VIII
La carta del Arzobispo a don Julián llegó el día de Inocentes; y la primera persona a quien se leyó —porque estaba en la sacristía, tratando de lo suyo, y de no estar hubiera el cura corrido a buscarla— fue a doña Angustias.
—Eso es una inocentada —dijo ella; pero don Julián le garantizó que la carta venía de Santiago, con todas las de la ley, y que el Arzobispo era el Arzobispo, y que había de obedecerle; con lo cual doña Angustias marchó echando chispas, y aquella misma tarde congregó en su casa a toda la Cofradía, y a las presidentas de varias Cofradías más. Se despacharon a gusto, respetando siempre al Arzobispo, es lo cierto; pero el Arzobispo sólo podía parecerles respetable si se le suponía engañado, de modo que toda la responsabilidad, así como buena copia de malas artes hipócritas y embaucadoras, le fue atribuida, con generosidad de proporciones, a doña Mariana. Los respectivos maridos lo supieron a la hora de cenar, y Cayetano un poco antes. Se habló del caso en todas las partidas de tresillo e incluso en la más vil de siete y media. Unánimemente fue considerado como agravio a doña Angustias, y cuando llegó Cayetano, todo el mundo estuvo de acuerdo en que doña Mariana era una tal y una cual, y que aquello se estaba poniendo intolerable, y que debería destacarse a La Coruña una comisión de las Fuerzas Vivas Republicanas para tratar con el Gobernador de que doña Mariana fuese desterrada; pero Cayetano se opuso a toda colaboración en la revancha, y aunque no contó a nadie lo que pensaba hacer, todo el mundo le oyó decir «que aquella puta vieja se las pagaría». Era tan grande su malhumor, que perdió veinte duros al tresillo. Don Lino, ganancioso, se creyó en el deber de acompañarle hasta casa, ya de madrugada. Cayetano iba en silencio. Don Lino, cada vez que acariciaba en el bolsillo los duros contantes y sonantes de la ganancia, se sentía más locuaz. Dio varias explicaciones marcadamente sociológicas acerca de la supervivencia de la tiranía, y por si Cayetano no se había dado cuenta, analizó también la intervención, nada lucida, del Arzobispo. «Esto le ayudará a comprender que toda colaboración de la Iglesia con la República es pura filfa. La Iglesia no cambia, amigo mío. Es monárquica y feudal por naturaleza». Le sorprendió mucho oír a Cayetano:
—Por lo pronto, haré una capilla junto al astillero.
—¿Una capilla protestante?
—No seas bestia. Una iglesia católica, para que mi madre tenga el altar de la Virgen de Lourdes.
—Creí que usted no era católico.
—Yo, no; pero mi madre lo es.
Don Julián visitó a doña Mariana al día siguiente, y se enteró, con asombro, de que la iglesia entera iba a ser restaurada.
—¿Quiere usted decir restaurada por entero?
—Eso. Como si la hiciéramos de nuevo.
—Pero ¡es una locura! Con unas vigas de cemento, unas manos de cal, y tejas nuevas, no hay viento que la tumbe.
—Ése no fue el trato con el Arzobispo. La iglesia tiene mérito artístico y hay que respetarlo.
—¡Bobadas! Entonces, habrá que cerrar la iglesia.
—Queda la parroquial.
La noticia añadió matices al revoltijo; la gente se indignó más, pero, contra toda previsión, algunas posiciones de intransigencia fueron abandonadas. Don Lino, después de asegurar que la Vieja seguía siendo un personaje, más que odioso, peligroso, no pudo menos que aprobar la decisión restauradora; en primer lugar, la iglesia de Santa María de la Plata, que los gobiernos monárquicos no habían declarado monumento nacional a causa de su incuria, merecía todas las atenciones populares. «Al fin y al cabo, el pueblo es su verdadero propietario, y si hoy no se le reconoce este derecho, el día de la justicia no tardará. Entretanto, el capital cumple con su verdadera función empleándose en conservar el patrimonio nacional. La iglesia es del estilo románico más puro y la capilla de los Churruchaos, como sabes muy bien, una de las más raras muestras del estilo templario. Tiene mucho mérito, y debernos olvidar que los huesos que están allí pertenecieron a unos bandidos. Día llegará en que el pueblo exija entregar al viento sus cenizas, pero, ese día, defenderé con mi cuerpo las sagradas piedras. Sagradas, no porque la Iglesia las haya bendecido, sino porque están benditas por el arte de los canteros que las labraron». Fue muy aplaudido. Mientras hablaba, le habían servido cartas. Jugó una bola y la sacó.
