XV
En el recodo de los álamos, allí donde el río se ensanchaba, donde se remansaba el agua, alguien había colocado unas piedras y levantado un alpendre: mucho tiempo atrás, porque las piedras estaban gastadas, y el alpendre medio caído. El Ayuntamiento republicano había construido un lavadero de cemento, cerca de la playa, bien guardado de la lluvia, con un funcionario que concedía turnos y los cobraba a real la hora; allí hacía menos frío, pero estaba lejos, ‘y las mujeres que acudían a él, o peleaban, o murmuraban. El viejo lavadero del recodo había perdido clientela; sólo bajaban a él Clara y la Chasca, porque les quedaba cerca y porque eran enemigas del tumulto.
A Clara, además, le gustaba la Chasca por verdadera y limpia. Lo demás que se sabía de ella le traía sin cuidado.
Llegó con la ropa metida en un balde de zinc. La Chasca debía de llevar allí un par de horas: un montón de sábanas lavadas rebasaba el borde de la cesta.
—Ya te vi ayer con el médico.
—Me vio todo el mundo.
—¿Cómo te fue?
—¡Psch! …
—Pues por guapa no sería, que lo ibas bien.
Clara sacó del balde la ropa blanca, y se la tendió a la Chasca con una sonrisa.
—¿A ver? —dijo la Chasca.
La examinó, acarició el tejido y las puntillas.
—¡Buena tela! ¿De dónde te vino?
—Un regalo.
—¡Ah!
Clara se puso los guantes.
—¿Y eso?
—Es para no estropear las manos.
—¡Lo que se hace por un hombre!
—¡Bah! Total, para nada.
Empezó a lavar. La Chasca golpeaba en la piedra una enorme sábana remendada.
—Pues, mira lo que te digo: cuando a una le gusta un hombre, no hay que dejarlo escapar.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que lo meta en mi cama a la fuerza?
—Eso no es lo que más resultado da.
Tendió, sin palabras, la sábana a Clara, y entre las dos la retorcieron.
—Una piensa que un hijo es lo que más ata a un hombre, y yo también lo pensé; y cuando le dije que estaba embarazada, me respondió que bueno, que marcharía a Cuba para ganar dinero, y que luego volvería a casarse. Se fue, pero no supe más de él.
—Todos no son iguales.
—Con el segundo, hice lo mismo; pero, aquél, ni hablar de Cuba. Por ahí anda, tan campante, con tres o cuatro hijos de otras tantas mujeres. De modo que cuando se presentó el tercero, ni pensar en el asunto. Tomé mis precauciones y me casé con él.
—¿Cómo?
—Le hice el meigallo.
Clara sonrió.
—¿Te ríes? Si lo hubiera metido en cama, tendría otro hijo, y él andaría por ahí adelante. Así, no tuve hijo, pero él es mi marido.
Clara recordó que, además de marido de la Chasca, el Chasco era medio tonto.
—El caso está en que valga la pena.
—Si lo que quieres es casarte…
—Claro; pero si, además, me quiere.
—¡Bah! Un hombre hace falta para trabajar y para despicarla a una, mientras se es moza. Lo demás son bobadas.
Metió otra sábana en el agua; la restregó luego contra la piedra con brazos poderosos.
—Bobadas. En el mundo no hay más que trabajar para comer y comer para trabajar. Si no fuera por lo que es, los hombres no hacían puñetera falta. De modo que, ya sabes: si te decides, yo sé de una que, por pocos cuartos, te echaría una mano.
—No, no. Si él lo quiere, bien; pero eso de obligarlo, no sé, no me parece decente.
—Allá tú.
Por la orilla del río, mirando bien dónde ponía los pies para no embarrar los zapatos relucientes, llegaba la Rucha hija: el delantal blanco bajo el abrigo, y la cofia rizada como una corona. Clara dejó de lavar, sorprendida; le temblaban las manos.
—¿Qué querrá ésa aquí? —preguntó la Chasca.
Viene por mí.
—¿No estáis reñidos con la Vieja?
La Rucha, al otro lado del río, se había detenido. Hizo unos dengues y se quejó del camino.
