Capítulo 4

 

 

La luz espesa y azul se colaba por todas las callejuelas y placitas repletas de puestos, tinglados y mostradores ambulantes.

Pedro, como siempre, empezó a hacer su encargos para la taberna por la plaza de San Francisco, la mejor de Sevilla, en la que se afanaban vendedores, recaudadores de impuestos, alguaciles, porteadores, arrieros, regatones, esportilleros y pícaros.

Las dueñas iban con sus criadas, los despenseros con sus mozos de despensa y Pedro con su esportillero particular, Cayetano el Rana.

Los esportilleros eran mozos que cargaban en unos capazos de mimbre, llamados esportillas, lo que se compraba en los mercados a cambio de unas monedas y de poder picotear a hurtadillas unas uvas o un poco de queso con el que engañar al hambre.

Desde hacía un par de años, Pedro siempre contaba con el Rana como mozo de carga. Un chico que, como no podía ser de otra forma a tenor de su mote, tenía los ojos saltones, la nariz aplastada y la boca enorme, de oreja a oreja.

Aquella mañana, una vez más, el jovenzuelo lo esperaba junto al convento de San Francisco, de pie, con su esportilla doblada en la mano.

—¡Buenos días, capitán! —saludó el Rana.

Pedro odiaba que lo llamara capitán y el Rana lo sabía, pero suponía que no podía evitar llamárselo, porque de alguna forma tenía que vengarse de su suerte de mozo de carga.

—Buenos días, Rana —contestó con desgana.

—¿Has visto qué bonita está hoy mi novia?

Su novia era Sevilla. El Rana también tenía ínfulas de trovador.

—Miro a la plaza y veo lo de siempre —soltó Pedro indiferente—: el ayuntamiento, la Audiencia, la Cárcel Real, el convento…

—Es abril —replicó el esportillero alargando mucho la i.

—Sí, bueno, la luz tiene más fuerza, el azahar empieza a asomar en los naranjos…

—Despierta, capitán, y contempla el milagro. ¡Es Sevilla en primavera! Las muchachas sonríen y yo sueño con naufragar en las playas de su boca, sus palabras son albatros que…

—Déjate de palabrerías baratas que tenemos que trabajar.

—¡Pero si te gustan! —exclamó el Rana, mientras se ataba a la espalda la esportilla con un par de cuerdas.

Era verdad, le gustaban. El Rana no era un literato, pero, con sus letrillas, a Pedro se le hacían las mañanas mucho más llevaderas, por eso era su esportillero favorito, aunque jamás se lo habría reconocido, no fuera a ser que se le subiera el pavo a la esportilla.

—Hablas demasiado.

—Amas a Sevilla tanto como yo y también sueñas con sus bellezas y misterios, con la magia que se esconde detrás de las feraces…

—Para. Soooo —ordenó Pedro, fingiendo enfado.

El Rana hizo el gesto de que se cosía los labios.

—Vamos a la carnicería, necesito tasajos de carnero y de vaca.

—¿A la del gallego? —preguntó suspicaz el Rana.

—Si, no remolonees más.

—Es un chivato. Me lo contó un alhamel el otro día. Te hace preguntas para saber si comes carne en viernes y luego se lo casca a la Inquisición.

—¡Menuda novedad! —replicó Pedro—. Debes ser el único en Sevilla que no sabe que no hay que fiarse de carniceros ni de mesoneros.

—Yo te lo he recordado por si las moscas.

—Moscas las que te van a entrar en la boca como no dejes de hablar…

Cruzaron la plaza de San Francisco, porticada, de bellos soportales de madera y mármol que albergaban viviendas, mesones, talleres y tiendas con balcones y miradores en la parte alta. El escenario perfecto en el que se desplegaban los trajines administrativos y comerciales cotidianos, las fiestas pomposas de los reyes, los siniestros autos de fe y la supuestamente ejemplarizante ejecución de los reos.

