Capítulo 1.

 

 

El jefe de policía Brody llegó a la escena del crimen y recorrió todo el escenario. Vio lo que podía haber sido un típico lugar de recogimiento, para aquellas pobres almas en pena, que algún día fueron alguien y que ahora se dedicaban a pedir por las esquinas; que iban a los centros de caridad a por un plato caliente y por algo de abrigo para poder pasar las noches en las calles neoyorquinas. Pero el jefe vio algo más, vio a un hombre entre el gentío, agachado, con la mirada perdida y musitando sin cesar lo que parecía un mantra, pero que al mismo tiempo destacaba vestido con un elegante traje arrugado. Llevaba en su mano lo que parecía el filo que había desfigurado a aquella pobre chica.

El jefe de policía se acercó a él, y poniéndose en cuclillas, comenzó a hablarle.

—Disculpe señor, ¿se encuentra bien? —El hombre se levantó de inmediato, sin soltar aquella navaja y sin dejar de farfullar.

—Solo hice lo que él me pidió… lo que él me pidió…, solo hice… solo hice lo que él, él me pidió...

—Tranquilícese —dijo Brody—, ¿quién le dijo que hiciera esto?, ¿señor?, ¿quién…?

El hombre, aterrorizado, miró al jefe de policía y fuera de sí le contestó.

—¡Ella no debía morir!

Brody se quedó perplejo al ver como aquel hombre había cambiado de repente su semblante, convirtiéndose de repente en un espectro, y como en sus ojos azules, el miedo y la desesperación le decían que había algo más complejo que la muerte de una simple sin techo en aquellas gélidas calles.

Brody decidió llevarse a aquel hombre a comisaría para poder interrogarle. En la comisaría, en el número cincuenta y cuatro de Park Avenue, parecía que el tiempo no había pasado desde los años sesenta; las putas que se agolpaban en las celdas vestían todas con aires retro porque decían que eso era lo que ponía cachondos a los turistas que paseaban por allí, vendían su cuerpo a veinte pavos al más apestoso que pasara para no llevar la misma suerte que la chica a la que acababan de encontrar.

Policías corruptos, putas llenas de enfermedades sidosas, chulos camorristas y una ciudad que en los ochenta, se llenó de vagabundos por culpa de una subida en el coste de vida, y por una serie de escándalos bursátiles, que hizo que muchas de esas personas perdieran no solo su dinero, sino también sus casa y sus familias. Ahora en pleno siglo XXI, la historia se repetía con la crisis que había asolado a medio mundo y que había comenzado en aquella misma ciudad.

La comisaría se enfrentaba a diario a robos, agresiones, incendios provocados, e incluso a la muerte de muchos de aquellos que solo les quedaba dormir en las calles y que aun así, tenían que pagar para tener un poco de acera para poder dormir.

Brody y su detenido entraron en la comisaría subiendo por un ascensor, en el que se veía un gran charco amarillo de algún yonki que había meado mientras se cagaba en la madre de algún policía dejando su sello en el ascensor.

Hasta llegar a la oficina del jefe tenían que pasar por todas las mesas de los agentes, encontrándose con putas denunciando a sus chulos, mujeres con los niños en brazos con la cara totalmente amoratada, como agradecimiento de sus maridos por haberles hecho la cena; gentuza que juraban y perjuraban por todos sus muertos que ellos no habían robado, atracado y un sin fin de delirios típicos en una comisaría.

Cuando llegaron a su despacho, Brody hizo sentar a su detenido, y le preguntó cómo se llamaba, pero el sospechoso solo sabía responder una cosa.

—Ella no debía morir.

—Escúcheme, ¿quién era ella y por qué no debía morir? —preguntó Brody mientras contemplaba atentamente al hombre sentado al otro lado de la mesa de su escritorio. Debía medir un metro setenta de estatura, pelo más canoso que castaño, y detrás de aquellas gafas, sus ojos azules estaban cargados de ira y rabia.

—¡Vosotros los policías, solo preguntáis y arrestáis, pero no os preocupa nada ni nadie! —gritaba el detenido a la vez que se levantaba de la silla, mientras por su cara corrían lágrimas de desesperación.

—¡Silencio! ¿Con quién cree que está hablando? ¡Siéntese! —voceó el jefe de policía dando un manotazo en la mesa. Brody sabía cómo manejar aquella situación, se había encontrado en una tesitura similar en diversas ocasiones. Su impulso había tenido efecto, el detenido se quedó petrificado al no ser capaz de prevenir la reacción tan efusiva del policía—. Ahora siéntese, respire, tómese unos minutos y cuando esté listo dígame quien es ella.

Aquel hombre no sabía qué hacer, se mostraba irritado y al mismo tiempo desesperado y nervioso, con el traje mojado y totalmente desaliñado, aunque se veía de corte elegante, no parecía muy distinto de las personas que habitaban en el lugar donde habían encontrado el cuerpo de aquella joven. Pese a ello, el jefe veía en aquel hombre el rostro de quien, en su momento debió haber sido director, no dirigido, alguien con poder de mando en su tiempo, alguien que tuvo que tener a mucha gente a su cargo. Se fijó en sus manos, que aún tenían la manicura hecha, aunque conservaba debajo de sus uñas y en el dorso de la mano derecha las manchas de sangre de la fallecida.

Brody decidió darle un momento, y pensó en ir a por café para ambos. Cuando abría la puerta de su despacho, el hombre simplemente dijo:

—Bec.