Don Baldomero buscó adrede a Carlos. Como hacía buena tarde, aunque fría, fueron a pasear al malecón, vacío a aquellas horas, sino de marineros que saludaban y escuchaban. Preguntó. Carlos le contó lo que sabía.
—¿Y no le dijo si el Arzobispo le había dado alguna bula o algún perdón especial?
—No lo creo.
—Me quita usted un peso de encima.
Lo dijo con énfasis dramático, con sinceridad honda; y suspiró.
—Bueno. No creo que sea para ponerse así, don Baldomero. ¿Qué le importan a usted las relaciones entre doña Mariana y la Iglesia?
—Nada, salvo en un punto. La Iglesia no puede perdonarla. ¿Me entiende? No puede, y si lo hiciera, si lo hace alguna vez, mis convicciones sobre la justicia se quebrantarían.
Iba embutido en un abrigo estrecho y largo, las solapas levantadas y las manos en los bolsillos. Las sacó y sopló la punta de los dedos.
—Quizá le parezca mal que hable así de ella, porque es usted su amigo; pero yo soy un hombre honrado y no sé andar con hipocresías. Considere, además, que mis querellas contra la Vieja no se parecen a las del resto del pueblo. Si ella es Sarmiento, yo soy Piñeiro, y a otra cosa: hay un punto en que los absolutistas somos demócratas. Y si tuvo un hijo de soltera, hizo bien, puesto que sus medios de fortuna se lo permitieron. De modo que, si quiere usted entenderme, no me confunda con Cayetano, ni con el maestro, ni con ningún tipo de esos que ahora andan otra vez alborotados por lo de la capilla y el altar de Lourdes.
Carlos, espiado por la mirada inquieta de don Baldomero, no se atrevió a sonreír.
—Contésteme.
—Somos amigos, ¿no? Usted me ha hecho confidencias y sé a qué atenerme.
—De eso hablaremos después, u otro día. Ahora se trata de doña Mariana, de la que me veo obligado a hablarle mal: por imperativo de conciencia, aunque no, entiéndame bien, por razones morales. Si fuera por ellas, tendría que hablarle mal de todo el pueblo, y, entonces, empezaría por mí. Las beatas dicen que dio mal ejemplo, y cuando aparece preñada una chica, le echan la culpa. Eso no es cierto. Antes de nacer la Vieja, las solteras parían porque los trámites les habían apetecido. ¡Y ahora, con esto del cine! Volvemos a lo del otro día. La moral es la moral, el hombre es pecador, y eso no hay quien lo arregle. Y no piense que estoy del todo contra el cine. Mire: en cierto modo, es un remedio. Ahí tiene a mi mujer. Gracias al cine, los domingos por la noche se siente cariñosa. Claro que no piensa en mí, sino en un tío guapo que se llama no sé cómo, pero es igual.
Se detuvo y cogió a Carlos por los brazos.
—Le digo estas cosas porque el otro día quedamos en que usted es como un confesor. A las íntimas me refiero. Usted pensará que soy un cabrón; y que cuando mi mujer se arrima, a quien se arrima en realidad es al tío guapo del cine; pero podría demostrarle que está equivocado. Si existe adulterio mental, allá ella. Entre el tío del cine y Cayetano, prefiero al del cine. Permite guardar las formas. ¿Está usted de acuerdo?
—No.
—¿Cómo que no?
—Desde mi punto de vista, no.
—Pues cállese.
Parecía repentinamente aterrado o, quizá, dolorido.