Tan importante era la plaza de San Francisco que en ella desembocaban las principales calles de Sevilla, como Sierpes, Génova o Catalanes, una plaza en cuyo centro había una fuente de la que cogían agua los aguadores y en la que bebían ansiosos los animales de carga.

—¡Qué bonita es la fuente! ¿No te parece? —preguntó el Rana eufórico.

—Me parece, Rana, que como sigas embelesándote con cada cosa que salga a nuestro paso, voy a tener que mandarte muy lejos. ¿Qué te parece a Cipango? Allí seguro que hay muchas cosas bonitas que ver.

—Hay que ver cómo te las gastas, capitán.

Pedro apretó los dientes y bufó.

—Lo he pillado: chitón. De verdad —dijo el Rana.

Después de hacer las compras en la carnicería del gallego chivato, se dirigieron a la cercana plaza de San Salvador a comprar legumbres, hortalizas y frutas.

La plaza de San Salvador, en la que se encontraba la colegiata, estaba rodeada de soportales de madera en los que vendían los cereros, los candeleros, los cordoneros y también los fruteros y verduleros como don Matías, un hombre viejo y desdentado, que despachaba tan lento que tenía taburetes en el puesto para que la clientela esperara sentada…

—A mí este viejo me rompe los nervios. Me entran ganas de levantarme y servirme yo mismo el género —murmuró el Rana, que estaba junto a Pedro sentado en uno de los taburetes—. ¿Por qué no nos vamos? —protestó sin parar de mover las piernas—. Seguro que hay otros puestos donde despachan más deprisa y venden más barato.

—Seguro que no, botarate impaciente. Te he dicho miles de veces que don Matías tiene las mejores frutas, verduras y legumbres de Sevilla al mejor precio.

Una hora después, cuando por fin le llegó su turnó, Pedro compró manzanas, naranjas, lechugas, berenjenas, y las legumbres y hortalizas para los potajes y los cocidos.

Y de allí se marcharon a la cercana plaza de Abajo, primero a la tahona donde adquirieron molletes de Alcalá de Guadaira, roscas de Utrera y hogazas de Marchenilla.

—¿No es demasiado pan? —preguntó el Rana mientras guardaba el pan en la esportilla.

—En una taberna el pan nunca es demasiado. Además este se conserva bien en las arcas que tengo, aguantan varios días.

—Los molletes, qué ricos están —farfulló el Rana, masticando con la boca llena el trozo de mollete que acababa de meterse en la boca—. El pan sobado con aceite y manteca alimenta más, pero es jodido de mascar y luego no hay quien cague en una semana.

—Rana, si supieras lo poco que me importa lo que le pase a tus tripas.

—Solo era un dato.

Y de la tahona se fueron a la pescadería donde compraron bacalao, pejerreyes y camarones de Sanlúcar; acedías, corvinas y besugos de Ayamonte; y sardinas, atún y sábalos de Huelva.

El pescadero se lo entregó en una cesta que le devolverían al día siguiente. Una cesta que cargó Pedro y que se llenó más todavía cuando, en San Isidoro, compraron langostinos y gambas.

—La esportilla es mucho más cómoda que andar cargando con cestas, pero como quieres pasar por un joven y rico mercader… —observó el Rana con sorna.

—Un joven y rico mercader que luce camisa raída, calzas rotas y botas viejas del Malbaratillo. ¡No digas disparates! Lo que pasa es que no me apaño con la esportilla.

Lo cierto es que, por su porte, Pedro podía pasar por un hijo de la alta sociedad sevillana, un noble, un veinticuatro, un alto funcionario de la administración real, un rico mercader. Era alto, distinguido, de maneras elegantes y guapo a rabiar: moreno, con el pelo revuelto, la piel dorada, profundos ojos castaños, la nariz ligeramente corva, de pómulos recios, labios suaves y mentón perfecto. Las muchachas reparaban en él, se azoraban ante su presencia, incluso se daban la vuelta a su paso, si bien él a aquello no le daba ninguna importancia.

