Capítulo 7
LA comida se componía de pollo asado, arroz
y unas deliciosas judías. Ella prefirió tomar una pequeña porción
de comida y completarla con fruta.
—¿Quieres descansar una hora?
Ella alzó la mirada para encontrar la de
Shalef.
—Tú me has invitado a ver los halcones. No
quiero que tus invitados tengan que esperar por mi causa.
—En tal caso, nos vamos ya.
Él se levantó de la mesa y Kristi le siguió
a través del pasillo hasta una puerta trasera.
—Los halcones están situados justo enfrente
de los establos —le explicó, mientras se alejaban de la casa.
—¿Tienes caballos?
—¿Te parece tan sorprendente?
Realmente nada podía sorprenderle de
él.
—No esperaba encontrarlos aquí.
—¿Sabes montar?
—Sí —los ojos se le iluminaron—. Aprendí de
niña. Son unos animales preciosos.
Había algo mágico en compartir el poder en
lugar
de tener el control absoluto. Recordaba la
maravillosa sensación de fundirse con el animal en una carrera
prodigiosa.
—Entonces podremos cabalgar juntos mañana
al
amanecer.
Una dulce sonrisa se le dibujó a Kristi en
los labios. Hacía mucho tiempo que no había montado y no le cabía
duda de que los caballos de Shalef serían de la mejor clase.
—Gracias.
—¿Es el poder montar o compartir conmigo ese
momento lo que te pone tan contenta?
—Montar —respondió ella sin dudar ni un
según-
do..
El rió suavemente.
El recinto era grande, mucho más de lo que
le había parecido desde el aire. Siguió a Shalef hasta el final de
un largo edificio que se encontraba bastante retirado de la
casa.
—Quédate aquí —le dijo él mientras se
acercaba a la puerta de entrada—. Eres una desconocida y los
halcones se pueden sentir incómodos.
Entró en el edificio para volver a salir a
los pocos minutos con un halcón azul y gris, que tenía la parte
inferior del cuerpo con manchas entre negro y marrón. Tenía una
pierna atada desde un pequeño anillo de
plomo.
—Esta es una de mis piezas más valiosas —le
explicó Shalef—. Es muy raro y posiblemente el más poderoso de
todos. Puede alcanzar una velocidad de doscientos noventa
kilómetros por hora cuando cae sobre una de sus presas.
Tenía un aspecto atemorizante, exudaba un
tremendo poder depredador y sus garras le conferían un aspecto
diabólico.
—¿Te divierte este deporte?
—La cetrería es un método de caza que
comenzó hace cuatrocientos años en Persia. El reto es en
realidad
conseguir educar al halcón, pues es un
arte que requiere mucha habilidad, mucho tiempo y mucha paciencia.
Lo primero deben acostumbrarse a la gente. Luego se les quita la
capucha que llevan sobre la cabeza mientras se les traslada al
campo. La capucha se quita sólo cuando aparece la pieza a cazar y
el halcón tiene que perseguirla. Finalmente, los pájaros deben ser
educados para que no escapen con la pieza una vez que la han
cazado.
Ella lo miró con detenimiento.
—Supongo que posees algunos de los mejores
halcones del país. ¿Es por eso que Mehmet Hassan viene aquí?
—El es uno de los pocos elegidos —dijo él
con solemnidad. El halcón comenzó a revolverse y a abrir las alas.
Shalef le dijo algo en árabe y el animal se tranquilizó—. Se está
impacientando. Será mejor que lo devuelva a su sitio.
Unos minutos más tarde, él volvió a su lado
y caminaron juntos de vuelta a la casa.
—Te gusta estar aquí —afirmó ella
tajantemente. Él no rebatió la afirmación.
—Es un lugar en el que me puedo relajar y
gozar de la compañía de algunos buenos amigos sin ninguna intrusión
social.
—Puedo entender porqué. Hay cierta dureza en
el entorno que supone un desafío para la supervivencia.
—Muy profundo, Kristi Dalton —dijo él en
tono de burla mientras entraban en la casa.
Sin pensar, ella puso la mano en su
brazo.
—Gracias —dijo suavemente.
—¿Por qué exactamente? ¿Por haberte dedicado
unas pocas horas?
—-Sí. Supongo que mi presencia aquí te
resulta irritante.
—¿Estás pidiéndome que lo niegue?
