Capítulo 2
La torre de Durán, 15 de agosto de 1613
Inés abrió los ojos y vio el cielo estrellado, infinito y perfecto. El mar estaba en calma, el barco apenas se movía y era muy agradable sentir la suave brisa en el rostro. No tenía ganas de dormir, solo quería perderse en esa noche en la que rechinaban los cables, crujían las arboladuras y apenas se escuchaban los pasos lejanos de la marinería.
Se tapó con una frazada ligera y se alegró de haber comprado un colchón terciado siguiendo el consejo de Pedro...
—Estoy aquí, mi amor —susurró Pedro, que estaba agachado junto a ella.
—¿De dónde has salido? —murmuró Inés.
—Estoy aquí —dijo Pedro, tumbándose a su lado.
Inés le hizo un hueco para que los dos cupieran en el colchón y lo tapó con la frazada. Estaban frente a frente, tan cerca que Inés podía percibir el aroma del joven —una mezcla de sal, madera y canela— y la agradable calidez de su respiración.
—Es imposible que...
No pudo terminar la frase porque Pedro acercó sus labios a los de ella y los besó dulcemente.
—¿No has sentido mi beso? —preguntó Pedro, apenas iluminado con el farol de popa.
Claro que había sentido la suavidad de sus labios, su calor, su ligero sabor salado por la caricia incesante del mar. Por eso, temblando de deseo y feliz, asintió con una sonrisa.
—No tengas miedo, Inés.
Ella lo abrazó para cerciorarse de que era cierto, para que no se marchara, para que se quedara con ella para siempre.
—No te vayas —musitó Inés.
—Jamás me he ido, condesa. Yo reposo en tu almohada cada noche y camino tu cuerpo con los ojos vendados.
—Pedro...
—Todo lo que hago tiene una sola ambición: llegar a tu beso.
—Bésame, no dejes de hacerlo.
Pedro estrechó a Inés contra él, sintió su calor, su suspiro contenido...
—No me creo tanta dicha. Me moría por tenerte así, condesa, tu pecho contra mi pecho encontrado.
La joven acercó sus labios húmedos y entreabiertos a los de su amado. Pedro posó sus dedos en los labios de Inés, suave como se posa el pájaro en la rama, y ella los besó lenta y amorosa.
—Toda mi vida ha sido un camino hacia ti —susurró Pedro, retirando los dedos de los labios de Inés y poniendo en su lugar su boca ávida de todos los besos que les habían sido negados.
Sus labios se unieron sutiles y lentos, por un instante eterno. Después, Pedro se retiró y se miraron, no con los ojos sino con las bocas que otra vez volvieron a fundirse, pero en esta ocasión fue distinto. Las bocas se abrieron, las lenguas se encontraron, primero despacio como flores que se abren, y luego largo y profundo como agua de río.
Locos de amor, se tomaron de las manos y entrelazaron sus dedos. Y, cuando parecía que el beso iba a seguir, Pedro apartó su lengua y a continuación sus labios: el beso quedó suspendido, expectante. Inés lo miró desesperada y volvió a buscarlo, con urgencia de labios, de lengua y de él. Sobre todo de él, que ahora deslizaba la mano por su pecho.
—No podré jamás de dejar de besarte, condesa.
—Mis besos y mi aire estaban reservados para ti, mi gran amor, están esperando por ti, Pedro.
—Voy a vestirte de besos y caricias —habló el joven mientras levantaba las faldas del vestido de grana de la condesa.
—Llevo tanto esperándote, mi amor, quiero tu cuerpo sobre el mío.
Pedro deslizó su mano por los muslos de la joven y apartó con cuidado las telas que encontró a su paso hasta que sus dedos se enredaron en el pubis de su amada.
—Inés —musitó Pedro muerto de deseo, buscando en los ojos de la joven la aprobación para seguir hasta un final que no sería más que un principio perpetuo.
—Sigue, por favor, sigue, hasta donde quieras, soy tuya.
Suavemente, Pedro acarició los húmedos pliegues de su amada, demorándose en el lugar preciso y apremiándose donde había que hacerlo.
—No me dejes, Pedro —susurró Inés, acariciando la espalda del joven.
—Estoy aquí, siempre lo he estado.
