer
ni caso a las comadronas, que le pedían muy serias que no montara
semejante escándalo.
Ya de vuelta en la pensión con el bebé, se
le juntaron los días con las noches hasta que empezó a tener la
sensación de que llevaba encerrada en aquella lóbrega habitación
todo el bochornoso y polvoriento verano londinense. El tiempo
parecía ralentizarse mientras los días iban transcurriendo cansinos
uno tras otro. Bruno cada vez pasaba más tiempo fuera y, como no
quería preocuparlo, le decía que todo iba bien. De verdad. Cuando
él no estaba en casa, ella volvía a la cama después de ingerir un
triste desayuno compuesto de tostadas frías con mermelada, y se
quedaba allí, tapada hasta la barbilla, y solo se movía para darle
el pecho al bebé o cambiarle los pañales. A menudo ni se molestaba
en levantarse a «la hora del té», como llamaba la casera a la cena.
Si tenía hambre, mordisqueaba galletitas de una lata que Bruno le
había traído.
Le costaba una barbaridad hacer cualquier
tarea, incluso ese día, cuando la casera llamó enérgicamente a su
puerta y le dijo: «Señora Zayman, ¡tiene usted carta!». Tanni
contuvo la respiración y permaneció muy quieta en su silla.
Confiaba en que la mujer pensara que había salido. Le costaba
muchísimo hablar en inglés con ella. La casera tenía un fuerte
acento irlandés y, si le pedía que le repitiera lo que le había
dicho, subía la voz y marcaba aún más su acento. Por mucho que se
esforzara, no parecía hacer nunca las cosas bien en
Inglaterra.
Ni siquiera la perspectiva de recibir
correspondencia parecía animarla. Las cartas ya le daban igual. Al
ver que tardaba en abrir, la casera le metió algo por debajo de la
puerta. Tanni oyó el crujido del papel, luego a la mujer refunfuñar
mientras sus pasos se alejaban por el pasillo, que olía a repollo
hervido y a alcantarilla. El sobre estuvo un rato en el suelo antes
de que Tanni lo mirara. Cuando al fin lo hizo, vio que la carta
estaba escrita en papel fino azul y que llevaba sellos alemanes y
todas las marcas oficiales. Le dio un vuelco el corazón cuando
reconoció la letra de su madre. Acostó al bebé dormido y se levantó
despacio. Si se movía muy rápido, se mareaba. Estaba cansada y
dolorida, aunque hacía ya cuatro semanas que había dado a
luz.
Se agachó y recogió el sobre. Tenía fecha de
hacía varios meses, de abril, y parecía como si lo hubieran abierto
y vuelto a sellar torpemente. Tomó sus tijeras de costura y rajó el
sobre. De él sacó una fina hoja de papel cubierta por ambos lados
de una letra diminuta y apretada.
Mi querida hija:
Espero que al recibir la presente Bruno y tú
estéis bien, y que te hayan llegado mis otras cartas, aunque es
difícil saberlo, por eso escribo de nuevo, para que sepas que,
después de la aterradora noche en que os marchasteis, estamos a
salvo y bien. Justo antes de que la marabunta de las calles echara
la puerta abajo, nos salvaron el alcalde y el jefe de policía, que
consiguieron desviar a la multitud; recuerda que papá trató al
pequeño del alcalde y curó de neumonía a la esposa del jefe de
policía. Aunque nos salvamos a un terrible precio: no pudieron
hacer por nosotros nada más que dirigir a la muchedumbre a otra
casa judía. Mi único consuelo de esa noche terrible fue saber que
te pondrías a salvo, y que Lili y Klara podrían después reunirse
contigo allí.
Recibimos una carta de Bruno en la que nos
contaba que también tú vas a ser madre. Qué fantástica noticia.
Estoy deseando estar allí para cuidar de ti, pero, aunque eres
joven, todo irá bien, estoy segura. Si tienes náuseas por las
mañanas, te vendrá muy bien chupar despacio un trozo de jengibre en
conserva. Frau Zayman te aconseja que reseques un poco de pan del
día anterior en el horno, con una pizca de sal, y lo guardes en una
lata junto a tu cama. Cómete un trocito antes de levantarte. Papá
dice que bebas unas cucharadas de coñac rebajado con agua si no te
encuentras bien, y que procures tomar leche fresca y mucha
fruta.