Ella sintió que le había clavado el aguijón
y le dolía mucho. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para con-
tener la expresión de su rostro y enmascarar
sus sentimientos. Se dio la vuelta con el único deseo de alejarse
de allí, de librarse de su presencia. Pero una mano la sujetó del
hombro y la obligó a volverse.
Kristi lo miró y mantuvo los ojos firmes en
los de él. Lo odiaba porque la hacía sentirse terriblemente
vulnerable. Él empezó a bajar la cabeza mientras ella intentaba
apartar la suya, pero la sujetó firmemente de la nuca para que no
pudiera escapar. Ella dio un pequeño grito de desesperación.
No tenía defensa posible contra aquel beso
brusco y posesivo. Él parecía llenar su boca, explorarla y negarse
a una capitulación que ella pedía con violencia.
Cuando él parecía empezar a ceder y ella
creía haber ganado la batalla, el beso se convirtió en un suave y
dulce deslizar por toda su boca que exaltó todas sus emociones y la
dejó sin defensa posible.
Deseaba besarlo desesperadamente. Su cuerpo
se arrimó al de él. Levantó los brazos y unió las manos por detrás
de su cuello.
Él permitió que ella iniciara el beso, luego
él volvió a tomar posesión de su boca. Exploró cada rincón con la
lengua de una manera que electrizaba todo su cuerpo y hacía que la
sangre corriera por sus venas a toda velocidad. Kristi tenía miedo.
Nunca nadie había ejercido sobre ella aquel magnetismo. Podía
llegar a derretirse y a desaparecer. El placer le
sobrepasaba.
Poco a poco, él fue haciendo que se
desvaneciera aquel fuego intenso. Los besos eran cada vez más
suave, tiernos, se deslizaban como una gota de aceite por su labio
inferior, luego por su labio inferior hasta alcanzar su sien. Con
mucha delicadeza la apartó de él. —Me tengo que ir.
Kristi no pudo decir ni una palabra, tan
sólo pudo esbozar una mirada antes de darse la vuelta y marcharse
en busca de la soledad de la habitación.
Una ducha dejaría su cuerpo fresco y libre
de la arena del desierto. También se lavaría el pelo. Luego
escribiría una postal a Georgina Harrington
y una breve nota a Annie.
Al pensar en el estudio le vino una imagen
de su casa en Australia. Por un momento deseó desesperadamente
estar en casa. Si no fuera por Shane no estaría en mitad del
desierto en un país desconocido y peligroso. Tampoco estaría
inmersa en ese inquietante estado emocional por culpa de un hombre
que jamás podría formar parte de su vida, ni ella de la de
él.
Era bastante tarde cuando los hombres
regresaron. Pasadas las ocho se sirvió la cena. La conversación fue
animada y parecía claro que la cacería había resultado todo un
éxito. Kristi no se sentía demasiado contenta de escuchar
determinados tópicos de conversación. No conseguía entender el
placer que les producía un deporte basado en la matanza
injustificada de un animal. Se imaginaba el poder de los halcones,
su fuerza devastadora y el pensamiento la perturbaba.
Cuando los restos de la cena empezaron a ser
retirados, los hombres se levantaron de la mesa y fueron pasando al
salón contiguo para tomar café. Dos de los invitados ofrecieron
puros y después de una hora Kristi tenía un dolor de cabeza
producido por el humo.
—Si me disculpan, me gustaría retirarme
-—dijo educadamente y se puso de pie. Miró uno por uno a los
invitados con una sonrisa cortés y salió de la sala.
Una vez fuera del salón pensó en la
posibilidad de darse un paseo, pero el aire de la noche era aún muy
caluroso y el aire acondicionado procuraba una mejor temperatura en
el interior de la casa.
La habitación estaba realmente fría. Se lavó
los dientes, se quitó la ropa, se puso la camisa que le había dado
Shalef y se metió en la cama.
Una hora después no había podido conciliar
el sueño.
El dolor de cabeza era aún más intenso
y no iba a desaparecer por sí sólo.
Pensó que tal vez habría algún medicamento
en el baño que pudiera aliviarla un poco. Se levantó a mirar.
Encendió la luz, abrió uno de los armarios.
Estaba buscando cuando escuchó la voz inconfundible de Shalef que
acababa de entrar en la habitación.
—¿Qué buscas?
—Paracetamol —respondió Kristi sin preámbulo
alguno.
—Está en el último armario allí a tu
derecha.
Se dirigió hacia donde le había indicado,
tomó una caja pequeña y extrajo dos tabletas. Puso agua en un vaso
y se las tomó.
