X

—He pensado —dijo Carlos— en desempaquetar los libros buscarles un acomodo en la habitación de la torre. Es el único sitie de mi casa donde se puede trabajar.

—¿En tu casa? ¿Por qué no en la mía?

—No voy a convertirme en su huésped para siempre.

—Me gustaría que lo fueses.

Carlos movió la cabeza, sonriendo.

—No está bien.

—Me había acostumbrado a tu compañía.

—Que viva en mi casa no supone abandono.

Le cogió una mano y se la acarició.

—Hay entre nosotros tantas cosas comunes, que ya no podremos prescindir el uno del otro. Si fuera posible —añadió bromeando—, acabaríamos por enamorarnos.

—Eso estaría bien, ya ves; pero, ya que no es posible, espero, a menos, que acabes por enamorarte de alguien parecido a mí.

El recuerdo de Inés Aldán pasó por la mente de Carlos.

—No se parece a usted tanto como piensa.

—¿A quién te refieres?

—A la hermana de Juan.

—Yo pensaba en mi sobrina. ¿Es que la hermana de Juan te gusta?

—Es la única persona que se parece a usted; pero no, no me gusta. La creo, sin embargo, interesante. Cualquier día sabremos que Cayetano empieza a perseguirla.

Volvieron al tema de la torre.

—Habrá que hacer algunas obras, si quieres que aquello esté un poco habitable.

—¿No basta con barrer y limpiar?

—Sí; y, después, encalar la habitación, tapizar los muebles y ver el modo de calentarla.

—Hay un brasero.

—Eso no sirve de nada. Se me ocurre que puedes hacer una chimenea. En tu casa hay seis o siete que, donde están, no te servirán de nada. Fuera de la del salón, que es muy grande, cualquiera de las otras puedes instalarla en la torre. En total, una semana de obras. Claro está que también habrá que echar una mano al dormitorio.

Doña Mariana se encargaría de avisar al maestro que tomase a su cargo el tapizado de los muebles. Carlos pidió un martillo y una trencha, y marchó a su casa en el carricoche; doña Mariana había mandado prepararle un cesto con merienda y vino, por lo del frío.

No había vuelto por su casa desde la llegada de los libros, que se amontonaban, encajados, en un pasillo. Empezó a sacarlos y buscó un sitio donde pudiera acomodarlos sin deterioro. Lo halló en la gran mesa del salón, y allí los fue dejando, en montoncitos, con los lomos para fuera, por si necesitaba alguno. Cuando terminó, mientras descansaba, pensó que el piano le sería necesario, y que haría falta traer un afinador que lo dejase en buen estado. Fue después a la torre, abrió los armarios y sacó de ellos los papeles y libros de su padre. Le dieron ganas de leer alguno de los legajos —aquel, tan atractivo, en que se contaba la vida de Mariana Quiroga—; pero decidió dejarlo para cuando estuviese instalado. Lo trasladó todo al salón, y en este trabajo estaba cuando oyó que le llamaban desde el jardín. Reconoció la voz de Aldán.

—¡Sube! Estoy aquí.

Traía puesto Aldán un abrigo largo, raído, y envolvía el cuello con una bufanda gruesa. Tosía.

—Pensaba ir mañana a verte. Ya te lo habrá dicho Inés.

—Ya no hace falta. Estoy bien. Me queda un poco de tos…

—De todos modos, un día de éstos iré a tu casa, a saludar a tu madre.

—No te apures. Con ella estás cumplido. Además, no será fácil que la encuentres: siempre anda por la huerta o por el monte.

Disimulaba con bastante torpeza el deseo de que Carlos no visitase a su madre; y Carlos, como sin darse cuenta, insistió y llegó a proponer que fueran en seguida, aquella misma tarde.

—Están los caminos muy malos.

—Tengo ahí el coche dé doña Mariana.

Juan se había sentado enfrente. No le miraba: parecía interesado en las ilustraciones de unos libros alemanes, pero, la verdad, su mirada resbalaba por las páginas sin enterarse de lo que veía. Venía dispuesto a hablar con Carlos largamente; venía dispuesto a darse a conocer, no del todo, claro, sino parcialmente. Más que decirle cómo era, pensaba darle a entender que su personalidad aparente enmascaraba otra, y que su verdadero drama residía en la escondida. Pero la conversación no empezaba bien. Tenía que descubrirle algo que reservaba para más adelante.

—Mira, Carlos: te pido que no vayas a mi casa. Ni ahora ni nunca.

—¿Por qué?

—¿No te basta con mi ruego?

—Sí; pero pensaré que no deseas ninguna relación entre tus hermanas y yo.

Juan sonrió, con sonrisa un poco triste.

—No, no es eso. No es nada de eso. Por el contrario, estoy muy contento de que hayas conocido a Inés. ¡Ella puede decírtelo! Es por mi madre.

Se interrumpió, miró a Carlos. («¡Oh, Carlos no parecía satisfecho, Carlos esperaba una explicación!»). Continuó:

—No quiero que la veas. Las razones te las dirán cualquier día, si no te las han dicho ya. Mi madre es borracha. Está borracha todo el día y no puede dejar de estarlo. Para nosotros es un espectáculo triste, pero nos hemos habituado. Los demás, los del pueblo, lo saben, pero no la ven.

—¿Quién le da el vino?

—Clara.

—Lo siento. No sabía nada de eso ni lo sospechaba. Sabía que erais pobres, pero la pobreza no significa necesariamente miseria y vicio.

(«Aquella respuesta de Carlos, bien manejada, podía servir para que la conversación derivase hacia la materia apetecida. Por lo pronto, llevaba previsto algo sobre la miseria.»).

—Te equivocas. La pobreza es algo de lo que hay que huir. Trae consigo la miseria moral, si el pobre no es, a la vez, heroico. Mi madre se emborracha porque no puede hacer otra cosa, y Clara acepta la miseria y se encenaga en ella. Sólo Inés, que es un alma delicada, la resiste, pero acabará huyendo. El otro día me dijo que piensa meterse a monja.

—¿Te desagrada?

—El monjío, en sí, me parece una bobada, pero comprendo que, en el caso de Inés, es la única salida. Yo preferiría que se casase…

Hizo una pausa. Carlos se había agachado a recoger unos libros.

—Inés tiene una moral recia —continuó Juan—. Es noble y fuerte. Clara, en cambio, sólo espera a que Cayetano le diga cuatro cosas para irse con él.

—¿Por qué estableces entre tus hermanas esa diferencia tan cruel?

—Nos la han dado hecha. Inés y yo somos hijos adulterinos.

Le salió sin pensarlo, sin medir las consecuencias y, sobre todo, antes de tiempo. («Aquella declaración debía de haberla hecho más tarde no como algo que necesita ser explicado, sino como explicación y remate de una serie de hechos descritos minuciosamente. Ahora, ya estaba… Quizá fuera posible remediarlo, si la respuesta de Carlos; como la de antes, le daba pie. Pero Carlos no le miraba ni decía palabra.»). Se hizo el silencio y duró unos instantes largos, duró peligrosamente.

—¿No dices nada?

Carlos se levantó y fue hacia él. Le miraba a los ojos, y Juan no pudo reprimir el parpadeo. («No es que la mirada de Carlos fuese especialmente penetrante, ni que lo pareciese; ni tampoco que él se sintiera desamparado o transparente, sino más bien que su conocimiento de la profesión de Carlos le llevaba a atribuir una gran perspicacia a la mirada más vulgar»).

—No puedo decir nada, pero te escucharé si lo deseas.

—¡Eso sí, eso es lo que deseo! Comprenderás que necesito hablar con alguien de todo esto, y no he hallado jamás a nadie con quien hacerlo.

—Sin embargo, te ruego que no seas cruel con tus hermanas. Con Clara, quiero decir…

—¡Oh, no conoces a Clara! Por causa de ella tendré que matar a Cayetano.

Era otro error. Pretendió corregirlo con un: «¡Bueno no exactamente!…» que no llegó a concluir, porque lo que debía seguirle le pareció falso y, sobre todo, inverosímil. La mirada de Carlos, que continuaba, lo desbarataba todo. Pero, al mismo tiempo, parecía prestar claridad y agudeza a la suya. Traía cuidadosamente estudiada la explicación fundamental, las razones reales por las que pensaba matar a Cayetano, la necesidad de hacerlo él, porque era su destino, y patatín y patatán; y también aquel prodigio táctico, en virtud del cual la gente pensaría que le había matado por vengar una ofensa, porque se había acostado con Clara, por… Había pasado la noche estudiando hasta las palabras, hasta las pausas, y ahora, mirado por Carlos, mirado de aquel modo profundo y un poco compasivo —eso, al menos, le parecía—, el plan perfecto, el plan meticuloso lo hallaba él mismo ilógico, ridículo, aunque fuese la verdad, aunque, efectivamente, él considerase, en el fondo de su corazón, que su destino era dar muerte a Cayetano, y que lo de Clara no fuese más que un episodio inteligentemente aprovechado.

—Supongo que en Pueblanueva hay doscientas personas que desean lo mismo. Alguno de ellos lo hará.

