Capítulo 5

KRISTI se puso unos pantalones vaqueros y una  camisa azul de algodón. No se maquilló, sólo se puso un poco de crema hidratante, se recogió el pelo con unas horquillas y se puso una gorra. Se puso unas deportivas y comprobó el aspecto que tenía: podía pasar, sin problema, por un muchacho joven.
Recorrió la habitación con la mirada para comprobar que tenía todo lo que debía llevar. Tomó una bolsa en la que había metido algo de ropa y todo lo imprescindible para un viaje como el que iba a emprender, y se dirigió al recibidor de la casa.
El palacio estaba completamente en silencio. En cuestión de una hora, Amani y Abdullah empezarían a poner en marcha la actividad diaria de la casa.
Una parte de ella se sintió mal al recoger el control remoto y las llaves del cuatro por cuatro, casi como una ladrona.
Kristi llegó a la planta baja, desconectó el sistema de seguridad, salió sigilosamente y se metió en el garaje.
Dio gracias por lo perfecto que era el equipo instalado cuando, al presionar el botón del mando a distancia, las dos puertas se abrieron silenciosamente.
El cuatro por cuatro era realmente grande, con ruedas anchas y recipientes provistos de gasolina y agua. No podía pararse a pensar ni un segundo más. Desactivó la alarma del vehículo y abrió la puerta. Había conducido un Jeep y un pequeño cuatro por cuatro pero, al meterse dentro le pareció que aquello era un monstruo comparado con cualquier cosa que hubiera conducido con anterioridad. Tenía una radio para comunicarse si ocurría una incidencia, un teléfono y cualquier cosa que uno pudiera requerir en algún momento.
Kristi comprobó los cambios y, acto seguido, puso en marcha el motor. Sólo le quedaba desactivar la alarma de las puertas de salida. En un momento estaría preparada para salir de allí.
Metió la primera marcha y salió lentamente. Nada se interpuso en su camino y pudo salir sin problema alguno. Suspiró aliviada. Se sintió completamente liberada una vez en la carretera. A esas horas de la noche la ciudad estaba absolutamente desierta. Había pasado varios días memorizando las calles, los desvíos y las carreteras que la conducirían a su destino.
Dentro de una hora ya habría luz y, para entonces, habría tomado ya la carretera que se internaba en el desierto.
Calculó que pasarían dos o tres horas hasta que su ausencia fuera detectada. Cuál sería la reacción de Nashwa ante la pequeña nota que le había dejado era algo que no podía prever. Dudaba que ella consultara a Abdullah o, ni siquiera, a Fouad. En cualquier caso, existía la posibilidad de que ella llegara a la residencia de caza antes de que Shalef se enterara de su huida.
Prefería no pensar en la reacción que él tendría
ante la noticia. Se le ponían los pelos de punta sólo con intuir la tormenta que provocaría su cólera.
Los edificios empezaron a escasear, las casas cada vez eran menos y más alejadas unas de las otras. Poco a poco fue desapareciendo todo y lo único que se podía ver era un inmenso desierto que se extendía hasta el final del potente haz de las luces del cuatro por cuatro.
Kristi tenía la sensación de haber conducido horas y horas cuando comenzó a clarear. Las sombras se fueron disipando, difuminadas por un brillo suave y etéreo. Según iba saliendo el sol se iba acentuando el intenso contraste de colores entre el cielo y la arena.
Se sentía aislada. La arena se ondulaba lentamente y dibujaba una línea contundente en el horizonte, un horizonte infinito y siempre lejano que tocaba el cielo pero que no permitía a nadie llegar hasta él. El desierto parecía tan grande… tan inalcanzable…
Por un momento le vino a la cabeza la idea de que una tormenta de arena ocultara la carretera. Le sería imposible salir de allí. No debía pensar en eso y, además, tenía la radio y el teléfono para pedir ayuda al palacio en caso de necesitarla. En poco tiempo alguien vendría en su ayuda, estaba convencida.
Cuando el sol empezó a quemar, Kristi encendió el aire acondicionado y se puso las gafas.
Sacó una botella de agua y un bocadillo de su bolsa que se comió mientras conducía. No podía perder ni un segundo.
El sol calentaba el asfalto y provocaba una leve calina que obligó a Kristi a forzar la mirada. Le estaba produciendo un fuerte dolor de cabeza.
Se sintió casi aliviada al divisar por el retrovisor un vehículo que se aproximaba por detrás. El vehículo empezó a acelerar como para adelantar.
