Capítulo 14

 

 

El conde de Tovar arrastró a su sobrina hasta la puerta del salón principal, con la dueña detrás llorando a lágrima viva:

—¡Dejad el teatro, Petronila! Que va a conocer a su futuro marido, no al cadalso.

—Pues yo no encuentro la diferencia —replicó Inés.

—Vos lo que vais hacer ahora es sonreír, como la boba que sois, y no dejar de mirar a vuestro marido con cara de suma admiración y respeto. ¿Os ha quedado claro?—exigió el conde.

—No sé cómo voy a hacer para sonreír, no me sale. Como no me pongáis un par de pinzas en los carrillos…

—Pensad en algo bonito. En los pajaritos y las florecillas del campo.

Inés pensó que lo más bonito que tenía era Pedro, y en lo contento que iba a ponerse cuando se enterara de que ya no viajaría a las Indias. Lo de Mesina no iba a gustarle tanto, pero seguro que juntos acabarían urdiendo algo que impediría la tragedia.

—Y, por supuesto, ni se os ocurra abrir el pico más que para asentir cuando yo os pregunte si queréis dar vuestra palabra de matrimonio a don José Antonio de Mesina. Bien, pues no perdamos más tiempo.

El conde dio la orden el mayordomo de que anunciaran al mercader su presencia y al momento aparecieron en la sala el conde, la condesita y la dueña.

A ellas casi les da un pasmo. Mesina era un viejo de más de setenta años, de poco más de cinco pies[14] de estatura, con cuatro pelos mal puestos en la coronilla y la cara descolgada. Tenía la frente arrugada y abombada, unas cejas con apenas seis pelos en cada una, largos y muy tiesos, los ojos juntos y muertos, como dos canicas de cristal, la nariz ancha y chata, la boca muy grande, de labios secos y agrietados, tres dientes sanos y el resto podridos, y la barbilla picuda rematada con una barba canosa de chivo.

—Don José Antonio, tengo el gusto de presentaros a mi dulce y encantadora sobrina Inés, condesa de Vera.

Mesina, que estaba sentado en un viejísimo sillón de terciopelo carmesí con clavazón dorada, intentó ponerse en pie pero no pudo.

—No os preocupéis, Isabel, que lo importante no me falla. Podré cubriros cada noche —dijo el viejo y soltó tal carcajada que hasta donde estaban, a cinco metros de él, les llegó el olor pestilente de la boca del mercader.

—No me llamo Isabel, señor —replicó Inés y su tío le lanzó una mirada colérica.

—Isabel, Inés… ¿qué más da? —dijo el conde.

—Eso mismo digo yo —repuso Mesina sorbiéndose fuertemente los mocos.

—¿Estáis acatarrado? —preguntó con asco la dueña.

—Qué va. Este moquillo lo tengo siempre. De la humedad del río, dicen que es… —Mesina sacó un pañuelo sucísimo de la manga de su camisa de Holanda con borlones de punta y se sonó la nariz muy fuerte.

—Dichosas humedades —lamentó el conde.

—Sí, pero lo de abajo lo tengo siempre en su punto. —Y volvió a reír, dándose al tiempo unas fuertes palmotadas en sus muslos rechonchos cubiertos por unas ridículas calzas verdes de lienzo.

—Tomemos asiento, por favor —indicó el conde a Inés y a la dueña, haciendo caso omiso a la grosería que acababa de soltar el mercader.

Se sentaron los tres en unos sillones idénticos al del viejo, que estaban dispuestos justo enfrente de él, y la condesa sintió lo mismo que debían sentir los condenados momentos antes de que les dieran muerte.

—Bien, pues os he hecho llamar con estas prisas, don José Antonio porque, a pesar de que habíamos acordado que en tres semanas celebraríamos las capitulaciones de palabra, mi sobrina no puede esperar más.

—¿Ah, no? —replicó el viejo, pasándose la lengua con lascivia por sus labios resecos.

—No. Está tan impaciente por ser vuestra esposa que hoy os quiere dar su palabra de matrimonio.

—¡Pardiez! Vaya si es viciosa la condesita, está en celo como una perra.

La dueña, ofendidísima, se puso en pie, y el duque tiró fuerte de su mano para que volviera a tomar asiento.

—¿Adónde vais, Petronila, que todavía no hemos terminado?

—¿Todavía tenemos que soportar más? ¿Cuánto más, conde, señor? —La dueña miró al conde con desprecio y repugnancia y volvió a sentarse.

—En cuanto Inés dé su palabra de matrimonio, podréis iros a hacer eso que tanto os urge.

—Esta no creo que esté en celo, porque es gallina vieja. ¡Aunque son las mejores para hacer buen caldo! —Y, de nuevo, estalló en unas odiosas carcajadas que casi lo hicieron caerse del sillón.

