Capítulo 1

KRISTI terminó de maquillarse, se levantó y se acercó un poco más al espejo para verse con detalle. Quería resultarle atractiva a aquel hombre en particular, aunque sabía que lo sería para muchos otros.
Se había puesto un vestido de seda azul, de corte sencillo, que resaltaba sus contornos, sus pechos y su cintura estrecha. Dejaba, además, entrever ligeramente su pierna. Unos elegantes zapatos de tacón daban a su indumentaria el toque final. Le caía por los hombros una hermosa cascada de rizos castaños. Sus grandes ojos pardos acentuaban la delicadeza de su rostro y la sensualidad de su boca. Llevaba pocas joyas: un sencillo reloj de oro, unos pendientes y una esclava.
Satisfecha consigo misma, Kristi recogió su abrigo y su bolso y salió de la habitación del hotel.
En recepción pidió un taxi que no se hizo esperar y, tras dar la dirección al taxista, se encaminaron a Knightbridge. Kristi estuvo silenciosa y pensativa durante todo el trayecto, mientras el taxi recorría las calles vacías de la ciudad.
Ella había tomado la determinación de hacer aquel viaje. Ninguno de los delegados de los correspondientes gobiernos, el británico y el australiano, había acogido con satisfacción dicha decisión. Le habían pedido que esperara y que dejara a otros que realizaran su trabajo.
Pero ella se había cansado de esperar, se había cansado de escuchar diferentes voces que al fin y al cabo no hacían más que repetir lo mismo día tras día. Necesitaba ponerse en acción y tenía el convencimiento de que el jeque Shalef bin Youssef Al-Sayed podría ayudarla. Su intervención ya había sido definitiva en un caso similar, hacía un año aproximadamente. Había logrado la liberación del rehén.
Tenía la esperanza de poder persuadirle para que usara su influencia y lograr, así, la liberación de su hermano. Esa remota esperanza había sido suficiente para impulsarla a hacer una reserva en el primer vuelo disponible a Londres.
Sin embargo, desde su llegada hacía ya dos semanas no había obtenido una respuesta clara. Ninguna de sus llamadas habían sido atendidas y lo mismo ocurría con los faxes que había enviado. Su intento de filtrarse en su oficina había sido en vano. Aquel hombre era inaccesible.
Pero la amistad de Georgina Harrington, la hija de un diplomático con quien había trabado una profunda amistad en la escuela, le dio la oportunidad de conocer al jeque dentro del entorno social en el que se movía. Sin la ayuda de sir Alexander Harrington nunca habría conseguido una invitación para aquella velada.
La decisión de que Kristi tomará el lugar de Georgina como acompañante de sir Alexander había sido secundada por el jeque, o al menos por su secretaria. Tras informar de la imposibilidad de que Georgina asistiera con sir Alexander al compromiso, víctima de
un virus, se solicitó permiso para que en su lugar asistiera Kristi Dalton. Al día siguiente el fax de autorización daba carta blanca.
El taxi atravesaba velozmente las calles mojadas, adornadas por el reflejo de las luces sobre el pavimento húmedo. Londres era muy diferente a Australia en aquella época del año. Por un momento deseó estar bajo el cielo azul y el sol intenso, tumbada plácidamente sobre la arena en una playa de Quensland.
Por fin llegó al elegante apartamento de sir Alexander.
—Estás deslumbrante, Kristi —exclamó Georgina con sinceridad al entrar en la sala y ver a su amiga, opinión que sir Alexander compartió plenamente.
—Muchas gracias —respondió Kristi con una sonrisa ligeramente ausente.
Todo cuanto quería conseguir dependía de cómo se desarrollaran las próximas horas. Había ensayado, pensado cada movimiento, cada palabra, cada estrategia. No podía permitirse ni un fallo.
—He dado órdenes a Ralph para que tenga el coche dispuesto en la puerta a las cinco y media, así es que si estás lista podemos marcharnos ya —informó sir Alexander.
Kristi sintió un nudo en el estómago.
—Buena suerte. Te llamaré mañana para ver si podemos comer juntas —se despidió Georgina mientras la abrazaba con fuerza.
