V

Convinieron, doña Mariana y Carlos, en que los servicios de un albañil le ayudarían a derribar el tabique que tapiaba la puerta de la torre, y ella se encargó del aviso; un poco zumbona en sus palabras de complacencia, como si el propósito de Carlos fuese capricho de niño. Marchó él al pazo, donde esperaría hasta que el albañil llegase, y por si el frío era mucho, doña Mariana le proveyó de unos bocados para las once, una cantimplora de vino y un pequeño termo con café. Le encareció que no faltase a la hora de comer. Como el día seguía lluvioso, y el vendaval soplaba, recomendó a Carlos que cambiase el sombrero por una boina, y ella misma despachó a la Rucha para que la comprase. Con la boina puesta y con una bufanda, salió Carlos a la calle, y en vez de dar la vuelta por la carretera, subió por una escalerilla estrecha de gastados peldaños, que, desde la playa, ascendía a los huertos, pegada a las sinuosidades de la gran roca sobre la que el pazo se asentaba. Dejó franca la puerta, se metió en las estancias vacías y las recorrió durante un rato, sin propósito claro, más que esperar la llegada del albañil y presenciar la apertura del misterio. Pero, en su recorrido, llegó a lo que había sido dormitorio de su madre, con la gran cama de caoba y el colchón sobre la cama, envuelto en una arpillera. Había un escritorio cerrado. Carlos probó las llaves que doña Mariana le diera, y con una de ellas abrió la tapa, y pudo revolver los cajones llenos de papeles. Todos eran cuentas: las cuentas de lo que su madre había ingresado y gastado desde su matrimonio hasta su muerte; cuentas minuciosas, escritas con letra pequeña y clara, como dibujada. Cuentas extrañas, porque apuntaban lo ingresado y lo gastado, pero sin sumar las partidas, aunque clasificadas escrupulosamente: lo cobrado por rentas, los foros con su valor, lo que doña Mariana había pagado por las piezas bordadas, expresado el importe de cada pieza; y, en otros cuadernos, lo que había gastado en la educación de Carlos y todo el dinero enviado a Santiago, después a Madrid y por último a Viena. Como en los ingresos y en los gastos constaban las fechas, pudo Carlos comprobar que no sólo el dinero pagado por doña Mariana, sino la mayor parte de las rentas, lo había recibido él, y que para sus gastos personales doña Matilde se había reservado cantidades de asombrosa modestia; como que se había alimentado del maíz y las hortalizas producidas por la huerta del pazo, del cerdo que criaba y mataba cada año, y de algún pescado y leche en proporciones irrisorias. Los huevos, los vendía.

El albañil llegó hacia media mañana. Venía provisto de pico, y acompañado de un rapaz. Carlos les condujo al fondo del pasillo, les señaló el muro manchado de humedad.

—Hay que derribar esto.

—Bueno.

El albañil se quitó la chaqueta y la dejó en un rincón. Tentó el muro con el mango del pico y dio el primer golpe. Carlos se sobresaltó. Cayeron los primeros escombros: el rapaz los recogía en un capacho y los llevaba a fuera.

—¿Tardará mucho?

—Cosa de hora y media.

Carlos se marchó al salón. Hacía un frío endiablado, y las ráfagas de viento meneaban con ruido puertas y ventanas, silbaban en las rendijas. Buscó algo que quemar, encendió la chimenea y se sentó cerca del fuego. Sonaban, al fondo del pasillo, los golpes secos del pico.

Después de todo, aquello no era un acto trascendente. Le había, quizá, dado demasiada importancia. «Lo he mitificado», se dijo; y sonrió, porque ésa hubiera sido la expresión de Zarah. «Y, ¿por qué me importa la opinión de Zarah, por qué la constituyo en juez de mis actos? Mi madre también me juzgaría». Le juzgaría desfavorablemente, como Zarah, aunque por distintos motivos. Su madre le diría: «Al abrir esa puerta, me desobedeces y ofendes mi memoria». Y Zarah daría una explicación sobre el complejo de obediencia; quizá sacase a relucir el Génesis y el Pecado Original, y hasta era posible que le preguntase por qué su inconsciente realizaba la identificación Jahwé-Madre. «Piensa sobre esto, querido; analízalo. Jahwé-Madre, y no Jahwé-Padre. ¿Qué te pasa con tu padre y con tu madre?».

El albañil apareció en la puerta del salón.

—Ya está. Venga a verlo.

Traía una llave grande, de hierro. Explicó que colgaba de un clavo, en la misma puerta, tapiada como ella. «Quise abrir, pero está recia. Habrá que echar aceite en la cerradura». La puerta, desembarazada, cerraba el final del pasillo: grandota y tosca, de un verde sucio, reforzada de hierro.

Pagó al albañil, le acompañó hasta el zaguán: todavía charlaron un poco y liaron unos pitillos. El albañil se quejaba del mal tiempo. «Con esta lluvia no salen más que chapuzas». Se marchó, cobijado, con el rapaz, bajo un enorme paraguas. Carlos, antes de subir, buscó en la cocina algún hierro que le sirviese de palanca. No encontró nada. Se acordó de las tenazas de la chimenea. Con su ayuda, pudo abrir la puerta.

Olía a moho, a polvo, a ratones, a humedad. La luz entraba por las rendijas de una ventana frontera. Corrió a ella, buscó a tientas la falleba, franqueó las maderas y la vidriera, y respiró el aire húmedo. Se veían, desde la ventana, la ciudad y la playa, envueltas en lluvia; los montes, los pinares, la ría de aguas oscuras y revueltas, casi negras, con espuma de un blanco sucio. Se acodó en el repecho y esperó a que la habitación se ventilase o a que le viniesen ganas de volverse a ver qué había. Recordó, una vez más, a Zarah y a su madre, pero ahuyentó las imágenes con un esfuerzo de voluntad. Fuera, seguía lloviendo, gotas gruesas, violentas. Escuchó la lluvia y dejó que las salpicaduras le mojasen la cara. Hasta que ya no pensó en Zarah ni en su madre. Se volvió y miró.

Una habitación grande, de techos altísimos, destartalada, con polvo y telarañas en todas partes. Un tresillo antiguo, hecho jirones el damasco del tapizado. Un brasero grande, de bronce, en un rincón. Un escritorio con escribanía de porcelana —¡qué bonito, el galgo erguido entre los dos tinteros!—; reloj de cuco, La Vicaría en colores, dos armarios, una alfombra carcomida.

—No hay ningún esqueleto.