Por puro placer, ella echó la cabeza hacia atrás, y Pedro mordió el cuello blanquísimo que se le ofrecía.
—Te amo, Pedro
—Y yo, mi amor.
—Creo que voy a enloquecer si sigues con eso que estás haciendo.
—¿Lo dejo?
Inés negó con la cabeza.
—Si dejas de hacerlo moriré, que es peor que enloquecer.
—¿Quieres enloquecer más?
—Te lo ruego...
Se besaron otra vez, arrullados por el mar que se ondulaba infinito y después, Pedro deslizó uno de sus dedos en el interior de la joven que, vencidas las primeras resistencias, gimió de placer.
—Después de mis dedos, yo seré el que esté dentro de ti.
Inés descendió su mano hasta la cadera de Pedro, donde reposó unos instantes, y luego continuó con el descenso que acabó en la abultada entrepierna.
—¿Con esto? —preguntó azorada la joven.
—Te preparé para que puedas aceptarme.
—Quiero que lo hagas. —Inés cerró los ojos y se dejó llevar por la dulce invasión que deseó que durara para siempre.
—Lo haré siempre, mi amor. Mi corazón siempre estará dentro del tuyo, mi alma está cosida a la tuya, no habrá final, Inés, nunca lo habrá...
Y nunca lo habría. Inés sintió que nadie podría arrebatarles ese momento en el que él, con los dedos empapados de su deseo y de su amor, la atormentaba de esa forma en extremo placentera.
—Sigue, amor mío. No te detengas.
—¿Estás segura?
—Te amo, quiero llenarme de ti. Necesito que lo hagas, te lo ruego.
La súplica fue escuchada. Pedro introdujo otro dedo y la joven gimió de placer y de dolor. Sentía que iba a rasgarse, pero también que iba a morirse de gusto por el roce del pubis contra la mano de su amado.
Era un tormento delicioso del que ni podía ni quería escapar. Un fuego que abrasaba sus entrañas y que la hacía gemir pidiendo más y más. Una bendita locura de la que jamás pensaba arrepentirse. Solo quería entregarse a él, aceptar lo que le ofreciese y amarlo hasta el desmayo.
—Quiero que me sientas, Inés. Quiero llenarte por completo, quiero dártelo todo.
—Hazlo, mi amor. Hazlo... —susurró la joven, sin dejar de mover sus caderas contra la mano de su amado.
—Te amo tanto. Eres el sol, mi sol, y despacio también puedes ser la luna.
—Seré lo que quieras que sea —dijo la joven que se mordía los labios de tanto goce.
—Eres mi todo.
Inés no pudo decir nada más: un grito de amor rompió la noche, una ola enorme venida de las cuatro esquinas de mundo estalló dentro de ella, de forma súbita, brutal y palpitante. Un orgasmo feroz la recorrió por completo, dejándola abatida y llena de amor.
Con cuidado, Pedro sacó los dedos del interior de su amada, si bien la joven suplicó:
—No los apartes.
—Es necesario porque ahora te llenaré de otra forma... ¿Lo deseas?
Lo deseaba tanto que ella misma bajó las calzas del joven y tomó entre sus manos el miembro caliente, grande y sedoso.
—Es hermoso —musitó Inés recorriendo el pene con la mano.
—Te dolerá, pero...
—Quiero el dolor, lo quiero todo.
Era un delirio de amor. Una locura que no iba a terminar nunca.
Pedro la abrazó muy fuerte y la besó en la boca, devorándola. Sin aliento, la joven enterró los dedos en la nuca de su amado y le suplicó que lo hiciera, que se hundiera dentro de ella tan profundo como lo era su amor.
En un cuerpo a cuerpo sin tregua, él se colocó encima de ella y comenzó a acariciar los pliegues femeninos con su pene.
—Qué delicia que estés tan húmeda...
El joven siguió acariciando de esta forma la vulva hasta que arrancó un nuevo orgasmo a su amada. Después, cuando ella aún jadeaba, situó su miembro en la entrada de la vagina y penetró solo un poco en la delicada estrechez...
—Sigue, amor mío, sigue —suplicó Inés, aferrándose a la espalda de Pedro.
Pero su amor no siguió, se quedó ahí: quieto en un sordo silencio que Inés quiso romper, agonizante de deseo, clavando sus uñas en la espalda del joven, mullida como... como lo que realmente era.
