Capítulo 3
Sevilla, 7 de abril de 1602
Con su retrato aferrado al pecho, Inés abandonó la casa taller del pintor Francisco Pacheco, tan rauda que su dueña apenas podía seguirla. Ya en la calle, que bullía como su corazón contrariado, la aguardaban su carroza y el cochero muerto de aburrimiento.
—Julián, llevadnos al Arenal, por favor —ordenó Inés mientras se recogía apresuradamente las faldas de su vestido de seda carmesí.
El cochero, contagiado por el apremio de su señora, abrió con rapidez la portezuela de la carroza.
—¿A qué parte del Arenal, condesa? —preguntó Julián disimulando el contento que le provocaba el destino. En El Arenal siempre pasaban cosas, sin duda era el mejor lugar del reino en el que esperar a que su señora concluyera con los recados.
Inés dudó por unos segundos, luego añadió:
—A la calle de la Mar.
—Será un placer —replicó el cochero con una inclinación de cabeza.
La calle de la Mar siempre era una buena elección, sobre todo si lo que se buscaba eran buenos sombreros, ballestas y tabernas, pensó el chofer. ¿Qué necesitaría su señora? En breve saldría de dudas.
Inés García de Aroca, la condesita de Vera, subió a la carroza y se acomodó en el lujoso asiento de terciopelo brocado, a la espera de que la dueña hiciera lo mismo.
Petronila, la dueña de la condesita, debido a su edad y a su peso, subió segundos después a la carroza con la ayuda del cochero.
—¡Niña, sosegaos! —exclamó sofocada, enjugándose el sudor de su frente con un pañuelo—. ¡Parecemos dos ladronzuelas! Cualquiera que nos vea pensará que nos marchamos sin pagar el cuadro. ¿Se puede saber el porqué de vuestra premura?
—¡Me quema el retrato en las manos! ¡Necesito perderlo de vista! ¡Quiero olvidar que existe! —replicó Inés ansiosa.
—¡Es una maravilla! Salís preciosa. El maestro pintor ha sabido plasmar vuestra belleza y la bondad de vuestra alma. El hombre que reciba esta pintura quedará prendado de vos.
Justo lo que la condesita no quería que sucediera.
—Pues estamos bien —musitó la joven.
—¿Cómo decís? —preguntó la dueña, abanicándose con frenesí.
A Inés le hervía la sangre pero, porque la habían educado en la contención y el disimulo y sobre todo porque adoraba a su dueña, se reprimió todo lo que pudo y soltó:
—¿Cómo podéis decir que este retrato es una maravilla? ¡Parece una estampa flamenca! ¿Os habéis fijado en los pliegues tan tiesos de mis ropajes? ¡Por no hablar de la cara que tengo de perdiz que sabe que en tres días acabará asada!
Inés se aferró con más fuerza a su retrato y clavó la mirada en el techo aterciopelado de la carroza. ¡Menos mal que tenía un plan!
Un conato de sonrisita malévola apareció en su rostro. Pero solo fue eso, solo un esbozo de perversa felicidad a juego con la mañana, que lucía soleada y primaveral.
Mientras tanto, la dueña seguía a lo suyo:
—Vuestros ropajes relucen más que mil soles. La seda azul de vuestro vestido se ve en el cuadro tan bonita, mi niña Inés. —La dueña se percató justo en ese momento de que uno de los pliegues de la falda de Inés había quedado mal doblado y lo alisó con frenesí. Era un gesto que a la condesita, sobre todo cuando estaba nerviosa, la sacaba especialmente de quicio —. Y el terciopelo y el raso de vuestra basquiña es una pura maravilla —continuó—. ¿Y qué bobadas son esas de que tenéis cara de perdiz? ¡Estáis esplendorosa con vuestro sombrero de tafetán y plumas! El retrato refleja a la perfección tanto la hermosura de vuestro rostro y la de vuestro corazón como el prestigio y la dignidad de lo que sois, de vuestra casa, de vuestro linaje. Vuestros padres estarían tan orgullosa de vos…
Inés suspiró. El retrato le ardía más que nunca entre sus manos.
—Ya.
El cochero arrancó y la condesita deseó que los cuatro caballos de su carroza, bordada en oro y plata, fueran pegasos que volaran hasta El Arenal. Sin embargo, eran solo mortales caballos en la ciudad más populosa y cosmopolita del orbe: Sevilla.
