Capítulo 17
Sevilla, 28 de septiembre de 1613
El viaje de regreso a Sevilla, a pesar de adolecer de enemigos y tormentas, estuvo entretenido por la lectura, los paseos en cubierta, los juegos de dados y cartas, la pesca, los cantos y bailes a la guitarra, el montaje de obras de teatro, las declamaciones del Rana y, sobre todo, para Pedro, por el recuerdo a cada instante de los días vividos junto a Inés.
Tenían tantos planes… Sin embargo, al final no había habido viaje a Europa ni a las Indias, ni boda. Como la condesa le había contado por carta, el mismo día en que el arzobispo les concedió la licencia para casarse, su tío decidió encerrarla en una torre, de la que Pedro iba a sacarla en cuanto desembarcara.
Y no quedaba nada para que eso sucediera, porque ya se atisbaba a la nave capitana de la flota por el recodo sur del río.
Pedro se sabía de memoria lo que estaría ocurriendo en ese instante en Sevilla: repique de las campanas de la Torre, primero grave y cadencioso y después, el inconfundible tañido a fiesta, alegre y presuroso, porque los galeones regresaban con la panza llena de plata y oro.
Sevilla entera, entre vivas a Dios, al Rey y al diablo, estaría rompiéndose de júbilo ante la inminente llegada de la Flota: desde los banqueros y comerciantes hasta los pícaros y los trileros.
El único que no iba a regocijarse con el arribo de la Flota iba a ser el conde de Tovar, claro que todavía en ese momento aún ni sospechaba la suerte que le aguardaba.
Y cada vez quedaba menos, pues ya podía escucharse la salva fragorosa lanzada por la batería de cañones de la Torre del Oro con motivo de la entrada al puerto de la nave capitana. Salvas que se sucedieron hasta que el navío llegó al muelle entre los aplausos del público, que estaba envuelto en el humo de los cañones y un intenso olor a pólvora.
El navío Virgen del Carmen alcanzó el muelle poco después y Pedro, tras ponerse sus ropajes más elegantes, se dispuso a desembarcar a toda prisa entre el bullicio de pasajeros que aún andaban recogiendo sus posesiones.
—¿Adónde vas, capitán? —gritó el Rana cuando Pedro ya tomaba la rampilla de bajada a tierra.
—Donde no te importa.
—¡Me encanta ese lugar! ¡Voy contigo!
—Rana, quédate con mi madre.
—Doña Juana irá con el capitán, no me necesita para nada.
—Yo tampoco... —A Pedro le dolió decir esto, pero quería ir solo a encontrarse con el conde de Tovar.
—Tú sí que me necesitas y no pienso dejarte solo, lo quieras o no.
—Voy a dar la orden de que se te retenga en el barco, lo quieras o no —replicó, retándole con la mirada.
—Tengo metido en el bolsillo con mis versos a toda la marinería. Dispón lo que quieras, que yo lo desharé a mi antojo.
—Eres mi grano en el culo, Rana —claudicó Pedro con media sonrisa.
—¡Vamos, capitán! ¡Sevilla nos aguarda! —gritó el Rana, lanzándose por la rampilla.
Ya en tierra, se subieron a un carruaje que los condujo a la residencia de los condes de Tovar en la collación de Santa María la Mayor.
—Nos fuimos andrajosos y regresamos como caballeros —dijo el Rana, que contemplaba maravillado la ciudad que los vio nacer.
—Perdona, te fuiste como andrajoso y hoy yo soy el que regreso como caballero—matizó Pedro.
—No pienso discutir. Estamos en Sevilla. ¿No lo sientes?
—¿El qué? —soltó Pedro frunciendo el ceño.
—La vida, la emoción, el riesgo, la pasión, la oportunidad, la luz, el color, el olor a jazmín...
—Ya... —murmuró Pedro con un gesto de desdén.
—¿Desprecias lo sublime? Entonces ¿con qué alimentas tu alma, capitán?
