Capítulo 5
KRISTI se puso unos pantalones vaqueros y
una camisa azul de algodón. No se maquilló, sólo se puso un
poco de crema hidratante, se recogió el pelo con unas horquillas y
se puso una gorra. Se puso unas deportivas y comprobó el aspecto
que tenía: podía pasar, sin problema, por un muchacho joven.
Recorrió la habitación con la mirada para
comprobar que tenía todo lo que debía llevar. Tomó una bolsa en la
que había metido algo de ropa y todo lo imprescindible para un
viaje como el que iba a emprender, y se dirigió al recibidor de la
casa.
El palacio estaba completamente en silencio.
En cuestión de una hora, Amani y Abdullah empezarían a poner en
marcha la actividad diaria de la casa.
Una parte de ella se sintió mal al recoger
el control remoto y las llaves del cuatro por cuatro, casi como una
ladrona.
Kristi llegó a la planta baja, desconectó el
sistema de seguridad, salió sigilosamente y se metió en el
garaje.
Dio gracias por lo perfecto que era el
equipo instalado cuando, al presionar el botón del mando a
distancia, las dos puertas se abrieron silenciosamente.
El cuatro por cuatro era realmente grande,
con ruedas anchas y recipientes provistos de gasolina y agua. No
podía pararse a pensar ni un segundo más. Desactivó la alarma del
vehículo y abrió la puerta. Había conducido un Jeep y un pequeño
cuatro por cuatro pero, al meterse dentro le pareció que aquello
era un monstruo comparado con cualquier cosa que hubiera conducido
con anterioridad. Tenía una radio para comunicarse si ocurría una
incidencia, un teléfono y cualquier cosa que uno pudiera requerir
en algún momento.
Kristi comprobó los cambios y, acto seguido,
puso en marcha el motor. Sólo le quedaba desactivar la alarma de
las puertas de salida. En un momento estaría preparada para salir
de allí.
Metió la primera marcha y salió lentamente.
Nada se interpuso en su camino y pudo salir sin problema alguno.
Suspiró aliviada. Se sintió completamente liberada una vez en la
carretera. A esas horas de la noche la ciudad estaba absolutamente
desierta. Había pasado varios días memorizando las calles, los
desvíos y las carreteras que la conducirían a su destino.
Dentro de una hora ya habría luz y, para
entonces, habría tomado ya la carretera que se internaba en el
desierto.
Calculó que pasarían dos o tres horas hasta
que su ausencia fuera detectada. Cuál sería la reacción de Nashwa
ante la pequeña nota que le había dejado era algo que no podía
prever. Dudaba que ella consultara a Abdullah o, ni siquiera, a
Fouad. En cualquier caso, existía la posibilidad de que ella
llegara a la residencia de caza antes de que Shalef se enterara de
su huida.
Prefería no pensar en la reacción que él
tendría
ante la noticia. Se le ponían los pelos de
punta sólo con intuir la tormenta que provocaría su cólera.
Los edificios empezaron a escasear, las
casas cada vez eran menos y más alejadas unas de las otras. Poco a
poco fue desapareciendo todo y lo único que se podía ver era un
inmenso desierto que se extendía hasta el final del potente haz de
las luces del cuatro por cuatro.
Kristi tenía la sensación de haber conducido
horas y horas cuando comenzó a clarear. Las sombras se fueron
disipando, difuminadas por un brillo suave y etéreo. Según iba
saliendo el sol se iba acentuando el intenso contraste de colores
entre el cielo y la arena.
Se sentía aislada. La arena se ondulaba
lentamente y dibujaba una línea contundente en el horizonte, un
horizonte infinito y siempre lejano que tocaba el cielo pero que no
permitía a nadie llegar hasta él. El desierto parecía tan grande…
tan inalcanzable…
Por un momento le vino a la cabeza la idea
de que una tormenta de arena ocultara la carretera. Le sería
imposible salir de allí. No debía pensar en eso y, además, tenía la
radio y el teléfono para pedir ayuda al palacio en caso de
necesitarla. En poco tiempo alguien vendría en su ayuda, estaba
convencida.
