Capítulo 10.
Bec se encontraba haciendo la comida en su ático. Habían pasado dos años desde que se había instalado y había convertido aquel lugar en su hogar, en su santuario. No permitía que nadie subiera a verla, salvo yo, que en aquel tiempo me había ganado su confianza y aprecio. Era sábado y me disponía a ir a comer con ella en su casa.
Era increíble como desde la primera noche se había adaptado a su nueva vida. Durante aquellos dos años no había faltado un solo día al trabajo y se había hecho una reputación entre los libreros de New York. Pero claro, nuestra librería era distinta, un referente en el mundo ya que conseguíamos primeras ediciones, libros descatalogados e incluso incunables. Bec tenía la habilidad de tratar a cualquier cliente como si fuese especial, no solo si venía a comprar el último bestseller (que por supuesto ella ya se había leído para darles referencias), como si venían a por un ejemplar raro. Nos habíamos hecho un nombre y Bec salía en páginas de sociedad cuando conseguía una primera edición después de estar batallando con las embajadas. Era invitada a galas como agradecimiento por encontrar aquellos libros raros por lo que la gente extravagante llegaba a pagar una fortuna.
Durante aquellos dos años habíamos trabajado codo con codo entablando una bonita amistad. Yo, como mano de derecha de Donovan, lo mantenía al tanto de la vida de Bec ya que mi jefe había decidido dejarle libertad por un período de tiempo hasta que empezase la etapa final de su venganza.
En aquellos años, Bec no había perdido el contacto con los que durante cuatro años habían sido sus profesores; quedaba con Ann para ir de compras, a la peluquería y hablar de cosas de mujeres. En realidad Ann se había convertido en la imagen materna que ella nunca tuvo, lo que a mí me agradaba mucho ya que siempre tenía un hombro, a parte del mío, en el que llorar; con Díaz quedaba para ir al cine y ver películas en versión española y así seguir practicando aquel idioma que le encantaba; con Eric para ir a bailar... menos con Gabriel.
Aún recuerdo hace un año como tuvo lugar la mayor discusión que hubo entre los dos.
Como era costumbre en nosotros Bec salía de su casa e iba al Starbucks por dos caffe latte. Mientras esperaba, se puso a leer el periódico. En las páginas de sociedad salía una foto del Doctor Gabriel Mebs y debajo de la foto, un artículo en el cual se hablaba de que el hijo del magnate Chris Mebs, había conseguido su doctorado y que había abierto una consulta cerca de la quinta avenida. Pero lo que impactó a Bec fue saber que había escrito su tesis doctoral sobre ella, más concretamente, en cómo convertir a una vagabunda en un ser humano decente.
Cuando Bec llegó a la librería aquel día estaba roja de rabia, y tras entregarme mi café, cogió su móvil y se descargó la tesis de Gabriel que estaba subida en la página web de la universidad de Harvard. Cuando acabó de leerla no sabía qué pensar. Su vida estaba allí; detalles de su niñez, su adolescencia... todo. ¿Cómo tenía él esa información? Como un perro enjaulado cogió el móvil y mirándome fijamente dijo.
—Se va a cagar... Gabriel, soy Bec.
—¡Cuánto tiempo, preciosa!
—Necesito verte, ven a librería en cuanto tengas un momento, tenemos que hablar —Y sin más cortó la llamada.
A la media hora Gabriel se presentó con una sonrisa increíble. Estaba feliz, tenía el doctorado y su despacho estaba lleno de citas hasta el año siguiente. El tiempo había pasado para todos, pero Gabriel ahora estaba en su mejor momento. Con treinta y tres años era un hombre guapo, con el pelo un poco largo y rubio y unos ojos color zafiro que derretía a más de una. Con su metro ochenta, su cuerpo se había definido mucho más y aquel día llevaba un traje negro con camisa negra que parecía un modelo de Dior.
Bec lo había visto entrar pero quería calmarse un poco porque si no, le arrancaría la cabeza a la primera de cambio.
—Blaise, ¿qué tal estás?
—Bien, bien —respondí educadamente—, enhorabuena por tu consulta. Leí el artículo en el periódico, ¿qué tal te va?
Pero no me dio tiempo a contestar porque en aquel momento Bec salió encendida de la parte trasera de la librería y tras salir de detrás del mostrador y sin mediar palabra, le cruzó la cara con una sonora bofetada.
—¿Cómo has sido capaz de hacer algo así? Sabía que eras cruel pero no que fueras tan despiadado. Ninguno de mis profesores me pidió nunca nada, pero tú necesitabas información ¿verdad? —Seguía hablando Bec llena de ira—. ¡Cómo has podido exponer mi vida así, joder!
