Capítulo III
Los capitanes y la caja de Pandora

El 20 de septiembre de 1519 un viento favorable impulsa al Capitán General: Magallanes ordena izar las anclas y largar las velas. Mientras las naves se alejan de la costa, una estrepitosa descarga de cañones celebra la partida, como el llanto de un niño que acaba de nacer y se desprende de su madre para ingresar a una dimensión confusa, desconocida. La suerte está echada y el desafío es ahora irreversible.

A pocas millas de iniciado el viaje, insólitamente, un marinero raso sufre una crisis y pretende arrojarse al agua para volver a nado: el brote desconcierta a todos; los más supersticiosos lo consideran una señal. Lo cierto es que no resulta común ese tipo de accesos en la tripulación y mucho menos entre hombres curtidos como los que viajaban en aquellas naves. La anécdota se perderá en la memoria pero volverá en su momento, cuando las condiciones de la travesía cobren objetivo dramatismo.

Pero nada de esto sucede entre los oficiales. Para empezar, el Capitán General va feliz. Después de varios años, idas y vueltas, su misión está encauzada. Ya nada lo detendrá, piensa. Se siente seguro: las naves, atestadas de comestibles como para dos años; la compañía de Juan Serrano, pariente directo de aquel Francisco Serrano, su hermano de guerra. Magallanes se siente protegido por Dios, aun siendo consciente de que aquí en la tierra (o mejor dicho en el mar) deberá estar muy atento a los hombres. Sabe de los intereses que se juegan en esta fabulosa ciudad móvil que comanda.

Francisco Serrano. Acompañó a Magallanes en los momentos más difíciles. Y si bien esta vez no pudo participar de la expedición, colocó a bordo a su familiar de sangre Juan Serrano. (Ilustración: Pablo Loureiro).

Aunque parco de palabras siendo como es, inteligente e intuitivo, Magallanes desconfía, y con razón, de varios de sus capitanes. «La Trinidad», segunda nave en tamaño, es la capitana y va a su cargo. Sin embargo, la nave mayor, la «San Antonio», ha sido entregada a Juan de Cartagena desde que el rey separó a Faleiro de la expedición.

Cartagena, incorporado con el cargo de veedor, ha sido nombrado «conjunta persona». Se trata de un navegante con cierta capacidad y energía, pero el Capitán portugués sabe que no es de fiar. Desde el primer contacto personal sus estilos han chocado como dos imanes que se repelen entre sí, más que atraerse, según hubiese convenido al éxito conjunto de la operación. Cartagena, es cierto, desprecia a su Capitán General. Lo considera un advenedizo. Un extranjero que ocupa el primer lugar en la jerarquía de aquella flota, apenas por accidente. En efecto, Magallanes no poseía antes del viaje, fueros políticos como para semejante cargo. Su único éxito (y no menor) había sido el acceso con buena sintonía al Rey. Magallanes advierte, pues, en la mirada arrogante y desdeñosa de Cartagena, un potencial conflicto.

En cuanto a la fiereza de los marineros rasos y la multiplicidad que lleva a bordo, no lo amedrenta en absoluto. Su larga carrera militar le ha enseñado a dominar las condiciones humanas más heterogéneas. Tiene claro lo que puede exigir y hasta dónde ceder a un rústico hombre de mar que, esencialmente, se le parece.

No son pues, los cuadros inferiores su preocupación. Un poco sí, en cambio, los capitanes y respectivos subalternos inmediatos. Don Juan de Cartagena no es el único, pero sí el principal inconveniente a bordo.

Al respecto de estas cuestiones jerárquicas, Antonio Pigafetta anota formalmente en su diario de los primeros días: «El capitán comandante exige de su tripulación la más absoluta obediencia, para estar seguro del feliz término de la navegación».

La tercera nave en tamaño, la «Concepción», es una carabela al mando de Gaspar de Quesada, en la cual se han cargado las vituallas más diversas. De esta nave dependen los suministros básicos, empezando por el agua potable y, por supuesto, la imprescindible galleta de ultramar, que pronto se convertirá en un bien altamente preciado.