Sevilla era aventura, emoción, riesgo: pura vida. Viandantes a pie, a caballo o en carruaje atestaban las calles estrechas y sinuosas cercanas a la iglesia de San Miguel y a las placitas que surgían por doquier. Gentes de toda condición formaban parte del paisaje abigarrado, mezcla de ostentación y miseria, de orden y caos, de maravilla y desmesura.
Caballeros y pedigüeños, soldados y pícaros, clérigos y rufianes, mercaderes y tahúres se sucedían al paso del carruaje por las intricadas callejuelas empedradas, sucias y malolientes.
Sevilla olía fatal. Las basuras que arrojaban los vecinos, los muladares, las aguas pestilentes, los escombros, el estiércol de las caballerías, los charcos cuando llovía o el polvo cuando no, hacían que las dueñas, como Petronila, fueran siempre con el perfumero encima para enmascarar los olores con lavanda, sándalo o mimosa.
—¡Petronila! ¡Parad de una vez con vuestros perfumes! ¡Vais a asfixiarme! —protestó la joven, que se daba aire con la mano.
—Mejor asfixiarse que soportar este tufo.
Ese tufo era Sevilla. Pero también lo era el azahar y el olor a mar del río. Porque Sevilla era la ciudad de los contrastes. Era despilfarro y soberbia, pero también sobriedad y modestia. Oportunidad y fracaso. Luz alegre y trianera y sombra negra de Inquisición y crueldad. Acogedora y violenta. Corrupta y generosa. Aduladora y seria. Bulliciosa y espiritual. Envidiosa y apasionada. Maravilla y espanto. Plata y lodo.
Un mundo siempre en vilo, al albur de las arriadas, de las cosechas, de las enfermedades y de que las Flotas de Indias arribaran con los tesoros que disparaban los precios y hacían de Sevilla la ciudad más cara del reino.
Una ciudad cara, en la que buscarse la vida era difícil, porque el campo y los oficios no daban para mucho y porque la vida religiosa, la militar y la indigencia en todas sus versiones, desde pedigüeño de templo y hospital a esportillero en la plaza de San Francisco, apenas aceptaban un alma más.
Pero no por ello se dejaba de soñar. Los trotamuelles lo hacían con enriquecerse en las Indias; los mercaderes, con emparentar con la nobleza; los sablistas, con el golpe perfecto en las Gradas; las prostitutas del Compás de la Mancebía, con regentar una taberna; las piadosas de la collación de Santa María, con fundar un hospital; los hambrientos, con una hogaza de pan de Utrera; los enamorados, con pasear embelesados en barquichuela hasta San Juan de Aznalfarache; y los comediantes, con estrenar en el corral de comedias del Huerto de doña Elvira.
Todos soñaban: Inés también.
—El cochero se ha equivocado —protestó la dueña con una mueca de fastidio—. No me extraña con tanto gentío, no se ha dado cuenta de que nos está llevando hacia Santa María Magdalena. Voy a advertírselo…
La condesita tomó a la dueña por el brazo y, cuando ya estaba haciendo ademán de levantarse y mirándola muy seria, musitó:
—No se ha equivocado. Vamos al Arenal.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Al Arenal —replicó Inés, alzando la voz.
El Arenal era el puerto y la puerta de las Indias. Se extendía desde la Torre Oro al puente de barcas frente a la Puerta de Triana y desde la muralla al río. Era el barrio portuario, el lugar de donde salían y llegaban las Flotas de Indias y demás embarcaciones con rumbo a otros destinos, con sus atarazanas, con sus muelles y con sus grúas; y también El Arenal era un mercado y una feria permanente.
—¿Con la carroza de oro y plata? Niña, ¿estáis chalada? Íbamos a durar menos que un capón en la plaza de la Alfalfa.
—Pero si a vos os gusta tanto como a mí ir al Arenal —recordó la condesita, frunciendo el ceño.
—Sí, pero con discreción, con el viejo carruaje de vuestro tío y con otras ropas menos elegantes. Sin llamar la atención. Pasando desapercibidas, como hacen los grillos que tienen el color de las hojas. Con vuestra guisa y con esta carroza es una majadería ir al Arenal, que está lleno de peligros. Si tanto interés tenéis, mañana iremos.
—¿Peligros? Hemos ido muchísimas veces y nunca nos ha pasado nada.
