XIV

Planchar unas enaguas con tres palpaos de encaje no es nada fácil. Plancharlas con el encaje encañonado, más difícil aún, sobre todo cuando se ha perdido el hábito de planchar con delicadeza, cuando las últimas prendas almidonadas —las camisas de Juan, en el tiempo en que Juan las usaba— se han planchado hace bastantes años.

La verdad es que ni los hombres llevan ya pecheras planchadas, ni las mujeres enaguas de volantes. Clara las había hallado entre las ropas de doña Matilde, le habían gustado, se había enamorado de ellas y quería ponérselas. Puro capricho personal. Carlos no lo sabría nunca, pero si tenía un poco de interés, podía averiguarlo con sólo mirar: montada la pierna, el volante de encajes quedaría por debajo del borde de la falda, a media pantorrilla. No era un descoco, ni una postura indecente, ¡y hacía tan bonito!

Las tres de la madrugada, y le dolía la espalda de encorvarse y de cargar la fuerza del cuerpo sobre el brazo derecho. Había trasnochado toda la semana, se había quedado a coser, noche tras noche, en la cocina. Probablemente había adelgazado —bueno, eso no era muy grave—. Había terminado el abrigo y el traje; estaban ahora sobre su cama, doblados. Sólo faltaban las enaguas. Un poco más, y estarían a punto. Un poco más: quizá un cuarto de hora —suponiendo que no se agotase el carbón, que no se enfriase la plancha—. Se acercó al llar y sopló con fuerza; por la chimenea de la plancha salieron algunas chispas, pocas, y mucha ceniza. Esto se acaba. ¡Qué digo, un cuarto de hora! Ni cinco minutos.

Carlos no supondría jamás que lo hacía por él.

Era sólo una parte de lo que hacía, o más bien, de lo que pensaba hacer. Había proyectado muchas cosas, nada fáciles. En un principio, no. En un principio le había parecido suficiente una prueba manifiesta de gratitud —cualquiera—. Por ejemplo, si él quería besarla, dejarse besar. No proponérselo, pero sí darle facilidades, o sacar la conversación a cuento de algo visto en el cine. «Bueno, sí, pero sólo una vez, ¿eh?». Sólo una vez: esto se dice muy fácilmente y puede hacerlo quien no lleva dentro enormes ganas de besar. Por lo pronto, ¿qué pasaría después? No mientras Carlos estaba junto a ella, y la abrazaba, sino más tarde, al quedarse sola y carecer de fuerzas para vencerse. Bien, pasaría lo de siempre. ¿Tendría que ser así, siempre así? ¿Tendría que ser así también con Carlos? Y él lo sabría, o, al menos, lo sospecharía.

Fue entonces cuando se le insinuaron los proyectos difíciles. No dejarse besar ni dar facilidades, ni hablar de eso. ¿Y si Carlos, en el cine, quería aprovecharse de la oscuridad? Al imaginarlo sintió repugnancia, no de sí misma, de Carlos. Podía pensar en él pidiendo un beso o besándola por sorpresa, pero no aprovechándose en el cine. Carlos tenía que ser de otra manera, y todo el interés que sentía por él nacía de esta seguridad. ¡Oh, si Carlos pretendiese lo mismo que los otros —lo mismo que el barbero, por ejemplo—, su simpatía se vendría abajo, y no volvería a mirarle a la cara! De modo que si estimaba a Carlos por su corrección —hubiera podido aprovecharse aquella tarde en que ella estaba inerme, y él lo sabía—, era justo que también ella fuese correcta. No sólo en apariencia, claro.

Tenía que cambiar, para poder decirle un día: «Oye, Carlos: aquello que te confesé una vez ya no existe, ya ha desaparecido, ya…». ¿Cómo se diría con toda claridad, y, al mismo tiempo, sin mentarlo? «Ya no lo hago». O quizá mejor: «Mira, Carlos: ahora, cuando me acuesto, me duermo tranquilamente, ¿sabes?». Él comprendería.

No sólo eso. Hablar mejor, pensar mejor. Lo de pensar resultaba más difícil, pero imprescindible: porque todo el mal venía de pensar; y el pensar, del desear. Pero ¿y si deseaba a Carlos? Esto iba a suceder necesariamente; más bien había sucedido ya. Sucedía incluso obsesivamente. Cuando le dijeron que «el médico del pazo andaba detrás de Rosario la Galana, y quería quitársela a Cayetano», le dolió el corazón. Después había pensado que Carlos era admirable, porque osaba lo que nadie había osado, quitarle una mujer al amo (en realidad, dos, porque también a ella se la había quitado); pero la admiración no le evitaba las imaginaciones de cada día. Carlos detrás de la Galana, Carlos rondándole la casa o quizá acostado con ella —entonces no era ya la Galana, sino ella misma, la imaginada: se volvía hacia la ventana y esperaba que se abriese y saltase Carlos por ella.

También todo esto tenía que cambiar. Pero ¿cómo?

La plancha se había enfriado; faltaba por encañonar un tercio del encaje. Por suerte, era de la parte trasera. Se puso las enaguas como un delantal, y caminó unos pasos: daba gusto ver el donaire con que se meneaban.

Se detuvo en medio de la cocina. «¿Y si acompañase a su hermana al monasterio?», pensó.

Todas aquellas muchachas que iban a la misa matutina con Inés y con doña Lucía, estaban protegidas del pecado, lo había oído muchas veces. Se decía incluso que a toda mujer que no deseaba ser solicitada, un día u otro, por Cayetano, le bastaba con sumarse a ellas, ir a misa con ellas, rezar como ellas rezaban y hacer lo que hacían. A Clara no le eran simpáticas: las encontraba sosas, afectadas, hipócritas. Hacían dengues por nada y miraban a las demás orgullosamente, como si fueran de otra clase. Pero, a lo mejor, eran, en efecto, de una clase distinta —carecían de imaginación y dominaban el deseo, o quizá no lo sintiesen por estar también protegidas contra él—. Cómo podía ser, no se le alcanzaba, ni había sentido jamás curiosidad por averiguarlo, pero el hecho era cierto. Caminaban en grupo, muy de mañana, hacia el monasterio: parecían monjas, y la gente las miraba respetuosamente, como si lo fuesen. Cayetano no se había atrevido con ninguna —con Inés, meses atrás, y había perdido el tiempo.

Lo recordó. Inés no se había alborotado. De una manera sencilla, con palabras amables, había rogado a Cayetano que siguiese su camino, y Cayetano la había obedecido. Si esto podía hacerse con Cayetano, hombre de carne y hueso, resultaría más fácil hacerlo con una imaginación.

Pero ¿cómo decirle a Inés: «Quiero ir contigo»? Y si se atrevía, si Inés lo aceptaba, ¿cómo presentarse delante de las otras, que nunca la habían mirado bien? Sin embargo, tenía que intentarlo. Allá, en el monasterio, el padre Ossorio, que sería, seguramente, una especie de brujo, disponía de un poder especial para que las muchachas fuesen capaces de resistir a Cayetano. Las que querían, resistirle, claro.

(A lo mejor, su hermana no estaba enamorada del padre Ossorio. Se puede probablemente sentir entusiasmo por un hombre sin amarle. O quizá, al decir aquí amor, se quisiera significar un sentimiento distinto.).

Podía, por ejemplo, levantarse con el alba, dejarlo todo arreglado, y salir antes que Inés, ir sola al monasterio; y esperar allí. La iglesia es un lugar público, de donde no se echa a nadie. Ella se sentaría detrás y regresaría sola: pasados algunos días se atrevería a juntarse a ellas, a regresar con ellas. El padre Ossorio no podía darse cuenta de que había una más, y, si daba alguna bendición especial, o si hacía un exorcismo, también a ella le alcanzaría.

Levantarse de madrugada: a las siete. Y eran más de las tres.

Salió de casa con miedo; todavía era de noche. Se echó sobre la cabeza el mantón de su madre, no sólo porque llovía, sino porque, así, la confundirían con una aldeana de camino. Rodeó el pueblo hasta la carretera del monasterio: miró, de pasada, hacia la casa de Carlos, allá arriba, oscura, encaramada en lo alto de la enorme peña, medio oculta por los árboles sombríos. Le dieron ganas de subir, de golpear el portón y gritar a lo que iba y escapar luego, claro.

No fueron más que ganas. Sus piernas caminaban independientes, como si el cuerpo marchara sin relación con el pensamiento y la voluntad. Había veces que parecían cosas distintas, separadas. Siempre que trabajaba, el cuerpo hacía lo suyo, como desentendido de lo que pensaba o de lo que quería. Cuando las cosas venían de la mente, nunca llegaban al cuerpo, sino que quedaban como metidas en la cabeza, moviéndose allí, transformándose.

—A lo mejor, ahí es el alma.

En cambio, cuando surgían del cuerpo, cuando subían, ardientes, por el pecho y la garganta, lo encendían todo, lo trastornaban todo, también la cabeza, también el alma.

Si siempre fuese como ahora, no harían falta exorcismos ni bendiciones especiales. Pero lo de ahora sólo era posible al trabajar o al caminar. Cuando se ama, hace falta el cuerpo.

Pudiera ser que el exorcismo del padre Ossorio mantuviese la separación, crease una especie de prisión al deseo, o le impidiese nacer. Encerrarlo, sí: saber que está ahí, sentirlo vivo, esperar que un día pueda saltar y quemarlo todo, y que sobre fuego para dar. Pero matarlo, no.

—Yo no quiero ser monja.

Clareaba el alba por encima de los montes. Del fondo del camino llegaba el canto agrio de una carreta. Apuró el paso. La carreta surgió en una revuelta; el carretero hablaba con dos mujeres cargadas de cestas.

—Buenos días nos dé Dios.

—Buenos días.

Iba a preguntar si faltaba mucho para el monasterio, pero no se atrevió. Continuó de prisa. Había dejado de oírse la carreta cuando llegó a la playa. Las olas se estrellaban a un lado y a otro: veía sus crestas de espuma, alumbradas por la suave aurora, romperse y deshacerse sobre la arena; y, más allá, golpear con furia los acantilados y escalarlos. Las luces del monasterio brillaban por encima de la espuma.

Tuvo miedo otra vez, como si las olas de una y otra parte fueran a caer sobre ella, fueran a tragarla. Recordó la conseja de que, cierta vez, aquel camino entre la costa y el monasterio se había hundido, y que la mar había arrebatado a un tropel de peregrinos borrachos y pecadores: sus ánimas volvían, algunas noches, y cantaban su pena a lo largo de la playa.

Se quitó las zuecas y echó a correr, a riesgo de mojarse, hasta la cuesta que subía al monasterio; y, allí, siguió corriendo, como si algo la persiguiera. Llegó, jadeante, al atrio vacío. ¿Por qué tenía tanto miedo? Estaba sola, en la inmensa plaza de piedra, que, a la luz suave y cruda, parecía irreal. Dos o tres luces de las ventanas se reflejaban en las losas húmedas y era como si las perforasen y por el agujero saliesen llamas tenues, como de infierno lejano.

Le temblaban las piernas, le golpeaba el corazón. Dejó caer las zuecas y se santiguó.

—Esto sólo nos pasa a los pecadores. Ellas no tendrán miedo.

