Capítulo 4
RIYADH emergió en mitad del desierto como un
inmenso oasis de cristal, hierro y cemento: grandes torres de
oficinas, autopistas, hoteles, hospitales y el aeropuerto más
grande del mundo, según dijo Shalef mientras su avión privado
tomaba tierra.
El estruendo de los motores dio paso a un
sonido suave. El piloto condujo el avión hasta el puesto de
desembarque. La azafata abrió la compuerta y activó la escalera de
bajada.
Diez minutos más tarde, Kristi se dirigía,
junto a Shalef, hacia la salida del aeropuerto donde les esperaba
un Mercedes negro.
Un hombre ocupaba ya uno de los asientos del
coche y Shalef hizo las oportunas presentaciones.
—Fouad es el primer nieto de mi padre y su
primera esposa -—le dijo él—. Dirige una de las compañías de mi
familia.
Kristi le saludó con una ligera inclinación
de cabeza.
—¿Cuantas hermanas tiene su madre'?
—Cuatro. Dos son hijas de la primera esposa
de mi padre y otras de la tercera.
—Una familia feliz —dijo ella—. Imagino que
hay, además, un gran número de tíos y primos.
—Así es. La primera mujer de mi padre murió
de cáncer hace ahora cinco años.
Los dos hombres comenzaron a hablar en
árabe. Estaban saliendo del aeropuerto y Kristi desvió su atención
hacia el exterior.
Esta era una tierra en la que el almuecín
invitaba al rezo cinco veces al día, donde los hombres eran
venerados y las mujeres sometidas.
Le intrigaba aquella cultura en que las
mujeres eran hasta tal punto consideradas inferiores al hombre. Su
rol estaba rígidamente definido y toda su actividad se limitaba a
las labores de la casa y la educación de los niños. Estaban
sobreprotegidas, hasta el punto de ser casi prisioneras, y
absolutamente discriminadas.
Kristi se preguntaba si aquellas mujeres
clamaban en silencio por un poco más de libertad de acción y de
expresión. Tal vez ansiaban liberarse del velo y adoptar una
vestimenta más occidental. Y de ser así, ¿serían capaces de
expresarle sus sentimientos a una extranjera que les iba a ser
presentada como la acompañante de Shalef bin Youssef Al-
Sayed?
El coche redujo velocidad. Kristi sintió que
los nervios se le agarraban al estómago cuando se detuvieron frente
a una gran puerta fuertemente protegida por diversos medios de
seguridad. La puerta, finalmente, se abrió, dando paso a un inmenso
patio.
La arquitectura era interesante. Solidos
muros encalados, de un blanco brillante, pequeñas ventanas, sin
duda así construidas para contrarrestar la inclemencia del calor, y
una serie, realmente impresionante, de f puertas de madera tallada
y ornamentadas con paneles de metal bellamente trabajados.
Una de aquellas puertas se abrió para
permitir la
entrada del Mercedes. Una pareja de mediana
edad salió a recibirlos.
—Amani y Abdullah administran la casa y se
ocupan del personal —la informó Shalef, después de haber hecho las
oportunas presentaciones.
En el interior, un cierto número de
empleados correctamente vestidos esperaban en formación para dar la
bienvenida al jeque. Shalef hizo la correspondiente presentación al
conjunto de los sirvientes de la mujer que le acompañaba, como una
íntima amiga de Inglaterra.
Aquel recibidor era el más grande que Kristi
había visto nunca. Las columnas de granito se alzaban suntuosas y
el suelo de mármol de Carrara estaba, en parte, cubierto por
alfombras exquisitamente tejidas. Había extraordinarios tapices y
obras de arte en las paredes, conjunto que se completaba con varios
espejos delicadamente enmarcados.
—Como usted solicitó he preparado la
habitación del ala Este para la señorita Dalton —dijo Amani—. Se
servirán unos refrescos en el salón cuando usted así lo
indique.
—Gracias. Digamos, dentro de media
hora.
—Acompañaré a la señorita Dalton a su
habitación.
Shalef inclinó la cabeza y luego se dirigió
a Kristi.
—Estoy seguro de que todo estará a tu
gusto.
Se estaba librando de ella, pensó para sí
Kristi. Pero, al fin y al cabo, no había esperado más. Con una
ligera sonrisa se volvió hacia Amani que la condujo, por una amplia
escalera de caracol, hasta la planta superior.
El palacio era lo suficientemente grande
como para albergar varias familias y garantizar, aún, la vida
privada de cada uno de sus miembros.
Varias mesas ricamente ornamentadas y
cubiertas con tapetes de terciopelo se disponían a lo largo del
corredor. El suelo de mármol lo cubrían alfombras de seda.
—Estoy segura de que se sentirá cómoda aquí.
