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Crowmarsh Priors, noviembre de 1941

 

La perspectiva de cumplir pronto veintiún años y poder dejar de ser Land Girl había sostenido a Frances desde su último encuentro con su padre y, por si necesitaba que algo la afianzara en su decisión, el miércoles, tres días antes de su cumpleaños, empezó especialmente mal. En la granja, la capitana del equipo le asignó la tarea que menos le agradaba: ordeñar. Malhumorada, plantó con gran estrépito el balde en el suelo y se sentó en la banqueta. Manoseó a la vaca en busca de las ubres y esta mugió y sacudió la cabeza.
—Calla y estate quieta, Queenie —masculló.
La vaca se movió, empujó a Frances y la tiró al heno. La joven se incorporó y dio una palmada en el trasero a Queenie, que, irritada, coceó fuerte a Frances con la pezuña embarrada y se orinó en sus pantalones.
Cuando llevaba los baldes llenos a la lechería, decidió tomar un atajo por el toril, dado que el semental no estaba a la vista. De pronto vio que el toro, salido de la nada, embestía desde el otro extremo del prado, con la cabeza gacha. En su afán por escapar, no cerró bien la puerta del toril y el toro salió corriendo por el camino, sacudiendo la cabeza y bramando. Por suerte, dos granjeros que pasaban por allí fueron tras él con una picana y una horca.
—¡Maldita sea! —masculló, derramándose leche por dentro de las botas.
A mediodía, la capitana la reprendió delante de todas. Frances bostezó ostensiblemente. La otra siguió las recomendaciones del Comité de Bienestar para manejar situaciones difíciles y levantar la moral del equipo.
—¡Bueno, vamos a cantar algo alegre mientras nos comemos el bocadillo!
—¡Otra vez! —espetó Frances—. ¡Esto es como una condenada guardería! «Volvamos al campo, a echar una mano.» ¡La letra es estúpida y me niego a cantarla otra vez, con guerra o sin ella!
La capitana, que no sabía bien cómo hacer frente a un motín en sus tropas, procuró servirse de su autoridad y dijo:
—¡Perfecto! ¡Daré parte de tu insubordinación!
—Hazlo. Yo me voy al pub a almorzar.
Elsie soltó la pala.
—Yo también, odio cantar.
—¡Elsie Pigeon, daré parte de ti también!
Elsie hizo un gesto obsceno con dos dedos y soltó entre dientes:
—¡Que te den!
Frances y ella se fueron en sus bicicletas a beber un poco de sidra y dejaron a varias de sus compañeras riéndose por lo bajo y a la capitana furiosa.
Una hora más tarde y algo beodas, volvían haciendo eses. Elsie frenó.
—No me apetece volver. Estoy harta de trabajar en el campo.
—Yo también, querida. ¡Es aburridísimo! ¡Uf! —Frances se tambaleó al tomar una curva y volcó—. ¡Vaya!
Elsie se detuvo también.
—Tengo hambre. ¿Tú no tienes hambre?
—¡Yo siempre, querida! —exclamó Frances, y suspiró masajeándose la pierna magullada, mareada por la sidra y con el estómago vacío.
La noche anterior, en casa de Evangeline, habían cenado carne de ballena.
—No había otra cosa —se había lamentado Evangeline—, ¡ni siquiera con cupones!
Pero la carne de ballena olía y sabía a pescado correoso echado a perder. Todos la habían probado a regañadientes, luego habían masticado el primer bocado muy, muy despacio. Tommy, Maude y Kipper la habían escupido a la vez.
—¡Puaj! Yo no pienso volver a comer eso —había sentenciado Tommy.
—Yo vomitaré si lo hago —había comentado Maude.
Kipper miró a su hermana mayor y asintió.
—Yo también.
Al final, ninguno de ellos había tenido estómago para comérsela. Ni siquiera Evangeline había podido hacer mucho con la carne de ballena.
—Mira, me lo estaba guardando.
Elsie sonrió y, de debajo del suéter que llevaba en la cesta de la bicicleta, sacó un paquete de sándwiches de jamón con mucha mantequilla, tabletas de chocolate y cigarrillos americanos. Las dos se abalanzaron sobre la comida.
—¡Jamón! ¡Oh, qué maravilla, qué maravilla de jamón! ¿De dónde demonios has sacado esto, con el racionamiento y eso? —quiso saber Frances mientras se chupeteaba el chocolate de los dedos. Tomó un cigarrillo.