—No vuelvas a tocarme Bec —contestó Gabriel perdiendo la sonrisa con la que había entrado—. Nunca.
Pero como si no la conociera Bec volvió a cruzarle la cara y acercándose más a él continuó con su enfado.
—¿Te recuerdo las veces que me has abofeteado tú, te lo recuerdo? Porque yo recuerdo todas y cada una de ellas. ¿De dónde sacaste la información?, ¿quién te la dio? —le preguntó intentando calmarse.
—¿De verdad no sabes quién?, te creía más lista.
—Gabriel, tienes que eliminar tu tesis doctoral de todos los sitios en donde esté publicada. Si alguien me relaciona con la persona que tú describes todo esto se irá a la mierda.
—¿Sigues pecando de vanidad? —le preguntó Gabriel juntando casi su nariz con la de ella—. Nunca te has avergonzado de qué eras Bec, ¿ahora sí?
—No se trata de eso. Solo te ha faltado poner una foto. Donovan sabe todo esto, ¿lo sabe?
—Te repito Bec, que pensé que eras más lista. Pues claro que lo sabe. ¿Quién crees que me dio toda la información? —Pero Gabriel estaba calentito y no podía dejar de hablar—. Tú no te abrías a mí, no querías contarme nada. En cuatro jodidos años solo me constaste como perdiste la virginidad y yo había aceptado el trabajo que me ofreció Donovan para escribir mi tesis. Joder Bec, ¿qué querías que hiciera? Eras una sin techo, no me importabas nada, solo pensaba en mí. Tu historia es digna de contar, ¿porque no la iba a contar yo?
—No me pediste permiso para contar mi vida.
—Nunca he necesitado tu permiso para nada. Ahora estás preciosa pero siempre has sido y siempre serás una puta indigente, no lo olvides. Además no menciono tu nombre.
—Y tú siempre serás un segundón en todo lo que se refiere a la sociedad neoyorkina. Todos sabemos quién es tu papaíto y que sin él, sus apoyos y contactos, no serías más que un guaperas que para sobrevivir a lo mejor tendría que hacer de puto.
—¡¿Quién te crees que eres para hablarme así?! —preguntó Gabriel enfadado, aquella mujer siempre conseguía sacarlo de sus casillas. Vale que sin su padre no era nadie, pero por eso había querido sacarse el doctorado, para ser él, Gabriel Mebs, un psicólogo reconocido y no el siempre lastre de su padre.
—Soy la única persona que siempre te dirá a la cara que vales menos que yo. Durante aquellos cuatro años pensé que habíamos formado una especie de tregua —le dijo Bec con voz tranquila—. Sé que siempre hemos estado riñendo pero pensé que me había ganado tu respeto como persona. Me has demostrado que no te importa nada ni nadie, con tal de conseguir lo que quieres...
—Eso es lo que hace todo el mundo que quiere ser alguien por si todavía no te has dado cuenta.
—Vete y espero no volver a saber de ti.
Gabriel abrió la boca para contestar, pero sabía que no ganaría la batalla ya que Bec siempre tenía que decir la última palabra. Así que se dio la vuelta y se fue. Desde ese día no supe más de él.
Pi,pi,piiiiiii... sonaba el portero con aquel ruido tan estridente.
Bec se dirigió a la puerta y abrió. Yo traía una botella de vino tinto que pensé que acompañaría bien a la tortilla española que también olía desde la puerta. Díaz, su profesor de español, le había enseñado a cocinar ese plato y la verdad, le salía de muerte.
—Pasa, pasa... está abierto.