Si necesita algo, por favor, no dude en pedirlo.
Amani abrió la puerta que daba entrada a una
magnífica suite, con un pequeño cuarto de estar, un dormitorio y
gran cuarto de baño, todo decorado en verde esmeralda, oro y
blanco.
—Gracias.
En veinticinco minutos, Kristi se duchó y se
cambió. Se maquilló cuidadosamente y dejó su pelo suelto. Luego
eligió unos pantalones anchos y una camisa de estilo similar al de
una túnica. Sabía que allí era preferible no marcar en exceso el
cuerpo y cubrir piernas y brazos.
Se puso un ligero toque de perfume y sonrió
al comprobar que su traje, verde esmeralda, conjuntaba
perfectamente con el resto de la habitación.
Kristi se preguntó si algún miembro de la
familia se uniría a ellos en el salón. Sentía una inmensa
curiosidad por conocer a la mujer que había tomado el papel de
tercera esposa. Le intrigaban los sentimientos de aquellas mujeres,
si existiría o no rivalidad entre diversas esposas. Y, muy
especialmente, quería conocer más en profundidad la historia de la
madre de Shalef: una mujer inglesa que se había visto de pronto
inmersa en el mundo islámico. Si el príncipe tenía el mismo
atractivo para las mujeres que Shalef, era fácil comprender que a
su madre la hubiera atrapado la magia de un sueño que muy pronto se
disiparía bajo la luz de la realidad.
Kristi salió de su habitación. Un sirviente
aguardaba ya en la puerta para acompañarla hasta el salón. Era un
detalle que agradecía francamente, ya que el palacio era muy
grande, lleno de habitaciones y ya había empezado a plantearse como
acabaría para ella la aventura de encontrar el lugar en el que se
debían reunir.
Una vez abajo caminaron a lo largo del
pasillo desde el cual se distribuían otras tres alas del edificio,
se-
gún le dijo el sirviente. Eso explicaba la
necesidad de tanto personal para mantener en buen estado el
lugar.
Finalmente llegaron al salón. Era grande y
estaba ricamente amueblado y lo adornaba una serie de objetos de
porcelana y oro y algunas piezas de arte de incomparable
valor.
Aquel hombre alto y aguerrido, cuya figura
se en-fatizaba aún más por la vestimenta, una thobe de seda blanca,
con cuello europeo y puños de estilo francés, captó su atención. Un
pañuelo blanco cubría la cabeza de Shalef y le confería un aspecto
impactante. Aquella imagen era por sí misma una proclamación de
riqueza y poder.
—Krisli, permíteme que te presente a Nashwa
— dijo Shalef.
En la misma habitación, una nueva figura
atrajo su mirada. Era una atractiva mujer, ataviada con el traje
real tradicional, de un intenso color azul. Ocultaba el pelo bajo
un exótico pañuelo azul bordado en oro.
Kristi le dio la mano a Nashwa quien, acto
seguido, la saludó tocándose el corazón con la palma de la mano
derecha, gesto que Kristi imitó.
Una amplia y cálida sonrisa surgió de sus
labios.
—Es un verdadero placer conocerla, señorita
Dal-ton. ¿Me permitiría que la llamara Kristi?
—Por supuesto.
Nashwa sonrió de nuevo y señaló una
silla.
—Siéntese, por favor —le dijo
ella—.¿Prefiere café o té? Puedo pedir que le traigan te, si lo
desea.
Kristi optó por una taza de café y luego se
sentó. Shalef eligió una silla próxima a la suya y se colocó a su
lado.
—Tengo entendido que es usted fotógrafa.
Debe ser una profesión apasionante.
Kristi agarró la delicada taza de café que
le había traído la camarera, le añadió azúcar y tomó una pasta del
plato que le ofrecía.
—Mi padre fundó, por así decirlo, un estudio
foto-
gráfico, que mi hermano y yo mantenemos aún
en funcionamiento. La especialidad de Shane es el periodismo
gráfico —sus ojos se encendieron lo que dio a su expresión un tono
cálido y apasionado—. Le gusta aventurarse en tierras desconocidas
y busca siempre nuevos retos.
—¿Has traído la cámara? —preguntó Shalef con
una mirada profunda que la advertía del peligro que correría si
decía algo inconveniente.
—Forma parte de mi equipaje —respondió ella
con una fingida sonrisa de aceptación.
—Te sugiero tengas precaución y solicites
permiso siempre antes de sacar una foto.
—¿Incluso en el palacio?
—Es preferible que no fotografíes ninguna de
las habitaciones del palacio. No hay problema en que tomes fotos
del exterior y de los jardines.
¿Sería por razones de seguridad? En
cualquier caso, ella no tenía ninguna intención de contradecirlo en
aquellas circunstancias.
Kristi se dirigió de nuevo a Nashwa.
