Capítulo 35.
Cuando se despertaron aquella mañana estaban en la misma posición que en la que se habían quedado dormidos. A Bec no le importó tenerlo a su espalda, apretado contra ella pero seguía con cierto miedo. Notó entre sus nalgas la barra dura de carne de Nicholas y se rió por lo bajo. Aún no comprendía cómo la naturaleza hacía que los hombres se levantasen erectos.
—¿De qué te ríes? —le preguntó haciéndole cosquillas en la cintura.
—De tu erección…para…para —contestó partiéndose de risa.
—¡¿Cómo?! —dijo haciéndose el ofendido—. No he visto que te quejaras en todo este tiempo.
—No… no es eso. Es solo que me sorprende que siempre os levantéis así, nada más —Intentaba volver a respirar con normalidad.
—¿Te sigue doliendo la mejilla? Déjame verte —Aunque estaba encantado de que se hubiera levantado de tan buen humor, quería comprobar cómo se encontraba.
Bec se giró y se puso sobre el otro costado quedando cara a cara. Nicholas le acarició la mejilla y se sorprendió al ver que solo la tenía un poco enrojecida. Comenzó a besarla suavemente en los labios.
—Me gustaría demostrarte lo que puedo hacerte en la postura que estabas antes —dijo casi ronroneando.
—¿Y eso por qué? —Ahora era ella quien le acariciaba el principio de barba que le comenzaba a salir.
—Porque a lo mejor quieres despertarte así todos los días —Y volvió a besarla en los labios.
Se quedó sorprendido cuando Bec se giró y se quedó en la misma posición en la que se habían despertado. Él sabía que le costaba aquella postura, pero decidido a borrar sus miedos, le abrió un poco las nalgas y se introdujo en ella. Mientras bombeaba dentro de ella, le masajeaba el clítoris, haciéndola gemir y pronunciar su nombre, más bien su diminutivo, que tanto le gustaba oír de esa boca. Cuando ambos llegaron al orgasmo, estaban jadeantes y sudorosos.
—Gracias, Bec.
—De nada —Se giró para mirarlo a la cara con una amplia sonrisa.
—No me refería a eso, chulita —le contestó como noches antes le había contestado ella—. Vamos, quiero aprovechar el día contigo.
Se ducharon juntos y volvieron a hacer el amor. La tenía atrapada contra la pared de la ducha, totalmente abierta a él, mientras la penetraba fuerte, una y otra vez, y el agua caía entre sus cuerpos.
Cuando bajaron a desayunar, Megumi les pidió permiso para ir con ellos, curiosamente no tenía nada que ponerse para la fiesta de aquella noche. Harada los acompañó junto a otros dos guardaespaldas, y lo que en principio prometía ser un día para ellos dos solos, se convirtió en un paseo de cinco sin nada de intimidad. Recorrieron el barrio de Ginza donde Nicholas se compró un esmoquin de Tom Ford y las jóvenes se decantaron por Dior. Bec no quería que Nicholas viera su vestido, así que aprovechó para tomarse un café en un restaurante selecto, y a realizar algunas compras que no tenía previstas, mientras él realizaba las suyas.
Volvieron a comer en un Kaiten Shusi. Nicholas quería aprovechar aquella mañana para preguntarle cosas a Bec sobre su vida, pero le fue imposible ya que Megumi siempre estaba hablando.
Llegaron a casa de Ichimonji cerca de las seis de la tarde. La cena en la embajada americana empezaría a las ocho y media, así que, tras tomar un refrigerio con el anfitrión y el resto de los que ya eran los socios de Nicholas, decidieron ir a sus habitaciones a engalanarse.
Swarz estaba increíble con aquel esmoquin. Claro que con su metro noventa de estatura, ese cuerpo, el pelo negro y aquellos ojos verdes, quien no lo estaría. Estaba esperando a que Bec regresara de la habitación de Megumi, pues una maquilladora profesional las estaba arreglando, cuando llamaron a la puerta. Pensaba que era Bec, pero su sorpresa fue mayúscula cuando vio a Gabriel.
—Qué quieres Mebs —le dijo secamente sin invitarle a entrar.
—Necesito dos minutos contigo, nada más.
Nicholas lo dejó entrar en la habitación y le ofreció un whisky. Gabriel se lo bebió de un trago y le tendió el vaso para que se lo volviera a rellenar.
—Debe ser algo gordo si necesitas emborracharte primero —dijo con sarcasmo, mientras le volvía rellenar el vaso.
—Solo he venido a pedirte permiso —habló en bajo, ya que el dolor que aún tenía en la espalda le quitaba las fuerzas hasta para hablar.