El Rana era memo, siempre lo había sospechado, pero ahora ya no tenía ni la más mínima duda, pensó Pedro. ¿Cómo que con qué alimentaba su alma? ¡Se podía ser mas idiota! Pero si su alma se nutría de, por y para Inés, y eso se sabía hasta en Cipango. Ni se molestó en responderle, prefirió solazarse con la contemplación de su ciudad, que estaba más hermosa que nunca. Amaba tanto a Sevilla... Había recorrido medio mundo, había visto muchos lugares bellos, pero su corazón siempre pertenecería a Sevilla por ser la ciudad testigo de su historia de amor con Inés. Qué otra razón podía haber, si todo pasaba por su amada…
Así, cuando el cochero llegó a su destino y se detuvo frente a la mansión de los Tovar, sintió a Inés mas cerca que nunca y todos los recuerdos se le vinieron de golpe.
—Pedro ¿estás bien? —preguntó el Rana preocupado—. De pronto empalideciste, capitán.
—Se me había olvidado lo horrorosa que es la mansión —disimuló Pedro.
—Horrorosa no es. Es como la savia del ciprés, como el vuelo majestuoso de un halcón, como el cielo gris de un día cualquiera que esconde una verdad postrera, como...
—Déjate de ripios —lo interrumpió Pedro—, y vayamos de una vez a enfrentarnos a ese canalla.
Se bajaron del carruaje justo en el momento en el que otra carroza, una bordada en plata y en oro, se detuvo también ante la puerta de la mansión.
Era la carroza de Inés, llevada por Julián, el viejo cochero de la condesa, quien también reconoció a Pedro y lo saludó con una sonrisa cómplice y cariñosa.
—Mi querido Julián en la carroza de Inés... —musitó Pedro, a quien, por culpa de tantas emociones, el aire ya se le hacía escaso.
El cochero descendió del pescante y abrió la portezuela del carruaje. Aunque Pedro sabía que era imposible que quien se apeara fuera Inés, no dejó de rezar para que así fuese.
Sin embargo, de la carroza descendió una bella mujer, vestida con un vestido de seda del color de las amapolas, de pelo castaño recogido en un elegante peinado, de ojos grandes y vivos, nariz recta y sonrisa deliciosa.
—Cupido acaba de flecharme —murmuró el Rana, llevándose la mano al corazón.
—¡Qué raro que tú te fleches! —bufó Pedro.
—Esta vez es distinto. Esta mujer es mi diosa.
—Chalado, te tenía que haber dejado atado con cadenas en las bodegas del barco—masculló.
En esas estaban cuando el cochero se dirigió a Pedro:
—Permitidme, señor don Pedro, que os presente a doña Jimena, la hija del conde de Tovar.
—Es un honor conocerla —dijo Pedro, quitándose el sombrero y haciendo una inclinación de cabeza.
—Me han hablado tanto de vos —replicó Jimena con los ojos húmedos de la emoción.
—Y, don Julián, por favor... —Pedro dio unos pasos hasta situarse frente al cochero—. Dadme un abrazo, mi viejo amigo.
Ambos se fundieron en un abrazo y, mientras lo hacían, el Rana aprovechó para presentarse a Jimena:
—Soy Cayetano de Sevilla, el poeta que acaba de volver a la vida —se presentó, haciendo una reverencia.
—¡Cayetano de Sevilla! ¡Os admiro tanto!—replicó la joven entusiasmada.
—¿Me conocéis? —soltó el Rana sin dar crédito, entre extrañado y divertido.
—Tengo una amiga en La Habana que frecuenta vuestras tertulias y que, como sabe lo que me gusta la poesía, me copió alguno de vuestros poemas. —La joven tosió un par de veces y luego, con los ojos cerrados, recitó—: «Mi alma ha despertado de un largo sueño, siento que mi vida recién empieza ahora que vos estáis en ella»...
Jimena abrió a los ojos y miró al Rana con embeleso.
—Los poemas son siempre premonitorios. Vos estáis ahí prefigurada, ciertamente es eso lo que estoy sintiendo ahora que os contemplo. No tengo duda de que recién que se produjo el encuentro que está escrito desde hace tiempo, mi bella dama.
—No le hagáis caso, os lo ruego —terció Pedro—. Mi amigo es un majadero.
Sin embargo, la joven estaba rendida al poeta, que además de talentoso le parecía tan bello y elegante que bien merecía que se cincelase en escultura.
—¡Bendita locura la de los poetas! —replicó la joven.
—Poeta y enamorado —aclaró el Rana.
—Rana, como no os calléis os voy a devolver de una patada a La Habana.
—¿El Rana? —Jimena ahora, además de con admiración, miró al poeta con un cariño tremendo—. ¡Mi prima os adoraba! Es más, seguro que lo sigue haciendo allá donde esté.
