Capítulo 3

EL comedor era más pequeño de lo que ella había imaginado, pero exquisitamente amueblado con una mesa antigua para ocho personas y un gran aparador. Las paredes estaban adornadas con cuadros originales y espejos ricamente enmarcados, todo ello iluminado por una bella lámpara de cristal. A lo largo de la mesa se disponían numerosas bandejas cubiertas con tapas de plata, con una hermosa orquídea dominando el centro.
Kristi se sentó en la silla que le ofreció Shalef bin Youssef Al-Sayed. Él se sentó justo enfrente de ella.
Una mujer de mediana edad, de cara agradable, fue removiendo una a una las tapas de los platos. Luego señaló a una gran selección de postres que había dispuesto sobre el aparador.
Con una alegre sonrisa, Hilary, tenía que ser Hi-lary, dedujo Kristi, se dirigió a su señor.
—¿Desean que les sirva la sopa?
—Muchas gracias, pero ya nos servimos nosotros mismos.
—Llamen cuando deseen que sirva el café.
Él descubrió la sopera de porcelana.
—Espero que le guste la porrusalda, señorita Dal-ton.
—Sí.
Tomó su plato y le sirvió una porción: Luego él se sirvió otro tanto.
—Buen provecho —dijo él con cierta sorna y ella inclinó levemente la cabeza en una señal de asentimiento.
La sopa era deliciosa. El segundo plato, no menos apetitoso, se componía de ternera al horno con un acompañamiento de verduras.
—¿Vino?
—Sólo un poco —aceptó Kristi, indicándole que se detuviera cuando la copa estaba a la mitad.
Al comer, Shalef bin Youssef Al-Sayed se movía con elegancia. Destacaban sus manos grandes con un poco de bello y sus dedos largos y bien formados. Ella podía imaginárselos controlando un caballo y conduciendo un todo-terreno. También se los imaginaba recorriendo suavemente la piel de un cuerpo femenino. ¿Por qué de pronto le asaltaba ese pensamiento? A medio camino detuvo la mano antes de llevarse la comida a la boca y la devolvió al plato. La presión a la que había estado sometida en las últimas semanas y que había llegado a su punto álgido en estos dos últimos días la estaba volviendo loca. No había una explicación lógica para esa cadena de pensamiento.
—¿Le sirvo más verdura?
Ella tomó un sorbo de vino para tragar con más facilidad y deshacer el nudo que tenía en la garganta.
—No, gracias —dijo ella y su voz sonó ligeramente quebrada.
Él había comido más deprisa y casi el doble que ella.
—¿Postre?
Se decidió por un poco de fruta y queso francés,
mientras él paladeaba un delicioso pastel de manzana con nata. Sin duda adoraba los dulces, lo que, de algún modo, le hacía parecer humano.
—¿Volvemos al salón para tomar café?
—Gracias —le dijo ella, observando como él se deshacía de su servilleta y la colocaba cuidadosamente sobre la mesa. Kristi hizo lo mismo y se puso de
pie..
El se dirigió hacia la puerta, la abrió y la invitó a
entrar en la sala contigua.
Una nube de mariposas comenzó a revolotearle en el estómago. Las dos últimas horas habían sido dedicadas a entablar una amigable conversación, pero llegaba el momento de ir directamente al asunto que la había llevado hasta allí. Tenía que convencerlo de algún modo de que la información que poseía era peligrosa para él y así forzarle a interceder por ella ante el disidente político Mehmet Hassan. Era necesario, a fin de lograr su propósito y conseguir la liberación de su
hermano.
—Póngase cómoda —le rogó Shalef bin Youssef Al-Sayed tan pronto como se hallaron en la estancia. Después pulsó un timbre—. Hilary nos traerá café.
Kristi se sentó en el mismo asiento que había ocupado a su llegada.
—Jeque bin Al-Sayed —había llegado el momento y le costaba más trabajo del que ella esperaba—. La cena ha sido deliciosa, pero ahora…
—Quiere que entremos en el tema que le interesa —dijo él con un tono poco serio mientras se sentaba enfrente de ella.
—Sí.
