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Crowmarsh Priors, octubre de 1940

 

Una vez sometida Francia al control nazi y evacuada de Dunkerque, en sangrienta desbandada, la Fuerza Expedicionaria Británica, los alemanes se instalaron al otro lado del Canal y lanzaron el Blitz, el bombardeo relámpago previo a la invasión de Inglaterra.
Un mes después, parecía que el bombardeo había durado ya una eternidad. Todos los días, oleadas sucesivas de aviones alemanes y su escolta atronaban el Canal, oscurecían el cielo de Sussex y luego se dirigían al norte. En las colas destellaban insolentes las esvásticas negras con los últimos rayos del sol otoñal.
Las ovejas que pastaban en las colinas huían aterradas, sus balidos ahogados por el zumbido de los motores. Poco después aparecían los cazas Spitfire de la RAF, pero la interminable columna alemana los esquivaba y proseguía incansable hacia sus objetivos. Estallaba el fuego antiaéreo a lo lejos. Sobre Croydon, un Spitfire caía en espiral del cielo, dejando tras de sí una estela de humo negro.
Albert Hawthorne, que escardaba las coles del huerto trasero de su casita, alzó la mirada, sacudió el puño y maldijo.
Nell se llevó a toda prisa a su hija de ocho años, Margaret Rose, al refugio Anderson situado al fondo del jardín y le gritó que fuera con ellas. En cambio, Albert soltó la azada y salió pedaleando en su bicicleta: ahora pertenecía a la Guardia Local. Ella corrió tras él, el delantal revoloteando al viento, cargada con la máscara antigás de su esposo, mascullando que los carteles del Gobierno que instaban a los hombres a entrar en la Guardia Local estaban muy bien, pero ¿acaso pensaban que los miembros desarmados de aquel cuerpo iban a matar a los alemanes a golpes de azada si caían sobre el pueblo en paracaídas? Confiaba en que Albert recordara que tenía una esposa y una hija en el refugio, y que su esposa había tomado el autobús y hecho cola durante horas en Hurst Green para comprar salchichas para la cena, así que más le valía llegar a casa sano y salvo para comérselas. Él salió disparado en la bicicleta, asombrado por las prioridades de las mujeres.
Casi chocó con Alice Osbourne, que era la encargada de dar la voz de alarma en el pueblo en caso de ataque aéreo y que salía corriendo por la verja de la iglesia con el mandil de flores todavía puesto. Levantándose las faldas, subió de un salto a su bicicleta y empezó a tocar el silbato de alarma. Su máscara antigás se balanceaba colgada del manillar mientras ella avanzaba gritando enérgicamente «¡ataque aéreo!» a cinco chiquillos que jugaban al fútbol en el prado. Los niños se dispersaron y corrieron a casa.
Alice pedaleó con fuerza por el pueblo, asegurándose de que no había ningún niño en la calle. Había habido tantas alarmas desde el comienzo del Blitz que ya nadie se las tomaba en serio; las alarmas de ataque aéreo eran una especie de juego nuevo. Cuando había comenzado el bombardeo, Oliver y ella habían ideado una señal de alerta: «tres campanadas, pausa, tres campanadas, pausa», con la campana de San Gabriel, porque no tenían sirena. El Gabinete de Guerra había ordenado que las campanas de las iglesias sonaran solo para indicar que había comenzado la invasión. A juicio de Oliver, la cosa no había hecho más que empeorar. El Gobierno había instalado una sirena en el salón parroquial, pero era caprichosa y no funcionaba siempre.