La nave «Victoria» va comandada por Luis de Mendoza, quien ostenta además la investidura de tesorero de la armada, y que, al igual que Gaspar de Quesada («Quesada el Hermoso» según se le conoce) tiene buena relación con Cartagena.

Mendoza hace notar su hostilidad para con el Capitán General incluso antes de la partida, cuestionando la autoridad del portugués. Aunque, para suerte de Don Hernando, el propio Rey le hace saber que la verticalidad representada en Magallanes no puede ni debe ser discutida. Concretamente, Carlos I despacha una cédula para llamarle duramente la atención y ordenarle que se someta en forma inflexible al capitán general como jefe absoluto de la empresa.

Por último, el bergantín «Santiago», que desplaza apenas unas sesenta toneladas, va comandado por el capitán Juan Serrano, éste sí, un aliado incondicional de Don Hernando.

Así, la composición de las capitanías resulta inevitablemente conflictiva, en la medida en que tres de los cinco principales jefes a cargo son capitanes españoles, castellanos, con códigos y costumbres propias e impenetrables. No les causa gracia estar por debajo de un almirante extranjero, y mucho menos desconocer el rumbo exacto que habrán de tomar a las órdenes de aquel portugués tosco, de pocas palabras. Magallanes, por su parte, no colabora en lubricar la relación con sus cuadros inmediatos: no los ha convocado a una reunión para evaluar el derrotero ni les ha consultado, como se acostumbra hispánicamente en la armada monárquica.

Duarte Barbosa, experto marino, famoso por sus exploraciones en el Asia, y emparentado con Magallanes a través de Beatriz, su esposa, también es de la partida.

Completan la principal línea de oficiales don Álvaro de Mezquita, otro pariente, que es además compatriota, y Esteban Gómez, uno de los mejores pilotos del Portugal.

Finalmente, Joáo Carvalho, que en algunas crónicas es a veces referido como Juan de Lisboa, integra además el grupo de los jefes, sin ser capitán, pero con decisiva influencia en la expedición, por haber estado ya en las costas del Brasil y conocer la lengua de los nativos. Cabe mencionarlo, pues su rol será de gran utilidad en tierras extrañas. Acaso incluso como el controvertido papel que luego cobraría el menos importante en jerarquía, pero clave en el desenlace de los hechos; otro intérprete, aunque esclavo: Enrique, ese que Magallanes adquiriera en sus peripecias por la península de Malaca.

CARTAGENA: EL HUEVO DE LA SERPIENTE

Proveniente de una familia de nobles españoles, Juan de Cartagena era, definitivamente, un clásico cortesano español. Instruido, con contactos, y peligroso para el rudo Magallanes.

Cartagena era rico, pero le faltaba, en cierto modo como al propio rey Carlos I, construir su fama personal en base a alguna hazaña que lo proyectara en el poder español y le granjeara galones propios a su alcurnia heredada. El historiador Concepción de Salamanca lo describe en los siguientes términos: «Es un hombre capaz de todo lo bueno y de todo lo malo. Altanero y brioso, con rebordes de visionario, de alucinado». El viaje de Cristóbal Colón le había despertado una profunda curiosidad y al mismo tiempo una idea: vislumbraba en la realización de una proeza de ultramar la oportunidad ideal para consolidarse como hombre de acción y estratega.

Juan de Cartagena fue quien organizó el primer motín. Sus instrucciones eran claras: debía quedarse con la capitanía de la expedición. (Ilustración: Pablo Loureiro).

A bordo, sin embargo, lejos de comportarse como un marino de ley, Juan de Cartagena mostraba obstinadamente su antipatía por el jefe portugués y, su engreimiento de aristócrata. Llegó incluso a mofarse del almirante ante sus subordinados en muchas oportunidades, espoleando en todo cuanto le era posible cualquier germen de rebeldía.