Porque esta vez Inés abrió los ojos y Pedro ya no estaba. Su lugar lo ocupaba una vieja y raída almohada y el cielo estrellado había trocado en el techo desconchado por las humedades de la torre de Durán.
¿Había sido un sueño? La joven se tocó y estaba tan húmeda como Pedro había dicho que lo estaba, en sus labios estaba impresa la huella de los muchos besos que se habían dado, incluso aún tenían el ligero sabor salado de la brisa del mar.
En otras ocasiones había tenido sueños de este tipo, pero jamás ninguno tan intenso, tan real, tan vívido como este. ¿Como podía ser un sueño algo que había sentido con la misma fuerza con la que ahora sentía en su rostro el sol de la mañana que recién despertaba? Como también era obvio, pues estaba abrazada a una almohada, que lo que acaba de suceder no era real. Sin embargo, que no lo fuera no implicaba que aquello no hubiera sucedido. Porque ellos se habían amado, Inés estaba convencida de que así había sido, no podía ser de otra forma, aunque fuera en un territorio nuevo y perdido entre la realidad y el sueño.
Dondequiera que estuviera Pedro, pensó Inés, tenía que haber sentido el beso, las caricias, todo el amor que se habían dado.
Y eso solo podía significar que cada vez quedaba menos tiempo para que Pedro viniera a por ella y fueran felices por fin y para siempre.
Había sido tan hermoso sentir los labios de Pedro en los suyos, sentir sus caricias en la más recóndita de sus intimidades, sentirse amada, en definitiva, que cerró los ojos por si otra vez sucedía aquel prodigio de estar en sus brazos.
Pero no sucedió.
Cerró los ojos y notó que algo se frotaba contra sus pies. Algo peludo y esponjoso, que ahora trepaba por sus piernas y maullaba con fuerza.
Inés se incorporó de un respingo, cogió al gato y lo llevó a su regazo con una sonrisa enorme. La inesperada visita solo podía significar que, por primera vez desde que estaba encerrada en la torre, el carcelero se había dejado la puerta abierta. ¿Habría escuchado el cielo por fin sus peticiones?
Sigilosa, la joven se puso de pie y se acercó hasta la puerta. No escuchó nada, solo el maullido del gato que saltó de sus brazos y escapó.
Se quedó inmóvil esperando alguna reacción del exterior, pero solo escuchó un silencio que la llenó de esperanza. Era ahora o nunca.
Abrió un poco más la puerta, asomó la cabeza y se encontró a su carcelero dormido con la boca abierta. Apestaba a aguardiente. Sin pensarlo, y con sumo cuidado, tomó la espada del cinto de aquel tipo y huyó a toda prisa.
Corrió hasta la escalera que conducía al exterior y una vez allí bajó, de tres en tres, los cinco tramos de peldaños que la separaban de la libertad. Eso si antes lograba librarse de los dos o cuatro guardias, dependiendo de los días, que solían custodiar la entrada de la torre.
Cuando llegó justo a la puerta de salida, casi sin resuello, se paró y, apenas asomando la nariz, contempló como dos guardias charlaban a escasos metros. Un súbito escalofrío la recorrió de arriba a abajo, pero no permitió que el pánico fuera a mayores. Tenía que escaparse como fuera. No pensaba pasar ni un día más de su existencia atrapada en un torre. Así que respiró hondo unas cuantas veces y se dijo que no había nada de que temer. Además, amaba con toda su alma y era correspondida, pues así lo sentía, y quien ama es invencible.
Entonces, espada en alto, fue avanzando con paso firme hasta que uno de los guardianes se percató de su presencia y la joven, sin que a aquel le diera tiempo siquiera a echar mano a la espada, le largó una estocada en el costado que lo dejó desvanecido en el suelo.
Entretanto, el otro guardia, un joven espigado y alto, se ajustó el coleto de cuero, desenvainó y cuando aún estaba colocándose en guardia, Inés le propinó una estocada en la pierna.
—Zorra, ¿a dónde creéis que vais? —le espetó el guardia con el ademán compuesto.
—¡A por mi libertad, cerdo apestoso! —gritó Inés, levantando su espada.