Brody se giró y miró a aquel hombre, que para su asombro también le estaba mirando, pero no como lo había hecho hasta ahora, con miedo y desesperación, sino seguro de sí mismo, como si se hubiera tragado todo lo que tenía que tragarse y estuviera dispuesto a hablar.

—Comencemos por el principio, ¿cómo se llama usted? —preguntó Brody con aire conciliador, mientras cerraba la puerta y se sentaba detrás de su mesa.

—Me llamo Blaise Lacroix—respondió el hombre—, y repetiré hasta que me muera, que ella no debía morir.

—Cuénteme quien era…Bec —dijo Brody, intentando centrarse.

—Tráigame una taza de café y algo de comer. Joder, no he comido nada en todo el día. Tengo mucho que contarle jefe —dijo sorprendentemente tranquilo, parecía otra persona—, y créame, la información que le voy a dar es muy valiosa, pero tendrá que oír mis condiciones.

Brody llamó por el interfono a su secretaria para que entrara en la oficina.

Claire era una joven exdrogadicta que Brody había recogido de la calle. Solo contaba con dieciséis años cuando la encontró, pero mostraba una dureza que conmovió a Brody, así que, decidió sacarla de las drogas y de la prostitución. La ayudó a estudiar y a sacarse la titulación para ejercer de secretaria, así que ahora Claire, era la secretaria más cotizada de la comisaría. Las malas lenguas decían que ella y Brody tenían algo más que una relación de respeto y agradecimiento, pero aunque nunca se pudo demostrar nada, la verdad era que Brody sentía devoción por esa pelirroja pecosa, y el más que afecto, era mutuo.

—Dígame jefe, ¿qué necesita? —preguntó Claire con un profundo acento americano.

—Claire, necesito café en abundancia, leche y encarga varias hamburguesas, esta noche será larga —respondió Brody.

—Sí señor, ¿necesita algo más?

—Quizá tengas que quedarte esta noche Claire, creo que es un caso complicado el que tenemos entre manos y seguramente haya que pasar las notas por la noche —le comentó Brody, mientras contemplaba como Claire había crecido con los años, y aquella falda le marcaba el trasero que tantas veces había tocado.

—No tenía planes para esta noche, así que no se preocupe, iré a hacerle el encargo ahora mismo.

Cuando Claire cerró la puerta, Brody se dispuso a escuchar a Blaise. Se volvió a sentar en un su sillón de cuero negro, regalo del alcalde, por una importante detención a un traficante de drogas, cuando el hombre comenzó a hablar.

—No quiero nada que no se pueda alcanzar —prosiguió—, solo quiero que se haga justicia con esa chica, ella no debía morir, no se la contrató para eso, bueno... quizá sí, pero todo se nos fue de las manos.

—Escúcheme, por qué no empezamos por el principio, de esa manera podré seguir todo lo que me está diciendo. Por cierto, su nombre ¿cómo se escribe? Porque no creo que se llame Bless aunque se pronuncie igual (bendición en inglés).

Blaise le pidió una hoja de papel y un bolígrafo y escribió su nombre. Quería empezar cuanto antes a explicar lo que había ocurrido durante aquel largo año.

Por todos es sabido que a nadie les gustan los vagabundos; apestan, piden dinero, beben, se emborrachan y a veces se meten con la gente.

Mi jefe, William Donovan, quería contratar a una vagabunda para sus fines. Ninguno nos explicábamos cuales eran, pero él así lo quería y nosotros obedecimos.

Una noche, mi gente y yo fuimos a uno de los barrios más pobres de la ciudad e intentamos conseguir lo que el jefe pedía, pero no encontrábamos lo que estábamos buscando. El jefe había especificado que la chica en cuestión no tenía labio superior debido a que se lo habían arrancado a los pocos años de nacer, y que en principio era rubia natural. Estuvimos buscando sin descanso hasta que... ahí estaba, tendida entre un montón de cartones y tapada con unos periódicos. Su pelo, que siendo niña debía de haber tenido un color dorado, ahora estaba lacio y descuidado, todo enredado y sin ningún tipo de vida. La boca, en efecto no poseía labio superior, y su cuerpo estaba esquelético y demacrado. Estaba vestida con jirones de ropa vieja y con un abrigo gastado. Cuando nos vio se levantó y nos preguntó:

—¿Qué queréis? Aquí no hay nada que buscar.

Junto a ella, estaba un hombre que debía medir metro ochenta de estatura y debía pesar más de cien kilos. Aquel hombre, cogió a uno de mis hombres por el pescuezo y lo tiró sin despeinarse a unos cinco metros de distancia. Luego se puso frente a la chica dándole la espalda, para protegerla como un animal salvaje protege a sus cachorros, y levantó los puños en posición defensiva, tratando de intimidarnos para que no nos acercásemos.

—Tranquila Bec, yo te protegeré.

En ese momento, Summer, un ex marine, sacó su Colt 45, y apuntó a su cabeza realizando un único disparo a aquel hombre, que cayó al suelo, como una roca tirada al fondo de un río desde un precipicio.

Aquella chica empezó a correr. Intentamos cogerla, pero nos resultó imposible pues todo estaba muy oscuro, y desde luego ella conocía el lugar mejor que nosotros. Corrimos a lo largo y ancho de aquellas calles sin saber por dónde nos metíamos. Cuando la veíamos, aun fugazmente, abríamos fuego para asustarla y que se detuviese, pero todo era inútil. Hasta que de repente, en la distancia, vimos cómo se detenía. Un hombre había surgido de entre las sombras y le había cortado el paso. Era Donovan, el jefe. La agarró del cuello, la metió en el coche por la fuerza y se la llevó.

 

Perdida
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