—Porque hemos sido siempre cautelosas. Por eso.
—¿Qué peligros tiene El Arenal? ¿Los bizcocheros? ¿Los cereros? ¿Los zapateros? Si vos os ponéis tan alegre como yo cuando atisbáis los toldos blancos y azules de los tenderetes donde se vende de todo. Si os gusta regatear tanto como a mí. Si el corazón os late con más fuerza que nunca cuando nos acercamos al puerto y contempláis su bosque de mástiles y velas. Ese jaleo de gente: marineros, carpinteros de ribera, jueces de la Audiencia, caballeros, damitas, mercaderes que hablan en lenguas raras, regatones, tratantes, correveidiles, adivinas…
—¡Niña, que parecéis lela!
—¿Yo?
Inés puso cara de boba para fingir que desconocía los riesgos con los que podían encontrarse en El Arenal, sobre todo a determinadas horas y en determinados lugares.
—Sí, vos. Que parece que habéis olvidado que en El Arenal se hurta…
—Con mucho arte —interrumpió Inés.
La dueña alzó sus cejas y puso cara de no dar crédito.
—Hay que reconocer las cosas que se hacen bien —soltó la condesita, como quien no quiere la cosa—. Eso me lo habéis enseñado vos.
Inés sabía que estaba estirando demasiado la cuerda y le faltaba muy poco para romperse.
—No sé que os pasa hoy. Lo achacaré a la primavera. ¿Cómo os voy a enseñar a que apreciéis que dos sinvergüenzas distraigan a alguien para que otro tercero le afane la bolsa?
—Yo lo que quiero decir… —balbuceó la joven.
—Me da igual lo que queráis decir. Os pongáis como os pongáis, al Arenal no vamos a ir. No solo están los ladrones, los de medio pelo y los fieros, también están…
—Los olores. El Arenal tiene infinitos olores, olores que vienen de sitios muy lejanos. Y colores, toda la paleta que inventó el Creador está en El Arenal. Y no me digáis que no disfrutáis con la dicha de los que regresan, con esos encuentros dulces, o con las miradas esperanzadas de los que se marchan.
—¿Os enumero los miles de desafueros y percances que podéis hallar en el Arenal?
Inés asintió con la cabeza. Mientras la dueña siguiera enumerando los peligros y las amenazas del Arenal, cada vez estarían más cerca de la boca del lobo.
—Los trajinantes, los timadores y los descuideros del Malbaratillo, los pendencieros que riñen en las tabernas por cualquier nadería y terminan batiéndose en duelo, las peleas por amores que acaban en asesinatos alevosos, la marinería con muchas ganas de gresca para desquitarse de los días terribles de navegación, las trifulcas de los soldados de las galeras reales...
—Hacéis bien en recordádmelo, mi dueña, pero…
—¡Julián! ¡Dad la vuelta ahora mismo! —gritó Petronila.
—¡Seguid, Julián! —gritó la condesita, más fuerte aún.
—¡Vuestra tozudez está resultando como un grano en el mismísimo…!
Petronila, aunque era una mujer de rasgos serenos, de mirada limpia y sonrisa afable, cuando se contrariaba adquiría en el rostro un rictus de inquisidor que acongojaba bastante. Pero con todo, la condesita se mantuvo firme y replicó:
—Lo sé. Pero tengo que ir al Arenal.
—¿A qué, criatura, a qué? —dijo desesperada la dueña—. ¿Qué diantre se os ha perdido allí?
—Nada. Es al revés. Voy a perder algo allí.
—¡Válgame el cielo! ¡Hablad claro! Me están entrando calores por todo el cuerpo. —Y Petronila volvió a abanicarse a un ritmo frenético.
—Esto —indicó señalando el cuadro con el dedo.
La dueña parpadeó varias veces seguidas, se frotó los ojos, tragó saliva, respiro hondo y soltó:
—¿El cuadro que a vuestro tío le ha costado sus buenos dineros?
La condesita asintió con la cabeza.
—¡Pero si es por vuestro bien!
Inés miró horrorizada a su dueña. ¿Cómo la persona que la había cuidado desde su primer aliento de vida podía decirle esa necedad?
—¿Por mi bien? Petronila, vos sabéis como yo que mi tío ha encargado ese cuadro únicamente por su propio bien, no por el mío. ¡Desea librarse de mí lo antes posible y sacando la mejor tajada!
