IX

Doña Mariana insistía en que se estaba calentando los cascos con una cuestión trivial, de la que, sin embargo, se veían obligados a hablar en toda ocasión, aunque uno y otro se hubiesen propuesto no aludirla ni rozarla; y a esto se agarraba Carlos para negarle trivialidad, puesto que subyacía a cualquier otro tema, y cualesquiera que fuesen las palabras dichas, siempre una de ellas servía de anzuelo, al cabo del cual, como pez estremecido, surgía la pregunta: ¿tienen que ver entre sí estos dos hechos? Para doña Mariana, no pasaba de casualidad; hablaba a veces de azar, y Carlos, si negaba la existencia de casualidades, daba en cambio al azar una importancia trágica que a doña Mariana se le antojaba excesiva, pues para ella casualidad y azar significaban lo mismo. Pero Carlos complicaba las cosas.

—Hay una diferencia, y ahora que la siento, la veo clara. La casualidad es la pura coincidencia en el tiempo —quiere decir, al mismo tiempo— de dos sucesos sin relación entre sí, cada uno de los cuales obedece a sus causas particulares; al coincidir se influyen el uno al otro, y siguen luego su curso, cada cual por su lado, sin que el momento en que han coexistido y se han influido afecte profundamente a cada uno de los destinos. Pero, cuando la coincidencia y la influencia recíproca tuercen el destino de cada uno de ellos, es decir, obra en cada uno de los sistemas de causas como una causa nueva que altera la fuerza de las anteriores, y el curso del acontecimiento queda profundamente modificado, a eso le llamamos azar porque no sabemos llamarle de otra manera. Azar, destino, ¿qué más da? Puedo sacar de mi propia experiencia ejemplos claros. Mi encuentro con Zarah, una mañana de enero, a la puerta de la Universidad, fue una casualidad. Fuimos amantes durante dos años, luego dejamos de serlo. Dos años que dejaron en mí recuerdos, acaso hábitos, pero no huellas profundas. En el conjunto de mi vida, mis relaciones con Zarah son un episodio sin importancia. Apurando mucho el análisis, tendría que aceptarlo como algo acontecido para que otro algo pueda acontecer después, como instrumento de alguien que quiere algo de mí y que, cumplida su función, desaparece. Otra cosa sería si la hubiese amado. En cambio, esto de ahora no es una casualidad. Es, si usted quiere darle ese nombre, un azar; pero, indiscutiblemente, ha alterado mi vida, ha comenzado a alterarla antes de que lo supiese. No tengo más remedio que pensar que la muerte de mi padre ha obrado sobre mí desde una distancia enorme; ha obrado sin saberlo yo; se ha valido, para moverme hacia un fin determinado, de algo tan frívolo como un recuerdo infantil, que, sin embargo, se me presenta con una fuerza suave, enérgica y constante, me arranca de mi vida, borra mis proyectos y me trae aquí. Tiene que parecerme un azar mientras no averigüe cómo la muerte de mi padre pudo influir en mí de esta manera; pero no creeré nunca que sea casualidad. Debajo del azar hay siempre una razón misteriosa. La hay también, no sé cuál, debajo de todo esto.

Tales razones, dichas a veces con palabras demasiado especializadas, confundían a doña Mariana; y por eso Carlos, poco a poco, se redujo a pensarlas en soledad; y las pensaba, sin embargo, en diálogo polémico, y se inventaba razones opuestas, y discutía consigo mismo, y no llegaba a ninguna conclusión satisfactoria. Decidió un día escribir a Santiago de Chile, pidiendo noticias más detalladas de la muerte, y, sobre todo, de la vida de su padre; y doña Mariana le aconsejó que lo hiciese en papel en que constasen, impresos, su nombre y profesión, para que el cónsul tomase en cuenta la calidad del rogante. Compró el papel, lo llevó a una imprentilla, y de aquí salió el rumor de que don Carlos Deza iba a abrir consultorio, porque había encargado un talonario de recetas en el que constaba como suyo el domicilio de doña Mariana. Como, por otra parte, se había corrido la voz de que Cayetano le daba empleo en el astillero, y a nadie se le ocurría pensar —salvo a los clientes del Cubano— que rechazase un puesto en el que le pagaban bien por no hacer nada, después de un par de tardes de discusión los socios del Casino concluyeron que el encargo de las recetas (los mejor informados sabían que era sólo papel de cartas) descubría su propósito de aceptar el momio, en tanto que el Cubano y sus clientes lo interpretaron como señal de que se disponía a trabajar por su cuenta.

A la noticia de que don Fernando Deza había muerto en Chile nadie le dio importancia, y aunque Carlos sólo enlutó su corbata, ni siquiera las más exageradas cumplidoras de los ritos funerarios, las que contra viento y marea llevaban manto hasta los pies por el marido o el padre durante un par de años, vieron en el escaso luto de Carlos motivo de censura. Repentinamente, Carlos había dejado de ser la comidilla del pueblo; todo lo que le concernía se trataba en segundo término y como materia de relleno, cuando no complementaria, porque lo que verdaderamente apasionaba a las mujeres y, de rechazo, a los varones, eran las reformas que doña Mariana pensaba introducir en la iglesia de Santa María de la Plata, y cómo, desde que se conoció el propósito, a pesar del tiempo transcurrido —poco más de una semana, o quizá dos— no se sabía que hubiera doña Mariana tratado con contratistas o albañiles, ni en la iglesia había el menor indicio de obras, ni don Julián sabía nada de ellas, se atribuyó el retraso a un cambio en la voluntad de doña Mariana, aterrada probablemente por el coste; y así como al principio, salvo don Lino, la habían puesto verde por dejar temporalmente al pueblo sin su mejor iglesia, ahora le quitaban el pellejo por su negligencia en acudir al remedio de un edificio de tanto mérito, que un día cualquiera podía derrumbarse.

La verdad era que doña Mariana había olvidado la iglesia y la promesa hecha al Arzobispo, y le preocupaba más la afición de Carlos a encerrarse en su habitación largas horas, que pasaba tumbado en la cama, y sus recaídas frecuentes en el silencio, aunque estuviesen juntos; un silencio que, por las trazas, era el resultado de una obsesión. No le había hecho preguntas sobre la visita a casa de Rosario, pero una mañana que se la tropezó en la calle le sacó confesión del regalo y de lo que habían hablado, aunque no de todo. Doña Mariana había temido que Rosario gustase a Carlos y que, por ella, se metiese en un conflicto con Cayetano o, peor todavía, que no se metiese, pero que todo el mundo llegase a saberlo; ahora empezó a lamentar que Rosario no le hubiese gustado lo bastante como para distraerle de su preocupación. La indiferencia de Carlos hacia todo lo externo, la inquietaba: habían llegado varios cajones de libros, remitidos por Carlos desde Alemania antes de su viaje y, sin abrirlos siquiera, los había enviado al pazo. Le preguntó doña Mariana si los había hecho venir para eso; Carlos respondió que pertenecían a un pasado que cada vez entendía menos, y que haberlos hecho venir era una equivocación.

