IV
Cenaron, con fondo de flamenquerías anticuadas al gramófono, sin que las palabras importantes volviesen a surgir; sino que Carlos, solicitado por doña Mariana, volvió a contar cosas de Viena y de como se vivía allí, de las diversiones de la gente y de las personas que sonaban en la ciudad; de lo que Carlos poco pudo decirle, ya que sólo sabía de los hombres de ciencia, de los líderes políticos y de algún otro artista. Doña Mariana no había estado nunca en Berlín, y Carlos lo comparó con Viena, las ciudades y las personas. Entró la Rucha con el recado de que Xirome quería ver a la señora. Doña Mariana mandó que pasase, y Xirome, desde la puerta, pidió permiso. Era un cuarentón de rostro curtido y cabello rubio, vestido de mahón deslucido, con botas de aguas, zamarra y una boina chica a la que daba vueltas entre las manos. Parecía muy apurado. Doña Mariana le mandó que hablase, y él contó la pelea habida en la taberna del Cubano entre unos marineros de su barco y unos obreros de la factoría. El bochinche se había armado porque los obreros, medio borrachos, se habían metido con «el señor Aldán», que hablaba a los marineros, según costumbre, de la revolución.
—¿Pudieron más los nuestros? —preguntó doña Mariana, interesada; y Xirome le respondió que, en general, los marineros se habían retraído, y que el suceso, todavía en marcha y en fase intermedia de disputa, parecía reducido a dos hombres de cada bando.
—¡Hay que pegarles! —casi gritó doña Mariana—. ¿Cómo andáis de vino?
Xirome le respondió que mal.
—Toma dinero, y paga una ronda, o dos, o las que hagan falta, a los nuestros, y si alguno tiene apetito, que coma también.
Se levantó briosa, salió un momento y volvió con un billete en la mano.
—Ahí va el dinero.
Xirome lo cogió con evidente sorpresa.
—¿No es mucho?
—Ya me traerás lo que sobre, si sobra. Pero me disgustaría que ganasen los de la UGT.
Xirome llevó la mano a la frente y salió pitando, la Rucha tras él. Y doña Mariana, antes de sentarse, cogió del anaquel una botella de licor y sirvió dos copas.
—Esto hay que celebrarlo.
Tendió la suya a Carlos.
—¿Qué es lo que celebramos?
—La paliza que mis hombres darán a los de Cayetano.
—No entiendo nada. Y menos esa mención de la UGT que usted ha hecho. Eso me ha sorprendido más que otra cosa.
—Los del astillero están afiliados a la UGT, sólo porque mis pescadores pertenecen a la CNT.
—¿Sus pescadores?
—Todos los barcos de pesca de Pueblanueva son míos. Un mal negocio, puedes creerme, en estos tiempos de poca pesca. Si liquido a cero la temporada me daré por contenta. Pero, aunque me cuesten dinero, no amarraré los barcos.
A pesar de la explicación, Carlos seguía sin entender. Había quedado con la copa de licor en la mano, sin probarla, y miraba a doña Mariana. Se atrevió a preguntarle, un poco en broma:
—¿Por filantropía?
—No, hijo. Por hacerle la pascua a Cayetano. Él quiere acabar con la pesca, no porque le estorbe en sus negocios, sino sólo por ser el amo de la villa, y que aquí nadie gane un real que no sea suyo. Y a mí no me da la gana.
Bebió un sorbo de licor de la media copa que se había servido.
—Ya sé —dijo luego— que al final ganará él, pero será cuando yo muera. Lo siento por los pescadores. Les hará pasar hambre y entrar por el aro antes de admitirlos en el astillero. Pero, los pobres, ¿qué van a hacer? El que me herede no estará dispuesto a jugarse el dinero por una terquedad mía.
Miró a Carlos con seriedad súbita.
—Tú, por ejemplo, no lo harías, ¿verdad?
—¿Yo?
Acaso no comprendas que con mi dinero, con mis tierras y con mis barcos pueda legar a quien me herede ciertas obligaciones morales. No creo, incluso, que ningún notario se atreviese a escribirlas en mi testamento.
Se puso de pie, y, por hacer algo, cogió la botella de licor y la devolvió al anaquel. De espaldas a Carlos, continuó:
—La gente es imbécil. Si se me ocurriera dejar mi dinero para un hospital, lo encontrarían razonable; pero si lo dejo para que se impida a Cayetano Salgado mandar en el pueblo y hacer su santa voluntad, que no es santa, lo encontrarían disparatado. Y, sin embargo…
Se volvió a Carlos. Sus manos se movían lentas, elocuentes.
—El padre de Cayetano es mi amigo. No fue nunca mi amante, y hoy es ya un viejo chocho, una ruina babeante, pero fue mi amigo, todo lo amigo que puede ser un perro fiel. A Jaime le duele la enemistad entre su hijo y yo, que no puede ser sino eso, enemistad. Jaime espera que el lío se arregle, como en las comedias, con una boda. Cayetano Salgado con Germaine Sarmiento. ¿Lo encuentras bonito? A la madre de Cayetano le parece de perlas, porque ella siempre soñó que su hijo fuera dueño de esta casa y de todo lo bueno que haya en diez leguas a la redonda. A mí me parece monstruoso. Si mi sobrina llegase a casarse con Cayetano, creo que mis huesos se levantarían y vendrían una noche a asesinarla.
Cerró los puños con brío.
—Cayetano es un asqueroso. Será la primera persona de quien te hablen en el pueblo, antes que de mí, porque a mí me odian, pero a él le temen. Te contarán que es un conquistador, que no hay mujer que se le resista, y el que te lo cuente tendrá sus razones para convencerte, porque es muy probable que su mujer, si es todavía joven, o su hija, si la tiene, se hayan acostado con Cayetano. Y yo me pregunto qué diablo tiene un hombre en el alma para portarse así.
Sonrió de pronto.
—Esa chica que vino contigo en el autobús, Rosario la Galana, es la de turno. Lleva un mes con ella, o cosa así; le durará el tiempo que tarde en encapricharse de otra.
Sonaron, en aquel momento, dos disparos lejanos, apagados los estampidos por la lluvia; y, luego, como un rumor de voces alteradas y de gritos. Carlos corrió a la ventana y la abrió. Al final de la calle, hacia el otro extremo del pueblo, se veían bultos de gentes que corrían, y, a los gritos que daban, se sumaban chillidos de mujeres.
—Eso han sido los del astillero —dijo doña Mariana.
—¿Quiere usted que vaya a ver qué sucede?
—No deseo que te mezcles en el lío.
—Sin embargo… —y por reforzar su deseo, agregó—: Recuerde que Aldán está allí.
Se acercó a la ventana y miró también. El tumulto parecía sosegarse; ya no gritaban las mujeres, y las sombras humanas desaparecían por una puerta.
—Es en la taberna del Cubano, algo así como el Cuartel General de los pescadores. Ve con cautela.
Carlos salió corriendo. Al pasar, cogió del perchero su gabardina, y se la puso mientras descendía las escaleras. Iba destocado, y sintió sobre la cabeza la lluvia menuda. Al alejarse de casa de doña Mariana sosegó el paso, y así llegó a la taberna, como el que pasea. No había encontrado a nadie en el camino, pero, de la parte del astillero, llegaban voces. Se detuvo frente a la taberna. Alguien discutía dentro, y la sombra de una mujer pasaba y repasaba por los vidrios de la puerta. La empujó. La taberna era pequeña. Un grupo de marineros rodeaba la mesa del rincón. La muchacha que iba y venía traía ahora una palangana llena de agua y una toalla. Al verle, se detuvo y todas las voces callaron. El grupo de los marineros se abrió: estaba entre ellos Xirome, con la boina puesta y un gran chirlo en la frente.
—Buenas noches. Soy médico, y pensé… Si ha pasado algo…
Un hombre sentado a la mesa y vuelto de espaldas se levantó y fue hacia él. Era largo, delgado, pelirrojo. Sujetaba con la mano, sobre la cabeza, una toalla ensangrentada. Le tendía la otra mano.
—¡Carlos! ¡Carlos Deza! Soy Aldán. ¿No recuerdas?
Carlos señaló la cabeza.
—¿Estás herido?
—¡Oh; no es nada, no te preocupes! ¿Cómo estás? Ya sabía que habías llegado.
También Aldán le mostraba afecto, aunque pareciese que deseaba hacerlo público, que se gozaba en abrazarle precisamente delante de los marineros. Se volvió en seguida a ellos y les explicó que era «el doctor Deza», de quien tantas veces les había hablado. Le fueron dando la mano, uno a uno, silenciosos, pero con un brillo caliente en las miradas, con un respeto franco y esperanzado. Los últimos fueron el Cubano y la moza de la palangana. Aldán la había olvidado, y ella, con voz plantada y briosa, innecesariamente briosa, le dijo:
—Yo soy Carmiña. Éste —señaló al Cubano— es mi padre.