Ellas aparecerían pronto, silenciosas. Clara no quería que la sorprendiesen ni que la viesen siquiera. Miró a su alrededor. Al fondo del atrio, la mole inmensa del monasterio —monótona e inmensa, sin más que una puerta cerrada e innumerables ventanas— no ofrecía rincón para esconderse; a un lado, la iglesia se había abierto, y salían de ella un resplandor difuso y el lejano rumor de los frailes que cantaban. Se puso las zuecas y corrió, otra vez: corrió hasta la puerta de la iglesia, perseguida por el ruido de sus pasos. La iglesia estaba vacía, y algo la cerraba a la mitad: detrás cantaban los monjes, y el resplandor venía también de allí detrás. Se puso el velo, se arrimó a una columna y esperó mientras los frailes cantaban.

—¿Viene a oír misa?

Un fraile se había acercado, silencioso. Traía en una mano un libro y una vela encendida. Repitió la pregunta:

—¿Viene a oír misa, o quiere confesarse?

¡Qué raro! Se parecía a Juan. Juan, de viejo, sería así.

—Vengo a la misa, a esa misa…

—Entonces, baje a la cripta. Aquella puerta pequeña, a la derecha de la entrada.

—Gracias.

—Si quiere confesarse, yo estaré hasta las nueve.

Señaló un confesonario oscuro.

—Gracias.

La miró todavía con curiosidad, y luego se fue, se metió en el confesonario, y se puso a leer. Entonces Clara se dio cuenta de que los monjes ya no cantaban, y de que todo había quedado en silencio.

Bajó: con pasos cautelosos y lentos, con temblor en el corazón. Alumbraban la escalera dos candiles de aceite, tan altos y tenues que, más que alumbrar, creaban sombras a lo largo de las paredes húmedas y en los rincones polvorientos. A cada escalón, el golpe de la zueca resonaba, seco, bajo la bóveda, y escapaba, hacia abajo, como para anunciarla y precederla. Se descalzó las zuecas y descendió en puntillas los últimos escalones, y quedó sobre el umbral de la entrada, sobrecogida de la penumbra, de la soledad y del silencio. Sentía oscuramente que se hallaba delante de algo desconocido, quizá terrible, y todo su cuerpo se estremeció, y estuvo a punto de volver sobre sus pasos y escapar, escaleras arriba, fuera de la cripta y de la iglesia, lejos del monasterio, hacia lo que era suyo y no le daba temor: sólo un esfuerzo la detuvo y la empujó hacia dentro, y la ayudó a dominarse cuando sus pies pisaron el suelo frío de la cripta y su mirada buscó dónde esconderse.

Era un lugar pequeño, abovedado, con unos bancos y un altar al fondo. Sobre el altar había una cruz delgada y unas velas encendidas: cortas y anchas, metidas en unos cuencos como tazas; el libro, cerrado, no descansaba sobre el atril, sino sobre un cojín. Y nada más: ni santos, ni flores.

Se refugió en el rincón más lejano, se arrodilló sin saber por qué, y así estuvo como queriendo esconderse y anularse, como si algo demasiado misterioso y grande, que su presencia podía estorbar, fuese a acontecer delante de ella: porque, en aquel silencio casi espeluznante, en aquella penumbra casi dramática, tenía que haber algo más que una misa para beatas; algo que exigía la transfiguración de los asistentes, en tanto que ella permanecía igual, y en vez de felicidad, llevaba miedo en el corazón, un miedo nuevo, sin nombre.

Se oyeron en la escalera los pasos de las que bajaban, y también eran distintos: pasos quedos y rítmicos, pasos respetables, como de soldados que marchan sin algarabía de música en la noche sin luz, en una tierra sin casas —mirándolo bien, eran vulgares pasos de unas gentes que bajan de dos en dos—; pero su ritmo volvió a sobrecogerla, y le hizo esperar la aparición de unos ángeles. Entraron, emparejadas, doña Lucía e Inés, Julia Mariño y Sarita Couto, Pepa Ferreiro y Rula Doval…, hasta catorce. No se habían transfigurado. Pepa Ferreiro seguía gorda, y, a pesar de la compostura, movía las caderas y se le meneaban las faldas al andar, como a una vieja. Se arrodillaron, se santiguaron, pero lo hacían de manera especialmente recatada y compuesta. Clara intentó imitarlas, pero no supo.

Sonó una campanita y entró un monaguillo seguido de un cura que no vestía como los otros, sino que se envolvía en una como capa verde; y entraba con las manos recogidas y la cabeza inclinada. Hizo una reverencia, subió al altar, dejó algo sobre él y bajó de nuevo. El monaguillo no estaba a su lado, sino lejos.

Introibo ad altare Dei.

Ad Deum qui laetificat juventutem meam.

Habían contestado todas en voz baja y unánime. Clara se estremeció. Nunca había visto una misa así; la novedad la sacó de sí misma y de sus pensamientos, le hizo escuchar y ver solamente.

Misereatur tui Omnipotens Deus

El cura ascendió a las gradas, rodeó el altar y se volvió hacia ellas.

Aufer a nobis

Y, de pronto, Inés empezó a cantar.

Kyrie eleison.

Las otras le respondieron. Clara intentó cantar con ella —en voz muy baja, como un susurro, para no ser oída—; pero lo que ella sabía era distinto: la misma música (¡Dios mío, cuántos años y cuántas vueltas desde el colegio!), pero cantada de otra manera. Todo era de otra manera. Cerró los ojos, quisiera cerrar los oídos. ¡Qué bien cantaban, qué dulcemente! También el cura cantó:

Gloria in excelsis Deo.

Después, el coro. Y, después, el cura solo. Por último, Inés: algo que Clara no había oído jamás, que no recordaba del colegio ni de parte alguna. Podía ser que, en los años que no iba a misa, las cosas hubieran cambiado.

Timebunt gentes numen tuum, Domine, et omnes reges terrae gloriam tuam.

Aquello no le pertenecía. Tuvo la sensación creciente de robar algo, de que algo profanaba, y de que no le pertenecería nunca porque lo profanaba y lo robaba. Y también de que, aunque quisiera entrar, no podría, porque algo la retenía fuera y eso mismo se interponía como una valla que sólo dejase mirar, y escuchar.

El cura, después de leer en alta voz, se había apartado hasta la esquina del altar, y empezaba a hablar en castellano.

—Se dice en el Evangelio de hoy que «el reino de los cielos es semejante al fermento que toma una mujer y lo esconde entre celemines de harina, hasta que la hace fermentar toda». Es una parábola. El mismo Evangelio explica que Jesús «no hablaba a las turbas sino en parábolas, para que se cumpliese lo dicho por el Profeta: Abriré mi boca en parábolas, diré cosas ocultas desde la creación del mundo».

Tenía hermosa voz el cura —¿sería fray Ossorio?—, pero ella no le entendía. Y las palabras del fraile, conforme iba explicando, llenaban la cripta, entraban —seguramente— en el corazón de aquellas mujeres silenciosas y recogidas, lo alumbraban y llenaban de alegría; pero a Clara no la alumbraban, ni siquiera entraban en ella, sino que permanecían fuera, y la empujaban, la apretaban contra la pared como si quisieran expulsarla. Se esforzó en escuchar; en meter, a la fuerza, las palabras en su cabeza. ¿Qué era aquello, escondido por una mujer, que lo transformaba todo? El fraile hablaba del reino de los cielos, pero Clara se sintió señalada, como si el fermento fuese su pecado, e hiciese hervir todo su cuerpo y toda su alma en podredumbre. Esto le sucedía sólo a ella: ninguna de las otras guardaba nada en su corazón que pudiera pudrirse; y si el fraile seguía hablando así, comprenderían que se refería a la intrusa, que la señalaba; volverían las cabezas, la descubrirían en su rincón, acosada y acusada. Le dio vergüenza de que pudieran descubrirla y reconocerla como pecadora. Se levantó y fue hacia la puerta, pegada a las sombras, y subió la escalera. La voz del fraile quedaba lejos: ya no era más que voz. En seguida, volvieron a cantar.

Subió rápidamente, con las zuecas en la mano, sin respirar, como si los versillos del Credo la golpeasen como látigos y fuesen a dejarla, desnuda y lastimada, sobre las escaleras de piedra. Entró en la iglesia y se sintió más tranquila. Había unas cuantas personas —aldeanas, envueltas en sus mantones, arrodilladas, con las cestas a su lado y las zuecas junto a las cestas—. No sabían, seguramente, cantar ni responder a los latines del cura; probablemente también tenían pecados. Eran como ella. Si les dijese: «Yo hago esto», le responderían: «Bueno, mujer; no haces daño a nadie». Se acercó, reconfortada. Una detrás de otra, esperaban el turno de la confesión. Avanzaban sin levantarse y arrastraban consigo las cestas, como temiendo que alguien metiese la mano bajo la cubierta y robase, quizá unos huevos, quizá uno de los pollos que alborotaban y que su dueña no conseguía hacer callar. Clara se arrodilló, última en la fila, y esperó también. El mismo movimiento de ánimo que le hizo sentirse igual a ellas, la empujó a hacer lo mismo que ellas. No tuvo que aguardar mucho, porque el fraile las despachaba rápidamente, con cortas penitencias que iban a cumplir junto a la columna más cercana, o frente al altar de la Dolorosa. Después, se colocaban las cestas en la cabeza, sobre un molido húmedo, y salían rápidas. El mercado empezaba hacia las nueve.

Hacía muchos años que Clara no se había confesado. Cinco, o quizá diez. Y no recordaba el rito previo. Hizo lo que había visto hacer a sus predecesoras: se arrodilló junto a la celosía, se santiguó en voz alta, para que el fraile la oyese. Y cuando le preguntó algo relativo al tiempo, no supo qué contestar. El fraile repitió la pregunta.

—No sé. Mucho.

—¿No eres de las que vienen a la cripta?

—Ésa es mi hermana.

—Entonces, traerás sin hacer el examen de conciencia.

—¿Qué es eso?

Se arrepintió de haberlo preguntado. Quizá el fraile la mandase a paseo.

—Es traer el recuerdo de los pecados.

—¡Ah! Entonces, no hace falta. No tengo más que uno, y no lo olvido.

Lo dijo. Precisó, requerida por el fraile, frecuencias y circunstancias. Esperó luego a que el fraile la increpase, al menos que le riñese. Pero el fraile no dijo nada:

—¿Me ha entendido usted? —se atrevió a preguntar.

—Sí. Te he entendido perfectamente.

—Y… ¿no quiere saber también cómo empezó?

—Si quieres decirlo…

—Claro que sí. Hace bastante tiempo, cuando yo tenía catorce o quince años, me lo enseñó la hija de la portera, que era una niña escuchimizada que después murió tuberculosa. Entonces, no lo hice, porque no me importaba. Pero, después, era yo mayorcita, lo recordé. Desde entonces…

—Sí. Ya entiendo.

—¿Tengo que contarle más?

—No.

—Y, ¿no me riñe?

—¿Por qué he de reñirte? Estoy aquí para perdonarte en nombre del Señor. Tienes que arrepentirte. Entenderás lo que es eso: un dolor de haber ofendido a Dios y un deseo de no ofenderle más.

—Pero ¿Dios se preocupa de mí?

—Naturalmente.

—No lo he notado nunca, ni me atreví a pensarlo. Claro que se cuida de mi hermana, pero mi hermana es buena. Yo, no. Nunca creí que pudiera importarle a Dios ni tampoco que pudiera ofenderle gran cosa, ¿me entiende? Como si no supiese que existo.

—Si es así, ¿por qué has venido a confesarte?