—Sí, claro. Pero yo…

(«Tampoco podía volver a su historia personal, a aquella tremenda historia que había empezado por desilusionarse de su padre y había acabado por no creer en Dios. Es como una columna interior que nos sostiene. A mí me falló la base, porque mi padre era un farsante… Y, después, no podía perdonarlo, y Dios me obligaba. Tuve que prescindir también de Dios, y edificar una nueva columna apoyada en mí mismo: Un par de años atrás, lo había escrito en verso. Era la misma idea, con palabras distintas. En verso estaba mejor, claro…»).

—Dime, ¿por qué no te vas de aquí? —le preguntó Carlos—. España es grande, y América es más grande todavía. Yo podría ayudarte.

—No. Estoy prisionero de mí mismo; también de mis esperanzas. Esto tiene que acabar.

—¿Lo tuyo?

—Me refiero a la revolución.

Esta palabra, al menos, llevaba las cosas a otro plano. Juan se sintió más libre.

—¿No la deseas también, o, al menos, no la esperas?

—Soy un hombre bastante anticuado. No es que crea que el mundo marcha bien, pero no espero que marche mejor.

—Siempre creí que en el extranjero… En fin, temí que fueses comunista. Por ahí todo el mundo lo es, y yo mismo lo fui algún tiempo. Ya no lo soy.

—¿Por qué?

—Está claro. Si triunfasen los comunistas, seguiría mandando aquí Cayetano.

Carlos se echó a reír.

—Te obsesiona.

—Es mi enemigo.

—¿Lo es ya o lo será? Me refiero a eso que dices de tu hermana.

—No me has entendido bien, Carlos.

Juan había sacado un paquete de cigarrillos medio vacío, y ofreció uno a Carlos. Mientras liaban, Juan permaneció con la cabeza baja, atento al quehacer, y Carlos le miraba. Encendieron.

—No me has entendido bien, y tengo el mayor interés en que, al menos tú, no te equivoques respecto a mí. Yo no soy enemigo de Cayetano por razones personales. Tampoco puedo montar una enemistad radical sobre lo que ha de suceder, aunque sea tan fatal como será lo de Clara. Yo soy enemigo de Cayetano porque él lo es del pueblo. El pueblo es cobarde, y yo, no. El pueblo no se atreve a levantar la voz; yo la levanto en su nombre.

—El pueblo, a pesar de todo, considera a Cayetano su bienhechor. De eso estoy seguro.

—Nosotros no podemos sentir como el pueblo. Nosotros sabemos que la economía es un pretexto, y que la felicidad popular es otro pretexto, y que el verdadero propósito de Cayetano es mandar y aniquilar toda libertad. Quizá exista una clase de poder que se ejerce libremente sobre hombres libres, pero esa clase de poder no es la que le gusta a Cayetano. Lo que él quiere es reducirnos a la esclavitud; que todos marchemos como piezas de una máquina que echa a andar todas las mañanas a toque de sirena. Y eso es compatible con el comunismo, porque el comunismo es también eso. Cuando lo descubrí, dejé de ser comunista.

Hizo una pausa y miró a Carlos. («Era el momento propicio para una de las revelaciones previstas, una de las que debían quedar hechas, bien sentadas, aclaradas. Hacía falta que Carlos le escuchase seriamente, que no apareciese en su mirada ningún destello burlón.»).

—Hubo también razones de orden privado. Yo soy poeta —Carlos se sorprendió, pero no sonrió; más bien pareció agradarle la revelación. Hasta es posible que la nueva expresión de su rostro fuese una expresión admirativa—. Soy poeta de una manera que no es compatible con el comunismo, porque el comunismo es una doctrina optimista, y mi poesía es desesperada. Parte de una experiencia dolorosa, de un desencanto radical. Cuando descubrí que no hay Dios, sentí que debía haberlo, y que no haberlo es una enorme injusticia. Mi poesía protesta contra la Gran Injusticia.

Se había embalado. Podía continuar. Carlos le escuchaba con interés. Probablemente, aquello no lo esperaba.

—Estoy escribiendo un poema cosmogónico en que describo la autoformación del Universo como resultado de un azar. En la segunda parte cuento el primer suicidio de un hombre cuando descubre que el Cielo está vacío, y cómo los demás hombres deciden llenar el Cielo de mentiras para salvar a la Humanidad.

Otra pausa, surgida de una súbita duda, de un temor súbito de que también aquello pudiera ser pueril, o de que pudiera parecérselo a Carlos.

—¿Te interesa esto?

—Naturalmente —Carlos se volvió hacia los montones de libros y los señaló—. Ahí hay muchos tomos de poesía. Y también de teología, y libros de arte…

—Pero… ¿no eres psiquiatra?

Carlos rió.

—Teóricamente, sí. Pero, la verdad, soy un mal médico. Desde el punto de vista de la Ciencia, he perdido el tiempo. Alguno de mis maestros desesperó de mí, porque no lograba interesarme realmente por la ciencia. Pero yo no tuve la culpa. La poesía, la teología, el arte, son materiales que estudia el psicoanálisis. A mí me interesaron por sí mismos, me siguen interesando. Sospecho que, en el fondo, se encierra en ellos más verdad que en la ciencia que los estudia, pero esto no podía decirlo, ¿sabes? La Ciencia también tiene sus compromisos.

—Entonces, ¿no eres un sabio, un gran psicoanalista? Quiero decir, un hombre que, con sólo mirar, desnuda el alma de los otros.

—Te aseguro que mis ojos no ven más que otros ojos cualesquiera —Juan abrió los suyos desmesuradamente, abrió también la boca y alzó una mano—. ¿Te decepciona?

—Sinceramente, sí.

—Es curioso…

Volvieron a mirarse: Carlos, sonriente, Juan, ya sin pizca de temor, aunque con vergüenza del temor pasado, con vergüenza de una fe puesta en miradas que eran como las suyas. Ensayó, en la respuesta, un tono de superioridad, casi de orden:

—Hacía falta que lo fueras.

—¿A ti? ¿Te hacía falta a ti?

—También a mí, pero, ante todo, al pueblo. Hay mucha gente que esperaba de ti que el sabio desbancase al rico. ¿Comprendes lo hermoso que sería? Carlos y no Cayetano. Fíjate bien…

Carlos se aproximó y le golpeó la espalda.

—Es curioso —repitió—. Tu punto de vista y el de doña Mariana son exactamente iguales. Por motivos distintos, pero coincidís. Y a mí no me interesa. Ni tampoco me va. En cuanto a ser un sabio…

Juan le interrumpió:

—¿Es necesario que la gente sepa que no lo eres, que lo vayas pregonando?

—¿Por qué?

—Porque entre la gente cuento a Cayetano, y él todavía te tiene miedo. Ya sé que te ofreció un empleo, y que tú no lo aceptaste. Eso estuvo bien, y la gente lo comentó. Pero si Cayetano supiese… En fin, que se crecería, que sería mucho más tirano.

—Quieres decirme que tengo la obligación de llevar adelante una farsa por razones de política local.

—Una farsa, no. Callarte, nada más. ¿Qué te importa que te tengan por lo que no eres?

Tendió la mano a Carlos.

—Hazlo.

Estaba todo dicho. Carlos vaciló, luego rió, se encogió de hombros y le apretó la mano.

—Tengo ahí algo que comer. Espera.

Cuando volvió con el paquete de la merienda, todavía le preguntó Juan:

—¿Por qué has venido aquí? ¿Porque has fracasado?

—No.

—¿Entonces?

—Algo me ha fallado, y algo he descubierto. En todo caso, porque fuera de aquí no tengo nada que hacer. Y aquí viviré muy bien. Estoy arreglando la casa.

—¿Quieres que vengan una tarde mis hermanas a ayudarte? Así verás —bajó la vista— que me parece bien que las conozcas y seas su amigo.

Merendaron. Juan, con voz tranquila y remotamente superior, explicó las ventajas del anarcosindicalismo sobre cualquier clase de marxismo no sólo en orden a la justicia social, sino a la creación de una nueva mentalidad humana. «El anarcosindicalismo hará felices a los hombres, a pesar del desencanto de Dios, y quizá por eso». Luego marchó. Carlos le despidió a la puerta del jardín.

En la taberna del Cubano, Juan contó que había pasado la tarde en casa del doctor Deza; que le había ayudado a arreglar los libros; que le había escuchado. «Nada más que mirarle a uno —dijo—, y ya sabe lo que sucede en el alma». Carmiña le respondió que, cierta vez, ella había visto un hombre así, en la feria; pero no miraba a los ojos, sino que preguntaba desde lejos a una mujer con ellos vendados. «Pero me pareció un desgraciado», añadió la moza.

Fue a su casa a cenar. Estuvo silencioso. Al retirarse, advirtió a sus hermanas que Carlos Deza no se marchaba del pueblo tan pronto como había pensado.

—Allí hace falta una mujer para arreglar las cosas, y le he dicho que vosotras podríais hacerlo en un par de tardes.