Lo dijo en voz alta, simulando cómicamente la decepción. En la cerradura de uno de los armarios colgaba un llavero con cinco o seis llaves oxidadas. Abrió las puertas, los cajones. Papeles por todas partes: papeles ordenados, clasificados, atados en legajos con balduque desvaído; y en cada legajo un marbete bien visible, escrito con letra grande y clara. Cajas de documentos y de retratos; paquetes de cartas, periódicos, el Diario de Sesiones, desde 1892 a 1900 y todos los trabajos de un hombre que escribe mucho y pacientemente. Algunos libros de historia, de religión y de política; varias novelas: Galdós, Pereda, Los Pazos de Ulloa, los Clásicos Rivadeneyra. Pero ninguno de los legajos se titulaba Mis memorias, sino Los hechos de 1808, Vida de Mariana Quiroga, Los Churruchaos en el siglo XVII, Historia de los privilegios de los linajes Churruchaos. Tampoco había ningún sobre en el que se hubiera escrito con pluma trémula: «Para mi hijo Carlos, cuando alcance la mayoría de edad». Lo cerró todo, sonriente, desencantado: sólo retiró, de aquella balumba de papel escrito, un atadijo envuelto en papel fino, con este rótulo: Cartas de Mariana Sarmiento. Se lo echó al bolsillo, cerró la ventana y volvió al sobrado. Se puso, con calma, la gabardina y la boina; cogió el paraguas, y, con él en la mano, se sentó frente al fuego. Durante unos minutos miró las llamas, débiles ya. Luego se encogió de hombros.

—Ni a Adán ni a mí nos valió la pena pecar.

Llegó empapado. Doña Mariana le obligó a mudarse zapatos y calcetines y a calentarse un poco antes del almuerzo. Le trajo ella misma una copa de jerez, y sólo cuando Carlos dejó de tiritar, se sentaron a la mesa.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó ella.

—Nada, o casi nada. Papeles, y un mal olor endemoniado. Hay unos muebles bonitos, aunque muy estropeados, y la habitación es grande y con una vista hermosa. Buen sitio para trabajar… con otros muebles y con calefacción.

—Para trabajar, ¿quién? ¿Tú?

—¿Yo? No pensaba en mí.

—Dijiste que de este capricho podría resultar que te quedaras para siempre.

—Eso fue una tontería. No pienso quedarme. ¿Voy a cambiar mi vida por una decepción?

—¿Una decepción?

—¡Oh! Mis padres carecieron de sentido melodramático. No he hallado nada que me importase directamente. Después de lo pasado, ¿qué menos que una carta de mi padre, explicándome por qué nos abandonó?

—No puedo asegurarte que la haya escrito; pero, de haberlo hecho, tu madre la hubiera destruido, y estaría bien.

—Pudo pensar que yo necesitaría algún día saber si debo amar a mi padre.

—Ella no quiso que lo odiaras, pero tampoco que lo amaras.

—Pero usted…

—Yo conocí a tu padre mucho mejor que tu madre.

—Entonces, cuanto mi madre hizo es inútil.

Bebió un sorbo de vino y miró a la dama.

—Inútil y equivocado, porque si yo he de amar el recuerdo de mi padre, será por lo que usted me cuente, y usted es parte interesada.

Echó sobre la mesa el paquete de cartas y doña Mariana las miró sin abrirlas.

—¿Las has leído?

—¡Oh, no! Son de usted.

—Pero fueron escritas a tu padre.

—No importa.

La dama rompió la cinta y el papel.

—Tienes que leerlas, aunque también te causen una decepción. No son lo que supones, sino cartas de amistad; diez años de amistad, que quizá hayan sido otro error. Él, aquí; yo, en Madrid o por el mundo adelante. Tienes que leerlas.

Las empujó hacia Carlos, suavemente.

—Son tuyas. Pero quiero que leas también las que él me escribió. Las conservo y a veces las leo. Después, juzgarás.

—Pero ¿por qué he de juzgar?

—Porque es a tu padre a quien encontrarás en ellas.

«Espera —dijo—.» Se levantó y salió rápidamente. Mientras volvía, Carlos revolvió los pliegos descoloridos, en que se adivinaba una escritura de letras grandes y firmes. Doña Mariana regresó en seguida; traía un sobre abultado. Lo tendió a Carlos.

—Toma. Después de que las hayas leído, y de que me hayas escuchado, podrás juzgar.

Carlos juntó en uno los dos paquetes.

—Tengo treinta y cuatro años, y hasta ahora he vivido sin pensar mucho en mi padre. Puedo seguir viviendo…

—Puedes, naturalmente. Puedes romper con tu sangre y con tus muertos, y marcharte. Pero serás un cobarde.

Lo dijo con violencia, con un punto de irritación. Carlos se sorprendió.

—Perdóneme. Yo no quería… —vaciló—. En fin, si usted lo quiere…

—No porque yo lo quiera, sino porque es tu obligación. Tienes que saber quién fue tu padre, y cómo fue, y por qué te engendró y por qué te abandonó; y después que lo sepas, juzgarlo. Un hombre no puede, cómodamente, echar su vida a la espalda. ¿O es que no tienes una moral?

—¿Qué quiere decir?

—Una moral. Cosas que debes hacer y cosas que no puedes hacer jamás.

—Como todo el mundo.

Doña Mariana se sentó y le miró con dureza.

—Tú no eres todo el mundo. Tú no tienes las mismas obligaciones que todo el mundo; sino las que te vienen de ser quien eres. Como a mí. Y tú tienes que hacerte cargo de lo que tu padre y tu madre fueron e hicieron, y pechar con ello, para tu bien o tu mal.

Se dulcificó un poco; llegó a sonreír.

—No me defraudes, por favor.

—Voy entendiendo que también mi padre la defraudó.

—¡Oh, no, no en este sentido! Tu padre conocía bien su deber; su defecto fue ser demasiado estrecho, demasiado exigente consigo mismo.

—¿Abandonó a su mujer y a su hijo por exigencia moral?

—No podía hacer otra cosa. Entonces…

Pareció como si fuera a contar algo, pero se detuvo.

—No, no. Ahora, no. Todavía no lo mereces. No sabes quién fue tu padre, no sabes el hombre entero que fue.

Señaló las cartas.

—Tienes que leer eso. Hoy mismo. Si después de leerlas no lo comprendes, me habrás defraudado para siempre, como mi hijo.

Hizo una pausa.

—¿Quieres servirme vino?

Carlos le llenó la copa.

—No tanto —bebió un sorbo—. Mi hijo también me defraudó y es necesario que lo sepas. No fue capaz de arrostrar su condición. Hice que tuviera un nombre y una educación: le di la carrera que apetecía, pero llegó un momento en que debía elegir entre llamarse Pérez o ser mi hijo. Me rechazó. ¿Lo comprendes? Me rechazó y rechazó todo lo que yo podía significar para él, menos el dinero que le di para marcharse a América y para abrirse camino allá. Tenía miedo a que le llamasen hijo de puta, como a los hijos bastardos de las tenderas y de las pescadoras.