Espigada, morena, de pómulos anchos; llevaba con gracia el vestido aldeano, y con una toquilla negra refrenaba la osadía juvenil de sus pechos.
El Cubano dijo:
—Está bien. Ahora vete, y deja al señor en paz.
—¡Vaya! ¿Y la herida de Juan?
Sin hacer caso a su padre, dejó la palangana sobre la mesa y atrajo a Juan por un brazo, hasta sentarlo. Descubrió la herida.
—¿Quiere verla? Me parece que no es nada.
Carlos se acercó. Era una brecha pequeña, bien lavada ya. Mientras Carmiña secaba la sangre, Aldán explicó que le habían tirado una piedra, y que la reyerta había sido entre trabajadores del astillero y marineros.
—Ya sé. Los de la UGT contra los de la CNT. Para ser más precisos, entre esclavos y hombres libres —respondió Aldán, con énfasis; y con un gesto circular mostró a los hombres libres.
Y el Cubano agregó, apasionadamente:
—Eso, eso. Entre esclavos y hombres libres. Nosotros defendemos la libertad.
Pero Carmiña estaba en desacuerdo. Mientras retorcía la toalla, corrigió:
—No haga caso, señor. Tan locos unos como otros. Lo que les gusta es darnos pesar a las mujeres. ¡Libres y esclavos! ¡Si cada cual pensase en lo suyo, y se dejasen de peleas!…
Envolvió con la toalla húmeda, a guisa de turbante, la cabeza de Aldán.
Ahora aguarda así, hasta que llegue el boticario. Digo, si el señor no manda otra cosa. Podemos echarle aguardiente, si le parece mejor.
Carlos comprendió que se esperaba un consejo profesional; que quedaría muy bien respondiendo a Carmiña: «Sí; échale un poco de aguardiente»; pero se limitó a decir:
—No es nada y está limpia.
—El boticario ha ido por árnica y esparadrapo.
Carmiña se encogió de hombros y salió. Aldán, agarrada la toalla, empezó a contar lo que había sucedido.
—Pero eso es una agresión —le respondió Carlos—. ¿Por qué no los denuncias?
Los marineros y Aldán se miraron, sonriendo.
—¿Denunciarlos? ¿No sabes que el espolique de Cayetano es oficial del juzgado?
—Considera —intervino el Cubano— que el señor es recién llegado, y que no sabe…
Le explicaron que Cayetano tenía un hombre de confianza en el Ayuntamiento, otro en el juzgado, otro en la parroquia. Gente adicta, bien pagada. Romperían la denuncia, y, además, cualquier noche darían una paliza al denunciante.
—Nosotros —añadió el Cubano al final del relato— estamos contra esto. No somos asalariados de nadie. Yo trabajé en Cuba y sé lo que es la libertad.
Mostró una pierna de palo.
—Por defenderla en una huelga, perdí la pierna.
Los pescadores asentían, como si hubieran sido testigos. Debía ser una historia muy conocida, que confería al Cubano autoridad y heroísmo.
—Sí, fue en el catorce, el mismo año de la guerra. Yo estaba de capataz en el «Sarna», un ingenio de azúcar.
Se abrió la puerta y entró un caballero de media edad, con un paraguas chorreante, un impermeable negro, muy deteriorado, y una gorra de visera a cuadros. Fue derecho a Aldán.
—Vaya. Aquí está el árnica. ¡Llueve a Dios dar agua!
Aldán señalaba a Carlos con la mano libre. El recién llegado se volvió.
—¡Ah! ¿Usted? ¡Entonces, ya no hace falta el árnica!
Se secó la mano y la tendió a Carlos.
—Soy Piñeiro, Baldomero Piñeiro, farmacéutico. ¿Cómo está usted? He conocido a su padre. Claro que yo era, entonces, un rapaz, pero lo recuerdo bien, muy señor, de buena figura, siempre solitario. De una raza que no hay.
Carlos respondió con unas cortesías. Piñeiro retenía, aún, su mano.
—¡Ah, si hubiese hombres como su padre! No nos veríamos como nos vemos, bajo esta tiranía.
Se volvió a Aldán.
—¿Le explicaste?
Aldán afirmó con la cabeza.
—A esto llaman libertad —continuó Piñeiro—. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», que dijo no sé quién. Usted lo sabrá, acaso.
—No lo recuerdo.
—No importa. Yo, tampoco. Tenía razón. ¡Ya lo creo que tenía razón!
De pronto frunció la frente.
—Oiga. No me tome usted por uno de éstos —señaló a los marineros agrupados—. No soy de la CNT, sino monárquico. Los señores y yo somos amigos, a pesar de la discrepancia política, y aliados contra el enemigo común.
Olía a aguardiente. Carlos examinaba su rostro arrugado y expresivo, la nariz colorada de bebedor, los ojos azules, un poco velados. Por debajo de aquella cabeza de carácter, a la que la visera daba el aire de un pájaro en esquema, algo apasionado e inteligente, rompía con destellos agudos el velo de la mirada.
—Monárquico. De los de antes, claro. Absolutista.
Y como Carlos pareciera no entender, preguntó:
—¿Sabe usted lo que es el absolutismo? ¿No oyó hablar nunca de eso?
Se disponía a informarle, pero la intervención de Aldán, reclamando el árnica, dejó a Carlos en provisional ignorancia. Don Baldomero limpió de nuevo la herida, le aplicó un apósito y lo sujetó con el esparadrapo. Carlos se había sentado, y alguien le servía una taza de vino. Carmiña salió de la cocina y le puso delante un plato de sardinas fritas.
—Otra cosa no habrá, pero vino y sardinas las hallará siempre en esta su casa.
Don Baldomero explicaba al auditorio el contenido del absolutismo y su conveniencia para la redención de las clases humildes. En tiempos de los grandes reyes, la monarquía y el pueblo se habían aliado contra los tiranos y los habían vencido.
Hubo un momento en que la presencia en público de Carlos pareció agotar sus efectos, o en que quizá unos minutos más entre los marineros le pusiesen en riesgo de familiaridad excesiva, o simplemente que allí no hubiese ya nada que hacer. De repente, y como sin causa, Aldán y don Baldomero mostraron deseos de marchar y ofrecieron acompañar a Carlos hasta su casa, y, sin que él hubiese accedido, se levantaron. Xirome echó un vistazo a la calle, por si había enemigos; dijo que no, y esperó, sujetando la puerta, hasta que los otros salieron. Todos los marineros se habían puesto en pie, y como Carlos quisiera darles la mano, Carmiña intervino:
—¡Vaya! Dígales adiós, y basta. Lo mismo hicieron cuando vino el diputado. Como si no tuviera más que andar dando la mano a todo el mundo.
Tenía autoridad entre ellos. Los marineros, el propio Cubano, retiraron las manos. Carlos, embarazado, golpeó a alguno en las espaldas, dio las gracias al Cubano por las sardinas y el vino, y prometió volver otro día, más temprano y con mejor apetito.
Iba Xirome delante, y Carlos entre Piñeiro y Aldán, cobijado por el paraguas del boticario. Por encima del rumor de la lluvia se oían las olas golpear contra el pretil; Carlos las escuchaba con más atención que la charla de Piñeiro, un poco gárrula, repitiendo lo ya dicho sobre Cayetano y su tiranía. Las había escuchado durante la tarde entera, desde que la sirena del astillero había hecho callar el estruendo de las remachadoras, y los ruidos naturales de la lluvia y la mar, las voces lejanas de las gentes, reaparecieran.
—… pero lo que sucede es que en este país, desde que vinieron los liberales, no hay autoridad.
—Mejor sería decir desde que los liberales no supieron hacer un estado.
—¿Un estado liberal? ¡Prefiero la anarquía, que, al menos, es el desorden sin careta!
Carlos se sentía ajeno y sin embargo, comprendía que aquellos problemas debieran interesarle. Se esforzó por seguir a don Baldomero en su razonamiento, pero no lo entendía.
—Bueno —intervino una vez—. ¿Y por qué aquí no se gobierna la gente en paz, como en el resto del mundo?
Don Baldomero se detuvo.
—Es que no estamos en el resto del mundo.
Lo dijo con énfasis, y Carlos tampoco comprendió la razón del énfasis.
—¿Y qué?
—España no pertenece al mundo. España, ¿entiende?, es un mundo por sí sola.
Aldán, al detenerse, había quedado fuera del paraguas. Acercó a las otras su cabeza aquilina.