—Bernie —le dijo Elsie.
—Naturalmente. —Frances suspiró, sintiéndose culpable. Elsie siempre tenía caprichos en lugar de racionamiento, cosas que era prácticamente imposible conseguir desde que había empezado la guerra: polveras, jabón perfumado, lápices de labios, medias, bombones, talco de baño, ropa interior de seda, salmón en lata...—. Bernie trafica con productos del mercado negro, ¿verdad? Cielo, ¡lo van a pillar! Los periódicos traen montones de casos horribles de personas que incumplen las leyes de racionamiento. Solo por vender un pedacito de mantequilla sin cupones multan y encierran a los tenderos. ¡Los castigan a trabajos forzados! Durante meses.
—¿A Bernie? ¡Qué va, jamás! —repuso Elsie, exhalando con deleite el humo del cigarrillo americano—. Se le da demasiado bien, sabe cómo hacerlo sin llamar la atención. Mantequilla, azúcar, gasolina, incluso whisky. Lo que quieras. Hay muchas cosas circulando por ahí, y mucha gente que lo puede pagar. Él sabe dónde conseguirlo, así que hace pequeños trueques aquí y allá, de esto y de aquello. Hay mucho movimiento, Frances. El Gobierno no le puede echar mano a todo. Además, hacen la vista gorda a los trapicheos de Bernie. Él piensa que lo ven como un pago por su trabajo.
—¿Y qué demonios es lo que hace Bernie para que le dejen irse de rositas? Aunque supongo que será un secreto tremendo.
—Ah, lo mismo que hacía antes de la guerra —contestó Elsie con frescura—. Se supone que no debe hablar de ello, pero a mí me lo ha contado. Falsificaciones, robos y, bueno, pillaje después de los bombardeos, sobre todo.
—¿Qué?
—Antes de la guerra, los polis siempre estaban intentando cazarlo y encerrarlo. Ahora hay un automóvil que lo recoge y lo trae de vuelta, y tiene alojamiento y comida en casa del agente Barrows, que lo vigila. Incluso le pagan. Te preguntarás, ¿qué puede querer el Gobierno de Bernie Carpenter? No es que quieran que les amañe una carrera en el canódromo, ni que se encargue de recibir un camión repleto de cigarrillos y jamón de contrabando. Una de las cosas que hace es lo de la falsificación, me lo contó él mismo. Al parecer, tiene un don para eso. Lo otro es entrar en los edificios bombardeados a por lo que encuentre; en joyerías o en bancos, por ejemplo, donde puede haber cosas valiosas, Bernie entra rápido. En teoría, tiene que buscar diamantes; forzar la caja fuerte, si es necesario. Hasta le ponen un policía de guardia mientras lo hace para que aleje a la gente. Yo creo que el Gabinete de Guerra necesita diamantes. No sé para qué, pero Bernie dice que las autoridades están metidas en algunas cosas que ni te las creerías. Pero, ojo, que lo hacen a escondidas. Dice que a los dueños de los diamantes les da igual, porque los tienen asegurados y eso.
—Ten cuidado, Elsie; aunque ahora se salga con la suya, al final terminará en la cárcel. Te dejará en la estacada.
Elsie fumó y meditó un instante. Si su madre estuviera allí, coincidiría con Frances, pero estaba sola y, de momento, se iba a fiar de su intuición. Aun así, tendría cuidado.
—Mira, Frances, tú no sabes cómo tiene que vivir la gente como Bernie y como yo. Tú solo conoces a ricachones y sabes cómo viven ellos. Lady Marchmont y sir Leander, y ese tal Hugo, incluso Alice y su madre, que creen que no tienen mucho, pero siempre tendrán más que la mayoría.
»No tienes ni idea de cómo son las cosas por North Street, con tantos hombres sin empleo y sin muchos sitios donde trabajar; el olor de la fábrica de pegamento, que da dolor de cabeza; y mi madre economizando todos los días solo para poder darnos de cenar y proporcionarnos un techo. Siempre estábamos muertos de hambre, pero mamá hacía lo que podía. Vendió casi todo lo que tenía, hasta el anillo de boda, para poder pagarle el alquiler al casero. Le dolió vender el anillo de boda más que nada; decía que por muy mal que fueran las cosas, al menos la gente podía saber que era una mujer casada y respetable.