—Mi señora me mandó al pazo de Aldán, a preguntar por una tal señorita Clara, y me dicen que estará aquí. ¡Qué horror! ¿A eso le llaman pazo?
Hablaba con retintín, se sonrió al decir señorita Clara, mientras daba vueltas al paraguas abierto.
—¿Y qué? —preguntó Clara, sin mirarla.
—Dice mi señora que vaya a hablar con ella.
—Está bien.
Antes de la hora de comer.
—Está bien.
—¿A qué hora come tu ama? —preguntó la Chasca.
—Todo el mundo come a la misma hora.
—Será todo el mundo que no trabaja, porque nosotros comemos cuando Dios quiere.
—Es que vosotras no sois todo el mundo.
La Chasca quedó en jarras, agresiva.
—Si para ser todo el mundo hay que poner la cosa esa en la cabeza y llamar a la Vieja mi señora, Dios me mantenga muchos años fuera del mundo, amén.
Clara le rogó en voz baja que la dejase.
—Iré en seguida, en cuanto haya lavado esta ropa.
La Rucha hizo un mohín desdeñoso y marchó sin despedirse, con pasito menudo, lleno de cautelas.
—¡Mira bien dónde pisas, no sea que des con los perifollos en el río! —le gritó la Chasca.
Cuando la Rucha hubo desaparecido, dijo Clara:
—Lávame esto, si puedes. Voy a ir allá.
Vestida, calzada y enguantada, Clara no tenía donde verse entera. Dio una patada al espejillo que sólo le devolvía la imagen de media pierna, y salió. Se metió en el pueblo, en vez de rodearlo, sólo por mirarse en algún escaparate. Bullía la gente en el mercado: el coche de línea acababa de llegar. Un viajante que descargaba muestrarios de la baca le dijo un piropo, el mozo de la peluquería se quedó estupefacto al verla, y, más abajo, varias cabezas asomaron a la puerta de la tienda de comestibles. Un socio del casino la siguió de lejos, como quien no quiere la cosa, y, al verla entrar en casa de la Vieja, regresó al corrillo con la noticia. Los presentes respondieron con tacos variados, y sólo uno dijo en castellano claro que no lo entendía.
—A lo mejor fue doña Mariana quien le dio para la ropa nueva.
—Pero ¿por qué?
Clara no había hallado espejo ni vidriera de mercería donde contemplarse a gusto, y caminaba insegura. Los bronces relucientes del zaguán, la suave alfombra del vestíbulo, el rostro hostil y rudo de la Rucha —tan frágil y elegante vista de espaldas— la acoquinaron; pero vio el gran espejo de dorado marco, lo vio al fondo, como una tentación, y se acercó a él, y se miró, y halló que estaba bonita y que no desentonaba. Se sonrió a sí misma y dio gracias a Dios.
—Buenos días, Clara.
Doña Mariana había llegado silenciosamente, estaba cerca de ella, erguida, y le sonreía. Clara respondió al saludo con timidez; dio un paso atrás, un pasito menudo y cobarde, como si se hubiera arrepentido y quisiera marchar. Pero se mantuvo, y se esforzó por sostener la mirada de la Vieja. ¡Dios, qué fuerza tenía!
—Entra, no te quedes ahí. Dentro también hay espejo.
Clara vaciló.
—Es que… en mi casa…
—Quítate el abrigo. Aquí hace calor.
Y como Clara se embarazase, doña Mariana agregó:
—Te ayudaré.
Pero antes de que doña Mariana llegara, Clara ya se lo había quitado, y esperaba con él en la mano. Doña Mariana se volvió a la Rucha.
—Recoge el abrigo de la señorita. ¡Vamos, date prisa!
La criada recogió el abrigo, con la cabeza baja y un mirar asesino advertido por Clara. «Le sacaré los ojos cualquier día», pensó; y le volvió la espalda para no verle la mirada.
Doña Mariana la había cogido del brazo y la empujaba hacia una puerta. La nueva habitación estaba caliente, y la alfombra apagaba los pasos. Se detuvo.
—¡Qué bien vive usted! —dijo.
