Capítulo 15
Después del beso no dijeron nada, porque el beso lo contuvo todo: verdades, sueños y deseos, y regresaron de la mano hasta la iglesia Mayor donde se despidieron.
—Estaremos en contacto a través de Julián —dijo Inés sin soltar la mano de Pedro.
—Tendrás noticias mías muy pronto y serán buenas. Ya lo verás.
—Cuídate mucho, Pedro.
—Tú más.
Y con el beso de Pedro en los labios, Inés regresó a buscar a su dueña que estaba nerviosa, sentada en un banco.
—¡Por fin estáis aquí! —exclamó al verla llegar.
—Podemos irnos.
—Niña, ¿qué os ha pasado que estáis como derretida?
—Estoy derretida. Os lo cuento en el carruaje.
Ya en el vehículo, Inés que no paraba de suspirar y de tocar sus labios con la mano para que el beso de Pedro se quedara bien pegado a sus labios, dijo:
—¡Me ha besado!
—Y me imagino que no ha sido en la mejilla.
—¡No! Ha sido un beso en los labios.
—Y por lo que veo os ha gustado —dedujo la dueña con el abanico apoyado en la barbilla.
—¡Y tanto! Ha sido dulce, tierno, cálido, suave, exquisito. ¡Ha sido perfecto!—suspiró. apoyando la cabeza en la pared de la cabina del carruaje.
—Y eso que decíais que no os interesaban los asuntos de amor —recordó. dando unos golpecitos con el abanico en el brazo de Inés.
—Y me siguen sin interesar.
—¿Entonces, el beso? —preguntó la dueña, curiosa, con una ceja levantada.
—He dicho que no me interesan los asuntos de amor, pero Pedro me interesa muchísimo.
—Y lo que sentís por él, ¿qué es? —Y la dueña desplegó el abanico con un golpe seco de muñeca.
—No me lieis. Es mi amigo y siento por él admiración, respeto, cariño y…
—¿Y? —repuso la dueña, imitando el tono de voz de Inés.
—¿Os estáis burlando de mí?
—Solo un poco. Decidme: ¿y? —dijo, abanicándose despacio.
—No lo sé, mi dueña —confesó la condesita, llevándose la mano al vientre de la ansiedad—. Estoy desbordada por esto que siento. Reconozco que he dicho cosas y tal vez…
—Os la tengáis que envainar. Pasa a menudo —explicó Petronila, dando un manotazo al aire.
—A lo mejor resulta que estaba equivocada, que el amor sí que me concierne.
—¿A lo mejor?
—No me hagáis pensar más. ¡Os lo imploro! Demasiadas cosas tengo ya en la cabeza.
—No se trata de pensar, sino de sentir. ¿Vos que sentís? —habló la dueña, cerrando el abanico y llevándoselo al pecho.
A Inés le entró un calor súbito.
—Calor.
Se quitó el capuz y lo dejó doblado en su regazo.
—¿No sabéis lo que sentís? —insistió la dueña.
—Sí —reconoció, retirándose su melena hacia atrás—, siento cosas. Me siento viva y dichosa. ¡Y con ganas de bailar zarabandas!
La dueña soltó una carcajada.
—No le pondré nombre a eso que sentís para no agobiaros. Solo diré que me alegro mucho de veros tan feliz.
—Pensaba que me ibais a reñir un poco —dijo Inés, mirando con cariño a su dueña.
—¿Por qué?
—Porque he besado un joven cuando estoy a punto de dar mi palabra de matrimonio a un puerco con calzas verdes.
—¡Os reñiría si me hubieseis dicho que os ha besado el apestoso de Mesina! Más que reñiros a vos, a él lo habría colgado del primer palo mayor que hubiese encontrado en el puerto.
—Pedro cree que encontraremos la forma de salir airosos del brete.
—¿Tiene algún plan? —De nuevo, las varillas del abanico resonaron al abrirse.
—De momento no.
—Entonces, está como nosotras —soltó cariacontecida la dueña.
—No os preocupéis, mi dueña, ahora que somos tres pensando será más fácil que demos con la forma de librarnos del gorrino con calzas.
Precisamente, en eso iba pensando Pedro de regreso a su casa atravesando El Arenal.