—Cállese. No quiero discutir ahora de eso. Después de todo, es una superstición mía. No tengo pruebas de que mi mujer piense en nadie los domingos por la noche, ni siquiera de que piense. Pero si usted me convenciera de que, aun así, me pone realmente los cuernos, tendría que matarla.
Bajó la cabeza y miró a la mar. Bailaba, sobre las olas, una gamela.
Dentro, un rapaz la achicaba, chorro a chorro, con un bote de conservas.
—En el fondo, quiero a mi mujer, y cuando me acuesto con otra, pienso en ella. ¿Tiene tabaco?
Liaron unos cigarrillos.
—Usted es un hombre difícil, Carlos. Me deja hablar solo, me mira, me hace perder el hilo y acabo por sacar los trapos sucios a la luz. ¿Por qué me deja hablar solo?
—Si usted quiere explicarme por qué el perdón de doña Mariana por la Iglesia es una injusticia, ¿qué voy a hacer, sino escuchar?
—Podía usted estar de acuerdo conmigo.
Carlos se encogió de hombros.
—No he pensado jamás en el perdón de doña Mariana, ni siquiera en mi propio perdón.
—¿De veras? Entonces, ¿no es usted creyente? ¿Es cierto que no lo es?
—Tampoco puedo responderle. Pero usted, el otro día, se confesó a mí precisamente porque no lo era.
—El otro día —respondió don Baldomero con melancolía—, me hacía falta que no lo fuese. Hoy, si no lo es, ¿cómo va a entender que la salvación de doña Mariana será una injusticia? A usted no puede dolerle… Pero quizá algún día le duela, y entonces se acordará de lo que le dije. Entérese bien: el padre de la Vieja era masón, y trajo el liberalismo a Pueblanueva. Él tiene la culpa de que haya aparecido Cayetano, de que los obreros sean socialistas, de que don Lino enseñe el ateísmo a los niños de la escuela. ¡Él, sólo él! Pero su hija pudo deshacerlo. Si ella lo hubiera querido, habríamos levantado una muralla en medio de esas montañas, nos hubiéramos encerrado aquí, el mal no habría penetrado. Pecaríamos, sí, señor, como siempre, pero con esperanza. Ahora nos hemos cerrado las puertas del cielo. Estamos tan malditos como todos los españoles.
Hizo una pausa.
—Estamos, quizá, mucho más malditos que los demás, y yo maldito sobre todos. Más maldito porque conozco el camino y no me atrevo a seguirlo.
—El otro día me dijo usted que el camino no era fácil. Recuérdelo. Aquello de que Cristo había dicho…
—¡No, no! No es eso. Para salvarme no necesito ser virtuoso, sino sólo merecer, por algún acto mío, el arrepentimiento final. Volvemos a lo del otro día.
—Que usted no acabó de explicarme.
—¿Qué más da? Puedo explicarlo ahora. El secreto que nadie se atreve a decir es que los españoles nos hemos salvado, hasta ahora, por los méritos de España: España merecía por todos y para todos. Pero España ha dejado de ser meritoria, y nosotros quedamos en la miserable condición de cualquier cristiano. Si quieres salvarte, sé virtuoso. Si quieres salvarte, no robes, forniques, no tengas envidia. Sé bueno e irás al cielo ¿No lo encuentra terrible?
Hizo una mueca de asco.
—Así no se puede, amigo mío. Y no será porque no lo hayan vaticinado a tiempo. Mi bisabuelo, según le oí a mi padre, ya lo decía cuando la Virgen Santísima se apareció en Francia, y no en España, como debía ser. Fue una advertencia. No le hicimos caso: vino el liberalismo, vino la primera República, ahora viene la segunda… ¿En qué pararemos?
Carlos se encogió de hombros.
—No me lo pregunte. Le repito que no entiendo nada de lo que me dice, aunque me interesa.
—Yo se lo diré. Acabaremos en un país de desesperados, y la nación entera lo será también. Porque, amigo mío, se aguanta la vida cuando hay esperanza de salvación; pero, sin ella, ¿por qué vamos a aguantar? Lea los periódicos. Los obreros de tal sitio se dejan matar, los de tal otro prenden fuego a la fábrica, aquí y allá queman iglesias. ¡Naturalmente! ¿Para qué dejarlas en pie si no les sirven para nada?