—¿Te encuentras mal?
Lo miró.
—El humo de los puros me ha dado dolor de
cabe-
Los dedos le temblaron ligeramente cuando
trataba de devolver la caja a su sitio y se le cayó. Se agachó
rápidamente para agarrarla, lo que incrementó el dolor. Al
levantarse apresuradamente uno de los botones de la camisa se le
desabrocho dejando al descubierto parte de su cuerpo. Ella trató de
cubrirse apretando la camisa contra su cuerpo. Pero ya era
demasiado tarde. Él agarró su mano y la obligó a soltar la
camisa.
—Estás toda magullada —desató un botón y
luego otro y dejó al descubierto uno de sus hombros. Tenía golpes
en muchas partes de su cuerpo y él parecía tener la intención de
inspeccionarlos todos—. Tú me aseguraste que no te habían
lastimado.
—No considero unos pocos golpes algo tan
tremendo como para anunciarlo a voces —su voz se intensificó hasta
convertirse en un pequeño grito cuando él aproximó su mano a un
moratón que tenía en la cadera—. ¡No hagas eso!
—Esto no te lo has hecho por estar encerrada
en el
coche y no querer salir —dijo él con
indignación—. ¿Abrieron la puerta y te obligaron a salir?
Su voz sonaba como seda que se transforma en
una espada de acero y por alguna razón inexplicable sentía que
estaba a punto de perder los nervios.
—No entendían inglés ni francés —dijo ella.
Los músculos de la mandíbula se le tensaron.
—¿Te pegaron o te tocaron de algún
modo? •
—Pararon en el momento en que dije tu nombre
—su respuesta sonó forzada incluso para ella misma.
Él levantó la mano y acarició suavemente con
los dedos su mejilla. Luego rodeó el contorno de sus labios,
descendió por el cuello hasta sus pechos. Sus labios se posaron en
los de ella y fueron haciendo el mismo recorrido. Él le quitó
lentamente la camisa y fue besando una a una todas sus
magulladuras.
Algo salvaje se iba apoderando de ella. Un
calor agradable la iba inundando suave y lentamente cada vez que
los labios de él se cerraban sobre los suyos en un beso tan erótico
y sugerente que deseaba no tuviera fin.
Ningún hombre había causado tales estragos
en sus emociones, tampoco nadie le había provocado un deseo tan
desenfrenado. Ella le devolvió el beso y, silenciosamente, le pidió
más.
La ropa de él siguió el mismo camino que la
camisa de ella y ella dio un tímido jadeo cuando él la tomó en sus
brazos para llevarla al dormitorio.
Las sábanas le resultaron deliciosamente
frías cuando él la depositó en la cama. Él se acostó a su lado y
comenzó a recorrer, en un juego erótico, cada recoveco de su
cuerpo, cada íntimo rincón de su cuerpo hasta que ella dio un grito
de placer.
Él la tomó en sus brazos y la hizo rodar
sobre su cuerpo hasta colocarla sentada sobre el hueco entre sus
musios.
Kristi permaneció inmóvil mientras él tomaba
un preservativo, lo abría y le lo ofrecía. Ella lo tomó con
los dedos temblorosos, sin saber si se
sentía aliviada o si se iba a desmayar. Una pequeña burbuja de
histeria amenazaba con escaparse de su boca mientras se preguntaba
si sería capaz o no de cumplir con su tarea. Tal vez podía
devolvérselo y pedirle que lo hiciera
él…
Sus dedos se cerraron sobre los de ella
guiando sus movimientos. La agarró suavemente de los hombros y la
atrajo hacia sí, hasta posar en sus labios un beso largo y lento
que calentaba sus venas y excitaba su deseo hasta el punto
máximo.
Ella abrió lentamente la cavidad entre sus
piernas y casi gritó cuando él invadió suavemente la abertura y la
atrajo hacia sí.
Ella sintió cierto alivio, pero no era
suficiente. Un leve gemido se escapó de su garganta cuando él
comenzó a rozar con los labios la curva de sus pechos. Su lengua
acarició uno de los pezones endurecidos dibujando a su alrededor
una aureola. Luego rodeó con la boca la suave piel de aquel pecho y
mordió delicadamente el pezón hasta arrancarle una súplica.