—Según me ha dicho Shalef, tiene dos hijas.
Estoy deseando conocerlas.
—Sí, Aisha, que tiene veintiún años y Hanan,
que tiene diecinueve. Aisha está pasando un año sabático, pero muy
pronto volverá a Suiza para retomar sus estudios universitarios.
Hanan no es tan estudiosa como su hermana pero, a pesar de todo,
para el próximo año se irá con Aisha a Suiza. Está a punto de
terminar el curso en Inglaterra— Nashwa sonrió cálidamente—. Podrá
conocerlas muy pronto a las dos.
Kristi dio un sorbo a su café que estaba
delicioso, aunque un poco fuerte y se abstuvo de comer nada
más.
Shalef, bebía café al estilo árabe,
condimentado con cardamomo, en una taza tan diminuta que casi
resultaba ridicula entre sus dedos.
Nashwa resultaba la perfecta anfitriona,
capaz de
mantener sin respiro una agradable
conversación. Se brindó a mostrarle el palacio mientras Shalef se
retiraba a su estudio con el fin de atender algunos negocios.
El palacio era incluso más grande de lo que
Kristi había imaginado, con innumerables habitaciones dedicadas,
exclusivamente, al entretenimiento. Un despliegue de opulencia.
Todas las habitaciones eran muy grandes, decoradas para conseguir
el efecto de un espacio fresco y agradable, sensación que
intensificaba el aire acondicionado. Había una piscina interior de
proporciones olímpicas, con un amplio y confortable espacio
alrededor amueblado con sillas y tumbonas. Un poco más allá estaban
los baños turcos y un pequeño camino de piedra, bellamente
elaborado, conducía a un magnífico jardín exótico.
El palacio constaba de tres alas anexionadas
a un edificio central. Nashwa le explicó que una de ellas era
utilizada por ella y sus hijas, otra por Shalef y la tercera era
para visitantes y familiares. El servicio vivía en un edificio
aparte.
En la parte central de aquel palacio de dos
pisos, había un inmenso patio que albergaba un hermoso jardín con
palmeras, árboles y plantas exóticas. Numerosas columnas
sustentaban una galería a la que se accedía desde todas las
habitaciones de la planta superior. Los quicios y las puertas
tenían todas forma de arco.
Kristi pudo visitar en detalle sólo el ala
dedicada a los invitados y la planta de abajo. En ningún momento
tuvo ocasión de visitar la zona de Shalef ni la de Nashwa. ¿Con un
doble propósito, quizás, mantener la seguridad y salvaguardar la
intimidad?
—Ha tenido un largo viaje y, tal vez, desee
descansar —sugirió Nashwa.
Un viaje que se había visto acompañado de un
cierto grado de aprensión respecto al lugar de destino y las
implicaciones. A lo que había que añadir la presencia de Shalef y
la vibrante energía que provocaba en su entorno. Las innumerables
historias sobre la his-
toria del país de su padre, sus leyes y la
influencia que aquella nación rica en petróleo había ejercido sobre
el resto del mundo, no hacían sino incrementar una confusa
sensación en su estómago y en su cabeza.
La idea de estar a solas durante una o dos
horas le pareció maravillosa. Podría escribir una tarjeta a An-nie
y otra a sir Alexander y a Georgina, informándoles
de su llegada.
—Sí, creo que me convendría reposar un
poco.
Gracias.
Nashwa inclinó su cabeza con un cortés gesto
de
aceptación.
—La cena será servida a las ocho. Enviaré un
sirviente a buscarla a las siete y media, por si acaso está
dormida. Le acompañará hasta el comedor.
Con una gran sonrisa, Kristi inclinó la
cabeza e inició el ascenso hacia su habitación por la escalera
de
mármol.
Su habitación estaba a una temperatura
ideal. Se quitó la ropa y se puso una bata de seda. Sobre un
escritorio antiguo había papel, postales, sobres y
bolígrafos.
Veinte minutos más tarde, Kristi había
terminado de escribir todas las tarjetas. Fue hacia la cama y se
acostó con la intención de dormir una media hora.
Pero sin duda, había pasado más tiempo del
que había previsto ya que se despertó con el sonido de unos suaves
golpes en la puerta.
¡No podían ser las siete y media ya! Pero lo
eran. Corrió hacia la puerta. Una sirviente esperaba apostada
allí.
—¿Podría volver dentro de veinte
minutos?
—Como desee.
Kristi cerró la puerta y se dirigió
rápidamente al baño, mientras se quitaba la ropa. La ducha parecía
despejarla por completo, así que dejó que el agua corriera por su
cuerpo unos segundos más antes de cerrar los grifos.
En seguida estuvo lista, vestida con unos
pantalones negros de noche y una blusa a juego. Sólo se puso unos
pendientes de oro y un colgante y se roció con un poco de perfume.