El saber que los alemanes estaban a cuarenta kilómetros de allí, al otro lado del Canal, aterraba a Alice. Se rumoreaba que habían llegado a la costa cadáveres vestidos con el uniforme nazi y que se habían infiltrado en Inglaterra «agentes provocadores» que estaban por todas partes. Debían intentar contener la invasión, pero muchas personas decían que era solo cuestión de tiempo. Había que estar alerta e informar a las autoridades sobre cualquiera que se condujese de forma sospechosa. Alice se había aficionado a visitar Glebe House todas las noches para oír las noticias de la BBC en la radio de lady Marchmont; funcionaba mejor que el pequeño aparato de la casita de las Osbourne y, como vigilante, debía estar al tanto de lo que sucedía. También era una excusa para no tener que volver a casa con su madre. Frances Falconleigh, que había sorprendido a todos los que la conocían alistándose en el cuerpo de Land Girls junto con la joven doncella Elsie, solía volver a casa en bicicleta al anochecer. O bien Frances o bien la señora Gifford corrían las cortinas opacas, y luego las cinco mujeres se apiñaban alrededor de la radio en la salita.
Escucharon atentas el grandilocuente discurso de Churchill anunciando que «los combatirían en las playas, pero nunca, jamás, se rendirían»; curiosamente, esas palabras les insuflaron ánimos. Unas semanas después, Frances les confesó que su padre le había dicho que Churchill había terminado el discurso añadiendo en un aparte que lucharían en las playas con botellas vacías, porque eso era lo único que les quedaba. Al parecer, Gran Bretaña no podía aguantar mucho más; el ejército francés, que era mucho mayor que el de Inglaterra, no había conseguido impedir que los alemanes entraran en París, ni que el Gobierno francés se rindiera.
Al oír aquello, Alice cerró los ojos para rezar.
Frances la miró asqueada.
—¡Ojalá tuviera un arma! —dijo apasionadamente—. Si nos invaden y muero, me aseguraría de llevarme a un par de alemanes conmigo.
Alice dejó de rezar y la miró fijamente. Nunca había oído a una joven hablar en un tono tan desafiante.
Además, ¿cómo iba a combatir una sola persona a los alemanes? Se preguntó si tendría miedo de morir cuando le llegara la hora y si sería lo bastante valiente como para llevarse por delante a un par de alemanes, como todos habían empezado a decir que había que hacer. Quizá Frances tuviera razón y necesitaran armas. ¡Armas!
—«Basta a cada día su propio mal» —masculló, y eso la ayudó a olvidar la idea de matar alemanes y a concentrarse, en cambio, en las personas de las que era responsable.
El nuevo grupo de reclutas del Land Army, las Land Girls, estaba plantando patatas y recogiendo las últimas manzanas de la granja de los Balfort. Trabajaban hasta el anochecer y luego tomaban un autobús de vuelta al albergue. Podía confiar en que Elsie Pigeon las metería en el refugio de la granja con sus máscaras antigás. Aunque era la más joven del grupo, se le daba bien mandar. Frances estaba fuera; tenía el día libre y había ido a Londres a ver a su padre.
La sirena de alarma continuó su penetrante lamento. No era mucho consuelo saber que había alertado también a la Guardia Local, formada por Oliver, Albert Hawthorne, Hugo de Balfort, el padre y el tío ancianos del tabernero, Ted y George Smith, y los hijos adolescentes de varios granjeros que ya no podían alistarse. Habían entrenado con palos de escoba hasta que Hugo había donado la colección de antiguos rifles de caza de Gracecourt. Alice no habría apostado ni dos peniques por las posibilidades de éxito de la Guardia Local cuando llegaran los alemanes. El enemigo había hecho correr la voz de que cualquiera que se resistiese a la invasión sería considerado traidor y ejecutado de inmediato.
Jadeando de angustia, Alice hizo una pausa para asomarse al jardín de lady Marchmont. Salvo las matas de lavanda y el sendero de adoquines, se había excavado entero con el fin de convertirlo en el «huerto de guerra». La señora Gifford, con su mandil y su cofia blancos, iba siguiendo a la anciana por el sendero hasta su refugio Anderson, cargada con sus máscaras antigás, sus mantas y un termo de té. Lady Marchmont no podía moverse muy rápido con el bastón, pero ya casi había llegado. Alice la saludó con la mano y salió disparada hacia la casa de Penelope Fairfax.