Volvió a beber.

—No lo siento. Nunca le tuve demasiado amor, pero cumplí con él todas mis obligaciones. Le hubiera amado, eso sí, si me fuera leal. Pero él no entiende de esos sentimientos. Es de esos hombres blandos que piensan que, para una mujer como yo, un hijo bastardo tiene que ser una catástrofe. Me hizo una escena de comedia, como si yo fuese una mujer seducida y abandonada, y cuando le expliqué que no era así, que yo le había tenido por mi voluntad, porque me dio la gana, me dijo que yo era una «mujer mala». ¡Qué imbécil! Ahora se casó. ¿Imaginas los apuros que habrá pasado para confesar a su esposa que es un bastardo, o el miedo de que una casualidad se lo descubra, si no lo ha confesado aún?

Apuró, finalmente, la copa.

—Tener ese hijo fue el único error de mi vida. Mejor dicho, no el único. Hay otro, pero de eso ya hablaremos.

Se levantó.

—Ahora voy a echar la siesta. ¿Te quedarás aquí?

Carlos respondió que iría a su cuarto.

—Te llevaré una manta para que te abrigues. Hace mucho frío. ¿O prefieres que te enciendan la chimenea?

Carlos no se sentó, sino que se echó en la cama, arropado. Fumó un rato. Pensaba, repensaba las palabras de doña Mariana, intentaba aceptarlas. Se sentía, otra vez, dirigido, y pretendía mantener en su corazón una tenue resistencia. El montón de las cartas, junto a su mano, esperaba a que se determinase su voluntad. Como antes el hecho de abrir la puerta de la torre, su fantasía mitificaba conscientemente. «¿O mixtifico, quizá?», se preguntó. «¿No será dar importancia otra vez a cosas que no la tienen? Supongamos que, leídas esas cartas, descubro que mi padre fue un caballero o un canalla. ¿Y qué? ¿Por qué esto ha de influir necesariamente en mi vida? ¿Y, por qué, si obedezco una vez a doña Mariana, he de perder mi libertad, y, si la desobedezco, he de ser enteramente libre? En último término, ¿se juegan de veras mi libertad y mi destino? Y, si se juegan, ¿no he aceptado de antemano cuanto pueda acontecerme, al elegir el viaje, al abandonar a Zarah? El acto libre fue aquél, y lo que ahora haga es libre en función de aquella libertad. Se aceptan o se rechazan en bloque un hecho y sus consecuencias; no hay porqué ir analizando acto por acto, hasta convertir en problema la simple respiración».

Todavía pensó: «Si lo analizo más, descubriré que me estoy engañando, y que todo es un sofisma. Bien. ¿Por qué me engaño? ¿Qué mueve, desde el inconsciente, mi deseo de engañarme? ¿Temor a la libertad? ¿Será que quiero ser gobernado otra vez; que la libertad, cuando la tengo, no me sirve de nada por cobardía?».

Y aún: «¡Tendría gracia que, gobernado por Mariana, llegase a hombre poderoso…!». Pero ya sus manos ordenaban por fechas las cartas del paquete. La correspondencia arrancaba de una carta de doña Mariana, escrita en Madrid en 1892. «Querido Fernando: ¿Qué disparate has hecho, y por qué? Acabo de enterarme de tu renuncia al acta de diputado y de tu marcha, que más parece fuga, sin despedirte. Papá se ha dado a los diablos y me pregunta si estás loco. Fue lo que el Ministro le preguntó esta mañana y lo que todo el mundo se pregunta. ¡Vuelve inmediatamente! Ya veremos de arreglarlo, y aunque no puedas recobrar el acta, con cualquier añagaza de prensa se disfrazará la cosa para que quedes con color y vuelvas a salir diputado en las próximas Cortes. No rechistes: haz las maletas (si has llegado a deshacerlas) y vuelve en seguida. Me costará trabajo no arañarte cuando te tenga otra vez delante. Te odio. Mariana». Seguía inmediatamente otra carta de la misma fecha: «Fernando: te pido perdón. Hace sólo unas horas que te envié la carta anterior, y ya estoy arrepentida». Papá, a la hora de cenar, me ha contado todo: lo ha sabido en el Congreso, y lo sabe todo Madrid. Querido Fernando, ¿qué voy a decirte? No he llorado porque no acostumbro a hacerlo, pero estoy pesarosa de mi culpa involuntaria. Papá decía: «No se puede hacer carrera en este Madrid de pícaros cuando se es un caballero como Fernando»; lo decía apenado, y agregó: «Esos asuntos se arreglan ahora pagando a un par de bigardos que den una paliza al deslenguado, pero no con un duelo. ¿Por qué Fernando no habló conmigo antes de meterse en el jaleo? Tiene razón: ya que no a mí, debiste hablarle a papá. No le hubieras disgustado, porque cualquier mujer corre el riesgo de ser calumniada, y yo, por mi carácter, más que otra cualquiera. En ese caso, además sabemos que todo fue tramado para meterte en un lío y arruinar tu carrera política. Has hecho el juego, sin saberlo, a tus enemigos. Es decir, se lo has hecho a medias, porque a estas horas no hay nadie en Madrid más popular que tú —según papá me asegura— y podrías casarte con la chica que te diera la gana y hacer un buen matrimonio que restaure tu fortuna. ¡Nandito! ¿Por qué eres impulsivo? Y, sobre todo, ¿por qué eres tan bueno? ¡Un poco de picardía, y habrás hecho tu carrera! Vuelve a Madrid; papá y yo te esperamos. Nada más que aprovechando el viento, haremos de ti un personaje. Vuelve en seguida. Te quiere, Mariana». La respuesta de Fernando a estas dos cartas era larga, minuciosa «y sofística», añadió Carlos. Acumulaba razones para justificar su retirada. Razones morales. «No volveré más a Madrid», terminaba.

