Capítulo 6
QUÉ estás haciendo aquí, si puede saberse?
—le increpó Kristi con dureza. Shalef le dirigió una mirada llena
de sorna.
—Resulta que ésta es mi habitación.
Ella se sentó envuelta en la sábana.
—Bien, entonces uno de los dos tiene que
irse a cualquier otra habitación —dijo ella con ira
contenida.
—Esta casa tiene sólo cuatro habitaciones
para invitados —la informó él—. Resulta que tengo cuatro invitados
exactamente.
—¿No podrían compartir habitación?
—Todas las habitaciones son como ésta.
Sugerir que la compartan supondría un grave insulto —él sonrió—. Tú
eres mi… mujer. ¿Dónde deberías dormir sino en mi habitación?
—¡Ni pensarlo! —exclamó Kristi.
—No veo dónde está el problema. La cama es
grande.
Podía no ser un problema para él, pero de
ningún modo
iba ella a aceptar el compartir ya no la cama, sino la habitación
con él.
—Me vestiré y me iré a dormir al sofá del
salón — dijo ella dispuesta a salir.
—¿Y arriesgarte a que alguno de mis
invitados no pueda dormir y baje al salón para solazarse con la
radio o la televisión durante una o dos horas? Por lo menos aquí
estás bajo mi protección.
Una llama de ira se encendió en los ojos de
Kristi.
—Yo no pienso estar bajo tu… nada, por
ningún motivo.
Él rió suavemente.
—Me alegra escuchar que te gustan cosas
diferentes.
Ella se ruborizó. Sin pensarlo, tomó la
almohada más cercana y se la lanzó, sin plantearse si él le
devolvería o no el golpe.
Shalef tomó la almohada y la colocó
suavemente sobre la cama. Luego continuó desvistiéndose. Kristi no
pudo retirar la mirada ante el impresionante espectáculo que se
desarrollaba. Su cuerpo casi desnudo era de una perfección
escultural, sus músculos se movían bajo el brillo sedoso de su
piel. Era ágil y fuerte.
Cuando empezó a quitarse los calzoncillos,
ella buscó otro lugar al que mirar. No estaba tan loca como para
tratar de permanecer impasible mientras veía como se quitaba el
último vestigio de ropa.
Aquello le parecía indignante. ¿Es que no
poseía el más mínimo pudor?
La determinación transformó su cara en una
máscara de furia.
—Me voy a dormir al sillón.
Shalef se sentó al borde de la cama y luego
se acostó.
—Cómo prefieras.
—No prefiero nada de esto —dijo ella
entredientes y se puso de pie. Tiró de la sábana y se la enroscó
alrededor del cuerpo. Se la sujetaba con los dedos a
la altura del
pecho para evitar que se cayera, mientras luchaba con el exceso de
tela.
—Ten cuidado, no tropieces —dijo él con voz
de estar medio dormido. Ella le respondió con una mirada
devastadora.
El sillón era grande y parecía relativamente
confortable. Se acurrucó como pudo, se cubrió completamente con la
sábana, colocó la cabeza sobre uno de los brazos del sillón y cerró
los ojos.
Sólo consiguió adormecerse levemente. Pero
todo cuanto había ocurrido durante el día le producía una especie
de sueños intranquilos que se entremezclaban con la realidad de
aquella habitación. Al cabo de unas horas, el calor de la sábana
era insuficiente. La dobló varias veces a fin de lograr cubrirse
con varias capas.
A la media hora cualquier esperanza de poder
dormir se había desvanecido. Tenía que haber mantas en algún lugar,
pero no sabía donde. Era absurdo tratar de buscar en un sitio
desconocido y en plena oscuridad. Sólo le quedaba la ropa que se
había quitado.
Se levantó con cuidado, sin hacer ruido, y
trató de orientarse. El baño debía de estar directamente en frente,
la cama a la izquierda y la puerta a la derecha. De modo que lo que
tenía que hacer era encaminarse sigilosamente hacia el baño,
recoger su ropa, ponérsela y volver al sillón.
