Capítulo 12
Dos días después, la condesita se presentó en la plaza de San Francisco, sola, sin la dueña, que había tenido que quedarse en la casa pues se encontraba indispuesta.
—¡Buenos días, condesa! —saludó Pedro, haciendo una exagerada reverencia.
—¡Dejaos de pamplinas, os lo ruego!
—¿Venís sola? —preguntó serio, apoyado en la carretilla que había traído para transportar las mercancías que compraran hasta el carruaje.
—Sí. Mi dueña no se encontraba bien esta mañana. Ella quería que lo pospusiéramos para mañana, pero he considerado que era mejor terminar cuanto antes con el malotaje.
—Me parece bien.
Le parecía más que bien poder estar una mañana a solas con su dama, que hoy estaba especialmente bella con un vestido anaranjado de terciopelo brocado y una capa de tafetán de seda azul, sobre la que caía en cascada su pelo suelto sin ninguna clase de adornos.
—¿Adónde vamos primero? —quiso saber la condesita, muy digna y muy seca.
—A la carnicería.
—¿Está lejos de aquí?
—No. Solo hay que cruzar la plaza.
—Bien, pues vayamos cuanto antes —dijo Inés sin mirar al joven a la cara.
Atravesaron la plaza de San Francisco, que ya bullía de gente con destino a los despachos, a los mesones, a los talleres y a las tiendas.
Cuando pasaron junto a la fuente, Inés se quedó mirando fascinada a un hermoso caballo negro que bebía agua.
—¿Os gustan los caballos? —preguntó Pedro para romper el hielo.
Si esa iba a ser la última jornada que estuvieran solos hasta que volvieran a reencontrarse en las Indias, iba a hacer lo imposible para que su dama se llevara un grato recuerdo . Y, de paso, que así se le quitara la cara de ajo confitado que lucía esa mañana.
—Sí. Mucho. A mí me gustaría tener muchos más, pero mi tío no me lo permite.
—Yo solo he tenido un gato.
—¿El gato loco?
—¡Sí! ¿Cómo lo habéis adivinado?
—Tampoco hay que ser muy sagaz. Solo hay sumar dos y dos.
—Mi padre se lo encontró dentro el día que compró la taberna. Era un gato de pelo corto de color naranja atigrado que maullaba como un perro, se lanzaba a los platos de los clientes, le gustaba el vino, robaba joyas, era noctámbulo, corría por la taberna por las noches y bailaba con la luna llena.
—La taberna tendría que llamarse «la del Gato Loquísimo», más bien.
—Pues sí. Murió hace unos años. Algunos decían que era el antiguo tabernero que fue convertido en gato porque una bruja lo hechizó.
—¿Y qué pasó con el antiguo tabernero?
—Un día desapareció. Le gustaba mucho comer y el vino, como al gato, y también era ladrón, de hecho algunos dicen que después de un robo importante a una aristócrata se fugó a las Indias. Otros, en cambio, dicen que a quien robó fue a una bruja, quien en castigo lo transformó en gato.
—¿Vos creéis en las brujas? —preguntó la condesa muy intrigada. Pedro se alegró porque volvía a mirarlo a los ojos, otra vez.
—Me pasa como en el amor. Yo no creía en nada hasta que conocí a Remedios, la adivina, precisamente el que día que apareció vuestro retrato.
—¿Y qué pasó?
—Adivinó que ibais a aparecer y que me volvería loco de amor.
—¡Os estáis burlando de mí! —exclamó dando un manotazo al aire.
—¡Os estoy diciendo la verdad! Me cogió la mano, la miró y luego me dijo que había una joven noble, de la aristocracia, muy bella, con el pelo el pelo ondulado color avellana, la mirada viva, la boca dulce…
Inés se llevó las manos a los oídos:
—Ay, ¡parad! ¡Dejadlo ya! Por favor, no quiero saber más.
—De verdad que os juro que es cierto —dijo Pedro, levantando la mano.
—Me dan igual vuestros juramentos. No creo en el amor ni en las adivinas.
—Ni yo hasta que…
—Lo sé, Pedro —bufó Inés—. Os repetís demasiado.
—Lo siento —replicó Pedro.
—Procurad no ser tan cansino.
—Haré lo que sea por complaceros. —Pedro guiñó el ojo a la condesa y esta se ruborizó.
—¿Dónde diantre está la carnicería? —preguntó para disimular.
—Ahí, condesa, justo enfrente de vos.
—Entremos de una vez.
Pasaron a la carnicería del gallego chivato donde Pedro compró tasajos de carnero y de vaca hartos y aliñados, tocinos añejos, siete jamones y ocho quesos.