El día de Reyes fueron juntos a misa; y sentados en el banco del privilegio parecían escuchar el sermón de fray Eugenio, especialmente hermoso, triunfal y tierno, sobre Jesús entre los hombres; pero Carlos apenas se enteró de sus palabras, y doña Mariana ni se dio cuenta de que había subido al púlpito. Pensaba en el modo de sacar a Carlos de aquel marasmo, y hacia el Ite, missa est, después de muchas vueltas, creyó haber encontrado un remedio, al menos momentáneo. En vez de salir, pidió a Carlos que la acompañase a echar un vistazo a la iglesia; comprobaron que, en ciertos sitios, la bóveda se agrietaba, y que en otros se torcía, como vencidos los sillares; pero doña Mariana, más que por el modo de las reparaciones, parecía interesada por la restauración de la iglesia en su pureza primitiva, y sobre esto habló por el camino, de regreso; durante la comida, y después de la siesta; y como Carlos confesaba su falta de preparación en materia arqueológica, al final de la tarde fingió ella haber tenido una ocurrencia genial, se la comunicó a Carlos y, sin contar con su asentimiento, contó con su colaboración. De modo que, al día siguiente, después de haber desayunado, Carlos salió para el monasterio, con el encargo de pedir a fray Eugenio consejo técnico.

—Vas por el camino de la playa, todo seguido. No hay pérdida posible.

El caballejo iba tapado con una manta escocesa, y con otra parecida, pero ribeteada de cuero, se cubrió Carlos las piernas. La mañana estaba fría y resplandeciente; y las aguas de la mar tranquilas y azules. Se metió por el camino, entre una tapia cubierta de hiedras y un zarzal enorme; coronó un cerrillo; Pueblanueva quedaba atrás, envuelta en bruma azul como el humillo de los hogares. Volvió la cabeza varias veces para verla, hasta que una revuelta del camino se la hurtó. Un soto le trajo recuerdos infantiles: allí, de niño, solía venir con su madre, algunas tardes de verano. Doña Mariana traía la merienda en un cestillo, y se sentaba bajo un castaño próximo al camino, un castaño de gran copa, cuyas ramas sombreaban la carretera —ya no estaba, sino sólo el muñón cortado de su tronco—. Recordó también que aquel soto era suyo. Detuvo el coche, se empinó para ver mejor, y lo que vio fueron muchos muñones más, castaños cortados, robados seguramente. Se encogió de hombros. Como pasado, aquello tampoco le pertenecía.

El caballejo hacía, al trotar, un ruido grato de cascabeles; era fuerte, a pesar de su pequeñez. Subió el repecho de un trote, un repecho regular, y, al llegar arriba, Carlos tiró de las riendas.

—¡Sooh!

Le pareció que el caballo merecía un descanso. Saltó al camino y cargó una pipa. Cuando estaba encendida, vio, cerca ya de la otra parte del repecho, un grupo de mujeres.

—¡Doña Lucía!

—¡Ay, Carlos, buenos días! No me trate con tanta ceremonia.

El interés que pudiera sentir por la señora de Piñeiro se desvaneció al ver a una de sus compañeras, una entre todas. Se dirigió a ella inmediatamente, casi con descortesía para Lucía y para las otras.

—Usted… tiene que ser, es la hermana de Juan.

—Claro, es Inés. ¿No se conocían?

Había en ella algo que Carlos sólo había visto en el rostro de doña Mariana: energía, pero distinta de la de doña Mariana. Parecía como si algo interior intentase suavizarla y a veces lo consiguiese; como si lo consiguiese en las líneas del rostro, en los labios, en la barbilla, pero hubiese fracasado en el mirar. Los ojos de Inés eran oscuros y ardientes, pero los mantenía bajos, salvo un instante en que le miró y sonrió.

—Te hubiera reconocido en cualquier parte.

Tendría veinticinco años, quizá unos pocos más. En su figura la herencia materna había vencido, parcialmente, a la sangre de los Churruchaos. Su cabello no era rojo, sino rubio con reflejos rojizos; su cuerpo no era asténico. Algún rasgo de su cara, los más vigorosos, no eran del todo delicados.

Lucía explicaba que todas las mañanas iban a misa al monasterio, y repitió su entusiasmo por fray Ossorio y su modo de entender la religión. Inés la corrigió suavemente.

—No es el modo de fray Ossorio, sino el de la Iglesia. Fray Ossorio no inventa nada. Repite las palabras del Señor y lo que la Iglesia ha enseñado siempre.

Se volvió hacia Carlos y le miró otra vez.

—No pienses, como mucha gente, que es un loco o un hereje.

—¡Ay, hija mía, yo no quise decir eso! Pero no me negarás que fray Ossorio es un cura distinto.

Se encaró con Carlos.

—Lo verá cuando lo conozca. Un santo.

—Tampoco la santidad es una profesión, Lucía. Todos debemos serlo.

—¡Ay, hija! Contigo, una tiene que medir las palabras.

Inés repetía, probablemente, lo que había oído, pero la seguridad, el tono con que lo repetía le pertenecían. Parecían suyas las palabras, y daba la sensación de saber apropiarlo todo, de hacerlo todo suyo.

—Saluda a tu madre. Iré un día de éstos a visitarla. Y a tu hermano también.

Siguió el camino, impresionado. Inés había desalojado de su mente las preocupaciones y los recuerdos; pero no suscitaba en ella nada nuevo. Era como si sólo permaneciese la impronta de su figura, sus ojos fulgurantes, el eco de su voz serena. Como si, además, los ojos y la voz hubiesen eliminado los detalles, o como si hubiesen impedido a Carlos Fijarse en lo que generalmente observaba de las mujeres y recordaba de ellas. No podría decir si Inés tenía lindos pechos.

Le sacó de sí un estruendo lejano, llegado al volver el camino; levantó la vista y vio, al final de la carretera, más allá de la playa, un promontorio en cuya cima se alzaba el monasterio: como metido en la mar, sobre unos acantilados en los que se rompía, con furia, el oleaje. Subió por un camino difícil, bordeando un precipicio en cuyo fondo las olas se revolvían, blancas y verdes, hasta llegar a una plazoleta que el monasterio encuadraba: espumosas, rotas, salpicaban sus cimientos, saltaban por encima del parapeto y mojaban las piedras del camino. Más allá, sólo la mar.