—¡Y yo a ella le profeso un afecto inefable! Por eso no quiero separarme de Pedro, quiero ser después de él, el que bese sus manos cuando esté libre ya de esa torre inmunda en la que lleva atrapada tantos años.
—¿De qué torre habláis, poeta? —preguntó la joven con el gesto fruncido.
—Recibí una carta de vuestra prima —habló Pedro—. Se ganó la amistad de uno de sus guardianes y lo convenció para que me hiciera llegar una carta, en la que cuenta que lleva encerrada desde el mismo día en que nos dieron la autorización para casarnos.
Jimena se llevó horrorizada las manos a la boca y dijo:
—¿Pero quién ha podido hacerle algo así? ¡No me digáis que ha sido mi padre! ¡No, por favor! —Y dos lágrimas agónicas recorrieron su rostro.
—Inés no tiene pruebas, pero ¿qué otro enemigo puede tener vuestra prima?
—Vos, como yo, sabéis que Inés es una criatura celestial. Si bien me cuesta creer que mi padre haya sido capaz de semejante atrocidad.
—Debo hablar con él —anunció Pedro.
—Mi padre lleva desaparecido más de un mes. Desconocemos cuál es su paradero.
—¡Lo encontraré aunque sea la última cosa que haga! Y ahora. si nos disculpáis, debemos marcharnos, pues nos aguarda un asunto de suma urgencia —dijo Pedro, haciendo una leve reverencia.
—¿Adónde marcháis? ¡Yo también me muero por abrazar a mi prima! Voy a rescatarla con vos.
—Disculpad la intromisión —intervino el cochero—. No creo que sea lo más conveniente, señora.
—¿Y qué lo es? —repuso contrariada la joven.
—Tiene razón la dama —dijo el Rana, orgulloso de la determinación de su amada—. Todo lo que verdaderamente merece la pena es harto inconveniente.
—Solo he dicho lo que debo decir —aclaró el cochero—, lo que estoy obligado por mi cargo y posición. Pero lo que pienso y deseo, y por supuesto voy a hacer, es ir con vos a rescatar a mi señora, la condesita.
—¡Lo de la tozudez es una plaga! ¡No discutamos más! Voy a poner al tanto de lo sucedido al duque de Montano —informó Pedro—, y desde allí partiremos con premura para la torre de Durán, acompañados por unos soldados del rey que nos aguardan a la salida de Sevilla.
—Pues entonces, os dejo. ¡Necesito coger un par de cosas para el viaje! ¡Os esperaremos en la puerta de la residencia del duque! —replicó Jimena, inmersa en un torbellino de emociones. Estaba apenada por saber la suerte de su prima durante el tiempo que había estado desaparecida, alegre porque ya quedaba menos para el reencuentro y con cierto revoloteo en su interior por culpa del poeta que no dejaba de mirarla como si fuera una maravilla. Claro que ella tampoco podía dejar de reparar en él, fascinada.
—Descuidad, dama mía —dijo el Rana—, por nada del mundo partiríamos sin vos.
—Sois muy gentil, poeta. —Jimena sonrió al poeta con coquetería y suspiró—. Si no tenéis inconveniente, para mí sería un honor que viajaseis a la torre de Durán en nuestro carruaje.
Era un desastre de proporciones épicas, pensó Pedro. ¿Cómo podía la joven dejarse engatusar por el galanteo barato del Rana? Había que cortarlo cuanto antes.
—Para mí sería un honor, un placer, un... —musitó el Rana entusiasmado.
—Un nada —terció Pedro tajante antes de que comenzara con sus versos—, porque, por seguridad, la dama viajará en su carruaje y tú vas a viajar conmigo.
—¿De qué seguridad hablas, Pedro? —preguntó el poeta extrañado.
Cuando se disponía a hablar, apareció una mujer mayor, de pelo cano recogido en un moño bajo, de mirada limpia y sonrisa afable, que dijo:
—Si es por razones de seguridad, será mejor que el joven viaje con nosotras.
—¡Petronila! —gritó Pedro, antes de abrazarla cariñoso.
—¡Qué alegría que me hayáis reconocido, Pedro!
—¡Estáis igual!
—Estoy revieja, pero feliz. No he podido evitar escuchar la conversación, desde las cocinas se escucha todo, y yo marcho también con vos a la torre.