—Permiso ¿para qué? —Se estaba poniendo nervioso. No sabía lo que iba a pedirle, pero fuera lo que fuera no sería nada bueno.
—Sé cuál es el pequeño regalo que vas a hacerle a Bec esta noche en la fiesta, Megumi me lo contó —No sabía qué le dolía más, si las heridas o tener que pedir aquello—, solo te pido que me dejes bailar con ella una vez, solo una —lo miró a los ojos con toda la dignidad que pudo. No estaba acostumbrado a arrastrarse.
—Aunque yo te concediera el permiso, ella es la que tiene la última palabra ¿no crees? —Nicholas pensó que aquel hombre había perdido la cabeza.
—Quiero despedirme de ella, Swarz. Si tú estuvieses en mi lugar, harías lo imposible por volver a tenerla en tus brazos.
—¿Por qué te quieres despedir de ella? ¿Es que no regresas a Estados Unidos? —preguntó lleno de curiosidad.
—Sí, regreso a New York, pero tengo un asunto pendiente y si sale como pretendo, me iré de la ciudad durante un tiempo —le contestó sin darle más explicaciones.
—No me gustas, no me fío de ti y sé que has tenido algo que ver en el golpe que Bec tiene en la cara —Eran dos rivales frente a frente—. Si veo que tu mano baja unos centímetros de su cintura, que tu miembro se acerca a ella, o que simplemente intentas abrazarla más de lo que exige el baile, te sacaré de la embajada y acabaremos esto de una vez por todas. Créeme, haré que desaparezcas de la faz de la tierra.
Gabriel dejó el vaso encima de la mesa de cristal y se dirigió a la puerta. Antes de salir de la habitación se volvió hacia Nicholas.
—Gracias. Cuídala, porque yo no sé hacerlo —Y se marchó.
Nicholas seguía paseando descalzo por la mullida alfombra, preguntándose; primero por qué había accedido, segundo, cómo se lo tomaría Bec y tercero, por qué Gabriel había utilizado el presente en vez del pasado cuando le pidió que la cuidara.
Bec entró en la habitación como si de una princesa se tratara. Llevaba un vestido negro con escote francés que le resaltaba el escote. El vestido se ceñía a su cintura y luego la tela de la amplia falda, se abría en un lateral dejando ver la pierna izquierda casi desde la parte superior del muslo. Las mangas eran de encaje y la espalda la llevaba totalmente al aire. La habían maquillado, humeándole los parpados, haciendo que el castaño de sus ojos pareciesen negros, y se había recogido la melena rubia en una coleta alta. En la mano llevaba unos zapatos de Jimmy Choo de doce centímetros de tacón. Ella era de estatura normal, pero necesitaba esos zancos para estar a la altura de su acompañante.
Nicholas, que ya la había visto vestida para cenas de gala, se quedó con la boca abierta. Decir que estaba impresionante era quedarse corto, y de repente se acordó de lo que minutos antes alguien le había pedido en aquella misma habitación. Controló sus celos, y se acercó a ella.
—Estás deslumbrante Bec —Le dio un pequeño beso en los labios—. Voy a ser la envidia de muchos hombres esta noche.
—Vaaaya, menos mal que te gusta. Pensaba que estaba horrorosa, ¡cómo no has abierto la boca desde que he aparecido! —le dijo guiñándole un ojo—. Aunque no estoy de acuerdo contigo. Creo que tendré que atarte en corto esta noche, no vaya a ser que alguna lagarta te saque a bailar y quiera algo más.
—Bec, siéntate, tengo que hablar contigo —No había mejor momento, ella había sacado el tema y era ahora o nunca—. Mebs ha venido a hablar conmigo.
—Y…y…¿Qué quería? —De repente le entraron todos los males. No creía que fuera capaz de confesar que había sido él quien la había agredido, pero dejó que Nicholas hablara.
—Ha venido a pedirme permiso para sacarte a bailar una vez esta noche.
—¿Y porque te pide permiso a ti? Que yo sepa, estamos en el siglo XXI y no en el XII —Comenzó a hablar sin creerse el papel de indignada que quería mostrar—, donde los hombres eran los dueños y señores de las mujeres de su casa. Digo yo que algo tendré que decir... ¿y tú que le has dicho?
—Que te lo tenía que preguntar a ti. Escúchame —Poniéndose de pie, ya que ella no se había sentado y no hacía más que dar vueltas por la habitación—, decidas lo que decidas no me parecerá mal. Es tu decisión.
—¿Por qué? ¿Por qué ha venido a pedirte algo así?