Había dos hombres en el asiento delantero. El copiloto le lanzó una intensa mirada y, luego, le dijo algo al conductor. En lugar de adelantarla, se mantu-
vieron detrás de ella y le hicieron señas para que se echara a un lado.
Aquello no tenía sentido, así que ella ignoró por completo las indicaciones y aceleró. En pocos segundos la habían alcanzado y esta vez su intención de que se echara a un lado y se detuviera se hicieron patentes.
Ella se negó. El conductor, entonces, colocó su vehículo a la altura del de ella y dio un volantazo. Kristi oyó el sonido estridente de los dos metales al chocar.
Ella volvió a acelerar mientras tomaba la radio del coche. Pulsó el botón y comenzó rápidamente a pedir auxilio, dio su identidad y su localización.
De nuevo el otro vehículo se colocó a su altura, pero esta vez el golpe fue certero y efectivo. Kristi agarró el volante con fuerza y volvió a retomar el camino. Aceleró al máximo y consiguió, una vez más, dejarles atrás.
Con una rápida mirada al retrovisor, pudo comprobar que el otro vehículo había iniciado una dura persecución. Se le puso un nudo en el estómago.
Era una conductora experimentada. Con un poco de suerte, habilidad y asistencia divina, tal vez, lograría alejarse de ellos lo suficiente.
Pero en pocos segundos el vehículo ya estaba detrás de ella otra vez y, casi inmediatamente, habían logrado colocarse a su lado. El copiloto empuñaba una escopeta.
No tenía sentido discutir con alguien armado, de modo que empezó a frenar.
Se oyó un disparó seguido, inmediatamente, por el estallido de una rueda. Luego el cuatro por cuatro se fue inclinando hacia un lado y comenzó a derrapar. Ella se las ingenió para no perder el control hasta que logró detener el coche. Inmediatamente cerró las puertas del coche, tomó el teléfono, pulsó uno de los botones de memoria. Una voz de hombre contestó. Ella pidió auxilio de nuevo, volvió a identificarse y a dar su localización, con la esperanza de que, quien fuera, en-
tendiera inglés. Acto seguido repitió el mismo mensaje en francés y colgó.
Uno de los hombres, el que tenía el rifle, se acercó por el lado del pasajero, mientras el otro trataba de abrir la puerta de ella.
Le dieron una serie de instrucciones en árabe y la amenazaron ante su negativa a abrir la puerta.
El hombre del rifle fue hasta su puerta, apuntó y disparó sobre a cerradura.
No había la más mínima emoción en sus acciones. Le indicaron que saliera del vehículo con total frialdad. Sin esperar a que ella reaccionara, el conductor la agarró con fuerza y tiró de ella hasta lanzarla al suelo.
El mismo individuo la agarró brutalmente de los hombros y la obligó a ponerse de pie. Ella les lanzó una mirada desafiante.
El conductor le quitó bruscamente la gorra y, ambos, se quedaron perplejos. Luego se enfrascaron en una acalorada conversación.
Kristi, con la mano temblorosa, se retiró el pelo y lo puso detrás de la oreja. Ese gesto involuntario captó su atención y dejaron de hablar.
Kristi miró fijamente a cada uno de ellos y luego señaló con los ojos el cuatro por cuatro.
—Shake Shalef bin Youssef Al-Sayed—les dijo, se llevó una mano al corazón y lo volvió a repetir con vehemencia—. Shake Shalef bin Youssef Al-Sayed.
Los dos hombres empezaron a hablar entre sí muy rápidamente en árabe. Discutieron un largo rato que a ella le pareció eterno. Se acercaron a ella y la miraron de arriba a abajo.
Dijeron una única palabra con tanta fuerza que habría resultado clara en cualquier idioma. Se le hizo difícil mantener la mirada firme, pero lo consiguió. No dijo ni una sola palabra en inglés, consciente de que cualquier intento de diálogo en aquellas circunstancias era inútil.
El teléfono del coche empezó a sonar y su insistencia
 se hacía más patente en mitad de aquel silencio. Ella hizo un leve gesto interrogante.
Durante unos segundos ellos no supieron decidir si debía o no responder. Después el conductor hizo un gesto afirmativo. Ella se metió en el cuatro por cuatro y tomó el auricular. Cuando volvió la cabeza vio que los dos hombres estaban entrando en su vehículo. Encendieron el motor y con un rechinar de ruedas se lanzaron a gran velocidad por la carretera.