En casa de doña Mariana, sentado en la cocina y de charla con las criadas, esperaba el padre de Rosario: ojillos vivos y azules, sonrisa cazurra, expresión tarda y revuelta, que nada decía sin toda clase de cautelas. Venía a comunicarle que, al término del mes, dejaría la finca libre, y Carlos le respondió que estaba bien, y que si podía servirle en algo más. El Galán le respondió que no, pero que sí. Acabó, por fin, proponiendo que no alquilase la casa hasta la recolección de la próxima cosecha, porque, al fin y al cabo, él la había plantado con su dinero y con su trabajo, y parecía justo que la recogiese. Carlos no sabía qué hacer. Le respondió que ya tomaría una decisión, y que pasaría a comunicársela; pero, a esto, el Galán opuso una serie de dificultades, por las que se traslucía su deseo de que Carlos no volviera a la casa ni hablase con nadie de ella, salvo con el propio Galán, que bien podía volver, el día que el señor dijera, a recoger la respuesta. Con esto marchó.

—Celos de Cayetano —dijo doña Mariana—. ¿Qué tratos te traes con la Rosario?

—Le he hablado aquí, cuando vino a traer el regalo, y en su casa, cuando le devolví la visita. No he vuelto a verla.

—Algo diría ella que puso a Cayetano en ascuas, o con algún cuento le fueron.

Carlos no fue al monasterio, como había pensado, a llevar los libros deseados por fray Ossorio, sino a su casa, con el pretexto de orientar sobre el terreno al maestro de obras, que aquel mismo día, por diligencia de doña Mariana, las empezaba. Mandó recado de que le esperase. Salió en el carricoche con tiempo sobrado, pasó por la plaza y fue luego por el camino por donde Rosario tenía que pasar a la hora de llevar las comidas al astillero. Fingió un accidente en el coche, detuvo al caballejo y empezó a hurgar en los ejes, como si algo se hubiera roto. Las gentes que pasaban decían «Buenos días» y continuaban de largo. Vio venir a Rosario, ya tarde, y muy apurada. Al verle, ella apretó el paso y saludó, casi sin mirarle.

—Rosario.

Ella se detuvo, como frenada, y la cesta que llevaba en la cabeza se tambaleó.

—Dígame, señor —respondió sin volverse.

—¿Qué te sucede?

—Nada, señor.

—¿Por qué te vas de mi casa?

Se apartó del coche y fue hacia ella. La miró de frente, y Rosario bajó los ojos.

—¿Te lo mandan?

—Sí, señor.

—¿Hubieras preferido que se la vendiera?

Rosario sostuvo la cesta con una mano, y miró a Carlos con mirada firme.

—No lo haga, señor.

—Puedo hacerlo por ti.

—No me haría un bien. ¿No comprende que Cayetano me dejará cualquier día, y que quedaría atada a él para siempre? Es mejor así: vamos para otra casa arrendada.

—Lo siento. No creí…

—El señor no tiene por qué preocuparse. Pero no haga caso de mi padre.

Ellos tienen mucha culpa. Por los jornales que ganan en el astillero me dejarían ir en cueros por la calle.

Se mordió los labios y añadió:

—Una está para eso.

Apartó a Carlos suavemente y marchó sin mirarle. Había dado unos pasos y se volvió.

—Iré una de estas tardes a devolverle su regalo. Cuando sepa que está en su casa. A la de la señora no quiero volver.

Caminaba con paso seguro y armonioso. La cesta oscilaba rítmicamente sobre su cabeza, y toda ella era ritmo sosegado y profundo, que marcaba la trenza rubia al bailar sobre la espalda, golpeándola. Carlos esperó, sin dejar de mirarla, hasta que Rosario se perdió en la revuelta del camino. Luego subió al coche y fuel, sin prisa, hacia su casa. Los albañiles se habían juntado en el zaguán y hacían su yantar. El maestro de obras esperaba fuera. Subieron juntos a la torre y Carlos repitió, más o menos, las instrucciones dadas por doña Mariana.

—Con unos miles de duros, esta casa quedaba como un palacio —dijo el maestro de obras.

—Sí.

Escogió los libros para fray Ossorio y los juntó a los dibujos de fray Eugenio.

—¿Qué le digo? ¿Que está usted conforme con el proyecto?

—Claro. Si es necesario, exagera un poco y di que estoy entusiasmada; aunque la verdad, me trae sin cuidado.

—Pasaré allá la mañana.

Estaba ya cerca del monasterio cuando vio venir al prior en compañía de un lego. Llevaba el padre Fulgencio la tesa puesta y un maletín negro en la mano. El lego cargaba con una maleta de cartón.

Se detuvieron. El prior dijo que iba a coger el coche de línea para Santiago.

—Si quiere, puedo llevarle. No tengo prisa, Acepto. No por mí, que puedo caminar, sino por este hermano, que tiene que hacer en el monasterio y puede volverse.

Subió al carricoche y acomodó el equipaje. El lego te besó la mano.

—¿Iba usted a ver a fray Eugenio?

—Le llevo unos dibujos que hizo de la iglesia, ya sabrá usted, y, de paso, unos libros al otro monje.

—¡Buena pareja de locos! Bien es verdad que frailes así nunca faltan, para nuestro tormento. Aunque, la verdad, yo no tengo la culpa. Son la herencia que me dejó el difunto prior, fray Hugo, que era un santo, Dios lo tenga en su gloria, pero que no vivía en la realidad. A él se debe la ocurrencia de restaurar este monasterio, ¡en este Fin del Mundo!

Dio a Carlos unas palmadas en el hombro.

—Le agradeceré que no les caliente los cascos más de lo que los tienen.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Hace tiempo que le esperan, don Carlos, uno y otro: desde que se dijo que iba usted a volver. Se conoce que ya no tienen qué decirse, y le necesitan a usted como tercero en discordia. Pero usted será, supongo, una persona sensata.

Carlos sonrió.

—No tengo una gran idea de mí mismo.

—Puede ser humildad, que es lo que a ellos les falta.

—Debo decirle, sinceramente, que uno y otro me han hecho buena impresión. Fray Ossorio me parece muy inteligente, y fray Eugenio es, por lo menos, un estupendo dibujante.

Echó mano a los dibujos y se los enseñó.

—Vea.

El prior los colocó sobre las rodillas y los fue viendo con cuidado. Retuvo luego el del presbiterio.

—Ahí tiene los sueños de esa pareja. ¿Usted piensa que la gente de hoy puede rezar en una iglesia como ésa?

—Le confieso que no entiendo gran cosa.

—Mire: este fray Ossorio era un chico de por aquí, que entró en el monasterio como todos, no por vocación, sino por huir del arado. No lo digo por censurarle: más o menos, casi todos entramos en religión por razones parecidas. Pero fray Ossorio era muy listo, y fray Eugenio se fijó en él, y convenció a fray Hugo de que le mandase a estudiar al extranjero.

Dejó junto a los otros el último dibujo.

—Usted sabe que, de vez en cuando, corren por la Iglesia vientos de reforma. La historia de las órdenes religiosas es la de otros tantos reformadores, disconformes con la realidad, que quieren realizar sus ideales. Mi antecesor, que Dios tenga en su gloria, quiso ser uno de éstos. Se propuso, aparentemente, restaurar una Orden extinguida, pero, en el fondo, aspiraba a reformar la Cristiandad entera. Le reconozco, de buena gana, todas sus virtudes. Era rico, y gastó su fortuna en reconstruir el monasterio y en sostenerlo mientras le duró el dinero. Pero, a la vista de los resultados, ¿no hay que preguntarse si valió la pena?

El caballejo trotaba pausadamente. Carlos, flojas las riendas, miraba hacia delante. Al callarse el prior, le rogó que continuase.

—Llevo veinte años en el monasterio. De ellos, dieciocho los pasé al lado de fray Hugo. Yo era cura de la parroquia de Pueblanueva y tenía por delante una gran carrera: hubiera sido muy pronto canónigo de Santiago, quizá más. Fray Hugo empezó a hacerme la rosca: necesitaba un hombre práctico, un administrador. Me hizo la rosca y me convenció, porque su palabra era seductora. Dejé la parroquia y profesé. El entusiasmo me duró poco tiempo. Me preguntaba para qué me había traído fray Hugo, si no me hacía caso. Yo administraba, pero gobernaba él y no tenía en cuenta mis consejos. Yo le decía que la pobreza no nos permitía seguir adelante; él me respondía que con oración, trabajo y esperanza se alcanzaba todo. ¿Qué podía responderle? Pero la comunidad seguía pobre y no adelantábamos en el propósito de fray Hugo. Aunque, la verdad, todavía no sé cuáles fueron sus propósitos.

Hizo una nueva pausa y preguntó a Carlos si le interesaba. Carlos respondió que sí.