—Bien; pero si es como usted dice, no veo que le quede ningún camino.
—Siempre está el monte —respondió, con brío, don Baldomero; y al decirlo, algo así como un envaramiento militar paralizó fugazmente su cuerpo—. Perdemos la esperanza si aceptamos este estado de cosas; pero si nos rebelamos, la esperanza puede volver al corazón.
—En cierto modo, es usted ya un rebelde.
—¿Qué idea tiene usted de la rebeldía? ¿Barafustar aquí y allá, poner verde al gobierno? No, amigo mío. La rebelión tiene que ser eficaz y pública. Echarse al monte con un fusil.
—¿Por qué no lo hace?
—Porque el demonio me tiene ya ganado; me hizo poltrón y borracho.
En el monte, además, no hay mujeres. Y, como usted comprenderá, no es fácil encontrar a ninguna que se avenga a la vida de soldado. Los tiempos han cambiado.
—Según eso, los muertos en esa guerra tendrían abierto el camino del cielo.
—Sí. Pero ¿quién se atreve a arriesgarse? Es muy fácil pensarlo. Yo mismo, que tengo escondidos en el corral un par de fusiles viejos, lo pienso a veces. Pero no hago más que pensarlo: me falta el coraje de los hombres antiguos. Hemos degenerado; el liberalismo nos hizo maricones a todos.
Señaló con el puño cerrado la casa de doña Mariana, medio escondida entre la neblina del atardecer.
—Por eso la odio. Sin ella, yo hubiera sido el amo aquí, yo hubiera levantado murallas contra el mal, yo hubiera capitaneado un valle de rebeldes, y todos seríamos felices. Ahora, ni ella vive en paz, ni nosotros. Cayetano se enriquece cada día, y nosotros nos odiamos los unos a los otros porque Cayetano es rico. Seduce a las mujeres, nos deshonra, y nosotros nos odiamos porque no podemos seducir a la hija del vecino y deshonrarle. Pisa nuestros derechos, y nosotros nos odiamos porque no podemos pisar el derecho del vecino. ¿Ha visto alguna vez situación semejante? Somos las víctimas de Cayetano, y nos detestamos porque no podemos ser como él y hacer lo que hace.
—Según eso, para usted Cayetano es el mal.
Don Baldomero se quitó la gorra y se santiguó.
—Dios me perdone, es el Anticristo.
El día siguiente era el último del año. Carlos se despertó temprano, y vio desde la ventana la mar en calma y el cielo claro. Discutía, delante de la puerta, un grupo de pescadores alrededor de Xirome, vestidos con ropas de aguas, como si fueran a embarcarse. Cerca del malecón, una pareja de bous, con las máquinas encendidas, lanzaban señales de sirena. Los marineros embarcaron en la gamela: desde la orilla, unas mujeres decían adiós. Entró la Rucha con el desayuno.
—Le ha venido recado de que pase por el Ayuntamiento. Le molestó.
Había hecho proyectos para aquella mañana.
—¿Qué me querrán? —preguntó a doña Mariana.
—Algo de contribuciones o de consumos.
Se sentó junto a ella y echó un vistazo al periódico.
—¿Queda muy lejos la casa de la Galana?
—¿Por qué lo preguntas?
—Prometí ir allá, y había pensado hacerlo hoy. Doña Mariana sonrió.
—Si vas en el carricoche, cosa de diez minutos.
—Mejor a pie.
—Hay una cuesta.
Carlos siguió leyendo los pronósticos del año próximo, los juicios del que iba a terminar.
—¿Qué podría llevarles de regalo?
—¿A quién? ¿A la Galana?
—A sus padres. Encuentro correcto corresponder al que me han hecho.
—¿Te refieres al pollo y a los huevos? Eso, hijo, forma parte de la renta. No tienes que corresponder, y, si lo haces, no te los quitarás de encima en toda tu vida.