—En realidad, no vine a confesarme. Eso se me ocurrió luego. Yo quería meterme en el grupo de las que oyen misa abajo, y ser como ellas: me levanté temprano, vine aquí, y esperé. Pero tuve miedo, allá abajo, y escapé.

—¿Por qué tuviste miedo?

—¡Oh! Aquello es una especie de misa para santas, y yo no lo soy. No sabe usted cómo rezan y cómo cantan: parecen ángeles. No tenía nada que hacer allí. Además, el cura se dio cuenta de que había una pecadora, y empezó a hablar de mí. Me dio vergüenza.

—Y, cuando te acercaste al confesonario, ¿qué esperabas?

—Que usted me riñese; pero, no sé por qué, nadie me riñe. Yo pienso que si contase a Jesucristo lo que le he contado a usted, me echaría de su presencia.

—Por el contrario, Jesucristo te perdonaría.

—Entonces, tampoco me sirve.

—¿Cómo dices eso?

—Es la verdad. Necesito que alguien me saque los colores. Si no, seguiré lo mismo.

—Hay algo que quiero saber. Si no piensas en el Señor, ¿para qué necesitas que te perdonen tus pecados? Lo que tú haces, sólo es pecado delante del Señor.

Clara sonrió.

—Usted no entiende bien lo que me pasa. Hay un hombre, ¿sabe?, y quiero ser digna de él.

—Y, para eso, ¿vienes a buscar el perdón de Jesucristo?

—Así debe de ser.

—Tienes que desear ser digna de Jesucristo. Justamente lo que esperas de ese hombre podría ayudarte a ser grata a los ojos del Señor.

Clara no respondió. El fraile preguntó en seguida:

—¿Me entiendes?

—No muy bien. Lo otro, sí lo entiendo. Si usted me perdona, me siento mejor. Hoy, cuando me encuentre con él, iré bien vestida, y le pareceré bonita; pero, si además de eso, estoy perdonada… En fin: no sé explicarme. Él también sabe que hago eso; se lo dije yo misma. Claro que, cuando se lo dije, no me importaba que lo supiera.

—Y él, ¿no hizo nada por curarte?

Clara se estremeció.

—¿Sabe usted quién es?

—Lo sospecho.

—Y… ¿a mí, también me conoce?

—No, pero…

Clara se echó atrás.

—¿Qué te sucede?

—Tengo miedo. No le dirá usted nada.

—No puedo hacerlo, ni lo haría aunque pudiera. ¿No lo comprendes?

Todo lo que has dicho aquí, se lo has dicho a Dios. Pero…

—¿Qué?

—Me gustaría ayudarte.

—¿Por qué?

El fraile retrasó unos segundos la respuesta.

—Debes saber que el Señor Jesucristo nos redimió conjuntamente y nos unió en su Cuerpo, y esto nos hace hermanos.

—Eso lo oí muchas veces, pero, lo que se dice hermanos, no los tuve nunca, ni aun los hijos de mi madre. De Inés, se explica: es una santa y tiene otras cosas en qué ocuparse, pero, el otro, no es un santo, ni mucho menos y tampoco hizo jamás nada por mí. Ya ve usted: si me hubiese dado unas buenas bofetadas a tiempo…

—O si te hubiese escuchado con amor.

—¡Quién piensa en el amor! De eso se habla, pero de boquilla. A mí me dijeron muchas veces que me querían, pero las trazas no eran de quererme.

—¿Tampoco él?

—Él no me da importancia, y esto es lo malo: si yo le importase, me hubiera avergonzado, me hubiera insultado. Pero me escuchó sonriente, y ni siquiera se le ocurrió lo que a usted, perdonarme. Por eso, lo que tengo que hacer es cambiar.

—Yo podía ayudarte.

—¿A que él me quiera?

A ser digna de Dios —y, como Clara no respondiese, el fraile continuó—: Puedo ayudarte a ser como tu hermana.

—No me interesa.

—No sabes lo que dices.

—Pero sé lo que quiero, y si fuera como mi hermana, le perdería para siempre.

Clara se levantó.

—Espera aún. No te he dado la absolución.

Pero Clara no le escuchaba. Caminaba ya, con paso firme, hacia la puerta.

El fraile asomó la cabeza, la miró con ojos angustiados. Cuando Clara salía, abandonó el confesonario y corrió tras ella. La alcanzó en el atrio.

—Escucha. Quiero ayudarte como sea. Soy… soy algo pariente tuyo.

Ella le miró con ojos entristecidos.

—No me fío de usted.

—¿Por qué?

Clara se encogió de hombros.

—¿Qué sé yo? Una corazonada.

El fraile fue tras ella hasta el camino. Allí le dijo:

—Puedes volver cuando quieras.

Clara bajaba la cuesta, apresurada. No volvió la cabeza ni dijo adiós. Ya en la playa, pensó que había perdido la mañana, y que la ocurrencia de venir al monasterio había sido estúpida. Sin embargo, se sentía apenada. No sabía bien por qué, pero la pena estaba allí, en el corazón, le subía a la garganta, y le daba ganas de llorar.

Cuando llegó a casa, Juan se había alborotado: gritaba desde la cama que eran las nueve y media y que el café no estaba hecho. Silenciosamente, Clara fue a la cocina y encendió el fuego.

—¿A dónde has ido esta mañana? —le preguntó.

—Por ahí…

Clara abrió la puerta de la sala, y entró —la sala enorme, vacía, desolada: no había en ella más que una cómoda vieja, y unas sillas desvencijadas—. El espejo de la cómoda era demasiado pequeño y estaba demasiado sucio para mirarse en él, pero le servía de pretexto. Entró y fue derecha al rincón de la cómoda; Inés, sentada junto a la ventana, leía o rezaba. No se movió ni alzó los ojos.

—Voy a salir.

Se plantó delante del espejo. Sólo veía en él un pedazo de su cuerpo que parecía el pedazo de un fantasma. Y no valía de nada acercarse o retirarse, porque, aunque el pedazo de cuerpo variase, el espejo daba la misma versión borrosa.

Se decidió.

—¿Quieres ver qué tal me sienta el abrigo?

—Bien.

La mirada de Inés la había rozado apenas, y volvía al libro de rezos. No había nada que hacer. Bien mirado, rezar era más importante, y ella no tenía derecho a estorbar, a interrumpir a su hermana; pero sentía necesidad de que alguien le dijera que estaba guapa, que el traje y el abrigo le sentaban bien y que no se notaba que fuese un arreglo. Una persona de sensibilidad añadiría que las telas eran ricas. ¡Oh, cómo crujía la seda del vestido, cómo se había deleitado en el crujido mientras la vestía! Metida en aquel traje se sentía distinta.

Y los guantes. Inés no se había fijado, seguramente, en los guantes. Los había comprado el día anterior, le habían costado siete pesetas con cincuenta céntimos. No los había mejores, ni más finos. Negros, con un pespunte blanco. Le venían algo estrechos, pero la presión de su piel sobre los dedos ásperos le recordaba algo así como un triunfo.

Había comprado otro par más: pardos, bastos, baratos; y se los había puesto en la cocina, mientras hacía la comida, y, sin quitárselos, había fregado la loza. Ahora estaban junto al rescoldo, colgados de unas astillas, a secar. Por tres pesetas con tres reales protegía sus manos de la suciedad. Quizá llegase a tenerlas finas.

Y unas medias de seda. No se atreviera a mostrárselas a Inés, menos aún a enseñarle las piernas así calzadas. Pero, en su cuarto, se había mirado mucho tiempo, había puesto el espejito en un rincón, a ras del suelo, y había caminado hacia atrás y hacia delante. En el espejo se veían los tobillos y las piernas hasta media pantorrilla. Estaba todo bien. Las medias de seda, saliendo de los zapatos negros de tafilete, altos de tacón, hacían linda la pierna y mejoraban la figura. Los zapatos le habían costado cinco duros.

—¡Dios mío, cuánto dinero en estas pocas cosas! ¡Y, a lo mejor, la semana que viene no hay qué comer!

Horquillas, un peinecillo y una cinta de seda para el pelo. El gasto total había ascendido a cincuenta y tres pesetas. Hay que decirlo todo: se había comprado también unos sostenes blancos, con entredós. Los había azules y rosa, pero le parecieron exagerados y, sobre todo, no iban bien con el resto de su ropa interior. Cuando se los puso y se miró, sintió un cierto desencanto, porque no mejoraban nada: comparaba, de memoria, el perfil de su pecho con lo visto en los anuncios de algunas revistas: tan perfecto, que parecía imposible.

Cincuenta y tres pesetas, un disparate. Por la ropa sobrante de doña Matilde le habían dado, en el mercado, veinte duros.

Salió al pasillo. En su madre no había que pensar. Dormiría la mona, como siempre, o, si no dormía, peor, porque se irritaba y chillaba. ¿Y si, por casualidad, prestaba atención un momento? Entró.

—Mamá, voy a salir.

La madre estaba sentada en el sofá, arropada de una manta. Miró con ojos turbios y dijo algo que Clara no entendió. Olía mal.

—Mamá, si quisieras entrar en la alcoba, se ventilaría esto.

No valía la pena insinuarlo. La madre se incorporó y señaló el vaso y la botella.

—Te vas a morir, mamá. Estás muy mal.

Sirvió, sin embargo, un dedo de aguardiente y lo alargó a la vieja. Vio cómo lo bebía y escuchó su ronquido casi animal.

A una persona así no se le puede preguntar si una está guapa y si le sienta bien un traje.

Quedaba Juan. No se había levantado todavía, y quizá no se levantase. A juzgar por su humor de la mañana no debía de tener ni una perra. Juan era muy pundonoroso: jamás aceptaba una invitación. Pagaba su vino, y si no tenía con qué pagarlo, no salía de casa. Si tenía pitillos, menos mal; pero si no los tenía, gritaba con cualquier pretexto.

Probablemente no tenía pitillos.

Sin embargo, se acercó a la puerta y escuchó, y después de unos instantes la empujó suavemente.

—¿Qué se te pierde aquí? —gritó Juan.

En pernetas, arrodillado, recogía del suelo colillas y las colocaba sobre un trozo de periódico. Al entrar Clara, saltó a la cama y se tapó: todas las colillas cayeron.

—¿Ves? ¿Por qué no llamas al entrar?

—Perdona. Yo las recogeré.

Se agachó, pero no llegó a tocarlas.

—Huelen mal.

Juan la miró con desprecio.

—Date la vuelta mientras las cojo. Huelen mal, pero tengo que fumarlas. ¿A qué has venido?

¡Qué divertida cara, con el cabello alborotado, como una cresta roja!

—Voy a salir.

—¿Y qué? ¿O es que vas a pedirme permiso?

Clara, a pesar de todo, sonreía.

—Hijo, no encuentro a nadie de la casa que se fije en mí y me diga si voy bien.

—¿Y a mí qué me importa cómo vayas?

—Podía importarte. Voy a salir con tu amigo.

Entonces, Juan la miró con detenimiento.

—No te habrá dado también las medias y los zapatos, supongo. ¿Y los guantes? ¿Desde cuándo tienes guantes?

—Los he comprado con mi dinero. Son bonitos, ¿verdad?

Alzó los brazos y miró las manos, complacida.

—Acabaré rompiéndote una costilla.

—¿Por qué? Dinerito honrado. Me dieron veinte duros en el mercado por unas piezas de ropa, y aún me sobró algo para darte.

Arrojó sobre la colcha un duro de plata, y se acodó a los hierros de la cama. Juan se echaba sobre los hombros una chaqueta vieja. No cogió el dinero.