Dejó el carricoche y llamó a la puerta. Un lego le escuchó y le hizo entrar. Otro, pasado un rato, le invitó a seguirle. Atravesó un claustro, subió unas escaleras, recorrió un pasillo largo. El lego empujó una puerta y le hizo pasar a una celda grande, de esquina, con ventanas abiertas sobre la mar en dos de sus paredes: entraba por ellas un resplandor verde y movido, que se reflejaba en el techo. Pero no parecía celda de monje, sino taller bohemio de pintor, en desorden. Al fondo, frente a un caballete, fray Eugenio, vestido sobre el hábito una especie de mandil, pintaba furiosamente; y cerca de él, indiferente a la furia, un novicio pulía pan de oro.

Fray Eugenio, al entrar Carlos, arrojó el pincel a cualquier parte.

—¡Carlos, querido Carlos!

Corrió hacia él, le abrazó. Pero, de pronto, se volvió al monje joven y le pidió que saliera y esperase fuera.

—Siéntese. Aquí tiene este escabel. No creo que esté sucio. Siéntese. Me alegro mucho de que haya venido.

Hablaba de prisa, un poco atropelladamente, como si le hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. No se sentó: de pie, vuelto hacia Carlos, tapaba con su cuerpo el caballete en que había estado pintando. Había cuadros por todas partes, grandes y chicos, terminados y por terminar, en que se repetían, con escasa variante, Cristos y Vírgenes insulsos, casi industriales. Pero si la mirada de Carlos resbalaba hacia los cuadros, fray Eugenio hablaba más fuerte, como para atraerla. Le llevó a las ventanas, le mostró la mar, el Finisterre lejano —«que a veces, en mañanas claras, se veía»—, y cuando ya no hubo nada que ver, le sacó del taller para enseñarle el monasterio y sus curiosidades. En el claustro pareció más tranquilo; dejó a Carlos que hablase y preguntase, y Carlos, advertido ya de que el fraile no quería tratar de sus pinturas, por lo que fuese, se limitó a preguntas baladíes, a palabras de compromiso.

Cuando explicó lo que le llevaba al monasterio, fray Eugenio dijo que él sabía poco de achaques arqueológicos, pero que fray Ossorio era muy versado; y fueron a la celda de fray Ossorio, al otro extremo. Fray Ossorio era un monje joven, fornido; debía parecer, a las mujeres, varonilmente guapo. Le sorprendieron hundido entre libracos, sobre la traducción de un texto alemán. Saludó a Carlos con alegría mesurada, y, por algo que dijo, dejó traslucir que también él le esperaba. Carlos, más que escucharle, le observó, y pretendía hallar las razones del encanto ejercido sobre algunas mujeres. Comparado con fray Eugenio, fray Ossorio pudiera parecer algo tosco en sus rasgos, pero la tosquedad aparecía dulcificada por una intensa vida espiritual, quizá también por dura ascesis. La conversación tomó en seguida un giro intelectual. Por lo pronto, el conocimiento del alemán establecía entre ellos una relación distinta, de la que fray Eugenio quedaba tácitamente excluido. El haber vivido ambos en Alemania reforzó la comunidad, y si fray Ossorio manifestó interés por los estudios de Carlos, cuyas materias no ignoraba, Carlos, un poco por cortesía, le interrogó sobre la teología que había estudiado. Quedaron en prestarse libros, cuando Carlos abriese los cajones en que guardaba los suyos.

Fray Eugenio, reducido a mera condición de auditorio, halló medio de intervenir recordando a Carlos el deseo de doña Mariana; y Carlos lo expuso a fray Ossorio.

—Es muy sencillo restaurar la iglesia. Basta con desnudarla de adornos y requilorios, y reducirla a su ser primitivo. Si le parece, la veremos juntos una mañana y explicaré al maestro de obras lo que debe hacer. Aunque no sé si una vez restaurada quedará a gusto del cura.

—Me temo que doña Mariana no cuenta con él para nada. La verdad es que ella misma no sabe lo que quiere. Por eso me envió aquí.

Fray Ossorio empezó a explicar cómo debía ser la ornamentación de una iglesia románica, y en esto estaban, cuando llamaron a la puerta de la celda, y entró un fraile de edad madura, bajo, de pelo entrecano y cara astuta. Los otros dos se acercaron a él y le besaron el escapulario; luego lo presentaron a Carlos como el prior, fray Fulgencio.

—Sabía que estaba usted en el monasterio; por eso vine a saludarle.

Ante el prior, los dos frailes habían callado, y permanecían un poco atrás, sin mirarse y sin mirarle. El prior se sentó en el asiento que antes fray Ossorio había ocupado.

—¿Cómo va el trabajo, padre Ossorio?

—He terminado las veinte hojas que me dio Vuestra Paternidad.

—No cuento más que quince.

—Las cinco las he roto. Equivocaciones.

—Procure no equivocarse. Son cinco hojas, y nosotros muy pobres. No puede tirarse el papel, padre Ossorio.

—Sí, reverendo padre.

El prior, entonces, indicó a Carlos un asiento.

—Le extrañará que cuente a un fraile el papel que le doy para su trabajo, pero no puedo hacerlo de otra manera. El monasterio es muy pobre; comemos mal, comemos de manera insuficiente, y dos de nuestros muchachos están tuberculosos. Es una tristeza, créame, para quien los tiene a su cargo y ha de responder de ellos.

Sonrió.

—Usted no lo sospecharía, ¿verdad? Por ahí se dice que la Iglesia atesora las riquezas de la nación. Pues le aseguro que a este monasterio le ha cabido muy poco en el reparto. Vivimos, debo decirlo, gracias al trabajo de fray Eugenio y de fray Ossorio. No son nuestros únicos ingresos, pero son los más considerables. En los últimos tiempos, la verdad, han bajado un poco.

Fray Eugenio había inclinado la cabeza, escondida ahora, casi tapada por la capilla.

—Ellos no tienen la culpa. Desde que vino la República, la gente se ha apartado de nosotros.

Preguntó a Carlos si había visto las telas que fray Eugenio pintaba.

Carlos negó.

—¿Es posible que no se haya fijado? ¿No le llevaron a usted al taller directamente?

—Sí, pero permanecimos allí muy poco tiempo.

—Tiene usted que verlas.

Intervino fray Eugenio con timidez:

—Otro día. Hoy no hay nada que valga la pena.

—Debe saber, don Carlos, que a fray Eugenio le da vergüenza de pintar lo que pinta. Es un romántico. A él le hubiera gustado organizar un taller en gran escala, un taller como los de la Edad Media, y pintar magníficos retablos que no compraría nadie.

—Pretendo solamente orientar el gusto de los fieles hacia otra clase de representaciones.