Haría cualquier cosa que la Vieja le mandase, por el modo que tenía de hacerlo, por aquella seguridad y aquella riqueza. ¡Así cualquiera podía ser una dama, y permitirse el lujo de tener un hijo de soltera sin que la gente le faltase al respeto!
—Bueno, usted dirá.
Doña Mariana se había sentado en un sofá, y le señalaba un sillón enfrente, pero cerca. Un sillón ancho, grande, blando, que sólo sentarse en él y sentir cómo se hundía era una gloria.
—¿Te gusta esto?
—¡A ver!
—Tu casa fue tan buena, lo menos, como la mía.
—Yo no me acuerdo. Y usted sabe…
Se detuvo, por miedo de soltar alguna inconveniencia, y repitió:
—Bueno. Usted dirá. Porque para algo me habrá llamado.
—Para conocerte.
—¿Nada más?
—¿Es que tú esperabas otra cosa?
—Sí, señora. Creí que me llamaba para decirme que no volviese a salir con Carlos.
—¿Por qué había de hacerlo?
—Yo no tengo buena fama.
—Yo, tampoco.
—No es lo mismo. ¡Caray! Con una casa como ésta, mucho me importaría a mí la mala fama.
—Exactamente lo que me importa a mí la mía.
—Eso.
—Pero a ti, como eres pobre, te preocupa la tuya.
—Verá. Es como si fuese una fea, y le gustase ser bonita. Como no tiene remedio…
Doña Mariana cogió una labor de ganchillo.
—¿A ti te gusta Carlos? —preguntó, de pronto.
—Sí, señora. Ya sabía que me lo preguntaría.
—¿Por qué?
—¿Para qué otra cosa iba a llamarme?
—Tienes razón. Sin embargo, ya lo sabía. No hace falta ser muy lista para eso. Y a él, ¿le gustas?
—¿Qué sabe una? Carlos es un tipo raro, un hombre de esos que no se adivina nunca lo que piensan. Yo creo que le gusto, pero no lo bastante para tomarme en serio. Así que no pase cuidado.
—¿Quién te dice que me preocupe?
—Usted es ahora como su madre, y le parece que yo no soy la nuera apetecida. Eso lo reconozco. Aunque, claro está, las madres quieren siempre para sus hijos mujeres que no les convienen.
Rió doña Mariana.
—¿Eso quiere decir que le convienes a Carlos?
—Para sacarlo de pobre, no. Soy dueña de mi casa, y de una poca tierra, pero eso no es nada. Claro que una mujer sirve para otras cosas, pienso yo.
—Pero, al parecer, no hay caso. Si no le gustas…
—No he dicho que no le guste, sino que no le gusto lo bastante para casarse conmigo.
—¿Y sin casarte?
—Ya me han ganado la delantera.
—¿La Galana?
—Eso dicen. No piense que vengo aquí a delatar a Carlos. Después de todo, es soltero.
—Pero a ti eso no puede gustarte.
—Yo, señora, he visto muchas veces a los hombres como perros junto a mí, y sé mejor que usted lo que tira una mujer. Claro que no me gusta, y que lo siento. Pero ¿qué quiere: que le invite a cambiarme por ella?
Se detuvo y miró a doña Mariana con susto súbito en el semblante.
—No me habrá usted llamado para proponérmelo.
—¿Me crees capaz de hacerlo?
Clara se echó hacia atrás en el sillón y no pudo contestar: doña Mariana había hablado en tono repentinamente duro, con el mismo tono usado con la Rucha, y ahora la miraba fríamente.
—Respóndeme.
Clara hizo un esfuerzo para hablar.
—Es que, si usted me lo mandase, lo haría.
Se sobrepuso, se levantó, se acercó a doña Mariana.
—Mire, señora: no sé si lo que digo está bien o mal. No estoy acostumbrada al trato de gente como usted, lo sabe perfectamente, y a los animales con que hablo cada día se les puede decir lo que se piensa sin que se ofendan, y si se ofenden, responden del mismo modo, y a otra cosa. Usted me ha traído aquí, me hizo decir lo que quería, y ahora se ofendió porque fui sincera. Bien. Yo no quise ofenderla. Lo dije porque, de pronto, me dio miedo que me hubiera llamado para eso, y más miedo me dio saber que, si me lo pidiera, estaba dispuesta a hacerlo, y también se lo dije. Pero, entiéndalo bien, lo haría a petición de usted, pero si usted no me lo pide, o no me lo pide él, no lo haré jamás. Quiero decir que no he premeditado cazar a Carlos, o, si lo pensé en algún momento, me he vuelto atrás. Después de todo, hace dos meses no sabía de su existencia. De modo que puede estar tranquila.
