16
Crowmarsh Priors,
noviembre de 1941
La perspectiva de cumplir pronto veintiún
años y poder dejar de ser Land Girl había sostenido a Frances desde
su último encuentro con su padre y, por si necesitaba que algo la
afianzara en su decisión, el miércoles, tres días antes de su
cumpleaños, empezó especialmente mal. En la granja, la capitana del
equipo le asignó la tarea que menos le agradaba: ordeñar.
Malhumorada, plantó con gran estrépito el balde en el suelo y se
sentó en la banqueta. Manoseó a la vaca en busca de las ubres y
esta mugió y sacudió la cabeza.
—Calla y estate quieta, Queenie
—masculló.
La vaca se movió, empujó a Frances y la tiró
al heno. La joven se incorporó y dio una palmada en el trasero a
Queenie, que, irritada, coceó fuerte a Frances con la pezuña
embarrada y se orinó en sus pantalones.
Cuando llevaba los baldes llenos a la
lechería, decidió tomar un atajo por el toril, dado que el semental
no estaba a la vista. De pronto vio que el toro, salido de la nada,
embestía desde el otro extremo del prado, con la cabeza gacha. En
su afán por escapar, no cerró bien la puerta del toril y el toro
salió corriendo por el camino, sacudiendo la cabeza y bramando. Por
suerte, dos granjeros que pasaban por allí fueron tras él con una
picana y una horca.
—¡Maldita sea! —masculló, derramándose leche
por dentro de las botas.
A mediodía, la capitana la reprendió delante
de todas. Frances bostezó ostensiblemente. La otra siguió las
recomendaciones del Comité de Bienestar para manejar situaciones
difíciles y levantar la moral del equipo.
—¡Bueno, vamos a cantar algo alegre mientras
nos comemos el bocadillo!
—¡Otra vez! —espetó Frances—. ¡Esto es como
una condenada guardería! «Volvamos al campo, a echar una mano.» ¡La
letra es estúpida y me niego a cantarla otra vez, con guerra o sin
ella!
La capitana, que no sabía bien cómo hacer
frente a un motín en sus tropas, procuró servirse de su autoridad y
dijo:
—¡Perfecto! ¡Daré parte de tu
insubordinación!
—Hazlo. Yo me voy al pub a almorzar.
Elsie soltó la pala.
—Yo también, odio cantar.
—¡Elsie Pigeon, daré parte de ti
también!
Elsie hizo un gesto obsceno con dos dedos y
soltó entre dientes:
—¡Que te den!
Frances y ella se fueron en sus bicicletas a
beber un poco de sidra y dejaron a varias de sus compañeras
riéndose por lo bajo y a la capitana furiosa.
Una hora más tarde y algo beodas, volvían
haciendo eses. Elsie frenó.
—No me apetece volver. Estoy harta de
trabajar en el campo.
—Yo también, querida. ¡Es aburridísimo! ¡Uf!
—Frances se tambaleó al tomar una curva y volcó—. ¡Vaya!
Elsie se detuvo también.
—Tengo hambre. ¿Tú no tienes hambre?
—¡Yo siempre, querida! —exclamó Frances, y
suspiró masajeándose la pierna magullada, mareada por la sidra y
con el estómago vacío.
La noche anterior, en casa de Evangeline,
habían cenado carne de ballena.
—No había otra cosa —se había lamentado
Evangeline—, ¡ni siquiera con cupones!
Pero la carne de ballena olía y sabía a
pescado correoso echado a perder. Todos la habían probado a
regañadientes, luego habían masticado el primer bocado muy, muy
despacio. Tommy, Maude y Kipper la habían escupido a la vez.
—¡Puaj! Yo no pienso volver a comer eso
—había sentenciado Tommy.
—Yo vomitaré si lo hago —había comentado
Maude.
Kipper miró a su hermana mayor y
asintió.
—Yo también.
Al final, ninguno de ellos había tenido
estómago para comérsela. Ni siquiera Evangeline había podido hacer
mucho con la carne de ballena.
—Mira, me lo estaba guardando.
Elsie sonrió y, de debajo del suéter que
llevaba en la cesta de la bicicleta, sacó un paquete de sándwiches
de jamón con mucha mantequilla, tabletas de chocolate y cigarrillos
americanos. Las dos se abalanzaron sobre la comida.
—¡Jamón! ¡Oh, qué maravilla, qué maravilla
de jamón! ¿De dónde demonios has sacado esto, con el racionamiento
y eso? —quiso saber Frances mientras se chupeteaba el chocolate de
los dedos. Tomó un cigarrillo.