Cuando el sol empezó a quemar, Kristi
encendió el aire acondicionado y se puso las gafas.
Sacó una botella de agua y un bocadillo de
su bolsa que se comió mientras conducía. No podía perder ni un
segundo.
El sol calentaba el asfalto y provocaba una
leve calina que obligó a Kristi a forzar la mirada. Le estaba
produciendo un fuerte dolor de cabeza.
Se sintió casi aliviada al divisar por el
retrovisor un vehículo que se aproximaba por detrás. El vehículo
empezó a acelerar como para adelantar.
Había dos hombres en el asiento delantero.
El copiloto le lanzó una intensa mirada y, luego, le dijo algo al
conductor. En lugar de adelantarla, se mantu-
vieron detrás de ella y le hicieron señas
para que se echara a un lado.
Aquello no tenía sentido, así que ella
ignoró por completo las indicaciones y aceleró. En pocos segundos
la habían alcanzado y esta vez su intención de que se echara a un
lado y se detuviera se hicieron patentes.
Ella se negó. El conductor, entonces, colocó
su vehículo a la altura del de ella y dio un volantazo. Kristi oyó
el sonido estridente de los dos metales al chocar.
Ella volvió a acelerar mientras tomaba la
radio del coche. Pulsó el botón y comenzó rápidamente a pedir
auxilio, dio su identidad y su localización.
De nuevo el otro vehículo se colocó a su
altura, pero esta vez el golpe fue certero y efectivo. Kristi
agarró el volante con fuerza y volvió a retomar el camino. Aceleró
al máximo y consiguió, una vez más, dejarles atrás.
Con una rápida mirada al retrovisor, pudo
comprobar que el otro vehículo había iniciado una dura persecución.
Se le puso un nudo en el estómago.
Era una conductora experimentada. Con un
poco de suerte, habilidad y asistencia divina, tal vez, lograría
alejarse de ellos lo suficiente.
Pero en pocos segundos el vehículo ya estaba
detrás de ella otra vez y, casi inmediatamente, habían logrado
colocarse a su lado. El copiloto empuñaba una escopeta.
No tenía sentido discutir con alguien
armado, de modo que empezó a frenar.
Se oyó un disparó seguido, inmediatamente,
por el estallido de una rueda. Luego el cuatro por cuatro se fue
inclinando hacia un lado y comenzó a derrapar. Ella se las ingenió
para no perder el control hasta que logró detener el coche.
Inmediatamente cerró las puertas del coche, tomó el teléfono, pulsó
uno de los botones de memoria. Una voz de hombre contestó. Ella
pidió auxilio de nuevo, volvió a identificarse y a dar su
localización, con la esperanza de que, quien fuera, en-
tendiera inglés. Acto seguido repitió el
mismo mensaje en francés y colgó.
Uno de los hombres, el que tenía el rifle,
se acercó por el lado del pasajero, mientras el otro trataba de
abrir la puerta de ella.
Le dieron una serie de instrucciones en
árabe y la amenazaron ante su negativa a abrir la puerta.
El hombre del rifle fue hasta su puerta,
apuntó y disparó sobre a cerradura.
No había la más mínima emoción en sus
acciones. Le indicaron que saliera del vehículo con total frialdad.
Sin esperar a que ella reaccionara, el conductor la agarró con
fuerza y tiró de ella hasta lanzarla al suelo.
El mismo individuo la agarró brutalmente de
los hombros y la obligó a ponerse de pie. Ella les lanzó una mirada
desafiante.
El conductor le quitó bruscamente la gorra
y, ambos, se quedaron perplejos. Luego se enfrascaron en una
acalorada conversación.
Kristi, con la mano temblorosa, se retiró el
pelo y lo puso detrás de la oreja. Ese gesto involuntario captó su
atención y dejaron de hablar.