—¡Hermosa idea, sí, señor! Pero ¿qué haríamos mientras tanto? Suele decirse que la Iglesia no tiene prisa, pero un monasterio pobre puede tenerla. Hay que vender los cuadros, fray Eugenio; hay que pintar lo que quiere la gente. Si no, moriremos de hambre.

Se volvió hacia Carlos.

—¿Ha visto, al menos, el monasterio?

Le respondió que sí; que fray Eugenio se lo había enseñado.

—Me gustaría verle a menudo por aquí y que se considere como en su casa, porque… —vaciló, sonrió, miró a los frailes—, porque en cierto modo lo es. ¿Sabe que este monasterio perteneció a su familia, y que si esta Comunidad se disolviese, el monasterio volvería a su propiedad?

Carlos abrió los ojos desmesuradamente.

—No lo sabía.

—Busque en los papeles tic su padre y hallará la copia de la escritura de cesión. Fue redactada por mi antecesor en el Priorato cuando se restauró la Orden, y su padre de usted no hizo más que aceptarla. ¿Tampoco sabe usted cómo fue restaurada la Orden y por qué vinimos a dar a este monasterio? ¿No se lo ha contado todavía fray Eugenio?

Carlos negó.

—Ya se lo contará —continuó el prior—. Pero, después que lo sepa, hable conmigo. Es una hermosa historia que conviene conocer desde todos los puntos de vista.

Fray Eugenio, como avergonzado, miraba hacia la mar, y el padre Ossorio hurgaba en unos libros.

—De un modo o de otro, usted tiene, además, ciertos derechos sobre el monasterio: de una celda y comida gratis, si quiere vivir aquí. Debo advertirle que el privilegio no es de su exclusiva propiedad, sino que vine de antiguo y alcanza a todos los Churruchaos.

Miró a fray Eugenio.

—Así vino fray Eugenio, y así se quedó.

—No tengo pensado hacerme monje.

—¿Qué sabe uno? Aunque, si algún día lo pretende, no se olvide de dejar fuera lo que ahora es; si ha leído alguna vez a san Pablo, recordará lo del hombre viejo y el hombre nuevo. Aquí no debe entrar más que el hombre nuevo.

Volvió a mirar a fray Eugenio.

—Traer consigo al hombre viejo no es más que fuente de dolores.

Se levantó y tendió la mano a Carlos. Éste vaciló: no sabía si besársela o limitarse a estrecharla. El prior le sacó del embarazo con un apretón fuerte.

—Me alegro de conocerle, don Carlos.

Al salir, dijo al padre Ossorio:

—Pásese después por mi celda. Le daré más papel.

Los dos frailes esperaron a que saliese, inclinados. Cuando la puerta se cerró, parecieron respirar con alivio.

Pero, a partir de aquel momento, perdieron la naturalidad. Apenas hablaron, se miraban entre sí, y fray Ossorio dijo algo acerca de la hora de comer.’ Carlos se apresuró a despedirse, y fray Eugenio le acompañó, silencioso. En la puerta le dijo:

—Vuelva usted. Tenemos mucho de qué hablar… Vuelva mañana.

No fue Carlos directamente al pueblo, sino a su casa. Abandonó el caballejo y el carricoche bajo la lluvia incipiente y subió de tres en tres las escaleras, corrió a la torre y repasó los papeles del armario. Haló, efectivamente, la copia de la escritura a que el prior se había referido, acompañada de un paquete de cartas que leyó ávidamente. Estaban escritas en francés, unas, y en español, otras, y enviadas desde Santiago, desde París y desde Roma. Las firmaba un clérigo francés, de nombre Hugo, y se referían todas a la restauración de una Orden extinguida cuando la desamortización —una Orden española fundada en el siglo XV y que nunca había traspasado las fronteras del reino de Castilla—. Las más antiguas se referían al encuentro, en Santiago, entre el padre Hugo y don Fernando Deza, y a las conversaciones habidas entre los dos. El abate Hugo buscaba un monasterio abandonado para repetir la hazaña de Dom Guèranger en Solesmes, pero de otra manera; no vinculándose a la disciplina de una institución ya existente, sino con la libertad de una fundación nueva. No pretendía, sin embargo, crear una Orden ni lo creía necesario: le bastaba con restaurar una Orden extinguida, una Orden con tradición intelectual, cuya regla le permitiese hacer del monasterio un centro de espiritualidad moderna. Buscaba, al mismo tiempo, que el monasterio se hallase emplazado cerca de algún santuario donde se mantuviese viva la piedad popular: por eso había venido a Compostela, y por eso había elegido el monasterio de San Andrés, a cuya capilla, batida de las olas, acudían peregrinos desde los primeros siglos del Cristianismo. «Lo que yo quiero —escribía— no puede fundarse sobre la arena: necesita alimentarse de la religiosidad viva del pueblo, por corrompida que esté. Nosotros la purificaremos, pero ella nos mantendrá a nosotros dentro de la realidad, nos impedirá convertirnos en intelectuales solitarios ajenos a este mundo».

En las cartas escritas desde Roma contaba al detalle sus gestiones: las contaba sin desesperación, con alegría y sentido del humor. Su pluma describía a las personas con las que tenía que tratar y a las que necesitaba convencer; las describía con caridad alegre y enorme penetración. Una vez decía: «Si tuviera que tratar con ángeles, esto carecería de valor». Son hombres los que discuten conmigo, los que a veces se ríen de mí, los que levantan dificultades como montañas. Son rutinarios y débiles en su fe. Su mayor argumento es: «Pero ¿para qué? Y cuando se lo explico, no lo entienden». Así un año, dos, tres, sin desfallecer. Por fin, decía en la última carta: «Lo he conseguido. Jamás condiciones más duras se le habrán brindado a nadie. Me dan cinco años de plazo para crear una comunidad de veinte frailes, y en el momento en que baje de ese número habrá que disolverse. Espero que cinco años sean suficientes. Ahora me voy a Francia, donde tengo que vender mis bienes. Hay dos o tres sacerdotes que me acompañarán. Pronto estaremos cerca de usted…».

Eran unas cartas atractivas, apasionantes. Se traslucía en ellas una enorme, recia personalidad. Con ellas en la mano, vagando la mirada sobre los montes y la ría, recordó Carlos a Rancé, abad de la Tapa. El abate Hugo, luego prior de San Andrés, tenía que haber sido un hombre así: un hombre de mundo traspasado por la fe. Todo lo contrario que el padre Fulgencio.

Esperaba a Carlos una carta de Cayetano en que le pedía, puesto que no podían verse en casa de doña Mariana, que acudiese al casino para tratar de algo que importaba a los dos. Dio la carta a doña Mariana. Ella la leyó por encima y se la devolvió.

—No puedo imaginar qué te quiere, pero ve allá. No vaya a pensar que le tienes miedo.