—¿Kristi? Soy Fouad. Shalef está de camino. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien, aunque no puedo decir lo mismo del cuatro por cuatro
—¿Qué hay de los dos hombres?
—Acaban de marcharse.
—¿Has tomado el número de la matrícula.
—La verdad es que no era una de mis prioridades —respondió ella con dureza. Le pareció escuchar un ruido. Miró rápidamente al retrovisor pero no vio nada. Después miró al frente: nada. El ruido se hizo más intenso. Era un helicóptero.
—Parece que la caballería está llegando.
—Con la radio y el teléfono se entra automáticamente en comunicación con el palacio —le dijo Fouad—. En el momento que llamaste informé a Shalef.
—Me imagino que está a punto de estallar una fulminante batalla.
—Para mí ya ha estallado —afirmó Fouad.
—Pero nada de esto es culpa suya.
—En ausencia de Shalef, yo soy el responsable. Por lo tanto, parte de la culpa recae sobre mí.
El ruido se fue haciendo cada vez más intenso. Las hélices comenzaron a remover la arena. El aparato aterrizó a poca distancia de ella.
—No puedo oír nada. Voy a colgar —gritó Kristi. Colocó el auricular de nuevo en su sitio.
La puerta del helicóptero se abrió y Shalef salió de su interior.
Con una extraña sensación de distante fascinación, ella lo vio aproximarse al cuatro por cuatro. Vestido con una thobe de color negro y una gutra roja, su figura adquiría una presencia realmente impresionante. Estaba rabioso. Cada músculo de su cuerpo, cada rasgo de su cara, cada movimiento emanaban ira. Ella esperaba impaciente a que llegara hasta ella. Quería que le dijera algo, cualquier cosa.
El abrió la puerta y la miró intensamente.
—¿Estás bien?
Kristi, en ese instante, sintió deseos de reír. Pero no habría podido parar, habría reído descontrolada-mente, histéricamente. No, no podía permitirse una cosa así. Ésta no era la primera situación difícil en la que se había encontrado y tampoco sería la última.
—Estoy entera, como puedes ver —le dijo con cierta insolencia.
—Entonces te sugiero que salgas del vehículo.
El cuatro por cuatro no podía moverse de allí hasta que la rueda no fuera reemplazada por otra en condiciones.
Ella salió del coche ágilmente. El estaba demasiado cerca, su respiración, su presencia… intimidante, se dijo.
—Lo siento —comenzó a decir Kristi, señalando al vehículo.
—Cállate —la interrumpió Shalef.
—Estás enfadado —dijo ella.
—¿Cómo esperabas que estuviera? —sus palabras la estremecieron. Su mirada era implacable—. Di instrucciones específicas de que permanecieras en el palacio.
—Tengo un mapa —comenzó a decir ella—. Fouad no tiene nada que ver con esto.
—Fouad responderá a mis preguntas y tú también —la miró de arriba abajo y pudo ver que tenía una
marca de la muñeca y un leve rasguño en la frente—. El helicóptero está esperando.
—Tengo una bolsa en el cuatro por cuatro.
Él miró dentro y recogió la bolsa del suelo.
—Vamos.
Kristi caminó junto a él. Al llegar al helicóptero, la agarró de la cintura y la levantó para que entrara en la cabina, por lo que ella protestó con indignación.
—Siéntate atrás.
No podía hacer nada más allá de protestar. Se sentó y se puso el cinturón de seguridad. Shalef se sentó al lado del piloto.
El helicóptero despegó y emprendió la marcha hacia el noroeste. El ruido imposibilitaba cualquier intento de conversación. Se quedó en silencio, tranquilamente sentada, mientras miraba a través de la ventana.
Pudo ver que en la carretera había tres vehículos que le impedían el paso a otro. Eran sus asaltantes, rodeados de un grupo de hombres con rifles. ¿Eran policías o guardias al servicio de Shalef?
Kristi oyó que Shalef daba al piloto instrucciones en árabe y que él asentía. Rápidamente se alejaron del lugar donde se desarrollaba la escena.
¿Se dirigían al palacio? Kristi quería preguntar, pero no se atrevió. Tampoco importaba, muy pronto podría comprobarlo por sí misma.
En pocos minutos apareció ante ellos un edificio, y su respiración se aceleró al comprobar que el helicóptero se dirigía a la parte interior e iba a tomar tierra allí. Estaban en la residencia de caza.