—Anda, hombre, no seas orgulloso. Puedes comprar tabaco. Te lo doy sin rencor.

—¿Para qué sales con Carlos?

—Me ha invitado. Piensa llevarme al cine.

—¿Y tú?

—¡Ah! Yo voy muy contenta. Carlos es buen muchacho.

Se sentó en el borde de la cama, sonriendo.

—No puede parecerte mal que vaya con él.

—No me fío de ti.

—¿Qué puedo hacer? ¿Robarle?

Juan movió la cabeza tristemente.

—No es eso. Puedes comprometerle.

—¿Por salir con él?

—Yo me entiendo, y tú también me entiendes. Pero te advierto que en cualquier caso, estaré de la parte de Carlos, y será a ti a quien rompa las costillas. Después no digas que no estás avisada.

Sobre la cama, cerca de la almohada, había un montón de cuartillas y un lápiz. Juan los cogió y leyó un rato.

—Déjame en paz.

—Todavía no. Ya que has hablado de eso…

—Lo hice para advertirte. Es bastante.

—Y yo quiero decirte que me gusta Carlos y que haré lo posible por ser su novia, y que no me importa lo que pienses.

Juan se incorporó violentamente y la agarró por las solapas del abrigo. La miró a los ojos unos instantes y la soltó luego, empujándola.

—¡Desgraciada! ¿Qué va a hacer una mujer como tú junto a un hombre como Carlos? ¿Piensas que puede casarse contigo?

—¿Por qué no? También tú lo has pensado alguna vez. ¡No lo niegues!

—Me mandaste a su casa a ver si le gustaba.

—¿A ti? —Juan se echó a reír—. No fue a ti, sino a Inés. ¿Cómo pudo habérsete ocurrido?

Le siguió la risa, una risa venida de las entrañas; una risa asombrada, estupefacta y divertida.

—¡A ti! ¡Enviarte a ti!

Clara se sintió sacudida y despreciada, pero al mismo tiempo pensó que su hermano tenía razón, y que sólo a ella podía habérsele ocurrido —yendo Inés con ella, estando Inés allí, hermosa también y moralmente perfecta—. Ahogó la respuesta airada a la risa de Juan, y se encogió de hombros.

—El caso es que fui, y Carlos me gusta. Haberlo pensado antes. Es decir, si no prefieres que me haga la encontradiza con Cayetano y le pida trabajo para ti en el astillero.

La mano de Juan se alzó para pegarle, pero Clara se la detuvo.

—No seas cobarde. Carlos no te estimaría por esto.

Puesta de pie soltó el brazo de Juan.

—Las cosas han cambiado. Hay algo que me interesa y quiero conseguirlo. No te pido permiso ni me importa tu opinión; pero si pretendes impedirlo, yo, a mi vez, haré un disparate. Verás lo que prefieres.

Fue hacia la puerta con pasos seguros. Antes de salir, se volvió a Juan.

—Y si necesito… eso, comprometer a Carlos, lo haré.

Salió al pasillo y cerró la puerta de golpe. Resonó el ruido en la casa vacía. Clara, taconeando, fue a su cuarto, se quitó los zapatos y los envolvió en un trozo de periódico. Se puso luego las zuecas y, con el paquete bajo el brazo, salió al corral. Lloviznaba. Pensó que apurando un poco el paso llegaría a la iglesia antes de que lloviese fuerte.

Pasó los grupos de mozas endomingadas que, como ella, iban al pueblo —al cine, también; quizá al baile—. Supuso que la miraban y que comentarían con sorpresa la novedad de sus ropas. No volvió la cabeza. Llegó a la plaza desierta junto a la puerta de la iglesia, una vieja vendía castañas. Se acercó y compró de las asadas.

La vieja la miró con estupor.

—Vas muy guapa hoy, Clariña.

—¿De veras?

—Ya lo creo.

Guiñó un ojo.

—¿Tenemos novio?

Clara, sonriente, alzó los hombros.

—¡Quién sabe! No es tan fácil.

—Ya te va siendo hora. Has de andar por los veinticinco.

—Para febrero.

—A esa edad hace falta un hombre. Malo si no se tiene.

Clara se quitó las zuecas y las envolvió.

—Guárdemelas. Ya las recogeré cuando me vaya a casa. Dígame ahora —añadió con timidez— si le gustan mis zapatos.

Carlos pasó por el Casino para hacer tiempo. Esa explicación, al menos, se dio a sí mismo; y la aceptó sin gran convicción. Cuando entró y se acercó al grupo de tresillistas, un silencio forzado, algo así como un vacío con el que nadie cuenta y al que no sabe adaptarse, le advirtió que estaban hablando de él y que había interrumpido la conversación. Miradas furtivas y frases del juego echadas como para tapar algo.

Había un mirón nuevo, de cabello blanco y rostro joven —el mirar asustadizo— que nadie le presentó, pero que, desde su llegada, empezó a moverse con desasosiego, acercándose un poco a cada movimiento, hasta que se colocó al lado de Carlos. Le dio un suave codazo y le habló al oído.

—Venga un momento, por favor.

Fueron al otro extremo del salón.

—Soy Padilla, el médico. Permítame que me presente.

Le tendía la mano.

—¿Cómo está usted?

—Perdone si no me presenté antes, pero…

Le sonrió con risa ancha e ingenua, un poco temerosa.

—… como decían que usted era un sabio, no sabía si me recibiría bien. Ahora ya sé que es usted un hombre sencillo. No le parecerá mal que se lo diga, ¿verdad?

Carlos le disculpó y se disculpó asimismo por no haber pensado en su colega.

—Debemos de ser de una edad. ¿Dónde estudió usted?

—En Santiago.

—¡Ah, en Santiago! Yo estudié en Madrid. Viví allí desde niño. ¡Qué gran ciudad! Aunque, claro, para usted, que estuvo en Viena…

—También estuve en Madrid, y me gusta.

—Esto es el último rincón del mundo. ¡Ay, aquellos años! Lo que más echo de menos es el teatro. Yo era estrenista: iba siempre con entrada de claque, y el día de La ciudad alegre y confiada llevé en hombros a don jacinto. ¿Sabe a quién me refiero?

También aquella conversación parecía urdida para tapar algo, o quizá para ganar tiempo.

—Comprendo que debí saludarle antes, sobre todo desde que supe que usted no pensaba ejercer aquí. Ya se habrá enterado: aquí se gana poco. Yo soy el forense, un sueldo de nada, y las igualas… A cuatro pesetas por familia. Menos mal que soy soltero.

Y nada de recetar específicos. Todo se resolvía con fórmulas magistrales o no se resolvía.

—Ayer, sin ir más lejos, visité a una enferma. Usted quizá la conozca, una tal. Rosario la Galana. Contusiones por todo el cuerpo. «Hay que darle unas friegas con embrocación». «¡Ay, señor!, ¿no bastará con vinagre?». Que si eran pobres, que si la embrocación es muy cara. Todo lo más, algo que valiera seis reales.

—¿Por qué me lo cuenta a mí?

Padilla quedó parado.

—Se estaba hablando…

Miró a diestra y siniestra, y bajó la voz.

—Nadie cree que Cayetano le haya pegado por lo que dijo. Piensan que usted anda por medio y yo quería prevenirle.

—¿De qué?

—Por la cara no van a hacerle nada, pero debe andar con ojo. Un escopetazo en la oscuridad y, después… no me gustaría certificar su muerte.

Señaló a los tresillistas, silenciosos bajo la lámpara verde.

—Algunos de ésos le tienen simpatía, pero ninguno se pondrá de su parte; por miedo. Yo mismo…

—¿También usted lo tiene?

—¿A ver? Le he contado esto por solidaridad profesional, aunque me pregunto cómo un hombre así se mete en estos líos. Es ponerse a nuestra altura. No debía venir al Casino, ni dar conversación a ninguno de esos tipos. En estos pueblos no se puede ser campechano, en seguida le toman por un igual. Aquí me tiene usted: tengo un carácter apacible y soy incapaz de enfrentarme a nadie: pues al mes de estar aquí ya me miraban por encima del hombro. Y no digamos Cayetano… Ése…

Hizo un gesto con la mano que podía significar cualquier cosa.

—Hágame caso. Guarde las distancias y…

Hizo una pausa. Desde la mesa más próxima no le podían oír.

—… no ande de noche por las carreteras.

Le dio una palmada en el hombro y añadió en voz alta:

—Ya le digo: teatro como aquél no lo hay ahora. Ya habrá leído usted eso de Bodas de sangre. ¡Bah! Me gustaría verlo y comparar…

Le empujó suavemente hacia el centro del salón, y pasearon un rato.

Padilla insistía en el recuerdo de La ciudad alegre y confiada y en la apoteosis de don Jacinto, como la de un torero.

Alguien comentó:

—Ya le está colocando el disco a don Carlos.

Venía de la mar un viento helado. Carlos se metió bajo los soportales, y ascendió hasta la plaza. Eran las cinco en punto de la tarde en el reloj de Santa María. Se detuvo. Al otro lado, bajo el pórtico de la iglesia, Clara esperaba. Le había visto ya; se había apartado de la castañera y retrocedía lentamente hacia el fondo oscuro, mientras Carlos atravesaba la plaza. La castañera hizo un comentario, algo así como «¡Buena moza lleva!». Clara se había apoyado en las columnitas de la archivolta: sus cabellos rozaban los pies de la santa descabezada. Carlos se detuvo y la miró y remiró en silencio, sonriendo. Ella esperaba, sin moverse, como si de Carlos fuese a venir la condenación o el indulto.

—Pareces otra mujer —dijo él.

Le tendió la mano, y Clara se la apretó con fuerza, sin soltarla.

—Es lo mejor que podías decirme.

Añadió en seguida, sin mirarle:

—Gracias.

Como si fuera a llorar. Carlos la cogió del brazo.

—Si es así, ¿por qué…?

No se atrevió a concluir la frase, porque Clara no lloraba.

—He pasado la semana viviendo para esto. He cosido hasta las cuatro de la mañana y esperaba que alguien me dijera: Estás bonita.

—Debí habértelo dicho, porque es cierto.

—¡Oh, me has dicho algo mejor! Algo que no me atrevía a desear.

¿Comprendes? Pareces otra mujer. Parecerlo, ya es algo: casi como serlo.

—¿Es que quieres ser otra?

—Con toda el alma.

Abandonaron el pórtico. La castañera dijo: «¡Que se diviertan!» y volvió a sonreír.

—Esa mujer me dijo que estaba bonita. Antes se lo había preguntado a Juan y a Inés: no me hicieron caso. No me parece mal, porque ellos tienen sus problemas, y yo soy impertinente, pero les hubiera agradecido unas palabras que me diesen seguridad. Bueno, si en casa hubiera un espejo, me pasaría sin su opinión.

—¿Por qué quieres ser otra?

—La única persona que no necesita hacerme esa pregunta eres tú.

—Admito la necesidad de algunos cambios. Por ejemplo, no me gusta tu modo de comer.

—¿Sólo eso? —Clara rió y le apretó el brazo—. Es lo más fácil. Todavía recuerdo las buenas formas. Lo que pasa es que… me parecían inútiles.

Faltaba una hora para el cine. Carlos propuso meterse en alguna parte, y entraron en un medio bar, medio taberna, donde un grupo de obreros endomingados alborotaba alrededor de una timba de siete y media. Se sentaron lejos del bullicio, al extremo de una larga mesa de pino. Clara rechazó el ofrecimiento de tomar anís con el café.