»Una cosa he aprendido: si se presenta una ocasión, la que sea, de vivir de otra forma, la aprovechas. La gente como Bernie y como yo no tiene muchas oportunidades. Bernie ha aprovechado su ocasión de guardar algo para cuando los peces gordos terminen con él y lo devuelvan a North Street. Además, ¿qué hay de lo que sabe de ellos, dándole órdenes de falsificar y forzar cajas fuertes y todo eso? Si ellos le causan problemas a Bernie, Bernie se los causará a ellos.
—Ah, chantaje. Buena suerte a los dos, entonces. Y gracias por los sándwiches, estaban deliciosos —dijo Frances, decidiendo que le importaba un pepino que fueran del mercado negro o no.
Cuando volvieron, era tardísimo y la capitana estaba de muy mal humor. Mandó a Frances a ayudar a las que estaban plantando patatas en un campo cenagoso, donde el barro denso se le adhería a las botas como si fuera cemento, y a Elsie, a lubricar el tractor. Les ordenó a las otras que no hablaran con Frances ni con Elsie el resto de la tarde. A Elsie, como consecuencia de la sidra, se le caló el tractor cuando lo estaba probando, luego lo metió sin querer en una zanja. Bajó despotricando y dejó el tractor allí tirado. Al resto del equipo lo mandaron a Coventry, y Frances se alegró de que Elsie y ella no tuvieran que volver al albergue con las demás. De momento, aún disfrutaban de la relativa comodidad de Glebe House. Como de costumbre, cuando Bernie andaba por allí, Elsie desaparecía en cuanto había terminado el trabajo.
Empezó a lloviznar, y al final del día Frances estaba helada. Le dolían los hombros y tenía las uñas llenas de mugre. Mientras se frotaba las manos con un jabón duro en la fría trascocina, esa noche de noviembre, pensó con nostalgia en baños de sales de geranio, toallas blancas limpias, manicuras, pelo bien arreglado, bonitos vestidos de baile, clubes nocturnos, música y risas... Ahora era todo barro, pantalones anchos, tiempo deprimente, malas noticias, cielos grises, preocupación, frío, pastel de verduras... y las papas.
Mirándose el suéter sudado y los pantalones de pana sucios, se preguntó a qué imbécil del Gabinete de Guerra se le había ocurrido que definir a las Land Girls como «fuertes, robustas y curtidas» y vestirlas de acuerdo con semejante definición iba a levantarles la moral. Y para colmo habían introducido el racionamiento de la ropa, aunque a Frances tampoco le parecía que fuera a notarse mucho en el campo, donde la ropa apenas importaba, porque no se podía ir a otro sitio que al salón parroquial a ver una película de vez en cuando o a un baile deprimente en el albergue de las Land Girls. Pronto todas se parecerían a Alice, vestida con los espantosos conjuntos que su madre desechaba y con la raída pañoleta tan apretada que parecía que le había encogido la cabeza. O se rendirían del todo, como Evangeline, que era delgada y podría estar preciosa si le pusiera un poco de entusiasmo. Pero, por lo visto, le daba igual su aspecto, estando lejos Richard.
Mientras se limpiaba las uñas con la punta de un cuchillo de cocina, Frances se recordó que, en cuanto fuese mayor de edad, podía escapar de las vacas y los patatales. Evangeline le había enseñado a poner trampas y Frances le había llevado al hombrecillo del SOE su puñado de faisanes. Este le había dicho que la esperaban después de su cumpleaños.
Abstraída, se lavó las manos y se las secó con la toalla apestosa de la trascocina, que ni a ella ni a Elsie se les había ocurrido lavar desde que el ama de llaves se había ido. Estando en guerra, ¿a quién le preocupaban las tareas domésticas?
No, lo que le preocupaba a Frances, aunque no se lo habría reconocido a nadie, era que el sábado cumpliría veintiuno y no tendría ninguna fiesta en su honor. Claro que era una frivolidad pensar en una celebración en plena guerra, pero resultaba muy deprimente no tener nada con que señalar su mayoría de edad. Aunque no era muy dada a la autocompasión, por un momento, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ella lo celebraría encantada.
¿Por qué no hacer una pequeña cena de cumpleaños? Les daría a ella y a las otras chicas una excusa para estar contentas y arreglarse un poco.