El guardia paró una estocada, y a esa le sucedieron otras más y varias fintas hasta que Inés, que había aprendido esgrima a escondidas con Julián el cochero y sabía batirse como el mejor, consiguió en un incansable entrechocar de espadas llevarlo contra la tapia. Y ahí, reducido y sin espacio, sin apenas capacidad para devolver los golpes, asestó al guardia una estocada en la otra pierna.
—Perra hija de puta, tenéis valor y buen puño —soltó el guardia antes de caer de rodillas al suelo.
—Os lo agradezco, rata desgraciada.
—Si queréis agradecérmelo de veras, dadme muerte. No quiero sobrevivir al deshonor de que una dama me haya dejado de esta guisa —dijo el guardián con las piernas bañadas en sangre.
—Os podía haber dejado fiambre hace mucho rato, pero merecéis más esta condena.
—Tenéis mucho arrojo, pero tened cuidado: tenéis un enemigo harto peligroso.
—Decidme vuestro nombre... —exigió Inés, clavando la punta de su espada en el pecho del guardia.
—Diego Oliva. ¿Qué bicho os ha picado ahora? ¿Me estáis empezando a coger cariño?
—Contadme lo que sepáis.
—A mí me contrató alguien de parte de alguien, pero yo soy muy curioso —repuso alzando las cejas.
—Eso está bien. Sin embargo, recordad que la curiosidad mató al gato. Así que —añadió dando un golpecito en el pecho del joven con la espada— más vale que desembuchéis.
—El conde de Tovar, vuestro tío, es el que os tiene presa. A vos, Inés García de Aroca, condesa de Vera —dijo llevándose la mano al pecho y con una inclinación de cabeza.
—Me alegra que sepáis tanto. Dentro de poco os necesitaré para que testifiquéis contra mi tío. Si lo hacéis podréis trocar esa vida de deshonor que os aguarda por otra de lujos y comodidades en el lugar que vos escojáis.
Con un gesto de dolor, el joven se retiró con la mano el sudor de la frente y luego habló:
—Siempre he querido ir a las Indias...
—Iréis, si os portáis bien —dijo Inés, dando un toque con la espada en la cabeza del joven.
—¿Me estáis haciendo caballero?
—No, hasta que no me demostréis que lo sois —replicó Inés alzando las cejas.
—Idos de una vez. Los otros guardias están a punto de llegar, vienen por el camino de Madrigales; así que, si no queréis pasar otra buena temporada en la torre, tomad el camino de Arjona, que se encuentra pasado el puente romano.
—Sois muy amable. Curaos bien esas heridas y buscadme en Sevilla.
—Lo haré. Os he admirado desde que os he visto salir de esa torre espada en mano.
—Os advierto que, adulándome, no vais a conseguir más de mí.
—¡Vive Dios que digo la verdad! —exclamó el joven ofendido.
—Guardárosla para cuando el juez os la pida. ¡Que os vaya bien, Diego!
—Lo mismo digo, condesa. ¡Que el cielo os proteja! ¡Os deseo la mejor de las suertes!
Así sería, pensó Inés. El cielo iba a protegerla, su amor iba a darle fuerza y la suerte la iba a acompañar. Con esa fuerte convicción y con la espada manchada de sangre en mano, la joven salió corriendo del recinto exterior de la torre.
El fuerte sol del verano ya comenzaba a apretar y eso que debía faltar más de una hora para que fueran las doce del mediodía. No había ni un alma en el pueblo, tan solo las moscas y un perro flaco que se asustó al verla. Inés se santiguó y, sin desfallecer, sacando fuerza de sus ansias de libertad y amor, corrió por un camino pedregoso hasta llegar al puente romano, y después, como le había dicho el guardia, tomó el camino de Arjona.
Entre olivos y perales, estuvo corriendo hasta que el cansancio y el calor la obligaron a caminar, a buen paso, y así estuvo haciéndolo durante horas y horas. Se alimentó con peras, buscó las sombras de los árboles y se infundió ánimos entre rezos y la repetición hasta el infinito del nombre de su amado: Pedro, Pedro, Pedro...