—Carlos no ha vivido en España los últimos años, y no nos puede comprender. Pero quizá…
Se detuvo un instante.
—Somos como Rusia. ¿Comprendes, Carlos? Un país como Rusia. Al margen del mundo. Por eso hay aquí absolutistas, como Piñeiro, y anarquistas, como yo.
—Usted está loco, Aldán. No me venga con monsergas. Usted no es anarquista porque España sea como Rusia, sino porque ya no hay Inquisición.
Cogió a Carlos fuertemente por un brazo.
—Voy a explicarle… Pero no; aquí no. ¿Por qué no vamos a mi casa?
—¿A estas horas?
—¿Qué importa la hora? Venga. Tomaremos unas copas y le presentaré a mi señora.
Carlos indicó que, si tardaba, doña Mariana podría preocuparse.
—Le mandaremos recado por Xirome, que va hacia allá. ¡Venga, venga!
Tiró de él, hacia arriba, por una calleja empinada, por cuyas losas resbalaba el agua con rumor suave.
—Y usted también, Aldán. Vamos a mi casa. Hay un brasero y una botella.
Sin embargo, don Baldomero no pudo dar las explicaciones anunciadas. Llegaron a la botica y entraron a la trastienda. Una mujer, vestida de trapillo, con bigudíes en el pelo, leía, sentada en una mecedora, a la luz de una lámpara con pantalla verde. Apenas se movió al ver a Piñeiro; pero cuando Carlos asomó por la puerta, dio un grito y salió corriendo hacia el fondo.
—¡Ay! ¡Cómo me cogió!
—Creo —indicó Carlos— que no debiéramos haber venido sin avisar.
—No se preocupe. Ya sabe cómo son las mujeres.
La rebotica era una estancia alargada y húmeda, con anaqueles en que los paquetes de específicos se mezclaban con libros envejecidos y rollos de periódicos. Había un par de retratos —los Reyes Desterrados— y una estampa grande, antigua, descolorida, del Sagrado Corazón de Jesús.
—La pobre Lucía no tiene mucha salud —continuaba Piñeiro—. Se pasa el día leyendo, cuando no está en la iglesia. Es muy religiosa, pero, como todas las mujeres, un poco coqueta.
Lucía regresó después de un rato. Se había peinado y emperifollado. Traía una bandeja con galletas y vino dulce, y después de dejarla sobre la camilla, tendió a Carlos una mano delgada y febril. Se excusaba de la huida.
—Este marido mío tiene la costumbre de llegar, de repente, con visitas, y una…
Tendría treinta años. Un poco pálida bajo los polvos y el colorete que se había echado precipitadamente. Bonita y un poco vulgar. Al hablar, no terminaba las frases, como si la presencia de Carlos la intimidase.
—Si quieres, puedes acostarte. Venimos a hablar de política.
—¡Vaya por Dios! La tienes a una sola todo el día y para una vez que…
Se volvió a Aldán:
—¿Fue una pedrada? Ya me dijo Baldomero…
Y, en seguida, a Carlos:
—Ya le habrán explicado quién es Cayetano. Se lo habrás explicado, ¿verdad, Baldomero?
Y como si la explicación de Piñeiro no hubiera sido suficiente, agregó:
—Una vergüenza. Sobre todo, para las mujeres. No respeta a nadie.
—Mujer, tú, por fortuna, no puedes decirlo.
—¿Qué sabéis los hombres? ¿O es que no hay otros modos de faltar al respeto que tocar o decir groserías? Hay también miradas, y de las miradas de Cayetano no se ha librado ninguna, ni yo misma. Aún ayer…
Se detuvo, como si fuera a decir algo inconveniente.
—Y eso que ahora, desde que tiene a la Galana, anda un poco más calmado. Lo malo son los días entre una querida y otra. Le aseguro que nos mira a todas como si fuese al mercado, a ver a quién va a comprar.
Carlos preguntó por la Galana.
—Ahí tiene usted: una moza decente. Costurera. Se hubiera casado con un hombre de su igual. La vio Cayetano, le dijo dos cosas, y metió a su padre y a su hermano en el astillero. ¿Qué iba a hacer ella?
—¿Qué iba a hacer? Mandarle a paseo. Es lo que haría una mujer decente. Lo que pasa es que, en este pueblo, no hay moral.
—¿Qué sabrás tú?
—Digo que no hay moral. Un pueblo donde todo tiene su precio, y donde el único que puede comprar es Cayetano, es un pueblo sin moral. Entiéndalo, Carlos. Ha caído usted en un pueblo donde todo puede comprarse y donde no hay más que un comprador.
—Todo, no, Baldomero. A mí no puede comprarme Cayetano —dijo Lucía, como ofendida.
—No pensaba en ti. Tú…
—¿Sabe por qué no pensaba en mí? No porque sea decente, sino porque ya me considera vieja para gustar a nadie, y porque estoy un poco enferma.
Miró a su marido, sonriente.
—Sin embargo, sabes de sobra que a Cayetano le haría mucha gracia…
En fin, que le gustaría deshonrarte… Si yo no fuera como soy… ¿Conoce usted al padre Ossorio, don Carlos?
—Apenas he llegado. Para ser el primer día, ya conozco a mucha gente.
—El padre Ossorio es un hombre extraordinario.
—Un chiflado —intervino Aldán.
—Calla, hereje. Sabes de sobra que es un santo. ¡Cuando usted le oiga, don Carlos! ¡Si viera usted qué bonita es la religión explicada por él! Es el director espiritual de un grupo de señoras y chicas con las que Cayetano no se atreve. Gracias a él… En fin: Aldán puede explicarle. Su hermana Inés es una de las nuestras.
—También yo puedo explicarle —dijo, con voz grave, Baldomero—. Es un fraile que no me gusta. Estuvo en el extranjero y entiende la religión a su modo. Para mí, un hereje. Todo lo que sea entender la religión de otro modo que nosotros es herejía.
—¡Qué sabrás tú!
Discutieron, marido y mujer, sobre el padre Ossorio, con intervenciones breves, burlonas, de Aldán. Carlos escuchaba y peleaba contra el sueño. No conseguía interesarse por la conversación. Aldán advirtió sus bostezos, propuso dejar la disputa para otro día. Momentos antes, Carlos había intentado descubrir, por debajo de las palabras y del rumor de la lluvia, el de las olas, cada vez más fuerte. Cuando salieron, de la ría venía un viento furioso, ruidoso, que envolvía al pueblo en un rumor más alto que el de las remachadoras. Las olas golpeaban el parapeto, y su espuma saltaba a las losas de la calle. Pasaron junto a un hombre, que, indiferente al viento y a la lluvia, tocaba la flauta en un rincón. Tocaba un aire burlón, el chotis de una revista musical reciente. Saludó, al pasar el grupo, y Carlos lo identificó como la primera persona que había visto en Pueblanueva, el loco de la pajilla y el bastón.
Le explicaron que se llamaba Paquito el Relojero, famoso por su memoria y por su habilidad mecánica, y que era una víctima más de Cayetano, pero no dijeron por qué.
La despedida fue larga por el pretexto de la lluvia; pero ni Aldán ni el boticario se avinieron a subir al piso de doña Mariana, como Carlos proponía, y tomar algunas copas, de modo que se estuvieron un buen rato en el zaguán. Aldán, extraordinariamente animado, habló por los codos, no de política, sino del pasado: los veranos que pasaban juntos Carlos y él, durante las vacaciones; lo que jugaban, lo que hacían y la amistad que entonces se tenían. Carlos lo recordaba todo perfectamente, y algunas veces se adelantaba a Aldán en el recuerdo. Escuchándoles, se convencía don Baldomero de que antaño habían sido uña y carne, y de que, en aquellos tiempos pasados, Cayetano Salgado no era más que un mozalbete tímido y torpe de modales, aunque hijo de rico, segundón en juegos, expediciones y jornadas marítimas. Calló Aldán, y no recordó Carlos que, el último verano pasado juntos, Cayetano había aparecido con un balandro flamante, regalo de su padre, y que desde aquel momento el mando y la importancia había pasado a sus manos, sin que Aldán o Carlos osasen discutírselo.
Se marcharon, por fin, en una escampada breve, porque, nada más alejados unos minutos, repitió la lluvia. Don Baldomero ofreció la rebotica como refugio, y unas copas de aguardiente. Aldán las aceptó. Entraron sin meter ruido, para que doña Lucía no se enterase y no le diese por bajar a estorbarles. La primera copa la bebieron de pie: Aldán ponderó la fuerza del aguardiente y la hermosa color con que las yerbas lo teñían. Don Baldomero se consideró en la obligación de repetir, y bebieron la segunda ya sentados. El calor de la camilla convenía para secar las botas húmedas.