Apoyó un codo en el brazo del sillón y comenzó a golpear con los dedos, adoptando una expresión enigmática que Kristi no se sentía capaz de catalogar.
—La pelota está en su campo, señorita Dalton. Le
sugiero que inicie el juego.
La mirada de Kristi se hizo firme y su gesto se endureció.
—¿Cuándo tiene previsto emprender el viaje a Ri-yadh?
—La próxima semana.
El hormigueo del estómago, lejos de haber cesado, se había incrementado.
—Con su influencia supongo que eso será tiempo suficiente para tener todos los papeles a punto para la fecha de partida.
—Por supuesto.
Hasta ahí todo parecía ir sobre ruedas.
—Tal vez podría darme más detalles de cómo se realizará el viaje.
Él permaneció en silencio durante unos segundos, silencio que se hacía cada vez más denso.
—Los detalles del viaje son lo más sencillo, señorita Dalton. Tomaremos un vuelo comercial hasta Bahrain y después mi avión privado nos conducirá hasta Riyadh —aseguró él con una intensidad que pertubó aún más a Kristi—. Lo que no es tan sencillo es encontrar una justificación para que usted viaje conmigo hasta allí.
—¿Porqué?
—La tercera mujer de mi padre tiene tres hijas que estarán terriblemente interesadas en saber por qué llevo una mujer conmigo.
Ella abrió los ojos en un gesto de sorpresa.
—No habla usted en serio, ¿verdad? —preguntó ella.
—El hecho de que lleve conmigo a una mujer es algo muy significativo a los ojos no sólo de mi familia, sino de muchos de mis amigos —dijo él con una sonrisa indiferente—. Dígame, señorita Dalton, prefiere usted ser aceptada en el seno de mi familia como la mujer de mi vida o como una conquista pasajera.
En ese justo momento, Hilary irrumpió en la habitación
 con un carrito en el que traía una cafetera de plata, dos tazas con sus platos, leche, nata, azúcar y un plato con dulces.
—Gracias, Hilary, la cena ha sido extraordinaria, como siempre —la felicitó Shalef bin Youssef Al-Sa-yed, mientras Kristi se sentía arder de ira.
De algún modo, logró dominar su arrebato y sonreir cortésmente, con un ademán de reconocimiento hacia la cocinera.
Pero en el momento en que Hilary desapareció,
Kristi se lanzó al ataque.
—¿Que hay de malo en presentarme como una invitada sin más? —preguntó agitadamente.
Su mirada se endureció y ella empezó a sentirse
incómoda.
—Debo un respeto a Nashwa y sus hijas. Siempre que visito Riyadh me adhiero a las costumbres del país de mi padre durante el tiempo que permanezco allí. Como su protector, debo hacerme cargo de usted, soy responsable de su correcto comportamiento y soy responsable de su bienestar y de garantizarle el medio de volver a su lugar de origen cuando decida marcharse.
Kristi levantó una mano y la dejó caer con un gesto de desesperación. Lo que más le importaba era Sha-ne, y sabía que la influencia que Shalef bin Youssef Al-Sayed podía ejercer sobre Mehmet Hassan podía ser de vital importancia para lograr la liberación de su
hermano.
—De acuerdo —dijo ella—. No me gusta en absoluta la idea de pasar por su prometida, pero tendré que aceptar la condición.
Él no hizo comentario alguno. Se levantó y sirvió café, caliente y aromático, en dos tazas.
—¿Leche, nata o un poco de licor?
—Lo quiero sólo, gracias.
Se sirvió azúcar y lo tomó a pequeños sorbos, observando como él hacía lo mismo. Después de terminar
, colocó cuidadosamente la taza y el plato sobre la mesa.
—Le rogaría me pidiera un taxi, jeque bin AI-Sayed. Me gustaría volver al hotel.
—Shalef —la corrigió con suavidad—. Dado que vamos a tener una estrecha relación, sería realmente extraño que continuara dirigiéndose a mí con tanta formalidad.
Después se levantó.
—Yo la llevaré hasta la ciudad.
La sola idea le produjo un nudo en el estómago.
—Un taxi ahorrará molestias.
—¿A quién?