Pero ¿cómo se organizaba una fiesta? Nunca había organizado una. No había cocinera ni personal de servicio, ni nada, y ella no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sin embargo, era una mujer de recursos. Si Evangeline preparaba algo especial para la cena, Frances se ofrecería a cuidar de Tommy, Maude y Kipper la próxima vez que tuviera que subir a Londres a ver al médico; los evacuados adoraban a Tanni. Invitaría a Elsie, por supuesto, y a Evangeline y a Tanni... A Alice también. En cuanto a los hombres, estaban Hugo y Oliver, y aunque era muy joven y descarado, también Bernie. No era ningún secreto que el muchacho pensaba que Frances «estaba muy bien». Y a Frances le parecía una ricura; aunque Alice «no lo consideraba decente», Johnny, y en consecuencia Tanni, lo adoraban, y Elsie estaba locamente enamorada de él. Tenían los discos de Evangeline, que podían reproducir en el gramófono de Penelope... Quizá pudieran bailar un poco.
Y había otra cosa que quería para su fiesta: alcohol.
Cuando había estado llevando la plata y la porcelana de su madrina al rincón más escondido del sótano para almacenarla allí antes de que llegaran los obreros y convirtieran Glebe House en un centro de convalecencia, Frances había hecho dos descubrimientos. El primero había sido una reserva de botellas cubiertas de polvo que habían resultado ser de clarete, media docena de coñac y una botella de piedra de algo llamado Genever. Lo había subido todo y lo había desempolvado. El vino y el coñac llevaban etiquetas francesas. De la Genever no estaba segura, pero le daba igual. Con los tiempos que corrían, el alcohol era alcohol, un lujo.
El segundo hallazgo de Frances fue aún más sorprendente. Cuando había descubierto el vino, se había golpeado un dedo del pie con algo metido a presión debajo del anaquel que sostenía el alijo de coñac. Lo iluminó con la linterna y vio brillar tímidamente las bisagras de cobre de un cofre chino lacado. Lo sacó con dificultad de su escondite y le quitó el polvo de un soplido. Había una llave en la cerradura. La giró y, al abrirlo, se encontró dentro estuches de terciopelo de joyas de distintas formas y tamaños. Abrió el más grande e hizo un aspaviento. Contenía un exquisito collar de perlas de tres vueltas con un gran broche de esmeraldas y diamantes. Era el mismo que su tía Muriel llevaba en el retrato que presidía su escritorio. Luego encontró unas pulseras a juego, un par de anticuados alfileres de diamantes, anillos, broches y un reloj de bolsillo de oro con caja y cadena de hermosa filigrana dorada y el escudo de armas de los Marchmont grabado en el dorso. ¡Las joyas perdidas! Su madrina debía de haberlas escondido ahí y lo había olvidado.
Frances adoraba la ropa, pero nunca le habían entusiasmado las joyas. Sin embargo, tenía claro que el contenido del cofre valía una enorme cantidad de dinero. Sobre todo las perlas. Hummm... Para su fiesta, decidió que rescataría uno de sus vestidos favoritos, que hacía una eternidad que no se ponía: un vestido largo de terciopelo ámbar que le iba de maravilla a su color de piel, y llevaría zapatillas de seda a juego. Qué divertido iba a ser volver a estar espléndida para variar. Oliver nunca la había visto arreglada. Se pondría incluso las perlas, solo esa vez, para celebrar la ocasión. Luego quizá Bernie supiera decirle dónde podía venderlas con discreción.
Le remordía la conciencia. Tendría que decir a los abogados que había encontrado las joyas. Sospechaba que habría que pagar impuestos. Podía preguntarle a Oliver qué le parecía. Entonces decidió que no. Oliver era tan bueno que le aconsejaría que se lo comunicara a los abogados de inmediato. Podía esperar a después de su fiesta.

 

A la mañana siguiente, cuando se dirigía en bicicleta a la granja, media hora tarde, se detuvo en casa de los Fairfax para invitar a Evangeline y a Tanni, que estaba embarazadísima de su segunda criatura y zurciendo suéteres de bebé en el sofá. Evangeline accedió a ver qué podía hacer con la comida y dijo que le pediría a Margaret Rose Hawthorne que fuera a cuidar de Johnny y de los evacuados para que Tanni y ella pudieran disfrutar de la velada. Luego Frances se pasó por la escuela infantil, donde Alice estaba ocupada colgando nuevos carteles en el aula. LA TOS Y LOS ESTORNUDOS PROPAGAN LAS ENFERMEDADES. ¡USA EL PAÑUELO!, advertía uno, y ¿TU VIAJE ES VERDADERAMENTE NECESARIO?, reprendía otro.