Cuando ya la tarde agonizaba y la joven pensaba que pasaría la noche en el primer lugar que encontrara idóneo para guarecerse, escuchó en la lejanía unos cascos de caballos. Se dio la vuelta y comprobó que eran cinco carromatos abiertos que trasladaban a monjas con sayales de franciscanas concepcionistas.
Con discreción, se metió entre la maleza al pie del camino, se agachó y allí dejó abandonada la espada. Luego, regresó al sendero y esperó a que la comitiva pasara a su lado mientras barajaba excusas con las que justificar su presencia en el lugar a esas horas tan avanzadas y en completa soledad.
Quedaban apenas un par de varas para que la comitiva llegara a su altura, cuando Inés escuchó al cochero dar la orden a los caballos de que pararan. Tras obedecer, dos hombres descendieron del carromato y se presentaron con suma cortesía:
—Buenas tardes. Soy el caballero Antonio Gilsanz y él es el maestro Juan de Segovia.
Los dos hombres se quitaron el sombrero para saludarla y la joven respondió con una inclinación de cabeza.
El caballero Antonio Gilsanz, de mediana estatura y cierta donosura, vestía un elegante traje gris; el maestro Juan de Segovia, en cambio, que además no quitaba la mano del pomo de su espada, era bajo, enjuto, malcarado y lucía unas ropas desastradas.
—Buenas tardes. Soy Inés García de... —titubeó—. De nada más. Inés García, a secas. Y soy... soy la cocinera del duque de Montano. Viajaba a Sevilla con el personal de la casa de mi señor, cuando nos atacó un grupo de asaltantes. No sé bien lo que pasó, ruido de aceros, gritos... Fue terrible. Todavía no sé cómo logré huir de allí —balbuceó la joven, llevándose las manos a la cara para a ver si con un poco de suerte se libraba de tener que inventarse una escaramuza.
—Os ruego que os tranquilicéis, ya estáis a salvo. Por favor, enjugad esas lágrimas —rogó el caballero. tendiéndole un pañuelo.
—Gracias. —Inés tomó el pañuelo con celeridad para secarse las lágrimas que no había vertido.
—Las hermanas se trasladan a un convento en Sevilla, os ruego que hagáis el resto del viaje con nosotros —dijo el caballero con gentileza.
—¿De qué tenéis tanta sangre en vuestros ropajes? ¿Acaso os batisteis con los asaltantes? —preguntó suspicaz el maestro atusándose los bigotes.
—Os digo que no sé lo que pasó —respondió Inés, encogiéndose de hombros.
—La mujer se encuentra aturdida, maestro —terció el caballero.
—Nos quedan cuatro jornadas completas para llegar a Sevilla —recordó el maestro—, tenemos que estar seguros de que no estamos dando cobijo a una asesina o a una prófuga.
—¡Pardiez, maestro! ¡A mí me basta la palabra de la mujer!
—Yo desconfío hasta de mi sombra. A ver, ¿de dónde veníais exactamente? Quiero detalles —exigió el maestro mirándola con recelo de arriba abajo.
Cuando Inés se disponía a inventar una historia, la superiora —una mujer de setenta años, pequeña, seca y con toda la determinación del mundo en la mirada azul— asomó la cabeza desde el carromato y preguntó:
—¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué no proseguimos la marcha?
—Esta mujer que trabaja para el duque de Montano, sufrió un asalto y vendrá con nosotros hasta Sevilla —respondió el caballero para alivio de la condesa.
—Eso será cuando antes nos cercioremos de que es cierto lo que dice —apostilló el maestro.
—¿Y para cuándo creéis que acabaréis con el interrogatorio, maestro? —espetó la superiora con desdén.
—Debemos ser precavidos —repuso el maestro.
—No seáis necio —soltó la madre superiora, negando con la cabeza—. ¿Quién va a confirmar la certeza o la falsedad de lo que dice? ¿Los olivos, acaso? Esta mujer no va a pasar la noche sola a la intemperie. Haya hecho lo que haya hecho, sea quien sea, viajará con nosotros.
—Os lo agradezco enormemente, madre —habló Inés, bajando la cabeza.
—¡Subid a mi carromato, mujer! —ordenó la monja—. A mi lado tenéis sitio. Por favor —dijo dirigiéndose al caballero y al maestro—, continuemos con el viaje.