Evangeline escondía a Tanni, Johnny y a los tres niños evacuados de las casas bombardeadas, a los que habían alojado recientemente con ella, en la húmeda bodega donde el padre de Richard guardaba su clarete y su oporto; de niños, Alice y Richard solían jugar allí a «las mazmorras» en los días lluviosos. Era un excelente refugio antiaéreo, salvo que cayera de lleno una bomba en la casa y enterrara a Evangeline de una vez por todas, y le estaría bien empleado. Alice reprimió aquel pensamiento enseguida, por Tanni y por los niños, pero no pudo evitar pensar en Richard.
Richard y su convoy estaban en peligro ahí fuera, en alguna parte del gris Atlántico. Alice había colgado en el salón parroquial un vistoso cartel que rezaba TODO DEPENDE DE TI con el fin de transmitir el mensaje de que todos debían dedicarse a cultivar alimentos, arreglárselas con lo que tuvieran y participar activamente en las iniciativas de guerra siendo lo más autosuficientes posible para que el país no dependiera de las provisiones que debían proteger los convoyes. En el cartel aparecía uno de esos buques, el HMS Gloworm, hundiéndose envuelto en llamas tras una batalla con un destructor alemán en abril. Alice rezaba a diario por todos los buques británicos en altamar y por los que navegaban en ellos; procuraba no pedir concretamente por Richard.
En ese momento subía jadeando la colina en dirección a su casa, donde la esperaba su madre, que se moría de miedo cada vez que los alemanes sobrevolaban la zona, pese a que, hasta entonces, se habían reservado las bombas para las ciudades.
Ya anochecía cuando llegó a la espantosa casita eduardiana, otra noche inquietantemente clara, lo que facilitaba a los pilotos alemanes la orientación y el bombardeo de sus objetivos. La luna se alzaba sobre el horizonte. Al norte, el cielo de Londres estaba cubierto por globos de barrera plateados. Resplandecía de naranja y destellaban en él los reflectores y las detonaciones de los antiaéreos. Alice aparcó la bicicleta y exploró el prado con los binoculares en busca de signos de luz que pudieran alertar a los pilotos alemanes: una cortina opaca mal corrida, una hoguera otoñal olvidada y aún incandescente, alguna linterna prendida distraídamente o algún imbécil que hubiera encendido los faros del automóvil. Hasta la hermana Tucker, la enfermera, a la que se permitía una lucecita diminuta en la bicicleta, prefería prescindir de ella y aseguraba que veía mejor en la oscuridad.
Escudriñó las ventanas de la planta baja tras las descuidadas matas de hortensias y vio con irritación que no se habían corrido las cortinas opacas. Había advertido a su madre varias veces que, si se le olvidaba y encendía la luz, las detendrían por colaborar con el enemigo. Entró corriendo, confiando en que su madre ya hubiera bajado al sótano y encendido el farol que tenían allí. Su refugio era la antigua carbonera.
Dentro, el oscuro pasillo olía a nabos cocidos.
—¿Mamá?
—¿Alice? ¿Dónde estabas? Ya sabes lo mucho que me angustio cuando andas por ahí tonteando. He oído los aviones, luego la sirena. ¡No sabía qué pensar! En la radio no hacen más que hablar del gas venenoso. —Crujió el sofá cuando la señora Osbourne se incorporó, quejumbrosa, aferrada a la manta escocesa con la que se tapaba cuando dormía la siesta. La madre de Alice solo tenía cincuenta y cinco años, pero debido a su mala salud, real o imaginaria, parecía mucho mayor—. En vida de tu padre... —empezó.
—Esta noche no ha habido gas, mamá. Y si lo ha habido, a mí no me ha afectado, y sabes que yo lo detecto enseguida —dijo Alice en voz alta para detener la letanía de protestas de su madre. Sabía que debía llevar puesta la máscara antigás, pero, si la usaba, apenas podía pedalear por el pueblo y subir la colina hasta la casa. Su madre se negaba en redondo a utilizar la suya. Aseguraba que le daban ataques con ella puesta. Alice la ayudó a levantarse, tirando de ella—. El pueblo entero está en los refugios, cómodos y a salvo, y nosotras tenemos que bajar enseguida al nuestro.