—No seáis tan dura. Vuestro tío os está buscando un buen marido. Es lo que haría cualquier persona que os quisiera.
—Me va a vender al mejor postor —precisó Inés, mordiendo sus labios para reprimir su tristeza y su rabia.
—Él vela por vuestro porvenir. Además, que haya encargado ese cuadro no significa que os vayáis a casar mañana. Es conveniente tener un retrato porque…
—Mis primas no lo tienen. Jimena tiene dos años más que yo y Teresa es justo de mi misma edad. ¿Por qué a mí me encarga un cuadro y a ellas, a sus hijas, no?
—Niña, veo que se os está nublando la mente de tanto darle vueltas a la perola, cuando las cosas son mucho más sencillas.—La dueña acarició la mejilla de la condesita y luego añadió—: ¿No se os ha ocurrido pensar que, por deferencia a vos, vuestro tío ha encargado vuestro cuadro primero?
La dueña sabía perfectamente que el conde no lo hacía por deferencia a su sobrina, si bien no encontró otro paño caliente más a mano. Pensaba que su niña sufriría menos si le suavizaba las cosas, pero casi siempre conseguía el efecto contrario:
—¿Deferencia? —Inés no pudo contener su indignación—. ¡Pero si suele tratarme como si fuera la doncella de mis primas! No os hagáis la boba ahora, mi dueña, que vos sois perra vieja.
—¡Cuidad esa lengua! —refunfuñó Petronila, moviendo la cabeza—. Y bueno, sea lo que sea, el caso es que cuando vuestro padre falleció, vuestros tíos nos acogieron en su casa y debemos estar agradecidas.
—Nunca tuvimos que abandonar nuestra casa, podíamos habernos quedado allí: Julián, tú y yo.
—¿Ah, sí? ¿Y desde cuando una modesta dueña y el cochero de la casa pueden tomar decisiones por la futura condesa?
—Tuve tan mala suerte de que mis tíos fueran los únicos parientes que me quedaran vivos.
Inés suspiró y perdió la mirada en el dédalo de callejas sevillanas.
—No digáis eso, señora —objetó la dueña—. Hay destinos mucho peores.
—¿Peor que tu madre muera al parirte y no tengas ni un solo recuerdo de ella? ¿Peor que a tu padre se lo lleve la maldita peste cuando tienes dos años y que de él solo recuerdes que olía a lavanda?
Inés quiso reprimir las lágrimas, pero no pudo. Su dueña se las enjugó.
—No lloréis. En primer lugar, porque es primavera y estamos en Sevilla. Y en segundo, y más importante, porque en vuestro tío Luis y en vuestra tía Josefina habéis encontrado una familia, unos padres, y en vuestras primas Jimena y Teresa, unas hermanas.
—Eso es más que discutible.
—Vuestro tío os hace algunos feos… —Era más que eso, el conde de Tovar, frío, calculador y corroído por la envidia y el resentimiento, había convertido la tutela de su sobrina en un infierno, pero la dueña no podía evitar los paños calientes— La tía Josefina es desabrida y está siempre con sus achaques, las niñas son de aquella manera, pero son vuestra familia.
—Y vos también lo sois.
Inés cogió la mano de su dueña y la estrechó con fuerza. Los ojos de Petronila se humedecieron. Sabía muy bien lo que la condesita sentía porque ella también era huérfana, una huérfana que con siete años entró al servicio de los condes de Vera y a los que se había entregado en cuerpo y alma. Nunca tuvo otra familia más que ellos y ahora solo le quedaba Inés, por la que estaba dispuesta a dar la vida. Su niña, su condesita.
—Petronila, aprecio vuestra intención de echar azúcar al sapo para que lo trague mejor. Pero no me convenceréis jamás de que este sapo no es un sapo.
—Como volváis a casa sin el cuadro, sí que vais a tener que tragar los muchos sapos y culebras que va a echar por la boca vuestro tío en cuanto se entere de vuestra fechoría.
—¿Fechoría? —replicó Inés, encogiéndose de hombros—. Diré que nos han robado en El Arenal.
—Vuestra nobleza os obliga, niña. La mentira no debe tener cabida ni en vuestro corazón ni en vuestro pensamiento.
—¿Quién no miente en Sevilla? ¡Si todos son fulleros! Desde los regidores a los canónigos…
—¡Niña! ¿De dónde sacaréis esas ideas?