No le quedaba tiempo para hacer nada más que cepillarse un poco el
pelo.
La sirvienta había estado esperando
pacientemente fuera y se dirigieron hacia la planta baja.
—Es aquí —le indicó la sirvienta.
Se trataba de un pequeño salón, comparado
con otros que había visto, al que se unía un comedor.
Shalef estaba realmente impresionante,
vestido con una thobe azul, el color real, con los bordes
plateados. Ella sintió un fuerte cosquilleo en el estómago al verlo
encaminarse hacia ella para saludarla.
—Espero no haberte hecho esperar —su propia
voz le sonó ligeramente temblorosa.
El la sonrió con cierta indulgencia.
—No, en absoluto —respondió y, tras levantar
su mano, la acercó lentamente hasta sus labios. Sus ojos la retaban
a permanecer inalterable, a guardar, pese a todo la
compostura.
Se trataba sólo del desarrollo de una
estrategia. Crear las claves necesarias para que se sobrentendiera
la existencia entre ellos de una relación que justificara su
presencia allí. Pero, más allá de eso, Kristi creía ver un placer
diabólico en ese juego que sólo podía ejercitar él. Su posibilidad
de venganza se limitaba a aquellos escasos momentos en que podrían
estar a solas.
Tamizada por una bella sonrisa, ella le
lanzó una mirada de advertencia: «no juegues conmigo».
Él levantó una ceja y dio clara muestras de
no haberse sentido afectado sino, más al contrario, de encontrar
tremendamente divertida aquella situación.
Ella tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por
controlar el fuego que se encendíó por dentro.
—Ven a conocer a las hijas de Nashwa —le
dijo Shalef—. Ésta es Aisha y aquella es Hanan.
Ambas eran muy hermosas. Delgadas, de
estatura
media, sus profundos ojos negros tenían una
expresión amable. Vestían el traje tradicional en seda, la primera
de un color agua marina bordado en oro y la segunda azul claro. Su
madre lucía resplandeciente en verde esmeralda.
Al menos ella daba cierto contraste con su
traje negro. Sonrió y dirigió un saludo a las dos hermanas.
—Estaba deseando conocerlas.
Con un leve gesto se dirigió, también, al
joven que estaba sentado y a Nashwa.
—Nashwa. Fouad.
—Nuestra madre dice que es usted fotógrafa —
dijo Aisha—. Debe ser una profesión fascinante.
—La mayor parte del tiempo es pura rutina
—respondió Kristi, tratando de dar un ligero toque de humor.
—Yo voy a estudiar diseño de modas cuando
vuelva de Suiza —dijo Hanan—. Shalef me ha dado permiso para
iniciar mis estudios en Londres y si voy bien, me permitirá ir a
París.
Nashwa se puso en pie.
—¿Pasamos al comedor?
Shalef encabezó la mesa y le indicó a Kristi
que debía sentarse junto a él. Un honor, asumió ella, que estaba
reservado sólo para aquella mujer que fuese su
acompañante.
La comida era deliciosa: un cordero picante,
rico en especias, servido con arroz y judías, seguido de una gran
variedad de dulces acompañados por dátiles y miel. Había además una
bandeja llena de fruta suculenta y Kristi optó por tomar una raja
de melón y unos dátiles frescos.
Todo ello estaba servido por varios
sirvientes, que se retiraban al fondo de la habitación cada vez que
acababan de servir un plato y en espera de pasar al
siguiente. Tan pronto como alguien vaciaba el agua de su copa, uno
de ellos la rellenaba sin que apenas se notara su presencia.
—Su trabajo como fotógrafa, ¿se limita al
estudio? —preguntó Fouad, muy educadamente.
Kristi dejó la copa de agua sobre la
mesa.
—Generalmente sí, entre una misión y
otra.
—Díganos algo sobre esas misiones. ¿Suelen
entrañar peligro?
—Realmente, no —respondió, buscando,
deliberadamente la mirada de Shalef—. El riesgo es mínimo.
Shalef perfilaba un tosco dibujo sobre el
vaho que había depositado en su copa.
—¿Realmente es así? —preguntó Shalef.
Kristi mantuvo la mirada fija en sus
ojos.
—Tú cazas en el desierto y tratas de
amaestrar halcones. ¿Entraña eso riesgo?
La palabra intentar no había sido una
elección inteligente para referirse a nada relacionado con Shalef.
Sin duda, él realizaría satisfactoriamente cualquier cosa que se
propusiera y cualquier insinuación de lo contrario podría ser
considerada como un insulto.
—Tu preocupación por mi seguridad me
enternece.
—Lo mismo que la tuya por mí —respondió
ella, con una gran sonrisa.