Confiamos en estar contigo en Inglaterra
antes de que nazca el bebé, pero han sucedido muchas cosas que nos
obligan a demorarnos.
Poco después de que te fueras, nos
confiscaron la casa. Nos dieron solo unos minutos para reunir un
poco de ropa y algunas pertenencias. No nos dio tiempo a vender el
piano ni a empaquetar la plata, los cuadros y los libros de papá,
así que todo eso lo hemos perdido, pero son solo objetos materiales
y no debemos permitir que eso se convierta en motivo de tristeza.
Estamos a salvo y bien, aunque algo apiñados, en el pequeño
apartamento de frau Zayman. Ella sigue con su artritis, pero, por
lo demás, nos encontramos todos bien, gracias a Dios, y yo he
aprendido a hacer auténticas maravillas con las papas. Somos más
afortunados que otros, porque los alemanes han empezado a llevarse
a los que no tienen visado de salida para reubicarlos en la
frontera polaca. Nosotros tenemos visado de salida y estamos
esperando a que se vayan primero las niñas. Entretanto, debemos
llevar una estrella amarilla en la ropa, incluso Lili y Klara, y no
estar en la calle después de que oscurezca. De vez en cuando
arrestan a alguien.
Estamos deseando partir. La gente hace cola
todo el día y toda la noche para conseguir un visado de salida.
Papá, frau Zayman y yo conseguimos el nuestro con la ayuda del
alcalde y nos iremos en cuanto las pequeñas estén camino de
Inglaterra. Debían haber salido en el tren de niños que partía en
enero, pero en el último momento cogieron las dos una escarlatina
muy fuerte y nos dio miedo dejarlas marchar. Tuvimos que cortarles
el pelo por la fiebre. Lili tardó mucho en ponerse bien y pensamos
incluso en mandar solo a Klara, pero al final no lo hicimos. A papá
le han prometido que tendrán sitio en otro tren muy pronto.
Dicen que es preferible que los niños viajen
separados, sin nosotros, porque los Kindertransport son una forma segura de salir del
país. Confieso que a mí no me gusta. Ya me costó horrores separarme
de ti, pese a que te cuidaba Bruno, y la idea de que ocurra lo
mismo con Lili y Klara, aunque solo sea unas semanas, y dejarlas a
merced de extraños se me hace casi insoportable. Solo me serena el
pensar que pronto estarán contigo. Esperamos impacientes la noticia
de la salida de su tren. Las maletitas de las gemelas ya están
hechas y listas en el vestíbulo junto con una muñeca favorita que
conseguimos rescatar para cada una. Frau Zayman recortó un antiguo
abrigo suyo para hacerles unos vestidos calentitos para Inglaterra.
Cada día tengo más claro que, cuando llegue el momento, Klara será
una chica buena y valiente como su hermana mayor, una estupenda
pequeña mamá para Lili en el tren hasta que estén a salvo contigo.
Las niñas están emocionadas y felices de pensar que por fin
volverán a verte. Te echan muchísimo de menos. Me preguntan si
tienes suficiente comida en Inglaterra y yo les digo que estoy
convencida de que sí. Aquí la comida escasea y a menudo pasan
hambre. Nos cuesta pagar lo poco que podemos encontrar, sobre todo
pan duro y papas viejas, a veces unas hojas de repollo. La mayoría
de los tenderos no vende comida a los judíos. El otro día vi a frau
Anna. Está en los huesos, como muchos otros, y nos mira con una
cara que no me gusta. Tengo ganas de marcharme. Papá, frau Zayman y
yo estamos preparados, hemos empaquetado nuestras escasas
pertenencias, un poco de dinero y algunas joyas que conseguí traer
conmigo. Nos marcharemos en cuanto se vayan las niñas.
Se me acaba el papel, solo me queda sitio
para enviarte nuestras bendiciones y nuestro amor. Cuídate y no te
preocupes, pronto estaremos todos contentos y felices en
Inglaterra. Procura ser valiente hasta entonces. Te mandamos una
foto de todos, tomada por el amable vecino de frau Zayman, que
tenía una cámara. Hizo esta última foto antes de venderla junto con
todo el equipo de revelado. Además, las niñas te mandan un dibujo
para que no te olvides de ellas. Klara te ha escrito una nota ella
sola con una pequeña ayudita de papá.