—Solo me dijo que quería despedirse de ti, que cuando llegara a New York resolvería un asunto pendiente y que luego se marcharía por un tiempo —La cogió de las manos para tranquilizarla—. Te quiero Bec, no lo olvides. Si quieres bailar con él esta noche, créeme, estarás segura, le he dejado claro un par de cosas.
—¿Estás seguro? —preguntó con cautela.
—Estoy seguro de ti, de él no me fío ni un pelo —Esbozó una leve sonrisa.
—Te quiero Nicky —Le agarró con más fuerza las manos—. Si bailar con él una vez hace que todo esto se acabe, lo haré, siempre y cuando… —Empezó a sonreír de manera pícara—, mi señor me dé permiso.
Se fundieron en un tórrido beso. Habían vuelto a decirse lo que sentían el uno por el otro y era lo único que importaba. Bec sabía que tras esa petición, Gabriel había maquinado algo, pero no estaba dispuesta a que nada ensombreciese aquel momento.
Llegaron a la embajada a las ocho y cuarto. Allí estaba lo mejorcito de aquellos dos países tan dispares. Todos los hombres vestían con elegantes esmóquines y las mujeres se habían engalanado como si de los premios de la academia se tratara.
El embajador americano les recibió junto a su encantadora esposa, que resultó ser una lectora empedernida de novelas románticas. Así que Bec en seguida se convirtió en el centro de atención de un ávido grupo de mujeres, en la que cada cual hablaba de su novela favorita. Aquello se parecía a un club de lectura, aunque en vez de tomar té con pastas, tomaban champán rosado y canapés de caviar.
—Cuando leí la novela de Emilien Reinard, pensé que a mi marido le iba a dar un ataque al corazón —comentó una de aquellas damas, a la que le sobraba colorete y le faltaban dedos para llevar tantas sortijas.
—Una gran escritora sin duda —dijo la mujer del embajador—, pero como Elisa Murphy, ninguna. Esas historias de highlanders me tienen todavía enganchadísima.
—Pues yo creo que Anais Lee le da mil vueltas a cualquiera de las que acabáis de nombrar —dijo una mujer de color cuyo marido trabajaba en la embajada.
—Bueno, creo que todas estaréis de acuerdo conmigo, en que la mejor escritora erótica de todos los tiempos fue… —La mujer del embajador hizo un silencio teatral al recordar a la primera escritora que la había mantenido tantas horas en vela—, Rebecca Morgan.
Todas las mujeres asintieron casi al unísono. Comenzaron a hablar de aquella autora de la que Bec no sabía nada. Por lo visto era española y se había visto obligada a exiliarse de su país por ser una libre pensadora. Aunque sus rasgos no eran españoles, su carácter sí lo era. Además, había gozado de mucha popularidad en su época, tanto en la alta sociedad, como con los hombres. Había sido la primera escritora en publicar libros altamente eróticos, lo que hacía que sus novelas se vendiesen como churros. Bec escuchaba con atención, grabando en su memoria aquel nombre para poder conseguir algún libro de la autora en cuanto regresase a casa.
—¿Cómo se encuentran señoras? —interrumpió Nicholas aquella perorata de palabras.
—Nicholas, querido, cada vez te pareces más a tu padre, que en gloria esté —le dijo la mujer del embajador—. Estábamos hablando de libros.
—Pues creo que han encontrado a toda una experta en la materia —dijo riéndose, mientras agarraba de la cintura a Bec.
—Nicholas, ¿puedo hacerte una pregunta? —le dijo una mujer que llevaba su pelo cano recogido en un elegante moño francés.
—Faltaría más —contestó educadamente.
—Verás, espero que no te resulte una indiscreción pero… —La mujer del pelo cano no sabía cómo hacerle la pregunta—, ¿recuerdas a una escritora que estuvo relaciona con tu padre?
—Si no me da más datos… además de las correrías de mi padre no me enteraba mucho —dijo mostrando una amplia sonrisa.
—Querido, cómo te vas a acordar, debías de ser un bebé —dijo la mujer del embajador—, hablamos de Rebecca Morgan.
A Nicholas le cambió el color de la cara pero no el gesto amable. Hacía tantos años que no oía ese nombre que en un momento, un montón de recuerdos se le vinieron a la mente; su pelo, sus ojos claros, su carácter…su muerte. Estaba perdido en sus pensamientos cuando el embajador, que hacía de maestro de ceremonias, pidió que le prestaran atención.