—Es lo que bebe mamá, y me da asco.

Había una botella de benedictine que el tabernero destapó para ellos.

—Lleva en casa lo menos treinta años. Nadie pide de esto.

Apártela para nosotros. Cada domingo tomaremos dos copas.

—¿Quieres decir que saldrás conmigo todos los domingos? —preguntó Clara después que el tabernero se hubo retirado.

—Era el trato.

—Dime, Carlos, ¿deseas de veras que cambie? ¿Lo deseas lo mismo que yo? —dijo con vehemencia.

—Lo deseo en la medida que tú lo desees, y sólo porque tú lo deseas.

Clara hizo un gesto de desaliento.

—No es eso lo que quería oír de ti.

—Entre nosotros, el trato es no mentirse.

—Por eso te confieso mi desilusión, en vez de ocultarla.

—¿Qué esperabas?

—¡Qué sé yo! Por lo pronto, que no te conformases con lo que has conseguido, que esperases algo más y quizá que me lo exigieses. Pero veo que lo que el otro día llamabas tu deber consiste solamente en evitar que me entregue a Cayetano. Bueno. Por ese lado ya no hay peligro.

Estaba evidentemente entristecida. Carlos se sintió un poco culpable.

—¿No se te ocurre pensar que te encuentre bien como eres?

—¡No digas eso! No puede parecer bien a nadie.

—Antes te dije: pequeños cambios. Creo que vendrán solos, sin proponértelos. Un traje bonito, como el que llevas, para que siente bien del todo requiere buenos modales, y no decir ciertas vulgaridades. Debo reconocer que hoy no has hecho todavía nada desagradable. Te estás portando de un modo encantador. Más aún: creo que te estás portando como la que verdaderamente eres. El saberte bien vestida te ha bastado para volver a ti misma, a la que fuiste antes.

—¿Antes?

—Sí; alguna vez, más o menos lejana. Si no fuese así, te sentirías embarazada; no sabrías ni llevar el traje.

Clara hizo un gesto con la mano.

—Bueno, Carlos. Me gusta que lo pienses, pero no es bastante. Hizo una pausa, le miró con mirada rápida, y añadió:

—¿Qué te parece Inés? ¿Te gustaría que fuese como ella?

—Inés me parece bien, pero, si fueses como ella, no estaríamos ahora aquí, charlando de estas cosas.

—¿Y las chicas que van con ella?

Apenas las conozco.

—Son honestas y buenas. Ninguna de ellas…

Bajó los ojos.

—Ya me entiendes.

—Supongo que la diferencia entre ellas y tú consiste en que sus pecados los sabe sólo el confesor, y los tuyos los conozco yo. Ahora bien: quiero hacerte comprender que, por esta única causa, no debes sentirte inferior a ellas, y menos aún a mí. Yo también tengo mis pecados. Acabaré por contártelos para que nos sintamos iguales.

—Gracias, pero no es lo mismo.

—¿Por qué?

—Si un día te casas, no te verás obligado a confesarte a tu mujer. Yo, en cambio, tendré que contar a mi marido…

Se interrumpió y añadió en seguida:

—No sé si podré hacerlo, porque me dará vergüenza. Por eso quisiera cambiar.

Sonaba el timbre del cine, anunciando la entrada, y, junto a la puerta, se agrupaba una clientela vociferante y confusa. Doña Lucía, emperifollada, y las muchachas que la acompañaban, desentonaban ligeramente del conjunto, y, sabiéndolo, se mantenían un poco aparte. También desentonaba Clara, y, además, sorprendía; la miraban con insistencia y cuchicheaban a su paso. Ella atravesó los grupos con la cabeza erguida, sin soltar el brazo de Carlos.

Había una cola delante de la taquilla. Carlos se sumó a ella.

—Deja —dijo Clara—. La taquillera es amiga mía y me dará las entradas sin esperar. Dame el dinero.

Entró por una puertecilla, y Carlos esperó. Doña Lucía le hizo, entonces, seña de que se acercara.

—¿Cómo está usted?

Ella se había apartado de sus compañeras. Le tendió la manó e hizo un gesto compungido.

—¡Ah, Carlos, Carlos! ¡Cómo me falla usted! —dijo en voz baja—. ¡Con qué mujeres se relaciona! Todo el mundo habla de la Galana, y ahora le veo muy amartelado con Clara.

—Está usted equivocada. Ni Clara ni…

—No se disculpe. Todos los hombres son iguales. ¡Y yo, que había elegido para usted una de mis amigas! Claro que son chicas de las que no van al cine solas con un hombre. ¡Aún si se hubiera fijado usted en Inés! ¡Pero, Clara!… No es que se sepa nada malo de ella. Sin embargo, para usted… ¡Tan vulgar! ¡Ande! ¡Váyase con ella! Ya le está esperando, y no parece haberle hecho mucha gracia verle conmigo.

El cine era una habitación larga y estrecha, con duras butacas de madera. Sobre la entrada, a todo lo ancho de la sala, una especie de palco avanzaba por encima del patio. Allí vio Carlos, acomodadas, a doña Lucía y a sus amigas.

—¿Por qué no has comprado entradas de palco? —preguntó a Clara.

—No quiero estar al lado de esas superferolíticas.

—Sin embargo, aquél es tu sitio.

—Otro día…

El público de las butacas alborotaba. Se tiraban cáscaras de cacahuetes, bolas de papel; se llamaban a voces; los niños de las filas delanteras disparaban flechas, se insultaban o se agredían. Un acomodador, vestido de mahón, daba gritos en vano. En medio del tumulto, se oía apenas la música de un disco.

Sosegaron al apagarse la luz. En la pantalla apareció Gary Cooper, oficial de lanceros bengalíes. Cuando mató, de un tiro, a una serpiente, todos exclamaron:

—¡Ooooooh!

Clara se había quitado el abrigo y lo mantenía doblado cuidadosamente sobre el regazo. Seguía la aventura de los lanceros con expresión apasionada, con ojos entornados y felices. También se admiró de que el protagonista matase a la serpiente, y se alegró de que Franchot Tone no muriese tan pronto.

—Los hombres ya no son así —dijo una vez, en voz baja, pero acercándose a Carlos, de modo que éste sintió en la mejilla el hálito caliente de las palabras.

Fue su único comentario. Al encenderse las luces, parecía transfigurada y dichosa. Pero, al salir, pasaron junto a doña Lucía, y se sintió mirada; arrugó la frente.

—¿Qué le importará a esa imbécil si voy contigo o no?

—Será que le gusta tu abrigo.

—No miró el abrigo. Me miró a mí. Ya verá ella…

Se colgó del brazo de Carlos y se arrimó ostensiblemente.

—No te importa que haga esto, ¿verdad? Quiero darle en las narices, aunque vaya diciendo por ahí que me entiendo contigo.

Y, de repente:

—Oye, ¿si estará enamorada de ti?

—No digas disparates.

—No me explico entonces por qué me miró con odio.

Después del cine, la gente se paseaba por los soportales, si llovía, o por el centro de la plaza, si hacía bueno. Las señoritas, por la derecha; las de medio pelo, por un lado o por otro, según su gusto; las artesanas, por la izquierda.

Clara explicó a Carlos el rito del paseo, y le pidió que, si no la llevaba a casa todavía, marchasen a otra parte.

—¿Volvemos a la taberna?

—Bueno.

Había poca gente. Pidieron algo de beber. Carlos llevó la conversación a la infancia de Clara. Ella contó algunas cosas del colegio de monjas en que había estado, un buen colegio. De pronto, un día, su padre había dicho que aprendería más en un Instituto, y la matriculó en él.

—Fue porque no tenía dinero para pagar el colegio, que era muy caro.

En el Instituto, Clara había descubierto que gustaba a los hombres. Los chicos le decían palabras brutales; los bedeles, con cualquier pretexto, se acercaban a ella y la tocaban con disimulo. Algunos profesores la miraban como se mira a las mujeres.

—Había uno, muy joven, que nos enseñaba latín. Era muy tímido, yo le gustaba, y todas las chicas de clase lo sabían. No me preguntaba la lección jamás, ni me reñía por mucho que alborotase. Una vez que lo encontré en la calle, se atrevió a hablarme, sólo para enterarse de dónde podía ver a mi padre. Le dije que fuese a la Gran Peña, porque papá no vivía con nosotros, sino que conservaba su piso de soltero, donde no estaba nunca. No sé lo que le diría el profesor de latín; el caso es que papá llegó a casa furioso, y me prohibió que fuese al Instituto. Tiempo después supe que aquel sujeto tímido se había atrevido a reñirle porque me dejaba andar sola por Madrid, y que le había propuesto casarse conmigo. ¡Figúrate qué disparate! Yo no tenía más que quince años. De modo que no volví a estudiar.

Después había llegado la pobreza. El padre apenas daba dinero y se desentendía de la casa. Inés se pasaba el día en la iglesia, o en el antiguo colegio, donde las monjas la adoraban; muchas veces quedaba a comer allí, y aún pasaba semanas enteras, con cualquier pretexto.