—Bernie —le dijo Elsie.
—Naturalmente. —Frances suspiró, sintiéndose
culpable. Elsie siempre tenía caprichos en lugar de racionamiento,
cosas que era prácticamente imposible conseguir desde que había
empezado la guerra: polveras, jabón perfumado, lápices de labios,
medias, bombones, talco de baño, ropa interior de seda, salmón en
lata...—. Bernie trafica con productos del mercado negro, ¿verdad?
Cielo, ¡lo van a pillar! Los periódicos traen montones de casos
horribles de personas que incumplen las leyes de racionamiento.
Solo por vender un pedacito de mantequilla sin cupones multan y
encierran a los tenderos. ¡Los castigan a trabajos forzados!
Durante meses.
—¿A Bernie? ¡Qué va, jamás! —repuso Elsie,
exhalando con deleite el humo del cigarrillo americano—. Se le da
demasiado bien, sabe cómo hacerlo sin llamar la atención.
Mantequilla, azúcar, gasolina, incluso whisky. Lo que quieras. Hay
muchas cosas circulando por ahí, y mucha gente que lo puede pagar.
Él sabe dónde conseguirlo, así que hace pequeños trueques aquí y
allá, de esto y de aquello. Hay mucho movimiento, Frances. El
Gobierno no le puede echar mano a todo. Además, hacen la vista
gorda a los trapicheos de Bernie. Él piensa que lo ven como un pago
por su trabajo.
—¿Y qué demonios es lo que hace Bernie para
que le dejen irse de rositas? Aunque supongo que será un secreto
tremendo.
—Ah, lo mismo que hacía antes de la guerra
—contestó Elsie con frescura—. Se supone que no debe hablar de
ello, pero a mí me lo ha contado. Falsificaciones, robos y, bueno,
pillaje después de los bombardeos, sobre todo.
—¿Qué?
—Antes de la guerra, los polis siempre
estaban intentando cazarlo y encerrarlo. Ahora hay un automóvil que
lo recoge y lo trae de vuelta, y tiene alojamiento y comida en casa
del agente Barrows, que lo vigila. Incluso le pagan. Te
preguntarás, ¿qué puede querer el Gobierno de Bernie Carpenter? No
es que quieran que les amañe una carrera en el canódromo, ni que se
encargue de recibir un camión repleto de cigarrillos y jamón de
contrabando. Una de las cosas que hace es lo de la falsificación,
me lo contó él mismo. Al parecer, tiene un don para eso. Lo otro es
entrar en los edificios bombardeados a por lo que encuentre; en
joyerías o en bancos, por ejemplo, donde puede haber cosas
valiosas, Bernie entra rápido. En teoría, tiene que buscar
diamantes; forzar la caja fuerte, si es necesario. Hasta le ponen
un policía de guardia mientras lo hace para que aleje a la gente.
Yo creo que el Gabinete de Guerra necesita diamantes. No sé para
qué, pero Bernie dice que las autoridades están metidas en algunas
cosas que ni te las creerías. Pero, ojo, que lo hacen a escondidas.
Dice que a los dueños de los diamantes les da igual, porque los
tienen asegurados y eso.
—Ten cuidado, Elsie; aunque ahora se salga
con la suya, al final terminará en la cárcel. Te dejará en la
estacada.
Elsie fumó y meditó un instante. Si su madre
estuviera allí, coincidiría con Frances, pero estaba sola y, de
momento, se iba a fiar de su intuición. Aun así, tendría
cuidado.
—Mira, Frances, tú no sabes cómo tiene que
vivir la gente como Bernie y como yo. Tú solo conoces a ricachones
y sabes cómo viven ellos. Lady Marchmont y sir Leander, y ese tal
Hugo, incluso Alice y su madre, que creen que no tienen mucho, pero
siempre tendrán más que la mayoría.
»No tienes ni idea de cómo son las cosas por
North Street, con tantos hombres sin empleo y sin muchos sitios
donde trabajar; el olor de la fábrica de pegamento, que da dolor de
cabeza; y mi madre economizando todos los días solo para poder
darnos de cenar y proporcionarnos un techo. Siempre estábamos
muertos de hambre, pero mamá hacía lo que podía. Vendió casi todo
lo que tenía, hasta el anillo de boda, para poder pagarle el
alquiler al casero. Le dolió vender el anillo de boda más que nada;
decía que por muy mal que fueran las cosas, al menos la gente podía
saber que era una mujer casada y respetable.