Con ayuda del caballero Gilsanz, Inés subió al carromato, donde otras cuatro monjas dormían plácidamente, y se sentó junto a la madre superiora que la recibió con una cálida sonrisa. Después, la condesa respondió a la cortesía, diciendo emocionada:
—La condesa de Vera, amiga del duque de Montano, sabrá agradeceros esto que estáis haciendo por mí, con creces. El condado de Vera tiene además un vínculo muy estrecho con las franciscanas concepcionistas.
La madre superiora tomó la mano de Inés, la apretó con fuerza y a continuación, habló:
—Lo sé, fui la superiora del convento que fundó la condesa. Luego, tras su triste fallecimiento, me trasladé al norte y ahora, a mis años, ya veis, me encamino hacia un nuevo destino.
Sin salir de su asombro, Inés replicó:
—¿Conocisteis a mi ma... a mi señora, quiero decir?
—Vos no pudisteis conocer a la condesa de Vera, tristemente murió en el parto de su hija que debe tener vuestra misma edad.
—Me refiero a... Inés, a doña Inés, su hija —balbuceó enroscándose un mechón de pelo en el dedo de la ansiedad.
—Entonces, estuvisteis al servicio del conde de Tovar, esa criatura abominable—dijo la superiora con un movimiento de desprecio con la mano.
A Inés le entraron unas ganas irrefrenables de abrazar a la monja. Por primera vez desde su encierro, sintió lo que era sentirse a salvo, en casa, segura.
Feliz, sonrió cómplice de oreja a oreja y asintió con la cabeza.
—¿Decís que sí a que trabajasteis para el conde, a que es una criatura abominable o tal vez a las dos cosas?
—A todo, madre —musitó la joven con los ojos vidriosos.
La monja miró Inés de forma muy tierna, tragó saliva y, como si lo supiera todo, dijo:
—Doña Inés desapareció hace más de diez de años y bien sabe Dios que no hay día que pase que no pida por ella.
—Os lo agradece. Sé que donde esté os lo agradece.
—Procuro tener noticias del condado de Vera, por el mucho y gran afecto que me unió a los condes, por eso sé que el duque de Montano administra los estados de la condesa y con muy buena mano.
A Inés casi le dio un vuelco al corazón, porque una de las cosas que más temía era que su tío hubiera echado a perder su hacienda.
—No sabía que...
—El condado de Vera posee una próspera industria de la seda, los brocados, los tapices y los terciopelos —siguió informando la superiora—; sus productos se venden hasta en las Indias gracias a la pericia de un joven comerciante sevillano llamado Pedro Martínez Aranda.
Dos lágrimas enormes descendieron por el rostro de la joven, que al mismo tiempo sonreía radiante.
—¿Lloráis, reís o todo a la vez? Mira que me cuesta descifraros, muchacha —observó la monja, levantando con la mano la barbilla de la condesa, como si quisiera hallar en sus ojos la respuesta.
—De todo un poco, madre. —Inés se llevó la mano al vientre de la ansiedad y preguntó lo que se moría por saber—: ¿Tenéis noticia de si Pedro, el joven que acabáis de mencionar, es un hombre casado?
—Por supuesto que tengo noticias: Pedro está soltero. Vive en las Indias con su madre.
La condesa se tapó la boca con las manos para reprimir el estallido de alegría.
—Y Petronila sigue en Sevilla, con los condes de Tovar. Una de sus hijas, Teresa, se casó con un noble flamenco, y Jimena sigue soltera.
Llegados a este punto, la joven no pudo más y se abrazó con fuerza a la madre superiora, que susurró a su oído:
—Sois igual que vuestra madre, condesa. Nada más veros pensé que estaba ante una aparición. Sin embargo, lo más prudente es que sigáis siendo una cocinera hasta que os deje sana y salva en casa del duque de Montano.
—Madre...
—No digáis nada más. Ya nos lo diremos todo cuando llegue el momento. Ahora descansad, condesa. Velaré por vos.
Inés se enjugó las lágrimas, apoyó la cabeza en el hombro que la madre superiora le ofreció, cerró los ojos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sintió una inmensa quietud.
Una paz que le trajo de golpe muchísimos recuerdos de once años atrás, los mismos que, vívidos, no dejaron de asaltar a Pedro durante su travesía de regreso de Sevilla.