El conde, a lo suyo, como si delante tuviera a un príncipe apuesto, noble y virtuoso y no al energúmeno repugnante que tenía sentado en su salón, apremió a su sobrina:

—Inés García de Aroca, condesa de Vera, ¿dais vuestra palabra de matrimonio a don José Antonio de Mesina?

Inés miró a su tío y, guiada por su dignidad y su honor, el de su linaje y el suyo propio, dijo un alto, claro y rotundo:

—No.

—¡Cómo que no! —gritó su tío, dando un manotazo en el brazo del sillón.

Inés tembló. Estaba muy asustada. Mucho. Pero tenía que seguir adelante y luchar. De súbito, pensó en Pedro, en lo orgulloso que se sentiría de ella al saber que había luchado a brazo partido por hacerse con las riendas de su destino. Por él, volvió a repetir:

—No.

Mesina rompió a reír y soltó:

—El miedo de la virgen. ¡Siempre me pasa lo mismo! ¡Me ven y se amilanan! ¡Soy mucho hombre y ellas lo huelen!

—Es miedo —dijo el conde aliviado—. Tenéis toda la razón.

—Vamos a dejar pasar unos días para que se vaya haciendo a la idea de que yo seré el hombre que la dome.

—Si así lo estimáis oportuno, don José Antonio.

—Sí, hoy nos hemos conocido, la moza se ha percatado de mi hombría y se ha asustado muchísimo, como debe ser. Os confieso que me gusta que las hembras sean así. Estoy muy satisfecho con este negocio, conde. Así que lo dicho, dejemos la palabra de matrimonio para la semana que viene. ¿Os parece?

Le parecía fatal, porque no se fiaba ni un pelo de su sobrina, pero no era el momento de contradecir a un novio feliz: cuanta mayor fuese su felicidad, mayor sería su aportación a la causa, y esto al fin y al cabo era un negocio. Así que optó por decir:

—Me parece bien, don José Antonio, así se hará —habló el conde, asintiendo con la cabeza.

—Y en cuanto Ignacia me dé su palabra, ya acordamos vos y yo lo de los dineros. Pagaré muy bien. La potrilla tiene una buena monta. Y, además, ¡voy a ser conde! Si me viera mi padre, que cuidaba gorrinos…

«Y si me viera el mío», pensó Inés. No obstante, no dijo nada, no fuera a ser que perdiera en un segundo lo mucho que había ganado: no solo no había dado su palabra de matrimonio a Mesina, sino que había conseguido una semana más de tiempo para escapar del horror. Tocaba ser prudente y dedicar hasta el último de los esfuerzos a urdir la estrategia perfecta que la liberase para siempre del verraco de Mesina.

Cuando este se hubo marchado, el conde advirtió a su sobrina:

—Cuidadito con lo que hacéis esta semana, sobrina. No os voy a quitar el ojo de encima. Nada de mascaradas ni de organizar fugas a Catay. Estad recogida y tranquilita, reflexionando mucho sobre el paso tan importante que vais a dar y que tanto bien os va a hacer. ¿Entendido?

Inés asintió con la cabeza.

—¿No me vais a dar las gracias por el matrimonio tan bueno que voy a procuraros?

La dueña con las mejillas coloradas de la indignación, replicó:

—¿Todavía vais a ser capaz de…?

Menudas preguntas que tenía su dueña, pensó Inés: pues claro que todavía era capaz de eso y de más. No obstante, lo que menos convenía ahora era alterarla y que su rigor fuera más extremo.

—De recordármelo —interrumpió Inés a la dueña—. Sí, mi dueña, me lo recuerda porque sabe que yo soy muy despistada. Os agradezco, tío, lo que habéis hecho por mí estos años y el matrimonio que vais a procurarme.

El conde, incrédulo, la miró por encima del hombro, dudando si aplastaba o no a la hormiguita.

—Sé cuál es vuestra verdadera naturaleza de escorpión mas, como soy bueno y noble, os voy daré un voto de confianza y me tomaré esas palabras como si fueran ciertas.

—Os lo agradezco, tío. ¿Podemos retirarnos ya?

—Sí. Pero no os vayáis muy lejos —dijo irónico—. En breve se os avisará para que almorcemos.

El conde agitó su mano al aire con desprecio en señal de que se fueran y a la dueña y la condesita les faltó tiempo para abandonar el salón.

A la hora de la siesta, que el conde no se saltaba jamás, la dueña fue a visitar a Inés a sus dependencias.

—¿Estáis bien, mi niña? —preguntó nada más entrar. Inés estaba tumbada con la mirada puesta en el cielo de terciopelo carmesí de su cama.

Inés sonrió en cuanto la vio y se incorporó.

—Sí, mi dueña. Sentaos conmigo —respondió, dando unos golpecitos en su cama.