»Una cosa he aprendido: si se presenta una
ocasión, la que sea, de vivir de otra forma, la aprovechas. La
gente como Bernie y como yo no tiene muchas oportunidades. Bernie
ha aprovechado su ocasión de guardar algo para cuando los peces
gordos terminen con él y lo devuelvan a North Street. Además, ¿qué
hay de lo que sabe de ellos, dándole órdenes de falsificar y forzar
cajas fuertes y todo eso? Si ellos le causan problemas a Bernie,
Bernie se los causará a ellos.
—Ah, chantaje. Buena suerte a los dos,
entonces. Y gracias por los sándwiches, estaban deliciosos —dijo
Frances, decidiendo que le importaba un pepino que fueran del
mercado negro o no.
Cuando volvieron, era tardísimo y la
capitana estaba de muy mal humor. Mandó a Frances a ayudar a las
que estaban plantando patatas en un campo cenagoso, donde el barro
denso se le adhería a las botas como si fuera cemento, y a Elsie, a
lubricar el tractor. Les ordenó a las otras que no hablaran con
Frances ni con Elsie el resto de la tarde. A Elsie, como
consecuencia de la sidra, se le caló el tractor cuando lo estaba
probando, luego lo metió sin querer en una zanja. Bajó
despotricando y dejó el tractor allí tirado. Al resto del equipo lo
mandaron a Coventry, y Frances se alegró de que Elsie y ella no
tuvieran que volver al albergue con las demás. De momento, aún
disfrutaban de la relativa comodidad de Glebe House. Como de
costumbre, cuando Bernie andaba por allí, Elsie desaparecía en
cuanto había terminado el trabajo.
Empezó a lloviznar, y al final del día
Frances estaba helada. Le dolían los hombros y tenía las uñas
llenas de mugre. Mientras se frotaba las manos con un jabón duro en
la fría trascocina, esa noche de noviembre, pensó con nostalgia en
baños de sales de geranio, toallas blancas limpias, manicuras, pelo
bien arreglado, bonitos vestidos de baile, clubes nocturnos, música
y risas... Ahora era todo barro, pantalones anchos, tiempo
deprimente, malas noticias, cielos grises, preocupación, frío,
pastel de verduras... y las papas.
Mirándose el suéter sudado y los pantalones
de pana sucios, se preguntó a qué imbécil del Gabinete de Guerra se
le había ocurrido que definir a las Land Girls como «fuertes,
robustas y curtidas» y vestirlas de acuerdo con semejante
definición iba a levantarles la moral. Y para colmo habían
introducido el racionamiento de la ropa, aunque a Frances tampoco
le parecía que fuera a notarse mucho en el campo, donde la ropa
apenas importaba, porque no se podía ir a otro sitio que al salón
parroquial a ver una película de vez en cuando o a un baile
deprimente en el albergue de las Land Girls. Pronto todas se
parecerían a Alice, vestida con los espantosos conjuntos que su
madre desechaba y con la raída pañoleta tan apretada que parecía
que le había encogido la cabeza. O se rendirían del todo, como
Evangeline, que era delgada y podría estar preciosa si le pusiera
un poco de entusiasmo. Pero, por lo visto, le daba igual su
aspecto, estando lejos Richard.
Mientras se limpiaba las uñas con la punta
de un cuchillo de cocina, Frances se recordó que, en cuanto fuese
mayor de edad, podía escapar de las vacas y los patatales.
Evangeline le había enseñado a poner trampas y Frances le había
llevado al hombrecillo del SOE su puñado de faisanes. Este le había
dicho que la esperaban después de su cumpleaños.
Abstraída, se lavó las manos y se las secó
con la toalla apestosa de la trascocina, que ni a ella ni a Elsie
se les había ocurrido lavar desde que el ama de llaves se había
ido. Estando en guerra, ¿a quién le preocupaban las tareas
domésticas?
No, lo que le preocupaba a Frances, aunque
no se lo habría reconocido a nadie, era que el sábado cumpliría
veintiuno y no tendría ninguna fiesta en su honor. Claro que era
una frivolidad pensar en una celebración en plena guerra, pero
resultaba muy deprimente no tener nada con que señalar su mayoría
de edad. Aunque no era muy dada a la autocompasión, por un momento,
los ojos se le llenaron de lágrimas. Ella lo celebraría
encantada.
¿Por qué no hacer una pequeña cena de
cumpleaños? Les daría a ella y a las otras chicas una excusa para
estar contentas y arreglarse un poco.