El motor se paró y las hélices se detuvieron. Shalef descendió del helicóptero. A Kristi se le paralizó la respiración al sentir de nuevo aquellas manos sobre la cintura que la obligaban a abandonar la cabina.
Sus ojos se encontraron durante unos segundos que se le hicieron interminables. Algo profundo se le removió dentro al comprobar que en el fondo de la mirada de él no había verdadera dureza.
La agarró del brazo y la condujo hasta la casa. Una vez dentro, atravesaron un gran recibidor y se metieron en una habitación que había justo al final.
La puerta se cerró suavemente y a ella se le puso un nudo en el estómago.
—Ahora —le dijo él suavemente—, dime qué ocurrió. No quiero que me cuentes como burlaste el sistema de seguridad del palacio, sino todo lo referente a los dos hombres que te atacaron.
El rictus de tensión contenida en el rostro de él le decía hasta qué punto podía ser importante cualquier cosa que ella dijera.
—¿Qué va a ocurrirles?
Un músculo de su mandíbula se tensó y su expresión se endureció dejando adivinar toda la ira contenida.
—Serán juzgados. Hay muchos cargos contra ellos. Seguramente irán a la cárcel.
Ella empezó a temblar. Sabía que todo habría tenido un final muy diferente de no haber contado con la protección de Shalef.
—Probablemente querían un poco de diversión — continuó él.
La agarró de la barbilla y la obligó, con delicadeza, a levantar la cara de modo que no tenía más remedio que mirarlo.
—A las mujeres en Arabia Saudí no se les permite conducir—insistió él, con una voz suave.
Kristi trató de asimilar lo que él quería decirle. No quería sacar una conclusión errónea sobre las posibles intenciones de aquellos dos hombres.
Su mirada se enturbió y buscó desesperadamente la de él. Sentía cada músculo de su cuerpo temblar incontroladamente y el pulso se le había acelerado. En su garganta una vena recogía las intensas palpitaciones y hacía evidente el estado en que se hallaba.
—Lo siento —dijo ella.
—En este preciso instante encuentro verdadera-
mente difícil no hacer que te arrepientas del día en que naciste —le amenazó él en un tono suave.
Un escalofrío le recorrió de arriba a abajo la espina dorsal. Mantuvo la mirada fija en sus ojos.
Él soltó su barbilla. Se metió las manos en los bolsillos de la thobe.
—Tu historia, Kristi —insistió él con dureza—. La
historia completa.
Con estudiada frialdad ella fue relatando todo lo ocurrido desde el momento en que el otro vehículo había aparecido en la carretera.
Shalef escuchó con interés, sin apartar los ojos de ella ni un sólo segundo. Cuando terminó, él dio media vuelta y se encaminó a la ventana.
Ella sabía que no era el momento oportuno para hacer ninguna pregunta pero a pesar de todo no lo pudo evitar.
—¿Está Mehmet Hassan aquí?
—No.
Aquella respuesta le hizo sentir que todos sus esfuerzos habían sido inútiles.
—De modo que no ha venido —dijo ella con un tono desesperanzado.
—Se marchó ayer.
—Entonces ha estado aquí —respiró aliviada—. ¿Has hablado con él acerca de Shane?
Shalef se volvió hacia ella.
—No hay ninguna garantía —la advirtió—. Ninguna, ¿lo comprendes?
La euforia la inundó y su rostro se llenó de luz. Estaba hermosa.
—Es la única oportunidad que le queda a Shane.
Sin pensarlo, cruzó toda la habitación, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias.
Algo en su mirada cambió de repente. Luego la agarró de la nuca mientras la otra mano descendía hasta la cintura.
Una vibrante energía emanaba de cada poro, rezumando una energía erótica contra la que ella trataba desesperadamente de luchar. Quería mantener, a costa de todo, la cordura.
Kristi vio como su cabeza descendía. Ella inició una leve protesta pero los labios de él ahogaron su voz.
Ningún hombre la había besado con tanta pasión y la estremecía el pensar que fuerza podría desencadenar si se dejara llevar.
Él continuó sin hacer caso a las débiles protestas ni a los suaves puñetazos que ella le daba en los hombros.