Kristi miró fijamente a cada uno de ellos y
luego señaló con los ojos el cuatro por cuatro.
—Shake Shalef bin Youssef Al-Sayed—les dijo,
se llevó una mano al corazón y lo volvió a repetir con vehemencia—.
Shake Shalef bin Youssef Al-Sayed.
Los dos hombres empezaron a hablar entre sí
muy rápidamente en árabe. Discutieron un largo rato que a ella le
pareció eterno. Se acercaron a ella y la miraron de arriba a
abajo.
Dijeron una única palabra con tanta fuerza
que habría resultado clara en cualquier idioma. Se le hizo difícil
mantener la mirada firme, pero lo consiguió. No dijo ni una sola
palabra en inglés, consciente de que cualquier intento de diálogo
en aquellas circunstancias era inútil.
El teléfono del coche empezó a sonar y su
insistencia
se hacía más patente en mitad de aquel
silencio. Ella hizo un leve gesto interrogante.
Durante unos segundos ellos no supieron
decidir si debía o no responder. Después el conductor hizo un gesto
afirmativo. Ella se metió en el cuatro por cuatro y tomó el
auricular. Cuando volvió la cabeza vio que los dos hombres estaban
entrando en su vehículo. Encendieron el motor y con un rechinar de
ruedas se lanzaron a gran velocidad por la carretera.
—¿Kristi? Soy Fouad. Shalef está de camino.
¿Estás bien?
—Sí, estoy bien, aunque no puedo decir lo
mismo del cuatro por cuatro
—¿Qué hay de los dos hombres?
—Acaban de marcharse.
—¿Has tomado el número de la
matrícula.
—La verdad es que no era una de mis
prioridades —respondió ella con dureza. Le pareció escuchar un
ruido. Miró rápidamente al retrovisor pero no vio nada. Después
miró al frente: nada. El ruido se hizo más intenso. Era un
helicóptero.
—Parece que la caballería está
llegando.
—Con la radio y el teléfono se entra
automáticamente en comunicación con el palacio —le dijo Fouad—. En
el momento que llamaste informé a Shalef.
—Me imagino que está a punto de estallar una
fulminante batalla.
—Para mí ya ha estallado —afirmó
Fouad.
—Pero nada de esto es culpa suya.
—En ausencia de Shalef, yo soy el
responsable. Por lo tanto, parte de la culpa recae sobre mí.
El ruido se fue haciendo cada vez más
intenso. Las hélices comenzaron a remover la arena. El aparato
aterrizó a poca distancia de ella.
—No puedo oír nada. Voy a colgar —gritó
Kristi. Colocó el auricular de nuevo en su sitio.
La puerta del helicóptero se abrió y Shalef
salió de su interior.
Con una extraña sensación de distante
fascinación, ella lo vio aproximarse al cuatro por cuatro. Vestido
con una thobe de color negro y una gutra roja, su figura adquiría
una presencia realmente impresionante. Estaba rabioso. Cada músculo
de su cuerpo, cada rasgo de su cara, cada movimiento emanaban ira.
Ella esperaba impaciente a que llegara hasta ella. Quería que le
dijera algo, cualquier cosa.
El abrió la puerta y la miró
intensamente.
—¿Estás bien?
Kristi, en ese instante, sintió deseos de
reír. Pero no habría podido parar, habría reído
descontrolada-mente, histéricamente. No, no podía permitirse una
cosa así. Ésta no era la primera situación difícil en la que se
había encontrado y tampoco sería la última.
—Estoy entera, como puedes ver —le dijo con
cierta insolencia.
—Entonces te sugiero que salgas del
vehículo.
El cuatro por cuatro no podía moverse de
allí hasta que la rueda no fuera reemplazada por otra en
condiciones.
Ella salió del coche ágilmente. El estaba
demasiado cerca, su respiración, su presencia… intimidante, se
dijo.
—Lo siento —comenzó a decir Kristi,
señalando al vehículo.