Los ojos de él brillaron con cierta malicia.
Se estaba divirtiendo.
—Después del café te enseñaré el
jardín.
Ella sonrió forzadamente. La idea de
encontrarse a solas con él le producía placer y terror. No sabía
bien si ese miedo se lo provocaba la situación, o la razón estaba
más allá, en aquellos recovecos del alma que guardan los deseos
prohibidos.
Al pedir el café los sirvientes se
dispusieron a retirar los platos que quedaban sobre la mesa. Shalef
se levantó, dando por concluida la comida.
Se sirvió el café y una animada conversación
fue tomando cuerpo. Aunque en ningún momento pudo ella desviar su
atención de aquel hombre de imponente figura que se sentaba siempre
junto a ella.
Durante unos segundos estuvo dudando si
rechazar o no su invitación a pasear por el jardín iluminado. Ya
casi había anochecido. Pero su mirada penetrante le hizo darse
cuenta de que no tenía elección. Ella le sonrió levemente y se puso
de pie, aparentando no inmutarse cuando él la tomó del codo.
Salieron de la habitación.
Una bocanada de calor les azotó al abrir la
puerta de salida al jardín. Kristi hizo un intento de separarse de
Shalef, pero fue inútil. Él le sujetaba la mano con tanta fuerza
que ella sentía que se la podía partir.
—Qué se supone que estás haciendo, si puede
saberse —dijo ella, en un tono bajo pero cargado de rabia.
—Si nos comportamos como perfectos
desconocidos muy pronto levantaremos sospechas sobre nuestra
relación —dijo Shalef, suavemente.
—No tenemos ninguna relación.
—Si quieres que todo esto salga bien, tiene
que haberla —le recordó él.
Ella lo miró. Era difícil distinguir sus
rasgos en aquella penumbra.
—No me interesa ni tu riqueza ni tú como
hombre.
Lo primero era indudablemente cierto, pero
respecto a lo segundo no estaba en absoluto convencida.
—¿No?
Su rostro se encendió de ira al escuchar el
tono burlón de su voz.
—De no necesitar tu ayuda, me marcharía
ahora mismo con la esperanza de no tener que volver a cruzarme
contigo.
—Pero necesitas mi ayuda —dijo él con un
tono satisfecho—. Continuemos paseando y admirando el jardín, y
tratemos de parecer lo que la situación nos obliga a parecer.
Una leve brisa agitó sus cabellos.
—Tal vez, se te ocurra un tema de
conversación que los dos podamos seguir —dijo ella.
—¿Te refieres a algo que termine en una
discusión?
—Por ejemplo, podrías contarme que ocurrió
cuando tu padre te trajo aquí por primera vez.
—¿Quieres que complete para ti las páginas
en blanco que la prensa no ha sido capaz de llenar?
—Qué te ocurrió con Riyadh y con el
Islam
—La política y la religión son una
combinación extremadamente peligrosa —dijo él, tratando de esquivar
la pregunta.
—Son parte importante de la vida,
especialmente en la tierra del profeta Mahoma —afirmó ella.
—Y, si yo te diera mi opinión, ¿quién me
garantiza que todo cuanto diga no aparecerá publicado en prensa?
—preguntó él secamente.
Ella, de pronto, se dio cuenta de cuan
vulnerable era él, siempre temeroso de cuantos se le acercaban. Un
hombre de su posición estaba siempre rodeado de gente, siempre
inmerso en fiestas y reuniones. Pero tenía muy pocos amigos con los
que se pudiera sentir cómodo.
—¿Es por eso que viajas hasta Riyadh varias
veces al año? ¿Es una forma de sentirte a salvo de la vida
pública?
El jardín era muy basto, bellamente decorado
con fuentes estratégicamente colocadas y grandes cascadas de hasta
tres niveles que, con la iluminación nocturna se convertían en un
espectáculo sin par.
No cabía duda de que el palacio representaba
algo así como un santuario, en el que se sentía bien recibido y
bien tratado. Aquel inmenso lugar albergaba misterios que ella
deseaba desvelar. La gente, la cultura, sus creencias, aquella
tremenda separación entre hombres y mujeres: todo era parte de un
mundo que quería conocer más en profundidad. No le valía haber
leído sobre ello, quería experimentar desde dentro.
—Ésta es la tierra de mi padre —comenzó a
decir Shalef—. Una tierra en la que el poder de la naturale-
za es inmensa. Puede mover toneladas de
arena sin una razón aparente. Pero el hombre ha conseguido alcanzar
sus profundidades y canalizar sus riquezas obteniendo enormes
beneficios.
—Pero, a pesar de eso, has decidido no vivir
aquí.
Él esbozo una sonrisa.
—Tengo casa en muchas ciudades del mundo.
Resido en todas ellas.