La dueña se sentó en el borde de la cama junto a su niña, cogió su mano y habló con mucha pena:

—Hoy ha sido el peor día de mi vida. Siento tanto que hayáis tenido que pasar por ese momento tan terrible, me siento tan mal por no haber podido hacer nada para impediros ese tormento.

—Mi dueña, ¿vos qué podíais hacer?

—Daría mi vida por vos. Si el viejo me aceptara, me cambiaría por vos y tomaría por esposo al puerco de calzas verdes.

—Tenemos una semana por delante. Todavía hay esperanzas.

—Tengo la sesera seca, mi niña —replicó la dueña, dándose un manotazo en la frente—. No paro de darle vueltas y vueltas, pero no me brota ni una idea.

—Estoy como vos. Necesitamos a Pedro. Tres seseras piensan más que dos. Decid a Julián que vaya a buscarlo a la taberna y que le diga que mañana, en vez de en el puente de barcas, lo espero en la iglesia Mayor a la misma hora.

—Niña, ¿no es muy peligroso?

—Mi tío me ha dicho que tengo que estar recogida. ¿Qué mejor sitio para reflexionar sobre el importante paso que voy a dar que la iglesia?

—¡Ay, Inés! ¡Ojalá Dios nos ilumine a alguno y demos con la forma de deshacer este entuerto!

—No dejemos de soñar. Yo no pienso dejar de hacerlo.

Y así estuvieron, dando vueltas al asunto, sin dejar de cavilar, hasta que llegó la hora de acudir a la cita con Pedro.

Cuando ya salían por la casapuerta, con la cabeza echando humo de tanto discurrir en vano, porque seguían sin ningún plan de acción, escucharon al conde gritar desde el recibimiento:

—¿Adónde vais con tantas prisas?

Lo primero que pensó la condesita fue que no podía perderse la cita con el joven. Lo necesitaba. Era perspicaz, decidido y conocía a mucha gente, por lo que era muy posible que lograra dar con el ardid simplemente perfecto, ese que a ellas se les estaba resistiendo. Pero para ello tenía que librarse antes de su cancerbero. No podía cometer ningún error. Así, Inés respiró hondo y con sangre muy fría, se dio la vuelta y esperó a que su tío estuviera a su lado para responderle:

—A la iglesia, como vos me aconsejasteis, voy a recogerme un rato —respondió Inés obediente.

—Y ya que vais, confesaros también de vuestros pecados de estos últimos días.

—Descuidad. Estaremos de vuelta enseguida.

—Más os vale.

Inés y la dueña salieron deprisa de la casa, no fuera a ser que el conde cambiara de opinión, y ya dentro del carruaje se abrazaron emocionadas:

—¡Lo hemos conseguido! ¡Estamos fuera! —dijo Inés.

El cochero las dejó en la puerta de la iglesia Mayor, donde Pedro las estaba esperando sentado en uno de los últimos bancos.

Inés se sentó delante de él, el joven entonces se arrodilló y la dueña, con más fe que nunca, se fue a poner velas.

—¿Estáis bien? —susurró Pedro.

No hacía falta ser muy avispado para saber que Inés no estaba bien. Estaba pálida, ojerosa y tenía una veta preocupante de angustia y pena en la mirada.

—Mi tío nos ha descubierto. No solo no me deja viajar a las Indias sino que quiere precipitar mi boda con Mesina. Ayer quiso que le diera mi palabra de matrimonio.

Pedro, con el corazón en un puño, preguntó:

—¿Y se la distéis?

—No.

Pedro resopló.

—¡Bien!

—No tan bien, dentro de un semana Mesina volverá. El muy necio cree que me asusté ante su hombría y ha tenido el detalle de concederme una semana de tregua para que se me pase la aprensión.

—Tenemos que hacer algo.

—Vos diréis qué. A la dueña y a mí no se nos ocurre nada —confesó, mordiéndose el labio.

—Dejadme que piense...

—Si me niego sin más mi tío puede ser capaz de lo peor. Fijaos si es implacable y desalmado, que sacó la información de que estábamos preparando el viaje a las Indias a las doncellas a punta de daga.

Solo de pensar que alguien se atreviera a poner una fría daga en el largo y delicado cuello de su dama, se puso enfermo.

—No permitiré que nadie os haga daño.

Inés se emocionó, porque además sabía que no eran palabras vanas.

—Gracias, Pedro.

—Encontraremos una forma de salir de esta, Inés. Perdón… condesa.

—Llámame Inés, por favor.

Pedro estuvo a punto de desmayarse. ¿De verdad que su dama estaba pidiéndole que tuvieran este trato más cercano? ¿Habría escuchado bien? ¿No habría sido un delirio?

Con un hilillo de voz, el joven preguntó:

—¿Te llamo Inés?

—Deberías. Somos amigos. Ya sé que es un poco pronto para utilizar esta palabra tan hermosa, pero yo lo siento así.