Te quiere muchísimo,
MAMÁ
Una fotografía borrosa de dos niñas pequeñas
con la cabeza rapada sentadas en las rodillas de sus padres y una
anciana macilenta cayó al suelo envuelta en otra fina hoja de
papel. Al principio, Tanni pensó que le habían enviado la
fotografía equivocada, pero, después de estudiarla detenidamente,
pudo vislumbrar los rasgos familiares de sus padres en las figuras
de aquella pareja demacrada, los rostros de sus hermanas en las
pequeñas cabezas calvas, y el de frau Zayman en la imagen de la
anciana. Le impactó su aspecto. Luego vio que había algo escrito en
un pedacito del mismo papel fino. Lo recogió del suelo. En él había
dos pequeños monigotes de palo con vestidos, cabezas redondas
rematadas con un halo borroso de pelo corto en cada una y enormes
lazos encima.
Querida Tanni nos echas de menos el pelo nos
crecerá en Inglaterra muchos besos con mucho cariño de Klara y
Lili.
Tanni comprobó la fecha de la carta: 3 de
abril. ¡Ya estaban a finales de agosto! Era de hacía más de cuatro
meses. De pronto se sintió inmensamente aliviada. Ya debían de
estar todos en Inglaterra. Enseguida supo por qué no la habían
encontrado. Probablemente las gemelas habían llegado primero y,
como no hablaban inglés, no habían sabido explicar que habían
perdido la dirección de Tanni y Bruno. Sus padres y frau Zayman
habrían llegado también e intentado ponerse en contacto con ella,
pero ella no se había enterado porque había estado enferma y Bruno
no estaba en casa. Seguramente habían ido a la casa y preguntado
por el profesor y frau Zayman, y la cascarrabias de la casera había
fingido que no les entendía y los había despachado. Tanni se sintió
responsable. Debía ser ella quien encontrara a su familia y
volviera a reunirla. Solo tenía que averiguar adónde habían ido, y
pronto los vería.
Se le cayó el alma a los pies cuando empezó
a considerar los pormenores. No tenía ni idea de cómo buscarlos en
Inglaterra. Deseó que Bruno estuviera en casa, pero llevaba fuera
tres días. Nunca sabía cuándo volvería a su diminuta habitación ni
por cuánto tiempo, y cuando por fin regresaba, lo veía preocupado y
no quería molestarlo. El bebé se despertó y empezó a llorar. Había
querido llamarlo Jonah, como el padre de Bruno, pero él había
insistido en que le pusieran un nombre inglés, John, y lo llamaba
Johnny. A ella le costaba pronunciar el inglés.
Suspiró, se desabotonó el vestido, sacó a
Johnny de la cuna y se sentó en el viejo sillón para darle el
pecho. Tenía que preguntarle a su madre muchas cosas sobre bebés;
por ejemplo, cómo conseguir que su hijo mamara correctamente. Tenía
los pezones irritados y le dolía darle el pecho. Si lo pasaba de
uno al otro, el bebé dejaba de comer y lloraba desconsolado. La
casera protestaba por el ruido, así que Tanni se encogía de dolor,
se mordía la lengua y aguantaba sin cambiarlo de lado.
Mientras Johnny mamaba, Tanni miró a su
alrededor y vio dónde vivía a través de los ojos exigentes de su
madre. La habitación olía a pañales. Sus escasos vestidos y el
traje de repuesto de Bruno colgaban en un pequeño armario. Había
una capa de mugre en la ventana. Los libros de Bruno se apilaban
debajo, junto al peine y el cepillo de ella, y encima de ellos, un
folleto sobre cómo bañar al bebé. A menudo le daban ganas de
acostarse en la cama sin hacer y esperar a que la mugre la cubriese
a ella también, pero de pronto el recuerdo de sus padres la movía a
actuar. Vio pelusas de polvo bajo la cama. El pasmo de su madre
habría sido mayúsculo, así que decidió hacer una limpieza en
profundidad.