—Cuando apareció por aquí fray Eugenio le convenció, como a mí, de que entrase en la Orden, e hizo de él su confidente. Entre los dos concibieron que fray Ossorio, debidamente educado, llevaría adelante la reforma, porque fray Hugo era viejo y fray Eugenio fue siempre un incapaz. Por eso enviaron a fray Ossorio a Alemania. ¡Qué disparate! Un monasterio pobre, miserable, se sacrificó durante años para que el mocito estudiase teología y comprase libros. ¿Sabe usted qué me encargó fray Hugo antes de morir? «¡Haga usted lo necesario, padre, para mantener el monasterio con más de veinte monjes! Ya sabe usted que si baja de esa cifra, la comunidad se disuelve». Había que mantener la comunidad hasta que fray Ossorio estuviese en condiciones de transformarla por obra de su sabiduría. «¡No me toque usted a fray Ossorio!». Y fray Ossorio, cuando volvió, no traía en la cabeza más que ideas vagas, romanticismos. ¿Sabe usted qué le dije? «Haga lo que quiera, padre, pero de mí no espere la menor ayuda. En cambio, el monasterio necesita de usted, porque he prometido a fray Hugo mantener la comunidad en pie, y usted también tiene que ayudar a mantenerla».

Rió con risa breve y metálica.

—La reforma quedó en ese grupo de beatas que vienen todas las mañanas al monasterio a oír misa en la cripta: un verdadero grupo de chifladas.

—¿Chifladas? —repitió Carlos con sorpresa.

—Sí, en cierto modo. Chifladas y presumidas. Vienen aquí por separarse de las otras, de las Marías de los Sagrarios, de las Hijas de María, etc. Se creen superiores y distintas porque fray Ossorio les dice misa de cara a ellas y ellas responden en latín palabras que no entienden. Y cuando el fraile les predica, le escuchan extasiadas como si le comprendieran. Debo decirle —añadió— que me he tomado el trabajo de escuchar al padre Ossorio, y el contenido de su predicación es irreprochable. Llego incluso a concederle que el catolicismo deba ser como él lo explica, pero no por eso ellas dejan de ser unas locas.

Carlos no sabía qué responderle, y pasó un rato en silencio.

—Desconfío de todas estas novedades y purezas —continuó el prior—. Soy viejo, he visto mucho y me he llevado muchas desilusiones. Por lo pronto, el padre Ossorio no tiene licencias para confesar, y le he prohibido todo contacto con sus parroquianas que no sea desde el presbiterio. Que predique lo que quiera, que diga la misa de cara al pueblo, pero manteniendo las distancias. Tengo demasiadas preocupaciones y no quiero líos de beatas apasionadas. ¿Sabe usted a dónde voy? A conseguir que metan en un sanatorio a esos dos frailes jóvenes, que están tuberculosos. Ésa es la realidad: dos muchachos que aún no han hecho el servicio y que ya están reventados para toda la vida. Si se murieran habría que disolver la comunidad, y quizá usted no comprenda lo que eso supone. Porque los que están ordenados podrían acomodarse en cualquier parroquia o capellanía: no lo pasarían peor que aquí. Pero ¿y los otros? ¿Puedo dejar abandonados en el mundo a diez muchachos sin medios de ganarse la vida?

El coche se había metido por las calles y llegaba a la Plaza de Abajo: estaba como el día de la llegada de Carlos, bulliciosa. Mujeres de pañuelos amarillos, hombres de boina y traje de pana, iban y venían, afanados en el mercado, bajo la lluvia fina. En un rincón de la calle, cargaban la baca del autobús.

—Le agradezco mucho que me haya traído, don Carlos; y recuerde lo dicho. ¡No me caliente más los cascos a ese par de insensatos!

Avisados del lego, que contó el encuentro en la carretera y el favor de Carlos al prior, fray Eugenio y fray Ossorio le esperaban, paseantes, delante del monasterio por la parte del pretil que daba sobre la mar, en calma ahora, y gris, sin más que una pequeña rompiente blanca sobre los acantilados. Corrieron al coche. `:e les veía libres y jubilosos, y sus voces, al dar la bienvenida, parecían traspasadas de alegría. Llevaron en seguida a Carlos al taller de fray Eugenio, de donde habían desaparecido, arrinconados, todos los cuadros. Juntaron escabeles; Carlos dio tabaco a fray Eugenio —fray Ossorio no fumaba—, entregó los libros y devolvió los dibujos. Exageró, según lo convenido, la complacencia de doña Mariana.

—De las pinturas, ¿ha dicho algo? —preguntó fray Eugenio.

—Nada en particular. Se refirió al conjuntó.

—Las pinturas del ábside son fundamentales en una iglesia románica.

Y no cualesquiera, sino precisamente éstas.

—¿Quiere usted decir unas pinturas románicas falsificadas?

Fray Eugenio le miró asustado.

—¿Es eso lo que parecen?

—No. Lo que usted ha pintado son esquemas demasiado simples. Un Cristo, una Virgen, unos ángeles. Pero no sé exactamente la clase de pinturas que usted pondría en una iglesia cuya pureza románica se quiere restaurar.

Fray Ossorio hojeaba los libros. Cerró el que tenía entre manos.

—¿Me deja meter baza, don Carlos?

—Naturalmente.

—Hay dos modos, a mi ver, de concebir la pureza de una restauración. Una, buscando el mayor parecido con la iglesia primitiva, que no sabemos cómo fue, en este caso cabe el pastiche. Otra, aprovechando la belleza de la iglesia y su disposición arquitectónica para lograr otra clase de pureza, más intemporal y, por tanto, más actual. Me refiero, claro está, a la pureza litúrgica.

—Sin embargo, por lo que sé de arte, ese Cristo y esa Virgen quieren ser bastante románicos.

Fray Ossorio sonrió.

—Quizá porque el estilo románico haya creado arquetipos que no debieron abandonarse y formas de piedad cuya vigencia debe volver.

—De la piedad no puedo hablar, porque no entiendo; pero ¿cree usted posible que una forma de arte de otro tiempo pueda volver a la vigencia? O nada entiendo de arte, o eso no es posible más que aproximadamente. El Renacimiento quiso hacerlo y no lo consiguió.

—Digo como usted: de arte no puedo hablar, porque no entiendo. Pero el padre Eugenio quizá pueda responderle.

El padre Eugenio hizo un gesto que quería decir: «¿A qué hablar de eso ahora?». Fray Ossorio insistió:

—Hágalo, padre.

Y añadió en seguida:

—Desde hace algunos años, se han hecho muchas experiencias para devolver al arte religioso su verdadera significación y su puesto en la piedad. Es posible que usted conozca algunas, pero la de fray Eugenio no la conoce nadie más que yo.

Fue a un rincón del taller y arrastró un montón de cartapacios pesados.

—Aquí está la obra de mucho tiempo. ¿Quiere usted verla?

Fray Eugenio se interpuso.

—No, no. Todavía no. Antes de verla tiene usted que saber algo. Se sentó encima de los cartapacios, quizá para proteger su secreto.

—Es una historia curiosa, el modo cómo aquí, tan lejos del mundo, se ha intentado una restauración del arte religioso.

Miró a Carlos interrogativamente. Carlos sonrió.

—Tengo verdaderos deseos de conocerla, aunque sospecho que se relacione con el otro prior.

—¿Lo sabe ya?

—He dicho que lo sospecho.

—El padre Hugo fue un hombre extraordinario —hablaba fray Ossorio—. Si le digo que fue un santo no me parece suficiente, porque hay muchas clases de santos, y él pertenecía a una clase especial, poco común.

—¿Un reformador?

Fray Ossorio le miró con sorpresa y calló. Intervino fray Eugenio.

—¿Cómo lo sabe?

—Algo de eso me dijo el padre Fulgencio esta mañana.

Los monjes se miraron.

—Era de esperar —murmuró fray Ossorio.

—No me dijo en qué consistió su reforma.

—Ni se lo dirá jamás.

Fray Ossorio miró de nuevo a fray Eugenio; era una mirada interrogante. Fray Eugenio bajó la cabeza.

—¿Por qué no le enseña sus bocetos?

—Acaban ustedes de referirse a una historia que conviene conocer previamente.

—Señor Deza —fray Ossorio se levantó y habló con voz abstracta, de matices duros—, somos religiosos y nos obliga la obediencia. Quizá lo que le dijésemos no estuviera de acuerdo con lo que el padre prior le ha dicho esta mañana.

Fray Eugenio había abierto uno de los cartapacios y empezó a sacar cartones. Fray Ossorio los fue colocando apoyados en la pared, en un lugar de buena luz. Eran apuntes, bocetos, dibujados con mano diestra, al carbón y a la sanguina; algunos, manchados de color. Parecía como si en ellos se persiguiese la perfección de un tipo (figuras de Jesús y de la Virgen, ángeles y símbolos).

Los ojos de fray Eugenio, escondidos en la penumbra de la capilla, espiaban el rostro de Carlos, registraban los mínimos destellos de su mirada.

—¿Le gustan?

—Sí, pero no sé lo que usted pretendía.

—Yo tampoco.

—Eso ya me sorprende más.

—Lo entenderá fácilmente. La mano que pintaba era la mía; la inspiración, del padre Hugo. Decía, por ejemplo, que, para pintar a Cristo, necesitábamos una nueva intuición de Cristo que sólo podía obtenerse de la experiencia religiosa, de modo que me hablaba de Cristo, pretendía llenarme de Él y luego me decía: «A ver si consigue usted pintar eso que acabo de describirle». Yo lo intentaba. «No es eso, no lo es todavía». Y seguía hablando de Cristo. Murió hablando de Cristo, pero sin haber logrado que sus intuiciones fuesen mías para siempre.