Pedro estaba conmovido, trémulo, feliz. Y con el corazón que de un momento a otro se le iba a escapar del pecho para irse junto a Inés, pues no había otro sitio adonde deseara más irse.

—Yo también, amiga —replicó, sintiendo profundamente cada una de las palabras.

—Una amiga que no para de darte problemas.

—¿Problemas?

No tenía ni idea de qué a se refiera Inés. ¿Problemas? Si se sentía el hombre más afortunado del reino por haberla conocido, primero en retrato y luego en persona, por tenerla tan cerca como ahora que podía deleitarse con su sutil aroma a rosas o con la caricia dulce de su voz. ¿Dónde estaban los problemas?

—¿Te recuerdo que te he invadido la taberna?

—Eso no es un problema. Fue una solución.

—Y ahora me gustaría que tú te quedarás con el malotaje.

—Pero si es tuyo.

—Quédatelo. También he pensado que le des los alimentos al Rana, a su familia y a aquellos que tú conozcas que lo necesiten.

Pedro sonrió. Cuando el Rana se enterara de su dama había pensado en él, iba estar componiendo ripios para ella durante tres años.

—Te lo agradezco —dijo Pedro.

—No es nada en comparación con lo que has hecho conmigo.

Él no había hecho otra cosa más que seguir los dictados de su corazón. El mismo que ahora le estaba pidiendo a gritos que salieran de la iglesia.

—Vayamos a dar un paseo.

—No me parece buena idea, mi tío podría verme.

—Cúbrete el rostro con el capuz[15] —sugirió el joven, y es que, sobre el vestido de seda azul y la basquiña de raso, Inés llevaba un capuz de tafetán de seda.

—Está bien, pero no disponemos de mucho tiempo.

—Será solo un rato.

Inés se acercó adonde estaba la dueña para decirle que iban a pasear un poco por los alrededores.

—Tened mucho cuidado. Id con veinte mil ojos. Os espero aquí.

—Así será. Descuidad.

Entonces, la condesa se cubrió con el capuz y así abandonó la iglesia.

—¿Queréis que vayamos a las Gradas? —propuso Pedro.

Inés asintió, y se encaminaron hacia las Gradas por el paseo que rodeaba la iglesia Mayor.

Hacía un tarde espléndida, el sol lucía alegre, olía a azahares y jazmines y en las Gradas se sentía ya el nerviosismo de los mercaderes para cargar la flota que próximamente zarparía para Nueva España.

—Yo tendría que haber partido también para las Indias —dijo Inés con pesar.

—Será que la vida te tiene deparado algo mejor.

—¿Algo mejor es un marido viejo, repugnante y zafio? —replicó la joven.

—A lo mejor soy yo, que tampoco es que sea mucho mejor que Mesina.

Inés se paró y miró a Pedro con una sonrisa amplísima.

—¿La bruja te dijo que serías mi esposo? —preguntó mitad incrédula, mitad curiosa.

—Me dijo que serías una magnífica esposa.

Pedro lo dijo con tal rotundidad que el alma de la joven se revolucionó como los campos en primavera.

—Tu esposa —puntualizó Inés con el corazón a punto de salírsele por la boca.

—Sí, mi esposa obstinada, valiente y buena.

—¿Eso dijo de mí? —preguntó Inés, tragando saliva. La azoraba estar hablando de este asunto, pero al mismo tiempo no podía dejar de hablar de él.

Pedro asintió con la cabeza y se acercó a ella tanto que pudo percibir unas pequeñas pecas que cubrían sus mejillas. Después, habló, con cara de bobo:

—Y luego me dijo que contigo vendría todo lo demás.

—Lo que contó el Rana: los viajes, los negocios, los triunfos…

—Sí, y también que nuestro amor se vería sometido a una gran prueba de fuego. Pero no quiero hablar de esto ahora —interrumpió el joven, que solo tenía una cosa en mente.

—¿Y de qué quieres hablar?—replicó Inés, sin aliento y con las rodillas hechas gelatina.

—No quiero hablar.

Pedro se acercó muchísimo más a la condesita, sin dejar de mirarla a los ojos. Aspiro su fragancia a rosas, acarició su pelo y luego inclinó levemente la cabeza hacia un lado. Cuando ya estaba casi rozando los labios de su dama, cerró los ojos y los besó.

Fue un beso breve y fugaz como la estela que una barquita deja a su paso, apenas una sutil caricia como las de hojas del árbol cuando el viento las mece, un prodigio cotidiano, como el sol que se levanta, que encierra todos los misterios y todas las verdades y que, en definitiva, los elevó hasta la nube más alta donde permanecieron colgados quién sabe cuánto tiempo.

 

 

[14] Cinco pies equivalen aproximadamente a 1.50 cm. de estatura.

[15] Capa larga con capucha.