No obstante, primero visitaría a su tía, que
estaba casada con un rabino de Bethnal Green. Tía Berthe Cohen
podía aconsejarla sobre lo que debía hacer a continuación. Era una
mujer bajita, regordeta y bondadosa; en realidad no era tía suya,
sino una prima lejana por parte de madre, y también la única amiga
de Tanni. Era mucho mayor que su madre, siempre estaba ocupada y
hacía veinte años que vivía en Inglaterra. El rabino Cohen había
conocido al padre de Bruno y, aunque su esposo no era religioso en
absoluto, le había practicado el bris a
Johnny. Tía Berthe había sujetado a la nerviosa Tanni durante la
ceremonia y después le había ofrecido pastel de miel y vino.
Como tenía algo que hacer, se animó. Cuando
Johnny terminó de mamar, lo dejó en la cuna, se aseó lo mejor que
pudo en el lavabo de la habitación, luego se lavó el pelo y se lo
peinó hasta que lo tuvo seco. Lavó a Johnny con una esponja y lo
cambió, luego se puso su vestido más limpio y el sombrero. Había
perdido tanto peso que el vestido le quedaba enorme. Tendría que
volver a sacar el pequeño estuche de coser y meterle las costuras.
Lo haría después de limpiar la habitación y airear la ropa de la
cama, pero antes de hacer nada de eso hablaría con tía
Berthe.
Envolvió a Johnny en una de las sábanas de
la cuna, agarró su bolso y cerró la puerta sin hacer ruido. Al oír
la radio en el salón, pasó de puntillas para no alertar a la
casera. Una vez fuera, se preguntó si el bebé tendría demasiado
calor o debería haberlo envuelto en otra capa. ¿Pasarían frío los
bebés aun en días calurosos? Era muy difícil saberlo. Ojalá su
madre estuviera allí. Pero pronto estaría con ella, se dijo, y se
le alegró el corazón. Hacía una estupenda tarde soleada. Le
canturreó una cancioncilla a Johnny mientras caminaba.
Los Cohen vivían a muchas calles de
distancia, en un pequeño vecindario de Bethnal Green donde todas
las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza y los hombres largas
patillas de tirabuzones por debajo de los grandes sombreros y
vestían trajes negros y camisas blancas abiertas por el cuello.
Había niños por todas partes y la gente conversaba en un idioma que
Tanni no entendía. Recordó la descripción de Anton de sus parientes
ortodoxos y se le encogió el corazón. No, ya no debía pensar en
Anton: era una mujer casada, y madre.
Cuando llegó a la calle de tía Berthe, vio a
dos damas elegantemente vestidas con portapapeles; llevaban
sombrero, guantes de cabritilla y zapatos bien cepillados. Parecían
fuera de lugar entre las otras mujeres de la calle, que vestían
casi todas de negro, con faldas largas y medias gruesas, y el pelo
tapado. Las dos elegantes forasteras le recordaban mucho a su
madre. Al acercarse, las oyó hablar en el inglés perfecto y preciso
que ella había aprendido en la escuela. Les sonrió tímidamente al
tiempo que una familia de niños vestidos de negro pasaba por su
lado junto a su padre, que desvió la mirada.
Una de las mujeres masculló:
—¡Tienen tantos! ¿Cómo los distinguen sus
padres? Y aun así, siguen sin pensar en la evacuación. Los padres
ni siquiera hablan inglés correctamente. Son muy tozudos. Deberían
evacuar a los niños a la fuerza, creo yo.
—Sinceramente, Penelope, una casi entiende
por qué los alemanes...
—¡Desde luego! Ven, estamos perdiendo el
tiempo.
Las dos damas se subieron a un automóvil
negro con chófer.
Tanni se dirigió aprisa a la casa de los
Cohen. Los guisantes de olor florecían alegres en el pequeño jardín
delantero y de las ventanas de la fachada principal colgaban
cortinas almidonadas.