—¿Qué le parece Carlos? —preguntó Aldán.
—Es un tío simpático y campechano. De eso no hay duda.
—¿Piensa que será capaz de desbancar al otro?
—¿Desbancarlo? ¿Qué quiere usted decir?
—Mandar en el pueblo.
Don Baldomero se encogió de hombros.
—Vaya usted a saber. A lo mejor se marcha pronto.
Aldán tendió sobre la mesa la mano descarnada y golpeó el tapete.
—Entendámonos, ¿eh? Yo, por principio, soy enemigo de que nadie mande, pero ante una situación de hecho, prefiero a Carlos Deza. Es un intelectual y se avendrá a razones.
A mí, sólo me lo hace sospechoso el que sea intelectual, como usted dice. Los intelectuales han sido la plaga del país. Incluyo también a los de derechas, como puede imaginar. Por lo demás, me parece un tipo excelente.
—Yo no comparto sus prejuicios.
—Porque tiene usted otros.
—Exactamente. Pero no vamos a compararlos ahora, ni a discutir cuáles sean mejores. Yo soy un político, y reconozco como superiores los principios que al final venzan. Es decir, los míos.
—Los de usted no vencerán jamás.
—Eso ya se verá; pero insisto en que no lo discutamos. Lo que aquí se trata es la conveniencia de que Cayetano Salgado deje de ser el amo del pueblo para que lo sea Carlos. Más que de la conveniencia, de la posibilidad. Es algo sobre lo que usted y yo podemos ponernos de acuerdo.
—¿Es que piensa usted que le sería fácil manejar a Carlos?
Aldán bebió delicadamente un sorbo, y lo paladeó.
—Lo que estoy proponiéndole —dijo en seguida— es una cuestión de ética, no de política práctica, y menos de política inmediata. Se trata de establecer, teóricamente, la diferencia entre estar mandados por un zascandil o por una persona decente.
—¡Hombre!
—Entonces, pongamos los medios…
—¿Nosotros?
—Exactamente.
Don Baldomero rió, se le atragantó el aguardiente con la risa y tosió un rato.
—¡No diga bobadas! ¿Qué podemos hacer usted y yo? A usted le hacen caso unos cuantos pescadores que suman entre todos sesenta o setenta votos; a mí no me hace caso nadie. Pero aunque dispusiésemos de todos los votos del pueblo, ¿qué podríamos hacer? Ahora mandan en España eso que llaman las derechas republicanas, pero en el Ayuntamiento de Pueblanueva, los concejales de Cayetano tienen mayoría. Mientras tenga el dinero, mandará.
—Mientras tenga vida —respondió Aldán sombríamente.
El boticario le miró asustado.
—¿Qué quiere insinuar?
—Nada. Le digo con la mayor claridad que Cayetano mandará mientras viva. Luego, para que deje de mandar, hay que matarle. Jamás imaginé que Carlos pudiera sustituirle simplemente; yo no soy un soñador ni un imbécil. Para que Cayetano deje de gobernarnos y pueda hacerlo otro hace falta una tragedia.
—Usted está loco.
—No. Digo las cosas como son. Vivo en la realidad y veo claro en ella. Y si la realidad es ésta, ¿para qué vamos a engañarnos? Hay que matar a Cayetano.
Se echó para atrás en el sillón, empezó a hacer un pitillo y miró a don Baldomero con mirada casi terrible, un poco velada, sin embargo, por el aguardiente. Añadió al mirar una sonrisa que quiso también ser terrible, quizá terriblemente sarcástica, pero que no alcanzó el matiz apetecido, y quedó en muequecilla inocente.
—Hay que matar a Cayetano, pero en este pueblo no hay nadie capaz de hacerlo más que usted y yo.
Don Baldomero hizo un gesto de protesta, pero por el tono de la voz se advertía su complacencia indisimulable por que se le atribuyesen agallas suficientes para matar a alguien. Pensó que Lucía debería estar delante. Lucía, que alguna vez le había negado corazón para dar muerte a una gallina.
—¡Hombre! Eso es mucho suponer. Quiero decir… No es que yo no te sienta con riñones para matar a quien sea si lo considero justo. Pero de lo que se trata ahora… En fin, sea usted más claro.
—Écheme otra copa. Está muy bueno ese aguardiente. Para hombre de acción y presunto ejecutor de Cayetano, bebo poco y pienso mucho, y quizá sea un error. Un hombre como yo debía beber más, pero…
Hizo un gesto vago.
—… no tengo dinero y no me gusta que me conviden.
Don Baldomero le había servido y alargaba hacia él la copa colmada.
—Iba usted a decir…
—… que cuando llegué a este pueblo, hace ahora más de dos años, comprendí en seguida dos cosas: que había necesidad de matar a Cayetano, y que sólo yo sería capaz de hacerlo. Más adelante, cuando le conocí a usted…
—Pero ¿en qué se me nota que también yo…? En fin, que también yo tengo agallas.
—No sé. Pero eso no importa ahora. Lo que importan son las razones dialécticas que a usted y a mí nos permiten matar, y las especiales circunstancias por las que ni usted ni yo podemos hacer justicia.
Don Baldomero abrió los ojos asombrados.
—¿En qué quedamos?
—Una cosa es el poder moral, y otra… No sé cómo decirlo. En fin: si usted saliese ahora a la calle y se cargase a Cayetano, ¿sería lo bastante hábil para convencer al juez de que había cometido un acto justo?
—Es que si pensamos en el juez…
—Prescinda usted del juez. Piense usted en la opinión. ¿Hay alguien en el pueblo que no se alegre de la muerte de Cayetano? Sin embargo, ¿quién de ellos aprobaría la muerte que usted o yo, por las buenas…?
—¡No, no, no! Por las buenas, no. Usted acaba de decir que hay razones morales.
—Usted las tiene y yo también. Distintas, pero coincidentes en este caso. Usted y yo somos anarquistas, usted de derechas y yo de izquierdas. Usted es, además, teólogo, y sabe cuándo se puede matar lícitamente al Rey; las razones son aplicables al caso, y no hay más que hablar de esto. Yo estoy en la misma situación. Para mí, matar a Cayetano no sólo es un acto justo, sino un acto ejemplar y un acto necesario políticamente. Ahora bien, carezco de todo lo que pudiera justificarme ante la opinión. Ni siquiera pertenezco de derecho al partido anarquista. Nadie diría de mí que lo había matado por obediencia al partido. Y, en estas circunstancias, ¿qué podemos hacer usted o yo?
—Nada. Hablar y quedar de acuerdo, al menos en un punto. Yo tranquilizo mi conciencia pensando que, si hubiera inquisición, Cayetano sería quemado.
—Pero Cayetano sigue vivito y coleando y se ríe de usted, de mí y de todo el pueblo, cada mañana.
—Nos queda el consuelo de pensar mal de su madre. Yo lo hago también cada mañana.
—¿Y qué?
—Me tranquiliza mucho.
—No basta.
Aldán se levantó, y, al estar de pie, titubeó. Instintivamente buscó apoyo en el anaquel de los libros. Tenía la copa en la mano izquierda y movía la diestra con ademán oratorio.
—¿No ha pensado usted en las razones particulares?
—¿Cuáles?
—Las privadas, las domésticas. España es un país donde no es lícito matar al Rey si gobierna mal, pero puede matársele si ha seducido a la esposa, a la hermana o a la hija.
Don Baldomero palideció.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que usted tiene una esposa, y que si usted mata a Cayetano porque haya seducido a doña Lucía, la gente lo encontrará lo más natural del mundo.
Don Baldomero rebulló en el sillón, inquieto.
—Bueno, bueno, pero él no ha seducido a mi esposa.
—Lo hará. Es fatal que lo haga. Ha venido al puñetero mundo para eso.
—Yo tengo honor, y si mi esposa me engañase, la mataría.
—Y a Cayetano, ¿no?
—La mataría a ella. La que peca es la esposa adúltera. De él ya hablaríamos luego.
Aldán le miró con desaliento.
—Entonces, si usted me falla por una interpretación casuística del honor, seré yo quien mate a Cayetano.
Arrojó, violento, la copa contra el suelo. Rígido luego, se golpeó el pecho con solemnidad que el aguardiente hacía grotesca.
—¡Yo, seré yo! Sólo usted podía disputármelo, pero renuncia. Muy bien. Se lo agradezco. Sólo me falta saber si lo mataré de un puñetazo, o usaré la pistola o el puñal.
Don Baldomero, sin hacerle mucho caso, recogía, apurado, los vidrios rotos.