—Quiero darles a entender que no soy un señor feudal. No están obligados a regalarme nada.
—Entonces, pensarán que eres tonto.
—No me importa.
Doña Mariana se encogió de hombros.
—Allá tú. Compra un pañuelo de la cabeza para la Galana vieja. Allí mismo, frente al Ayuntamiento, los verás en los puestos del mercado.
Carlos bajó al jardín, enganchó el carricoche y salió por la puerta trasera de la tapia. Estaban las calles llenas de gente que iba al mercado o regresaba de él. Se detuvo ante el Ayuntamiento y encomendó a un rapaz mirón el cuidado del carruaje. Iba a subir, pero lo pensó mejor:
—Iré a la vuelta.
Tenía prisa. Justificaba la prisa pensando que la casa de Rosario estaba lejos, y que si tardaba, ella se habría marchado ya a llevar la comida a su padre. No es que fuera a verla a ella, sino que la necesitaba de intérprete, porque la Galana vieja no hablaba castellano.
Compró el pañuelo, sin fijarse en el asombro que causaba a la vendedora y a sus parroquianas; y, después de pagarlo y guardarlo, compró otro, éste de encaje y para el bolsillo. Dio unas gordas al chico que le había guardado el coche, arreó el penco y salió del pueblo, hacia la carretera. Sólo cuando se hubo alejado, preguntó a unas mujeres por la casa de Rosario. Le indicaron el camino —una carretera lateral, con muchos baches—; la casa que estaba pasada la primera vuelta, junto al río, ahí al lado.
Era una casa de dos plantas, de techos rojos, encalada, con un huerto cercado y el hórreo sobre el cancel. Ató a un árbol las riendas gritó:
—¡Eh! ¿Hay alguien?
Se abrió la vidriera del piso alto, medio se asomó una cabeza y la ventana se cerró en seguida. Pasaron unos instantes. Rosario apareció en la puerta de la casa, atravesó el corral esquivando las gallinas: tranquila y seria.
—Buenos días, señor. ¿Cómo no mandó recado de que iba a venir? —abrió el cancel y quedó a un lado, mientras Carlos pasaba.
—¿No están tus padres?
—Mi madre está, sí, señor. Mi padre, a estas horas, trabaja.
—¿Puedo ver a tu madre?
—Sí, señor. Entre.
Alejó a las gallinas, de un grito. Carlos se dejó llevar. Entraron en la cocina y ella le ofreció una banqueta de pino.
—Siéntese. Ahora vendrá mi madre. Tomará una taza de caldo, ¿verdad?
Olía a caldo y a heno. Rosario se sentó junto a la piedra del llar, en una silla baja, y tomó, de un cesto de mimbres, una pieza de ropa blanca. Miróla Carlos, y se inclinó sobre la labor.
—Con permiso.
Empezó a coser justamente detrás de su cabeza, la olla humeaba. Una vaca y un becerrito asomaban por la media puerta de la cuadra. Todo estaba limpio: la mesa de pino, el vasar, las banquetas, el suelo de tierra apisonada. Del techo colgaban mazorcas de maíz y una zaranda con un queso y tocino. Carlos no la había visto nunca.
—¿Qué es eso?
—La zaranda, señor.
Añadió, explicando:
—Es para que los ratones no se coman el queso.
Volvió a bajar la cabeza. Se oyeron pasos en la escalera, pasos difíciles y pesados de reumático impedido.
—¿Por qué baja tu madre? Puedo subir si está enferma; o volver otro día.
—No, señor, no está enferma. Es ella así.
La vieja Galana apareció, y saludó en su media lengua, amilagrada de que el señor hubiera venido. Carlos se acercó para ayudarla a bajar, y la vieja Galana no lo consintió.
—¡No faltaba más, señor! Si me hace falta, tengo a mi hija.
—Déjela. Lo hace sola a todas horas.
La vieja Galana, sentada al otro lado de la mesa, inició una larga serie de consideraciones sobre los tiempos, sobre las lluvias, sobre el trabajo, sobre el campo que no da nada, sobre las rentas y los consumos, sobre las enfermedades y la muerte. Rosario, en silencio, puso una servilleta blanca sobre la mesa, una cuchara de boj y un pedazo de borona.