El rabino Cohen estaba ocupado en su
estudio, pero su esposa le dio la bienvenida con cariño, la besó y
le hizo carantoñas a Johnny, luego condujo a Tanni por el pasillo
hasta una cocina, atestada de gente y perfumada de un dulce aroma a
repostería. Varias mujeres estaban apiñadas en sillas alrededor de
una pila de papeles que había sobre la mesa de la cocina. Cuando
Tanni entró, alzaron la mirada y tía Berthe la presentó. Todas las
mujeres llevaban pañoletas atadas con fuerza a la cabeza y miraban
fijamente el sombrero de Tanni, uno muy bonito que frau Zayman
había improvisado confeccionándolo con el fieltro del sombrero gris
más viejo del doctor Joseph y adornándolo con fragmentos de cinta y
algún retazo de velo; debajo brincaban los rizos de Tanni. Todas
sonrieron al ver a Johnny, le acariciaron las mejillas y se
movieron para hacerle sitio en las sillas. El bebé se quedó
dormido.
Tía Berthe trajo el té en vasos con limón,
una bandeja de pastel de almendras y un cuenco de cerezas oscuras.
Tanni permaneció sentada, guardando un educado silencio mientras
las otras hablaban, sorbían el té y comían un pedacito de pastel,
pensando en lo delicioso que sabía. Estaba impaciente por mostrarle
a tía Berthe la carta de su madre, pero las otras mujeres discutían
algo en ese idioma que ella no entendía. Dejó de escuchar y esperó
una ocasión para hablar. Entretanto, se tomó un segundo pedazo de
tarta, y luego un tercero, y se chupó los dedos con evidente
regocijo. Tía Berthe sonrió y le acercó las cerezas.
Por fin hubo una pausa en la conversación,
así que Tanni se limpió los dedos manchados de cereza en el pañuelo
y sacó el preciado sobre del bolso.
—Tía Berthe, necesito tu consejo, por favor.
He recibido una carta de mi madre —empezó a decir en alemán.
La señora Cohen les dijo algo a las otras
mujeres, que asintieron. Mientras tía Berthe traducía a las que no
hablaban bien el alemán, la carta fue pasando de unas a otras para
que todas pudieran leerla, junto con la foto y la nota
cuidadosamente escrita de Klara.
—Mi hermanita —dijo Tanni orgullosa—. Es muy
lista. Pero mi madre escribió en abril y la carta me ha llegado
hoy. Las gemelas solo tienen cinco años y no hablan inglés. Lili
es, siempre lo ha sido, algo lenta, y Klara tiene que cuidar de
ella. Debieron de perder mi dirección antes de llegar a Inglaterra.
No sé adónde han ido mis padres y frau Zayman. Como Bruno está
fuera, no puedo preguntarle qué hacer. He pensado que usted, tía
Berthe, y el rabino sabrían decirme cómo puedo encontrarlos.
—Johnny se despertó y lloriqueó; Tanni se lo apoyó en el hombro
para tranquilizarlo canturreándole, y se preguntó si tardaría mucho
en llegar a casa para poder darle de comer—. ¡Estoy impaciente por
que conozcan a Johnny!
El rostro amable de tía Berthe se tornó
grave.
—Querida mía... —titubeó y rápidamente miró
alrededor como si pidiera permiso para hablar. Las otras mujeres se
miraron y fueron asintiendo muy serias una detrás de otra—. Puede
que no hayan llegado aún a Inglaterra. Como dice tu madre, corren
tiempos difíciles. Sabemos que muchos judíos, como tus padres,
quieren salir de Alemania y de Austria, pero se les cierran las
puertas en todas partes. Nosotras formamos parte de un comité que
intenta ayudar a los judíos de Europa y conocemos las
dificultades...
—Sí, pero mi familia ya ha salido de Austria
y ahora está aquí.
Una mujer más joven llamada Rachel no pudo
aguantarse más y estalló hablándole en inglés.
—Dificultades, no, ¡es imposible! Las cosas
están muy, muy mal en Austria, mal en Polonia y peor en Alemania.
Resulta difícil conseguir un permiso para salir del país, ni
siquiera con un cuantioso soborno. ¿Y quién puede permitirse un
soborno estos días? Los nazis han confiscado a los judíos sus
propiedades y los que antes no eran pobres lo son ahora. Son muchos
los países que les dan la espalda. Cierran sus puertas a la gente
pobre. Es algo más fácil para los niños, pero incluso ellos se
encuentran con dificultades. Mi marido colabora con el Kindertransport, buscando hogares a los niños que
llegan a Inglaterra. Son personas eficientes. Si sus hermanas
hubieran llegado, se lo habrían comunicado, se lo aseguro, así que
dudo que estén aquí. Nos llegan noticias de que los nazis han
arrestado a muchísimas personas en Austria. Para
reubicarlas...