La entrada dé Carlos en el casino, inesperada, suspendió las partidas de tresillo, acalló el ruido de los jugadores de chamelo y arrancó del sillón en que casi dormitaba a don Baldomero Piñeiro. Se levantó, corrió hacia Carlos y le saludó de manera ostensible, como para que a los demás no cupiesen dudas acerca de su amistad. Luego le presentó a los jugadores.

Cayetano llegó en seguida y se apartó con él a un rincón, cerca de la radiogramola, en que sonaba un tango.

—¿Cuánto pides por la casa y las tierras que el Galán te lleva en arriendo? Me refiero a la Granja de Freame.

Al principio, Carlos no caía en la cuenta.

—No te hagas el desentendido. El Galán es el padre de Rosario, mi querida.

—¡Ah!

—Quiero comprarte la finca.

—No se me había ocurrido venderla.

—Eso no importa. Te ofrezco por ella cinco mil duros. Bien vendida, no creo que valga arriba de sesenta mil reales. No encontrarás a nadie que te dé un cuarto más. Te advierto que haces un negocio redondo. Te pagan de renta catorce duros anuales. Los cinco mil duros, puestos en el Banco al tres por ciento, te dan diez veces más.

Carlos se encogió de hombros.

—Ni las setenta pesetas que me dan ahora, ni las setecientas que pudieran darme, me sacarán de pobre.

—Eso no es una razón ni una respuesta.

—Quiero decir que no me interesa vender nada.

—¿Y un cambio? Tenemos algunas fincas colindantes. Puedes redondear un predio.

—Tampoco.

Cayetano no respondió. Sacó tabaco, lió un pitillo, sin ofrecer, y lo encendió.

—Tengo mis motivos para querer esa finca. Supongo que se te alcanzarán.

—No.

—Están bien claros. Rosario vive en ella, y tú eres el propietario.

—Rosario vive en ella desde que nació, y no se te ha ocurrido hasta ahora comprarla.

—Supón que quiero regalársela.

—Por lo que me has dicho, habrá otras mejores por el mismo dinero.

—Yo quiero ésa.

Carlos, con la misma lentitud, y en silencio, sacó de su tabaco, lió y encendió.

—No venderé nada que haya sido de mis padres.

—¡Eso es una estupidez! Tendrás que hacerlo si no quieres morir de hambre. Sabes de sobra que tus rentas no te darán para vivir.

—¿Has echado la cuenta?

Al céntimo. Pagadas las contribuciones, te quedan libres unos sesenta duros al mes.

—Me propongo, justamente, vivir con ese dinero. Llamémoslo… una experiencia.

—¿De miseria?

—De libertad.

—No lo entiendo.

—Si acomodo mi vida a esos ingresos, puedo hacer lo que me dé la gana, o no hacer nada.

—¿Y llamas a eso libertad?

—Lo es.

Cayetano bajó la cabeza, como si meditase.

—También tú eres un anarquista. Las gentes como tú están de más en el mundo. Pronto no quedarán ya ni como mal ejemplo.

—¿Y las que son como tú?

Cayetano le miró con furia orgullosa.

—Yo me levanto cada mañana a las siete, y a las ocho estoy en mi puesto. Hago funcionar mi empresa y doy de comer a varios cientos de familias. Después de ocho horas de trabajo soy libre, pero he conquistado mi libertad.

Carlos se encogió de hombros.

—No me interesa conquistar nada. Me basta con mantener lo que tengo.

—¿Tus propiedades?

—Hablábamos de la libertad.

—¿Es por eso por lo que el otro día rechazaste mi ofrecimiento?

—No. Entonces no sabía aún a qué atenerme sobre lo que iba a hacer. Ahora ya lo sé. Si repitieras la oferta, la rechazaría otra vez, porque, aceptándola, dejaría de ser libre.

—Según tú, los mendigos son libres.

—Indiscutiblemente.

—No os entiendo. Pero me alegro de que ya no mandéis en el mundo. Las gentes como yo haremos más felices a los hombres.

Sacudió la mano como para alejar ideas inoportunas.

—Pero no te he traído aquí para teorizar, sino para pedirte un favor. Creí que te agradaría hacérmelo, incluso que te complacería. Has podido comprobar mi buena disposición hacia ti. Y debo advertirte que no suelo pedir favores, pero que cualquiera de ésos saltaría de alegría si yo, yo, le pidiese algo.

Se levantó.

—Creo que te pesará.

—Escucha un momento.

Carlos se levantó también.

—Quiero que sepas que no deseo verme mezclado en vuestros líos. O, si prefieres que te lo diga de otra manera, no estoy dispuesto a que me consideres como uno de ésos, algo así como súbdito tuyo, ni tampoco como enemigo. Deseo permanecer al margen; ya lo sabes. Acabo de hablarte de mi libertad.

Cayetano rió.

—Eso no puede ser. Aquí no hay nadie libre; aquí no hay más que amigos o enemigos. Y el que quiere estar conmigo…, ya sabe.

—Tiene que obedecerte, ¿no?

—Llámalo como quieras. Pero el que no me obedece es mi enemigo.

—Bien. Habrás visto que no te obedezco.

—Quiero pensar que no te has dado cuenta de la realidad, o que te engaña tu amistad con doña Mariana. Quizá cambies de manera de ver las cosas. Salvo si te vas del pueblo, naturalmente.

—Me quedo porque me apetece.

—Estás un poco en Babia, Carlos.

Se sentó en el brazo del sillón, sonriente.

—He oído decir que todos los sabios están un poco en Babia. ¿No te has dado cuenta de que, si quiero, puedo hacerte la vida imposible? Sin ir más allá: ayer he comprado unas tierras que lindan con tu pazo. Esta mañana fui a verlas; tus árboles les dan sombra y no dejan crecer la mies. Te llevaré al juzgado y te haré cortar los árboles.

—No lo harás.

—¿Vas a impedírmelo por la fuerza?

—No pienso. Pero vendré al casino todas las tardes, después de comer, y explicaré a tus súbditos, con todo lujo de detalles, con todos los términos técnicos que hagan falta, que eres un pobre enfermo, un neurótico aquejado del complejo de Edipo.

—¿Qué?

—¿No sabes lo que es? Está muy de moda. Cualquier médico de La Coruña podrá explicártelo. Posiblemente tus súbditos, después de saberlo, no te obedezcan como ahora, y hasta es probable que te compadezcan.

Cayetano, de un movimiento rápido, le agarró por la muñeca; y los jugadores del tresillo, y los del chamelo, que observaban, dejaron de jugar, se incorporaron y se hizo el silencio.

—Vas a decirme ahora mismo qué es eso.

—No.

Los jugadores se habían levantado; don Baldomero, más arriesgado, avanzó unos pasos y se metió entre los dos.

—¿Sucede algo? —preguntó.