Pero el verdadero poder de Cartagena no terminaba en sí mismo. Juan era hijo natural de un hombre realmente influyente en la corte española: el Obispo Rodríguez de Fonseca, cuyo alcance era vastísimo. Nacido en Toro (Zamora), en 1451, Fonseca se había forjado una carrera política paralela a los monarcas españoles con indecible destreza. Ejerció de Consejero de los Reyes Católicos, administrador y diplomático. Desde su cargo de Deán de Sevilla, obispo de Badajoz, Palencia, Burgos y Córdoba y presidente del Consejo de Indias se opuso a los proyectos de Colón, y aunque no pudo impedir los viajes del genovés, su palabra era escuchada siempre en la corte.

Así, cuando el viaje empezaba a perfilarse como un hecho, introdujo a Cartagena como si éste fuera sus ojos en alta mar, a fin de velar por los intereses propios, pero también los de sus amigos financistas, que habían apostado a la aventura con fines netamente comerciales, contando en Fonseca con una suerte de garantía de rentabilidad. Cristóbal de Haro, que aportó un quinto del costo total, es un caso paradigmático en este sentido. No obstante, y paradójicamente, el propio De Haro acabó enfrentándose al Obispo, al descubrir los turbios manejos que hacía el prelado, moviendo influencias y fondos en forma subrepticia.

De Haro, por otra parte, tenía dos vías de informes respecto de la viabilidad del viaje, pues ya había hecho investigar años antes de que el Rey firmara las capitulaciones respectivas los planes de Magallanes y Faleiro, a través de un amigo: Don Juan de Aranda.

Aranda, un comerciante profesional, había olido un buen negocio en aquellos «locos proyectos» y secretamente habían coincidido él y De Haro en apoyar materialmente la aventura.

Así, inicialmente, la sociedad primitiva que habían integrado Magallanes y Faleiro se amplió, en su primerísima instancia a un tercero, al entrar, gracias a los contactos de Aranda, la Casa de Contratación. Como ya hemos visto, esta sociedad sufre infinidad de cambios y distorsiones (entre los cuales se incluye el tormentoso divorcio de Faleiro y Magallanes) hasta llegar a lo que es y necesita ser, para resultar económicamente viable en realidad: un conglomerado de ilusiones y voracidades variopintas.

Los hilos que tejían la trama se multiplicaban, como la política, en diversas direcciones, y esa misma complejidad quedaría trasladada a la flota misma, como un concentrado de ambiciones dispersas en tierra, pero aglutinadas en cinco navíos que, por otra parte, se debían homogeneidad jerárquica, a riesgo de sucumbir.

LOS RITUALES DEL ALMIRANTE

Durante la primera semana, la flota avanza sin contratiempos. El Almirante ha dado las indicativas específicas para que las naves se muevan unidas a una distancia determinada y así conservar la cohesión. Entre otras disposiciones, se incluyen en este menú las prioridades de la linterna de popa. La «Trinidad», nave Capitana, marchará siempre adelante y llevará prendido un gran farol. Esta luz artificial servirá como guía al resto de la escuadra. Si además del farol la «Trinidad» encendiera una linterna, o un trozo de cuerda de esparto, el resto de las naves deben hacer lo mismo, a fin de generar una cadena lumínica que refuerce la cohesión de la flota. Dicha cláusula debe cumplirse a rajatabla para evitar extravíos, especialmente en zonas de niebla.

Existe, además, un código de señales vinculado a las luces y neurálgicamente referido a la nave Capitana, a saber: Si en la «Trinidad» aparecen dos fuegos sin el farol, los otros navíos deben cambiar de dirección, sea para moderar la marcha o a causa del viento contrario. Si las luces son tres, es orden de que retiren la boneta (parte del velamen que va sobre la vela mayor) para aumentar la velocidad cuando hay buen viento. Cuatro luces son la señal que indica «arriar todas las velas», o bien «desplegarlas» si están recogidas. Muchos fuegos y algunos cañonazos comunican la precaución de navegar con cuidado, por probables riesgos, algún bajío, o acaso la posibilidad de tierra cercana.

Por supuesto, a estas señales se suman las habituales para echar anclas, virar, detenerse, etc. Pero siempre, y sin excepción respondiendo en forma directa a la capitana y no a reinterpretación de órdenes que revelen iniciativas propias por parte de ninguno de los cuatro capitanes en forma individual e inconsulta con el Capitán General.