No obstante, su atuendo lo delataba y, aunque su figura derrochara galanura y donaire, era un pobre diablo más: el hijo de Juana, la tabernera del Gato Loco. Por lo menos, de momento, porque Pedro, como todos en Sevilla, también tenía sueños, soñaba con convertirse en un rico y joven comerciante y tenía un plan perfecto para lograrlo, pero todavía debía esperar un poco, solo un poco.

—Ya hemos acabado por hoy —soltó el Rana, frotándose las manos, al abandonar la pescadería de la plaza de Abajo.

—No. Ahora nos vamos a la Alfalfa que tengo que comprar gallina, pavo, perdiz y conejo.

—En la esportilla no me cabe ni un alfiler.

—Tengo la otra mano libre para cargar con otra cesta.

—Compras tanto para que las muchachas vean lo fuerte que eres. No se entiende de otra forma, porque ¡ni que fuera todos los días el Tragaldabas a comer a tu taberna!

Pedro no quería reírle las gracias para que no se viniera arriba, pero esta vez tuvo que sonreír. Colgó por enésima vez la bolsa con el dinero en el cinturón, luego la tapó con la camisa y añadió:

—Menos palique y más movimiento. Andando.

El Rana, arrastrando los pies, siguió a Pedro hasta la plaza de la Alfalfa donde, una vez se hubo aprovisionado de las viandas que necesitaba, anunció:

—¡Por fin hemos acabado! —Se adelantó el Rana enjugándose con la mano el sudor de su frente.

—No.

—¿No? —replicó espantado—. Me va a traer más cuenta meterme a hampón. En San Bernardo, en San Roque y en la Huerta del Alamillo no paro de recibir ofertas muy tentadoras.

—¿Qué te dan? ¿Un maravedí por cortar una nariz?

—Sabes que ese no es mi estilo, yo tengo sed de belleza, de libertad, de vida, de… —El Rana empezó a dar vueltas sobre sí mismo mientras gritaba—: ¡Amor! Amor con muchísimas oes.

—Estate quieto, Rana, que vas a acabar desparramando la comida —ordenó Pedro, cogiéndole por los hombros.

—Ha sido por el mollete, en cuanto me meto algo en el buche me atraviesa un rayo de alegría.

—Luego recuérdame que te dé lentejas y garbanzos para tu casa.

—Muchas gracias de parte de mi madre y mis hermanos.

El Rana tenía tres hermanos más pequeños que él, que también se ganaban la vida como podían en las plazas sevillanas, y su madre era una costurera que ni durmiendo descansaba. Del padre no se sabía nada desde que hacía ocho años se había marchado sin dar más explicaciones.

—Y ahora vayamos a la calle Génova.

—¿Al sastre? ¿Te vas a hacer un traje? —El Rana se quedó con la boca abierta de la fascinación.

—¿Qué traje ni qué ocho cuartos? ¿Dónde tienes tu cabeza? ¡Vamos a la librería! Esta semana me traen mi encargo.

—¡La librería! —suspiró—. ¡Me enloquece ese lugar!

—Pues te necesito cuerdo. Y ahora espabila, que luego me espera monsieur Lambert para mi clase de francés.

Monsieur Lambert era un ebanista francés que estaba hospedado en la parte de arriba de la taberna, donde tenían alquiladas dos habitaciones. A veces, los huéspedes, que siempre iban muy justos de dinero, se pagaban la comida a cambio de ofrecer sus servicios o de instruir a Pedro en alguna materia. Así había aprendido muchísimas cosas: a leer y a escribir gracias a un escribano borrachín, a reconocer un buen vino de manos de un vinatero arruinado, a bailar una pavana bajo las instrucciones de un gotoso maestro de baile o a manejar la espada adiestrado por un maestro de esgrima italiano.

—Vamos, no perdamos más tiempo —dijo el Rana entusiasmado.