Añadió con desaliento:

—Ahora estoy vacío.

El padre Ossorio había permanecido aparte y un poco vuelto hacia la ventana. Giró rápidamente sobre sí mismo.

—¿Sabe usted que la palabra del prior permanece entre nosotros, pero encerrada? ¿Sabe usted que lo que fray Eugenio necesita, lo que necesito yo para llenarnos otra vez de Cristo, está aquí escrito, y que el padre Fulgencio nos lo oculta?

Había hablado rápidamente, con furia; fray Eugenio le miró con sorpresa, con miedo. Fray Ossorio pareció temblar. Dijo con voz tímida, arrepentida:

—¿He hecho mal en decirlo, padre?

Fray Eugenio abrió los brazos, pero no dijo nada. Se volvió a Carlos y le sonrió:

—Don Carlos Deza es de confianza y le guardará el secreto.

Fue hacia Carlos con solemnidad y le puso las manos sobre los hombros.

—Hace dos años que el padre Ossorio y yo…

Vaciló y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

—Perdóneme. Otro día, tal vez. Estamos desobedeciendo.

Al padre Ossorio le interesaba, sobre todo, la historia de las religiones, la interpretación científica de los mitos. Decía que muchas de sus conclusiones podía tenerlas en cuenta, y aceptarlas, la teología. Como fray Eugenio no entendía del tema, les dejó solos en el claustro.

Cuando se cansó de pasear, Carlos se sentó en un poyete, mirando al jardín, que ya no lo era, sino huerto de berzas y patatas. Fray Ossorio permaneció de pie, junto a él.

—¿Por qué no plantan flores? Parece que estas piedras las piden: mirtos, rosas y algún ciprés.

—Lo exige la economía del monasterio.

—¿Y esa fuente? ¿Por qué no da agua?

Tres sirenas de piedra, enlazadas por las colas, se miraban en el estanque vacío.

Fray Ossorio sonrió y se encogió de hombros.

—El murmureo del agua quizá perturbe el trabajo. Es bueno, en cambio, para la oración —añadió con una pizca de ironía.

—Pero los pechos de las sirenas, tan eminentes, pueden alterar la paz de las conciencias.

—Eso es asunto de cada cual.

De repente, preguntó Carlos:

—¿Usted cree en la Providencia, padre?

—Claro.

—¿Y la entiende?

—No.

—¿Admite usted, sin embargo, que eso que llamamos azares puede ser aplicado sin meter a Dios por medio?

—¿A qué lo pregunta?

—Yo estoy en este pueblo, según he creído hasta hace poco, a causa de un hecho concreto, cuyas causas psicológicas podría explicarme fácilmente, quizá sólo con una sencilla introspección. Algo, sin embargo, que sucedió al mismo tiempo y que he conocido más tarde, me hace suponer que la explicación racional no vale.

—Sin embargo, hay que agotarla.

—Suponga que está hecho.

—Aun así, es peligroso buscar razones excepcionales.

—¿Por qué no dice sobrenaturales?

—No puedo hacerlo todavía.

—¿Quiere escuchar un relato? Entienda bien que no es una confesión.

—Hable.

Carlos refirió, con pormenores, los motivos de su regreso, y el conflicto espiritual en que le habían metido la hora y las circunstancias en que su padre muriera.

—Ahora tengo la sensación de estar aquí para algo ajeno a mí, aunque no se me alcanza qué pueda ser. Me siento conducido. Mi decisión de permanecer en Pueblanueva no obedece a un acto de voluntad activa, sino a la aceptación de lo que viene dado y que mi abulia no sabe o no puede rechazar. No es el resultado de determinaciones libres, sino un quedarse porque no puede hacerse otra cosa. Sin embargo, presiento que todo esto tiene un sentido, o acaso una finalidad. Me quedo, me dejo meter en una situación con la que no había contado y de la que muy bien pudiera evadirme, pero pienso que, si huyo, traiciono a alguien que hasta hace poco no me había importado. Tengo, además, desde hace unos días, la sensación de ser como una pantalla de cine, en la que a cada minuto entran gentes inesperadas, gentes que lógicamente nada tienen que ver conmigo y con las cuales, sin embargo, estoy relacionado, desde antes de mi llegada, por una esperanza o por un deseo; desde antes de conocerlas o de sospechar su existencia. ¡Hasta el loco del pueblo parece tener relación conmigo! Es como si, de pronto, fuese yo el nudo de muchos hombres o mujeres que me estuviesen esperando. Sin embargo, las vidas de esas gentes no parecen cambiar porque yo haya venido y las haya conocido. ¿Por qué y para qué? Me hablan de sí mismos, de hechos que ignoro y en los que no tuve arte ni parte.

—Usted, ¿qué sabe?

—Hasta ahora, nadie ha hecho más de lo que hizo usted: hablar.

—¿Le parece poco? Fray Eugenio y yo le esperábamos para eso: para hablar.

—¿Admite que me esperaban?

—Desde luego, hace mucho tiempo. Fray Eugenio decía: «¡Si viniese Carlos Deza…!», Y un día se supo que, por fin, vendría usted.

—¿Para qué me esperaban?

Fray Ossorio no respondió. Desparramó la mirada por encima del patatal, la detuvo en la fuente.

—Dígalo, por favor.

—Hablar es una forma de liberación, usted lo sabe. Y a usted, por su profesión, le es dado entender a los hombres y a sus pasiones. Tiene nombres y explicaciones de actos que, para nosotros, no son más que pecado.

—Sin embargo, hasta ahora…

—Hasta ahora, ninguno de nosotros dos ha intentado liberarse.

Añadió en seguida, bajando la mirada:

—Hacerlo, quizá sea pecado.

Se volvió, súbitamente acongojado, hacia Carlos; le tomó fuertemente de los brazos.

—Sin embargo, también lo es callar. Estamos muy lejos de la santidad por algo que no hemos hecho ni logramos entender. Son dos años dándole vueltas un día y otro, una noche y otra noche, en soledad o juntos. Muchas veces, después de maitines, fray Eugenio y yo nos buscamos, nos escondemos y hablamos, nos preguntamos y preguntamos a Dios, le pedimos una explicación, una claridad que nos oriente. Interpretamos hechos anodinos, pedimos con angustia una señal de que nuestra conducta es la recta, o bien de lo contrario.

—Pero ¿por qué?

—Porque tampoco nosotros entendemos a la Providencia. Porque nos preguntamos el para qué de algo que nos parece contrario a Dios y que, sin embargo, Dios ha provocado. Porque, de pronto, también nosotros nos hemos visto lanzados a una situación en la que permanecemos perplejos.

Sonó la campana llamando al coro. Fray Ossorio se estremeció, y refrenó en seguida el estremecimiento.

—¿Tiene usted que irse, padre?

—No. Hoy no —y añadió—: A1 quedar usted a mi cuidado, quedo implícitamente libre del rezo en común; mientras que esté usted aquí, se entiende.

Se oían pasos rápidos por los claustros. Dos filas de monjes con capa parda sobre los hábitos salieron de una puerta y fueron, silenciosamente lentos, hacia la iglesia; el último de ellos, desemparejado, fray Eugenio. Miró al pasar y sonrió.

—Me gustaría oírles cantar —dijo Carlos.

—¿Para qué?

—Es muy hermoso el canto de ustedes.

—Era hermoso en este monasterio, en otro tiempo: era la verdadera oración de una comunidad viva. También entonces había rosas en el claustro. Ahora, no vale la pena que escuche. Le irritaría, como a mí.

Véngase a mi celda. Desde allí no oiremos nada.

Le cogió del brazo, como empujándole. Carlos saltó del poyete y le siguió.

La celda de fray Ossorio daba sobre la mar: grande y desolada: una cama de hierro con una manta vieja de listas azules, un aguamanil, un estante con muchos libros y una mesa con pápeles amontonados. Entre ellos, una Virgencita esbelta y blanca, casi oculta por los papeles y los libros, y una lámpara de arcilla. Carlos la cogió y la miró.

—Muy bonita.

En el asa había pintadas en blanco y rojo, sobre un relieve, unas palabras griegas.

—¿Qué quiere decir esto?

Phos zoe; Luz y Vida. «Yo soy luz del mundo. Quien me sigue, no vivirá en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida».

—Pero no vendrá usted a buscarlas a este monasterio, ¿verdad? —dijo, con exasperación repentina, aparentemente injustificada, fray Ossorio. Y añadió con voz sombríamente dramática—: Sin embargo, están aquí escondidas, hurtadas.

Carlos, de pie, con la lámpara en la mano, un poco asustado por la súbita pasión, no se atrevía a mirarle.

—Siéntese, si quiere escucharme. Allí, detrás de la mesa, en mi silla. Piense que también yo soy una de esas personas que han entrado en su vida sin que usted lo esperase. Voy a consultarle como médico. Voy a preguntarle si el prior está loco.

—No me lo ha parecido en absoluto. ¡Oh, todo lo contrario! Me pareció demasiado cuerdo.