No dejaba de pensar en qué podía hacer para evitar que su dama le diera palabra de matrimonio a otro. ¡Y qué otro además! Como tampoco podía dejar de pensar en el beso, de sentirlo todavía en sus labios, delicado, sutil, húmedo, intenso, sensual, amoroso. ¡Perfecto! El beso que dormiría siempre en sus labios, a la espera de Inés quisiera venir a despertarlo.
Inés, su dama, por la que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para hacerla feliz. ¿Qué? No lo sabía todavía, pero seguro que habría alguna manera de impedir que su amada se casara con otro. Solo había que dar con ella.
Así estuvo cavilando esa noche, el día siguiente con su noche y el siguiente, sin que un maldito plan se le viniese a la cabeza. Además, tampoco tenía noticias de Inés a la que imaginaba tan desesperada como él por encontrar algo que pudiera salvarlos.
Y fue entonces, al decir la palabra «encontrar» cuando Pedro se acordó de su madre y su teoría sobre la búsqueda de algo. ¿Había llegado el momento de dejar de buscar y ponerse a rezar a San Antonio?
Cogió un papel y una pluma y escribió a Inés frente a su retrato:
Querida Inés, condesa, mi dama:
No dejo de pensar en ti ni en el problema que tanto nos aflige, mas me acabo de acordar de algo que me dijo mi madre cuando te buscaba desesperado. Ella cree que cuando se busca algo con ahínco y no aparece, hay que dejar de buscarlo y ponerse a rezar a San Antonio. Yo lo hice contigo, bueno, realmente no dejé de buscarte, porque creo que esta teoría solo funciona con los objetos, pero sí recé muchísimo a San Antonio. Por eso te escribo estas letras, para que la dueña y tú recéis a San Antonio mientras no dejáis de cavilar sobre cómo hacemos para libramos del apestoso de Mesina. Yo haré lo mismo, mi querida dama… Te llevo conmigo siempre. Tu retrato es lo que me sostiene hasta que otra vez pueda volver a verte, a tener tus ojos frente a los míos, tu mano en mi mano y tu boca en la mía. Será muy pronto, mi bella Inés, muy pronto. Beso tus manos. Tuyo siempre. Tu Pedro.
P.D.: Te escribiría una carta larguísima pero prefiero dejarlo aquí para que te llegue cuanto antes y así pueda actuar el santo con premura. Te beso otra vez, en tus manos y en tus labios, muchas veces. Tantas como desees.
En cuanto puso el punto y final a la carta, la dobló y se marchó a toda prisa a la residencia de los Tovar para entregársela a Julián y que este se la llevara a su amada.
Cruzó El Arenal como una flecha rezando a San Antonio. Eran las siete de la tarde, hacía una temperatura agradable y las calles estaban llenas de gente. La próxima salida de la Flota de Nueva España tenía soliviantada a Sevilla entera, todo era un estallido de color, nervios y prisas de hacendados, cargadores, factores, cosecheros, mercaderes, viajeros, estibadores, carreteros…
De repente, por una calleja estrecha, Pedro vio venir hacia a él a un hombre de unos sesenta años, a caballo, de atuendo impecable y porte altivo, acompañado por sus escoltas.
Era una estampa habitual que dejó de serlo en el momento en el que, cuando el caballero se disponía a atravesar una callejuela, tres hombres embozados salieron a su paso por delante y otros tres aparecieron por detrás.
En mitad del bullicio sevillano, se pudo escuchar el sonido áspero de los aceros saliendo de las vainas y, en un visto y no visto, después de una breve refriega, la escolta fue rápidamente dispersada por los feroces asaltantes.
La gente huyó despavorida y Pedro se quedó solo con el caballero frente a los seis malhechores.
No se lo pensó.
Rápidamente, el joven cogió una espada de taza —de empuñadura española y hoja alemana aligerada con vaceos— y una daga de vela que los escoltas habían dejado abandonadas, y esperó a que los rufianes vinieran.
Uno a uno, con una guardia perfecta, se fue despachando a los embozados, largando, parando, combinando golpes de arrestos con movimientos remisos, redobles y remates con la daga.
Malheridos, los seis mal nacidos escaparon por las callejas sevillanas para ponerse bien lejos de la furia del joven espadachín.
Fue entonces cuando el caballero, que se encontraba un poco alejado de la escena, de pie junto a su caballo, entre confundido y estupefacto, se acercó al joven:
—¿De dónde habéis salido, muchacho? —preguntó, rendido de admiración.
—¿Se encuentra bien, señor? —respondió el joven, retirándose el sudor de la frente con la manga de su camisa.