La Vieja sonreía otra vez. Le había pasado el enojo y sonreía. Clara quedó ante ella con las manos tendidas y sin palabras que decir.
—¿Te has desahogado ya?
Cogió el bastón y la empujó con él hacia el asiento.
—Siéntate, te digo. Me gustas. No eres cobarde, como lo fue tu padre y como lo es tu hermano. Y si ahora quieres llorar, llora. Yo, en tu lugar, lloraría.
—No.
—Mejor entonces. Así podremos hablar.
—Yo ya lo dije todo.
—Yo aún no he empezado.
Se levantó y tiró de la campanilla. Pidió a la Rucha dos copas de vino y algo de picar.
—Ahora, voy a decirte una cosa. Tengo un bajo vacío, cerca del mercado, y quiero montar allí un negocio, una quincalla.
Clara la miró asombrada.
—¿Usted?
—¿Por qué no? No quiero decir que vaya a ponerme al frente, y a vender metros de puntilla a las aldeanas. Necesito una persona de confianza, y tú me sirves. Te daré un sueldo…
—No te vayas, Juan. Tengo que hablaros —dijo Clara a su hermano.
—¿A mí?
—A ti y a ella.
Señaló, con la mano enguantada, los platos del fregadero:
—Cuando termine esto.
Juan se encogió de hombros y encendió un pitillo.
—No sé de qué vas a hablarme.
Marchó a la sala. Inés estaba allí, en el hueco de la ventana, sentada, con el libro de rezos abierto sobre el regazo. Juan se acercó y echó un vistazo al libro.
—No me dirás que ya entiendes el latín —le dijo, bromeando. Inés alzó la cara y le sonrió, un instante.
—Clara quiere hablar con nosotros. ¿Te lo dijo?
—No.
—¿No supones qué será?
—Voy a marcharme.
—Si ella quiere hablarnos…
—Ya será alguna estupidez, o alguna marranada. Esperaré en mi cuarto.
Salió. Su cuarto no había sido ventilado, y la cama permanecía revuelta, como la había dejado al levantarse. Abrió la ventana y respiró el aire húmedo.
—¿Qué? ¿Vienes o no? —le gritó Clara desde la puerta.
Se levantó y fue a la sala. Al salir, se echó el abrigo por encima de los hombros. Hacía frío, un frío glacial y penetrante.
—Bueno, ¿qué pasa?
Inés cosía a mano las vueltas de un abrigo. Clara, arrimada a la chimenea sin lumbre, alzó una mano explicativa.
—Hoy estuve en casa de la Vieja. Me llamó para ofrecerme un sueldo.
Juan, que se había acercado, indiferente, a la ventana, y miraba el huerto envuelto en lluvia, se volvió, como sacudido por algo interior y violento. Iba a apostrofar a Clara, iba a gritarle: «¿Qué tienes tú que hablar con ella?»; pero no lo hizo porque Inés sonreía y parecía alegre de la noticia. Se acogió, expectante, al rincón de la ventana.
—Quiere poner una tienda de quincalla, y dice que yo le sirvo. Es una suerte, porque por lo menos me dará cuarenta duros, y con ese dinero…
—¿Cómo dices? ¿Que te dará cuarenta duros?
—Eso, lo menos. A lo mejor, son cincuenta.
Juan abandonó el refugio de la ventana, adelantó unos pasos, miró a Clara, sonrió.
—¿Nada más?
—Ya me parece bastante.
—Por un trabajo, quizá sí. Por una venta, es muy barato. Yo no me vendo por tan poco.
Arrastró una silla y se sentó, cariñosamente, junto a Inés. Repitió:
—No me vendo por tan poco.
Clara les miraba con sorpresa: a Inés, que cosía, sin decir palabra, y a Juan, que le sonreía con burla.