Caminaron hasta la amplia y luminosa calle Génova y, después de dejar atrás unas lonjas de mercaderes, casas de paredes encaladas y tiendas de sastres y juboneros, llegaron a la librería de la Luna.

Era difícil moverse por la pequeña tienda sin tropezar con los libros que, además de en las baldas, estaban apilados por montones por el suelo.

El librero, don Marcial, un hombre de mediana edad con grandes mostachos y cara de pocos amigos, asomó la cabeza por encima de la muralla de manuscritos que se desplegaba sobre una vieja mesa de roble, y enseguida reconoció a Pedro y al Rana que no se atrevieron a pasar del umbral de la puerta.

—Joven, tengo lo que me pedisteis —bufó el librero como si le molestara profundamente haberlo encontrado—. Y a vos, ¿os gustaron los poemas que os copié? —preguntó al Rana con cara de asco.

En una de las últimas veces que estuvieron en la librería, el Rana y don Marcial estuvieron hablando de poesía. El muchacho apenas había leído algo de Horacio y de Petrarca que Pedro le había prestado, pero estaba tan ávido de versos que el librero se ofreció a copiarle los poemas de sus poetas favoritos: empezó por Garcilaso de la Vega.

—Si por algo ha merecido la pena que mi señor don Pedro me haya enseñado a leer, ha sido para tener la dicha de conocer a don Garcilaso de la Vega.

Pedro bajó la vista al suelo: que lo llamara «mi señor don Pedro» no solo le parecía fastidioso sino ridículo, y más cuando iba vestido con ropas desastradas y cargado con cestas como un pobre despensero.

Y de repente, el Rana se puso a declamar con los ojos cerrados y la mano en el pecho:

—«Escrito está en mi alma vuestro gesto / y cuanto yo escribir de vos deseo»…

—Don Marcial conoce el soneto, no hace falta que… —lo interrumpió Pedro abochornado.

Don Marcial apretó los puños y su rostro se tensó. Es más, su ceño, su nariz y su boca se fruncieron de tal forma que Pedro temió que la ira del librero hiciera saltar los manuscritos por los aires. Por eso no se asustó cuando este dio un fuerte golpe en la mesa; claro que lo que menos podía imaginar es que, después, don Marcial iba a bramar:

—¿Cómo no va a hacer falta que se recite a Garcilaso en mi librería? ¡Si yo mismo copié cada verso sintiéndolo hasta en el fondo de mi alma!

—Para mí es un placer, señor. Iré a los tercetos finales.

El Rana tosió un par de veces, cerró los ojos y recitó de nuevo, con la mano en el pecho y lleno de amor, como si su amada estuviera delante:

—«Yo no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito del alma misma os quiero; / cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, por vos tengo la vida; / por vos he de morir y por vos muero».

—Olé, muchacho, olé —gritó don Marcial, como si estuviera delante del torero Juan Guardiola.

El librero salió de su escondrijo con unos pliegos en la mano…

—Os he copiado más de Garcilaso, aquí lo tenéis.

El Rana cogió los pliegos y los estrechó contra su pecho.

—Señor librero don Marcial, ¿cómo puedo agradecéroslo?

—Declamad, muchacho. Enamorad con poemas y luego contad dónde pueden encontrarlos.

Solo faltaba que lo animaran a declamar, pensó Pedro.

—Eso haré señor —dijo el Rana, inclinando la cabeza a modo de reverencia.

—Y lo vuestro, joven —se refería a Pedro—, me ha costado lo suyo traerlo. Sevilla está ávida de conocimientos, de arte, de poesía… Pero aquí lo tenéis.

El librero tomó de una balda El Arte de Navegar de Pedro Medina y se lo entregó al joven:

—El libro con el que se forman los pilotos del reino, ilustrado con grabados xilográficos para que se entienda lo que se dice.