—¡Hombre, no me rompa las copas! Después mi mujer protesta…
—¿Es que le tiene miedo?
—¿Miedo? ¿Yo miedo?
Con los pedazos de la copa en la mano se irguió.
—Usted no tiene experiencia del matrimonio, y no sabe que una mujer, cuando se pone pesada, es más temible que unas viruelas.
Arrojó los cristales a un rincón y se sentó.
—Usted, Aldán, es un buen muchacho. ¿Por qué se le han metido en la cabeza esas ideas? La vida es hermosa para quien quiere vivirla; para usted, que carece de religión, sería ancha y florida como un buen jardín.
—Un asco.
—Usted no trabaja. Bueno. Usted no anda con mujeres. ¿Por qué? Usted no ha corrido jamás una buena juerga. ¿En qué consume su juventud? Hay que comer, beber y fornicar, y dejarse de pensar. El pensamiento es el mal. Si usted no pensase tanto, no andaría preocupado por esa idea de matar a Cayetano.
—Y si no pensase en matar a Cayetano, ¿qué pito tocaba yo en el mundo? ¿Qué pito tocaba, dígame? Ningún pito. Sería como esos macacos que van al Casino, a murmurar o a jugarse los cuartos. Esclavos en vacaciones. Da el amo una patada y todos se echan a temblar. Yo, en cambio…
Se adelantó hasta la camilla y extendió los brazos, en movimiento circular, como si los abriese al ancho mundo.
—Vea usted mi vida. Soy casto y sobrio. Soy un asceta. No trabajo porque no quiero colaborar en un sistema económico ignominioso. Pero he dado a mi vida una finalidad. Todos los actos de mi vida se encaminan a ese fin: matar a Cayetano. Ahora me llaman vago; cuando les haya libertado del tirano, comprenderán. Y si no comprenden, peor para ellos.
Apoyó las manos en la mesa, miró a don Baldomero, inquisitivo.
—¿Me entiende? ¿Entiende lo que digo?
—No.
Llegó Aldán a su casa con el abrigo empapado, desnuda la cabeza y chorreándole el agua. Había perdido en el camino el apósito de la herida, y una parte de la cara iba manchada de sangre. El agua enrojecida le resbalaba por el cuello y le manchaba la parte superior de la camisa. Pero la lluvia le había espabilado. Olvidaba poco a poco su conversación con el boticario, y pensaba en Carlos con alegría, porque Carlos le había reconocido, había estado cordial, le había reiterado la amistad antigua.
No entró en seguida. Se cobijó bajo el alpendre, enjugó las manos y lió un cigarrillo. Había luz en la cocina, y la casa estaba silenciosa, envuelta en el rumor sosegado de la lluvia. Sus hermanas ya habrían cenado.
Volvió a pensar en Carlos. Pensaba en él desde mucho tiempo atrás, desde que había comprendido cuál debía ser su misión personal en Pueblanueva, desde que la había aceptado y esperaba su momento. Necesitaba a Carlos, no, como pudieran pensar algunos, como colaborador, menos aún como cómplice, sino como testigo. Estaba claro que nadie en Pueblanueva —probablemente tampoco fuera de ella— entendería lo que tenía que pasar. Dirían, por ejemplo: «Aldán mató a Cayetano porque se acostó con Clara». O, acaso: «Lo mató por pura envidia; lo de Clara es el pretexto». Y estas versiones, más o menos ampliadas, más o menos mezcladas a eso que llamaban la cuestión social, saldrían en los periódicos de La Coruña y en los de Madrid, donde nadie reconocería, donde nadie recordaría al protagonista del suceso. Ni siquiera los pescadores que le escuchaban en la taberna del Cubano lo comprenderían enteramente, ni siquiera el Cubano pasaría de barruntos oscuros, aunque, eso sí, diría a sus amigos: «No está claro: hay algo que nosotros no entendemos», porque el único que podía entenderlo era Carlos. Carlos discriminaría los motivos aparentes de los reales; Carlos comprendería enteramente el suceso en toda su grandeza. Para Carlos, Juan sería el hombre que acepta el destino y lo cumple sin vacilaciones y sin apresuramientos, esperando cada día la consumación de una etapa, que se anuda a la siguiente en un proceso de necesidad inexorable. Mas, para que Carlos lo comprendiera, tenía que conocer previamente las situaciones y las personas: saber quién era Cayetano y quién era Clara. Sobre todo, saber quién era él, Juan, y cómo era, y cuáles sus circunstancias. Tenía que revelárselo poco a poco, metódicamente, para que compusiese un retrato justo, un retrato de cuerpo entero y de alma entera. Carlos tenía que saber, por ejemplo, que él era poeta. Y tenía también que hacerse una idea exacta de Clara, una idea personal: tenía que llegar a despreciarla para no sentir, después, compasión. ¡Oh, esto era muy importante! Necesitaba que Carlos, a su debido tiempo, comprendiese que si la liviandad de Clara la convertía en instrumento —Clara es liviana, Clara se vendrá cualquier día a Cayetano—, puesta en otra situación se vendería igualmente: de modo que él, Juan, no la empujaba, no la provocaba, sino que aprovechaba su libertad. Como quien dice: una conjunción de circunstancias dramáticas y de personas libres entre las cuales se desarrollan unas relaciones que terminan con la muerte de una de ellas a manos de otra. Siendo idénticos los hechos —liviandad, seducción, muerte—, su calidad moral depende de quien los realice. No es lo mismo matar a Cayetano por una simple cuestión de honra —como lo mataría, quizá, el boticario, si se atreviese—, que salvar a un pueblo de su tirano por pura fidelidad a un destino moral. Esto, que nadie entendería, que muchos tomarían a broma si se intentase explicárselo, es lo que Carlos Deza debería entender. Todo lo demás, desde las predicaciones sindicalistas en la taberna del Cubano a su negativa a aceptar cualquier trabajo que pudiera comprometer su libertad de acción, no eran más que puro trámite.
Entró por el patín de la cocina. Clara, de espaldas a la puerta, fregaba la loza. Inés, en un rincón, cosía, alumbrada de un quinqué. Clara, sin mirarle, respondió a su saludo; Inés se levantó en seguida.
—¡Vienes sangrando!
Él sonrió.
—No es nada. Una piedra perdida. Se me ha caído la venda.
—Ven que te ponga algo.
Rebuscó en el canastillo que tenía delante. Clara había vuelto la cabeza.
—¿Te han sacudido? —preguntó.
—Una piedra perdida.
—Un día te traerán muerto.
Inés halló un trozo de tela blanca y lo rasgó.
—No seas bruta —dijo Clara—. Hay que echarle un poco de caña.
—¿La hay en casa?
—Siempre hay caña en casa —respondió Clara con amargura. Salió de la cocina, limpiándose las manos con el mandil.
—Ha llegado Carlos Deza, ¿sabes? —dijo Juan.
—¿Quién es?
—Carlos Deza. Pariente nuestro lejano. El del pazo del Penedo.
—¡Ah!
Esperaba de pie, con la tira de percal en la mano.
—Es un muchacho excelente. Viene de Viena, donde estudió la carrera de médico. Bueno, médico de locos. Se parece algo a mí, y me ha reconocido. De niños éramos amigos.
Clara regresaba con una botellita en la mano.
—Hemos recordado que jugábamos siempre juntos.
—¿De quién hablas? —preguntó Clara.
Juan explicó mientras le vendaban. Tampoco Clara había oído hablar de Carlos.
—¿Vas a cenar?
—No. He tomado algo por ahí.
—Hueles a demonios. ¿Es que vas a darte también a la bebida? Sólo te faltaba eso.
Clara volvió al fregadero. Con un esparto untado de jabón se restregó las manos ennegrecidas. Juan se sentó junto a Inés y, mientras ella cosía, recordó los veranos en que Carlos era su amigo y jugaban juntos.
—Venía a casa muchas veces, y también ha jugado con vosotras. A ti te quería muy bien, Inés.
—No lo recuerdo.
Clara preguntó, sin volverse:
—Y a mí, ¿no me quería?
—No muy especialmente.
—Sería raro que me quisiese —respondió, como sin dar importancia a la respuesta; parecía más interesada en la limpieza de sus manos—. ¡El puñetero hollín! —dijo—. No hay dios que lo quite, por mucho que se refriegue una.
Colgó el mandil en un clavo de la pared.
—Bueno. Voy a acostar a mamá. Hasta mañana.
Desde la puerta agregó, mirando a su hermano:
—Mucho debes de querer a ese Carlos, porque jamás te he visto de tan buen humor, ni tan amable como esta noche, a pesar de la pedrada.