—Pero... —murmuró Pedro.
—No os esforcéis en decir palabra —lo interrumpió la dueña con determinación—, porque nada ni nadie va a impedir que yo vaya a ese lugar al rescate de mi niña.
—No diré palabra, pues —dijo Pedro, encogiéndose de hombros—. El batallón de los tercos irá al rescate de la dama. No perdamos más tiempo, ¡nos vemos en un rato!
Se despidieron y los dos jóvenes volvieron a su subirse a su carruaje para encaminarse a toda prisa a la residencia del duque de Montano, cerca de la collación del Omnium Sanctorum.
Y nada más sentarse en el asiento tapizado en terciopelo rojo como su corazón encendido, el Rana soltó suspirando:
—Te anuncio que vuelvo al redil de los cristianos, el Padre me ha regalado la mayor de las gracias: conocer a la bella y dulce Jimena.
—¿Vas a abrazar la fe? ¡Por fin me voy a librar de ti! —replicó Pedro perplejo y bromista.
—Si todo sale como espero, a quien abrazaré es a la dama que acaba de robarme el corazón y la vida.
Pedro hizo un gesto de desdén con la mano y luego habló:
—Olvídate. No tienes nada que hacer. Es la hija de un conde, jamás reparará en ti, un poetilla loco de las Indias.
—¿Acaso tú no te vas a casar con una condesa? —inquirió el Rana dolido. Y no precisamente por lo de poetilla, que le daba lo mismo porque él estaba por encima de cualquier veleidad, sino porque se atreviera a afirmar que su dama jamás repararía en él. ¿Quién era su amigo para arrebatarle sus sueños?
—Lo mío es un caso especial, es una excepción que sucede una vez nada más, porque dudo que haya un amor más puro y más verdadero que el nuestro.
—Pues te equivocas. —El Rana negó con la cabeza—. Nuestro amor también será una excepción, también será excelso y brillará por siempre en la noche callada. Dirás que estoy preso de un delirio, pero siento que todo va según lo planeamos en algún lugar olvidado.
—¡Vive Dios, sí que te dio fuerte Cupido con la flecha!
—¿Y me lo dices tú que te enamoraste de un retrato? —repuso el Rana, alzando una ceja.
Los enamoramientos súbitos siempre le habían parecido a Pedro algo propio de locos, de embrujados o de idiotas, hasta que le sucedió y se percató de que el idiota redomado era él por cuestionar algo que viene sucediendo desde la noche de los tiempos, si bien en el caso de su amigo era diferente. El Rana tenía el seso demasiado absorbido por la poesía y carecía de la lucidez y de la claridad de pensamiento necesarias para diferenciar un enamoramiento súbito, preludio de un gran amor, de una vana y fugaz atracción. Lo más probable es que estuviera atrapado en una tremenda confusión, así que, con mucho afecto, Pedro puso la mano en el hombro de su amigo y dijo condescendiente:
—Descuida, que yo estaré ahí para cuando te des la trompada, que te advierto que será mayúscula.
—No atiendo ni a la razón ni al juicio —replicó el Rana, revolviéndose en su asiento—, solo al bien que me hace la presencia de mi dama, y eso me da tanto valor que no tengo miedo a nada.
Las palabras de su amigo, dichas de esa forma tan sentida y sincera, se clavaron en lo más profundo de su corazón. ¿No sería que a quien le faltaba sesera y lucidez era él y no al Rana? ¿Quién era él para juzgar a su amigo? ¿Acaso no era poeta? Y los poetas ¿no eran los que más sabían sobre el amor?
—Discúlpame —dijo Pedro arrepentido.
—¿Por qué, capitán? Haces bien en querer abrirme los ojos, pero de verdad que puedes confiar en mí. Algo conozco la naturaleza del amor. Siento, no preguntes por qué, pero lo siento como que es cierto que vamos de camino a casa del duque, que estoy hecho a la medida de esa dama.
—Te deseo mucha suerte, amigo. —Pedro no podía decir otra cosa, ni objetar absolutamente nada.
—Y yo a ti. Ya queda muy poco para que la condesa y tú estéis al fin juntos.
—Amén, Rana. Mañana viajará el general Garibay a la corte y le entregará al rey en mano la carta del gobernador donde da cuenta de todo lo acaecido. Pero como estas diligencias son lentas, voy a mostrarle al duque la carta que Inés me escribió, y espero que tome de inmediato las acciones pertinentes para que se abra el caso y su investigación. Mientras tanto, nosotros nos vamos a la torre lanzados como saetas.