—Señoras y señoras, esta noche rendimos honor a nuestros amigos y aliados nipones. Veo a mucha gente de mi edad que han disfrutado de la maravillosa música de la Orquesta Sinfónica de San Francisco, pero también veo a gente muy joven, la gran mayoría, a decir verdad —Los invitados a aquella fiesta, rieron ante el gesto que el embajador había hecho—. Por eso es un placer para mí anunciarles, que gracias a la intervención del señor Nicholas Swarz Junior, os dejaremos esta sala por una hora, para que podáis bailar un tipo de música, que cuando mi hijo Jamie la pone, me vuelve loco. Por favor, los que tengan más de cincuenta y cinco años que me sigan, hay tapones para todos —El gentío volvió a reír—. Es un placer tener con nosotros esta noche al grupo de heavy metal... Metallica.
Anonadada, flipada, asombrada, atónita…no había adjetivos suficientes en cualquier idioma para describir como se sentía. Bec miró a Nicholas, y sin importarle quién estaba delante le dio un beso en los labios que lo dejó sin respiración.
—No me lo puedo creer, ¿pero cómo lo has hecho? —le preguntó Bec, todavía colgada de su cuello.
—Cuando viste el cartel del concierto y te dije que sentía que no los pudieras ver, se me ocurrió la idea. Me ha costado mucho, mucho convencerlos —La sonrisa que tenía en la cara bien valía todos los favores que había tenido que pedir.
—No sé qué decir, me has dejado sin palabras —le dijo Bec viendo como el grupo subía al escenario.
—Sé que una de las canciones que más te gustan es Nothing else matters, y tengo que admitir que de tanto oírtela a mí también me gusta, así que —Hizo una reverencia—, cuando suene, ¿la bailarás conmigo?
—Te quiero Nicholas. Sí, claro que la bailaré contigo.
El grupo comenzó a tocar, haciendo que el salón vibrara con la música heavy. Todos cantaban las canciones del grupo haciendo los típicos gestos con las manos. El grupo estaba tocando fantásticamente bien, y cuando la voz de James Hetfield comenzó a cantar Wherever I may roam, Bec casi comienza a llorar, por oír en aquel cantante, lo que ella era en realidad.
Siguieron tocando, canción tras canción, entregándose al público allí reunido cuando anunciaron la última canción: Nothing else matters. Nicholas y Bec iban decididos a bailar aquella pieza cuando Gabriel, que los había estado observando durante toda la noche, se acercó a ellos.
—¿Puedo bailar contigo nuestra canción? —le preguntó resaltando la palabra nuestra.
Bec miró a Nicholas y este la dejó ir. Comenzaron los acordes y Gabriel se aferró con una mano a la cintura de Bec y le cogió la otra para alzarla junto a la de él. Comenzaron a bailar de forma lenta. Ni Nicholas ni Gabriel se quitaban los ojos de encima.
—¿Por qué has tenido que decir nuestra canción? —le increpó Bec.
—Porque lo es. La primera vez que hicimos el amor estaba sonando en la radio, ¿no te acuerdas?
—¿Y por eso has decidido que es nuestra canción? —le dijo enfadada.
—Me trae muy buenos recuerdos… de tu cuerpo y el mío.
La banda seguía tocando pero Bec no se sentía cómoda. Aquello era lo que había estado tramando Gabriel, sacarla a bailar cuando sonara la canción con la que habían hecho el amor por primera vez. Pero ella no sentía lo mismo, así que cuando el solo de guitarra comenzó a sonar, se separó de Gabriel.
—Adiós Gabriel —Y lo dejó en medio de la pista.
La música seguía sonando. Bec se puso frente a Nicholas y comenzó a bailar con él aquella canción que tanto decía para ellos. Bailaron abrazados, como los enamorados que eran, mientras Gabriel se marchaba de la fiesta. Bec comenzó a tararearle la letra al oído mientras se movían en círculo, como si de un vals se tratara, llevados por la emoción del momento. Cuando paró la música, ellos seguían abrazados.
—¿Tenemos canción? —preguntó muy serio Nicholas que no se había podido quitar de la cabeza las palabras de Gabriel.
—Nicholas… —Bec sabía a lo que se refería—, nunca he tenido una canción especial con nadie. Así que si tú quieres, será nuestra canción.
—No quiero compartir esta canción con nadie —dijo como si de un niño se tratara.
—Te quiero y te prometo que esta canción será siempre nuestra.
Siguieron con aquella fiesta hasta las tres de la madrugada. Cuando llegaron a casa de Ichimonji, estaban tan agotados que se quedaron dormidos con la ropa puesta. Al día siguiente les esperaba un largo viaje a New York.