—Cállate —la interrumpió Shalef.
—Estás enfadado —dijo ella.
—¿Cómo esperabas que estuviera? —sus
palabras la estremecieron. Su mirada era implacable—. Di
instrucciones específicas de que permanecieras en el palacio.
—Tengo un mapa —comenzó a decir ella—. Fouad
no tiene nada que ver con esto.
—Fouad responderá a mis preguntas y tú
también —la miró de arriba abajo y pudo ver que tenía una
marca de la muñeca y un leve rasguño en la
frente—. El helicóptero está esperando.
—Tengo una bolsa en el cuatro por
cuatro.
Él miró dentro y recogió la bolsa del
suelo.
—Vamos.
Kristi caminó junto a él. Al llegar al
helicóptero, la agarró de la cintura y la levantó para que entrara
en la cabina, por lo que ella protestó con indignación.
—Siéntate atrás.
No podía hacer nada más allá de protestar.
Se sentó y se puso el cinturón de seguridad. Shalef se sentó al
lado del piloto.
El helicóptero despegó y emprendió la marcha
hacia el noroeste. El ruido imposibilitaba cualquier intento de
conversación. Se quedó en silencio, tranquilamente sentada,
mientras miraba a través de la ventana.
Pudo ver que en la carretera había tres
vehículos que le impedían el paso a otro. Eran sus asaltantes,
rodeados de un grupo de hombres con rifles. ¿Eran policías o
guardias al servicio de Shalef?
Kristi oyó que Shalef daba al piloto
instrucciones en árabe y que él asentía. Rápidamente se alejaron
del lugar donde se desarrollaba la escena.
¿Se dirigían al palacio? Kristi quería
preguntar, pero no se atrevió. Tampoco importaba, muy pronto podría
comprobarlo por sí misma.
En pocos minutos apareció ante ellos un
edificio, y su respiración se aceleró al comprobar que el
helicóptero se dirigía a la parte interior e iba a tomar tierra
allí. Estaban en la residencia de caza.
El motor se paró y las hélices se
detuvieron. Shalef descendió del helicóptero. A Kristi se le
paralizó la respiración al sentir de nuevo aquellas manos sobre la
cintura que la obligaban a abandonar la cabina.
Sus ojos se encontraron durante unos
segundos que se le hicieron interminables. Algo profundo se le
removió dentro al comprobar que en el fondo de la mirada de él no
había verdadera dureza.
La agarró del brazo y la condujo hasta la
casa. Una vez dentro, atravesaron un gran recibidor y se metieron
en una habitación que había justo al final.
La puerta se cerró suavemente y a ella se le
puso un nudo en el estómago.
—Ahora —le dijo él suavemente—, dime qué
ocurrió. No quiero que me cuentes como burlaste el sistema de
seguridad del palacio, sino todo lo referente a los dos hombres que
te atacaron.
El rictus de tensión contenida en el rostro
de él le decía hasta qué punto podía ser importante cualquier cosa
que ella dijera.
—¿Qué va a ocurrirles?
Un músculo de su mandíbula se tensó y su
expresión se endureció dejando adivinar toda la ira
contenida.
—Serán juzgados. Hay muchos cargos contra
ellos. Seguramente irán a la cárcel.
Ella empezó a temblar. Sabía que todo habría
tenido un final muy diferente de no haber contado con la protección
de Shalef.
—Probablemente querían un poco de diversión
— continuó él.
La agarró de la barbilla y la obligó, con
delicadeza, a levantar la cara de modo que no tenía más remedio que
mirarlo.
—A las mujeres en Arabia Saudí no se les
permite conducir—insistió él, con una voz suave.
Kristi trató de asimilar lo que él quería
decirle. No quería sacar una conclusión errónea sobre las posibles
intenciones de aquellos dos hombres.