—Lo llaman «reubicación» —intervino otra
mujer— cuando obligan a la gente a abandonar sus casas para
convertirse en esclavos de los nazis en los campos de
concentración, hacinados como animales, incluso a los niños y los
ancianos...
A Tanni le costaba seguirlas cuando hablaban
en inglés. Dudaba que nadie fuera a enviar a su padre a un campo de
concentración, se dijo inquieta. Era médico, y muy respetado. En
cuanto a su madre y frau Zayman, ¿qué demonios iban a hacer ellas
en un sitio así?
—Mamá no me dice nada de campos de
concentración, solo que se está trasladando a la gente, pero si
escribió la carta hace cuatro meses, ya debe de estar en
Inglaterra. Lo que es seguro es que mis padres tomaron medidas para
que Klara y Lili viajaran en el Kindertransport en abril y ellos tenían visados de
salida para venir aquí también en cuanto partieran las
gemelas.
Las mujeres intercambiaron más miradas de
preocupación.
Johnny empezó a llorar desconsoladamente.
Tanni le dio una palmadita en la espalda y su sonrisa se
desvaneció. Fue observando a las mujeres una a una, luego alzó la
voz, angustiada.
—¡Se lo prometí a papá, fue lo último que le
dije! Bruno y yo huíamos y no había sitio para las gemelas en la
barca. Me dijo que yo debía marcharme primero y me hizo prometerle
que cuidaría de las pequeñas en Inglaterra. Ahora es
responsabilidad mía encontrarlas. Con el bebé me puse tan mala
que... olvidé muchas cosas —reconoció angustiada—. Ha sido culpa
mía que no me enterara de que las niñas habían llegado. Quizá hubo
una carta o una llamada, pero como estaba en cama y demasiado
cansada para levantarme, debieron de pensar que me había
marchado... Ahora ya estoy recuperada, y debo averiguar dónde
están. Supuestamente íbamos a vivir todos en Oxford cuando mis
padres llegaran; puede que no nos hayan encontrado en Londres y
hayan ido a Oxford a buscarnos. —Los ojos se le llenaron de
lágrimas—. Es culpa mía... —Le tembló el labio inferior y rompió a
llorar.
Las mujeres mayores chascaron la lengua. La
pobre chica tenía un aspecto espantoso: con unas ojeras tremendas y
tan delgada que le sobraba vestido por todas partes. Tía Berthe se
levantó y le pasó el brazo por los hombros.
—Por supuesto que no es culpa tuya —le dijo
para reconfortarla—. El posparto puede ser muy complicado. —Las
otras mujeres asintieron con la cabeza y confirmaron lo dicho en
voz baja—. Llévate a Johnny a casa. Nosotras intentaremos encontrar
a tu familia. Si es cierto que tus hermanas iban en el Kindertransport, tendríamos que poder
localizarlas.
—¿Y si no iban en él? A tantos niños los
han... —empezó a decir la mujer que se llamaba Rachel, sujetándose
la cabeza con las manos.
—Calla —murmuró otra—. La pobre ya está
bastante angustiada.
—¿Y mamá, papá y frau Zayman?
Se miraron todas de nuevo.
—Empezaremos por el Kindertransport, es más fácil de rastrear, pero
haremos todo lo posible por encontrar a tus padres y a la madre de
Bruno —dijo tía Berthe, dándole una palmadita en la mano—.
Entretanto, Tanni, mi marido dice que es importante que no hablemos
fuera de esta casa de nada de lo que se haya dicho aquí. Ni una
palabra. Si queremos ayudar a los judíos de los demás países,
debemos ser cautos. Los ingleses...
—¡Los ingleses son tan malos como los
alemanes! —espetó Rachel—. No te haces una idea del cuidado que
debemos tener para no llamar la atención de las autoridades. Cada
una de nosotras retiene información distinta en su memoria. Ninguna
lo sabe todo, de forma que, si encierran o interrogan a una, no
pueda poner en peligro la labor de todo el comité.