Pedro ojeó el libro emocionado: su sueño de enrolarse como marinero para las Indias y no parar hasta convertirse en maestre de sus propias naves arrancaba con el libro de Pedro Medina. Y ya lo tenía.

Lo tenía, lo tenía y lo tenía. De vuelta a la taberna, no podía pensar en nada más. Ni las cestas le pesaban, ni le dolía haber desembolsado una fortuna por el libro porque habría pagado eso y más, con tal de tener un poco más cerca su gran sueño.

—Me gustaría poder irme contigo a las Indias, aunque fuera de polizón, pero no creo que mi madre soportara otra ausencia, aparte de que mis hermanos me necesitan —habló el Rana, sacando por un momento a Pedro de su ensoñación.

—Si me va bien, si todo sale como tengo previsto, os enviaré el dinero del pasaje para que tu familia y tú os vengáis conmigo.

—¿Quieres saberlo ya?

—¿El qué? —repuso Pedro.

—Si te va ir bien en las Indias.

—Sí, claro. Pero ¿cómo puede ser eso? —preguntó Pedro extrañado.

—Por ahí viene Remedios, te lee el futuro mirándote la palma de la mano.

—¡Hechiceras! ¡Son unas cuentistas! ¿Tú les crees?

—Solo conozco a Remedios y la gente habla maravillas de ella. Yo es que no tengo el maravedí que vale que te lea el destino que llevas escrito en la mano, pero si lo tuviera…

Remedios se acercaba ya a ellos, alegre, con su sonrisa pícara y sus ojillos verdes chispeantes. Tenía el pelo negro y muy largo, la piel cetrina y caminaba con unos movimientos sinuosos que dejaban turulato al que la miraba.

Al llegar a la altura de los chicos, la joven adivina saludó sin dejar de observar con descaro a Pedro:

—Rana, no sabía yo tuvieras amigos tan apuestos.

—Es Pedro, el hijo de Juana la tabernera del Gato Loco, le estaba diciendo lo buena que eres leyendo las líneas de la mano.

—Eso dicen —replicó Remedios con falsa modestia.

—A mí es que me gustaría saber mi futuro, pero no tengo el maravedí que cuesta.

—Ah, no. Yo a tu amigo se lo leo gratis. ¡Trae esa mano, moreno, que eres lo más lindo que me he encontrado yo por El Arenal!

Remedios tendió su mano, pero Pedro no soltaba las cestas.

—Otro día, señora —musitó azorado—, hoy llevo mucha prisa.

—¡Uy, señora, dice! ¡Me ha tomado por una duquesa! ¡Espero que no sea por la de Arcos, que es muy fea! —gritó, dándose una palmada en los muslos.

—Pedro, aprovecha, que es gratis.

—Venga, no me seas sosainas, ¡príncipe de las marismas!

Remedios se acercó mucho más a Pedro y comenzó a mirarle a los labios de una forma indecorosa. Nervioso, el muchacho soltó las cestas y extendió su brazo solo para que la adivina se alejara de él. Al hacerlo, ella tomó la mano del joven al vuelo, la abrió bien y la escrutó muy seria.

—Es fina —susurró mientras la acariciaba—, pero a la vez fuerte. Es una mano preciosa.

—Vayamos al grano, Remedios, que mi amigo trae prisa.

La mujer respiró hondo y vaticinó:

—Vas a vivir mucho, pero mucho, mucho. Y feliz. Caray, Rana, con tu amiguito… Haces bien en pegarte a él, porque tiene una flor en el culo.

—¿Irá a las Indias? —preguntó el Rana sin dejar de mirar la mano de Pedro, como si él también pudiese leer algo ahí.

—Es la mano de un hombre de éxito. Salen viajes, negocios, triunfos y amor. Un amor muy grande que deberá someterse a una gran prueba de fuego.

—El amor le da lo mismo. Explica más lo de los viajes y los negocios.

—Ya está bien —dijo Pedro—, con lo que me habéis dicho es suficiente.