Kristi no fue consciente de cuando sus fuerzas cedieron, simplemente ocurrió así. La lengua de él exploraba con maestría cada rincón de su boca. Luego comenzó una suave danza con la de ella, lo que hacía que todo su cuerpo se convulsionara de placer sin que pudiera ejercer control alguno sobre sus emociones.
Ella se apretó fuertemente contra su cuerpo y subió las manos hasta enlazarlas detrás de su nuca.
Él la empujó aún más hacia él y la besó aún con más fuerza.
Aquel beso la asustó, pues despertaba en ella sensaciones de las que no podía hacerse dueña. Le deseaba desesperadamente. Tan desesperadamente que cuando su mano alcanzó uno de sus pechos no pudo detenerlo. Sólo esbozó un leve grito de desesperación y cerró los ojos. Lo único que podía hacer era disfrutar de aquel momento y de todo el placer que aquel hombre era capaz de provocarle.
Cuando sus labios se separaron, ella murmuró unas palabras de protesta que se transformaron en un grito placentero cuando él comenzó a besarla detrás de la oreja. Él recorría su cuello con la lengua y trazaba con la boca suaves círculos. Ella ardía de pasión y su piel
se estremecía. Poco a poco fue desatando uno a uno los botones de su blusa.
Le desabrochó el sujetador con habilidad. Ella arqueó el cuello y echó la cabeza para atrás al sentir su lengua que se deleitaba con uno de sus pechos, hasta que enganchó suavemente con sus labios uno de sus pezones endurecidos. El placer que ella sentía era insoportable, no podía más. Entonces su lengua empezó a juguetear con el pezón. El éxtasis se había apoderado de su cuerpo, especialmente de aquel espacio que se humedecía entre sus piernas. Ella dio un leve grito de placer cuando su mano descendió hasta allí y alivió
su ansia.
Pero no era suficiente. Nunca nada sería suficiente. Sin embargo, cuando él bajó la cremallera de su pantalón, ella se paralizó. Se sentía atrapada en la duda entre lo maravilloso que podía ser compartir con él su más preciosa intimidad y el infierno que suponía el saber que, si eso ocurriera, nunca volvería a ser la misma.^
Él notó su indecisión. Deslizó la mano hasta la parte baja de la espalda y la acarició suavemente de arriba a abajo, lo que aún alteró más sus emociones.
Con mucha delicadeza, cerró los bordes de su blusa y le abrochó los botones. Luego la separó suavemente de él.
—Daré instrucciones a los sirvientes para que te
sirvan algo de comer.
Kristi deseaba cerrar los ojos y poder borrar los diez últimos minutos. Pero eso era completamente imposible. Fuera como fuera tenía que ingeniárselas para poner orden en su cabeza y actuar como si nada hubiera ocurrido. Si él podía hacerlo, ella también.
—No tengo hambre —dijo mirándolo directamente a los ojos.
—Si cambias de idea, ve a la cocina y sírvete lo
que quieras.
No quería preguntarle nada, pero la voz le salió sin que tuviera tiempo de retenerla en la garganta.
—¿Cuándo volverás?
—Estaré aquí antes de que anochezca.
Él dio media vuelta y salió de la habitación. Ella oyó sus pasos alejándose a través del recibidor.
Kristi se quedó donde estaba, de pie, durante un largo rato. Luego empezó a dar vueltas por la habitación mientras miraba cada pequeño detalle. Era inconfundiblemente la habitación de un hombre. Entró en el cuarto de baño y decidió que se daría un largo y relajante baño.
Media hora más tarde, salió de la bañera, tomó una gran toalla y se secó. En la habitación estaba su bolsa con ropa limpia. Sacó de allí unos pantalones y una blusa y se los puso. Luego fue a buscar la cocina.
La casa era razonablemente grande. Estaba amueblada para resultar cómoda y práctica sobre todo para los hombres. Kristi se preguntó si Shalef habría llevado alguna otra mujer allí. Lo dudaba. Tenía casas en muchas ciudades del mundo. Carecía de sentido que llevara una mujer allí, cuando podía ofrecerle infinidad de lugares mucho más lujosos.
Encontró la cocina fácilmente. Al entrar vio a una mujer de mediana edad y a una chica joven. Ellas se volvieron hacia Kristi al oír que alguien penetraba en sus dominios. Por el olor era evidente que estaban preparando comida.
La mujer mayor la saludó mientras se dirigía hacia el armario, recogía un plato y se encaminaba hacía los pucheros. Le sirvió una gran porción de comida, mucho más de lo que Kristi podía comer. Así que le hizo una seña de que sólo quería la mitad. La mujer le mostró un pequeño comedor de diario y ella se sentó a la mesa.