Su mirada se enturbió y buscó
desesperadamente la de él. Sentía cada músculo de su cuerpo temblar
incontroladamente y el pulso se le había acelerado. En su garganta
una vena recogía las intensas palpitaciones y hacía evidente el
estado en que se hallaba.
—Lo siento —dijo ella.
—En este preciso instante encuentro
verdadera-
mente difícil no hacer que te arrepientas
del día en que naciste —le amenazó él en un tono suave.
Un escalofrío le recorrió de arriba a abajo
la espina dorsal. Mantuvo la mirada fija en sus ojos.
Él soltó su barbilla. Se metió las manos en
los bolsillos de la thobe.
—Tu historia, Kristi —insistió él con
dureza—. La
historia completa.
Con estudiada frialdad ella fue relatando
todo lo ocurrido desde el momento en que el otro vehículo había
aparecido en la carretera.
Shalef escuchó con interés, sin apartar los
ojos de ella ni un sólo segundo. Cuando terminó, él dio media
vuelta y se encaminó a la ventana.
Ella sabía que no era el momento oportuno
para hacer ninguna pregunta pero a pesar de todo no lo pudo
evitar.
—¿Está Mehmet Hassan aquí?
—No.
Aquella respuesta le hizo sentir que todos
sus esfuerzos habían sido inútiles.
—De modo que no ha venido —dijo ella con un
tono desesperanzado.
—Se marchó ayer.
—Entonces ha estado aquí —respiró aliviada—.
¿Has hablado con él acerca de Shane?
Shalef se volvió hacia ella.
—No hay ninguna garantía —la advirtió—.
Ninguna, ¿lo comprendes?
La euforia la inundó y su rostro se llenó de
luz. Estaba hermosa.
—Es la única oportunidad que le queda a
Shane.
Sin pensarlo, cruzó toda la habitación, se
acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias.
Algo en su mirada cambió de repente. Luego
la agarró de la nuca mientras la otra mano descendía hasta la
cintura.
Una vibrante energía emanaba de cada poro,
rezumando una energía erótica contra la que ella trataba
desesperadamente de luchar. Quería mantener, a costa de todo, la
cordura.
Kristi vio como su cabeza descendía. Ella
inició una leve protesta pero los labios de él ahogaron su
voz.
Ningún hombre la había besado con tanta
pasión y la estremecía el pensar que fuerza podría desencadenar si
se dejara llevar.
Él continuó sin hacer caso a las débiles
protestas ni a los suaves puñetazos que ella le daba en los
hombros.
Kristi no fue consciente de cuando sus
fuerzas cedieron, simplemente ocurrió así. La lengua de él
exploraba con maestría cada rincón de su boca. Luego comenzó una
suave danza con la de ella, lo que hacía que todo su cuerpo se
convulsionara de placer sin que pudiera ejercer control alguno
sobre sus emociones.
Ella se apretó fuertemente contra su cuerpo
y subió las manos hasta enlazarlas detrás de su nuca.
Él la empujó aún más hacia él y la besó aún
con más fuerza.
Aquel beso la asustó, pues despertaba en
ella sensaciones de las que no podía hacerse dueña. Le deseaba
desesperadamente. Tan desesperadamente que cuando su mano alcanzó
uno de sus pechos no pudo detenerlo. Sólo esbozó un leve grito de
desesperación y cerró los ojos. Lo único que podía hacer era
disfrutar de aquel momento y de todo el placer que aquel hombre era
capaz de provocarle.
Cuando sus labios se separaron, ella murmuró
unas palabras de protesta que se transformaron en un grito
placentero cuando él comenzó a besarla detrás de la oreja. Él
recorría su cuello con la lengua y trazaba con la boca suaves
círculos. Ella ardía de pasión y su piel
se estremecía. Poco a poco fue desatando uno
a uno los botones de su blusa.
Le desabrochó el sujetador con habilidad.