—¿Suficiente? —Zalamera, Remedios añadió—: ¿No quieres saber quién es la hermosura que te va a robar el corazón?

—No. Quiere saber si cuando llegue a las Indias, va a tardar mucho en hacerse maestre de sus propias naves.

—Rana, te estás pasando, que tu amigo tiene boca.

—De verdad, que con lo que me habéis dicho me basta.

Pedro lo que quería era recuperar en cuanto antes su mano y tomar su clase de francés. No creía en las adivinas ni en las hechiceras ni en las brujas. El destino se lo forjaba uno con determinación, esfuerzo y un poco de suerte. Y en cuanto al amor, el Rana tenía razón, no le importaba en absoluto.

—Hay aquí una mujer con la que harás todo eso y más. Todo lo que te propongas. Pero antes deberéis superar una durísima prueba.

—¿Has escuchado, Pedro? ¡Qué afortunado vas a ser! ¡Harás lo que quieras y más! Si lo dice Remedios, que nunca falla, sucederá. ¡Ay, qué bien que yo también voy a acabar en las Indias!

—¿Tú? —Remedios miró al Rana con desprecio, como si fuera una mosca a la que estuviera a punto de aplastar —. Si no te he leído la mano, desgraciado. ¿Qué sabes tú de lo que te espera?

—No me hacen falta tus vaticinios para saber que mi amigo me llevará con él. Seguro que salgo ahí. Mira bien, que seguro que salgo.

—Sale que es un muchacho con buenos amigos, sí. Pero a la que se ve clara como el agua de la fuente es a ella.

—Y dale con el amor —refunfuñó el Rana—. ¿No nos irás a decir que tiene el pelo negro, los ojos verdes y que su nombre empieza por erre?

—No, so tontucio. Es una joven noble, de la aristocracia, muy bella, con el pelo ondulado color avellana, la mirada viva, la boca dulce y el cuello largo. Es grácil y menuda. En cuanto al temperamento, veo que es obstinada, valiente y buena. Te volverá loco de amor en cuanto la veas. Y lo más importante: será una magnífica esposa.

—¿La conocerá pronto?

A esas alturas, Pedro lo único que quería saber era cuándo llegaría el momento de despertar de esa pesadilla.

—Nos vamos ya. Os agradezco, Remedios, vuestros augurios —dijo, sacando una moneda de su bolsa.

—Te he dicho que no quiero nada. —La joven rechazó la moneda y luego añadió—: El amor de Pedro está a punto de aparecer, no queda nada.

—¿Y la aventura? ¿Las Indias? ¿La prosperidad? —insistió el Rana.

—Va todo unido, con la joven vendrá todo lo demás. Ya vendréis a decirme que acerté. Ya lo veréis.

Lo que de verdad tenía Pedro ganas de ver era la puerta de la taberna del Gato Loco, adonde finalmente llegaron.

—¡Por Dios vivo! ¡Qué larga se me ha hecho la mañana! —exclamó el joven mientras el Rana empujaba la puerta de la taberna.

Fue entonces cuando el muchacho se percató de que había un bulto junto a la entrada.

—Rana, mete las cestas, que voy a ver qué es eso que hay ahí.

Pedro recogió el paquete. Parecía un cuadro. Buscó un nombre, una dirección, algo con lo que poder identificar a su destinatario; pero no encontró nada. ¿Qué hacía? ¿Lo abría y salía de dudas o se quedaba esperando a que viniera su dueño a recuperarlo? ¿Pero cómo identificar al verdadero dueño? ¿Y si no tenía dueño? ¿Y si era algo robado y abriéndolo era la única manera de averiguar a quién pertenecía? Y todavía había algo más: las preguntas de su madre. Juana la tabernera no iba a querer tener en su casa algo que podía dar problemas, pero era tan grande la tentación...

No pensó más. Lo abrió. Y al hacerlo, su vida cambió para siempre.