—¡Siete jamones! ¡Ocho quesos! ¿Os habéis vuelto loco como vuestro gato embrujado? —protestó Inés cuando el gallego chivato se hubo marchado a la trastienda a preparar el pedido.
—No os preocupéis, los productos para el aprovisionamiento de los que marchan a las Indias están libres del almojarifazgo y de otros impuestos de aduanas.
—Pero si no lo digo por el dinero. Es que me parece excesivo para cincuenta días que va a durar la travesía comprar siete jamones para cinco personas.
—De cincuenta a setenta dependiendo de las contingencias.
—Aunque fueran setenta, me sigue pareciendo excesivo —opinó Inés cruzándose de brazos.
—No lo es. Me paso el día escuchando los relatos de marineros y pasajeros, en el barco se pasa muchísima hambre, todos los que saben aconsejan que el malotaje no sea corto y que se compre siempre el doble de lo que se estima consumir. Más vale que sobre que no que falte y, si sobra, siempre podréis dar a otros. Hacedme caso, conozco muchos casos en que han acabado comiéndose las suelas de las botas.
—¡Qué espanto! Está bien. Que sean siete jamones.
El carnicero preparó el pedido en dos cestas que Pedro llevó en carretilla al carruaje que se encontraba en una calleja cercana. El cochero se lo llevó a la Taberna del Gato Loco, para regresar después al mismo punto y seguir recogiendo provisiones. Por su parte, la condesita y Pedro se encaminaron a la plaza de San Salvador a comprar frutas y hortalizas a don Matías, el viejo lento y desdentado que tenía taburetes en el puesto para que la clientela esperara sentada.
—Hay que ver todo lo que tarda —refunfuñó la condesita a los veinte minutos de espera.
—Pues esto no es nada. La hora no te la quita nadie.
Y como no podía ser de otra manera, a continuación vino la pregunta de rigor:
—¿Y no podemos comprar estos productos en otro sitio? ¿De verdad que compensa la espera?
Pedro miró a la condesita de una forma que no hizo falta que respondiera.
—De acuerdo. Seré paciente y disciplinada. Vos que tanto me conocéis sabéis que puedo serlo.
—No volvamos por esos derroteros que luego salís escaldada.
—Es cierto. Será mejor que lo dejemos —replicó Inés con una sonrisa cómplice.
Pedro suspiró. Parecía que, por fin, las asperezas de los últimos días se habían limado. El rostro de Inés estaba más relajado, incluso había comenzado a canturrear una seguidilla en la tienda.
—¿Las seguidillas os gustan? —preguntó Pedro muy desconcertado. No tenía ni idea de que a las condesas les diera por el cante.
—Sí. Y las jácaras y los romances. Y también bailo. ¿Os sorprende?
—Que cantéis sí. Lo del baile no. —La miró de arriba y abajo y dijo—: Parecéis grácil y con sentido del ritmo.
—Pues sí, lo tengo. Mi especialidad es la chacona, la pavana, la gallarda y la zarabanda.
—¿La zarabanda[12] también? —Pedro estaba estupefacto.
—Sí, claro —respondió Inés sin darle ninguna importancia.
—¿Bailaríais conmigo una zarabanda… algún día?
—¿Vos bailáis?
—Tuve un maestro de baile gotoso que me enseñó a bailar las danzas cortesanas. —Muerto de la vergüenza, Pedro clavó la mirada en el suelo.
Inés soltó una carcajada. ¡Era la venganza perfecta servida en bandeja de plata! ¡Por burlarse de sus chapines dorados y por insinuar que era como un monito loco!
—¿Tenéis profesor para todo? —dijo la condesita sin parar de reír.
Pero Pedro sabía una forma de arrebatarle esas risitas tan encantadoras.
—Hago trueques en mi taberna. A los huéspedes de las habitaciones les ofrezco comida a cambio de que me enseñen sus destrezas. Por cierto, ahora que lo pienso: me falta una profesora de besos. ¿Queréis ser vos?
—Si supiera hacerlo, no tendría inconveniente —respondió tan pancha.
Y siguió riendo, en tanto que Pedro hacía juego con los tomates que lucían lustrosos en el mostrador de don Matías.
—¡Ay, qué amena se me está haciendo la espera! —exclamó Inés, feliz, pues nunca imaginó que pudiera ser tan divertido ir a comprar garbanzos.
Porque, finalmente, después de una hora de espera, acabaron comprando garbanzos, doce libras por persona, lo mismo que de lentejas, habas, guisantes y arroz. ¡Y veinte paquetes de carne de membrillo! ¡Y muchísimos ajos!