No se atrevía a encender la luz. Y desde
luego la habitación estaba oscura. No completamente oscura pero sí
lo bastante como para no poder moverse fácilmente en un espacio
completamente desconocido.
Kristi sabía que tenía dos modos de hacerse
con la ropa: cuidadosamente, tratando de llegar al baño sin
molestar al hombre que dormía en la cama o, por el contrario,
buscar la llave de la luz y despertar a Sha-lef. De algún modo la
primera opción le pareció la más acertada.
Se quitó la sábana, pues le iba a entorpecer
el movimiento. Se levantó de la silla y comenzó a
andar lentamente por la habitación.
Cuatro, cinco, seis pasos… el baño tenía que estar muy cerca, hacia
la izquierda.
Pero en lugar de encontrarse con la puerta
del baño se encontró con una pared. Debía estar un poco más a la
izquierda. Poco a poco se fue moviendo.
—¡Ah! —rechinó los dientes al sentir el
golpe que se había dado en los dedos del pie con un mueble.
—¿Kristi?
Se volvió rápidamente hacia el lugar de
donde salía la voz y gritó con cierta desesperación.
—¡No enciendas la luz! La sábana está encima
de la silla —era una situación terriblemente embarazosa.
—¡Tienes miedo de que te vea al natural?
—dijo él con un tono de burla.
Él se estaba divirtiendo con aquella
situación. Ella deseó ardientemente abofetearle y borrarle la
sonrisa que intuía en su cara.
—Estaba buscando mi ropa.
—Dudo mucho que la encuentres en mi
armario.
Ella respiró profundamente.
—La he dejado en el baño.
—Tu sentido de la orientación deja mucho que
desear —dijo él en un tono seco—. El baño está a tu
izquierda.
Kristi deseaba lanzarle algo,
preferiblemente apuntando a sus partes más vulnerables.
—Gracias —dijo ella, tan calmada y
educadamente como pudo. Acto seguido, la habitación se iluminó y
ella dio un grito de angustia.
—Te he dicho que no encendieras la
luz.
Él se había vuelto de espaldas, pero eso no
hizo que se sintiera mejor. Estaba justo a su lado. Comenzó a
temblar, en parte por la ira y en parte por reacción a lo que
acababa de ocurrir. Se sentía injuriada.
—Al menos ten la consideración de darme algo
para taparme, una camisa, cualquier cosa.
No la había tocado en ningún momento, sin
embargo, al
apartarse de ella, se sintió liberada, como si hubiera estado
abrazándola.
Poco después estaba a su lado de
nuevo.
—Levanta los brazos.
Ella obedeció. Una agradable sensación la
inundó al sentir el tacto del algodón en su cuerpo. Él le colocó
primero las mangas y después subió la camisa hasta los hombros.
Ella se la abrochó rápidamente. -
—Pareces una niña disfrazada de adulta —dijo
Shalef con una suave sonrisa. La camisa le llegaba casi hasta la
rodilla y de las mangas le sobraba un trozo considerable de tela—.
Ahora, por favor, métete en la cama antes de que te meta yo.
Ella se dio la vuelta y se encontró con el
rostro de él. Era atractivo. Su corazón inició un rápido latido que
poco a poco se fue haciendo pesado y casi doloroso.
Levantó una ceja con sorna.
—¿Crees realmente que vas a perder tu
dignidad?
¿Era un desafío? Pero no conseguiría que
cediera fácilmente.
—No cierres los ojos y mantente alerta —le
advirtió—. Puede que trate de vengarme.
El extendió la mano y la tomó por la
barbilla con el índice y el pulgar.
—Sabes que esa acción sólo podría tener un
final.
Algo la desgarró por dentro y se fue
convirtiendo en una especie de dolor agudo que irradiaba desde el
centro de su feminidad. Hacer el amor con ese hombre sólo como un
modo de venganza era algo que podría destrozarla
emocionalmente.