Diez, quince, veinte cartas más con dimes y diretes sobre si debes venir y si no puedo ir, con reproches y súplicas, en todos los tonos. Un lapso veraniego de dos meses: por las cartas siguientes, averiguó Carlos que, tanto Mariana como su padre, habían renunciado a la temporada en Deauville por acompañar a Fernando en Pueblanueva y convencerle. No lo consiguieron. Las cartas posteriores las encabezaba Mariana, muchas veces, con «Mi querido testarudo», únicas alusiones a un pleito fallado. Ella contaba sus viajes o describía fiestas, le informaba de escándalos sociales y maniobras políticas, de enriquecimientos, ruinas, matrimonios y muertes; él, de su vida monótona, de sus trabajos. Se sorprendía Mariana de que perdiera el tiempo averiguando la vida y milagros de Churruchaos remotos. «¿Qué nos importan esas gentes? —decía—; hay que vivir hacia delante». «A ti, querida Mariana —le respondía Fernando—, te lleva el ímpetu, ya que no la esperanza. Yo, que no soy impetuoso, soy desesperado. ¡Si supieras qué pocas cosas me importan, y de ellas, qué pocas lograré! Mientras caminas, me detengo; y por no pensar en el futuro, me refugio en el pasado. Es, ya lo sé, una renunciación. De todos modos, entre los dos formaríamos un ser completo. A mí me falta la ilusión; a ti, el recuerdo».

Fernando necesitó de los papeles que guardaban los Sarmientos; don Pedro, el padre de Mariana, le dio la llave, y libertad para entrar, salir y resolver. «Querida Mariana, te he encontrado, en genio y figura, pero cien años más vieja. ¿Te has fijado alguna vez en Mariana Quiroga, la mujer que está en el retrato de sobre la chimenea? ¿Sabes que fue como tú, y que todo cuanto eres se lo debes? ¡Para que luego me digas que no importan estas antiguallas! Muchas veces me he preguntado de dónde habías salido, a quién te parecías. Ahora, ya lo sé. Llevas en la masa de la sangre el mismo fuego que tu tocaya». Mariana le respondía: «Si mi bisabuela fue como yo, estoy encantada de ser su nieta. Jamás he lamentado nada de mi carácter, ni aún de mi figura. Dale las gracias al retrato por todo lo que le debo».

Por éstas y otras cosas que en las cartas se hallaban, parecía haber sido Fernando varón solitario y haber llevado con extremosa dignidad su pobreza. No se cuidaba de sus tierras; las más, alquiladas por dos cuartos; las menos, trabajadas por jornaleros en la medida necesaria para que el dueño subsistiese. No se ocupaba de los predios incultos ni de los bosques en que robaban libremente los aldeanos. «Escribe a papá el casero que de tu soto de la Frouxeira quedan diez o doce castaños, y que hubo más de cien. ¿Qué haces, criatura? ¿Por qué te dejas robar de esa manera?». A esto, Fernando no contestaba directamente, sino con una apología de la vida modesta. Ni tampoco a las insinuaciones, reiteradas, de que debía casarse. «Vas a cumplir cuarenta años. ¿Es que piensas morirte así?». «¡Tengo que hacer tantas cosas antes de pensar en los demás! ¿Sabes que en 1808, cuando vinieron los franceses, pasaron en Pueblanueva cosas notables, de las que todo el mundo se ha olvidado? ¿Sabes que tu bisabuela Mariana obligó a la gente a resistir, y que el Comandante francés la respetó por su valor, y vivió en tu casa sin llevarse ni una cuchara?». «Fernando, no consigo que me importe lo que pasó a mi bisabuela con los franceses; me importas tú».

La correspondencia terminaba en 1899. Don Pedro Sarmiento había venido a Pueblanueva por sus negocios. La última carta, de Fernando, decía: «Tu padre está mal. Puede morir cualquier día. Debes venir cuanto antes».

Llamaron a la puerta. La criada le dijo:

—Tiene visita.

Y doña Mariana, que le esperaba en el pasillo, precisó:

—Es Rosario, la hija de tus caseros.

—¿Qué debo hacer?

—Recibirla, naturalmente. Ahí, en la salita, que está encendido el fuego.

Yo daré una vuelta, mientras.

—¡No me deje solo con ella! ¿No ve que no he hablado nunca con aldeanos?

—Como quieras.

Rosario apareció y se quedó en la puerta. Venía bien vestida, de rojo oscuro: el mantón negro, mojado de la lluvia, le cubría la cabeza, los hombros y la espalda. De un brazo, colgado, traía un canastillo de mimbre, reluciente de limpio, bien tapado con un mantelillo blanco.

Era bonita, carnosa, atractiva; se mantenía erguida en medio de la puerta; erguida y fuerte como segura de sí misma.

—¿Hay permiso?

—Pasa, Rosario —dijo doña Mariana.

Pero Rosario, después de un «Buenas tardes» masticado, se dirigió a Carlos, sin mirar a doña Mariana, como si lo evitase.

—Siéntate.

Con un movimiento brusco, Rosario se volvió.

—¿Yo?

—Naturalmente.

Rosario miró a Carlos, como pidiéndole permiso; pero Carlos no entendía la escena. Le divertía, y su mirada no supo responder.

—En esa silla, Rosario. Vamos, siéntate.

—Sí, señora —balbució la moza.

Se apoyó en el borde de la silla, y, un poco torcido el torso, se dirigió a Carlos. Había perdido la seguridad. Hablaba muy de prisa, como queriendo acabar pronto. Su cuerpo tiraba de ella hacia arriba; tenía que esforzarse visiblemente para permanecer sentada.

—Mi madre me encarga que venga a ver al señor, porque ella está en la cama, presa del reuma. Mi padre tampoco puede venir, porque trabaja en el astillero. Mi madre pide al señor que, cuando le venga bien, pase por el lugar y lo vea. Todo está cuidado y bien labrado. Mi madre…

—Lo que hacían, lo que plantaban, lo que daba la finca. —… y no haga caso el señor si mi madre se llora, porque la renta es justa y podemos pagarla. Pero la vieja no hace más que quejarse. Esto se lo dice una servidora, no de parte de mi madre.

Alargó hacia Carlos el cesto, que no había soltado.

—Pero esto se lo maneja ella, para la Nochebuena. Una pobreza. Lo mismo que llevábamos todos los años a la difunta señora, que en gloria esté. Todos los años por esta fecha.

Carlos miró a doña Mariana, interrogante.

—Acéptalo.

—Bien. Muchas gracias. Déjelo ahí y dígale a su madre que ya iré a ver la finca.

—Tengo que pedirle al señor otra vez que no me trate de usted. Una servidora…

Se levantó y caminó hacia atrás dos o tres pasos. Ya en la puerta, volvió a saludar, y añadió:

—Mañana pasaré a recoger el cestillo.

Desapareció rápidamente; sus zuecas resonaron sobre el linóleum del pasillo.

—¿Quiere usted explicarme esto, Mariana?

—Es bien sencillo. Has tenido tu primer regalo de Pascuas —revolvió en el cestillo—. Mira: una taza de manteca cocida, un pollo desplumado y limpio, huevos… ¡Lo menos dos docenas!