—Tengo ojos y oídos, como vos.
—¿Y qué ganáis con extraviar el retrato?
—Tiempo. ¿Os parece poco? Si mi tío me encuentra un pretendiente ahora, le envía mi retrato y le gusto, estoy perdida. ¿Y si el candidato quiere precipitar la boda? Me perdería el viaje a Francia, Italia y Flandes que en unas semanas tengo previsto hacer con mis primas y la marquesa de Consenza. Además, ¡no quiero casarme! Cuantas más trabas ponga para que eso suceda, mejor.
—Pero no olvidéis que todo llega, mi niña.
—¿Y si yo fuera un cerdo al que no le llegara su San Martín? —preguntó Inés con una veta de esperanza en la mirada.
La dueña se quedó con la palabra en la boca, porque la carroza se detuvo: habían llegado a la calle de la Mar.
—Enseguida vuelvo —dijo Inés resuelta.
—¿Cómo que enseguida volvéis? —replicó la dueña con el ceño fruncido—. Enseguida volvemos. Yo os acompaño.
—No es necesario. Voy a dejar el retrato en el primer sitio que vea.
—¿Estáis segura de lo que vais a hacer?
—De buena gana lo echaría al río o lo quemaría, pero por respeto al trabajo del maestro Pacheco, mejor lo voy a abandonar en este lugar.
—Ay, niña. Creo que esto no está nada bien —musitó, comprobando que su moño bajo estaba en su sitio.
—No está bien. Pero peor está que mi tío acabe eligiéndome un marido repugnante para que le resuelva sus problemas de solvencia económica.
—Si con esto pudiéramos evitarlo… Como os encuentre un novio sevillano, poco a va a necesitar de retratos. Se presentará en vuestra casa y claudicará ante vuestra belleza. Todos lo harán.
—No seáis exagerada. No soy ninguna Venus. Y ahora, dejadme hacer lo que debo hacer.
—Me apeo con vos. No se hable más.
El cochero abrió la portezuela de la carroza y ayudó a la dueña a que saliera. A Inés no le hizo falta porque de un salto se puso en la calle de la Mar.
Durante unos instantes estuvo escrutando la calle, como si buscara algo, o eso interpretó Julián, que dijo:
—Disculpe, señora, si busca la sombrerería es la tienda del toldo parduzco.
—No, creo que lo busco está ahí —indicó, señalando a una taberna de mala muerte.
—¿La Taberna del Gato Loco? —replicó el cochero extrañado.
Sin duda, era un buen bodegón para comer y beber escuchando los relatos de la marinería y de la soldadesca. Además era un lugar donde solían reunirse gentes de lo más variopintas, desde poetas a maestres de navíos, pasando por rufianes y hampones. Un sitio perfecto para cualquiera, menos para una inocente condesita y su venerable dueña, pensó el cochero.
—Me gusta el nombre —dijo Inés con una amplia sonrisa.
—Si me permite el atrevimiento, una cosa es el nombre y otra lo que hay dentro—observó Julián.
Y aunque no se lo hubiera permitido, pensó el cochero, no se habría perdonado jamás no decir las palabras que acaba de pronunciar. En su día le había jurado al conde de Vera lealtad y protección para él y los suyos, y no pensaba faltar a su juramento.
—No tengo pensado entrar, Julián. No os preocupéis. Nos quedaremos en la puerta.
—Bien, señora. De cualquier forma, llevad mucho cuidado.
La dueña abrió su parasol y luego la condesita se enganchó de su brazo. Caminaron sin hablar hasta la puerta de madera de la taberna donde Inés, después de comprobar que no había nadie al acecho, excepto Julián que seguía la escena desde la distancia, dejó abandonado su retrato.
Cuando volvieron a la carroza, la joven le dijo al cochero:
—Nos han asaltado unos embozados y nos han robado el cuadro y los maravedíes que traíamos en la bolsa para comprar unos sombreros.
—Lo he visto todo, señora. Doy fe —añadió, guiñando un ojo y esbozando una tímida sonrisa—. Una lástima no haber podido hacer nada para evitarlo.
—Os lo agradezco enormemente, mi leal Julián.
—Esta niña hace con nosotros lo que quiere —espetó la dueña, instando a Inés a que subiera de una vez a la carroza.