—No me gusta que me manipulen —dijo ella.
Aunque se encontraba en una situación que la hacía muy vulnerable,
odiaba la sola idea de capitular.
—Pusiste tu destino en mis manos en el
momento en que abandonaste el palacio y viniste al desierto — le
recordó él, mientras examinaba los cambios de expresión de su
cara.
Ella abrió la boca para protestar pero él
acalló su demanda al colocar un dedo sobre sus labios.
En los ojos de ella se veía claramente el
reflejo de su angustia interior. Él retiró el dedo de su
boca.
—Podías haberme mandado de vuelta al
palacio. ¿Por qué no lo has hecho?
La curva de su boca se relajó y dibujó una
leve sonrisa.
—Tal vez me agrade que estés aquí.
Su dedo se deslizó suavemente por el labio
inferior de ella y luego por el labio superior.
Un escalofrío la recorrió todo el cuerpo e
intentó, conscientemente, detener el flujo de sangre que esa acción
le había provocado.
—Compartir contigo la belleza severa de esta
tierra cruel que ata tan intensamente a los hombres que han nacido
en ella.
La mano descendió hasta su cuello y luego
alcanzó su pecho.
Kristi se sintió vulnerable. Los pulmones se
le habían paralizado, no podía respirar. Tenía que poner fin a
aquello.
—Es tarde y necesito dormir.
Él sonrió sin poder ocultar su mal
humor.
—Yo también.
Él la soltó y se aproximó hasta la
cama.
—Métete dentro, Kristi —ordenó con una
peligrosa calma mientras se cubría con las sábanas.
Algo se movió dentro de ella: ira, miedo,
resentimiento. Pero el instinto le aconsejaba no decir nada. Las
consecuencias de decir algo así parecían claras y no tenía
intenciones de lanzar ninguna provocación más.
Con mucho cuidado se acercó a la cama y se
acostó lo más próxima que pudo al borde.
Él se movió ligeramente hasta alcanzar el
interruptor de la lámpara. La habitación se sumergió en la
oscuridad.
Estaba completamente tensa. Cada músculo y
cada nervio acusaban la presencia de aquel hombre que yacía en la
cama a una escasísima distancia. Era como si todo su cuerpo
estuviera tratando de aproximarse a él. Le necesitaba tan
intensamente que su ansia se convertía en dolor.
Se imaginaba lo que sería sentir sus
caricias, sentir su latido sobre la piel, el roce de sus labios
sobre cada parte del cuerpo. Aquel pensamiento le resultaba
insoportable, más aún sabiendo que sería sólo el preludio de un
concierto de sensaciones que ella intuía salvajemente apasionado.
El crescendo alcanzaría su punto álgido con un juego tumultuoso que
la llevaría, seguramente, a creer que había muerto y ascendido a
los cielos.
¿O todo aquello no era más que una falacia,
una fantasía que creaban sus emociones con tanta intensidad que era
imposible que la realidad pudiera igualarla?
Kristi se dijo que no quería averiguarlo.
«Mientes», le descubrió su propio pensamiento.
Se había acabado, tenía que dormir, se dijo
con autoridad, a la vez que con frustración. En su desesperación
trató de respirar calmada y profundamente, a fin de apaciguar su
ánimo. Pero sus intentos fueron infructuosos. Tenía la sensación de
llevar años acostada y mirando al techo. Lo odiaba. Odiaba
profundamente al hombre que yacía a su lado por esa placidez con la
que había conciliado el sueño.
En algún momento debió de quedarse dormida
ya que cuando abrió los ojos ya había amanecido. La luz del día
inundaba la habitación, creaba sombras y, en lugar de oscuridad,
había color.