Sir Alexander tenía un antiguo Rolls que conducía Ralph, el chófer, quien había permanecido junto a la familia Harrington un numero indeterminable de años.
—Hay poco tráfico señor, estimo que tardaremos una hora en llegar a la mansión del jeque en Berkshire.
Tardaron tres minutos menos de lo previsto, se dijo Kristi cuando ya se habían detenido frente a una gran puerta de hierro, franqueada por dos guardas de seguridad. Ralph mostró las invitaciones y los correspon-
dientes documentos de identidad. Finalmente la puerta se abrió permitiendo la entrada del Rolls que los condujo a la entrada principal. Allí fueron recibidos por otro guarda.
—Señorita Dalton, sir Harrington, buenas noches.
Un mayordomo apostado frente a la puerta recogió el abrigo de Kristi. Después el ama de llaves los condujo a una suntuosa sala donde esperaba el resto de los invitados.
Espejos ricamente enmarcados y tapices de seda con bordados originales cubrían las paredes. Los muebles eran sin duda antigüedades francesas. Tres candelabros de cristal alumbraban con los reflejos multicolores que producían los prismas.
—En seguida se les servirá una bebida. Ahora, si ustedes me disculpan.
Muy pronto un gran número de camareros muy bien uniformados fueron sirviendo un menú muy elaborado y adecuado a las exigencias personales de cada comensal.
Una suave música, casi inaudible, se difuminaba al fondo, entremezclada con la voz de los invitados. Kristi sonreía educadamente a la mujer de un conde inglés que sir Alexander acababa de presentarle.
Kristi examinó atentamente a cada uno de los asistentes. Para los hombres parecía obligatorio el traje negro y la camisa blanca con pajarita. Las mujeres, en muchos casos, habían sido peinadas y maquilladas por un profesional. Por un momento, su mirada se detuvo en un hombre que destacaba por su estatura de todos los demás: el jeque Shalef bin Youssef Al-Sayed.
Las fotografías de los periódicos y de las revistas no le hacían justicia. Así, en carne y hueso, ese hombre emanaba una especie de poder animal, junto con un especial magnetismo.
La musculatura acentuaba su ancha estructura ósea y sus rasgos faciales estaban finamente esculpidos. El
pelo negro y la tez aceitunada eran la huella imborrable que el linaje paterno había imprimido en él.
Era hijo de un príncipe árabe y una mujer inglesa. Su madre, quien al principio accedió a una boda musulmana, volvió a Inglaterra, donde dio a luz a su hijo. Sin embargo, nunca más quiso regresar a aquel país, donde las mujeres sólo eran consideradas siervas del hombre y pasaban a un segundo plano en cuanto el marido adquiría una segunda esposa.
A pesar de todo la historia de amor entre el príncipe y su esposa había continuado durante años, tomando fuerza en cada visita que él realizaba a Inglaterra. La madre de Shalef murió cuando éste tenía sólo diez años. Fue entonces cuando el príncipe se hizo cargo de su hijo y lo llevó a su país de origen donde fue educado para heredar el título y las posesiones de su padre.
A sus treinta y tantos años, Shalef bin Youssef Al-Sayed se había ganado la consideración internacional por su labor empresarial y, desde la muerte de su padre, su nombre iba siempre asociado a una incalculable riqueza.
Nadie en su sano juicio habría querido a aquel hombre por enemigo. Vestido con un traje de corte impecable, no podía ocultar, bajo su aspecto sofisticado, un implacable aire de rudeza.
Repentinamente, como si hubiera sentido la mirada penetrante de ella, él levantó la vista y sus ojos se encontraron durante unos breves segundos.
Todo pareció nublársele a Kristi durante unos segundos cuando sintió sus ojos escudriñándola. Un incesante calor le recorría las venas y un escalofrío la agitó de arriba a abajo.
Nunca un hombre la había hecho sentir tan vulnerable y eso la desconcertó. El que eso le ocurriera con cualquier otro hombre no la habría preocupado en exceso, pero en aquel caso era distinto. No podía permitirse eso con Shalef bin Youssef Al-Sayed.
Durante un segundo, pudo apreciar cierto cinismo en su expresión. Luego su atención se desvió hacia el hombre que le saludaba con extrema diligencia y respeto.