Cayetano soltó rápidamente a Carlos.

—¡Métase donde le llamen, coño! ¿Quién le da vela…?

—No pasa nada, don Baldomero.

Carlos miró tranquilamente a los tresillistas y a los chamelistas.

—No pasa nada, señores. No puede pasar nada. Unas tierras que no quiero vender.

Dijo «Buenas tardes», y salió. Se esperaba, quizá, de Cayetano que saltase sobre él y le aporrease las costillas, o que, vuelto a los testigos, les arrojase una tras otra las sillas del salón hasta aplastar su conato de independencia. Durante unos segundos, los tresillistas, los chamelistas, los mirones y don Baldomero se estremecieron de pavor ante lo inevitable, y al mismo tiempo se alegraron de que el choque se hubiese producido. Pero Cayetano se limitó a volverse. Fue hacia el bar.

—Coñac, chico.

Apoyada la espalda en el mostrador, bebió la copa en silencio, mirando a los jugadores; después sacó del bolsillo una tagarnina, la mordió en un extremo, la encendió con fría parsimonia, y les miraba: la mirada pareció obligarles. Permanecían levantados, y fueron sentándose uno a uno, y sin chistar, los tresillistas, los chamelistas, los mirones, don Baldomero. Se sentaban y dejaban de mirar a Cayetano. Don Lino barajó.

—Corte.

Dio cartas.

Juego.

—Más.

—Usted.

En la mesa del chamelo renacía el estrépito de las fichas al chocar contra el mármol sucio.

—El as.

—Me doblo.

Les temblaba la voz.

Cayetano arrojó la tagarnina que acababa de encender y salió. Sólo cuando se oyó el ruido de la puerta al cerrarse con estrépito, don Baldomero se atrevió a hablar:

—Bien mirado, señores, somos un hatajo de cabrones, ¿no les parece?

Carlos contó el suceso a doña Mariana, y cuando llegó a lo del complejo de Edipo hubo de explicarle, muy por encima, su consistencia. A doña Mariana le hizo gracia.

—¿Y tú crees en eso?

—Ni creo ni dejo de creer. Según mis maestros, es algo que está en el alma de todos. En el caso de Cayetano, lo cierto es que siente por su madre un amor morboso. Le hubiese gustado que fuese la mujer más respetada del pueblo, la más importante, quizá también la más buena; pero existe usted.

—¿Vas a decirme que tengo la culpa?

—Por lo menos, es usted la causa. Si usted no existiese, o si, por lo menos, el padre de Cayetano no hubiera sentido por usted ese amor que todo el mundo conoce, Cayetano habría amado a su madre de una manera natural, con más o menos pasión, pero sin que la sombra de la honestidad ajena manchase la idea que tiene de su madre. Acaso se hubiese ya casado. Pero él no acepta, ni siquiera como posibilidad, que otra mujer pueda ser virtuosa o respetable, ni aun su propia mujer. Es un hombre que, en vida de su madre, sólo se casará a condición de que su mujer se le entregue antes del matrimonio, de que vaya al matrimonio embarazada, de modo que tenga que entrar en su casa con la vista baja y como de favor. Esto, al menos, me parece.

—¿Y piensas que tu amenaza servirá de algo?

Carlos se encogió de hombros.

—No lo sé. Se me ocurrió como defensa en un momento en que la disputa podía acabar a golpes. Cayetano es más fuerte que yo, y yo no quería ser apaleado delante de aquella gente. Así, al menos, he traído las cosas a mi terreno.

—Aquí podría empezar la derrota de Cayetano y el fin de su imperio.

Eso mismo pensaba mucha gente en el pueblo, después de que los testigos fueron interrogados y exprimidos, y cada uno explicó a su manera el incidente. Los hogares más románticos se conmovieron con vagas esperanzas de libertad. En otros, más realistas, se pensó que Carlos no era rico, y que, por tanto, no podía ser poderoso, pues el poder que pudiera salir de la Ciencia no se les alcanzaba. Algunas mujeres lo sintieron de veras, porque Cayetano era más guapo que Carlos, y otras dieron por sentado que en lo sucesivo sería Carlos el seductor, aunque no barruntaban qué compensación podría dar a las seducidas. Doña Lucía pasó la noche en vela, y cuando, al fin, se durmió, soñó que el Tentador, tan parecido de cara a Cayetano, peleaba con un ángel de rostro feo, como el de Carlos, y que el ángel vencía y tomaba honesta posesión de su alma, y el ser entero de Lucía se inundaba de dicha.

Pero, de momento, no sucedió nada más. Se supo que Cayetano, la tarde misma del incidente, había ido en coche a Compostela; y que, de regreso, había llevado el coche personalmente, a velocidad rabiosa, por las carreteras frías y lunadas, y que se había metido en su cuarto sin hablar a nadie. Al día siguiente apareció en el astillero a la hora acostumbrada, algo ceñudo, pero nada más. Si su poder había sido derrotado, los indicios no aparecían por ninguna parte.

Carlos, muy de mañana, cogió el carricoche y fue al monasterio. Se cruzó por el camino con el grupo de devotas; pretendía pasar de largo, pero Lucía se empeñó en detenerle y en comentar el suceso del casino. Y aunque Carlos insistió en quitarle importancia, ella lo exaltaba como verdadera heroicidad y casi abraza a Carlos por su gallardía. Un poco en segundo término, Inés, silenciosa, les escuchaba.

—No veo a Juan hace días —le dijo Carlos—. ¿Quieres decirle que me busque?

—Ha estado en cama con catarro.

—En ese caso, mañana o pasado me llegaré a vuestra casa, y así, de paso, visitaré a tu madre.

Le esperaban, ya dispuestos, fray Eugenio y fray Ossorio. El pintor llevaba consigo un cartapacio grande. Dieron un rodeo para no atravesar el pueblo por las calles bajas, a aquellas horas llenas de gente, y llegaron a la iglesia cuando ya las misas habían concluido.

No había nadie en ella, sino el monago en la sacristía, que les abrió la puerta.

Fray Ossorio recorrió las naves, lo miró todo. Carlos y fray Eugenio esperaban en el crucero.

—Aquí hay dos cosas que hacer —dijo el monje joven—. Una, es de albañiles: derribar esa parte agrietada y reconstruirla sin cambiar de sitio una sola piedra. Es posible que también sea necesario reforzar las otras paredes: ellos lo sabrán. En cuanto a restaurar la pureza litúrgica y artística, lo primero que hace falta es suprimir todos los altares, absolutamente todos, que son puros pegotes, y librar las paredes de la cal, dejando al aire la piedra. Luego, en el presbiterio, pondremos un altar exento…

Se dirigió a fray Eugenio:

—¿Quiere usted hacer el dibujo, padre?