—Pero… ¿y lo demás? ¿Por qué no quería sentarse? ¿Y por qué tanta ceremonia?

Doña Mariana rió.

—Querido Carlos, tú puedes ser amigo de ellos, robarles o hacerles caridades, respetarlos o acostarte con sus hijas. Guardarán las distancias si permaneces sentado y ellos de pie; si dejas que te llamen señor y les tuteas.

—Entonces, ¿por qué mandó usted que se sentase?

Volvió a reír la dama.

—Hice una prueba. Quería saber si a esa niña se le subieron los humos a la cabeza por ser querida de Cayetano. Como has visto, pasó un mal rato. Desde ahora tiene toda mi simpatía. Y, por lo que veo, también la tuya.

—¿La mía? ¿Por qué la mía?

—Lo digo por tu modo de mirarla. Reconozco que es muy bonita, pero dabas la impresión de que no ves una mujer desde hace un mes.

—Simple curiosidad. Ya el otro día, en el autobús, me sorprendió.

Parece una francesa.

—¿No sabes que por aquí, cuando quieren elogiar a una moza, dicen que es grande y rubia como una francesa? Hay muchas como Rosario. ¡Ya las verás de cerca, ya! Lo menos media docena de tus remeros tienen hijas mozas. Si no han venido ya a verte, es porque me tienen miedo. Pero, como quedes aquí sólo unos días, empezará la procesión, y, con ella, las lamentaciones: que si la tierra no da, que si veinte duros son muchos duros… Todo mentira, por si te ablandas.

—Rosario no dijo eso.

—Rosario es orgullosa; los otros, no. Con la hija por delante, como en ofrecimiento, te contarán toda clase de calamidades, y si te enterneces, te dejan sin un cuarto; pero si la hija te gusta, te dejan a la hija; ya se las arreglarán después para sacarte, a cuenta, un buen pedazo de tierra. Es el procedimiento acostumbrado para quedarse con las fincas; más barato, desde luego, que comprarlas.

—Y usted, ¿lo encuentra moral? Se lo pregunto por lo mismo que usted me preguntó antes si yo tenía una moral.

Doña Mariana se encogió de hombros.

—Me trae sin cuidado. La moral, como yo la entiendo, no se para en pequeñeces. Pero si un hombre no sabe dominar sus pasiones más vulgares, y le cuesta la ruina, es que se lo merece.

—Y a Cayetano, ¿también le costará la ruina?

—¡Oh, no! Ése es duro y cruel. Paga con la esclavitud. El procedimiento es el mismo, en apariencia; sólo que Cayetano, en vez de regalar predios, da trabajo en su astillero, saca a la gente de la tierra y la mete en esas casas de cemento que hizo para los trabajadores, y ahí tienes a una familia que ya depende de él para siempre; porque al que se rebela lo planta en la calle y lo deja morirse de hambre.

—Rosario, sin embargo…

—Rosario está en el principio. Ya verás cómo un día de éstos viene a verte su padre, o a mí, si te has marchado, y dice que la renta es mucha, que no puede pagarla, que sale tarde del astillero y no le queda tiempo para labrar la tierra, y que deja la finca libre. Sucederá en cuanto Cayetano lo mande. A no ser que…

Hizo una pausa.

—No. Sería raro.

Pasó la merienda sin que la conversación saliese del comentario vulgar o de la bagatela; y como doña Mariana no parecía dispuesta a traer de nuevo a las palabras el tema del mediodía, Carlos le siguió el aire, y cuando las cosas llegaron a lo frívolo, se sentó al piano y tocó para ella dos o tres canciones. Ella le dijo que si quería salir, lo hiciese sin cuidar de que la dejase sola, porque tenía algunas cartas atrasadas; Carlos lo interpretó como una invitación.

—Iré, entonces, a dar una vuelta por el pueblo.

Pensó primero llegarse hasta la taberna, por si estaba allí Aldán, al que quería dar la impresión de que la amistad infantil no había sido olvidada; pero, al pasar el puente y llegar al arco de la Virgen, donde el pueblo viejo comenzaba, se sintió atraído por la calle pina y solitaria, enlosada y reluciente, y se metió por ella. Pasó junto a tiendas semiabiertas, de las que salían retazos de conversaciones vulgares; en alguna de ellas se asomaron para verle, y llegó a oír la voz de una muchacha que preguntaba: «¿Adónde irá?», seguida de un «cállate» autoritario. No hubiera podido contestar, porque no sabía a dónde iba y, sin embargo, su paso era enérgico y seguro, como de quien va a alguna parte. Después de un rato se halló en una plaza, alumbrada por cuatro faroles de hierro, y la recordó; reconoció sus luces y rincones: al fondo, en la oscuridad de unos castaños, se levantaban la iglesia de Santa María de la Plata, las torres agudas hundidas en la niebla, las piedras negras y labradas de su pórtico. De niño —todo surgía ahora, de repente— le gustaba mirar las figuras de la puerta, descabezadas; imaginar —sobre los cuerpos de santos— las cabezas desaparecidas; y ahora, plantado en mitad del atrio, de espaldas al crucero, jugó con los recuerdos, hizo surgir de las sombras rostros candorosos y sonrientes, rostros barbados o lampiños, coronados y nimbados, salvo aquel de un rincón que, por femenino, siempre había imaginado con velos y cabello rizo. Veinte años antes, le hacían feliz aquellas fantasías; revividas, le hicieron feliz momentáneamente.

Dentro, en la iglesia, voces viejas, arrastradas, cantaban una canción religiosa. Cantaban sin entusiasmo, voces cansadas. Cesó la canción, el pórtico se iluminó suavemente, y comenzaron a salir unas pocas gentes que huían en seguida, pegadas a las paredes, con chapoteo de zuecos sobre las losas del atrio. Algunas, al pasar, le miraron. Una de ellas, un hombre con un gran paraguas, volvió sobre sus pasos.

—Pero ¡hombre! ¿Qué hace ahí? ¡Le va a coger una pulmonía!

Don Baldomero, con un impermeable negro y una boina calada hasta los ojos, le cogió de un brazo.

—Véngase conmigo. Le convido a una copa. ¡Con este frío…!

Calle abajo, le explicó que iba todas las tardes al Rosario.

—Mire, la verdad: lo hago por llevarle la contraria a mi mujer. Ella, con esa moda nueva del padre Ossorio, no es partidaria de novenas ni rosarios. En cambio, va todos los días a la misa del monasterio, aunque caigan centellas del cielo. Yo no estoy de acuerdo. Bueno, lo hago también por bien de mi alma, que lo necesita.

Había cerrado su paraguas y se cobijaba bajo el de Carlos.