—No te preocupes, que, debidamente untado, alguien largará sobre quién está detrás de tamaña tropelía.
—Nos han robado tanta felicidad, Rana. Esto no puede quedar impune. Te juro que no voy a parar hasta que se haga justicia.
Y así, conversando, se fueron sucediendo raudas primero la collación del Salvador y luego la de San Andrés, hasta que finalmente el carruaje se detuvo ante el portón de entrada del palacio del duque de Montano.
—¡Qué bello lugar! —exclamó el Rana mientras aguardaban con impaciencia a que les abrieran.
El palacio, labrado ricamente a la morisca con mármoles lombardos y unos historiados y ricos escudos y blasones, poseía más de treinta habitaciones, y unos jardines de ensueño de los que pudieron disfrutar en cuanto el portón se abrió.
El carruaje se adentró por un sendero umbrío que conducía a la entrada de palacio. Entre fuentes, surtidores y canales por las que agua discurría con su murmullo alegre, los rosales, limoneros, jazmines, arrayanes, cidros y mirtos hacían compañía a las plácidas estatuas traídas de Italia.
Al llegar al final del camino, el cochero se detuvo detrás de otra carroza que aguardaba por alguien, se bajó del pescante y abrió la portezuela para que los jóvenes se apearan de un salto.
A grandes zancadas se dirigieron a la entrada del palacio mientras respiraban el agradable frescor y dejaban la mirada vagar por tanta belleza. De pronto, una joven con un hermoso vestido de seda azul, con el rostro cubierto por un capuz, salió corriendo del palacio y chocó contra Pedro:
—¡Disculpad! —se excusó la dama apurada, sin levantar la vista del suelo.
Un embriagador aroma, más arrebatador que el de todas las flores del jardín del duque juntas, envolvió al joven en una nube de nostalgia.
—No tenéis de qué. ¿Estáis bien? —preguntó Pedro, fascinado con la posibilidad de que lo que solo era una intuición se convirtiera en una certeza.
—Sí, sois muy amable. Y ahora, si me permitís, debo marchar.
La cálida y sedosa voz de la joven le removió hasta el último de sus cimientos.
—¿Podría saber a dónde? —dijo el joven.
Ella, sin levantar la vista del suelo, tembló.
—Al Arenal —musitó con un hilillo de voz—, la flota ha regresado y necesito ver a alguien con urgencia.
—¿Tal vez alguien a quien amáis? —replicó Pedro, rogando al cielo para que sus sospechas fueran ciertas. Podía ser que hubiera logrado zafarse de sus guardianes y ¿qué mejor lugar para que Inés encontrara refugio que la casa del duque?
—Así es. Lo amo con todo lo que soy y todo lo que tengo. Soy mas suya que mía. Ahora, si me dispensáis, debo marchar.
—No —dijo Pedro, dando un paso al frente y acercándose peligrosamente a ella.
—¿Qué diantre te pasa, Pedro? —soltó el Rana perplejo—. ¿Por qué no dejas a la dama que siga su camino?
—Métete en tus asuntos, Rana —bufó Pedro sin dejar de mirar a la dama.
Y la dama, lejos de intimidarse, retiró el capuz, alzó su rostro bañado en lágrimas y sollozó sin dejar de mirar a los ojos de Pedro:
—No me deja seguir mi camino porque él es mi camino. Soy Inés, Rana...
Pedro gritó de alegría, la estrechó entre sus brazos y cubrió su rostro de besos y más besos.
—Primero ha sido tu olor, luego la voz —confesó Pedro mientras le retiraba las lágrimas con sus besos—, pero finalmente ha sido mi piel que te reclama la que ha despejado hasta la última de las dudas.
—Sabía que volverías con el general Garibay... —Inés enterró sus dedos en el pelo de Pedro—, cuando he escuchado el repique de las campanas anunciando el regreso de la flota, te he sentido de tal forma que se me ha estremecido el corazón. No hay día que no haya pensado en ti, ni noche que no sueñe con que despierto a tu lado.
—Nada tiene sentido si tú estas lejos de mí, no quiero volver a saber nunca más lo que duele tu ausencia. —Pedro acarició con sus dedos la suave mejilla de la joven y después los labios.