Pero ¿cómo se organizaba una fiesta? Nunca
había organizado una. No había cocinera ni personal de servicio, ni
nada, y ella no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sin embargo, era una
mujer de recursos. Si Evangeline preparaba algo especial para la
cena, Frances se ofrecería a cuidar de Tommy, Maude y Kipper la
próxima vez que tuviera que subir a Londres a ver al médico; los
evacuados adoraban a Tanni. Invitaría a Elsie, por supuesto, y a
Evangeline y a Tanni... A Alice también. En cuanto a los hombres,
estaban Hugo y Oliver, y aunque era muy joven y descarado, también
Bernie. No era ningún secreto que el muchacho pensaba que Frances
«estaba muy bien». Y a Frances le parecía una ricura; aunque Alice
«no lo consideraba decente», Johnny, y en consecuencia Tanni, lo
adoraban, y Elsie estaba locamente enamorada de él. Tenían los
discos de Evangeline, que podían reproducir en el gramófono de
Penelope... Quizá pudieran bailar un poco.
Y había otra cosa que quería para su fiesta:
alcohol.
Cuando había estado llevando la plata y la
porcelana de su madrina al rincón más escondido del sótano para
almacenarla allí antes de que llegaran los obreros y convirtieran
Glebe House en un centro de convalecencia, Frances había hecho dos
descubrimientos. El primero había sido una reserva de botellas
cubiertas de polvo que habían resultado ser de clarete, media
docena de coñac y una botella de piedra de algo llamado Genever. Lo
había subido todo y lo había desempolvado. El vino y el coñac
llevaban etiquetas francesas. De la Genever no estaba segura, pero
le daba igual. Con los tiempos que corrían, el alcohol era alcohol,
un lujo.
El segundo hallazgo de Frances fue aún más
sorprendente. Cuando había descubierto el vino, se había golpeado
un dedo del pie con algo metido a presión debajo del anaquel que
sostenía el alijo de coñac. Lo iluminó con la linterna y vio
brillar tímidamente las bisagras de cobre de un cofre chino lacado.
Lo sacó con dificultad de su escondite y le quitó el polvo de un
soplido. Había una llave en la cerradura. La giró y, al abrirlo, se
encontró dentro estuches de terciopelo de joyas de distintas formas
y tamaños. Abrió el más grande e hizo un aspaviento. Contenía un
exquisito collar de perlas de tres vueltas con un gran broche de
esmeraldas y diamantes. Era el mismo que su tía Muriel llevaba en
el retrato que presidía su escritorio. Luego encontró unas pulseras
a juego, un par de anticuados alfileres de diamantes, anillos,
broches y un reloj de bolsillo de oro con caja y cadena de hermosa
filigrana dorada y el escudo de armas de los Marchmont grabado en
el dorso. ¡Las joyas perdidas! Su madrina debía de haberlas
escondido ahí y lo había olvidado.
Frances adoraba la ropa, pero nunca le
habían entusiasmado las joyas. Sin embargo, tenía claro que el
contenido del cofre valía una enorme cantidad de dinero. Sobre todo
las perlas. Hummm... Para su fiesta, decidió que rescataría uno de
sus vestidos favoritos, que hacía una eternidad que no se ponía: un
vestido largo de terciopelo ámbar que le iba de maravilla a su
color de piel, y llevaría zapatillas de seda a juego. Qué divertido
iba a ser volver a estar espléndida para variar. Oliver nunca la
había visto arreglada. Se pondría incluso las perlas, solo esa vez,
para celebrar la ocasión. Luego quizá Bernie supiera decirle dónde
podía venderlas con discreción.
Le remordía la conciencia. Tendría que decir
a los abogados que había encontrado las joyas. Sospechaba que
habría que pagar impuestos. Podía preguntarle a Oliver qué le
parecía. Entonces decidió que no. Oliver era tan bueno que le
aconsejaría que se lo comunicara a los abogados de inmediato. Podía
esperar a después de su fiesta.
A la mañana siguiente, cuando se dirigía en
bicicleta a la granja, media hora tarde, se detuvo en casa de los
Fairfax para invitar a Evangeline y a Tanni, que estaba
embarazadísima de su segunda criatura y zurciendo suéteres de bebé
en el sofá. Evangeline accedió a ver qué podía hacer con la comida
y dijo que le pediría a Margaret Rose Hawthorne que fuera a cuidar
de Johnny y de los evacuados para que Tanni y ella pudieran
disfrutar de la velada. Luego Frances se pasó por la escuela
infantil, donde Alice estaba ocupada colgando nuevos carteles en el
aula. LA TOS Y LOS ESTORNUDOS PROPAGAN LAS ENFERMEDADES. ¡USA EL
PAÑUELO!, advertía uno, y ¿TU VIAJE ES VERDADERAMENTE NECESARIO?,
reprendía otro.