Ella arqueó el cuello y echó la cabeza para atrás al sentir su
lengua que se deleitaba con uno de sus pechos, hasta que enganchó
suavemente con sus labios uno de sus pezones endurecidos. El placer
que ella sentía era insoportable, no podía más. Entonces su lengua
empezó a juguetear con el pezón. El éxtasis se había apoderado de
su cuerpo, especialmente de aquel espacio que se humedecía entre
sus piernas. Ella dio un leve grito de placer cuando su mano
descendió hasta allí y alivió
su ansia.
Pero no era suficiente. Nunca nada sería
suficiente. Sin embargo, cuando él bajó la cremallera de su
pantalón, ella se paralizó. Se sentía atrapada en la duda entre lo
maravilloso que podía ser compartir con él su más preciosa
intimidad y el infierno que suponía el saber que, si eso ocurriera,
nunca volvería a ser la misma.^
Él notó su indecisión. Deslizó la mano hasta
la parte baja de la espalda y la acarició suavemente de arriba a
abajo, lo que aún alteró más sus emociones.
Con mucha delicadeza, cerró los bordes de su
blusa y le abrochó los botones. Luego la separó suavemente de
él.
—Daré instrucciones a los sirvientes para
que te
sirvan algo de comer.
Kristi deseaba cerrar los ojos y poder
borrar los diez últimos minutos. Pero eso era completamente
imposible. Fuera como fuera tenía que ingeniárselas para poner
orden en su cabeza y actuar como si nada hubiera ocurrido. Si él
podía hacerlo, ella también.
—No tengo hambre —dijo mirándolo
directamente a los ojos.
—Si cambias de idea, ve a la cocina y
sírvete lo
que quieras.
No quería preguntarle nada, pero la voz le
salió sin que tuviera tiempo de retenerla en la garganta.
—¿Cuándo volverás?
—Estaré aquí antes de que anochezca.
Él dio media vuelta y salió de la
habitación. Ella oyó sus pasos alejándose a través del
recibidor.
Kristi se quedó donde estaba, de pie,
durante un largo rato. Luego empezó a dar vueltas por la habitación
mientras miraba cada pequeño detalle. Era inconfundiblemente la
habitación de un hombre. Entró en el cuarto de baño y decidió que
se daría un largo y relajante baño.
Media hora más tarde, salió de la bañera,
tomó una gran toalla y se secó. En la habitación estaba su bolsa
con ropa limpia. Sacó de allí unos pantalones y una blusa y se los
puso. Luego fue a buscar la cocina.
La casa era razonablemente grande. Estaba
amueblada para resultar cómoda y práctica sobre todo para los
hombres. Kristi se preguntó si Shalef habría llevado alguna otra
mujer allí. Lo dudaba. Tenía casas en muchas ciudades del mundo.
Carecía de sentido que llevara una mujer allí, cuando podía
ofrecerle infinidad de lugares mucho más lujosos.
Encontró la cocina fácilmente. Al entrar vio
a una mujer de mediana edad y a una chica joven. Ellas se volvieron
hacia Kristi al oír que alguien penetraba en sus dominios. Por el
olor era evidente que estaban preparando comida.
La mujer mayor la saludó mientras se dirigía
hacia el armario, recogía un plato y se encaminaba hacía los
pucheros. Le sirvió una gran porción de comida, mucho más de lo que
Kristi podía comer. Así que le hizo una seña de que sólo quería la
mitad. La mujer le mostró un pequeño comedor de diario y ella se
sentó a la mesa.
La comida estaba muy buena. La carne era
tierna y suculenta y las verduras, condimentadas con hierbas,
tenían un sabor muy delicado.
La tarde se le estaba haciendo eterna.
Habría deseado tener algo que leer… o cualquier cosa que la ayudara
a matar el tiempo. Sabía que había una televisión en algún lugar,
porque había visto una antena de satélite en el exterior de la
casa. Seguramente habría incluso un equipo de música. Tal vez si
recorría la casa daría con ello.
Efectivamente, Kristi encontró ambas cosas
en un pequeño salón anexo a la sala de juegos. Encendió la
televisión y recorrió uno a uno diversos canales antes de decidirse
por uno en concreto.