—A usted, por supuesto. Me parece innecesario que conduzca una hora de ida y otra de vuelta a estas horas de la noche.
—Hay muchas habitaciones vacías en la casa. Puede usted quedarse si lo desea.
Los ojos de ella se encendieron de ira ante el tono burlón de sus palabras.
—Le rogaría solicitara mi abrigo.
—En seguida —dijo él, sin perder el aire seguro e indiferente.
—Gracias.
Una vez en el coche, ella permaneció en silencio. Él puso una bella música de Mozart que llenaba el vacío, haciendo innecesaria cualquier conversación.
Conducía bien, bastante más deprisa que su chófer. ¿O era más bien su guardaespaldas? El camino entre Berkshire y Londres se le hizo corto, aunque al entrar en la ciudad cualquier exceso de velocidad era recogido y controlado por los semáforos.
En cuanto Kristi divisó la entrada al hotel se preparó para salir, impaciente por que Shalef bin Youssef Al-Sayed detuviera el coche.
—Muchas gracias —su mano se detuvo en la manecilla de la puerta del coche al volverse hacia él. Era
difícil descifrar la expresión de su cara—. Me imagino que me informará con tiempo de la hora de partida de nuestro avión.
—Este sábado tengo una cena formal a la que me gustaría me acompañara.
—¿Por qué?
Aquella simple pregunta no parecía haber sido demasiado acertada a juzgar por la dureza de su mirada.
—En menos de una semana conocerá a los miembros de mi familia. Sería importante que diéramos muestras de cierta complicidad y conocimiento mutuo.
—¿Tiene alguna importancia?
—Considero que sí. Esté lista a las siete.
La indignación se apoderó de ella.
—No me gusta que me den órdenes.
—¿Le gusta siempre discutir tanto?
—Sólo con aquellos que no muestran respeto hacia mi capacidad de decidir si quiero o no aceptar una invitación —respondió ella con frialdad.
—¿Rechaza usted mi invitación? —su voz sonaba peligrosamente suave y, a pesar del calor que hacía en el interior del coche, ella sintió un escalofrío.
—No —dijo haciendo, alarde de una gran calma—. Sólo quiero dejar claro que prefiero que me pregunté a que me imponga lo que he de hacer.
Abrió la puerta, salió del coche y la cerró cuidadosamente. Luego se dirigió hacia la entrada del hotel, sin volver la cabeza.
No fue hasta que no estuvo en la habitación del hotel que se permitió el lujo de proferir alguna que otra exclamación de rabia.
Shalef bin Youssef Al-Sayed estaba empezando a amenazar su equilibrio interno de muchas maneras. Aquello no le gustaba, ni tampoco la idea de ser su pareja en una fiesta formal. Pero no podía permitirse el lujo de enfurecerle.
«Todavía no», se decía a sí misma con malicioso sarcasmo.
«Todavía no».
«Formal» era sin duda la expresión más adecuada, reflexionaba Kristi mientras observaba a los ocupantes de aquel inmenso comedor. Veinticuatro personas rigurosamente sentadas a la mesa, a las que varias camareras uniformadas servían carne asada, mientras otros tantos camareros ofrecían vino de la mejor calidad a cada uno de los comensales. La vajilla era de porcelana ribeteada, las copas del más fino y reluciente cristal y la cubertería de plata. Todo el conjunto se remataba con un artístico centro de flores que se levantaba suntuoso desde la mitad de la mesa.
Todas las damas lucían joyería cara y no cabía duda de que lucían trajes originales de grandes diseñadores.
—¿Desea algún postre, señorita Dalton? Hay una variada selección de frutas, además de tiramisú y pastel de fresa.
Aunque cada plato constaba sólo de una pequeña porción, había perdido la cuenta de cuantos le habían servido y no se sentía capaz de comer nada más.
—No, gracias —le dijo a la camarera con una sonrisa.
—No necesita en absoluto cuidar su figura.
Kristi se volvió hacia el hombre que estaba sentado a su lado al notar como la rodilla de él rozaba insistentemente la suya. Sin remordimiento alguno, colocó su afilado tacón de tal modo que se le clavara en el tobillo al más mínimo movimiento.