—No te entiendo. Esto no tiene que ver contigo. Es a mí a quien ha llamado.
—Pero es a mí a quien compra. Eso está claro. Como no se atreve a hacerlo directamente, porque es muy delicada, te lo ofrece a ti. Pero la maniobra es igual a la de Cayetano: atraparme por la miseria, comprarme.
Se volvió a Inés.
—Nuestra hermana es tan estúpida que se cree que le hacen un regalo por su cara bonita.
—No se habló de ti para nada, Juan. La Vieja…
Juan alzó la mano.
—No sigas. ¿Para qué vamos a discutir?
—¡Es que se trata de un sueldo, Juan! ¡Un sueldo, un trabajo! ¡Dejar esta vida arrastrada y vivir como personas! ¿Te das cuenta de lo que podríamos hacer sólo con cuarenta duros?
—Tú. Lo que podrías hacer tú.
—¡Son para todos!
—Para ti. Yo, si aceptas esa limosna, me iré de casa.
Inés se sobresaltó. Juan echó atrás la silla y se puso en pie.
—Entérate bien, Clara. Yo no puedo impedir que sirvas a la Vieja, pero me iré de casa. No puedo comer un mendrugo de pan comprado con dinero de la Vieja, o con dinero de Cayetano: es igual.
—Pero ¿por qué? ¿Quieres decirme por qué? ¿Es que te hago daño trabajando?
Juan se le acercó hasta casi rozarle la cara.
—No tienes moral. Imagínate que mañana los pescadores se ponen en huelga. Imagínate que piden aumento de salarios. ¿Con qué cara podría yo alentarlos, dirigirlos, ponerme al frente de ellos, exigir a la Vieja, si comía de su pan?
Clara, empujada por las palabras, había retrocedido hasta la pared.
—¡Ah! ¡Es por eso!
Se volvió, implorando, a Inés.
—¿Y tú, Inés, qué dices?
Inés levantó los ojos de la labor.
—Yo, si Juan se va de casa, me marcharé con él.
—¡Iros al diablo!
Clara salió de la sala con paso recio. Batió la puerta y las paredes temblaron —en alguna parte cayó el yeso de un desconchado—. Cogió el paraguas y las zuecas y salió. Iba decidida a decir a doña Mariana que sí, que estaba de acuerdo.
A cada paso que daba por la carretera, bajo la lluvia fina, se le aplacaba la furia. Pensó que quizá Juan tuviese razón —desde su punto de vista, claro—. Pensó…
Al llegar al pueblo, entró en el estanco y compró un pliego de papel y un sobre, y, allí mismo, escribió una carta a doña Mariana. Le dijo la verdad. Y se la envió por un chico al que dio unos céntimos por el recado.
Volvió a su casa. Se oía, lejos, el ruido de la máquina de coser.
Buscó un rincón de la cocina, se sentó en una silla baja y lloró silenciosamente.
La noticia de que Carlos había salido, el domingo, con Clara, la oyó la vieja Galana en el mercado, el padre en el tajo, y, al atardecer, una vecina les vino con el cuento, por si Rosario no se había enterado, y a ver qué pasaba.
Rosario preparaba la cena. Los hombres regresarían pronto: aprovechando una escampada se habían ido al huerto. Toda la conversación con la vecina recayó en la madre. Rosario, ni se volvió, atenta al llar. La vecina, a cada detalle, la miraba inútilmente. Parecía que nada de lo pasado entre Carlos y Clara le importase.
Tampoco respondió a los comentarios de su madre, entre la marcha de la vecina y el regreso de los hombres; y como la madre insistiese, le gritó:
—¿Quiere callar de una vez? ¿O es que soy, acaso, la novia de don Carlos?
Llegó el padre, y, poco después, los hermanos. Rosario sirvió la mesa.
Después se metió en su cuarto y se cambió de ropas.
—¿A dónde vas? —le preguntaron.
—A un recado.
Salió, envuelta en su mantón, sin explicar.
—Llevaba algo, ¿verdad?
—Llevaba algo.
La madre se asomó a la puerta y la vio alejarse por la carretera.