Eran más de las cinco cuando empezó a oír el
ruido de algunos vehículos que se aproximaban. Se dirigió a la
ventana y pudo ver a cuatro hombres que bajaban de un Jeep y otros
tres que bajaban de otro.
Shalef era fácilmente identificable. Se
preguntó quienes serían invitados y quienes parte del servicio y,
lo que era más importante, si los invitados hablarían inglés. De no
ser así iba a resultar difícil cualquier intento de conversación
durante la cena.
Por el tono exaltado de sus voces se podía
deducir qué el día había resultado afortunado. Hubo un tumulto de
risas intensas, y, luego cada uno se dirigió a su habitación con el
fin de asearse para la cena.
—Sabía que podría encontrarte aquí.
Kristi volvió la cabeza, sobresaltada por su
voz, ya que no le había oído entrar. Había cambiado la thobe negra
por una de color marrón, que le confería un aspecto indomable. Era
sin duda un hombre con suficiente poder para manipular su propio
destino y el de otros hombres. Su efecto sobre las mujeres no
necesitaba calificativos.
—Tienes un buen equipo audiovisual —dijo
ella mientras se ponía de pie. Su altura era realmente intimidante,
por lo que necesitaba levantarse a fin de ganar algo de
terreno.
Él inclinó ligeramente la cabeza en señal de
reconocimiento.
—La cena será servida dentro de media
hora.
Ella lo miró detenidamente. Le llamaron la
atención las finas líneas que irradiaban de la esquina de sus ojos,
las hendeduras que marcaban sus pómulos y la dureza de su
mandíbula.
Normalmente se sentía muy cómoda en compañía
de hombres, pero era consciente de la segregación sexual que
primaba en aquel país.
—No te preocupes de mí si prefieres cenar
con tus invitados.
Su mirada se oscureció e hizo un gesto de
impaciencia.
—Saben que estás aquí y no tengo ninguna
intención de mantenerte oculta en una habitación aislada.
Ella encogió de hombros y se miró la
ropa.
—Mi aspecto no es demasiado
impactante.
—No tienes que impactar a nadie —contestó
Sha-lef con sentido del humor—. ¿Nos unimos a nuestros
invitados?
Los cuatro hombres tenían edades
comprendidas entre los treinta y pocos y los cincuenta y eran, sin
duda alguna, de clase social alta. Una mujer occidental entre ellos
era tratada con una cortés desconfianza y cierto desapego. Si
pensaban que Shalef bin Youssef Al-Sayed había perdido
temporalmente el juicio, se cuidaban muy mucho de hacerlo patente
en modo alguno.
Durante toda la noche se habló en inglés,
pero, aunque la conversación fue fluida y fácil, ella tenía la
sensación de ser una presencia incómoda.
Después del café, ella pidió disculpas y se
despidió de todos ellos.
Una vez en su habitación, se desnudó, lavó
cuidadosamente su ropa interior en el lavabo y la colgó en el
toallero para que se secara. Después se metió entre las suaves y
limpias sábanas de su enorme cama.
La oscuridad lo envolvía todo. Ella yacía en
la cama, con un tumulto de pensamientos asaltando su
cabeza. No sabía con exactitud qué
influencia podía tener Mehmet Hassan en la liberación de
Shane.
¿Cuánto tiempo tendría que pasar para
averiguarlo? ¿Semanas, meses? ¿Y si no lo lograba?
Kristi acomodó la almohada y giró hacia un
lado. Estaba muy cansada. Llevaba levantada desde antes del
amanecer y no podía más.
Sin embargo, no conseguía conciliar el
sueño. No debería haber tomado café.
De pronto, escuchó el sonido de la puerta
que se abría. Rápidamente estiró la mano y encendió la luz. No
podía creer lo que veía. Shalef estaba allí, frente a ella, a punto
de quitarse la thobe.