—Dudo de que Shalef le agradeciera en exceso el cumplido —dijo ella con fingida dulzura.
—Un punto a tener en cuenta —reconoció él con cinismo—. Lo tendré en cuenta.
Le sonrió con intencionada hipocresía. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar antes de poder abandonar la mesa y de que pasaran al salón?
—Prueba un poco de queso —le sugirió Shalef con
delicadeza, al tiempo que lo extendía sobre una pequeña tostada y se lo ofrecía. Sus ojos oscuros encerraban, como siempre, esa mirada enigmática. No pudo evitar sorprenderse con aquella acción de estudiada familiaridad.
Kristi esbozó un gesto de aceptación y tomó la tostada.
—Delicioso —reconoció ella. Nunca le había cabido duda de lo peligroso que aquel hombre podía resultar cuando desplegaba sus encantos. Era posiblemente
mortal.
—Quieres un poco más.
—No. Gracias —añadió ella.
—Muy correcta.
—No se- ría de mí —le dijo ella suavemente en un
susurro.
La miró unos segundos, pensativo.
—¿Es eso lo que piensas que estoy haciendo?
—Está jugando un papel frente a todos estos invitados, que tienen, sin duda, un discreto deseo de saber algo más sobre la nueva acompañante de el jeque Shalef bin Youssef Al-Sayed.
—¿Qué es exactamente lo que a ti te preocupa? — preguntó él—. ¿Ser objeto de interés o que te consideren mi última conquista?
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Hay bien poco que yo pueda hacer respecto a lo primero. En lo que se refiere a lo segundo, me gustaría que dejara de dar muestras de una intimidad que no existe entre nosotros.
—Creo que estás dando muestras de una vivida y distorsionadora imaginación.
—Mientras usted, jeque bin Al-Sayed, esquiva mis palabras con la habilidad de un maestro del ajedrez.
Un leve sonido se produjo en su garganta y emergió como un atisbo de sincera carcajada. Sus ojos se encendieron en un gesto caluroso.
—Shalef—insistió suavemente.
Kristi le observó cuidadosamente.
—Supongo que es demasiado pronto para pedir que me lleve al hotel.
Su boca se curvó con indolencia.
—Sin duda alguna.
—En ese caso trataré de entablar una entretenida conversación con alguno de los invitados.
—Una alternativa podría ser el que tratara de entretenerme a mí.
Ella tomó su copa y dio un sorbo de agua fría. Luego la dejó cuidadosamente sobre la mesa.
—¿No está cansado de que las mujeres traten de llamar continuamente su atención?
—Depende de la mujer en cuestión —dijo él en tono burlón—-. Y de sí quiere algo más que llamar mi atención.
Justo en ese momento se rogó a los invitados que pasaran al salón contiguo. Kristi se levantó con un sentimiento de inmenso alivio, feliz por haber tenido la oportunidad de escapar de el peligro inminente que Shalef bin Youssef Al-Sayed comenzaba a suponer.
Pero aquel momento de libertad fue breve, pues en seguida se colocó junto a ella y la agarró delicadamente del brazo para dirigirse a la otra sala.
Todos sus sentidos parecían estar alerta y no podía evitar sentir su olor masculino, mezclado con el de un suave jabón y un sutil toque de colonia. Su tacto le hizo ser consciente de la química que había, del deseo sexual que le despertaba. Se le aceleraron el pulso y la respiración.
Esos sentimientos suponían una complicación que no podía asumir en aquellos momentos. Debía controlar sus impulsos.
—Shalef, qué maravilla volverte a ver.
Kristi oyó aquella voz suave y femenina y reparó en sus manos perfectamente arregladas, sus uñas rojas brillantes un instante antes de ver como aquella mujer escultural de pelo negro agarraba el brazo de su acompañante.
Iba perfectamente maquillada, sin excesos, pero con el toque justo para resaltar aún más sus bellos rasgos, lo que acompañaba con un elegante vestido al estilo europeo, absolutamente exclusivo y diferente al de cualquiera de las otras mujeres que había en la sala. Kristi no pudo evitar pensar que probablemente le había llevado toda la tarde componer aquel conjunto y lograr ese resultado.