—No va al pazo. Parece que va al Outeiro.
Entonces, salió al camino uno de los hermanos.
—Sí. Va al Outeiro. Se metió por el atajo.
—¿A qué irá al Outeiro?
El atajo trepaba por el repecho de la colina, se metía entre setos y sembrados y, más arriba, entre pinares. Por el medio del atajo corría el agua de la lluvia. Rosario pisaba de una piedra en otra para no mojar las zuecas relucientes. Llegó frente a una casa blanca, más allá de una era. El día había caído. Al atravesar la era, ladró un perrillo. Una voz le mandó callar. Luego preguntaron:
—¿Quién es?
No respondió hasta pisar los umbrales.
—Buenas noches.
Había fuego en el llar, y una vela encendida. Una vieja gorda, de cara sonriente, mondaba patatas junto al hogar. Miró a Rosario.
—¿Quién eres?
—Rosario, la del Galán, la costurera.
—¡Ah!
—¿Puedo entrar?
—Entra.
Rosario dio unos pasos y se detuvo. La vieja la indicó, con el gesto, una banqueta.
—Rosario, la del Galán.
—Sí.
—La que está ahora con el señorito.
—Ya no.
—¿Ya no?
Rosario movió la cabeza.
—¿Y eso? —continuó la vieja.
—Ya ve.
Se quitó el mantón y lo dobló sobre el regazo. Encima puso un paquete que había traído oculto. La vieja miró el paquete y, luego, a Rosario.
—Una docena de huevos.
—Dios te lo pague. Como están los tiempos…
Rosario le alargó el paquete. La vieja lo abrió, se levantó y puso los huevos en un plato.
—Son buenos.
—Los había juntado para otra persona.
—Dios te lo pague.
La vieja dejó el plato sobre el vasar, y se volvió a Rosario.
—¿De modo que reñiste con Cayetano?
—Lo despaché.
La vieja la miró con sorpresa.
—¿Te atreviste?
—Sí.
—Cuenta…
—¿Para qué? Antes de que él me despachase a mí…
La vieja volvió a sentarse y sonrió.
—Habrá otro.
—Habrá.
—Tan rico como ése, no.
Rosario se encogió de hombros.
—Todo no es ser rico.
—Y, entonces, ¿a qué vienes?
—Me parece que soy machorra.
Por primera vez le tembló en las pupilas algo así como interés o pasión. Añadió:
—¿Usted cree que tiene remedio?
—Todas las cosas tienen remedio, unas más y otras menos.
—Quería quedar preñada.
—¿Del otro?
—Sí.
El pañuelo que la vieja llevaba a la cabeza se había aflojado. Se lo anudó.
—Ya ves. Pasa de treinta años que vino a verme, una vez, doña Angustias.
—¿También era machorra?
—Peor. Se le malograban los hijos. La llevé al Puente del Perdido, estando preñada de Cayetano, una noche de luna llena; le bauticé el hijo en el vientre, y se logró.
—Bien pudo haberlo bautizado mal.
—Ella me había traído una onza de oro. Todavía la tengo.
Rosario señaló los huevos.
—Le traeré más, y si empreño, le daré una pulsera de oro.
—Si piensas que lo vale…
—Lo vale.
—Espera un poco.
La vieja se acercó a la cocina, echó en la olla las patatas. Después recogió un poco de ceniza, la vertió en una taza, le mezcló aceite, sal, y se santiguó.
Se había puesto seria. Estaba frente al llar, y la luz de la llama le bailaba en el rostro. Rezaba por lo bajo, hacía cruces sobre la mixtura, canturreaba latines; con una cuchara de palo meneó el engrudo. Luego alzó la taza sobre la lumbre y cantó otra vez. Salían de su boca nombres de santos y de diablos en letanía.
—Ven adentro.
Cogió la vela, y Rosario la siguió. Entraron en una alcoba, pequeña, encalada, con una cama de hierro —la colcha, portuguesa—. Algunas sillas, y una mesa de pino junto a la cama.
—Échate.
Puso la taza sobre una silla mientras Rosario se acostaba. La vieja, sin soltar la vela, le alzó las faldas y le bajó las bragas. Quedó el vientre al descubierto.