—Yo sí. ¿Y vos? Tenéis sangre en la mejilla y en vuestras ropas.
—No es nada. Pequeños cortes —repuso, tocándose la mejilla herida con cuidado.
—¿Se puede saber dónde habéis aprendido a pelear así?
El caballero supuso que el joven sería un joven capitán que llegaría muy lejos dada su habilidad tirando de espada.
—Me enseñó un maestro de esgrima italiano.
—¿Pero quién diantre sois? —preguntó, acariciando el cuello del caballo que estaba un poco inquieto.
—Soy Pedro Martínez Aranda.
—¿A qué os dedicáis?
—Soy tabernero. ¿Conoce la Taberna del Gato Loco?
—No, pero a partir de hoy seré asiduo.
Pedro sonrió, encantado de haberse ganado a un cliente tan distinguido. El caballero era alto y delgado, tenía el pelo canoso, la cara angulosa, las cejas muy finas, los ojos claros, la nariz grande, la boca fina cubierta por unos grandes mostachos y unos pies y unas manos larguísimos. Vestía unas ropas muy elegantes: gorguera blanca almidonada, ferreruelo a los hombros, jubón amarillo, calzas de terciopelo acuchilladas con medias de seda, borceguíes portugueses y un sombrero de fieltro negro.
Alguien así iba a disfrutar mucho en la Taberna del Gato Loco.
—Os gustará —dijo Pedro.
—Seguro que sí. Y ahora decidme ¿qué puedo hacer por vos?
Pedro no entendía nada.
—¿Por qué quiere hacer algo por mí?
—¡Me habéis salvado la vida! —replicó.
—No he hecho nada que no hubiese hecho cualquiera.
—¿Cualquiera? Mis escoltas han huido como ratas y la gente ha salido corriendo muerta de miedo. Solo os habéis quedado vos.
—No tiene importancia, señor —repuso.
—¿De verdad que no puedo ayudaros en nada? ¿No tenéis sueños?
Pedro se revolvió con la mano aún más sus pelos y, sin pensarlo ni un segundo, dijo:
—Sí, bueno, quiero ser armador, maestre de navío y comerciante en las Indias, pero ahora es lo que menos me importa, la verdad.
—¿Y qué es lo que os importa? —preguntó el caballero, tirando un poco de las riendas del caballo para traerlo hacia sí.
—Una dama. Mis prisas por quitarme a los malhechores de encima eran también porque quiero entregarle una carta.
—¿De amor?
—Sí, de amor, y le digo también que rece a San Antonio para que encontremos la solución a nuestros problemas.
El caballero, con la mano que tenía libre, acarició la punta de su mostacho y preguntó:
—¿El vuestro es un amor imposible?
—No. Ella me ama. No me lo ha dicho de palabra, pero lo sé. Con un beso me lo dijo.
—¿Entonces? —replicó, encogiéndose de hombros—¿Dónde está el problema?
—Su tío quiere que matrimonie con un viejo y rico mercader.
—¿Le ha dado la palabra de matrimonio al viejo?
—No. Pero en apenas unos días lo hará, si nada lo remedia. Ella intentó fugarse a las Indias, pero su tío la pilló.
—¿Y por qué no os la da a vos? —sugirió. señalándole con las riendas del caballo.
—¿Qué cosa?
—La palabra de matrimonio.
—Porque no tengo fortuna ni título para que una condesa me dé su palabra.
—Poseéis la aristocracia del sentimiento y de la emoción ancestral. ¿Estáis enamorado? —preguntó el caballero entre perplejo y divertido.
Pedro asintió con la cabeza.
—¡Vive Dios que sois valiente! Entonces, adelante…
—Me he enamorado de una dama bella y buena, que es también condesa de Vera.
—¡Pobre muchacha! —replicó el caballero.
Pedro levantó las cejas, no entendía por qué el caballero profería esa exclamación.
—¿Por qué decís que es pobre muchacha, caballero?
—Por el tío que tiene, el conde de Tovar es un auténtico cretino.
—¿Lo conocéis?
—En Sevilla todos nos conocemos.
—Por cierto, y perdonadme la indiscreción, pero ¿vos quién sois?
—¿Cómo no le voy a perdonar una indiscreción a la persona que me ha salvado la vida? Soy Bernardo Álvarez Galán, el duque de Montano.