Cada vez que entraba en el ático me encontraba con alguna cosa nueva. El hogar de Bec medía doscientos metros cuadrados, tenía una habitación enorme que era la de ella, con una amplia cama de matrimonio, dos mesillas a cada lado con unas lamparitas de noche de Tiffanys que le había regalado Ann en su veintisiete cumpleaños, un sofá, un tocador y unos amplios armarios donde las puertas eran de espejos. Como casi toda la casa, aquella habitación estaba pintada de un color crema claro que transmitía serenidad. Dentro de su habitación tenía un amplísimo baño con ducha de hidromasaje, un jacuzzi que siempre estaba rodeado de velas, un amplio lavabo, un enorme espejo y estanterías de cristal donde se podían ver cremas hidratantes, perfumes y cualquier cosa que necesitaba para ponerse guapa todos los días. El amplio pasillo que atravesaba para llegar a la gran joya de la casa, tenía cuadros y poemas enmarcados, pero ninguna foto. Tenía un baño en mitad del mismo, equipado con lo básico pero decorado como si fuera una piscina. La joya de la corona se alzaba ante mi cuando entrabas en el espacio más grande de la casa: en una parte una gran cocina con todos los muebles en blanco, estaba perfectamente equipada y separaba al salón con una barra americana .En la mesa de la cocina que era de cristal con cuatro sillas de alto diseño, siempre había un florero con flores frescas, y aquel día tocaban rosas amarillas. Pero lo que más me gustaba era el salón; con aquellos ventanales que permitían ver casi toda la ciudad, la luz que entraba y que daba directamente sobre unas estanterías de madera clara que estaban llenas de cualquier tipo de lectura. Había un sofá normal, un chaise longe y dos sillones que se colocaban en círculo custodiando a una mesa de cristal, todo ello bajo una preciosa alfombra blanca mullida. La televisión lcd de sesenta pulgadas así como el equipo de música de última generación, estaban colocados de manera que te sentaras donde te sentaras, podías ver u oir lo que fuera como si hubieses cogido el mejor asiento en un cine. Los cuadros que había por aquella estancia eran de palacios medievales de cualquier país, lo que hacía pensar que la persona que allí vivía era muy soñadora.
Entré hasta la cocina y me quedé quieto mientras veía como Bec daba vuelta a la tortilla vestida con chándal, zapatillas de andar por casa y una coleta alta.
—¿Sabes que hacía años que no te veía vestida así?
—Ayer salí con Berta de pubs y me duele todo el cuerpo. Es una maravilla no tener que trabajar hoy porque no aguantaría los tacones —me contestó con una sonrisa pícara.
—Sabes, estás preciosa así vestida —le dije con cariño mientras Bec se reía por aquel cumplido y me sacaba la lengua—. Toma, te he traído un regalo de Suecia.
Bec, contenta como una niña en un día de navidad, cogió el regalo y al abrirlo sonrió como una colegiala. Le había regalado un pijama de franela. Sabía que no le gustaba pasar frío por las noches.
El regalo le gustó tanto que en uno de esos actos espontáneos que ella tenía, me dio las gracias y me plantó un ruidoso beso en la mejilla. No era habitual que nos hiciésemos gestos cariñosos, yo desde luego nunca se los hacía, pero sabía que ella a veces necesitaba contacto humano así que por primera vez le devolví el beso y los dos nos reímos.
—¿Qué tal te fue por allí? ¿Nos permitirán sacar el libro del país? —me preguntó mientras sacaba la tortilla de la sartén.
—Sí, creo que sí. La negociación ha sido dura pero a principio de mes el libro estará en nuestras manos.
La conversación que manteníamos sobre mi viaje a la embajada sueca y sobre el libro que tantos quebraderos de cabeza nos había dado durante el último mes, se cortó cuando a Bec empezó a sonarle el móvil.
—¿Puedes mirar quién es? Tengo que hacer la ensalada.
—Es Gabriel —le contesté cuando vi aquel nombre en la pantalla del móvil. ¿Me había perdido algo?
—Que pesadito es de verdad. Todos los sábados de último de mes intenta hablar conmigo —me explicó Bec sin darle mayor importancia.
—¿Por qué?
—Desde que tuvimos aquella discusión hace un año quiere que seamos amiguitos del alma, pero como comprenderás a mí no me da la gana —Cortó el tomate en dos de un solo golpe, y su sonrisa malévola me hizo pensar que era en la cabeza de Gabriel en lo que estaba pensando mientras cortaba la hortaliza.
El móvil volvió a sonar pero Bec no lo cogió. Cuando sonó el teléfono por sexta vez mientras comíamos, sin mirar quien llamaba cogió el teléfono y contestó.
—Te estás pasando de pesadito y tocapelotas. Si sigues llamando así, te denuncio por acoso.
Pero se quedó de piedra cuando oyó la voz al otro lado del auricular, era Donovan.
—A las cinco en punto en el almacén. Avisa a todos.
Bec mandó un mensaje compartido a todas las personas que habían trabajado con ella durante aquel período de su vida.
Cuando acabaron de comer, Bec se arregló molesta por tener que ponerse tacones, ya que sabía que si Donovan la veía en chándal se podía formar la tercera guerra mundial. Mientras ella acababa de arreglarse, yo recogí los platos, los cargué en el lavavajillas y cuando la vi preparada, nos fuimos a la reunión que Donovan había convocado con tanta urgencia.