—Buena ropa, ¿eh? Y buenas piernas. Así les gustan a los señoritos.
—Esto será seguro, ¿verdad?
—No hay seguro más que lo que Dios quiere.
—Le traeré la pulsera de oro.
—Cállate ahora, y cuando yo diga el Gloria Patri, tú respondes amén.
Cierra también los ojos.
—¿No me irá a hacer mal?
—No te muevas.
La vieja dejó sobre la mesa la palmatoria, y, con el dedo untado en el mejunje, trazó cruces y redondeles sobre el vientre tembloroso de Rosario, mientras rezaba.
—Ahora, abre las piernas.
—¿También ahí?
—También.
Siguió rezando y ungiendo. La puerta había quedado abierta. Apareció en ella, silencioso, un mocetón, como una sombra en la que, de pronto, se encendieran los ojos como luces. Le vio la vieja y gritó:
—¡Vete de ahí!
El mozo tardó unos segundos. Rosario, sobresaltada, abrió los ojos, y le vio. Se bajó la falda, apurada, hasta tapar los muslos.
—¿Quién es?
—Mi hijo Ramón. No pases pena.
—Cierre la puerta.
La vieja cerró y pasó el pestillo.
—Hay que empezar otra vez.
—Bueno.
Repitió las unciones y los rezos hasta el amén de Rosario.
—¿Usted cree que me ha visto?
—¿Quién?
—Su hijo.
—¿Qué te importa? No va a hacerte nada.
—Tengo que ir sola por ahí abajo.
—Te digo que no va a hacerte nada. Es un buen hombre. No lo hay mejor para el campo en todo el pueblo. Gracias a Dios, acaba de llegar del servicio. No sé cómo pasé sin él estos dos años…
Salieron a la cocina. Ramón se había sentado en la piedra del llar y miraba la lumbre.
—Siéntate.
—Es tarde.
—Siéntate un poco. Ramón, tráele esa banqueta.
Ramón, calmosamente, le acercó un escabel y volvió a su asiento del llar. No había dejado de mirarla; le brillaban los ojos como brasas en la oscuridad, y Rosario sentía su cuerpo recorrido, tocado, penetrado por la mirada.
—Tus hermanos trabajan en el astillero, ¿verdad?
—Trabajaban. También mi padre. Los echaron.
—¿Y ahora?
—La finca es buena. Da para todos.
—Pero no es vuestra.
—Como si lo fuera. Pagamos una miseria a don Carlos Deza.
—Sin embargo, un jornal…
—Eso dicen ellos.
—¿Y tú?
—Yo tengo buenas manos para ganar un duro diario, y mantenida.
—Algún día vendrás. Tengo unas sábanas que obrar.
—Cuando quiera.
Rosario se incorporó, pero la vieja le hizo señal de quedarse.
—No tienen prisa. Ya te avisaré, allá para el mes que viene.
La vieja insistió en preguntar sobre la finca, sobre lo que plantaban, sobre lo que recogían, sobre las vacas y los cerdos. Ramón no se había movido. Su mirada cosquilleaba en la boca de Rosario, en los pechos, a lo largo de las piernas. Cosquilleaba como una mano fuerte y áspera que acariciase suavemente, y ella se dejaba acariciar con agrado. Una vez volvió el rostro hacia la lumbre, y respondió con una larga sonrisa a la mirada de Ramón.
—Bueno, me voy.
—Como quieras.
—Ya vendré a decirle…
—¿No quieres que vaya Ramón contigo? Ya es de noche.
Ramón se estremeció y adelantó un poco el torso. Rosario tuvo miedo.
—No, no. Sé bien el camino.
—Alúmbrala, Ramón.
—Adiós.
Ramón cogió un quinqué y se acercó a la puerta. Alzó la luz por encima de la cabeza y se apartó un poco para que Rosario saliese. No se movió mientras ella cruzaba la era, y ella la cruzó tranquilamente, ceñido el mantón; pero, al llegar a las sombras, corrió por el atajo, sin cuidarse del agua que le entraba en las zuecas y le mojaba los escarpines. Corrió como si la mirada de Ramón le golpease las espaldas, como si la desnudase y quisiera acostarla en el prado húmedo. Le daba miedo aquel placer sentido al saberse deseada, aquel deseo al que respondía contra su voluntad, que le agitaba el pecho y le resecaba la garganta.