—Quería poner este en la estación para que Evangeline lo vea la próxima vez que se vaya de picos pardos a Londres, pero Albert Hawthorne no me ha dejado. Ya no le caben más carteles —señaló Alice—. Pero cómo puede ser tan irreflexiva... —Se sorbió la nariz.
Aun así, cuando Frances la invitó a su fiesta, incluso Alice se alegró y dijo que llevaría dulce de azúcar, la última invención del Ministerio de Alimentación.
—¡Delicioso! ¡Jamás adivinarías que está hecho de zanahorias!
—¡Estupendo! —exclamó Frances.
Todas las recetas de guerra del Ministerio de Alimentación parecían llevar zanahorias, y Frances las odiaba. No quería ni imaginar cómo las convertían en un dulce de azúcar. Contuvo las náuseas y se alejó en su bicicleta.
En el viaje de ida y vuelta a la granja ese día y el siguiente, Frances y Elsie peinaron los campos húmedos en busca de las últimas nueces y castañas. Habían juntado las raciones de queso de todas para que Evangeline pudiera hacer uno de sus pudines de queso. Usaría huevos de verdad en lugar de huevo en polvo, que dejaba un regusto peculiar. ¡Qué maravilla!
Los huevos de gallinas propias aún no estaban racionados, y gracias a las habilidades de Tanni con la costura, Evangeline y ella tenían un gallo viejo además de las gallinas y un puñado de pollitos que picoteaban en el huerto trasero, donde cultivaban cebollas, coles y alcachofas. Los huevos eran una bendición. Tanni se negaba en redondo a comer la carne de vaca en conserva, de extraño sabor, ni se le ocurría probar un pedacito de jamón o de beicon en las escasas ocasiones en que podían conseguirlo ni la carne picada de dudosa procedencia y que a menudo era la única disponible en las raciones. Tampoco le daba nada de eso a Johnny. La hermana Tucker chascaba la lengua y protestaba, pero Tanni no daba su brazo a torcer, para que la hermana se encargara de que los dos recibiesen su ración completa (con un pequeño extra) de aceite de hígado de bacalao y zumo de naranja o jarabe de escaramujo, y leche.

 

La víspera de la fiesta por la noche, Frances inició los preparativos. Sacó parte de la bonita vajilla de porcelana y la cubertería de plata de su madrina del rincón de la bodega donde las había almacenado.
—En la escuela de señoritas nos obligaban a aprender a poner la mesa y a sentar a los invitados —dijo Frances, distraída, rodeando la mesa con una cesta de cubiertos y servilletas de lino con las iniciales bordadas—, pero no recuerdo exactamente cómo se hacía, porque nunca presté mucha atención.
—¿Y para qué aprendías tú, para enseñar luego a los criados? —preguntó Elsie con un sarcasmo que Frances no captó.
—Pues sí, querida, nos decían que era tremendamente importante que una joven supiera enseñar a los criados cuando se casaba. ¿Y si se mudaba al extranjero y el servicio no sabía hacer las cosas como es debido? Pondrían los tenedores en el lado contrario o servirían la cena en el orden incorrecto, por no hablar del horror que supondría sentar mal a los comensales si venía a cenar alguien importante y...
—¡Cursiladas! —exclamó Elsie, poniendo los ojos en blanco.
No tenía ni idea de que Frances fuese tan boba. En cualquier caso, gracias a la breve instrucción del ama de llaves, ella se consideraba experta en esa clase de detalles y disfrutó sentándose en el sofá e indicándole a Frances la mejor forma de encender los fuegos de la salita y el comedor, cómo abrillantar las copas y planchar los manteles de damasco. Luego se levantó para ayudarla a esconder lo peor del desorden que habían formado desde que la anciana había fallecido, metiendo a presión cosas en armarios y detrás de los muebles hasta dejar la casa casi ordenada.
—Agotador —dijo Frances al fin—, pero ha quedado muy bien, ¿no crees? No hace falta quitar el polvo, ¿verdad, querida? Si la única luz que tenemos es la de las velas y el fuego, el polvo no se va a ver...