—Mi prima Margarita no me va a reconocer cuando me baje del barco —bromeó la condesita cuando se dirigían de nuevo al carruaje para dejar lo que acaban de adquirir.
—Recordadme cuando lleguemos a la taberna que os dé unas cuantas botijas de aceite y vinagre —habló Pedro mientras arrastraba la carretilla.
—Así voy a terminar yo: ¡como una botija!
—Ya os acordaréis de mí cuando estéis en el barco… También es muy importante el agua, en el flete está incluido recibir al día medio azumbre[13], pero necesitaréis más líquido, así que debéis meter botijas, unas doce por persona, y yo también incluiría vino para vuestros mayores, que aguanta mejor el paso de los días.
La verdad es que era una afortunada por contar con el asesoramiento de alguien que sabía tanto como el tabernerito. Tenía sus cosas, pero sin él en esta aventura habría estado muy perdida. De tal forma que, de camino a la plaza de Abajo, después de haber dejado los alimentos en el carruaje, habló con palabras muy sentidas:
—Os agradezco, Pedro, todo lo que estáis haciendo por nosotros.
—¡Lo hago gustoso! No hay otro lugar donde desee estar más que a vuestro lado. Me pasaría la vida entera comprando garbanzos y cargándolos hasta el fin del mundo con tal de que vos estuvieseis a mi lado.
Después del modo en que estaba actuando últimamente, el muchacho tenía mérito para seguir diciendo esas cosas, pensó Inés.
—Yo soy una china en vuestro zapato. —¿Es que no se daba cuenta?
Pues no debía darse cuenta, porque Pedro casi recitó:
—Vos sois la flor de más dulce fragancia, pura y fresca, alegre y rozagante, que siempre llevaré prendida en mi corazón.
Inés se quedó sin aliento. Tragó saliva. Y se libró de decir algo porque apareció un joven que dio un palmetazo en la espalda de Pedro.
—¡Capitán! ¡Veo que habéis cambiado de ayudante! —vociferó el Rana, que iba cargadísimo con una esportilla a sus espaldas.
—¡Rana, un respeto! ¡Es la condesa de Vera!
El Rana se quedó mirando a Inés y, con sus ojos más de rana que nunca, gritó:
—¡Mal rayo me parta! ¡Es tu dama! ¡La has encontrado! ¡Con razón llevabas tú desaparecido tantos días! ¿Ves como Remedios es una buena adivina? Pues a partir de ahora, capitán, ya sabes: ¡a vivir aventuras exitosas! ¡Y yo contigo!
—¿Le dijo eso la adivina? —intervino Inés, con suma curiosidad.
—Sí, señora condesa, por cierto, soy el Rana. —Se presentó haciendo una reverencia tal que por poco no se dio con la cabeza en el suelo.
—¿Y qué fue exactamente lo que dijo la adivina Remedios? —insistió la condesita, para desespero de Pedro.
—Que tenía la mano de un hombre de éxito. Le salen viajes, negocios, triunfos y mucho amor. El amor por vos, porque es que Remedios os describió a la perfección. Vuestro pelo rizado como las onduladas columnas estriadas del Templo de Salomón…
—Lo del Templo de Salomón es de su cosecha, es que mi amigo es un poeta de medio pelo —explicó Pedro—. Por cierto —siguió hablando para cambiar de tercio, no le apetecía que su amigo siguiera describiendo a su dama con sus ripios baratos—, Rana, estuve hablando con don Lope sobre el amor y me recitó los versos más hermosos que jamás escucharán vuestros oídos de batracio.
El Rana, maravillado, replicó:
—¿Los recuerdas, capitán?
—Los dos últimos tercetos… —Pedro carraspeó y después recitó con los ojos cerrados—: «…huir el rostro al claro desengaño, / beber veneno por licor suave, / olvidar el provecho, amar el daño; / creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño; / esto es amor, quien lo probó lo sabe».
El Rana cayó de rodillas al suelo y mirando al cielo, gritó:
—¡Es sublime! Me duele el corazón, Pedro —dijo, llevándose las manos al pecho—. ¡Ya puedo morir, porque jamás escucharé palabras más bellas! ¡Oh, mi Dios, gracias por enviarnos al Talento hecho carne! —Y el Rana ofreció sus manos al cielo en señal de gratitud.
—¿Estáis hablando de don Lope de Vega? —preguntó Inés patidifusa.
—Sí. Suele venir a mi taberna.
—¡Tenéis amigos harto interesantes, Pedro!
—Sí, como aquí el Rana.
—¿Siempre es así de excesivo? —susurró Inés a Pedro.
—Solo con la poesía sublime.
—Menos mal.