—¿Cuando tienes previsto ir a la residencia
de caza?
Se hizo un breve silencio que a ella le
pareció eterno. Luego la miró.
—Dentro de unos días, cuando lleguen los
primeros invitados. Mientras tanto, me aseguraré de que puedas
conocer Riyadh, visitar el museo, Dir'aiyah, el Souk Al-Bathaa.
Fouad se encargará de que te entretengas en mi ausencia.
Su expresión se endureció de repente.
—Debo decirte que las mujeres no pueden
salir del palacio sin ir acompañadas por mí o por Fouad. ¿Lo has
entendido? No se permite a las mujeres ir a ningún sitio solas y no
pueden usar el transporte público. Si lo hacen son arrestadas.
Nashwa te dará una abaa-ya que deberás ponerte cuando salgas de
palacio.
Kristi no hizo ninguna protesta. Por mucho
que desde su punto de vista todo aquello fuera intolerable, había
poco que hacer en lo que a los dictados de la religión islámica
respectaba.
—Ya hemos estado aquí el tiempo suficiente,
¿no crees?
—¿Te has cansado ya de mi compañía?
¿Qué podía responder? ¿Que él la inquietaba
más que ningún otro hombre en el mundo?
—Me parece que esto te resulta realmente
divertido —le respondió, buscando su mirada.
—Tiene algunas ventajas —dijo él.
—¿Como por ejemplo?
—Esta.
La atrajo hacia sí suavemente, acercó sus
labios a los de ella y exploró todo el delicado interior de su boca
con la lengua. Sus sentidos se trastocaron. Él tomó posesión con
tal maestría que le fue realmente difícil no dejarse vencer por la
sensualidad de aquel beso y contener su deseo.
Cuando él la soltó, ella se quedó de pie,
algo confusa, pero pronto volvió a la realidad. Un estallido de
cólera le subió hasta la garganta.
—Eres un ser despreciable.
—Vamos —dijo él sin inmutarse—. Exploraremos
un poco más el jardín y luego iremos dentro. Para entonces, te
habrás tranquilizado.
—No lo creas —respondió ella. Cada vez
estaba menos segura de hasta que punto se podría controlar durante
su estancia en el desierto. Shalef bin Youssef Al-Sayed ejercía un
particular poder sobre todo lo que le rodeaba. Pero de algo estaba
segura, pelearía hasta el fin.
Shalef cumplió su palabra y, durante unos
días, fue el perfecto anfitrión. Acompañados por Nashwa y
conducidos en el Mercedes negro por un chófer filipino, visitaron
muchos de los lugares que le había prometido ver. Fueron al museo,
a la fortaleza Masmak, al palacio Murabba, así como, al Centro rey
Faisal de investigación y estudios islámicos. En la Universidad del
rey Saud, Kristi tuvo ocasión de encontrar una guía explicatoria
con toda la información histórica que se había obtenido en
excavaciones en Al-Fao y Rabdhah. Todo aquello resultaba fascinante
para Kristi.
Sin embargo, la continua presencia de Shalef
tenía en ella un efecto devastador, tal y como él lo deseaba. Su
comportamiento era irreprochable, aunque la intensidad de esas
miradas que se detenían en ella más de lo necesario no contribuía a
que se sintiera a salvo.
Cada roce se convertía en el motor de un
vértigo casi mortal: al tocarle la mano para llamar su atención y
dirigirla hacia algo concreto, al sujetarla del brazo cuando se
enredaba con el dobladillo de la abaaya.
Le era difícil apartar los ojos de su boca…
y, sobre todo, olvidar lo que le había hecho sentir la otra noche
el roce de aquellos labios carnosos sobre su boca.
Kristi no sabía si sentir alegría o
desmayarse cuando le propuso que cenaran juntos en la ciudad.
—La vida nocturna aquí es casi inexistente
—dijo él, sin dejar de observar el expresivo rostro de Kristi que
hacía muestra de todo un despliegue de emociones—. Sin embargo, los
hoteles tienen excelentes restaurantes, por ejemplo el Al-Khozama.
Es francamente recomendable.
Con Nashwa y Fouad presentes era poco lo que
ella podía hacer más que aceptar gustosa.
Aunque el abaaya era una pieza absolutamente
imprescindible del vestuario femenino, debajo se puso unos
pantalones de seda y una camisola a juego. Le resultó curioso
comprobar, que Nashwa, Aisha y Hanan debajo de su abaaya llevaban
siempre ropa occidental de última moda. Ellas aseguraban que un
gran número de mujeres en Arabia Saudí gastaban auténticas fortunas
en confección europea.
Llegaron al hotel. Una vez allí, fueron
atendidos por el maitre, quien les condujo a un reservado: el
privilegio de unos pocos, se dijo a sí misma.