Kristi no dejó de mirarlo con insistencia. Su interés era puramente profesional o, al menos, eso se dijo a sí misma. Le gustaba analizar los movimientos de la gente. Eso le había hecho avanzar mucho en su profesión de fotógrafa, ya que el conocimiento del lenguaje del cuerpo le permitía sacar siempre lo mejor de quien posaba. Esa capacidad le había dado de comer en su época de estudiante cuando vivía con sus padres. En aquel momento le observaba a él, la leve inclinación de su cabeza, la sensualidad del movimiento de sus labios, enfrascados en una educada conversación, su mirada penetrante. Podía parecer relajado, pero su porte era de hierro y la fuerza de su silencio era implacable y terriblemente peligrosa.
Un miedo indefinible le corrió por la columna vertebral a Kristi. Como enemigo ese hombre debía de ser letal.
—Kristi.
Ella se volvió y respondió a sir Alexander con una sonrisa cálida.
—Permíteme que te presente a Annabel y a Lance Shrewsbury. Ella es Kristi Dalton, una estimada amiga de Australia.
—Australia —exclamó Annabel, con una sorpresa tan excesiva que parecía querer expresar su incredulidad sobre la existencia de tan remoto y oscuro lugar—. Estoy fascinada. ¿Vive usted en una granja?
—Sydney —respondió ella con un tono de fingida educación—. Es una ciudad con cinco millones de habitantes. Las granjas allí ocupan millones de acres.
No pudo evitar un tono áspero, casi malhumorado.
La mujer abrió los ojos ligeramente.
—¿Millones de acres?
—Así es —respondió Kristi con cierta solemnidad—-. Utilizamos aviones o helicópteros para comprobar el estado de las vallas que marcan los límites entre unas tierras y otras.
—Debe hacer tanto calor allí y, además hay culebras. Para mí sería imposible vivir en un lugar como ese —dijo Annabel, reprimiendo un escalofrío.
Los dedos alargados, terminados en unas uñas rojas cuidadosamente pintadas que conjuntaban con el rojo de labios, se movían en exceso. Destacaba de ella el excelente trabajo de ortodoncia que sin duda hacía gala de su boyante economía, y no menos interesante era el delicado trabajo de maquillaje reparador. De unos treinta años, que se acercaban más a los cuarenta, era la esposa de un miembro de la aristocracia inglesa, cuyo único fin en la vida era ir de compras.
—Sir Alexander.
La suave y profunda voz que, con exquisita delicadeza, hacía aquella llamada de atención, sacó a Kristi de la profundidad de sus pensamientos. Al volverse se encontró con su anfitrión.
Llevaba una camisa de algodón y un traje de corte impecable y se podía oler su penetrante olor a jabón combinado con el de una colonia especial.
Casi inevitablemente, dirigió los ojos hacia su boca. Rápidamente recorrió su curva y su textura, ahogando el involuntario pensamiento de lo que podría ser poseer aquellos labios. El cielo y la tierra parecían estar a expensas de su capricho. Había un algo cruel, rudo que amenazaba y seducía a un tiempo. Sin duda, aquel hombre tenía algo irresistiblemente atractivo para las mujeres, pero se dejaba domesticar por muy pocas.
Kristi sintió por un momento que estuviera leyéndolo el pensamiento, pues sus ojos reflejaban un cierto aire de complicidad y diversión. Esos ojos de color gris que eran el único legado de su herencia materna.
—Señorita Dalton.
—Jeque bin Al-Sayed —respondió ella educadamente, consciente de que la mirada de él se había detenido en su pelo antes de recorrer el resto de su cara.
Era una locura sentir la intensidad de cada respiración, de cada latido que le provocaba su presencia. Él la miró con una expresión irónica antes de dirigirse de nuevo a sir Alexander. Una bocanada de ira silenciosa se le quedó a Kristi contenida en los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no exteriorizarla.
—Tengo entendido que Georgina no se encuentra bien.
—Me rogó que pidiera disculpas en su nombre — respondió sir Alexander—. Le habría encantado haber podido venir esta noche.
Shalef bin Youssef Al-Sayed inclinó levemente la cabeza.
—Espero que se recobre muy pronto de su dolencia.