—Descuidad, que le duran poco los arrebatos. —Y dirigiéndose al Rana, Pedro añadió—: Bueno, Rana, que estamos haciendo el malotaje para la condesa y todavía nos quedan cosas que comprar.
—¿El malotaje? ¿Se va a las Indias? ¿En la flota que sale el 15? —preguntó, poniéndose de pie.
Pedro asintió.
—Pues entonces vas tú detrás, porque Remedios dijo que va todo unido, que con la joven vendrá todo lo demás.
Inés, curiosa, inquirió:
—¿Qué es todo lo demás?
—Los viajes, los negocios, los triunfos y el amor, claro. El amoooor, ese que nos hace beber veneno por licor suave, condesa.
—Nos vamos, Rana. Cuídate.
—Lo mismo digo. Condesa, nos volveremos a ver. Nuestros destinos están unidos por delicados hilos de plata tejidos por las Moiras que…
—Hasta pronto, Rana… —lo cortó Pedro.
La condesa y el tabernero encaminaron sus pasos hacia la plaza de Abajo y el Rana hacia la plaza de San Francisco.
—¿Por qué lo habéis interrumpido? ¡Pobre muchacho! Dice cosas bonitas —dijo Inés, llevándose un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Yo sé cómo tratarlo, es que como coja carrerilla nos tiene hasta la noche con sus ripios. ¡Es muy pesado!
—Parece buen chico.
Pedro se revolvió con la mano aún más sus pelos y confesó:
—Lo es.
—Y parece muy pobre.
—Siempre le rugen las tripas. Yo creo que recita tanto para no escuchárselas. Trabaja para mí como esportillero y, aparte de su jornal, siempre le doy lo que puedo para que se lleve a casa: legumbres, queso, pan…
—Le podíamos haber dado algo.
—Sí —replicó Pedro, mordiéndose los labios—, se me ha pasado.
—Si os convertís en un hombre de éxito, como dice la adivina, ¿os lo llevaríais con vos?
—Sí, a él y a su familia.
Inés sintió un vuelco en el corazón y un revoltijo extraño hecho a base de ansiedad, admiración y ¿afecto? Decidió que lo mejor sería no poner nombre a lo que acababa de sentir, tan solo se limitó a decir:
—Vos también sois un buen chico.
—Ya os lo dijo mi madre.
Inés suspiró. Y agradeció que estuvieran delante de la tahona donde tenían que seguir comprando cosas, para así no tener que ahondar más en el asunto de la bondad del tabernerito.
En la tahona compraron muchísimo bizcocho.
—Ya sé cuál es vuestro plan: queréis que llegue a las Indias como un tonel para que no me salga ningún pretendiente mientras vos venís a buscarme —bromeó la condesa al salir de la tienda.
Sin embargo, Pedro no bromeó cuando dijo:
—Iré a buscaros, no lo dudéis. Y si me rechazáis, me volveré por donde haya venido y os llevaré siempre en mi corazón.
Inés otra vez agradeció que la conversación tuviera que interrumpirse, ya que entraron en otro establecimiento a comprar azúcar, sal, mostaza, miel, almendras, pasas y alcaparras. Y de allí marcharon a la pescadería donde se abastecieron de pescado seco, sazonado, anchoas y sardinas blancas para pescar a raudales.
Lo llevaron todo al carruaje y ya, por fin, solo quedaban dos cosas:
—¿Tenéis naipes, condesa?
—Sí, me gusta jugar con mis primas a las treinta, a la andaboba, a las quínolas y a la quina con los dados. ¿Vos sabéis, Pedro?
—No. La verdad es que no sé jugar a nada, pero todo el mundo dice que los naipes son muy útiles para combatir el aburrimiento.
—Os puedo enseñar. A esto sí.
Los dos se quedaron como bobos, mirándose sin decir nada, pero diciéndoselo todo. Después de no se sabe cuánto tiempo que estuvieron así, embebidos el uno en el otro, envueltos por la magia del misterio inefable, Pedro susurró:
—Debemos ir a Sierpes a por las cañas. Necesitamos de bambú y de hueso de ballena, que son más flexibles, aparte de mucho sedal, anzuelos y plomada. ¿Sabéis pescar, condesa?
Inés negó con la cabeza, sin poder articular palabra.
—Convendría que aprendierais antes de partir. ¿Quedamos mañana por la tarde y os enseño a pescar en el río?
Inés asintió sin palabras.
—Os esperaré, condesa, a las seis en el puente de barcas.
[12] La zarabanda era el baile más lascivo de la época y como tal estuvo censurado por los moralistas.
[13] Equivale a un litro aproximadamente.