—¿El duque que organiza tertulias con literatos, intelectuales, artistas y poetas?
El duque asintió con la cabeza.
—Don Lope de Vega, que frecuenta mi taberna, me ha hablado alguna vez de vuestras reuniones.
—Es un gran genio nuestro don Lope, somos afortunados de disfrutar de su talento. Y sí, me gusta dedicarme al mecenazgo de las artes y las letras, también poseo viñas y olivares en la campiña y produzco vino y aceite que exporto a las Indias. Pasé un tiempo en Italia, y desde entonces me inspiro en cómo funcionan las repúblicas italianas: intento que el engrandecimiento de mi casa redunde en el desarrollo y prosperidad de la sociedad. Así pues, este soy yo, el enviado de San Antonio para solucionar vuestras cuitas —dijo, quitándose el sombrero.
—Os agradezco vuestra gentileza, señor —replicó el joven con una inclinación de cabeza—. Mas no sé yo cómo me vais a poder ayudar, honestamente os lo digo.
—¿Vos queréis impedir que vuestra dama dé su palabra de matrimonio al mercader?
«Qué pregunta», pensó Pedro.
—¡No hay otra cosa que desee más!
—Entonces, escuchad. Haremos un escrito al arzobispo de Sevilla en el que solicitaremos encarecidamente su intervención en el caso a la mayor brevedad posible. Diremos que la joven condesa de Vera os dio hace unos meses la palabra de matrimonio.
Era evidente que el duque no se había enterado de nada, Pedro se lo explicó:
—Yo la conocí en abril, señor, y la condesa jamás me ha dado su palabra de matrimonio.
—¿Os amáis?
—Sí, señor.
—Bien, pues cuando se ama las fechas son una mera anécdota. Qué más da mayo que diciembre, si lleváis toda la vida soñando con ella.
—Toda la vida, no. Yo no creía en el amor hasta que la conocí.
Estaba visto que al joven le gustaba ser preciso, pensó el duque.
—De cualquier forma, lo que importa es que os amáis. Y, si queréis estar con ella y sobre todo liberarla de la boda con el viejo, debéis hacer lo que os diga.
Estaba dispuesto a todo. Haría lo que fuera, pensó Pedro. Por eso dijo, sin dudar:
—Así lo haré.
—En el escrito, acusaremos al conde de Tovar de querer casar a su sobrina en contra de su voluntad, así como exigiremos que la condesita cumpla con la palabra de matrimonio que os ha concedido.
—Señor, yo no soy nadie. Dudo mucho que el arzobispo atienda con brevedad mi caso.
—Soy amigo del arzobispo, esta noche le llevaré el escrito que yo mismo redactaré.
—No le quiero causar ningún trastorno.
—¡Es lo menos que puedo hacer después de lo que habéis hecho por mí!
—¿Y actuará el arzobispo antes de cuatro días?
—Por supuesto. Ya me encargaré de que lleve a cabo las oportunas diligencias para que antes de cuatro días se persone en la casa de los Tovar para esclarecer el asunto.
—¿Y así podremos impedir la boda?
—Claro que sí. Se procederá a un interrogatorio con los protagonistas y testigos, y el arzobispo llegará a la conclusión de que la joven ha sido presionada para casarse con el mercader en contra de su voluntad, así como se demostrará de manera fidedigna que la joven os concedió a vos, hace meses, la palabra de matrimonio.
—¿Estáis seguro de que el arzobispo…?
Pedro tuvo que dejar su pregunta suspendida porque apareció el teniente de alguaciles con sus hombres a indagar sobre el asalto.
—Señor duque, ¿se encuentra bien?
—Sí, teniente. Estoy vivo gracias a este joven que ha salido en mi defensa.
—Pedro, el tabernero —dijo con indiferencia el teniente.
—Buenas tardes, teniente.
El teniente, como si el joven no existiera, siguió hablando con el duque:
—Unos hombres nos alertaron de que había habido un asalto, lamentamos no haber llegado a tiempo.
—Dudo que lo hubierais hecho mejor que este joven.
El teniente de alguaciles, un hombre robusto y ceñudo, miró a Pedro con desprecio.
—¿El tabernero maneja la espada?
—Es el espadachín más hábil que jamás he conocido.
—Os lo agradezco, duque, pero apenas sé un poco de esgrima. Y ahora, si me permitís, me marcho a ver a mi dama. Tenemos muchas cosas de qué hablar.