La comida estaba muy buena. La carne era tierna y suculenta y las verduras, condimentadas con hierbas, tenían un sabor muy delicado.
La tarde se le estaba haciendo eterna. Habría deseado tener algo que leer… o cualquier cosa que la ayudara a matar el tiempo. Sabía que había una televisión en algún lugar, porque había visto una antena de satélite en el exterior de la casa. Seguramente habría incluso un equipo de música. Tal vez si recorría la casa daría con ello.
Efectivamente, Kristi encontró ambas cosas en un pequeño salón anexo a la sala de juegos. Encendió la televisión y recorrió uno a uno diversos canales antes de decidirse por uno en concreto.
Eran más de las cinco cuando empezó a oír el ruido de algunos vehículos que se aproximaban. Se dirigió a la ventana y pudo ver a cuatro hombres que bajaban de un Jeep y otros tres que bajaban de otro.
Shalef era fácilmente identificable. Se preguntó quienes serían invitados y quienes parte del servicio y, lo que era más importante, si los invitados hablarían inglés. De no ser así iba a resultar difícil cualquier intento de conversación durante la cena.
Por el tono exaltado de sus voces se podía deducir qué el día había resultado afortunado. Hubo un tumulto de risas intensas, y, luego cada uno se dirigió a su habitación con el fin de asearse para la cena.
—Sabía que podría encontrarte aquí.
Kristi volvió la cabeza, sobresaltada por su voz, ya que no le había oído entrar. Había cambiado la thobe negra por una de color marrón, que le confería un aspecto indomable. Era sin duda un hombre con suficiente poder para manipular su propio destino y el de otros hombres. Su efecto sobre las mujeres no necesitaba calificativos.
—Tienes un buen equipo audiovisual —dijo ella mientras se ponía de pie. Su altura era realmente intimidante, por lo que necesitaba levantarse a fin de ganar algo de terreno.
Él inclinó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento.
—La cena será servida dentro de media hora.
Ella lo miró detenidamente. Le llamaron la atención las finas líneas que irradiaban de la esquina de sus ojos, las hendeduras que marcaban sus pómulos y la dureza de su mandíbula.
Normalmente se sentía muy cómoda en compañía de hombres, pero era consciente de la segregación sexual que primaba en aquel país.
—No te preocupes de mí si prefieres cenar con tus invitados.
Su mirada se oscureció e hizo un gesto de impaciencia.
—Saben que estás aquí y no tengo ninguna intención de mantenerte oculta en una habitación aislada.
Ella encogió de hombros y se miró la ropa.
—Mi aspecto no es demasiado impactante.
—No tienes que impactar a nadie —contestó Sha-lef con sentido del humor—. ¿Nos unimos a nuestros invitados?
Los cuatro hombres tenían edades comprendidas entre los treinta y pocos y los cincuenta y eran, sin duda alguna, de clase social alta. Una mujer occidental entre ellos era tratada con una cortés desconfianza y cierto desapego. Si pensaban que Shalef bin Youssef Al-Sayed había perdido temporalmente el juicio, se cuidaban muy mucho de hacerlo patente en modo alguno.
Durante toda la noche se habló en inglés, pero, aunque la conversación fue fluida y fácil, ella tenía la sensación de ser una presencia incómoda.
Después del café, ella pidió disculpas y se despidió de todos ellos.
Una vez en su habitación, se desnudó, lavó cuidadosamente su ropa interior en el lavabo y la colgó en el toallero para que se secara. Después se metió entre las suaves y limpias sábanas de su enorme cama.
La oscuridad lo envolvía todo. Ella yacía en la cama, con un tumulto de pensamientos asaltando su
cabeza. No sabía con exactitud qué influencia podía tener Mehmet Hassan en la liberación de Shane.
¿Cuánto tiempo tendría que pasar para averiguarlo? ¿Semanas, meses? ¿Y si no lo lograba?
Kristi acomodó la almohada y giró hacia un lado. Estaba muy cansada. Llevaba levantada desde antes del amanecer y no podía más.
Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño. No debería haber tomado café.
De pronto, escuchó el sonido de la puerta que se abría. Rápidamente estiró la mano y encendió la luz. No podía creer lo que veía. Shalef estaba allí, frente a ella, a punto de quitarse la thobe.