Pero fray Eugenio se había anticipado, y con mano rápida trazaba líneas, creaba sombras y volúmenes. Le dejaron con su menester. Fray Ossorio explicó a Carlos cómo debía ser el altar de una iglesia románica.

—Una simple mesa de piedra sobre cuatro columnitas, y el mantel blanco, sin retablo, ni floreros, ni requilorios de ninguna clase.

—¿Así? —preguntó fray Eugenio.

Les mostró el dibujo. Fray Ossorio se limitó a asentir, pero Carlos lo contempló con sorpresa. Las líneas de la iglesia eran las mismas, pero el conjunto ganaba en pureza, profundidad y misterio. Había, sin embargo, una novedad, a la que fray Ossorio no se había referido: las paredes del ábside aparecían cubiertas de pinturas: una figura de Cristo, una Virgen, ángeles y símbolos. El Cristo ocupaba la parte superior en toda su anchura, y los brazos parecían extenderse para abrazar. En su conjunto, el dibujo era algo más que un esquema o un anteproyecto. Valía por sí solo, y valía mucho. No parecía trazado por la mano que pintaba ciertas Vírgenes y ciertos Santos.

Fray Eugenio, sin esperar comentarios, se había vuelto de espaldas, y desde el presbiterio dibujaba lo largo de la nave; y después fue al fondo y siguió dibujando. Volvió con tres ó cuatro dibujos más, todos de la misma calidad, en los que Santa María de la Plata aparecía transfigurada.

—Lléveselos a doña Mariana. Así podrá hacerse una idea.

Les devolvió al monasterio y quedó en volver otro día, en cuanto desempaquetase los libros, a llevar algunos que a fray Ossorio parecían interesarle. No habían mencionado al padre Fulgencio, y Carlos refrenó sus deseos de preguntarles por el padre Hugo. Temía que sus preguntas pudieran lastimarles.

—Si lo prefiere, iré a su casa —dijo el fraile—; no será difícil que el padre prior me dé permiso.

—Mi casa está todavía inhabitable.

—Nunca peor que nuestro monasterio —intervino fray Eugenio—. Pero, personalmente, prefiero que venga usted por aquí. Con un poco de suerte, podremos charlar libremente. Le enseñaré algunas cosas.

«Sus dibujos secretos», pensó Carlos. Era indudable que los que llevaba para enseñar a doña Mariana querían decir: «No se deje usted engañar por lo que ha visto. Soy un artista, y ahí tiene la prueba».

Doña Mariana los contempló con gusto.

—Quedará muy bonita la iglesia; pero de esas pinturas no habíamos hablado.

—Tampoco fray Eugenio habló; se limitó a trazarlas.

—Quizá quiera pintarlas él.

—¿Qué sabe usted de fray Eugenio? —preguntó Carlos de sopetón.

—Casi nada. Estuvo algunos años fuera de Pueblanueva, y regresó al empezar la guerra europea. Se dijo entonces que venía de París. Habían muerto todos los de su familia, y él vivió solo en su casa durante unos meses; hacía una vida rara: salía a pintar, pasaba días en el campo o en el monte, volvía sucio y barbudo y se encerraba luego, sin relacionarse con nadie. Una vez quiso pintar a una moza desnuda, y se armó un escándalo. Yo no le hablé nunca, porque su familia y yo estábamos peleados, y él pareció ignorarme; pero me preocupaban sus andanzas. Empezó a vender las tierras que le quedaban, y unos predios que tenía cerca del monasterio se los compró el prior, no éste, el anterior, que era un hombre de otra clase, un caballero. Se hicieron amigos. Eugenio lo vendió, por fin, todo, y se fue al monasterio. Vivió allí una temporada, como huésped; de pronto se metió fraile, y dejé de verle durante unos años. Por fin, supe que había cantado misa. Un día vino a visitarme el prior; me pidió que influyese para que fray Eugenio predicase todos los domingos en la misa mayor. Hablé al cura, y así se hizo, pero fray Eugenio no me dirigió jamás la palabra, como si me tuviera miedo.

—¿Sabe usted que fue amigo, en París, de Gonzalo Sarmiento?

—No. No lo sabía.

—El único retrato que conserva Gonzalo de su mujer fue pintado por fray Eugenio.

—¿Supones algo?

—No. Nada. He visto el retrato, en París, y por eso me sorprendieron los cuadros que ahora pinta.

—No sabía que siguiese pintando. Cuando ayer me lo dijiste, me chocó. Quizá sea cosa de este prior, que es muy interesado. Creí que le habían destinado exclusivamente a la predicación. Más aún: algunas veces me pareció que predica sólo para convertirme. He tenido la impresión de que sus palabras se dirigían a mí, y de que sólo yo le entendía de cuantos estaban en la iglesia.

Vino en esto el chico del casino con el recado de que algunos señores rogaban a don Carlos que fuese a tomar café con ellos. Preguntó quiénes eran. El chico respondió que don Cayetano, y don Baldomero, y don Lino, y otros más.

—Iré en seguida.

Se puso el impermeable y salió. Junto al arco de la Virgen, como emboscado, esperaba don Baldomero.

—Vaya con cuidado. Se trata de una broma, pero algo hay por debajo. Me parece que va usted a jugarse su reputación. Cayetano no le perdonará jamás lo de ayer.

Carlos pidió explicaciones.

—No le digo más. Si le ven conmigo, se estropeará todo. Pero vaya con cuidado.

Se escurrió, prometiendo que después le buscaría.

Carlos entró en el casino. Había diez o doce caballeros de varia catadura, incluidos los indianos de la localidad que Carlos nunca había visto juntos. Formaban círculo con las sillas, y, en el centro, también sentado, con la pajilla y el bastón sobre los muslos y una copa en la mano —baja la cabeza, como abrumado—, estaba Paquito el Relojero. Cayetano se adelantó, sonriente.

—Hombre, te agradezco que hayas venido. Ya conoces a Paquito, ¿verdad?

Todos se habían levantado, menos el loco. Miraba de refilón, inquietos sus ojillos bizcos.

—A los demás también los conoces.

Dos o tres le eran desconocidos. Fue presentado como el doctor Carlos Deza, y le sentaron luego entre don Lino y Cayetano.

—¡Trae café a don Carlos y lo que quiera de beber!

Le pusieron al lado una mesilla frágil con el servicio. Paquito no dejaba de mirarle.

—Le tienes miedo, ¿eh?

Cayetano se volvió hacia Carlos:

—Tiene miedo de que le cures.

—¡Es que tengo derecho a ser loco! —gritó Paquito, descompuesto—. ¿No es así, caballero?

Don Lino terció, solemne:

—No conseguimos hacerle comprender que la sociedad está obligada a curarle.