A la vista de su casa se arrimó a un castaño, a descansar. Llovía, y el agua le mojó el rostro y el cabello. Se sintió más tranquila y pensó en Carlos: pensó en sus abrazos, delicados, y en el modo de abrazar que tendría Ramón.
Pensó también que Carlos era un señorito y Ramón sólo un labrador y que Carlos era el dueño de la granja de Freame: una casa, varios ferrados de labradío, con el río por medio; un poco de monte…
Los padres, los hermanos, esperaban en silencio sentados alrededor de la mesa. Rosario abrió la puerta y se detuvo en el umbral, a respirar. Se volvieron hacia ella, la miraron. La madre dijo:
—¿De dónde vienes?
—Vengo.
—¡Quiero saber de dónde vienes!
Calmosamente cerró y fue a su cuarto. La madre repitió:
—¡Quiero saber, te digo…!
—¡De donde me da la gana, y no se meta en mis cosas!
—¡Te voy a echar de casa!
—¡Atrévase!
Se encerró en su cuarto. La madre barafustaba fuera, increpaba al padre por su falta de autoridad, incitaba a los hermanos contra Rosario. Ella se había acostado, con los ojos cerrados, y oía vagamente los gritos, como si no fuesen con ella, y más tarde el ruido de los últimos quehaceres, hasta que todo quedó en silencio. No se había movido, no había abierto los ojos, pero su voluntad había borrado del recuerdo la mirada de Ramón y la había sustituido por las palabras, por las caricias de Carlos, y era lo que ahora apetecía, lo que había querido apetecer —lo que le mantenía vivo y ardiente el deseo en las entrañas—. Se levantó, de pronto, abrió el armario, buscó apresuradamente ropas interiores, se desnudó y se vistió. Se puso medias finas, y escarpines de paño.
Un ruido en el piso la detuvo. Alguien bajaba la escalera. Llamaron a su puerta.
—¡Rosario! —gritó la madre.
—¡Déjeme dormir en paz!
Apaga, entonces, la vela, que se gasta.
Apagó, y esperó hasta que todo quedó, otra vez, tranquilo. Entonces, a tientas, buscó un frasco de colonia, recordó los lugares donde Carlos la había besado y los perfumó. Después, bien embozada en el mantón y con las zuecas en la mano, saltó, por la ventana, a la era.
Llovía otra vez, pero sin viento. Sujetó, sin embargo, las ventanas para que no hiciesen ruido. Después rodeó la casa y salió a los sembrados. Por atajos llegó al pazo. Empujó la puerta con cuidado.
Paquito, en su cuchitril, enderezaba el volante de un reloj con menudo, cuidadoso martilleo. Oyó rechinar los goznes, y saltó al zaguán. Rosario ya estaba dentro.
—¿Qué quieres?
—Vengo a ver al señor.
—Si fuera yo, te echaría a patadas. Te digo que si fuera yo…
Rosario le empujó suavemente.
—No te metas en esto. Y cierra la puerta.
Empezó a subir las escaleras. A la mitad, se volvió a Paquito.
—¿Dónde está? ¿En su cuarto o en la torre?
—En el limbo. ¿No lo oyes tocar?
Se oía el piano, remoto. Rosario se guió por él. Golpeó la puerta. No entendió la respuesta, pero abrió. Carlos estaba sentado al piano, había dejado de tocar, y la miraba.
—¡Rosario!
—Buenas noches, señor.
Él se acercó. Ella dio un paso, sin cerrar.
—Entra, anda.
—Ayúdeme el señor a quitarme el mantón.
Respiraba agitada, le bailaba el deseo en los ojos, adelantaba los labios entreabiertos. Carlos, al besarla, la miró, buscó en ella algo más interior que el deseo, pero en las pupilas de Rosario, una luz juguetona se interponía, una luz como una red o una defensa. Se enmarañó en ella, se dejó arrastrar por el vértigo.
—¡Meu rei! —dijo Rosario.