Eligió agua mineral para beber y,
deliberadamente, confirió el poder de decidir la cena a su
acompañante.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana.
Al fin, respiró en silencio con una
reconfortante sensación de alivio. Había muchas preguntas que
habría querido formular, pero decidió permanecer en silencio aunque
estaba deseando saber cuándo llegaría
Mehmet Hassan y cuándo se iniciarían las
negociaciones para la liberación de Shane.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
En ese momento, el camarero trajo las
bebidas. Pasaron unos minutos hasta que obtuvo una respuesta.
—Una semana.
—Deseo que pases unos días muy agradables en
compañía de tus huéspedes.
Él inclinó la cabeza con una sonrisa irónica
en los labios.
—Mientras tú te sientes absolutamente feliz
por verte libre de mí.
—Desde luego —respondió ella dulcemente—. Va
a ser liberador no tener que fingir el estar enamorada de ti.
Les sirvieron unos entremeses que a Kristi
le parecieron deliciosos. El plato principal tenía una presentación
realmente inigualable.
—Realmente siento que voy a cometer un
crimen al destrozar esta artística disposición de alimentos.
Ella tomó un trozo de cordero con el
tenedor, pero se detuvo justo antes de metérselo en la boca, al ver
que el camarero se dirigía hacia la mesa. Habló con Shalef en un
tono bajo y tremendamente respetuoso y, tras escuchar la respuesta,
inclinó su cabeza y se marchó.
—Fayza está aquí, visitando a su familia en
Ri-yadh —explicó Shalef—. Y quería saber si nos importaba que se
uniera a nosotros en el café. ¿Te importa?
¡Lo que faltaba!
—¿Por qué no? —dijo ella con una sonrisa
exagerada y un tono vivaz.
—No hagas un despliegue de tus habilidades
—le advirtió él.
—¿A qué te refieres, Shalef? —contestó ella
con un tono ingenuo de ironía.
Su gesto se contrajo con un rictus
malhumorado.
—Sospecho lo que podrías hacer.
—Podríamos considerarlo un pago por aquel
beso injustificado en el jardín —murmuró ella pensativa.
—¿Injustificado?
—Termina de cenar —le ordenó ella—. No
debemos hacer esperar a Fayza.
—Recuérdame que te detalle el castigo por
esto.
—¿Es una amenaza?
—Más bien una promesa.
Ella fingió exageradamente estar deliberando
sobre
algo.
—¿Es una de las muchas mujeres de tu vida o
es
alguien especial?
—Conozco a Fayza desde hace mucho.
—¡Ah! Entonces sois buenos amigos. ¿Sabe
ella eso? —lo miró e inmediatamente hizo un gesto negativo con la
cabeza—. No, no me respondas. Ella babea por ti y por tu fortuna.
¿O tal vez va en orden inverso? —ella saboreó otro trozo de
comida—. ¡Esto está delicioso! ¿Qué papel debo jugar? ¿El de la
acompañante celosa? ¡Aparta tus manos de él, desvergonzada, es mío
y de nadie más! ¿O la de una aburrida mujer frivola que sabe que te
tiene agarrado por… Bueno, digamos que sabe que tiene toda tu
atención?
Shalef terminó de comer y colocó su cubierto
correctamente sobre el plato.
—Algún día un hombre' te meterá en
vereda.
—Y desde luego, no serás tú —le respondió
Kristi mientras empujaba enérgicamente su plato hacia un lado—.
¿Entramos en batalla?
Fayza saludó a Kristi muy civilizadamente,
le lanzó a Shalef una sonrisa devastadora y dejó que su hermano se
presentara.
Su estilo era admirable. Tan modosa y
recatada con un toque de exotismo, dejaba que se adivinara su
ardiente apasionamiento bajo una aparente contención. Era, sin
duda, el modelo a imitar, se dijo Kristi con cinismo. ¿Estaría
Shalef realmente loco por ella? Algo le decía que no.
—Es usted fotógrafa profesional, ¿verdad?
—Fay-za hizo que sonara como la más rastrera de las profesiones.
Kristi tuvo que contener su ira.
—Un trabajo como cualquier otro —le
respondió, concisa y cortante, con una mirada de desafío.
—Yo soy titulada en económicas. Pero, por
supuesto, no necesito trabajar.
—¡Qué pena! —exclamó Kristi con ironía—.
Tanto estudiar y luego no necesitarlo para nada —la mirada de Fayza
se endureció—. ¿O es que la labor de una mujer consiste
exclusivamente en cuidar de un hombre, en velar por la paz y la
tranquilidad del hogar?
¿Qué estaba haciendo? Se preguntó Kristi.
Acababa de iniciar la lucha en el lugar erróneo y; muy
posiblemente, con la gente menos adecuada.