—¡Hay mucha humedad ahí abajo! No sé qué habría dicho tu padre de todo esto, la verdad. —La señora Osbourne se calzó las zapatillas y se agarró del brazo de Alice. Con la mano libre, tomó a tientas el chal de ganchillo de su madre, colgado en una percha del vestíbulo, repleto de cajas—. Qué ganas tengo de que termine esta guerra —señaló la mujer con voz trémula— y puedas guardar los libros y los papeles de tu padre en la carbonera, y así quitarlos de en medio. Esta casa es mucho más pequeña que la casa parroquial, y almacenar cosas en el vestíbulo...
Su madre no tenía prisa, ni con alemanes ni sin ellos. De hecho, parecía que iba lo más despacio posible. Alice apretó los dientes.
Por fin consiguieron bajar las escaleras, de una en una. En el sótano, Alice encendió el farol e instaló a su madre en el viejo sillón de su padre. Luego se aposentó ella en una raída otomana y sacó del costurero una prenda para zurcir. La carbonera no era muy grande y sus rodillas casi se tocaban.
—¿Qué refugio se ha buscado el nuevo párroco? —preguntó la señora Osbourne, echándose el chal por los hombros. Se empeñaba en no llamarlo por su nombre; aquel joven no pintaba nada en el puesto de su esposo.
—El reverendo Oliver Hammet tiene uno de esos nuevos refugios Anderson al fondo del jardín. Vinieron unos voluntarios del despacho del obispo a montárselo. Es muy curioso: se trata de una especie de estructura de techo y paredes metálicos en forma de barril dentro de la que caben dos literas, cuatro quizá, si se aprietan un poco. Los tienen varias personas del pueblo, los Hawthorne e incluso lady Marchmont. Los demás usan los sótanos, como nosotras.
Alice no mencionó que el refugio Anderson del párroco era prácticamente inaccesible porque había quedado sepultado bajo las zarzas que habían ahogado rápidamente su bienintencionado aunque inútil intento de tener un huerto de guerra. Oliver no sabía absolutamente nada de horticultura. Al supervisar el desastre, había comentado que posiblemente le iría mejor criando pollos o conejos que plantando verduras. Alice le había respondido que sería preferible una cabra, y los dos se habían reído mucho.
Desde entonces, Oliver Hammet había dejado de ser una fuente de turbación para Alice. La guerra había traído consigo procedimientos de defensa civil que les habían hecho coincidir a menudo y se había dado cuenta de que, aunque era un hombre extremadamente agradable y bondadoso, ella jamás tendría el más mínimo interés romántico en él. Y tenía el presentimiento de que a él le ocurría lo mismo. Sabía que Nell Hawthorne aún albergaba la esperanza de que terminaran casándose, pero a Alice ya no le importaba, ya podía continuar con sus actividades en la iglesia sin sentirse incómoda. Eso, al menos, era un alivio. Pero no merecía la pena explicarle todo aquello a su madre.
—¿Qué otras noticias hay?
—Mmm... El agente Barrows me ha contado que a un tendero de Lewes lo sorprendieron vendiendo huevos a clientes sin cartilla de racionamiento y casi lo meten en la cárcel. Qué más... Ah, la asociación de madres está cosiendo una nueva pancarta para el rincón de la escuela dominical, y el grupo responsable de la recogida de ropa ha recibido en donativo lana engrasada, así que habrá sesiones de punto en el salón parroquial tres mañanas a la semana para tejer calcetines para las tropas. Es una lástima que no puedas ir tan lejos, mamá, porque sé que les vendría de maravilla otro par de manos. A ti se te dan bien el punto y el ganchillo. Harías algo útil para las tropas y tendrías un poco de compañía.