—Usted me inspira confianza. Puedo decirle muchas cosas más y algún día se las diré.

Y, en seguida:

—Oiga, ¿es cierto que usted sabe la manera de quitarle a uno las preocupaciones?

Carlos rió.

—¿Qué quiere decir?

—Mire, desde que se supo que iba a venir, hemos hablado de usted muchas veces, como es natural. Con Aldán, claro. Él, ya lo sabe usted, no es de los míos, y le suelo hacer poco caso; pero muchas veces dijo que esto de confesarse no sirve ya de nada, y que, en lugar de confesor, se usan médicos, precisamente médicos como usted. ¿Es eso cierto?

—Sí, en cierto modo.

—¿Y sirve de algo? ¿Es como si le absolvieran a uno?

—Es otra cosa.

Habían llegado a la botica.

—Entre, entre. Hay brasero. Digo, si no tiene otra cosa que hacer.

Entraron. Don Baldomero colgó el impermeable de una percha y ayudó a Carlos a que se quitase el suyo. Cambió la boina por la gorra de visera.

—Si no le molesta, seguiré cubierto. Tengo frío. ¿Por qué no se pone el sombrero? Está en su casa.

De rodillas, meneó la ceniza del brasero; luego, acercó dos asientos.

—En seguida nos traerán de beber. Si quiere, de veras, escucharme…

—Claro. ¿Por qué no?

—Lo que le digo puede ser aburrido. Pero hace mucho tiempo que pensaba: cuando venga don Carlos, le hablaré. La culpa de la ocurrencia la tiene Juan, pero no se lo diga, por favor. Se reiría de mí, con razón, porque yo sostengo siempre que estas invenciones modernas no sirven para nada.

Se arregló el vuelo de la gorra y sacó tabaco de una petaca mugrienta.

—Fume. No le parezca mal lo que le digo. Yo creo que detrás de todo lo moderno está el diablo, pero…

Bajó los ojos y añadió en voz baja:

—… a veces hace falta el diablo para vivir en paz.

Entró la criada: la bandeja, el vino, las galletas, como la noche anterior, restos quizá de lo que le habían ofrecido. Don Baldomero llenó las copas; apuró la suya y volvió a llenarla.

—Hace un frío de todos los demonios. Pero, cuando hace calor, bebo lo mismo. No soy borracho, pero bebo. Ayuda mucho, ¿sabe? Usted, si se queda aquí, beberá también. ¿Qué se va a hacer en un pueblo como éste, sin nada en qué entretenerse? O se va a la taberna o se tiene vino en casa. Claro que también se come. Le convidaré un día con unos amigos: hay muy buen marisco. Esos días, entre lo que se habla y lo que se calienta la cabeza, no se piensa en nada; pero, cuando estoy aquí metido, solo, ¿qué voy a hacer sino pensar? Pero pensar es malo. Todo el mal viene del pensamiento. Porque usted peca como un caballo, se arrepiente después, y hasta otra, y todo va bien si no piensa en el pecado. Pero, si piensa…

Se interrumpió y miró a Carlos con desconfianza.

—¿No le estoy aburriendo?

—No. Siga.

—Usted es un caballero, ya lo sé. Pero no está bien que, así, por las buenas, le coja el primero que pase por la calle, le meta en su casa y le diga: siéntese ahí, beba lo que quiera y escúcheme.

—Usted no es cualquiera, sino un amigo.

—¿De veras?

Carlos le respondió con un gesto.

—Usted, para nosotros —continuó don Baldomero— es algo más que un amigo. ¡No sabe cómo se le esperaba! Desde que se dijo que volvía, no hemos hecho más que hablar de usted, algo así como si fuese un redentor. Pero, en lo concerniente a mí, por motivos particulares. No es que esté loco, ¿eh? No es eso. Es…

Vaciló.

—Ante todo, ¿cree usted en Dios? ¿Es usted, como yo, católico, apostólico, romano?

—¿Por qué?

—Porque, si lo es, no me sirve. Pero si no lo es, tendré que explicarle algo previamente.

Señaló los libros del anaquel.

—Yo sé mucho de religión. Vea esos libros; los he leído todos. Usted quizá los desconozca, pero yo los sé de memoria. Sin embargo, no está en ellos toda la verdad. La verdad, a veces, se calla, porque no conviene que la gente la sepa, y hay una verdad que no encontrará usted en ningún libro, pero yo se la puedo decir. A mí es la que me importa más, porque se refiere a mi salvación. Yo no podré salvarme, y usted tampoco. Y lo más gracioso y terrible es que me condenaré sin comerlo ni beberlo.

—No entiendo bien. ¿Quiere decir que se condenará por los pecados de otros?

—No. Por mis pecados, sí, pero no por mi culpa. Por mis pecados y por la culpa de otros.

—¿Es ésa la verdad que no viene en los libros?

—No.

Se levantó, fue al anaquel, echó mano a uno de los volúmenes más desvencijados, pero volvió a dejarlo en su sitio.

—Mire, me he metido en un lío. Yo no debiera empezar por esto, ni siquiera mentarlo. Hay cosas que usted no entenderá, porque viene del extranjero y sabe poco de España. Para entenderlo hay que ser un español hasta las cachas, perdone la expresión, como yo; y sentirlo como yo.

Se sentó, bebió. «¿Quiere más vino?». Mordió una galleta.

—Iba a leerle el sermón de un francés antiguo, del que quizá haya oído hablar alguna vez, un tal Bourdaloue. Habla «Del escaso número de los que se salvan». ¡Terrible! No me explico cómo los que vivían fuera de España podían estar tranquilos. ¿Qué esperanza puede haber cuando el propio Cristo dijo «Muchos son los llamados y pocos los elegidos»? Es para mandarlo todo a paseo y echarse a la bartola, y pechar luego con lo que venga. Porque Cristo dijo: «Si quieres salvarte, haz esto». Pero ¡amigo mío!, ¿quién es capaz de hacerlo? ¿Usted sabe lo que es ver una rapaza que pasa por la calle, con las tetas bailando debajo de la blusa, y en vez de mirarla como a una gloria, darle espalda y santiguarse?, pongo por caso de lo que no se puede hacer. De modo que, o renuncia usted a todo lo que hay de bueno en este pijotero mundo, o se condena. Y aquí viene el conflicto. ¿Quién es capaz de renunciar?

Se oyó ruido de pisadas y voces en el portal. Don Baldomero, rápido, se acercó a la puerta y echó la llave.