—Yo la admiraba, porque era muy distinguida, y la envidiaba porque no tenía que trabajar, como yo, en la casa, desde que no teníamos criada. Sin embargo, yo encontraba natural que fuese yo misma la sacrificada. En cuanto a Juan, vivía como podía, y sólo venía a casa a dormir, cuando venía. Andaba metido en jaleos de estudiantes, y alguna vez lo habían detenido. Tuvimos que alquilar una habitación sobrante. Vivíamos frente a un cuartel de Caballería. La portera, cuando supo que admitíamos un huésped, nos mandó a un sargento de muy buena facha, que parecía un general, con su dolmán colorado y su gorro de húsar. Me gustó en seguida. Su habitación estaba junto a la mía, pared por medio, pero con las puertas muy separadas, porque yo, para entrar en mi cuarto, tenía que atravesar el dormitorio de mamá. El sargento, al poco tiempo, empezó a tirarme los tejos, a buscarme cuando estaba sola y a hablar conmigo con cualquier pretexto. Era casado y se había separado de su mujer, porque ella le engañaba. Un día me dijo que me quería, y yo lo mandé a paseo, y le amenacé con que le echaríamos de casa si volvía a decirme algo. La verdad es que me gustaba cada vez más y, de ser soltero, quizá me hubiera escapado con él, porque, casarnos, no nos lo permitirían por aquello de que él sólo era sargento. Después del repeluzno que le di, dejó de perseguirme, y se estuvo callado una temporada larga. No hacía más que mirarme, cuando nos encontrábamos. Un día, recibí una carta, sin firma, muy amorosa. Supuse que era de él, y no le di importancia. Siguió escribiéndome: al principio, cartas muy sentimentales que parecían copiadas de ésos libros que se venden para que los soldados escriban a sus novias: yo las leía a solas, me reía de ellas, pero, en el fondo, me gustaba recibirlas. Más tarde, las cartas cambiaron de tono: decían que me deseaba y que acabaría por ser suya. Describía lo que haríamos, cuando me decidiese a irme con él; lo describía con pelos y señales, y si en un principio me dio repugnancia, acabé por hacer de sus cartas mi placer, y las leía una vez y otra, como alucinada, y lo que decía en ellas me andaba por la cabeza todo el día, de modo que parecía tonta. Hasta que por fin dio en golpear la pared, quedamente, cada vez que me oía rebullir. Empezó a pedirme en las cartas que le respondiese del mismo modo; después, que hiciese lo que me indicaba, y yo estaba tan embaucada, que lo hacía, y de esto vino todo mi mal. No sé en qué hubiera terminado aquello, ni si, de durar, acabaría por volverme loca o por irme con él adonde quisiera llevarme, a pesar de ser casado. Papá no se ocupaba de nosotros para nada. Inés y Juan no parecían de casa. Mamá empezaba a emborracharse, y todo el trajín caía sobre mí. Un día me decidí escribir al sargento, y lo hice: una carta muy larga, que no me atreví a darle inmediatamente, que conservé mucho tiempo, pensando cada noche que la entregaría al día siguiente. Hasta que por fin se la dejé sobre la almohada, y aún le añadí un párrafo diciéndole que me llevase consigo adónde quisiera, que me iría con él. Aquella noche, no golpeó la pared: fui yo quien lo hizo, sin respuesta. Al día siguiente, se marchó muy temprano, dejando sobre la mesa del comedor un sobre con la mensualidad corriente y el aviso de que mandaría a recoger su equipaje. Esperé, sin embargo, que volviese a buscarme; lo esperé durante algún tiempo, y engañaba la espera leyendo sus cartas, hasta que un día las quemé todas y no volví a pensar en él. Pero el daño hecho ya no tenía remedio. Esto era ya cerca de la República. Andábamos, entonces, de cabeza, porque Juan se había marchado con unos estudiantes al Pirineo, no sé con qué pretexto, y se supo luego que se había sublevado y que había tenido que huir a Francia; gracias a esto no volvía pensar en el sargento. Papá también andaba metido en política: iba y venía a Galicia, y una vez nos mandó mil pesetas, que mamá quiso guardar para ella, pero que yo le obligué a emplear en el pago de los alquileres atrasados, que eran no sé cuántos, y en otras deudas, y lo que sobrase, para vivir. Tuvimos una trifulca horrible, pero mamá sólo se quedó con parte del dinero, y supe después que había enviado una cantidad a Juan, que lo pasaba muy mal en Francia, hasta que vino la República y Juan volvió. Por aquellos días, papá venía a casa con frecuencia, nos traía a veces dinero, y aseguraba que pronto dejaríamos de pasar apuros, porque sus amigos eran ministros y le iban a dar el oro y el moro; y Juan también andaba muy contento, siempre metido en líos, y, cuando quemaron las iglesias, yo sé que estaba en el ajo. Pero, de pronto, una noche vinieron a avisarnos de que papá se había puesto muy enfermo, y que fuéramos a su casa. Mamá dijo que no iba, mis hermanos tampoco, y yo, sin explicarme por qué, tuve que ir sola, de noche, a ver cómo mi padre moría. Después me enteré de que yo era, de los tres, la única legítima, y que resultaba su heredera, porque lo que quedaba de su fortuna, la casa en que vivimos ahora, perteneció a su herencia, y mamá no tenía ningún derecho sobre ella, ni los otros tampoco.

Hizo una pausa, y miró a Carlos tristemente.

—Esos dos, Inés y Juan, nunca me han querido bien por esto. Como si yo tuviera la culpa.

Carlos afectaba no dar importancia a la historia. Comió algo y encendió un pitillo.

—No creo a Juan de mala condición. En cuanto a Inés, la tengo por persona caritativa y por encima de estas bobadas.

Clara sonrió.

—Sí, sí, bobadas.

Permaneció un momento silenciosa, y continuó:

—Lo mejor era marcharse de Madrid y venirnos a Pueblanueva. Juan no quería, porque alguien le había prometido un destino; pero pasaban los días y no traía a casa más que esperanzas. En el barrio no había ya nadie que nos fiase, habíamos vendido todo lo vendible, y días hubo que pasamos con lentejas sin aceite. Inés lo aceptaba en silencio: jamás dijo una sola palabra más alta que otra, ésta es la verdad; pero Juan armaba los grandes bochinches, y con quien se las entendía era conmigo, porque mamá no quería saber nada: se metía en su cuarto, y si tenía anís, mejor. Hasta que un día me impuse: no había más remedio que largarse. Pero no era tan fácil, por la portera, que no nos dejaría sacar los muebles. Tampoco teníamos dinero para los billetes. Fue Juan quien los consiguió, de favor, y yo quien convencí al sereno, que era gallego, para que nos permitiese salir de noche, con lo que pudiéramos llevarnos. Aquello fue una juerga: yo echaba, desde el balcón, los bultos de ropa, y el sereno los recogía en la calle. Cuando todo estuvo fuera, bajamos en silencio, recogimos el equipaje y salimos pitando para la estación. Quedaba la casa abierta, con los muebles dentro, y la llave en la puerta. El sereno me dijo que me daba un duro por un beso, y yo se lo di, pero no quise el duro. ¿Qué iba a hacer? Se había portado bien. Pasamos en la estación lo que faltaba de noche, y parte del día. Juan marchó, y trajo unas pesetas que alguien le había prestado, y con eso comimos durante el camino. Pero, antes de salir el tren, apareció la portera, y nos armó el gran escándalo, que escuchamos como quien oye llover, porque no era cosa ya de avergonzarse. Hasta que por fin salió el tren… Bueno. Llegamos a La Coruña, y, para pagar los billetes del autobús, fue otra odisea. Aquí me tocó otra vez el arreglo, porque me fui a casa de un pariente de papá, y le dije lo que nos pasaba, y él, por evitar la vergüenza de que se supiera, según me dijo, me dio diez duros; pero la verdad es que, antes de dármelos, me preguntó mil inconveniencias, y me dijo que era bonita, y me dio a entender que podía venir a La Coruña cuando quisiera, que él me ayudaría.

Hizo un guiño y rió.

—¿Comprendes? Resulta que, delante de una chica guapa, no importaba el parentesco. ¡Hay cada sujeto por ahí suelto! Lo mismo dan marqueses que sargentos de Caballería. Menos mal que, de este manejo, yo sabía lo mío; que si llego a ser inocente, y le hago caso, y me voy a La Coruña un día de ésos en que una está harta, me hubiera lucido. ¡Había que ver cómo me acariciaba, al verme llorar! Me dio asco, por viejo sucio.

Hablaba sin rencor, como si todos aquellos recuerdos la divirtiesen.

—Todas mis desdichas me vienen de tener el cuerpo bonito, y ya sé que si algún día me sucede algo bueno en este mundo, será por lo mismo. No sé si alegrarme o echarme a llorar.

Clara había apoyado la barbilla sobre los puños cerrados, y miraba a Carlos con ojos en que temblaba la resignación; desde los que pedía ayuda. Repentinamente dejaron de temblar, dejaron de pedir. Se hicieron más grandes y más hondos, se aquietaron, se encendieron de una luz distinta y nueva que los transformó, que transformó todo el rostro de Clara, como si hubieran lavado las señales de la sensualidad y del cinismo. La curva, un poco levantada, del labio superior, se enderezó, y por los labios entreabiertos respiraba con regularidad profunda y sosegada. Así un cierto tiempo inmensurable en que Carlos tuvo que disimular su alteración, en que tuvo miedo. «Si ahora cogiese sus manos, aquí mismo acababa una historia, y empezaría otra nueva».

Considerada como paciente, Clara era perfecta: respondía a todas las preguntas, cualquiera que fuese su naturaleza, sin asomo de reserva o engaño. Como a Carlos le extrañase, ella le respondió:

—¿Por qué voy a ocultarte nada, si sabes lo principal?

A Carlos le importaba averiguar si la aventura del sargento había dejado alguna huella en el alma de Clara.

—Era un tío asqueroso —dijo ella—. Porque pensándolo bien, una se explica que cualquier hombre que está con una mujer, que la besa, haga una barbaridad; pero él no me había tocado jamás un pelo. Todo se lo inventaba, y luego me lo escribía para que yo lo imaginase también. ¿No te parece que un sujeto así no puede estar bien de la cabeza?

Odiaba su recuerdo. Comprendía que, por su influencia, algo se había torcido en su vida.

—Porque lo natural, creo yo, es que una chica piense en un hombre al que querer y con quien casarse, pero yo no lo pensé jamás. Los hombres siempre me han parecido una cosa necesaria, pero repugnante.

Dieron las nueve, y Carlos la acompañó a casa. Hicieron un alto junto a la iglesia: mientras Clara se ponía las zuecas, la castañera les preguntó qué tal lo habían pasado. Añadió, mirando a Carlos, que Clara era una buena chica.

—Porque ya ve, a pesar de ser hija de quien es, siempre trató a todo el mundo con llaneza.

Clara, riendo, le respondió que tenía menos dinero que todo el mundo.

—Otras hay —dijo la castañera— tan pobres como tú, y se creen marquesas.

Al llegar a la carretera, Clara se soltó de Carlos.

—Seguramente —dijo— nos vendrán siguiendo.

Caminaron, uno junto a otro, sin agarrarse. De vez en cuando, Clara miraba atrás.

—¿Ves? Ahí vienen dos.

Carlos miró también. Quizá dos sombras caminasen, efectivamente, a distancia y sin prisa. Carlos hizo un comentario; Clara no respondió.

Cuando casi habían llegado, Clara dijo:

—Has sido muy bueno conmigo, Carlos, pero…

—¿Hay un pero?

—Me hubiera gustado que me dijeses lo que debía hacer, para esforzarme en hacerlo.

No esperó la respuesta, y salió corriendo. Desde la puerta, vio a Carlos, inmóvil, que le decía adiós. Ella alzó la mano, y entró.

Halló que Inés había hecho la cena, y la había dejado junto al fuego: un guiso de pescado y café con leche. Clara sirvió a su madre y le dio de comer. Después volvió a la cocina y comió también. Fregó los cacharros y marchó a su cuarto. No sabía si Juan estaba en casa o no.

Tardó en acostarse. Sentada en la cama, pensaba que su deseo de cambiar no había encontrado la ayuda apetecida. Estaba como unos días antes, abandonada a sí misma. Y pudiera suceder que su deseo fuese una impertinencia, que no importase a nadie, ni nadie lo agradeciese. Evidentemente, a Carlos no parecía importarle gran cosa. Estaba claro que ella no le interesaba, al menos del modo que le hubiera gustado interesarle. Sentiría, acaso, algo de amistad, o un poco de compasión. Mejor eso, compasión. Quizás sólo porque era hermana de Juan. Carlos apreciaba a Juan, lo había defendido varias veces —los hombres siempre se entienden—. Lo que había hecho por ella se lo debía a Juan. Y también, probablemente, porque le divertían las cosas que le contaba.

Aun así, bien hubiera podido ayudarla. Darle un consejo, o acaso un remedio.

El fraile le había preguntado si Carlos no intentaba curarla; luego, lo que a ella le pasaba, o, más bien, lo que hacía, era como una enfermedad (lo había sospechado alguna vez). Y si era así, ¿por qué Carlos se mantenía indiferente? Quizás fuese porque siempre importa tener a mano a una muchacha que tiene una debilidad, por si se necesita de ella para un remedio.

Le costó caro aceptarlo. Razonaba en contra, diciéndose que Carlos era bueno, y que se había portado con ella como un caballero —«¿otra manera de indiferencia?»—, que era el primer hombre que la había tratado como un ser humano —«acaso el modo verdaderamente humano de tratarme fuese el otro»—. Pero sus razones no prevalecían. Y aunque Carlos jamás hubiese pensado en ella como posible conquista, ella se sentía dolida, lastimada, por su actitud. «Te encuentro bien como eres…». ¡Al diablo! Ella no se encontraba bien así; amaba la limpieza, pero algo en ella no era limpio.