—Espere hasta escucharme, pero tenga en cuenta que se halla en la obligación de decirme la verdad. Si el padre Fulgencio es un enfermo, yo puedo escribir una carta, pedir que un Visitador haga un viaje al monasterio y nos escuche. Esta comunidad puede desbaratarse cualquier día. Y tenga en cuenta que quizá dependa de su dictamen la salvación de algunos de nosotros, quizá de todos.

Se llevó al pecho los dos puños cerrados.

—La mía, por ejemplo.

—¿Piensa usted que puedo, en conciencia, por lo que usted me cuente…?

—Pienso que bastará un barrunto para que me decida.

Carlos se acomodó en la silla. Sus manos acariciaban la superficie suave de la lámpara. Sonrió a fray Ossorio e hizo un gesto de asentimiento.

—Gracias —le respondió el monje.

Buscó, con la mirada, un asiento que no había. Vaciló. Dio unos pasos atrás y se apoyó en la pared.

—No sé quién había sido el padre Hugo en el mundo, pero sí que entró tardíamente en el monacato. Es probable que a través de grandes sufrimientos: tenía la cara llena de dolor antiguo, de dolor vencido y superado. Cuando le conocí, había hallado la paz.

Se adelantó un paso hacia Carlos.

—He oído contar a un monje viejo, ahora muerto, que, cuando vinieron a este monasterio hace unos treinta años, el padre Hugo ayudaba en los trabajos de reconstrucción. Trabajaba, con los otros monjes, de albañil, y como no sabía hacerlo, porque era débil y torpe, acarreaba materiales livianos, preparaba la argamasa o la cal, sin dejar de canturrear salmos. Era humilde. Lo fue siempre, hasta su muerte, humilde y sabio. Tenía el don de la sabiduría, su mirada entraba en el corazón, sus palabras daban sosiego al alma. Cuando yo era adolescente y vivía perseguido por el terror de mis pecados (ya sabe usted, los pecados de un adolescente encerrado en el monasterio), me llamaba junto a sí y me consolaba. No me rechazaba como pecador, no me amenazaba con la condenación eterna; me prometía alcanzar la gloria del Padre a través del dolor, de la impureza y del arrepentimiento. Yo estaba aquí, como tantos, por necesidad; él creó dentro de mí la vocación, la alimentó, la hizo crecer, pacientemente, un día y otro, sin cerrar ninguna puerta a mi libertad. Perdóneme, pero llegué a creer que me había escogido, quizá porque yo fuese el más pecador de todos, el más desventurado. Me dejó el alisa limpia. ¡No sabe usted con qué alegría pasé el año de noviciado, ese terrible año anterior a la ordenación, lleno siempre de vacilaciones angustiosas! Se piensa en un posible error, pero se piensa también en la vida que nos espera si renunciamos, inútiles para el mundo, sin una profesión… Yo me había decidido desde mucho antes. Fui sacerdote alegremente, me sentí poseído por Dios, lleno de Él hasta la sangre. Los cuatro años siguientes a mi ordenación, los que pasé en Alemania, permanecí impecable. Si Dios me hubiera matado entonces, estaría junto a Él. Sin embargo, ni deseé la muerte ni pensé en ella, porque creía ya que me esperaba una misión.

Empezó a pasear, como si los recuerdos le inquietasen. Llegó hasta la puerta en silencio; volvió sobre sí.

—Usted oyó el otro día las quejas del padre prior por nuestra pobreza.

Bajo el padre Hugo éramos más pobres todavía, sin darle importancia. El prior está preocupado por la tuberculosis de dos novicios. Nosotros no temíamos a la muerte; la esperábamos con alegría. He visto morir sonriente a un compañero mío, intentando cantar con nosotros el oficio de difuntos. Había pasado un año en la cama, vomitando la vida sin una queja. El padre Hugo venía todas las tardes junto a él y le hablaba. Le infundía santidad, ¿comprende?

Sonrió y se detuvo frente a Carlos, mirándole.

—Usted pensará, quizá, que le había sugestionado.

—¿Por qué lo dice?

—Es la explicación científica. No importa. El prior actual prefiere mandar a los enfermos a un sanatorio. ¿Imagina usted su muerte, solitarios, en una sala, separados de sus hermanos?

—Pienso también que allí pueden curarse.

—Eso no debe importarnos. Hemos aceptado la muerte como venga.

—¿Y si el padre Fulgencio no se siente capaz de sugestionarlos, o, si usted lo prefiere, de infundirles santidad? ¿Si teme que mueran desesperados? ¿No es mejor que procure curarlos?

—Es posible que sea así, pero, en ese caso, ¿por qué quiso que le eligiesen prior sino estaba a la altura de sus obligaciones? Porque la secreta ambición de su vida fue siempre llegar a prior, para deshacer lo que, según él, estaba mal en la obra del padre Hugo. Pero ésta es otra cuestión.

Paseó otra vez. Desde la ventana, de espaldas a la luz, dijo:

—El padre Hugo me mandó a Alemania a estudiar teología en una universidad. Lo mismo que quería hacer de fray Eugenio el maestro de una escuela monacal de pintura, quiso hacer de mí un maestro de teología bien informado. En todo ese largo tiempo, ni un solo domingo dejó de escribirme, largas cartas en las que, aparentemente, comentaba la liturgia de la semana; en realidad, cartas de apretada sabiduría mística y teológica. Como si presintiera mis estudios, me decía lo necesario para entenderlos, para hacerlos como la carne mía: era como meterme en la sangre su sabiduría. Entiéndame bien, no una sabiduría temporal, sino la palabra de Dios.

Carlos había dejado de contemplar la lamparita, atraída su atención por una especie de patetismo sordo que hacía vibrar las palabras de fray Ossorio, que se crispaba en sus dedos, pero que no lograba triunfar de una aparente mesura, ni descomponer el gesto más allá de un instante. Pasaba como una ráfaga, inmediatamente reprimida; como un resplandor súbito en el mirar, algo así como una angustia que aflorase y se recogiese luego, dominada, a la intimidad.

—¿Es a esas cartas a lo que antes se referían fray Eugenio y usted?

—Sí. El padre Hugo las enviaba al convento de… en que yo me alojaba. Habrá usted oído nombrarlo: un centro intelectual abierto a todos, no sólo a frailes, no sólo a católicos. Su superior era un hombre de mente poderosa. Todas las semanas me llamaba: «Aquí tiene usted la carta del padre Hugo». Pero una vez me preguntó si las conservaba. Le respondí que sí. «Tráigamelas todas. Quiero leerlas». Se las llevé. Unos días después me llamó de nuevo. Le acompañaban dos eclesiásticos y un seglar. «¿Sabe usted, me dijo, que posee el mayor tesoro de espiritualidad de los tiempos modernos?». No supe responderle. «Todo lo que nosotros hemos hecho en cincuenta años, y mucho más, lo ha superado un fraile desconocido de un convento remoto». El seglar me preguntó si las había entendido; le dije que sí, o al menos eso me parecía. «Explíquenos cómo es; háblenos de él». Hablé con cierta elocuencia, como si el padre Hugo me soplase las palabras. El superior me entregó las cartas. «Tiene usted la obligación de no perderlas». Desde entonces, cada semana, al entregarme la nueva carta, me hacía quedar, me preguntaba. Yo tenía la sensación de ser examinado, como si él quisiera comprobar por mis respuestas la eficacia de las cartas sobre mi espíritu. Un día me dijo: «La Iglesia guarda la Verdad del Señor, la Verdad intacta. Podemos llegar a ella, conocerla, estudiarla, pero con frecuencia olvidamos el modo de vivirla. Es como si, cada siglo, tuviera que sernos explicada de nuevo con palabras que van más allá de nuestra inteligencia, quizá porque cada siglo necesita que el Señor nos sea de nuevo revelado en forma viva y con palabras nuevas. San Benito, san Bernardo, san Francisco, san Ignacio, muchos más, dieron a la Palabra de Dios el tono apetecido, necesitado por su tiempo. Aquí, en estas cartas, se encierra ese modo de entender la vida religiosa que el mundo actual requiere para ser sacudido y llevado otra vez a la Iglesia. Es necesario que sean conocidas». Pocos meses después, el padre Hugo me anunció, en la más hermosa de sus cartas, que estaba próximo a morir. Aquella carta nos fue leída, no sólo a los frailes y eclesiásticos, sino a las personas ajenas al convento que paraban en él. Entonces, habíamos leído ya a Heidegger, y nos preocupaba: la carta del padre Hugo era una respuesta cristiana, una explicación conmovedora del ser para la Vida frente al ser para la muerte, en forma de comentario a la liturgia de difuntos. Cuando murió, el superior me dijo: «A partir de este momento, no hará usted otro trabajo que preparar esas cartas para su publicación». «Tendrá que ser con el permiso del nuevo prior». «Naturalmente, pero puede usted contar con él. Una vez terminado su trabajo, habrá que enviarlo a Roma». Trabajé con entusiasmo. Cada día descubría un nuevo sentido, un nuevo matiz de doctrina, una nueva palabra cargada de vida y de verdad. Habíamos convenido ya el título del libro: El Señor llega, porque la Parusía del Señor para cada hombre, en cada instante, y para la Iglesia en todo momento, la actividad divina en el interior de los espíritus, desde su presencia, y a través de los Sacramentos y de la oración, era el punto de partida de aquella doctrina. Mi labor consistía en buscar los fundamentos de cada carta, acumular textos, razonar puntos parciales, esclarecer otros, y le aseguro que lo hacía como si el padre Hugo se hubiese instalado en mi interior, y sus palabras saliesen de mí, cargadas de razón. Hasta que un día, inesperadamente, recibí del padre Fulgencio orden de abandonar Alemania y regresar aquí. Daba, como explicación, la necesidad que nuestro monasterio tenía de mi presencia. Era; en cierto modo, normal esta llamada, y aunque a mí no me lo pareciera, así me lo hicieron ver: «Ha venido usted por cuatro años, y pasan ya en bastantes meses». Antes de partir, sin embargo, mi trabajo fue revisado, corregido en algún punto; y se me dieron instrucciones de cómo debía terminarlo, y de lo que debía hacer después. Marché melancólico, pero lleno de esperanza: llevaba en mi bolsillo una carta para el padre Fulgencio que, previamente, me habían leído. «Cualesquiera que sean las obligaciones del padre Ossorio, consideramos del mayor interés que, ante todo, concluya el trabajo que lleva de aquí, muy adelantado por cierto». Añadía un párrafo sobre la importancia de las cartas que el padre Hugo me había escrito: «Creemos firmemente que, aunque en apariencia sean cartas dirigidas a un fraile, su verdadero destinatario es la Cristiandad». Yo también lo creía, y todavía lo creo.