—También tomará vino, ¿verdad?
Vino tinto, que sacó de una jarra; y, después, una gran taza de caldo, humeante y compacto. Carlos protestó por la cantidad.
—¡Tómelo, señor, no nos haga desprecio! El caldo es la raíz del cuerpo.
Las patatas, el maíz, las habichuelas. Los cerdos van baratos. Los huevos no se pagan…
—No se lamente más, mi madre, que de hambre no moriremos.
—Por lo que tu padre y tus hermanos ganan en el astillero, gracias a Dios, no por lo que saquemos de la tierra con nuestro trabajo.
—No se lamente más, mi madre.
Parecía disgustada y, al mismo tiempo, resignada. Se desentendió de la conversación y empezó a preparar la comida del padre y de los hermanos.
—Quería decirles —Carlos aprovechó un resquicio en la charla de la vieja Galana— que agradecí mucho el presente de Navidad, y que les traigo el mío de Año Nuevo.
Puso sobre la mesa los paquetes de los pañuelos.
—Pensé que a usted…
Rosario se volvió rápidamente, enérgica.
—¿Por qué lo hizo? El señor no tiene por qué hacernos ningún presente.
—Este pañuelo para tu madre y este otro para ti.
—No tiene por qué hacerlo.
—Déjalo mujer. Si es su voluntad…
La vieja había cogido ya su pañuelo, lo manoseaba, elogiaba su calidad.
Rosario alargó la mano hacia el suyo.
—Gracias, señor.
La vieja preguntaba si el señor tenía ropas inservibles, porque los hombres gastan mucho en el trabajo, y, después, en la tierra, y que Rosario se había cansado de remendar, y ahora tenía que hacerlo ella.
No entendía la retahíla, ni le importaba. Rosario, arrodillada, cubría con un pañizuelo el canastillo de las comidas. Recordó palabras de doña Mariana: «Grande y rubia como una francesa»; si no grande, al menos fuerte, equilibrada, armónica y pausada en el moverse. La ropa le ceñía los pechos y las caderas; arrodillada, le salían, de las zuecas de madera, unos talones y unos tobillos finos.
—Si quieres, te llevo en el coche.
Rosario volvió la cabeza, sorprendida.
—¿A mí?
—Si quieres… Voy para el pueblo.
Rosario había enrojecido y escondía la cabeza. Su madre respondió por ella:
—Está aquí, a un paso. Llega en seguida.
—Bueno…
Se levantó.
—Y, dígame, señor; la renta, ahora, ¿se la pagaremos al señor o a la señora?
Carlos hizo un gesto vago.
—¿La renta? Yo qué sé dónde estaré…
Rosario se irguió y colocó el cestillo sobre la mesa.
—Ya me voy, madre.
Pasó junto a Carlos y abrió una puerta que Carlos no había visto. Volvió en seguida, con el mantón sobre los hombros. La vio de frente, y advirtió que, por el escote, asomaba la punta del pañuelo que le había regalado.
—Buenos días. ¿Quiere algo del mercado, mi madre?
Con el canastillo bajo el brazo, salió. Desde la puerta, miró a Carlos y sonrió.
—Otro día me llevará, señor.
Evidentemente, la vieja Galana no quería que Carlos la alcanzase. Se empeñó en enseñarle la casa.
—Aquí, en esta habitación del bajo, duerme Rosario.
Entarimada de madera, con una cama nueva —casi le olía el barniz—, un armario de luna, mesas de noche, la Virgen del Carmen en la pared y otros cuadros de santos, más pequeños.
—Aquí duerme ella.
Por la ventana —pensó Carlos— entrará Cayetano cuando la visite. Los muebles de la habitación, la colcha amarilla —portuguesa—, las alfombritas coloradas, son regalo de Cayetano.
Pudo marchar. Fustigó al penco con rabia. Pero a la vuelta del camino, fuera de vista de la casa, Rosario esperaba.