—Mi mujer. Ella no puede oír estas cosas. Ella —señaló vagamente en una dirección— es de las del monasterio. Ese puñetero fraile las embauca y les habla de esperanza. ¡Esperanza! ¿Es que hay alguna esperanza después de la República? ¡Dios nos ha dado la espalda, nos ha abandonado a nosotros mismos!… ¡Nos ha…!

Carlos alzó una mano, interrumpiéndole.

—Perdone, pero vuelvo a no entender. ¿Qué tiene que ver la República con la esperanza, la desesperación y todas esas cosas de que usted me habla?

—¡Ahí le duele, don Carlos! —respondió Piñeiro, casi gritando; y añadió en voz baja—: Ahí le duele. No lo entiende porque no es, propiamente hablando, un español. Usted empieza, seguramente, por ignorar la Historia de España, como casi todo el mundo. A usted le hablaron de reyes, batallas y monumentos. Eso es secundario; son las consecuencias de la verdadera Historia, que empieza el día en que Dios buscó, entre los pueblos, aquel más capaz de defender su Iglesia, y nos vio a nosotros, dispuestos siempre a morir por una cabezonada. Desde entonces nos señaló y nos envió a Santiago, a san Pablo y a la santísima Virgen María. Fue como si nos dijese: «Quedáis elegidos para la muerte». Pero, amigo mío, con los soldados se tiene benevolencia, y el Señor la tuvo con nosotros.

Volvió a beber. Carlos intentó detenerle con un gesto, pero Piñeiro le apartó la mano.

—Déjeme. Lo necesito. Sólo una vez dije lo que estoy diciendo, y le aseguro que no basta el valor de un hombre. Hace falta el vino.

Le miró de hito en hito.

—¿No se ha preguntado nunca por qué se salvan ciertos españoles especialmente pecadores? Lope de Vega, por ejemplo.

—Le pido perdón, pero, como es natural, ignoro si Lope de Vega se salvó.

—Se salvó, se lo garantizo. Y uno se pregunta cómo pudo salvarse un hombre como aquél, fornicador y sacrílego como nadie. Y uno se pregunta, con más perplejidad todavía, cómo aquel hombre pudo tener siempre confianza en su salvación. Porque la tuvo; de eso hay toda clase de seguridades. La tuvo, lo dijo, y fue el primero en preguntarse por qué la tenía.

Fue al anaquel, y, esta vez sin vacilar, hurgó en los plúteos y sacó un librejo, edición barata de Lope de Vega. Lo abrió y, abierto, vio Carlos que uno de los poemas aparecía encajado entre grandes rayas rojas.

—Ahí lo tiene. Léalo.

Carlos se acercó y leyó:

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

E, inmediatamente, el recuerdo de los versos restantes le vino a la memoria, y, con él, la clase de Literatura en el Colegio de jesuitas de Vigo. Apartó el libro y siguió recitando:

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno, oscuras?

—¿Lo sabe?

—Claro. Soy bachiller.

—¿Y no se le ha ocurrido nunca preguntarse cómo pudieron haberse escrito esos versos?

—Le confieso que no.

—En la respuesta se encierran muchos secretos. ¡Ah! —añadió; y retiró el libro de sobre la mesa—. Sin embargo, está bien claro. No hay más que ponerse en el lugar de Dios.

Carlos dio un respingo evidente.

—¿Le sorprende o le asusta?

—Por lo menos, me sorprende. Porque, ¿quién podrá o sabrá ponerse en el lugar de Dios? Personalmente, no me atrevería ni a intentarlo. Que lo haga usted, que es creyente…

Vaciló.

—En fin: que me asusta un poco.

—No pase cuidado. No hay pecado. ¡Si lo sabré yo! Tengo amigos teólogos. El doctoral de Santiago es mi amigo, y hemos discutido de esto muchas veces. Claro que él me decía que ando al borde de la herejía, pero me lo decía riendo. En fin: no se trata de ponerse realmente en el lugar de Dios, sino teóricamente. Es como un ejercicio escolar.

—¿Estuvo usted en el Seminario?

—Sí, claro. ¿Por qué me lo pregunta?

—No sé. Me lo pareció de pronto.

—Claro que estuve. Hice toda la carrera, y colgué la sotana dos meses antes de ordenarme. Me gustaban las mujeres.

Se sentó, encajó entre las palmas de las manos la cabeza, y se estuvo así unos instantes. Continuó luego, con voz sombría:

—Si no fuera por ellas, yo podría ser santo. Son mi pecado. Los otros vienen detrás. Me gustan las mujeres. Me gustan con las tetas en punta, bien duras. Es una especie de obsesión.

Miró a Carlos con los ojos ya extraviados por el vino.

—Es una tragedia, don Carlos. Mi mujer no tiene tetas. ¿Ha visto usted todo ese armatoste que se gasta? Postizo. Me engañó. Me dio el puñetero pego con unos cucuruchos de algodón en rama. Y cuando me di cuenta, ya no tenía remedio.

Carlos, un poco molesto de la confidencia, le interrumpió:

—Hablábamos de unos versos…

—¡Ah, sí, el soneto! El soneto. Usted pensará que una cosa no tiene que ver con la otra; pero todo viene de lo mismo, todo tiene su ilación. Me gustan las mujeres, me enamoro de la mía, cuelgo los hábitos, me caso como Dios manda, con la esperanza de vivir virtuosamente, y, ¡zas!, el desengaño. Y entonces pienso: Baldomero, el diablo se te ha metido en el cuerpo. Porque, a pesar del matrimonio, me siguen gustando las mujeres. A ésta la miro, a ésta la toco. Un día, caigo, y ya sabe usted lo que pasa: detrás de un pecado, ciento. Y empiezan a atormentarme los remordimientos. Tengo miedo al infierno. La teología no me deja vivir. Bebo, y el vino me hace pensar más. ¡Recoño! ¿Por qué tendremos cerebro? Bebo y pienso y peco; y un día descubro que aún hay esperanza de salvación, por lo que quiero explicarle, eso del soneto, y empiezo a estar tranquilo. Y, de pronto, la República. ¡Al diablo las esperanzas!

Se levantó con un gran esfuerzo.

—A usted le parecerá un disparate, pero los pechos postizos de mi mujer y la República española obedecen al mismo designio inescrutable del Señor. Y uno, ¿qué puede hacer…?

Se tambaleó. Carlos le agarró por un brazo.

—Siéntese.

—… qué va a hacer uno… si…

Se pasó la mano por la frente, cerró los ojos y se dejó caer como un pelele.

Carlos abrió la puerta de la rebotica y llamó. Se oyeron, arriba, unos pasos rápidos. La voz de Lucía preguntó, alarmada:

—¿Sucede algo?

—Baje, por favor.

Lucía no bajó. Sus pasos se retiraron de la escalera, y, después de un silencio, se escucharon de nuevo, más rotundos, pasos de taconeo.