—Quería poner este en la estación para que
Evangeline lo vea la próxima vez que se vaya de picos pardos a
Londres, pero Albert Hawthorne no me ha dejado. Ya no le caben más
carteles —señaló Alice—. Pero cómo puede ser tan irreflexiva... —Se
sorbió la nariz.
Aun así, cuando Frances la invitó a su
fiesta, incluso Alice se alegró y dijo que llevaría dulce de
azúcar, la última invención del Ministerio de Alimentación.
—¡Delicioso! ¡Jamás adivinarías que está
hecho de zanahorias!
—¡Estupendo! —exclamó Frances.
Todas las recetas de guerra del Ministerio
de Alimentación parecían llevar zanahorias, y Frances las odiaba.
No quería ni imaginar cómo las convertían en un dulce de azúcar.
Contuvo las náuseas y se alejó en su bicicleta.
En el viaje de ida y vuelta a la granja ese
día y el siguiente, Frances y Elsie peinaron los campos húmedos en
busca de las últimas nueces y castañas. Habían juntado las raciones
de queso de todas para que Evangeline pudiera hacer uno de sus
pudines de queso. Usaría huevos de verdad en lugar de huevo en
polvo, que dejaba un regusto peculiar. ¡Qué maravilla!
Los huevos de gallinas propias aún no
estaban racionados, y gracias a las habilidades de Tanni con la
costura, Evangeline y ella tenían un gallo viejo además de las
gallinas y un puñado de pollitos que picoteaban en el huerto
trasero, donde cultivaban cebollas, coles y alcachofas. Los huevos
eran una bendición. Tanni se negaba en redondo a comer la carne de
vaca en conserva, de extraño sabor, ni se le ocurría probar un
pedacito de jamón o de beicon en las escasas ocasiones en que
podían conseguirlo ni la carne picada de dudosa procedencia y que a
menudo era la única disponible en las raciones. Tampoco le daba
nada de eso a Johnny. La hermana Tucker chascaba la lengua y
protestaba, pero Tanni no daba su brazo a torcer, para que la
hermana se encargara de que los dos recibiesen su ración completa
(con un pequeño extra) de aceite de hígado de bacalao y zumo de
naranja o jarabe de escaramujo, y leche.
La víspera de la fiesta por la noche,
Frances inició los preparativos. Sacó parte de la bonita vajilla de
porcelana y la cubertería de plata de su madrina del rincón de la
bodega donde las había almacenado.
—En la escuela de señoritas nos obligaban a
aprender a poner la mesa y a sentar a los invitados —dijo Frances,
distraída, rodeando la mesa con una cesta de cubiertos y
servilletas de lino con las iniciales bordadas—, pero no recuerdo
exactamente cómo se hacía, porque nunca presté mucha
atención.
—¿Y para qué aprendías tú, para enseñar
luego a los criados? —preguntó Elsie con un sarcasmo que Frances no
captó.
—Pues sí, querida, nos decían que era
tremendamente importante que una joven supiera enseñar a los
criados cuando se casaba. ¿Y si se mudaba al extranjero y el
servicio no sabía hacer las cosas como es debido? Pondrían los
tenedores en el lado contrario o servirían la cena en el orden
incorrecto, por no hablar del horror que supondría sentar mal a los
comensales si venía a cenar alguien importante y...
—¡Cursiladas! —exclamó Elsie, poniendo los
ojos en blanco.
No tenía ni idea de que Frances fuese tan
boba. En cualquier caso, gracias a la breve instrucción del ama de
llaves, ella se consideraba experta en esa clase de detalles y
disfrutó sentándose en el sofá e indicándole a Frances la mejor
forma de encender los fuegos de la salita y el comedor, cómo
abrillantar las copas y planchar los manteles de damasco. Luego se
levantó para ayudarla a esconder lo peor del desorden que habían
formado desde que la anciana había fallecido, metiendo a presión
cosas en armarios y detrás de los muebles hasta dejar la casa casi
ordenada.
—Agotador —dijo Frances al fin—, pero ha
quedado muy bien, ¿no crees? No hace falta quitar el polvo,
¿verdad, querida? Si la única luz que tenemos es la de las velas y
el fuego, el polvo no se va a ver...