Y, sin embargo, la tentación que le nacía, ahora mismo, en las entrañas, llevaba el nombre de Carlos. No tenía nada para luchar contra ella, más que su voluntad. ¿Y si hiciese una promesa? Ir descalza en romería, a San Andrés, subir la cuesta de rodillas…

Cuando Carlos dio la vuelta, Cubeiro y don Baldomero se aplastaron contra las zarzas del seto, para no ser vistos. Cubeiro apagó el pitillo.

Dejaron que Carlos se alejase, y después regresaron por atajos.

—¿Qué? —les preguntaron en el casino.

—Tenía yo razón —respondió, satisfecho, don Baldomero.

Cubeiro se sentó, desalentado, y pidió un vermut.

—Hay que rendirse a la evidencia, señores. No le tocó un pelo de la ropa.

—Entonces, ¿por qué la acompaña? —preguntó el juez.

—Eso me pregunto yo: ¿por qué la acompaña?

—Supongamos que le hace la corte para casarse con ella.

Un coro de risas gordas respondió a don Baldomero.

—¡No sea imbécil, hombre!

—¿Por qué soy imbécil, vamos a ver?

—En primer lugar, porque don Carlos no puede ignorar la clase de pájara que lleva al lado. A no ser que el imbécil sea él, claro.

—¿Qué se sabe, en concreto, de esa muchacha? ¿Hay alguien que se haya acostado con ella?

—Hombre, eso nunca puede decirse con seguridad…

—Quizá en otra parte lo haya hecho, no aquí. Porque, señores, entre nosotros, apenas hemos echado la vista encima a una rapaza, cuando damos por cierto lo que no pasa de suposición.

—¡Bueno! Como usted sabe, esa chica tiene gustos populares. Le da por los marineros, como al hermano. ¿No lo comprende? —el juez se rió de su propia ocurrencia—. Él y ella se dedican a consolarlos; Aldán les promete el reparto, y ella, mientras tanto, se reparte entre ellos. ¡Ja, ja, ja! Para salir de dudas, pregúntese al Sindicato…

—¡Hombre, eso está bien!, pregúntese al Sindicato. Propongo que el presidente del casino oficie a su colega de esta manera: «La junta directiva, reunida en sesión extraordinaria…». ¡Y le pondremos marco a la respuesta, para que no haya dudas!

Cayetano había permanecido silencioso y divertido. Fumaba y sonreía.

Cubeiro le interpeló.

—Tú, Cayetano, ¿no dices nada?

—A mí nadie me dio vela en este entierro.

—En materia de mujeres llevas la vela por derecho propio.

—Vamos, dé su opinión.

Cayetano arrojó la punta del cigarrillo y bebió un sorbo de vino.

—Sólo puedo decirles lo siguiente: Clara Aldán es una mujer guapa, con un cuerpo bonito. ¿No están de acuerdo?

—¡Hombre, claro! ¡Un cuerpo pistonudo!

—Uno de los mejores cuerpos de la villa, sin duda. Ahora bien: es notorio que jamás me acerqué a ella.

—Jamás.

—Si lo reconocen, ¿cómo es que nadie se ha preguntado la razón?

Miró a su alrededor. Nadie le respondió.

—De donde se deduce que siempre andan ustedes por las ramas, sin ir al fondo de las cuestiones. ¿Piensan ustedes que hubiera dejado sin probar un bombón, sin más razones en contra?

—Siempre pensé que a las hermanas de Aldán, por ser quienes son, usted las respetaba —se atrevió a decir don Baldomero.

—¿Respetarlas? —Cayetano rió furiosamente—. ¿Por ser quienes son? Pero ¿imagina usted que me importa un pito quiénes son? ¡Dos hijas de puta, ni más ni menos! Usted es imbécil, don Baldomero.

El boticario bajó la cabeza.

—A Clara Aldán, señores, no le he puesto los puntos por la sencilla razón de que esta casa no trabaja con material averiado. ¿Está claro?

Y añadió, entre triunfal y dogmático:

—Por mi casa no pasan más que virgos. O casadas —añadió, después de una pausa muy breve, mirando a don Baldomero.

El boticario recibió la mirada como una sentencia.

Carlos fue a cenar a casa de doña Mariana. Lo hizo en silencio, preocupado.

—¿Qué te pasa? —le preguntó la Vieja, a los postres.

Él tardó en explicarse, y lo hizo de manera retorcida, casi exasperante. No estaba disgustado según lo que se entiende habitualmente por disgusto, pero lo estaba porque algo no le había gustado.

—No entiendo una palabra, Carlos.

—Las relaciones entre personas —respondió Carlos— son de naturaleza moral. Los efectos que causan son también morales. Ahora bien, lo que hoy me ha disgustado de Clara no pertenece al orden moral, sino al estético. Es una chica que me impresiona patéticamente, pero con un patetismo melodramático. ¿Me entiende?

—No.

—Será que yo mismo no lo entiendo bien. Sin embargo, lo de patetismo melodramático no está mal buscado. Quiere decir que los motivos que me conmueven no son nobles y de calidad, sino vulgares. Compare usted la piedad que se siente por un mendigo y la causada por una gran desgracia irreparable. La primera tiene remedio, la otra no. Da usted dinero al mendigo, y deja de sentir piedad. ¿Me entiende ahora?

Doña Mariana afirmó, sonriente, y, mientras Carlos seguía hablando, no dejó de mirarle.

—Usted sabe de Clara lo bastante para comprender que todos sus problemas se resolverían con dinero; que si tuviese unas pesetas sería una chica como otra cualquiera, más o menos atractiva, y que usted y yo nos sentiríamos obligados hacia ella.

—Yo no siento ninguna obligación.

—Yo, sí.

—La que tú quieras inventarte.

Carlos hizo una pausa, antes de responder.

—Esto es más difícil de explicar y de entender, pero es real. Me siento obligado hacia Clara porque creo, a mi pesar, que yo estoy aquí, que yo he venido aquí precisamente para remediar su vida.

—¡Estás loco, hijo mío! —le respondió, riendo, doña Mariana.

—Si acepto que he sido conducido (y esto no me lo quita nadie de la cabeza), una de dos: o estoy aquí para hacer de Rosario la Galana mi manceba, lo cual, si Dios me ha conducido, resulta chocante, o para casarme con Clara. Son las dos posibilidades más inmediatas, y, al mismo tiempo, las únicas que he hallado. ¿Prefiere usted la primera?

Doña Mariana dejó de reír.

—Estás loco —repitió.

—Mi razonamiento es irreprochable. Tengo, sin embargo, que agradecer a la Providencia el que haya respetado mi libertad; porque, efectivamente, puedo desentenderme de Clara y quedarme con Rosario.

Hablaba seriamente, casi con gravedad. Doña Mariana sosegó la inquietud que le causaba, y siguió escuchándole.

—No crea usted que esta última elección sería caprichosa, y si me pongo a buscarle razones, la hallaría en seguida. Porque, ¿quién le dice a usted que esa chica, Rosario, no sea tan grata a los ojos de la Providencia que me haya elegido a mí para sacarla de su estado y llevarla por un camino más honorable? Ser mi querida es más honorable que serlo de Cayetano. En esto estará de acuerdo.

Doña Mariana respiró profundamente, como quien ve alejarse un peligro.

—Creí que hablabas en serio y me diste miedo.

—Pues no hablo en broma. Lo que sucede es que mi situación es bastante cómica, o que yo, con mi manía de analizarlo todo, saco a relucir lo que de cómico hay en la situación. Sin embargo, vea usted: si aceptamos que la Providencia me ha traído…

—Pero ¿por qué insistes en eso? ¡No hay Providencia ni niños muertos! Has venido porque te dio la gana, y tus obligaciones, si las tienes, van por otro camino.

—Usted no cree en Dios, doña Mariana, pero yo, sí. Y, si no creyese, no estaría tranquilo. Dios explica muchas cosas que, sin Él, serían inexplicables.

—¿No será que te lo inventas, precisamente, para explicártelas?

—Le aseguro que no. He examinado todas las hipótesis, y ninguna me satisface. O aceptamos a Dios, o al Destino. Prefiero a Dios, que al menos, si me zarandea, me da a elegir. El Destino no da lugar a elección. El Destino diría: vuelve a tu pueblo para casarte con Clara. Y, en tal caso, ¿qué haría yo, si no deseo, no quiero o no puedo casarme con Clara? ¿Apencar con ella, aunque Rosario me gustase más? ¿Casarme con ella y tener a Rosario de querida? Sería feo, y muy gravoso para mi hacienda. No, no. O la una, o la otra. ¿A usted, qué le parece?

La dama se sirvió una copa de licor de café y la bebió de un sorbo.

—Perdona, hijo; pero, para escucharte con tranquilidad, tengo que tomar un trago.

—Écheme otro.

Bebió también Carlos y después rió.

—Tome a broma lo que digo, pero es la pura verdad. Rosario y Clara. O la una o la otra. La señora del boticario hubiera preferido meter entre las dos una de sus amiguitas, pero no espero que lo consiga. No me gustan.

Son unas chicas muy hacendosas, muy modosas y muy puras, pero sin el menor atractivo.

—No olvides que también yo tengo mi candidata para ese tercer puesto.

—¡Su candidata, la linda, la delicada Germaine! Un fantasma es poca cosa para competir con dos mujeres de carne y hueso.

Carlos se levantó y cogió el marco de plata en que se guardaba la fotografía de Germaine. La miró un instante.

—Si el alma de mi padre vive en mí, o si heredé de él algo más que el nombre y estas narices, yo debería enamorarme de esta muchacha, como mi padre se enamoró de usted. Pero esta muchacha no existe. Es una oportunidad que la Providencia no ha querido darme.

—Puede forzarse a la Providencia —dijo doña Mariana con extremada energía.

—¿Qué quiere usted decir?

—Sólo eso, Carlos, sólo eso: que frente a la Providencia, y aun contra ella, está nuestra voluntad.

Carlos se acercó, se sentó en el brazo del sofá y le acarició los cabellos.

—¿Por qué me quiere usted tanto?

Doña Mariana no le respondió. Se dejó acariciar y cambió de conversación. Pero aquella noche tardó en dormirse. Pensaba en Clara, pensaba en que Carlos pudiera comprometerse con ella, quizá casarse. No por amor, naturalmente, sino por compasión, o por creer que fuera su deber… Podía metérsele en la cabeza, y, entonces, no tendría remedio.

Doña Lucía esperaba a su marido con la sopa servida.

—¿Vienes borracho? —le preguntó.

Él la miró, y se sentó sin responderle. Probó la sopa, y se quemó los labios.

—¡Siempre me pones la sopa hirviendo! —protestó; y ella le respondió:

—Vienes borracho.

Él revolvía la sopa con la cuchara, soplaba su contenido antes de sorberlo, y todo esto mantenía su mirada fija en el plato, como si verdaderamente le incomodase la temperatura de la sopa. Doña Lucía dejó de mirarle y se ensimismó también, atenta, no a la sopa, que no había probado, sino al vaso vacío que sus dedos hacían girar.

—Tu amigo Carlos es como todos. Le gustan las mujeres ordinarias.

—Sí.