Hizo una nueva pausa. Parecía cansado. Acercó un taburete a la mesa, empujándolo con el pie, se sentó; y, durante un espacio permaneció en silencio, con la cara escondida entre las manos.

—¿Le interesa lo que le estoy comando? —preguntó de pronto.

—Desde luego. Le ruego que continúe.

A veces pienso si daré a todo esto demasiada importancia, si habré hecho un mar de lo que sólo es un charquito. Hay momentos en que pierdo la fe en las personas más amadas y admiradas. ¿No serán, efectivamente, vulgares comentarios a la liturgia las cartas del padre Hugo? Y todo el entusiasmo mostrado por el abad alemán, ¿no habrá sido una pequeña farsa, si no un gran error? Fíjese bien, querido amigo, que para llegar a esta conclusión, necesito pensar del padre Hugo que era un bobo, y que el hombre de quien, durante cuatro años, escuché palabras profundas y recibí dirección intelectual, no era más que un mentecato. ¿Es lícito que lo piense? Pues bien: eso es lo que se me exigió desde la llegada a este monasterio. No de manera expresa, claro. Se me permite decir que el uno fue un santo y que el otro es un hombre muy listo, pero las cartas del padre Hugo no tienen importancia, y yo estoy mejor empleado en traducir el alemán que en terminar el trabajo de mi vida. Entiéndame bien, por favor: no es que me niegue a sostener el monasterio con mi trabajo diario, aunque sea un trabajo tan impersonal como traducir. No me importa. Tampoco me importa que los coristas aprendan teología como quien aprende una lección de carrerilla, cuando a mí se me había destinado a ser su maestro. Reconozco que el prior tiene autoridad para dilatarlo, si me considera demasiado joven. Pero ¿por qué, a mi llegada, me arrebató las cartas del padre Hugo?

Carlos hizo un gesto de sorpresa.

—Exactamente. Me las quitó. La misma tarde de mi llegada, cuando aún no me había limpiado el polvo del camino. En la cámara prioral, él sentado, yo de pie. Leyó la carta que le traía, y sonrió. «A ver esos papeles, mocito». Se los di, temblando de entusiasmo, y mientras los repasaba, esperaba su aprobación, y también algo así como un poco de aliento para seguir trabajando. Pero no sucedió nada de eso. Leyó por encima, sin dejar de sonreír. «¡Vaya con el padre Hugo!», dijo dos o tres veces; y luego: «Está bien. Ya leeré estos papeles con calma y ya hablaremos de eso». Me destinó a una celda. Entré en la vida de la comunidad como un fraile más. ¡Todo era tan distinto! Pronto advertí que muchas cosas fundamentales habían cambiado o habían desaparecido. La vida espiritual que el padre Hugo había creado, año a año y día a día, languidecía. En el monasterio no se pensaba más que en trabajar para salir de la pobreza. Me di cuenta el día en que acompañé a fray Eugenio a su taller. «Pero ¿qué pinta usted, padre?», le pregunté asombrado. Porque yo recordaba sus trabajos bajo el gobierno de fray Hugo, y aunque entonces no los entendiera, mis años de Alemania me habían ilustrado mucho sobre el arte religioso, y estaba capacitado ya para entender lo que se había intentado. Ahora me encontraba delante de Vírgenes con caras bobaliconas, de angelitos cursis, de santos almibarados y ridículos. Fray Eugenio me respondió: «Por cada uno de estos cuadros una casa de Barcelona paga al monasterio quinientas pesetas. Puedo pintar cuatro al mes, a veces, cinco». «Pero, padre, ¿qué ha pasado aquí?». Fray Eugenio se encogió de hombros. Siguió pintando. Sólo algún tiempo después se atrevió a franquearse conmigo. Pero ya entonces sabía yo a qué atenerme. El prior me había respondido con evasivas cada vez que intentaba recobrar mis papeles, y, por mi cuenta, había descubierto que, de manera implacable, procuraba borrar todo recuerdo del padre Hugo. ¡Hasta el lugar donde está enterrado! Porque un día quise conocerlo, para rezar en él, y no me respondieron; lo pregunté al padre Fulgencio, y me dijo que, por deseo expreso del padre Hugo, su tumba carecía de lápida. Me fijé, sin embargo, en que cuando los frailes pasaban por el claustro, evitaban pisar determinadas piedras. El corazón me dijo que el padre Hugo estaba allí. Entonces, desde aquel día, todas las mañanas dejaba sobre aquel lugar una flor, si la había, o una ramita de árbol con unas hojas. Cuando el prior se dio cuenta, mandó talar el jardín y plantarlo de patatas y cebollas.

Rió con risa breve, aguda.

—Había en el jardín un ciprés tan viejo como el cenobio. Yo arrancaba ramitas del ciprés. También lo mandó cortar. Bien es cierto que vendió por buenos dineros el tronco. Por fortuna, las sirenas de bronce no pueden ofrecerse como homenaje al recuerdo de nadie. Si no, habría mandado destruir la fuente.

Se levantó del escabel, fue a la ventana y permaneció —otra vez— un rato en ella, silencioso, mirando hacia fuera. Carlos, esperando, tableteaba con los dedos sobre la mesa.

—Hasta ahora —dijo— nada revela locura.

Fray Ossorio se volvió bruscamente; casi se revolvió.

—¡Es perseguir su recuerdo! ¡Es pretender borrarlo! ¡Es querer que nunca hubiera existido!

Corrió hacia la mesa, medio doblado sobre sí mismo, las manos anhelantes.

—Cada domingo, el prior nos habla. Sus pláticas siguen paso a paso las cartas del padre Hugo, pero dicen todo lo contrario. El prior es fiel al texto de la regla, ¡ya lo creo!, es un ordenancista implacable; pero su modo de entender la piedad no es el nuestro. Hay en él jesuitismo, franciscanismo, ¡de todo!, pero sin elevación, sin vibración. Parece como si la palabra de Cristo fuese sólo un código inflexible. Quizá menos todavía: un sistema moral, que sólo se diferencia de otros sistemas morales en que Dios lo ha dictado. Toda religiosidad se desvanece en sus manos. ¡Dios mío! Los otros frailes no lo perciben, pero yo veo cómo cada día, con cada palabra, pretende aniquilar lo que todavía permanezca entre nosotros del espíritu del padre Hugo.

Tendió hacia Carlos las manos con las palmas abiertas.

—¿Qué dice usted?

—Lo que se adivina por sus palabras, padre, tiene, quizá, el nombre de un pecado, no el de una enfermedad. Lo siento.

Fray Ossorio dejó caer los brazos, desalentado.

—No lo entiendo.

Levantó el tono de la voz hasta la exasperación.

—¡No lo entiendo! ¡Llevo dos años torturándome la cabeza! No tiene sentido. Esas cartas… ¿Cómo es posible que el Señor permita…? ¿No comprende usted que si esas cartas se publicasen, la supervivencia, la continuidad de este monasterio estaba asegurada? ¡Podíamos incluso ser ricos, que es lo que apetece el prior! Pero lo apetece por otros medios. Y, con ellos, bien sabe Dios que nos hundiremos, que del hermoso sueño de nuestro restaurador no quedará más que el recuerdo. Y entonces, cuando esto se desbarate, ¿qué será de nosotros?

De pronto quedó rígido, con la mirada clavada en los ojos de Carlos.

—¿Es usted cristiano?

Carlos se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Eso no es respuesta. Se está con Cristo o contra él.