Acto seguido se dirigió hacia una mujer que sin reticencia alguna le dio claras muestras de afecto.
Kristi se sentía tan fatigada como si acabara de correr una maratón. Poco a poco fue recobrando la respiración y todo en la habitación volvió a aparecer nítido y claro.
—Desea alguna otra cosa de beber.
La repentina intrusión del camarero le permitió desviar su atención hacia la bandeja sobre la que colocó su copa.
—Un agua mineral sin hielo, por favor —no necesitaba la complicación añadida de una mente enturbiada por el alcohol.
—Quieres que te traiga algo de comer —preguntó sir Alexander—. Parece que casi todo el mundo se dirige ya al buffet.
Kristi le sonrió amablemente y se agarró a su brazo.
—¿Nos unimos a ellos? Creo que estoy hambrienta
 —lo que era absolutamente falso, pero sir Alexander no tenía porqué saberlo.
Había una gran variedad de platos para elegir: fríos, calientes, ensaladas, verduras, salmón, marisco, pollo, pavo, cordero, ternera. La selección de deliciosos postres habría hecho palidecer al chef de más de un lujoso restaurante.
¿Cuántos invitados habría allí reunidos aquella noche? Se preguntó. ¿Cincuenta? ¿O tal vez más?
Sir Alexander había sido hecho prisionero por una inmensa dama que, por su aspecto y la intensidad de su gesto, parecía tener algo terriblemente importante que tratar con él.
—Completamente sola, chérie ¡qué crimen!
Su acento era inconfundiblemente francés. La mujer se apartó ligeramente para seguir con la mirada a un hombre alto que, sonriente, se dirigía a Kristi.
— ¿Le importa si me uno a usted para comer?
Kristi se encogió ligeramente de hombros.
—No veo porqué no. Todos somos invitados.
—Me gustaría francamente llegar a conocerla… muy bien —la pausa y el énfasis estaban perfectamente calculados.
—Soy tremendamente selectiva a la hora de elegir mis amigos, y aún más mis amantes, monsieur —su sonrisa era especialmente dulce—. Siento decirle, además, que no tengo intenciones de permanecer en Londres el tiempo suficiente como para trabar amistad o vivir un idilio.
—Yo viajo continuamente. Podríamos vernos sin problemas.
Su insistencia le resultaba divertida.
—Lo siento, pero creo que no hay nada que hacer.
—¿Acaso no sabe usted quien soy? —inquirió él.
—Es imposible que lo sepa dado que nadie nos ha presentado —respondió ella con agilidad.
—Enchanté, chérie —sus ojos centellearon al tomar
 su mano y acercarla hasta sus labios—. Jean-Claude Longchamp d'Elseve.
Hizo una pausa e inclinó la cabeza en espera de su reacción.
Pero ella no dio muestra alguna de reconocimiento.
—No puedo creer que desconozca la importancia que tiene mi familia en Francia.
—¿De verdad?
Aquel hombre le resultaba realmente divertido, lo que a él no le pasó inadvertido.
—Habló absolutamente en serio —insistió él.
—Yo también, Jean-Claude —le declaró ella con cierta solemnidad.
—No tiene ninguna intención de decirme su nombre ¿verdad? —insistió con una expresión dolida en el rostro.
—¿No acepta un no por respuesta?
Dejó escapar una leve carcajada.
—No me suele ocurrir con frecuencia, es para mí toda una novedad.
—Eso me hace sentir mejor. No me gustaría haber ahondado en una herida ya profunda.
Él sujetaba aún su mano y la recorría suavemente con un dedo.
—A pesar de todo, tal vez podemos volver a empezar. ¿Le gustaría cenar conmigo esta noche?
—La respuesta sigue siendo exactamente la misma —respondió ella.
—Me sería relativamente fácil descubrir donde puedo encontrarla.
—No lo haga —insistió ella mientras retiraba la mano—. Tengo una agenda muy apretada y difícilmente podría encontrar tiempo para usted. Ahora, si me disculpa debo ir con mi acompañante.
Jean-Claude inclinó la cabeza y sonrió.
—Au revoir, chérie.