La señora Osbourne ya había fruncido los labios al oír hablar del salón parroquial. Guardó silencio intencionadamente. Alice levantó la vista de la labor y cambió de tema de inmediato.
—Los tres niños evacuados de Londres se han adaptado bien en su primer día de clase, teniendo en cuenta lo mal que lo habían pasado. Son Maude, Tommy y Kipper Johnson. Les bombardearon la casa, perdieron todo lo que tenían y Penelope Fairfax dijo que era urgente encontrarles sitio enseguida, así que se ha visto obligada a...
—Alojarlos en su propia casa, eso he oído —terminó la señora Osbourne—. Al cuidado exclusivo de esa ramera americana. ¡En qué estará pensando Penelope!
—¡Mamá, por favor! —Alice le dio un tijeretazo al hilo, furiosa—. Penelope está demasiado atareada para preocuparse de las cosas de Crowmarsh Priors. El WVS trabaja día y noche, ahora que los bombardeos están sacando de sus hogares a tantas personas, que se refugian en las estaciones de metro. Debe de ser angustioso intentar mantener el orden... ¡Toda esa pobre gente! Asustados, hambrientos, preocupados por lo que encontrarán arriba cuando cesen las sirenas. Allí abajo las madres pierden a sus hijos y sufren ataques de pánico; los hombres la emprenden a puñetazos con otros hombres cuando beben; y dice Penelope que el retrete suele ser un balde oculto tras una sábana, y a veces ni siquiera eso. Una noche, durante un ataque aéreo, una mujer dio a luz. Pero Penelope, como es lógico, afronta lo que le echen sin protestar. —Se mordió el labio. Cuando volvió a hablar, trató de sonar alegre, pero le costaba—. Y aquí estamos nosotros, mamá, completamente a salvo. Sin incendios, sin gases mortíferos y, de momento, sin bombas. No nos podemos quejar.
Se hizo un bendito silencio durante unos minutos mientras Alice cosía. Estaba exhausta.
Finalmente, su madre se aclaró la garganta y suspiró ruidosamente.
—Ya ha pasado la hora del té. Tendríamos que haber bajado un termo. ¿Por qué siempre se te olvida, Alice? No es que me queje, pero...
—Toma un caramelo, mamá.
Alice siempre llevaba provisiones para emergencias como aquella.
Tembló el suelo bajo el sótano. Esa noche estaban atacando la costa además de la capital, se dijo Alice. ¿Y aquellos que estaban en peligro en altamar? No había un refugio seguro en un sótano o una estación de metro para ellos, solo las gélidas aguas revueltas. ¿Tendría miedo Richard?
—Nunca, jamás, comprenderé por qué Richard te dejó plantada, Alice. No sé qué habría dicho tu padre si viviera. Si se hubiera casado contigo, como debería haber hecho, seríamos nosotras las que viviríamos ahora en casa de los Fairfax, y no esa horrible americana y esa gitanilla holgazana con su bebé malcriado —dijo su madre.
—Como te he dicho una y otra vez, mamá, Tanni no es gitana, sino judía. ¡No es lo mismo! Está casada con un jovencísimo profesor de Oxford que se ofreció voluntario como traductor en el Gabinete de Guerra, por eso ella y su bebé necesitan un sitio donde vivir. A veces hablas como lady Marchmont. Es nuestro deber cristiano acogerlos a ella y a su hijo, que, dicho sea de paso, está muy bien atendido. —Alice clavó la aguja en el carrete de hilo con tanta fuerza que se partió—. Hala, ya tienes arreglado el camisón, como nuevo —dijo, apretando los dientes—. Hay que apechugar y arreglárselas, ya sabes.
—Supongo que no me queda otra que apechugar en esta horrenda casita, ¿no?, ahora que tu padre ha muerto y Richard nos ha decepcionado tanto.
Alice cerró los ojos y rezó en silencio. «Señor, que cese ya el ataque aéreo o que caiga una bomba en esta casa ahora mismo y acabe para siempre con nuestra desgracia. Amén.»