Despacio y con cuidado volvió la cabeza. La
cama estaba vacía. Estiró, uno a uno, todos sus miembros mientras
respiraba profundamente. Se colocó boca abajo. Se quedaría en la
cama una hora más, luego se levantaría, se daría una ducha y se
vestiría, antes de comer algo y de tomarse un café bien
cargado.
Una mano en el hombro y una profunda voz
masculina la sacaron de su letargo.
—Si quieres venir conmigo al desierto tienes
que estar lista en quince minutos.
Ella levantó la cabeza y se le aceleró el
pulso al ver a Shalef de pie junto al borde de su cama.
—Creía que ya te habías ido.
Se abrochó los últimos botones de la camisa,
la estiró para cubrirse las piernas lo máximo posible y se puso de
pie.
—Mis invitados se han marchado ya. Yo me
uniré a ellos más tarde —dijo él mientras sacaba la mata de pelo de
Kristi del cuello de la camisa.
Ella se quedó sin respiración y sin poder
pronunciar palabra.
—Por favor, no hagas eso.
Él sonrió con aparente dejadez.
—Pareces incluso asustada.
«Porque lo estoy», quiso gritar.
—Me has dado quince minutos, ¿no? —reiteró
ella y casi le empujó para abrirse paso hacia el baño.
—Le diré a uno de los sirvientes que te
preparen el café.
Ella habría podido asegurar que había un
tono de humor en su voz.
Se duchó y se vistió rápidamente.
Cuando entró en el comedor vio que había
sobre la mesa una ensalada de frutas, tostadas y una cafetera que
despedía un delicioso aroma a café recién hecho.
Una vez terminado el desayuno fue al
recibidor donde la esperaba Shalef.
—Tendrás que llevar una shayla y ponerte una
crema protectora —dijo él. Ella se quedó de pie y completamente
inmóvil mientras él le colocaba un largo pañuelo—. ¿Nos
vamos?
El cuatro por cuatro era exactamente el
mismo modelo que había tomado ella del palacio y se preguntó si,
tal vez, sería el mismo.
Después de una hora abandonaron la carretera
para meterse en un camino lleno de baches. Recorrieron así varios
kilómetros, hasta que Shalef detuvo el vehículo en un lugar cercano
a una gran tienda negra.
Señaló a un hombre alto que se dirigía a
ellos para saludarles.
—Mi padre desciende de los beduinos. Pensé
que podría ser interesante que conocieras a algunos de ellos. Nos
ofrecerán café. Rechazarlo supondría una grave ofensa. Recuerda que
tienes que agarrar la taza con la mano derecha. Trata de copiar
todo cuanto yo haga. Ni este hombre ni su familia hablan una sola
palabra de inglés. Ellos aceptarán tu silencio como una muestra de
respeto hacia mí —le dijo con una leve sonrisa. Se inclinó hacia
ella, agarró uno de los bordes de su shayla y lo sujetó de modo que
le tapaba parcialmente la cara—. Deja caer ligeramente el borde
cuando estemos dentro y estén a punto de servir el café.
Kristi se dejó embelesar por sus
anfitriones, sin perder ni un momento de vista a Shalef,
constantemente atenta de la distancia y la prudencia con que
trataban de establecer sobre ellos una adecuada valoración.
Sus vaqueros no eran demasiado ajustados, la
camisa no dejaba ver ni una sola parte de su cuerpo, abrochada
hasta el cuello y con mangas largas. Se sentía un poco extraña con
la shayla, pero ejercía su función: le tapaba la cabeza y le cubría
los hombros.
Ella podía sentir la empatia entre Shalef y
aquellas gentes, el lazo de unión que establecían los genes. Estaba
a la vez tan cercano y tan lejano a ellos.
Había tenido una educación privilegiada en
uno de los mejores colegios privados de Inglaterra, hablaba varias
lenguas y tenía un doctorado. Su capacidad para los negocios y su
brillantez en el sector financiero eran ya legendarios. Sin
embargo, hablaba árabe como si fuera su lengua materna, se mezclaba
con los
beduinos y elegía la sencillez y el relativo
aislamiento del desierto como su hogar durante varias semanas al
año.