Y ya en el pasillo oscuro:
—A ver si dura.
Juan iba a responder, pero los pasos de Clara sonaban fuertes en el fondo de la oscuridad. Inés no había levantado la cabeza: cosía el dobladillo de un abrigo rojo.
—Es un gran muchacho y tiene porvenir. Ya ves: si un día me dijese que quería casarse contigo…
Inés se pinchó un dedo con la aguja.
—¿Conmigo? No pienso casarme.
—¿Qué sabes tú?
Inés golpeaba el lugar pinchado con el dedal.
—Conviene que lo sepas, Juan. Voy a ser monja.
Dejó de coser, y miró a su hermano intensamente, con mirada resuelta, pero llena de amor.
—Me iré de casa, cuando en conciencia, ningún deber me retenga.
Tomó entre las suyas las manos de Juan. No dejó de mirarle.
—A ella le digo que me iré cuando haya reunido dinero de la dote, pero esto no es del todo cierto. No quiero que pueda decir nadie de mí que he abandonado a mi madre, ni que puedas pensar que te he abandonado a ti.
—Yo no tengo derecho…
—No se trata de eso. Y no hablemos más, porque nosotros nos entendemos, gracias a Dios, en silencio. Pero quiero que sepas que he comprendido a tiempo la importancia del deber, y que te lo agradezco.
Se levantó y recogió la costura. Antes de irse, añadió:
—Si me marchase ahora, sería una deserción, y Dios no estimaría un sacrificio que no lo es.
También Inés se retiró. «¿No te acuestas?», —dijo al marchar; y Juan le respondió que estaba desvelado, y que se quedaría a leer un poco, acogido al rescoldo del llar. Quedó en silencio la cocina, y casi a oscuras. Lejos se oían los pasos de Clara, que iba y venía, quizá acomodando a su madre.
Aquellas tres mujeres constituían su vida privada; las mujeres y la casa. Hacía tres años que vivían allí, que se habían refugiado allí. Al llegar, la casa estaba tan vieja como ahora, pero había más muebles. Se habían vendido casi todos, antes de que Inés trabajase, para poder comer.
Hacía tres años. En agosto había hecho tres años, el trece de agosto, dos días antes de la fiesta local, pero ya con el pueblo engalanado, con barracas en la plaza y cohetería en los aires, con gentes endomingadas que esperan la llegada del autobús para comprobar que todavía las fiestas de la Virgen atraen forasteros, a pesar de la República reciente.
—¿Quiénes son éstos, mamá? —había preguntado un niño, señalándoles con el dedo; y la madre le había respondido:
—Parecen saltimbanquis que vienen a las fiestas.
Juan lo había oído. Juan había mirado a su madre y a sus hermanas, y se había mirado: enlutados, renegridos, sucios del polvo del viaje, con el escaso ajuar a cuestas. Podían ser saltimbanquis, pero eran Churruchaos. La gente lo adivinó cuando les vio desfilar camino de lo que se había llamado el pazo de Aldán, y, entonces, les volvió a mirar: con burla o compasivamente.
—Tienen que ser los de Aldán. El padre murió hace dos meses.
—¡Pobres, cómo vienen!
Enlutados, renegridos, etc.
El padre había muerto dos meses antes. «Don Remigio Aldán y de Saavedra, falleció en Madrid el 27 de mayo de 1931. Su desconsolada esposa, doña Dolores Muiño; su hija Clara, comunican a sus amistades tan sensible pérdida…».
Sólo Clara.
—¿Por qué yo sola? ¿Y vosotros?
Había tenido que explicárselo él, porque su madre se negara a hacerlo, porque se había retirado, se había escondido a llorar, quizá a beber anís, mientras él lo explicaba a Clara.
—Nosotros, Inés y yo, no somos hijos de matrimonio.
—Pero ¿no sois, como yo, nacidos de los mismos padres? ¿No somos hermanos?
—Sí, pero sólo en cierto modo. Cuando naciste, papá y mamá ya estaban casados; pero, cuando nacimos nosotros, papá estaba casado con otra mujer. Somos adulterinos.
—Y eso, ¿qué importa? ¿No sois, de un modo u otro, hijos suyos?
Era una mala bestia sin principios, un ser primitivo y soez que sólo respondía a las incitaciones del hambre, del sexo y de la vanidad. Hablaba con desgarro de barrio bajo, con vocabulario y gestos de mercado. Su moral consistía en detestar la pobreza y quejarse de las deudas.
—Precisamente quiero que conste, a la hora de su muerte, que somos hijos suyos de otro modo que tú. Inés está conforme.
Inés no había hablado. Rezaba en un rincón, sin tristeza, serenamente. Parecía mentira que hubiese salido del mismo vientre. Pero a Inés la había hecho él. Las diferencias entre Inés y Clara las había creado él, paciente, valerosamente. Las había creado por su voluntad, para que fuesen distintas, para que nadie las confundiera.
El alma de Inés resplandecía: bastaba mirarle a los ojos; bastaba contemplarla, dulce, serena, por encima de sí misma. Juan pensaba que si él no era perfecto, si se veía obligado a simular y, a veces, a mentir, había sido, al menos, capaz de crear la perfección: Inés era la obra de sus palabras, de su paciencia, de su amor, y también de su rabia. Inés era su respuesta a la injusticia. Que, además de todo esto, fuese beata, era sólo un accidente inevitable.
Entró Clara con un lío de ropa, que arrojó a un canasto.
—¿No vas a dormir?
—Ya iré.
—Te va a coger el frío. ¿Quieres que eche unos leños al fuego?
—Bueno.
Mientras removía las cenizas, añadió:
—Encuentro a mamá peor. ¿No sería cosa de que la viese el médico?
—¿Para qué? No tiene remedio, porque de beber no va a quitarse.
No prendían los leños. Clara partió, con el hacha, unas piñas, y les puso fuego.
—¿Qué edad tiene ese amigo tuyo?
—¿Quién?
—Ése que acaba de llegar.
—La mía, más o menos.
—¿Y está soltero?
—Sí.
—No se le ocurrirá casarse en Pueblanueva.
—No creo.
Y por si Clara se hacía ilusiones, añadió:
—Aquí no hay mujer para él. Es un sabio. Todas las mujeres de aquí son toscas e ignorantes.
Clara le miró de reojo, dijo:
—¡Hasta mañana! —y salió.
La ocurrencia de Inés entristecía a Juan. Pero, en cierto modo, tenía razón para irse de monja. No había hombre para ella en Pueblanueva. ¡Oh, no la concebía casada con uno de aquellos cernícalos que jugaban al mus en el Casino y mataban el aburrimiento planeando bromas brutales! Pero ahora estaba Carlos.
Inés podía casarse con Carlos, quizá le bastase conocerlo para renunciar al monjío. A Carlos tenía que gustarle Inés, tenía que darse cuenta en seguida de que era una mujer excepcional, no sólo una mujer bonita.
Inés y Juan Aldán habían nacido de don Remigio, que pudo haber sido conde y no lo fue por andar siempre entrampado, y de Lola Muiños, coruñesa, alias la Cigarrera, durante el matrimonio de don Remigio con Eulalia Montenegro. Ni Juan ni Inés sabían que las escopetas de caza habían tenido que ver con su venida al mundo.
La reputación de Remigio Aldán en Madrid, allá por los últimos años del XIX, se apoyaba principalmente en sus trajes hechos en Londres y en sus escopetas de caza. Vivía para lucir los trajes y para mostrar las escopetas a sus amigos, y en estas operaciones consumía cantidades evidentemente superiores a sus ingresos. Para equilibrar sus gastos, se metió a financiero.
A los cuatro o cinco años de casado tuvo que pasar con su mujer un par de inviernos en La Coruña. Unas jugadas de Bolsa sin fortuna habían quebrantado sus ingresos, y había que ahorrar.
Pero, en La Coruña, el número de caballeros que se vestían en Londres era proporcionalmente más crecido que en Madrid, y, además, tenían la mala costumbre de apreciar más el número de pichones muertos que la calidad de las escopetas. Ahora bien, Remigio Aldán mataba muy pocos pichones, aunque él defendiese su buena fama de cazador asegurando que su especialidad eran los patos.
En general, no le creía nadie. Se daba cuenta, sufría mucho, y deseaba que el refuerzo de sus finanzas con la herencia de su mujer le permitiese el regreso a Madrid, donde la gente le creía o, al menos, aparentaba creerle. Pero su suegro llevaba tres inviernos muriéndose, y tardó otros dos en morir definitivamente.
Fue una espera larga, fueron dos años en que Remigio se sentía humillado cada vez que pisaba el Casino y alguien le preguntaba cuántos patos pensaba matar durante la temporada.