No era más que una tísica. ¿Podía una tísica gustar a Cayetano sólo por el hecho de ser casada? Años atrás había sido bonita; ahora estaba demasiado pálida, demasiado delgada. Se le contaban las costillas.

—No me explico cómo un hombre así, de carrera, puede acompañarse de una mujer como Clara.

—Le gustará.

Para que una mujer guste tiene que haber un mínimo de carne; el gusto entra por los ojos, pero también por los dedos. Sus dedos se habían defraudado hacía mucho tiempo. A no ser que una tísica faltase en la cuenta y en la experiencia de Cayetano.

—En eso, en que le gusta, muestra su ordinariez: ¡un montón de carne con ojos! Como si el alma no contase.

¡El alma! Podía estar seguro de que el alma de Lucía no había atraído a Cayetano. Pero, entonces, ¿qué? ¿Si su mujer tendría encantos ignorados por él?

Apartó el plato y miró a su mujer con atención.

—Los que no buscan más que el cochino placer, como tu amigo Carlos…

—¿Qué sabes tú lo que busca?

Ni examinada con lupa vería en ella nada que no hubiera visto ya: un rostro fatigado, unos ojos febriles, un cuerpo flaco. Sí, y un alma; pero el alma no se toca, ni se ve, ni le encalabrina a uno, ni da ganas de saltar y de morder furiosamente. Cuando una mujer habla del alma es que lo demás se acaba.

—Tú, además, no tienes por qué meterte en eso. Y, por si no lo sabes, te diré que unos del casino los han ido siguiendo, y Carlos no le ha tocado un pelo de la ropa.

—¿Es posible?

—Como lo oyes. Lo que se dice ni tocarla.

—A saber lo que hicieron antes. Por lo pronto, la llevó al cine.

—¿Y qué?

Entró la criada con una fuente de pescado al horno, y la dejó sobre la mesa.

—Trae el plato, que te sirva.

—¿Y tú?

—No tengo gana de comer. No me encuentro bien. Tomaré un poco de café con leche antes de acostarme.

—Tendrías que ir a la montaña una temporada.

—Lo que quieres es deshacerte de mí.

Don Baldomero se encogió de hombros y atacó el besugo. Al segundo bocado le brillaba, de grasa, la barbilla.

—Allá tú. Pero, al menos, ve a Santiago, a que te vean por rayos.

Hacía la recomendación por mero sentido del deber, para que su conciencia no le acusase de que se desentendía de Lucía; por lo demás, su muerte la consideraba, desde tiempo atrás, como la única solución: una solución remota y demorada que quizá llegase tarde.

Quedaba ella revolviendo el azúcar del café, parsimoniosamente, cuando don Baldomero se levantó de la mesa.

—Hasta luego. Estoy en el casino, si me busca alguien.

Pero no fue al casino. Entró en la rebotica, a recoger dinero para el tresillo, y recordó que las cuentas de la semana estaban por echar. Llamó a la criada.

—Tráeme una taza de café.

Tomó también un trago del aguardiente guardado tras los libros. Revolvió la ceniza del brasero, para reanimarlo. Encogido en el sillón, con las piernas bajo las faldas de la camilla, el pitillo en los labios, echó mano de los recuerdos, mientras sumaba: recuerdos de la vida secreta matrimonial, a los que recurría cada noche de domingo, a los que se agarraba como a un clavo ardiente, para no defraudar a Lucía si se ponía cariñosa. Lucía había sido atractiva: lo había sido a pesar del fraude aquel de los burujos de algodón. Y, alguna vez, perdiera la cabeza, y se había dejado desnudar. «¡No, por Dios, me da vergüenza! ¡Por Dios, Baldomero! ¡Apaga la luz al menos!». Podían pasar por recuerdos excitantes. Los retenía, los repasaba en todos los detalles, los mantenía vivos, a pesar del tiempo.

Había consultado con su amigo, el Penitenciario de Santiago, la licitud del procedimiento; había discutido toda una tarde, con los textos de Teología Moral sobre la mesa, abiertos por el tratado De Matrimonio.

—Es lícito.

—Como comprenderás, hay que llevar un poco de alegría a esa criatura triste, condenada a muerte. Y ya que no puedo darle otra…

—Habría que ver si, de verdad, no puedes darle otra.

—Como poder… Pero, ya sabes, cuando uno está prisionero de sus malos hábitos…

—¿Vas a decirme que no eres libre de enmendarte?

—Voy a decirte, sencillamente, que no me apetece hacerlo.

—No me explico, entonces, tu preocupación de si eso es pecado o no.

—Que lo es, lo que hago fuera de casa, lo tengo bien sabido; pero el lecho conyugal es sagrado.

Muchas veces había pensado que el sacrificio de las noches dominicales era un acto de caridad que Dios le tendría en cuenta. Lo contaba entre sus deberes más difíciles y estaba dispuesto a todo por no faltar.

—… aunque, a veces, los recuerdos no bastan, porque, si bien es cierto que causan ilusión, la ilusión se desvanece al palpar la realidad. Entonces, créeme, hace falta un verdadero esfuerzo de voluntad, y hay que recordar a otras mujeres para no dar la vuelta y dormirse.

—¡Eso sí que es pecado! El recordar a otras…

—¿Y la intención? ¿Es que no vale de nada la intención?

También ahora los recuerdos traídos a la fuerza resultaban insuficientes. Don Baldomero pretendía fijarlos en las márgenes de la libreta: desnudos escuetos que se ensanchaban, se metamorfoseaban en opulentos por la virtud de una línea: torsos, caderas, senos, que su mirada recorría golosamente.

—¡La intención! El infierno está lleno de buenas intenciones. Los recuerdos pasaban como ráfagas de luz y se desvanecían, a pesar de los garabatos. En cambio, la disputa con el Penitenciario se empeñaba en persistir.

—La verdadera razón de por qué eso es pecado no daréis nunca con ella. Siempre he creído que los moralistas han enfocado mal la cuestión.

—¿Vas a decirme que san Alfonso María de Ligorio…?

El café y el aguardiente se habían terminado, y el segundo pitillo agonizaba. Miró, con desaliento, la hora. ¿Estaría despierta todavía? Había visto, al pasar por delante del cine, que el protagonista era Gary Cooper. A lo mejor, no le gustaba a Lucía.

—Señor, perdóname mis pecados, pero ayúdame. Es una pobre mujer, y Tú ya sabes que, si el domingo es un poquito feliz, pasa de mejor humor la semana.

Pero a veces el Señor no escucha las plegarias: hay un sistema de causas segundas que lo estropea todo.

Todavía fumó otro pitillo antes de subir. Tiró la colilla. Al entrar, la habitación estaba a oscuras, pero Lucía rebullía.

—No enciendas, por favor. Me duele la cabeza.

Se desnudó en silencio y se metió en la cama. Sus pies buscaron los pies helados de Lucía.

Apártate, por favor.

—¡Estás tiritando!

—Mucho te importa a ti.

—Intento calentarte.

—¡Déjame en paz!

No había sucedido nunca. Se sorprendió y se sintió humillado, aunque, pensándolo bien, quizá fuese el modo como el Señor respondía a su plegaria. Pero, aun así, se sentía ofendido.

—¡Te digo que me dejes! ¿Lo estás oyendo?

—Pero ¿te das cuenta de lo que haces?

—Perfectamente.

Don Baldomero se sentó en la cama y encendió la luz.

—¿Para qué enciendes?

—Quiero verte la cara. No puedo creer que esto sea en serio.

—¡Completamente en serio!

Lucía se escondía debajo de la sábana.

—¡Lucía!

La sacudió, dejó al descubierto el hombro escuálido, y Lucía gritó, como si la hubiera lastimado. Volvió el rostro frío: guiñaba los ojos a la luz.

—No me da la gana, ¿entiendes? ¿O piensas que una mujer es una esclava? ¡Pues tengo derecho a gobernar mi cuerpo!

—Tu cuerpo no es de tu propiedad.

—¿Y el tuyo? ¿Es acaso de la mía?

—La moral dice con toda precisión que la esposa solicitada no puede negarse al marido, salvo en caso de enfermedad muy grave, que no es el tuyo.

—Pues yo me niego. Ya está.

—Es un pecado.

Se echó, con calma, fuera de la cama, y metió los pies en las zapatillas forradas que Lucía le había regalado. Al sentir la tibia lana, se enterneció. No tenía por qué armarle un alboroto, sino amonestarla suavemente, pero con precisión, de modo que todos los aspectos del caso quedasen claros.

—Es el pecado más grave que puede cometer una casada. Peor todavía que ponerme los cuernos.

Lucía se sentó en el lecho, rápidamente. Le miraban con fijeza sus ojos febriles.

—Sí, el peor pecado. Hay, además, la humillación. ¿O es que no te das cuenta de que acabas de humillarme? Otro marido hubiese…

Empezó a vestirse. No sabía por qué, pero se vestía. Lucía no le miraba, ni escuchaba la continuación de su perorata, con citas del P. Lugo, S. J., y declaraciones sobre la esencia del matrimonio y sus fines primarios y secundarios.

—Porque san Pablo lo dice claramente, y después de san Pablo…

Avisó que se marchaba al casino, y, antes de salir, puntualizó por última vez:

—Te hago moralmente responsable de mi conducta, si insistes en tu negativa.

Se alejó por el pasillo con pasos fuertes; pero, al llegar a la escalera, le pareció que la escena quedaba manca, que algo importante, o, al menos, oportuno, faltaba por decir.

Volvió a la habitación, se detuvo ante la puerta y escuchó: le pareció que Lucía sollozaba, y se sintió victorioso, con ganas de remachar la victoria.

—Si te queda alguna duda, pregúntalo al confesor —dijo; y volvió a escuchar, por si Lucía respondía, o le daba pie para entrar y quedarse. Pero Lucía no respondió: ni aun con sollozos. «Es una terca».

—¡Ah! —añadió, entreabriendo la puerta—. Comprenderás que, en estas circunstancias, están de más las misas en el convento. No puedes comulgar en gracia de Dios, ni nada de lo que reces vale mientras no cambies de propósito. ¡Anda, que te lo explique más claramente fray Ossorio!

Esto lo oyó Lucía, lo recogió en el corazón, lo situó al lado de las palabras que la acusaban de pecado peor que el adulterio. Sin un temblor, sin que el ánimo se le encogiese aterrado, sino con gran paz. Peor que el adulterio, lo peor de todo. Y no le daba miedo, sino sosiego. Dejó de mirar la pared frontera para mirarse adentro, porque la tranquilidad le sorprendía: hubiera esperado lucha, arrepentimiento, dolor de corazón, propósito de enmienda, quizá salir al pasillo y llamar a Baldomero, para cambiar en seguida de opinión, rechazarle de nuevo, encastillarse en la negativa, decir que no porque le salía de dentro, cuando el miedo del infierno la empujase a aceptar. Pero aquella paz le brotaba como una luz de la conciencia de pecado, y la inundaba toda; y aquella convicción de que cualquier cosa que hiciera sería menos pecaminosa: como si sus posibilidades de pecar hubiesen hecho la más alta diana.

—Peor que el adulterio.

Se dejó escurrir entre las sábanas con el cuerpo estremecido de alegría y no cerró los ojos en la oscuridad. Su voluntad anhelaba que, aquella noche, se abriese una puerta al diablo que, con la cara de Cayetano, la visitaba en sueños. Un diablo corpóreo, de manos rudas y fuertes, de mirar aprisionante, por cuyos brazos deseaba ser estrujada.