—Uno debe tener en cuenta que no
necesariamente todos los hombres buscan la tranquilidad— aseguró
Kristi.
—Shalef —dijo Fayza, dirigiéndose a él con
el grado justo de virtud requerido por la situación—. La señorita
Dalton parece no entender en modo alguno cuál es el papel de la
mujer en la sociedad de Arabia Saudí —lanzó sus armas con destreza
y con un objetivo muy claro: matar—. De cualquier forma, supongo
que no tiene ninguna importancia en su caso.
Era obvio que ella no sabía con precisión
qué tipo de relación se había establecido entre Kristi y Shalef bin
Youssef Al-Sayed, a lo cual contribuía el cotilleo que seguramente
se había generado con su visita en las altas esferas sociales de
Riyadh. Esto le permitía a Kristi jugar con la ambigüedad. Con una
sonrisa poco clarificadora trató de confundir a su
adversaria.
—Está usted completamente equivocada, en
cualquiera de sus dos observaciones.
Fayza lanzó una suave exclamación de
incredulidad.
—¿De verdad?
—Rogaría que nos disculparais —dijo Shalef,
dirigiéndose a Fayza y a su hermano—. Se ha hecho un
poco tarde.
Shalef hizo una señal al maitre quien acudió
solícito. Firmó el recibo de la tarjeta de crédito. El hecho de que
tomara la mano de Kristi fue un detalle que no se le escapó a
Fayza.
—Supongo que iras en algún momento a la casa
de
caza.
—Por supuesto. Siempre encuentro tiempo para
ello —respondió él en un tono tan adecuado y cortés como el de
ella.
—La cetrería debe de ser, sin duda, un
deporte fascinante —afirmó Kristi mientras le lanzaba una amorosa
mirada—. Espero que alguna vez me lleves contigo, cariño. Sería una
experiencia maravillosa ver tus habilidades con el halcón.
Shalef le apretó la mano con tanta fuerza
que le era imposible liberarla. Se dirigieron al recibidor del
hotel y allí solicitaron sus respectivos coches.
En pocos minutos, Shalef y Kristi iban de
camino al palacio en el Mercedes negro.
—Esta noche te has excedido —afirmó Shalef
con una delicadeza en la voz que denotaba, sin embargo, un gran
peligro. Ella lo miró. La penumbra acentuaba la dureza de su
rostro.
—Yo no era la única que representaba un
papel.
—No —afirmó él.
El coche continuó recorriendo las calles de
la ciudad. El silencio era atronador. Muy pronto aparecieron ante
ellos las puertas del palacio.
Descendieron del coche y ella le siguió
hasta la entrada.
—Gracias por la agradable velada —le dijo
ella, una vez dentro del palacio—. ¿Te veré mañana antes de que te
vayas?
—El helicóptero estará preparado para salir
a las
siete de la mañana.
—En ese caso, te deseo una estancia
agradable. Te ruego me comuniques cualquier incidencia que me pueda
interesar.
Ella dio media vuelta e inició la marcha.
Pero su mano la detuvo y la obligó a mirarlo.
—No se te ocurra prepararme una visita
sorpresa —le advirtió él. Su mirada era clara y determinante.
—¿Por qué iba yo a hacer eso?
—Eres capaz de muchas cosas —sus manos
escalaron hasta agarrar la cabeza de ella—. La identidad de mis
invitados sólo me incumbe a mí. ¿Lo has entendido?
—Sí.
Por supuesto que lo había entendido. Pero
eso no cambiaba en absoluto su intención de poner en práctica el
plan que había elaborado. Durante días había estado observando las
rutinas diarias de los sirvientes. Conocía perfectamente el lugar
dónde se guardaban las llaves de cada vehículo. Sabía desconectar
todo el sistema de alarma, incluido el del garaje. Se había hecho
con un mapa en el que sistemáticamente había ido apuntando todos
los datos que Fouad le había ido dando, casi sin querer, sobre la
localización de la residencia de caza.
Obviamente Shalef no tenía por qué saber
eso.
—Cumple lo que dices —insistió él. Entonces
su cabeza descendió hasta tomar posesión de su boca. Le arrancó un
beso con un ademán que rayaba en lo primitivo. Luego la
soltó.
Ella se tocó los labios doloridos con la
mano temblorosa.
—Realmente te odio —le dijo ella.
Su mirada penetrante no ofreció disculpa
alguna.
Sin mediar palabra ella subió las escaleras
de caracol y se dirigió a sus aposentos. Una vez allí se quitó el
abaaya y la ropa de seda que llevaba debajo antes de entrar en el
baño.
Minutos más tarde, ya en la cama, fue
recorriendo
sistemáticamente todos los pasos que habría
de seguir al día siguiente para lograr salir de allí y encaminarse
a la residencia de caza.