De pronto, un experto descubrió a Lola la Cigarrera. Había en el Casino especialistas en estos descubrimientos, verdaderos águilas husmeadores de mercados, vigilantes de salidas de talleres, zahorís de calles populares. Llegaba uno de ellos al Casino, y decía, por ejemplo:
—La hija de la Fulana se está poniendo muy buena. Habrá que pensar en ella el año que viene.
E inmediatamente todos tomaban nota, todos se proponían ponerle los puntos a la hija de la Fulana en cuanto hubiera ocasión.
Así fue revelada a los socios del Casino la existencia de Lola. Fueron descritas sus propiedades con meticulosidad casi científica, si bien con exceso de hipótesis. Pero sucedió que se mostraba esquiva a los primeros cortejadores, y que la peña de cazadores en descanso forzoso empezó a considerarla como pieza apetitosa por lo difícil.
Por qué Remigio tuvo más suerte que los otros, sólo puede conjeturarse. Persiguió a Lola, que tenía veinte años; la persiguió, primero, por cuidar de su reputación y porque no tenía mejor cosa que hacer; más tarde, porque le gustaba; finalmente, porque se había enamorado de ella. Y una noche, Lola, que vivía cerca de la Torre, le dejó entrar en su casa.
Guardó el secreto durante algunos días. Fue capaz de callarse la primera semana, pero, a la segunda, no le cabía en el cuerpo, se le escapaba como un sudor, como una sonrisa. Aquellas cosas, después de todo, había que contarlas. Fuera de la satisfacción personal, se hacían para que la gente las supiese, y mantenerlas ocultas era como el que tiene un buen traje metido en el armario. El traje en el armario y la aventura secreta se apolillan. Había que lucirla, aun a riesgo de que Eulalia se enterase. Lo exigía su buena reputación. Se decidió y lo contó al más indiscreto de sus amigos. Como no fue creído, invitó a que se hiciesen averiguaciones.
Cuando se supo en el Casino, Remigio fue respetado. Le preguntaron cómo había hecho, y respondió con una sonrisa picarona. Le propusieron cambiar a Lola por una finca con muchas perdices, y dio una bofetada al proponente. El escándalo conmovió a la ciudad durante un par de semanas. La reputación de Remigio subió unos cien enteros.
Cuando Lola le dijo que estaba embarazada, lo consideró como una fatalidad tan desagradable como las cuentas del sastre o del armero, pero igualmente inevitable.
Nació Juan. Doña Eulalia lo supo en seguida. Era tan orgullosa como tonta, y no podía concebir que nadie la humillara, ni aun su marido. Después de muchas vueltas, descubrió una razón que la tranquilizaba: «¡El pobre tiene tantas ganas de ser padre, y como yo no le doy hijos!». Durante diez o doce años, permaneció fiel a esta idea, y se valía de ella para justificar la conducta de su marido y la suya propia.
Pasaron los dos inviernos, murió el padre de Eulalia, y hubo dinero para marcharse a Madrid. Reforzada su capacidad financiera, Remigio se llevó a Lola consigo y le puso un piso modesto en la calle del Sombrerete. Eulalia lo supo, y se enteró también del nacimiento de Inés.
La existencia de Juan la preocupaba de vez en cuando, pero la de Inés la llenó de cuidados. Apenas nacida la niña, pensaba en su porvenir, pensaba en los riesgos que correría cuando fuese mayorcita, etc. Acudió al confesor, y como no halló respuesta satisfactoria, buscó otro, y otro, y otro, hasta que un fraile sentimental le aseguró que se hallaba en la obligación moral de apartar a aquellos niños del ambiente en que vivían, de cuidarse de su educación y casi, casi, de garantizar la salvación de sus almas, de las que sería responsable ante el Tribunal Divino.
Eulalia llamó, una noche, a su marido, puso las cartas boca arriba, y exigió que Juan e Inés dejasen la calle del Sombrerete y viniesen a vivir bajo su tutela. A Remigio le pareció monstruoso, pero cómodo, porque Eulalia no le había exigido que abandonase a Lola, ni nada parecido. Puso, sin embargo, algunas dificultades: «¿Qué va a decir la gente? ¿Y los criados?». Eulalia le respondió que lo tenía bien estudiado, que sus amistades no tenían por qué enterarse, y que con cambiar de barrio y de servidumbre, estaba todo listo.
La transferencia se efectuó en un mes de septiembre, al regresar del veraneo en Pueblanueva. Remigio se había quedado en el pazo, con veinte amigos y grandes esperanzas sobre los patos de aquel año. Eulalia, ella sola, recogió a los niños, los vistió de nuevo, los llevó al piso recién alquilado en la calle de Lista, y a la servidumbre que contrató dijo que eran suyos. No se cuidó de si la creían o no, ni le importó durante los años que le quedaron de vida, si sus amigas o las visitas de casa estaban en el secreto, y si la compadecían o la admiraban.
Empezó a vivir sólo para los niños y, sobre todo, para su salvación. A Inés le bastaría, seguramente, con la fe, pero Juan necesitaba algo más; necesitaba, por ejemplo, admirar a su padre, tan elegante y tan buen cazador, tan excelente caballero. Los trajes de Remigio, sus escopetas, su cortesía y aquellos sus modales imponentes fueron para Juan, asombrado, las señales externas de una eminencia humana que estaba obligado a alcanzar por el camino de la admiración imitativa. Y, a Remigio, la devoción de su hijo le satisfacía tan hondamente que, al menos en apariencia, procuraba acomodar su conducta al exquisito patrón trazado por Eulalia. Cada vez que un fracaso le metía en tristezas, procuraba consolarse con aquella seguridad de que, al menos para Juan, era un hombre sin tacha.
Se preocupó también Eulalia de consultar con un abogado la situación legal de los niños. El abogado le leyó la legislación sobre hijos adulterinos, y Eulalia la halló cruel. Tomó la determinación de adoptarlos en cuanto llegasen, ella y Remigio, a la edad prescrita; pero no le dio tiempo, porque un otoño la cogió un frío en la Red de San Luis, y se murió.
No se llevaba de este mundo otra pena que la suerte de las criaturas. Remigio tuvo que jurarle que, en cuanto pasase un tiempo decoroso, se casaría con Lola. El tiempo decoroso hubo que abreviarlo, porque Lola, ya en la treintena, había quedado otra vez embarazada, y puesto que las cosas se habían puesto fáciles, no había por qué traer al mundo otra criatura con irregularidades en el Registro.
Así, Clara María Eugenia fue la única hija legítima de Remigio y de Lola. Cuando nació, la Cigarrera empezaba a engordar, y a estar triste, porque Remigio no la quería como antes, o, más bien, no la quería en absoluto. Se había casado por fidelidad al juramento prestado a la difunta, cuya distinción, cuyas virtudes, cuya generosidad le conmovían después de muerta. Pero no se arrepintió enteramente de haberla engañado, no sintió necesidad de arrepentirse del todo, porque, como Eulalia había reconocido, a él le gustaban mucho los niños y su primera esposa había sido estéril.
A pesar del amor de los niños, antes de casarse con Lola dejó el piso de la calle de Lista y alquiló otro, mucho más modesto, en la del Conde Duque, frente al Cuartel. Allí se alojó Lola con sus hijos y una criada para todo. Remigio, por su parte, se fue a vivir a la Gran Peña, y no dijo a nadie que hubiera vuelto a casarse.
Ahora que Lola era su mujer, la visitaba con más tapujos y más espaciadamente que en la calle del Sombrerete. Le había enorgullecido como amante, le avergonzaba como esposa. Las pocas veces que pensaba en sí mismo, no dejaba de lamentar la ocurrencia final de Eulalia. Los niños le parecían muy bien, y hasta los quería, a su modo; pero a Lola la hallaba ordinaria, llorona, impresentable.