—Fayza.
¿Era su imaginación o se había creado de pronto una atmósfera un tanto enrarecida?
—Permíteme que te presente a Kristi Dalton. Fayza Al-Khaledi.
Sus rasgos eran armoniosos. Su boca esbozó una sonrisa que dejó entrever unos dientes blancos perfectos. Pero tenía esos mismos ojos negros cuya mirada parecía venir directamente del Ártico.
—Ruego me disculpen. Voy a servirme un poco de
café.
Kristi tardó más de lo necesario en servirse el azúcar y la leche.
Repentinamente comenzó a mostrar interés en los invitados, felicitó a la anfitriona por el excelente café y se enfrascó en una conversación superficial de la que había huido hasta aquel momento. No dirigió ni una sola mirada a Shalef bin Youssef Al-Sayed, ni a su despampanante amiga.
—No era necesario que me abandonaras.
Ella se giró hacia él al sentir su presencia.
—Tan poco tenía necesidad alguna de competir.
Shalef prefirió no hacer ningún comentario. Kristi terminó su taza de café y rechazó una segunda. Shalef le indicó que era momento de marchar, lo que, sin duda, hizo a Kristi sentirse aliviada, aunque evitó, en pos de la corrección, que lo hiciera obvio.
—¿Te ha parecido muy aburrida la velada?
El reloj del salpicadero marcaba las doce en punto de la noche. Kristi se acomodó en el asiento del coche que iniciaba el viaje a través de la autopista.
—En absoluto —aseguró ella educadamente—. La comida era exquisita y los invitados no lo eran menos.
—¿Incluyendo al que, durante la cena, trataba a toda costa de captar particularmente tu interés?
—¿Era muy obvio?
—Tiene cierta reputación de Cassanova —le dijo secamente.
—No necesito ningún protector.
—En Londres sir Alexander Harrington puede brindarte el apoyo que necesitas. Pero en Riyadh será completamente diferente.
Ella lo miró. Su rostro se perfilaba anguloso en medio de aquella semi-oscuridad.
—Eso es, por casualidad, una advertencia.
—Sólo una sugerencia de que debes aceptar los dictados políticos y religiosos del país de mi padre — dijo él.
—No tengo intención alguna de ejercer ningún tipo de influencia sobre los miembros más jóvenes de su familia, ni poner en entredicho su poder, jeque bin Al-Sayed —dijo Kristi con ironía.
—Shalef—la corrigió suavemente.
De nuevo, Kristi sintió un nudo en el estómago que no hizo sino incrementarse al contemplar la escena que se desarrollaba fuera del coche.
Estaba empezando a nevar. Los copos se iban asentando en los árboles y en los laterales de la carretera.
A lo lejos se divisaron las luces de la ciudad y, en seguida, estaban sumergidos en la urbe. Las calles iluminadas tenían un brillo especial, mientras la mayoría de los hogares estaban ya a oscuras. Las gentes de Londres se protegían del frío dejándose atrapar por el calor de las sábanas, inmersos en un sueño reparador.
Kristi temblaba, a pesar de la calefacción del coche
. En pocos días estaría volando con un hombre al que apenas conocía y en cuyas manos estaba, no sólo su propia seguridad, sino el destino de su hermano.
¿Cuánto tiempo le llevaría lograr su propósito? Tenía que salir victoriosa de aquella empresa. Esta vez no podía permitirse ni un sólo fallo.
El coche se detuvo ante la entrada principal del hotel. Ella lo miró.
—¿A qué hora tengo que estar en el aeropuerto? Él se apoyó sobre el respaldo de su asiento y colocó un brazo sobre el volante.
—Mi chófer pasará a recogerte. Te haré saber a qué hora deberás estar preparada.
—Gracias —dijo ella. Abrió la puerta y salió del coche—. Buenas noches.
—Buenas noches —repitió él. El tono irónico de su voz continuó resonando en sus oídos incluso después de haberse metido en la cama y le impedía dormir. Hasta que, poco a poco, el sueño la atrapó y la sumergió en un mundo complejo de imágenes inquietantes.