—Marchad, Pedro. Mañana mismo acudiré a vuestra taberna a… probar vuestro vino.
—Os espero, señor.
Pedro voló hasta la mansión de los Tovar y, una vez allí, le dijo al mayordomo que tenía un recado urgente para el cochero.
—Decidle a la condesa que la espero en la iglesia Mayor. Que venga sin falta —pidió Pedro al cochero.
—Muchacho, ¿qué os ha pasado? ¡Tenéis las ropas manchadas de sangre!
—Un asalto en El Arenal. Pero no es nada. Cuatro rasguños. Me marcho para la iglesia, decid a Inés que acuda cuanto antes, os lo ruego
Gracias a que su tío había salido a atender unos asuntos, Inés pudo abandonar su casa al momento.
El cochero la llevó hasta la iglesia Mayor, donde ya la esperaba Pedro sentado en los últimos bancos.
—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —preguntó horrorizada, al tiempo que se sentaba justo delante de él.
—No es nada. Inés, traigo muy buenas noticias —dijo mientras caía de rodillas en el banco para estar más cerca de la condesita.
—¿Cómo te has hecho esas heridas?
—Tranquilízate. Estoy bien. Verás... Iba a entregarte una carta donde te decía que rezaras a San Antonio, que es algo que hace mi madre cuando busca algo y no encuentra nada, cuando de repente aparecieron seis embozados en una callejuela que querían asaltar a un caballero. Sus escoltas y los paseantes salieron despavoridos y me quedé solo con el señor. Yo solo pensaba en que tenía que entregarte la carta, así que cogí una espada del suelo y empecé a quitarme a asaltantes de encima.
—¡Ay, Pedro! —exclamó Inés, tapándose la mano con la boca.
Pedro puso la mano en el hombro de Inés un segundo para tranquilizarla y luego dijo:
—Estoy bien, de verdad. Además, no sé si ha sido por ir rezando a San Antonio o qué, que al final ha resultado que el señor es el duque de Montano y tiene un plan perfecto para evitar que te cases.
—Lo conozco. ¿De qué se trata?
—El duque va a hacer un escrito al arzobispo de Sevilla en el que le pide que intervenga porque tú, obligada por tu tío, vas a dar tu palabra de matrimonio a Mesina, cuando ya hace meses que me la diste a mí.
—Pero… —A Inés el plan le pareció sencillamente perfecto.
—Ya sé que nos conocimos en abril y jamás me has dado tu palabra. Ya sé que soy muy poco para ti, sin embargo, me parece que...
—Pedro —lo interrumpió Inés, mordiéndose los labios de la emoción—, tengo que decirte algo.
Y lo dijo de una forma tan dulce, tierna, amorosa y pasional que Pedro creyó morirse de amor.
—Dime —susurró, acariciando con la nariz la melena ondulada de la joven que caía en cascada.
—¿Te acuerdas cuando te dije que el amor era algo que no me concernía?
¿Cómo lo iba a olvidar? Si recordaba todos y cada uno de los momentos que habían vivido juntos, si no paraba de revivirlos a cada instante.
—Sí —murmuró, aspirando el perfume floral de su pelo.
—Pues estaba equivocada. Sueño y amo. Y, cuando lo hago, es contigo.
¿Para qué seguir engañándose a sí misma si era lo que sentía y lo sentía con tantísima fuerza? ¿Qué otra cosa podía ser ese desvelo, esa inquietud, esas ganas a todas horas de ver a Pedro, de estar con él, de reír, de pasear, de besarlo una y otra vez?
Había intentado engañarse, negarlo, mirar hacia otro lado para evitar el vértigo, el pánico atroz ante un sentimiento desconocido, pero que, de tan bello y puro, le era imposible ignorar. Un sentimiento que no dejaba de crecer, que le quitaba el sueño, el apetito y el aliento, pero que al mismo tiempo le daba el arrojo suficiente para lanzarse al abismo, al misterio, a la gran aventura de amar.
Emocionada, Inés colocó su mano en el hombro para que Pedro pudiera acariciarla.
—Y yo contigo, Inés. Sueño y amo, y por siempre será contigo —susurró el joven tembloroso, poniendo su mano encima de la Inés.
—Así pues, no mientes si dices que te he dado mi palabra a ti antes que a Mesina, porque es cierto. La tienes. Es tuya. Te doy mi palabra de matrimonio.