¿Era realmente una llamada de la sangre o el
cumplimiento de un ritual obligado cara a su padre, Nash-wa y sus
hijas?
La mujer que compartiera su vida con él
tenía que saber que mientras en Londres, Nueva York, París, Lucerna
o Roma podía ser su igual, habría momentos en los que debería
permanecer en Riyadh y aceptar las restricciones que esta tierra
impone a las mujeres. Tendría además que vestir según las
exigencias sociales del lugar, completamente de negro fuera del
palacio y cubrirse la cara con un velo. Tendría que renunciar a su
independencia temporalmente y, en público, nunca cuestionar su
opinión, sus intenciones o sus deseos.
A pesar de todo, había una dignidad, una
atemporalidad y una aceptación del destino que se encerraba en esa
expresión inshallah, «si Dios quiere».
Kristi observaba detenidamente como se
servía el café, primero a Shalef y luego a su anfitrión. Ella tomó
la taza exactamente como Shalef le había indicado y esperó a que él
bebiera para tomar el primer sorbo.
Le habría gustado saber de que se hablaba en
la conversación pero sabía que cualquier intrusión sería mal
recibida. Se mantuvo en silencio. Su instinto le indicaba que había
razones de peso para seguir las recomendaciones de Shalef. Le
ofrecieron otro café que ella aceptó.
El campamento era pequeño. Había unos pocos
camellos cuya imagen contrastaba con la de una grúa japonesa. Todo
el equipo parecía fuera de lugar. El agua estaba recogida en
botellones de plástico en lugar de bolsas hechas de la piel de los
animales y había un moderno transistor en el lugar donde la mujer
de su anfitrión había preparado el café.
Shalef se puso de pie seguido del anfitrión.
Ella se levantó inmediatamente después. Parecía que era la hora de
marcharse.
Una vez fuera de la tienda, Shalef acompañó
a su anfitrión hasta donde se encontraban los camellos. Cada uno de
ellos fue inspeccionado con solemnidad y se comentó sobre él. Luego
se realizó una despedida formal antes de que Shalef se metiera en
el cuatro por cuatro. Ella le siguió puntualmente.
Tan pronto como habían retomado el camino,
él la interrogó.
—¿Te ha parecido interesante la
experiencia?
El vehículo iba cada vez más deprisa y
levantaba una nube de polvo por detrás.
—Intrigante —respondió Kristi.
—¿Podrías aclarar un poco más a qué te
refieres?
—Pareces encajar tan bien… Me llama la
atención lo diferente que es el Shalef árabe del occidental.
—¿Te parece extraño?
—No del todo —dijo ella-—. De algún modo
podría decir que te va perfectamente esa dualidad. Pero no puedo
dejar de preguntarme si eso no te hace sufrir un conflicto de
intereses. Tú has disfrutado lo mejor del mundo occidental. ¿No te
importa que, por ejemplo, Aisha y Hanan no tengan libertad para
tener ese tipo/le experiencias?
Él le lanzó una mirada cortante.
—Uno no puede elegir el país en el que nace
— puntualizó Shalef—. Lo único que se puede hacer es aceptar los
dictados de su herencia hasta que la educación y la capacidad de
decisión te den la posibilidad de elegir lo que deseas. Aisha y
Hanan son afortunadas, pues están siendo educadas en el extranjero.
Van a tener la oportunidad de decidir sobre su vida, si quieren
desarrollarse profesionalmente, si quieren casarse con el hombre
adecuado.
—Sin embargo, tú eres la cabeza visible de
palacio y tu opinión es sacrosanta —afirmó ella.
—Su bienestar es lo más importante para mí.
Si ellas demuestran un juicio erróneo y Nashwa requiere mi
intervención espero ser capaz de convencerlas para que piensen dos
veces sobre la situación.