Kristi colocó su plato casi intacto en la bandeja de
una de las camareras. Se le había quitado por completo el apetito.
En seguida localizó a sir Alexander, pero estaba enfrascado en una animada conversación con un invitado de aire distinguido y no se atrevió a interrumpir.
—¿Champán?
Kristi miró la bandeja llena de copas que le ofrecía la camarera. Pero prefirió pedir café bien cargado, con mucha azúcar. Eso era lo que realmente necesitaba para aclarar un poco su cabeza.
Se dirigió al final de la mesa del buffet donde recogió su taza. Dio un sorbo. Estaba ensimismada, urdiendo un plan de acción.
Segundos más tarde la taza yacía sobre la alfombra. El líquido se había derramado y un intenso dolor en los labios le decía que el café debía estar muy caliente.
—¡Vaya! ¡Qué mala suerte! ¿Estás bien? —aquella voz le hizo volver en sí. En seguida, se vio conducida a otro lugar de la casa por la misma mujer que les había recibido—. Tenemos un pequeño botiquín en el baño que está junto a la cocina —la mujer mantenía la calma—. Si se quita el vestido podré ponerle un compresa fría para calmar el dolor.
Kristi siguió sus indicaciones y dejó pacientemente que le aplicaran la compresa y una pomada que luego quedó cubierta con una gasa.
—Me encargaré de que le busquen algo de ropa y de que su vestido esté listo lo antes posible.
La habitación estaba fría. Kristi se sentía impropia, en medio de aquella estancia vestida solamente con su escasa ropa interior. Era poco probable que el jeque en persona irrumpiera por sorpresa allí pero, al fin y al cabo, ella era una invitada y podría querer comprobar si se hallaba bien.
La quemadura tenía un aspecto abominable, a pesar de los cuidados de la anfitriona. Una gran mancha roja ocupaba toda la parte central de su vientre. Le parecia
 increíble que tan sólo una taza de líquido caliente pudiera ser capaz de cubrir un área tan extensa.
De pronto un ruido la sobresaltó justo antes de ver que la puerta se abría. No podía creerlo, allí delante de ella, estaba el mismísimo Shalef bin Youssef Al-Sa-yed. Sostenía en la mano un albornoz blanco. Ella comenzó a temblar, incapaz de controlar el miedo al verlo entrar y cerrar la puerta.
Instintivamente ella cruzó los brazos para cubrirse el pecho.
—Le sugiero que se cubra con esto. Sería lamentable que además de quemarse se resfriara.
De repente, la habitación le pareció mucho más pequeña. El tamaño de aquel hombre la hacía parecer muy estrecha y se sentía verdaderamente incómoda por la poca ropa que llevaba.
Con un rápido movimiento tomó el albornoz y se lo puso.
—Rochelle asegura que la quemadura, aunque sea dolorosa, no requiere de atención médica alguna. Respecto al vestido, por ser de seda no quedará bien al lavarlo. Le ruego lo reponga y me envíe la factura.
—Eso no será necesario —respondió ella fríamente.
—Permítame que insista —a ella le resultaba difícil sostener su mirada directa y profunda.
—Ha sido un accidente del que soy totalmente responsable —insistió ella, mientras trataba de ocultar la reacción que su presencia provocaba en su cuerpo. Bastante complicado había resultado ya estar junto a él en una habitación llena de gente, pero en aquel momento era muchísimo peor estar a solas.
La miró con sorpresa.
—¿Rechaza que se le reponga el vestido?
—Realmente no quiero discutir con usted.
Suavemente él deslizó su mano hasta el bolsillo del pantalón. Su chaqueta se abrió ligeramente. Bajo
su camisa blanca se adivinaba la tersura de su pecho musculoso cubierto de bello.
—¿Qué es exactamente lo que quiere, señorita Dalton? —aquellas palabras estaban lanzadas con cierto cinismo.
Los músculos de la columna se le contrajeron. Levantó la barbilla y no pudo evitar un brillo expresivo en la mirada.
Él sonrió, pero en su rostro no había el más mínimo atisbo de humor.
—Durante toda la noche he estado intrigado preguntándome qué método utilizaría usted para atraer mi atención. Pero desde luego nunca imaginé que llegaría a autolastimarse para ello.