—A mi madre no le parecía bien que viniese en el coche. Mi madre… ¿sabe?
Titubeó, sin alzar los ojos.
—No tienes que explicarme.
—Sí, señor. Es que mi madre tiene miedo a que…
Volvió a callar.
—… no sé si el señor sabe.
Anda. Sube, si quieres.
—No, señor. Pero quiero decirle…
Se arrimó a la vara del carricoche.
—¿Es cierto que el señor va a emplearse de médico en el astillero?
—No. Añadió estúpidamente:
—¿Quién te lo dijo?
—Él.
—No es cierto. Le miró con ojos alegres.
—Yo ya lo sabía. Gracias por el pañuelo.
Se apartó. Carlos llevó la mano a la gorra.
Había olvidado el Ayuntamiento y su propósito de pasearse por allí al regreso. Dejó el carricoche en la cochera y subió silbando. Doña Mariana no estaba en su gabinete; se sentó a esperarla, con el periódico en la mano, pero sin leerlo. Llegó ella en seguida.
—Te sentí subir las escaleras. ¿Vienes muy contento?
—Normal.
—No has ido al Ayuntamiento.
—Lo he olvidado. Se levantó.
—Voy ahora mismo.
—No. No vayas. Ya no es necesario.
Señaló un sobrecillo azul, abultado de papeles.
—¿Contribuciones? —preguntó Carlos.
—No. Se sentó frente a él, con el sobre en la mano.
—Hablemos de tu padre.
Lo dijo con un tono nuevo, que borró el contento de la cara de Carlos.
—¿Está vivo? —y sin esperar respuesta—: Deme usted el sobre.
—No. No está vivo. Pero lo ha estado hasta hace poco tiempo. Puedes leer. El cónsul de Santiago de Chile comunica su muerte. Murió como un emigrante oscuro y pobre. Carlos leía rápidamente el traslado que el Alcalde le hacía, para su conocimiento, del oficio recibido de Chile.
—El siete de octubre, poco más de dos meses. La miró con angustia.
—Es absurdo.
—¿Es eso, verdaderamente, lo único que se te ocurre?
—Nada más, al menos de momento.
Se levantó, dio unos pasos con las manos en los bolsillos, volvió sobre sí mismo: el pliego oficial había caído sobre la alfombra.
—¿Qué quiere usted? ¿Que llore? No puedo llorar por la muerte de una persona que ahora empieza a existir para mí, pero como un muerto. Todo lo que hemos hablado estos días, el amor hacia su memoria que indiscutiblemente nació en mí, la solidaridad que empiezo a sentir con él y con sus pecados, el peso de su destino sobre el mío, todo esto suponía su muerte, no reciente, no como un hecho inmediato del que deba dolerme como buen hijo. Una vez más le pido que me entienda.
—Tampoco yo he llorado.
—¿Entonces?
—¿Qué sé yo? Me pareció incomprensible, como a ti. No absurdo, incomprensible. Debe haber una diferencia.
—La hay. Y creo entenderla. Para usted, el modo de morir, y la vida que ha llevado hasta ahora, treinta y tres años de vida silenciosa, le parecen incomprensibles. A mí me parece absurda la muerte de un muerto. Eso es todo. Y, sin embargo…
—¿Qué?
—Algo más hay que ahora no acierto a ver, porque el cerebro se me ha cerrado, pero que siento; algo oscuro…
Se sentó junto a doña Mariana; en el brazo de la butaca. Atrajo hacia sí la cabeza gris de la dama.
—Usted y yo le hemos amado, cada uno a su modo, y no sabemos llorarle.
—Quizá él no haya querido que le lloremos.
—¿Puede usted adivinar lo que realmente ha querido, si de verdad ha querido algo? He intentado comprender su desaparición, y estos días, después de haberla oído a usted, creí entenderla. Pero mi entendimiento suponía su muerte, su muerte antigua, su muerte casi inmediata a la huida. No entiendo este largo silencio, y esto me hace temer que todo lo demás de su vida tampoco lo haya entendido.
—¿Tan necesario es que entiendas?