—¡Calla, Rachel! Ya basta. Tanni, tú procura
no hablar alemán, ni siquiera con Bruno. Escuchan por todas partes
y, si estalla la guerra, encerrarán a todos los que parezcan
enemigos extranjeros.
—¿Encerrar? —preguntó la joven—. ¿A qué te
refieres?
—Retener en un campo, como en una
prisión.
El alivio ante la perspectiva de ayuda y la
esperanza de ver a su familia pronto se vieron sumergidos bajo una
nueva preocupación. Cansada y ansiosa por llevar a Johnny a casa
para darle el pecho, Tanni se levantó, le dio las gracias a tía
Berthe y se despidió de todas. Volvió a casa lo más rápido que
pudo; Johnny, que lloró casi todo el camino, le pesaba en los
brazos doloridos. ¿Y si los llevaban a uno de esos campos? ¿Le
quitarían a Johnny? Lo abrazó con fuerza, incapaz de soportar la
idea.
Cuando entró en la pensión, el olor a algo
frito en grasa rancia procedente de la cocina le revolvió el
estómago. La casera la interceptó en el estrecho pasillo.
—En la salita está esperando una dama que
quiere hablar con usted.
Tanni entró enseguida en la lóbrega
habitación. La figura familiar de una mujer vestida elegantemente y
con sombrero se puso en pie y a Tanni le dio un vuelco el corazón.
Todo se había arreglado de pronto. Su madre había conseguido
encontrarla.
—Ay, mami, sabía que vendrías...
Se detuvo a media frase y se le cayó el alma
a los pies. No era su madre. Reconoció a una de las damas bien
vestidas que había visto por la calle camino de la casa de tía
Berthe.
—¿Señora... Zayman? —preguntó la mujer con
vacilación mientras revisaba su portapapeles.
La muchacha del bebé parecía demasiado joven
para estar casada, menos aún para ser madre, aunque, a juzgar por
lo que había visto en Bethnal Green, si era judía, cualquiera
sabía.
Tanni asintió con la cabeza, demasiado
desilusionada para hablar.
—¿Cómo está? Me llamo Penelope Fairfax y
pertenezco al Servicio de Voluntariado Femenino, el WVS. El
Gobierno espera que pronto entremos en guerra con Alemania y, por
seguridad, estamos evacuando al campo a las madres y a sus hijos.
Se espera que los alemanes bombardeen o gaseen Londres y las demás
ciudades.
Tanni la miró fijamente. ¿De qué demonios le
estaba hablando?
—¿Guerra? —repitió aquella palabra inglesa
que desconocía.
—Me temo que sí. Firme este formulario,
señora Zayman, y los enviaremos a usted y a su bebé a un lugar
seguro lejos de Londres.
Tanni no acababa de comprender.
—¿Lejos de Londres? —preguntó. ¿Cómo iba a
irse a otro sitio? ¿Y Bruno, sus padres y las gemelas? ¿Cómo se las
arreglaría sin tía Berthe? La cabeza empezó a darle vueltas.
Contuvo el pánico y se esforzó por hacerse entender en inglés—.
Discúlpeme, por favor, pero yo no me puedo ir; mis hermanas, mis
padres, mi suegra van a venir. Debo esperarlos aquí, en Londres.
Cuando lleguen, iremos a Oxford. No puedo...
—Bobadas, señora Zayman.
¡Desde luego que no! Aquellas personas se
pensaban que había sitio para todo hijo de vecino en Inglaterra, se
dijo Penelope malhumorada. Los alojamientos de su lista ya estaban
abarrotados y su buena voluntad no daba más de sí. Además, se
estaba haciendo tarde y tenía ocho familias más en su lista a las
que debía solicitar que firmaran el consentimiento. Miró
detenidamente a la joven y a su bebé. Eran extranjeros, pero los
dos parecían limpios. No tenían heridas ni tosían, el marido
trabajaba para el Gabinete de Guerra. El bebé, al contrario que la
mayoría de los niños pobres y delgaduchos de Londres que figuraban
en su lista, estaba sano y bien alimentado. Con la actual escasez
de alojamientos, Penelope temía que fuera cuestión de tiempo que
alguna de sus compañeras resolviera que, como ella estaba casi todo
el tiempo en su piso de Londres, en su enorme casa de Crowmarsh
Priors había sitio de sobra para los evacuados.