—Hay también la indiferencia y la indecisión. Yo más bien soy un indeciso. He sido creyente, he prescindido de la creencia; quizá nunca haya dejado de creer, y quizá en alguna parte de mi ser crea todavía; pero, si es así, esa parte creyente cuenta poco en mi vida.

—Si usted leyese las cartas del padre Hugo, creería. Usted me dijo antes que, a veces, se sentía conducido. Lo cierto es que ha llegado usted aquí, y aquí está su remedio. Yo debería ofrecérselo, y no puedo. Si usted fuera junto al prior y le dijese: «En esos papeles está, acaso, mi salvación», el prior se reiría un poco, le diría que no exagerase y, todo lo más, le mandaría leer las Cartas a un escéptico en materia de religión. El prior no alcanzaría a comprender que, para usted, también el Señor ha llegado, y que hay que ayudarle a usted a conocerlo.

Carlos se levantó de la mesa. Se acercó a fray Ossorio y quedó frente a frente.

—Quizá, en lo que a mí respecta, exagere usted un poco. No creo que el Señor haya llegado todavía. Pero si hubiese llegado ya, ¿por qué usted, que conoce la doctrina del padre Hugo, no me la comunica?

—No puedo hacerlo.

—¿Se lo han prohibido?

—No. La he olvidado. O quizá sea que el diablo pasó una esponja sobre la faz de mi alma y borró de ella todo lo que pudiera consolarme.

—Siempre queda el Evangelio. Vamos, es lo que se me ocurre.

—No lo entiendo ya. Hay una gran oscuridad en mi corazón.

Carlos había dejado la lámpara de arcilla en un lugar visible. El monje la cogió con mano amorosa, como si cogiese una flor, y sonrió con ternura.

—Luz y Vida. No sabe usted lo que significó para mí esta pobre lámpara de arcilla durante algunos años. Era el símbolo de todo. Ahora es para mí como la rosa de un recuerdo para un enamorado que ha dejado de amar. Llévela, se la regalo.

Se la tendió a Carlos.

Después de comer, mientras doña Mariana descansaba, Carlos se metió en su habitación.

Habían hablado de la necesidad en que Carlos se vería de tomar una sirvienta; y él se había defendido con el pretexto de que buscaba soledad, y de que una mujer en su casa le estorbaría. Pero doña Mariana no se había dejado convencer.

—Al menos, una asistenta. Ya me encargaré yo de eso.

Días antes, quizá el mismo día, había dicho lo mismo, y a Carlos no le había molestado; pero ahora se sentía de nuevo conducido, aunque no por ninguna potencia celestial, sino simplemente por la voluntad de doña Mariana, y si bien reconocía que hablaba con razón, algo en su interior se rebelaba.

Sobre su mesa estaba la lamparita, regalo de fray Ossorio. La puso sobre la palma de la mano y se deleitó al mirarla: era esbelta, de línea casi femenina. Aplicó una cerilla a la mecha y ardió con suave luz azul.

«Luz, Vida».

—¿Si será un amuleto?

La dejó sobre la mesa, riendo. Pero la idea de que pudiera estar embrujada le divirtió. ¿Embrujada? No era, precisamente, la palabra. Quizá estuviera bendita. En todo caso, llevaba consigo una virtud especial, como la medalla que había llevado al cuello: de niño, por convicción, y, más tarde, por costumbre, hasta que una vez Zarah se la había arrancado. Zarah le había llamado también amuleto. Existía, sin embargo, una diferencia. Cuando él creía en la virtud de la medalla, se sentía protegido por ella y, a veces, avergonzado. Pero la lámpara no representaba protección. Era más bien un objeto portador de una virtud de otra clase, o de la misma virtud usada de otra manera, usada —lo pensó riendo— como cuña metida en su vida, como rendija que abriese paso a lo sobrenatural, o más bien como una rotura en la cáscara de su alma, por la que se colase todo lo que en su inconsciente permanecía ingobernado y acaso ingobernable.

Aquella sensación fugaz de ser conducido partía también del inconsciente, y era anterior al regalo de la lámpara. Y también era anterior la pretensión —cortés, eso sí— de doña Mariana de meterse en su vida y guiarla a su manera. Doña Mariana era atea. ¿Cómo codos aquellos ingredientes tan dispares podrían caber en el mismo fenómeno? ¿La virtud de la lamparita y la voluntad conductora de doña Mariana le empujaban al mismo fin?

Volvió a reír.

—Estoy armando una buena novela —dijo en voz alta.

Y, de repente, salió del cuarto, bajó corriendo las escaleras y montó en el cochecillo. Arreó al caballejo, restalló la fusta sobre sus orejas. El carricoche partió. Lo guió hacia la carretera.

No pensaba en lo que hacía. Se sentía conducido, fuertemente empujado, pero por otra fuerza, una fuerza nueva, quizá por su propia voluntad, que había estallado de pronto, que se había revuelto con furia burlona y que llevaba a donde ni doña Mariana ni ninguna potencia celestial podría desear que fuese.

Llegó frente a casa de Rosario. Estaba cerrada la parte inferior de la puerta. Saltó del coche, brincó sobre la cancela, entró corriendo.

—¡Rosario!

Quizá el modo de llamar fuese excesivo. Hubiera debido llegar con pausa, como quien va de paseo y recuerda algo de poca importancia.

Rosario estaba sentada en su silla baja, en medio de la cocina. Tenía al lado una cesta de panochas, cuyas espigas desgranaba en el regazo.

Alzó los ojos.

—¡Señor!

Su madre estaba más al fondo, junto al liar. Le miró con sorpresa y desagrado. Rosario iba a levantarse, pero la madre se adelantó, la sujetó por un hombro y fue, renqueando, hacia la puerta.

—Le dijo mi marido que no viniese.

Carlos permanecía fuera, apoyado sobre la media puerta. No le mandaron pasar.

—Tengo que hablar a Rosario.

—Rosario tiene padres.

—Entonces, con sus padres.

—Espere.

Se asomó y dio un grito, llamando a su marido. Lo repitió en seguida, urgente. El padre de Rosario asomó tras el pajar. Vino corriendo, pero entró por la puerta de la cuadra y no se quitó la boina. Carlos seguía fuera.

—El señor quiere hablarte.

—Ya le pedí al señor que no viniera por aquí. Si algo se le ofrece, con mandarme llamar…

—Se refiere a Rosario.

—¿Algo del señor?

Carlos no respondió. Sacó tabaco, ofreció, y hasta que encendieron no dijo palabra. La madre se había retirado un paso, pero esperaba.

—El señor dirá.

—Voy a quedarme en el pueblo, en mi casa. Necesitaba una persona que se encargase de aquello…

—¿Una criada? —terció la madre de Rosario, bruscamente, como ofendida.

—No. Una criada, no. Un ama de llaves. Criada, se buscaría.

Rosario no había vuelto a mirarle. Desgranaba maíz tranquilamente, sin un solo temblor en los dedos.

—Pensé si, a lo mejor, Rosario… En fin, si ustedes quieren. Le daría un sueldo, claro. Sin regateos.

—¿El señor no sabe que Rosario es costurera?

—Sí.

—Rosario no necesita servir. En su casa no sirvió nadie. Y aunque hubieran servido —añadió la madre—, Rosario tiene buenas manos para ganarse la vida, si su padre o sus hermanos le faltasen. Ahora, gracias a Dios, tenemos un jornal en el astillero.

—Me gustaría saber qué piensa ella —se atrevió a decir Carlos.

—Ella no tiene nada que decir. Está en casa de sus padres, y obedece.

Miró a Rosario por encima del hombro del viejo; desgranaba maíz todavía, la cabeza un poco baja, los dedos rápidos.

—Obedece —repitió la madre.

Carlos se sintió en el aire. No sabía cómo marcharse, y, al mismo tiempo, necesitaba hacerlo. Los viejos habían enmudecido, y esperaban. En los ojos de la vieja saltaban chispas de orgullo.

¡Dios, qué hubiera dicho doña Mariana, si fuese testigo! Pero él no se sintió capaz de responder con la ofensa o el desdén. Se encogió de hombros y arrojó la punta del cigarro.

—Bueno. Ya encontraré a quien me convenga.

Hizo con los dedos señal de despedida.

—Que usted lo pase bien —respondió la vieja.

El viejo, ni eso.

Carlos se alejó. Subió al coche sin volverse. Sentía, sin embargo, sobre su espalda, la mirada aguda, maligna, del tío Galán, y el orgullo victorioso de su mujer.

Pensó que había cometido un error. Aquella misma noche, Cayetano sería informado, y, al día siguiente, lo contaría en el casino, entre grandes carcajadas. Y la primera vez que se encontrasen, se reiría en su cara, si no le buscaba adrede para reírse.

Encaminó el coche al pazo. Necesitaba esconderse hasta que la pesadumbre hubiera pasado, hasta sentirse otra vez dueño de sí, capaz de disimular ante doña Mariana, capaz —acaso— de reírse también.

Hacía frío. Venían de la ría ráfagas húmedas.

«Va a cambiar el tiempo», pensó.