«Ha ido a ponerse los zapatos», pensó Carlos.

Lucía apareció, toda apurada.

—Su marido, creo que se ha puesto enfermo.

—¡Dios mío!

Arrimada al quicio de la puerta, contempló a don Baldomero, derribado sobre el suelo de tierra apisonada, murmurando palabras oscuras. Lucía no se movió. Levantó hacia Carlos los ojos llorosos.

—¡Dios mío, qué vergüenza! ¿Qué pensará usted?

—Nada, señora. Eso le pasa a cualquiera.

—Una vez. Cualquier hombre se emborracha una vez, pero el mío todas las noches. ¿Cree usted que esto es vida?

Sacó un pañolillo y se enjugó los ojos.

—¡Todas las noches, don Carlos! ¡Beodo, como el último marinero! Y una aguantando, un año y otro, sólo, porque una es decente…

Se acercó a la silla. Carlos la ayudó a sentarse.

—… sólo porque una tiene principios y es una señora. Pero ya ve, metida en este poblacho desde casada, sin otra ilusión que ir al cine los domingos por la tarde; y, encima, tener que acostar cada noche al marido como si acostara a un saco de patatas.

Le dio un hipido violento.

—¡No es vida; no, no es vida!

Carlos no sabía qué hacer. Lucía, convulsa del llanto, había apoyado los brazos en la mesa y escondía el rostro.

—¿Quiere usted un poco de agua? ¿Quiere que llame a alguien?

Ella parecía no oírle. Interrumpió los sollozos y le miró de nuevo.

—Además, me engaña. Es un adúltero. ¡A mí, a la más fiel de todas las esposas! ¡Y si supiera usted con qué clase de mujeres me ofende!…

—¿Por qué no calla de una vez? —dijo, desde la puerta, una voz brava, femenina.

Carlos se volvió. Era la sirvienta. No parecía importarle la presencia de Carlos. Miraba, furiosa, a Lucía.

—Usted tiene la culpa, deslenguada, que él, el pobre, bien bueno es.

Se dirigió a Carlos:

—¿No la ve? En vez de echar una mano a don Baldomero, se pone a llorar y a contar los trapos sucios. ¡Que si los contara todos…!

Lucía había dejado de llorar repentinamente; miraba a la criada con temor, un poco replegada hacia la sombra.

—Ayúdeme, señor —continuó la sirvienta—. Eche una mano.

Irguieron, entre los dos, el cuerpo, inerte ya, del boticario.

—¿A dónde hay que llevarlo? —preguntó Carlos.

—No pase cuidado. Ahora puedo yo sola.

Cargó sobre el hombro a don Baldomero y salió de la rebotica.

—Y usted, señora, a ver si deja de quejarse, que hay mucho que hablar —dijo, desde la escalera.

Subió pesadamente. Lucía volvió a llorar, con llanto menudo y silencioso. «Ya ve, don Carlos, a qué triste condición me tiene reducida. Ella es la que manda en casa, la verdadera señora. Yo, un cero a la izquierda. ¡Mi propia criada! ¡A quien se le diga!… Todo porque no tengo un hermano que me defienda ni una madre que me recoja. Y como en este pueblo no hay un solo caballero…».

Se sobrecogió, de pronto.

—Perdóneme, no me refería a usted, sino a los otros, a los de aquí. Usted acaba de llegar y sólo ahora conoce la verdad de mi vida. ¡Si a esto puede llamarse vida!…

Pareció hacer un gran esfuerzo para levantarse. Carlos acudió otra vez.

—Gracias.

Teatralmente fue hacia la puerta.

—Usted no es todavía como los otros. Usted, si algún día doy la campanada, me comprenderá sin reírse de mí. Porque esto tiene que acabar, tiene que acabar…

Desde el primer escalón tendió la mano, aparatosamente. Carlos, después de una vacilación, se la besó.

—Buenas noches.

—Por favor, cierre la puerta, al salir, la de la calle. Muchas gracias.

Empezó a subir, con la cabeza vuelta hacia Carlos, con el mirar angustiado, hasta que Carlos salió. Corrió entonces, escaleras arriba; cruzó un pasillo, y el dormitorio en que su marido roncaba, y entró en un mirador. Por la rendija de una cortina husmeó la calle, arriba y abajo. Carlos bajaba sin prisa; la calle era larga y los faroles la alumbraban a cada trecho, de modo que Carlos atravesaba zonas de sombras y zonas de luz. Lucía le contempló hasta perderle de vista, hasta que se hundió en las sombras, y, aun entonces, continuó con la frente febril pegada al vidrio helado y húmedo, y en la retina persistía el recuerdo de Carlos, y en la mente el resumen de sus cualidades; caminaba con paso elástico, como los ingleses de las películas; era feo, distinguido y cortés. Y sabio. ¡Un sabio, venía del extranjero, de una Universidad extranjera! Sólo con mirarla aquel instante en que la había mirado habría descubierto —seguramente, o al menos adivinado— toda su intimidad. Lucía sintió el escalofrío de la desnudez. Toda, no: casi toda. No podía adivinar sus peleas, en sueños, con un demonio lúbrico que tenía la cara, que tenía la voz, y las manos, y los ojos fríos, de Cayetano Salgado —aquellas luchas tremendas de las que despertaba agotada, jadeante—, aquellos riesgos de perdición que corría (en sueños) tantas noches, sin que su marido acudiese a socorrerla. ¡Cómo necesitaba de aquel socorro, cómo se perdería (¿sólo en sueños?) sin él! A no ser que Carlos quisiera socorrerla; bien entendido, un socorro espiritual, el socorro de una amistad inocente y elevada.

Tenía que atraerlo, hacerlo amigo. Pero ella no era atractiva.

Pensó en sus amigas, en las jóvenes que guiaba, en las que le acompañaban a la misa del monasterio. ¿Inés Aldán? No. Inés, si quería a un hombre, lo querría todo para ella. Inés, no. Rulita, quizá, o Julia Mariño.

A éstas les bastaría con el cuerpo elástico de Carlos, y le dejarían el alma, para el ejercicio puro de la amistad. Eran dóciles y estaban ávidas de saber. Les enseñaría. ¿Y si alguna de las dos…? La adiestraría, y, después, escucharía la confesión nupcial. «¡Soy tan feliz!», diría la que fuese; y explicaría cómo lo había sido, sin saber que había obrado por delegación. Porque…

Se le metieron en el alma imágenes terribles, y un ardor pecaminoso le recorrió el cuerpo. Se santiguó, apartó la frente del cristal frío.

—¡Virgen Santísima, no!