—¿Y si fallas?
—Tomaría las medidas necesarias para
asegurarme de que no se cometían errores.
—¿Como por ejemplo?
—Negarles el pasaporte o reducirles las
pagas.
—¿Confinarlas a palacio?
—Como tu propia experiencia te ha probado el
palacio no es una cárcel —le recordó él.
— Podría serlo si no quieres estar allí —se
aventuró a decir ella con soberbia.
—Dado que esta es una conversación puramente
hipotética, sin ninguna base real, sugiero que cambiemos de
conversación.
—Te estás escabullendo —protestó
Kristi.
—No estoy esquivando la tormenta
—rectificó
Shalef.
—¿Es un tema del que no quieres
discutir?
—Es un tema que no puede tratarse si no se
comprende el Corán en un país que carece de constitución. La mayor
parte del sistema legal está basado en la aplicación directa de la
ley islámica según la interpretación de la escuela islámica Hanbali
de Jurisprudencia, la más conservadora de las cuatro escuelas
legales del islam Sunni.
—Ya entiendo —dijo ella con una sonrisa
distante en los labios.
—Dudo que entiendas nada.
Ella lo miró fijamente. Trataba de adivinar
cual era su postura más allá de lo que se limitaba a ser una
exposición puramente política.
—¿Y tú, Shalef, te consideras un afortunado
por poder disfrutar lo mejor de los dos mundos o te sientes muchas
veces atrapado entre los dos?
—Acepto mi herencia árabe, puesto que ese
fue el deseo de mi padre.
—Y cuando te cases, ¿seguirás la tradición
islámica de tomar más de una mujer?
—Espero escoger a una mujer que me ame de
tal modo que no me sea necesario buscar otra esposa.
—Pero, ¿y que hay de tu amor por ella?
—Tienes alguna duda sobre que pueda hacer
feliz a una mujer —dijo él, divertido ante semejante
insinuación.
—Sexo es sólo una de las muchas cosas
importantes del matrimonio. Tiene que haber además comprensión,
apoyo emocional y, sobre todo, amor.
—Muchas mujeres renunciarían a esas tres
cosas si en su lugar hubiera riqueza, y una posición social.
—Eres un cínico —-le replicó y recogió la
burla que expresaban sus ojos.
—Tengo muchas razones para serlo.
A ella no le cabía duda de eso. Muchas
mujeres revoloteaban a su alrededor como polillas encandiladas por
un bombilla. Sin embargo, muy pocas se interesaban realmente por
él. Era su riqueza lo que resultaba realmente atractivo, las joyas
que podrían tener, el prestigio social, sólo por el módico precio
de un pequeño intercambio sexual.
La residencia de caza se hizo rápidamente
visible, lo que sorprendió a Kristi.
—El tiempo vuela cuando uno se está
divirtiendo de verdad —dijo él, con sorna y ella le hizo un pequeño
gesto de burla—. Primero comeremos y luego, si quieres, puedes
venir a ver cómo se amaestra a los halcones.
—Pájaros en cautividad, marcados y
encadenados —dijo ella con ironía.
—Pero que cuando los dejas libres se limitan
a dibujar con su vuelo un pequeño círculo en el aire y regresan
puntualmente con su amo —dijo él y detuvo el coche—. Tienen un
lugar agradable para vivir, están bien alimentados y llevan una
vida infinitamente más agradable que la que tendrían en
libertad.
__Es una pena que no puedan comunicarse con
nosotros. Tal vez contarían una historia muy diferente.
—O tal vez no.
Él paró el motor del
coche.
.
—Eres un formidable estratega —le dijo
Kristi—. En el campo de batalla de los negocios debes de ser un
adversario diabólico.
—En cualquier campo de batalla —dijo
suavemente Shalef. Ella tuvo que reprimir un escalofrío. Sin duda
habría pocos hombres o mujeres que pudieran superarlo en
algo.