Inés y Juan iban a los mejores colegios de Madrid, porque también Eulalia así lo había dispuesto, y porque había dejado una manda en su testamento para que se les pagase la mejor educación. Con Inés no había problema, porque, entonces, las hijas de buena familia no solían estudiar bachillerato. Pero a Juan, en cambio, hubo de matricularle en un Instituto, y cuando Remigio tuvo en sus manos la partida de nacimiento —hijo natural de Lola Muiños Salgueiro, de veinte años…—, comprendió que el niño no podía enterarse de aquello. Inventó una historia para no matricularlo en Madrid, y lo llevó a Alcalá de Henares. Una escena patética con el director del Instituto, y unos duros al oficinista bastaron para que en la papeleta de examen el nombre de Juan Álvaro Muiños Salgueiro se transformase en un Juan A. Muiños sin más, que podía ser favorablemente interpretado. Pero al curso siguiente no volvió a Alcalá de Henares, por si una indiscreción —¿de quién, Dios mío? ¿De un bedel, de un catedrático mala sangre, de un chupatintas descontento?— revelaba al niño su condición bastarda. Entonces, marchó a Cuenca, un día antes de los exámenes, contó otra historia, pagó matrículas dobles, y Juan A. Muiño aprobó condicionalmente el primer curso, hasta que llegasen sus papeles de Alcalá de Henares. De esta manera, repitiendo el truco, pasó Juan el segundo curso en Ávila, el tercero en Ciudad Real, el cuarto en Valladolid, el quinto en Guadalajara. En el quinto hubo un tropiezo, porque Remigio fue reconocido por un funcionario que antes había estado en Cuenca, y que ahora vivía en Madrid, pero iba a Guadalajara tres días por semana. Se encontraron en el tren, y Remigio hubo de cantar de plano. Empezó a temer que el funcionario abusase del secreto, le convidó a comer, le dio coba, le hizo regalos, habló por él en el ministerio y consiguió su traslado a un centro de Madrid… Gracias a Dios, Juan terminó el bachillerato en Logroño.
«Ahora, lo mejor será que te vayas a la Argentina —le dijo—; no andamos muy bien de dinero, y no hay como América para rehacer una fortuna. En pocos años puedes volver millonario». Quería sacudírselo de encima, pero a Juan le apetecía más la Universidad, y Remigio no era capaz de facturarlo por las buenas a Buenos Aires. «Me parece bien que estudies, pero ¿qué carrera te gusta? A tu edad no se sabe bien para lo que uno sirve. Ya me ves a mí: soy abogado como si no lo fuera. ¡Ah, si hubiese sido ingeniero!». De modo que lo mejor era pasar un par de cursos de oyente, a ver si se aficionaba al Derecho, o a la Medicina… La cuestión era ganar tiempo. Cuando Juan decidió que el Derecho y las Letras le atraían igualmente, y que podía estudiar al mismo tiempo las dos carreras, Remigio lamentó que no le gustasen más las Ciencias Químicas, porque las Ciencias Químicas, con los adelantos, tenían un gran porvenir. Pero transigió. Sin embargo, a la hora de matricularse, andaba tan mal de dinero, que hubieron de dejarlo para septiembre, y en septiembre se prolongó el veraneo por razones misteriosas que desesperaban a Juan. «Mira, lo mejor será que vayas a la Universidad y estudies lo que te parezca, pero sin matricularte. Después que hagas el servicio, echas toda la carrera en un par de cursos, y no has perdido nada». Y así, Juan estudiaba lo que le daba la gana, o no estudiaba y se iba al Ateneo y leía, y asistía, desde un rincón, a las tertulias políticas y literarias, y andaba solo. Empezaba a tener conciencia de que algo le sucedía, sin saber qué: algo conocido de su padre, sólo de su padre, que evidentemente le engañaba, y le huía, y escurría la vista cuando Juan le miraba a los ojos. «¡Nada, hombre, no pasa nada, sino lo de siempre: que estamos mal de dinero y que hay que tener paciencia!».
Pero Juan no le creía. Juan sospechaba ya que, detrás de la fachenda impresionante de su padre, se escondía un pobre diablo tan cobarde como tramposo, o quizá tramposo por cobardía; un ser inquieto y acosado que no miraba de frente ni a los hombres ni a la vida, que tenía tanto miedo de la verdad como de los acreedores, y que se defendía con palabras vacías. Juan le perdió el respeto y dejó de amarle: se sentía burlado y necesitado de revancha. Inés también amaba a su padre: tenía que destruir aquel amor, hacer ver a su hermana que Remigio era un ser indigno. Tenía que conseguirlo, además, para que Inés le amase exclusivamente a él, para sentirse con ella solidario en el amor y en el desprecio.
Hasta que Juan fue llamado a quintas, y se enteró del secreto. Su padre tuvo que confesarlo, tuvo que explicarse, avergonzado: tuvo que disculparse también, aunque no lo consiguió: «¡Ya tenía veinticinco años, y a esa edad…! ¡Si supieras lo que he llorado en este tiempo!». Juan no le decía nada, ni le miraba siquiera, pero su silencio era tremendo. «Claro está que muy pronto lo arreglaremos. La Comisión estudia una reforma del Código Civil. En cuanto cambie el gobierno…». Mientras cambiaba el gobierno, Juan marchó a África y pasó allá todos los años de la guerra. Remigio pensaba piadosamente que una bala oportuna le ahorraría muchos sufrimientos, y Juan lo pensaba también, o, al menos, lo pensó durante algún tiempo. Pero terminó la guerra, y regresó a Madrid con galones de sargento, y un aire a la vez triste y terrible. Su padre le sugirió que se quedase en el ejército, que podía hacer carrera, y Juan le miró con desprecio, y se arrancó los galones dorados. Bueno…
Juan tenía una gran facha, aunque desgarbada y sin aliño. Miraba de frente al hablar, decía la verdad sin embarazo y sabía mandar: ¡dos años de sargento le habían dado una gran seguridad! Remigio empezó a pensar que Juan era un hombre importante. Allá en el fondo de su alma, le admiraba, quizá también le quería. Le gustaría verle contento.
«Ya verás. Estas gentes de la Dictadura vienen a transformarlo todo. La reforma del Código será un hecho en seguida. Yo soy amigo del General, como sabes, y tengo su promesa…». Juan se encogía de hombros, y marchaba a reunirse con poetas de vanguardia o con estudiantes comunistas. Otras veces, daba grandes paseos con Inés, la única persona de la familia a quien parecía querer. «Es natural. Al fin y al cabo…».
Evidentemente, Juan había dejado de respetarle. La admiración infantil, aquella devoción por el cazador irreprochable, por el incomparable dandy, que Eulalia había creado y cultivado, se había trocado en desdén, en mudo sarcasmo. Remigio hubiera dado cualquier cosa porque Juan volviera a estimarle. Se veían raras veces: Remigio censuraba al Gobierno sólo porque Juan tenía ideas radicales; pero Juan sonreía… Cuando empezó a hablarse de República, y supo que Juan andaba en conspiraciones, se hizo un poco republicano. Un día, Juan fue detenido y estuvo unos días en la cárcel. Al salir, su padre le llamó, le dio una carta y un paquete. «Toma esto, lee esta carta y entrega todo en Palacio». En la carta, con rebuscada impertinencia, Remigio devolvía al Rey su llave de gentilhombre. Juan rió a carcajadas y dejó sobre la mesa, sin explicación, la carta y el paquete. Al marchar, dijo: «¡Llévalo tú!». Y seguía riendo. Sin embargo, Remigio, con otra carta más cortés, envió la llave dorada, y al día siguiente le rogaron que pidiese también su baja en la Gran Peña. Entonces, se hizo francamente republicano, y se fue a vivir a una pensión barata de la calle de jardines, justo frente a la redacción de La Tierra. Juan desapareció de Madrid; se supo que se había sublevado en Jaca y que estaba en Francia, refugiado. Volvió al proclamarse la República. Remigio figuraba entre los que esperaban, en la estación del Norte, su llegada y la de otros estudiantes, pero Juan no se dignó reconocerle.
—«¡Ahora, cuando los republicanos reformen el Código Civil, me daré el gustazo de arrojarle a la cara su partida de nacimiento con nombre y dos apellidos!». Pero no le dio tiempo. Alguien le dijo, un día, que Juan andaba entre los incendiarios de las iglesias, y él mismo, desde su balcón, le vio mezclado a los que quemaban la de San Luis; se halló responsable, y no pudo más. Se sintió mal. Le dio una cosa al corazón, se metió en cama, y a los pocos días murió.
En su cartera hallaron unas pocas pesetas, con las que se pagó el entierro y la esquela en el ABC. Su familia quedaba sin un céntimo. Juan tuvo que buscar dinero. Cargado de méritos revolucionarios, había solicitado el ingreso en el Partido comunista, y esperaba que le admitieran, pero no le pareció decente pedir antes de la admisión unas pesetas, menos aún un empleo. Fue a visitar a un ministro radical, amigo de Remigio, y consiguió unos duros a cuenta de unos artículos, firmados, en defensa del republicanismo radical: los artículos fueron publicados, pero a Juan se le negó el ingreso en el Partido comunista. Entonces, se sintió derrotado y triste, se sintió más solo que nunca. La idea de marcharse todos a Galicia le pareció una buena solución, aunque fuese una renuncia. Durante el viaje meditó largamente sobre el anarco-sindicalismo y la posibilidad de agarrarse a él como tabla de salvación.