—Sí, Mariana. Usted me pidió una vez que juzgase; amar es ya un juicio. Ahora, más que nunca, quiero de verdad saber qué amo y por qué.
Paseó de nuevo, en silencio; se detuvo delante de la ventana, contempló el haz de la mar, de un verde oscuro y revuelto. Volaban, sobre las menudas olas, bandadas de gaviotas.
—Mi propia vida, de pronto, cambia de sentido. Yo podía haberle buscado y encontrado, haberle devuelto a sus cosas, rescatarle para nosotros. No hice nada de eso, no sospeché jamás que fuese mi deber, quizá también mi necesidad. Si mi padre se hubiera cuidado de mí, mi vida no sería esta gran equivocación.
—¿Es un reproche que le haces?
—No. No a él, sino a mí. No sabré jamás los verdaderos motivos de su huida y de su silencio, pero, en cualquier caso, los respeto. Gracias a usted, estoy convencido de que era honrado.
Hundió los dedos en el pelo; dejó luego caer los brazos desalentadamente.
—¿Cómo compaginar esta seguridad de su honradez; más aún, de su sacrificio, con su silencio? ¿Cómo entender que su manera de ser honrado consistió en eso, en huir y callar, en morir sin morirse, en morir para mí, en dejarme vivir como si realmente hubiese muerto? Es lo que necesito comprender, y lo que me temo que no comprenderé nunca.
Cogió del suelo el papel y lo releyó.
—«Fernando Deza Montenegro, enfermo del Hospital General, muerto a los 72 años de edad; no deja más que sus ropas personales». Oscuridad, humildad, pobreza y una aterradora soledad.
Dobló el papel y lo guardó.
—El 7 de octubre. Hasta el 7 de octubre, yo tenía padre, pero vivía como si no lo tuviese. El 7 de octubre, Zarah y yo habíamos ido a pasar en una playa unas vacaciones de quince días. Me había arrastrado contra mi voluntad, con el pretexto de que el aire de la mar me era necesario, pero, en realidad, por apartarme de Múnich, a donde yo quería ir porque tenía allí un amigo poeta. Quince días de tedio higiénico junto al mar Báltico. ¡Oh, Mariana! ¿Sabe usted qué atroz tormento es hacerlo todo por higiene, por higiene física y mental? ¿Dormir por higiene y acostarse con una mujer por higiene? Cuando tomábamos el sol yo cerraba los ojos y me fingía dormido; pero, en realidad, imaginaba largas conversaciones con mi amigo, el poeta muniqués. O, simplemente, soñaba. Ya entonces mi alma se escapaba de Zarah, aunque todavía la puerta de la torre no se me había recordado.
Palideció intensamente; se arrimó a la pared por no caer. Miró a Mariana con mirada asustada y vacía, como si mirase el vacío.
—Entonces la recordé. Fue por aquellos días. Pudo haber sido el 7 de octubre.
—¿Qué quieres decir con eso, Carlos? —también a doña Mariana le temblaba la voz.
—Nada. Sólo quiero señalar un hecho que tampoco entiendo.
Quedó arrimado a la pared, derecho, como envarado; y miraba otra vez como si mirase al vacío. No había recobrado la color. Doña Mariana se levantó, fue hasta él, quedó enfrente de él, le miró con fijeza, quiso llenar con su mirada la mirada de Carlos; quiso ir más allá de la mirada y saber qué pensaba o qué sentía, o, quizá, qué presentía sin atreverse. Le agarró, con fuerza, de los brazos, le sacudió. Él tardó en recobrarse, en sonreír.
—Esto es importante, Mariana. Pero no la engaño ni me engaño. Mi padre murió el 7 de octubre, y quizá el mismo día, quizá un día después, o un día antes, recordé la puerta que mi madre había mandado tapiar, en mi presencia; y ese recuerdo tiró de mí, de manera incomprensible, y me trajo hasta aquí, junto a usted, y me hizo hallar el recuerdo de mi padre y amarle. Es inevitable que intente establecer una conexión entre un hecho y otro. Una conexión cuya existencia no me cabe en la cabeza.