—Paquito —continuó Cayetano, sin hacer caso a don Lino— es un gran mecánico. ¿Verdad que lo eres?

—¡Ya lo creo!

—Enseña el pájaro a don Carlos.

Con una sonrisa de felicidad, Paquito hurgó en un bolsillo y sacó una cajita envuelta en papel de seda. Se levantó corriendo y la mostró a Carlos.

—¡Mire, mire! Desenvuélvala con cuidado…

Pero no se la entregó, sino que él mismo quitó el papel, y antes de enseñarla se volvió y dio cuerda al mecanismo.

—¡Véala! ¡La hice yo!

Un pajarillo de plumas metálicas se había levantado del interior de la caja, aleteaba y se movía al compás de una musiquilla tenue.

—¡La hice yo! —repitió Paquito con orgullo.

—Si se cura, le daré empleo en el astillero.

—¡Eso no! ¡No quiero curarme! ¡Tengo derecho a ser loco!

—¡La sociedad lo exige, Paco!

—¡Un cuerno para la sociedad!

—¡Te daré cinco duros diarios de sueldo!

—¡No los quiero!

—Lo que tú quieres es vivir de parásito.

—Tengo derecho.

Guardó la caja, medroso. Volvió a la silla.

—Con permiso.

Se sentó.

—Don Carlos —dijo don Lino—, se trata de saber si es tonto o loco.

—¡Soy loco! ¿No te fastidia el cornudo?

—¡Te voy a romper la crisma!

—¡Rómpala, pero no mienta!

Cayetano puso paz:

—La cosa está mal planteada. Se trata de saber si se puede curar o no.

Paquito esperaba alerta la respuesta.

—No lo sé —dijo Carlos.

—Paquito estuvo seis meses en el manicomio, hace algunos años. Hubo que traerlo porque se moría, pero el médico dijo que se le podía curar.

—Yo no me atrevo a decirlo sin haberle observado antes.

—Ahí lo tiene.

—Observarle quiere decir verle y oírle cada día, estudiar su conducta, someterle a ciertas pruebas. Sólo así puede darse un diagnóstico serio.

—Estoy dispuesto a pagar lo que cueste todo eso.

—¿No dices que se moría en el manicomio?

—Por eso pretendo que le cures fuera de él.

—¿Aquí, en el casino?

Rieron algunos.

—¡No estaría mal! Sería cosa de pasarse aquí el día.

Carlos se acercó a Paquito, le arrebató la copa, la olió y la arrojó a un rincón.

—Lo primero, nada de beber. Después…

Se detuvo un instante. Le escuchaban con atención maliciosa.

—… después es necesario que todos ustedes se olviden de que Paquito es loco y le traten como a una persona normal. Ustedes y todo el pueblo. Si me dan su palabra, si me garantizan que nadie se acordará de que este hombre está ligeramente perturbado, yo, a mi vez, me comprometo a dar un diagnóstico y a intentar curarle.

—¡No, don Carlos, no! —gritó, implorante, Paquito.

Se puso en pie, se encasquetó el sombrero y señaló con el bastón a todos los presentes.

—¿A que no son capaces de prometer lo que usted pide?

—Ellos dirán.

Paquito se quitó de nuevo el sombrero, lo apretó contra el pecho y recorrió el círculo expectante.

—¿Qué vais a hacer sin mí? ¿A quién vais a pegar cuando tenéis ganas de pegar? Y a usted, Cayetano, ¿quién le va a llevar los recados a sus queridas? ¿Y quién va a componeros los relojes por dos cuartos? ¿Y quién os dirá los discursos de Azaña de memoria? ¡Los niños no tendrán a quién apedrear cuando estoy borracho! ¡Y cuando alguien rompa un vidrio, no habrá a quién echar la culpa! ¡Por favor, caballero, soy un loco necesario! ¡Que no me curen!

Lloraba con un llanto agudo que parecía risa.

—¡Don Carlos, usted es un hombre de corazón!… ¡Diga que no puede curarme!

Se replegó a la pared. Cerró los ojos.

—Si quieren curarme, tomaré el arsénico.

Quedó quieto, envarado, inmóvil. De pronto abrió los brazos y los ojos.

Adelantó un paso hacia Carlos.

—Escuche el último discurso del diputado Azaña en las Cortes de la República: «Señores diputados…».

Recitó de carrerilla, con voz metálica, sin cambiar de postura. Sólo movía el brazo derecho, cogido el bastón por su mitad —contra el aire, contra el pecho, marcando el ritmo del discurso—. El muchacho del bar rió desde su rincón, y los otros también rieron. Voló un cojín, seguido de otros: golpeaban el rostro de Paquito y caían a sus pies. Él los apartaba y seguía recitando.

—¡Viva la República, Paquito!

—¡Mierda!

—¡Viva la revolución social!

—¡Soy un loco de derechas! ¡Viva el Rey!

—¡Paquito, viva Gil Robles!

—¡Paquito, que viene la primavera!

Se le encogió el rostro de dolor, como si le hubieran clavado algo. Todos gritaron a coro:

—¡La primavera, Paquito, la primavera!

—¡Me cago en la madre que os parió a todos!

Un cojín, lanzado con fuerza, le golpeó la cabeza contra la pared. Otro derribó la pajilla. Paquito se agachó, la recogió y salió corriendo hacia la puerta. Cayeron sobre su espalda los últimos cojines.

*****

—Comprenderás que la vida de pueblo es aburrida, y que locos de éstos los hay en todas partes. Nos divertimos a su cuenta, pero él come y bebe a la nuestra. Yo, por ejemplo, le doy cobijo en el astillero. Allí dispone de un cuchitril donde duerme y donde trabaja en sus relojes. Lo que gana, para él.

—Reconozco —intervino el maestro— que la institución de los bufones está periclitada, como diría Ortega; pero en este pueblo sobreviven muchas otras que han desaparecido ya del mundo.

—En cualquier caso, te estamos agradecidos por tu intervención. Se ve que en seguida comprendiste de qué se trataba.

—Naturalmente, todo fue pura broma. Ya sabemos que es incurable.

—¿Por qué le irritó especialmente la mención de la primavera? —preguntó Carlos.

Rieron a carcajadas. Cayetano explicó:

—¿No lo sabes? Paquito tiene una loca en una aldea de Bergantiños. Cuando llega la primavera, se pone cachondo y va a ver a su loca cargado de regalos. Pasan juntos quince días, y él regresa luego, apaciguado para todo el verano.

Don Baldomero esperaba en el portal de doña Mariana. Parecía inquieto. Carlos le tranquilizó.

—¿Qué te querían en el casino? —preguntó doña Mariana.

—Desacreditarme en público. Cayetano tiene miedo de que explique a alguien su complejo de Edipo, y procura curarse en salud.