—Por favor… Shalef —ella no era consciente
del ruego, ni de estar diciendo su nombre. Ella dio un grito de
gozo cuando él empezó a chupar. El placer era tan intenso que se
convertía en dolor. Cuando ya pensaba que no podía soportar nada
más, él comenzó a bajar las manos hasta sus caderas. Él la ayudó a
iniciar un suave movimiento que casi la vuelve loca. Ella le rogaba
desesperadamente que aliviara el dolor placentero que tenía
dentro.
Así lo hizo, con tan exquisita lentitud que
aquella invasión de su cuerpo le resultaba la más dulce de las
caricias. Ella dio un quejido y se quedó quieta momentáneamente.
Entonces, él se detuvo, la agarró de la barbilla y la obligó a
mirarle a los ojos.
Durante unos segundos se detuvo a contemplar
su rostro congestionado, atravesó su mirada llorosa de pupilas
dilatadas. No podía creerlo, pero era cierto. Él
sentía curiosidad y al mismo tiempo rabia.
Apretó la mandíbula con fuerza y le retiró con vehemencia el
pelo de la cara.
—¿A qué estás jugando? —dijo él con un
tono
amenazante.
Ella quiso llorar, pero bajo ningún pretexto
se permitiría perder el control. Una mezcla de desesperación y
vergüenza reemplazó a la pasión.
No fue necesario que le rogara que parara.
Él la apartó sin que ella pudiera evitar un gemido ante un extraño
sentimiento de perdida.
Él se cubrió con las sábanas y se apoyó en
las almohadas.
Ella se sentía incapaz de pronunciar
palabra, aunque una incontrolable cadena de pensamientos absurdos
la asaltaba. ¿Cómo podía decirle que nunca nadie la había hecho
sentir lo que él? Que no había habido nadie más porque nunca había
encontrado un hombre con el que realmente deseara compartir su
cuerpo hasta entonces.
Ella yacía inmóvil, controlando su
respiración hasta hacerla lenta y rítmica. Trataba de evitar que
las lágrimas fluyeran de sus ojos. Pero no pudo. Lentamente
comenzaron a deslizarse mientras desaparecían
entre su pelo.
Deseaba levantarse, vestirse y abandonar la
casa, tomar uno de los vehículos hasta el palacio con el fin de
tomar un avión hacia Londres a primera hora de la mañana. Pero no
tenía modo de hacerlo. No sabía dónde estaban las llaves, ni como
manejar el sistema de seguridad de aquella casa.
—¿Por qué no me advertiste?
Kristi no tenía garantía alguna de que su
voz fuera a emerger de su garganta, así que prefirió no
responder.
La luz del baño trazaba un haz de luz que
cruzaba
la habitación.
Él se volvió hacia ella y, entre sombras,
pudo apreciar la intensidad de la angustia que la acosaba.
—Si te hubiera dicho que nunca había estado
con ningún hombre no me habrías creído —dijo ella
entrecortadamente.
—No —admitió él secamente.
No quería ni mirarlo. No podía soportar la
idea de que en su cara hubiera una expresión burlona o que mostrara
la rabia de no haber podido obtener satisfacción sexual.
De pronto sintió que él movía la mano y la
posaba sobre su sien. Los músculos de la cara se le contrajeron a
Kristi. Había descubierto el reguero de lágrimas.
Ella cerró los ojos. Él siguió con el dedo
el camino que habían trazado, descendió hasta la mejilla y
rozó
sus labios temblorosos.
Puso un brazo sobre su cintura y el otro por
debajo de la cabeza. La atrajo hacia sí y apoyó la barbilla sobre
su cabeza.
Kristi sintió sus labios sobre el pelo y las
suaves
caricias que recorrían su espalda.
Tenía una sensación de desolación y había
estado tan cerca del éxtasis que el no haberlo logrado le provocaba
un profundo vacío. Y en algún sitio, muy profundo, tenía una rabia
infinita: contra sí misma, no sabía muy bien por qué, y contra él,
por haber detenido aquel momento en que habría deseado experimentar
un dolor que sabía le conduciría a la más intensa felicidad.
Yacía inmóvil, arrullada por el latido del
corazón de Shalef. Cerró los ojos con un ansia infinita por dormir
y caer en una nada que le hiciera olvidar los acontecimientos de la
última hora.
Una parte de ella quería apartarse de él,
darse la vuelta y alejarse lo más posible. Sin embargo, los suaves
tentáculos de la necesidad eran demasiado fuertes. El calor de sus
brazos era tan agradable. Se quedó donde estaba. Sus músculos se
relajaron poco a poco, hasta que se sumergió en las sombras de un
sueño inquieto.