Decidió inmediatamente alojar a aquella
joven y a su bebé en casa de Evangeline, antes de que le asignaran
otros niños mucho más desagradables. Su adormilada nuera necesitaba
hacer algo que valiera la pena. Con Richard en el servicio activo,
Evangeline tenía demasiado tiempo para deprimirse. Ya era hora de
que la joven espabilara e hiciera algo, una vez recuperada de la
pérdida de su bebé. ¿Qué mosca le habría picado a Richard para
fugarse con aquella mujerzuela americana y partirle el corazón a
Alice? Penelope se mordió el labio indignada. Nunca encontraba
respuesta a aquella pregunta.
Y lo había intentado, de verdad que lo había
intentado, por Richard, pero la lánguida Evangeline era una pésima
esposa de oficial de la Armada, en cambio su querida Alice habría
sido una esposa extraordinariamente sensata y activa, una verdadera
ventaja en la carrera de su hijo.
—La encuentro más bien exótica, ¡como una
concubina! —había exclamado en una ocasión, desahogándose con una
amiga—. O una gata —añadió al instante—. Es tan reservada como un
felino.
Aún peor, Evangeline era tremendamente
descuidada en su forma de vestir, jamás se esforzaba, se ponía
cualquier trapo viejo, incluso las camisas y los suéteres que
Richard desechaba. Penelope suponía que porque era americana.
Estaban sin civilizar.
—¡Qué espanto, querida! —le había contestado
su amiga, compasiva—. Menos mal que se ha quedado en el campo y tu
hijo no se la ha llevado al cuartel de Plymouth, por ejemplo, donde
sus superiores se habrían dado cuenta.
—¡Y sus esposas!
Penelope decidió escribir a Evangeline esa
misma noche. Le diría sin tapujos que había llegado la hora de
recobrar la compostura por el bien de Richard. Debía pensar en su
deber y prepararse para acoger a una madre y a su bebé
evacuados.
El gemido indignado de Johnny al despertar
devolvió a Penelope a la lóbrega salita y a su lista de
alojamientos.
—En serio, señora Zayman, nos causa
muchísimos problemas que las madres se muestren tan reacias a
firmar —comentó Penelope en tono más firme—. Además, me temo que el
Gobierno está hablando de encerrar a los inmigrantes procedentes de
Alemania y Austria, así que yo en su lugar firmaría de inmediato,
salvo que prefiera que los recluyan.
—¿Recluirnos? —preguntó la joven, meneando
al bebé lloroso.
—En un campo donde tendrán que permanecer lo
que dure la guerra.
—Pero si firmo ese papel, ¿no me recluirán
en un campo?
—¡Exacto! —exclamó Penelope, al tiempo que
le tendía una pluma. Empezaba a dolerle la cabeza—. De hecho, irá a
una casa muy bonita de Sussex, mucho mejor de lo que podía haber
esperado. ¡Considérese afortunada!
Dos días después, el rabino Cohen vino a
buscar a Tanni para llevarla a la estación Victoria y le prometió
que el comité de mujeres la avisaría tan pronto como encontraran a
sus hermanas.
—No te preocupes, Berthe y Rachel se
encargarán de ello.
Le dijo que Bruno estaba al corriente de
dónde iban a estar ellos dos y que aprobaba su traslado. Tía Berthe
y él lo habían hablado y habían decidido que era buena idea que se
fuera, sobre todo si de ese modo no corría el peligro de que la
metieran en un campo de concentración. Le recordó, con voz amable
pero seria, que era esposa y madre, que debía procurar
arreglárselas ella sola lo mejor posible, porque el trabajo de
Bruno era muy importante y algún día lo entendería. Por el momento,
debía cuidar de Johnny, seguir bien y a salvo, y mantenerse
animada. Tanni asintió con la cabeza y se lo prometió, procurando
ocultar su angustia.
—¡Buena chica! —la felicitó el rabino.