—Nada podrá separarnos jamás, mi amor.
—¿Cómo lograste escapar, condesa?
—A mediados de agosto, uno de mis guardianes se emborrachó, dejó mi puerta abierta y ya solo tuve que zafarme de otros dos. Abandoné el lugar y tuve la suerte de encontrarme con unas monjas, que iban de paso, que me trajeron hasta aquí. Hemos decidido no hacer pública mi liberación hasta que el conde esté puesto a buen recaudo en manos de la justicia. Sabemos que tuvo noticias de mi desaparición y que me anda buscando hasta debajo de las piedras.
—¿Tienes ya pruebas de que fue él?
—Sí. Se la arranqué a Diego Oliva, uno de mis guardianes a punta de espada. Precisamente, hace una semana testificó ante el juez en contra de mi tío.
—¡No voy a parar hasta que lo encuentre!
—El duque y sus hombres no dan con su escondrijo.
—Sabré dar con esa rata. ¡Voy a hacerle pagar por todo lo que ha hecho!
—Ahora lo que importa es que ya estamos juntos. Yo solo pensaba en llegar a ti.
—Mi amor... —susurró Pedro, besando su mano.
Se miraron unos instantes, después sus labios se encontraron y el besó calló al mundo. Se fundieron en un beso que anuló el tiempo y el espacio, que les hizo olvidar todo el dolor y toda la pena y que, sobre todo, fue la promesa de la felicidad que les aguardaba.
—Es que te amo tanto —musitó Pedro, con las bocas aún rozándose.
—Seguro que yo más.
—No, yo más.
—Te equivocas —dijo Inés—. Yo muchísimo más.
De pronto, el Rana tosió unas cuantas veces y luego habló:
—Disculpad que os agüe la fiesta del «yo más», pero deberíamos avisar a las personas que están esperándonos fuera de que ya no hay que ir a la torre de Durán porque Inés se rescató sola.
—¿Quién está afuera? —preguntó Inés entusiasmada.
—Tu prima, tu dueña y Julián.
A Inés le faltó tiempo para recoger las faldas de su vestido y salir corriendo hacia el portón de entrada, con Pedro y el Rana detrás.
Y ya cuando atisbó el carruaje de su familia, empezó a llamar con gestos y gritos a su prima, a la dueña y al cochero, que, al percatarse de su presencia, volaron hasta sus brazos.
—¿Pero no estabais en la torre, mi niña? —preguntó Petronila, sin poder dejar de llorar y de abrazar a Inés.
—Aproveché que un centinela estaba bebido para escapar.
—¿Pasasteis muchos peligros? —replicó con gran preocupación la dueña.
—Solo eran un par de guardias con mala baba, lo bueno es que conseguí convencer a uno de ellos para que testifique en contra de mi tío.
—¿Mi padre es el que te ha retenido todos estos años? —Quiso saber, horrorizada, Jimena.
Inés asintió con la cabeza y dio un beso cariñoso a su prima en la mejilla.
—Lo siento tanto —dijo Jimena desconsolada y abochornada.
—No tienes culpa de nada. —Inés enjugó con su pañuelo las lágrimas a su prima—. ¿Cómo está mi tía y mi prima?
—Mi madre no ha dejado un solo día de buscarte y de rezar por ti. Y mi hermana se casó con un noble flamenco.
—¿Tú no te has casado?
—No. Ya sabes que el matrimonio y yo somos como el agua y el aceite.
—¿Y no hay ningún joven que te guste? —susurró Inés al oído de su prima.
Jimena miró de soslayo al Rana y luego habló con una sonrisa cómplice:
—Ya te contaré.
—Lo espero con ansiedad. Y ahora, ¿por qué no pasamos y compartimos con el duque de Montano este feliz reencuentro? —propuso Inés al grupo.
—Me parece estupendo. Pero también habrá que avisar a los soldados que nos aguardan a la salida de Sevilla —dijo Pedro.
—Yo iré a avisarles —se ofreció el cochero.
Pedro lo agradeció y, cuando ya se dirigía de camino de vuelta al palacio, cogido de la mano de Inés, le susurró al oído:
—¿Te gustaría que al atardecer diéramos un paseo por el río en barca?
—¿Me vas a enseñar a pescar? —preguntó la condesa con un gesto de picardía.
—Te voy a amar hasta que desfallezca.