En cuanto a las guardias, se establecen tres turnos: el primero, hasta el anochecer, estará a cargo del capitán; el segundo, llamado medora, hasta la medianoche bajo las órdenes del piloto; el tercero durará hasta la madrugada y será responsabilidad del maestre.

Magallanes dispone complementariamente otra norma de orden y buena organización, según la cual cotidianamente, al caer la noche, los comandantes de cada nave deben acudir a la capitana y dirigirse al almirante con la siguiente frase: «Dios salve al señor comandante capitán general y maestre». En esa visita se rendirán informes y se recibirán órdenes e instrucciones.

Con éste y otros rituales que en realidad no le pertenecen autoralmente, sino que constituyen distintas variantes del protocolo habitual en la marinería el Almirante Magallanes procura mantener vigorizada e inequívoca la cadena de mandos.

RUMORES DE SEDICIÓN E IMPERTINENCIAS

Tras seis jornadas de viaje sin mayores complicaciones, la escuadra se detiene en Tenerife, una de las islas Canarias. Las naves se proveen de agua y algunos víveres, además de elementos para la combustión.

Siguen avanzando y llegan a otro puerto, también en Canarias, llamado Monte Rojo. En este punto, la flota debía aguardar a una carabela que terminaría de aprovisionar al resto de los barcos. Pero sucede que con ese barco, Magallanes recibe no solamente provisiones sino un correo secreto. El remitente es Diego Barbosa, su suegro, y padre de uno de los expedicionarios más cercanos al Almirante.

El mensaje en cuestión constituye el primer antecedente de traición que registra el viaje. Al parecer, Barbosa, merced a sus contactos políticos, ha tomado conocimiento de que se teje una confabulación en contra de Don Hernando. Los conjurados son, tal como era de sospechar, los tres capitanes españoles: Cartagena, Quesada, Mendoza.

La información no dejaba de ser, sin embargo, un rumor. No había documentos que la respaldaran ni certezas acerca de cómo y cuándo iban a amotinarse (si su rebelión llegaba a tanto) estos tres oficiales que, por otra parte, deberían, en un momento u otro, rendir cuentas al rey por los hipotéticos actos de indisciplina. Pero la actitud reservada del almirante, y empecinada modalidad inconsulta respecto de los capitanes, tendían a precipitar el choque de poderes.

Luis de Mendoza. Formó parte del primer levantamiento contra Magallanes. Los tres oficiales españoles que capitaneaban parte de la expedición unieron sus fuerzas contra el portugués. (Ilustración: Pablo Loureiro).

Algunos intérpretes consideran que quizá Magallanes haya exagerado intencionalmente esta actitud, para probar la obediencia y lealtad de sus capitanes. Como si pretendiera precisamente eso: una precipitación en la cual todo quedara blanco sobre negro y permitiera mayor claridad en el horizonte. Hernando era de esos hombres que no soportan los fantasmas y prefieren, en cambio, enfrentar carnales monstruos por más que tengan varias cabezas. Se tiene fe con la espada, pero no con la oscuridad.

Se diría que prefiere, pues, provocar todas las insubordinaciones posibles, de una vez y para siempre. Si esos oficiales se han concertado para desconocer su autoridad, es mejor saberlo de inmediato, para poner un remedio drástico. Provocando la fantasmal amenaza, toma una medida brusca. Inesperadamente, varía el rumbo. En vez de virar al oeste, hacia el Brasil como estaba previsto, continúa hacia el sur siempre pegado a la costa de África.

Juan de Cartagena es el primero en abrir la boca al advertir esta modificación respecto de la ruta esperada por todos. El mismo día en que se evidencia el viraje, pocas horas después de realizado, al anochecer, en la diaria visita de rigor que hacen los capitanes al almirante, Cartagena enfrenta a su superior reclamándole por qué ha tomado esa determinación en forma unilateral. Magallanes, despectivamente, le da a entender que no piensa darle explicaciones y exige que se limite a sus funciones.

Cartagena, indignado, insiste, levantando la voz, en reclamar que la expedición respete un «itinerario español», diagonal hacia el sudoeste. Aunque Magallanes tenga el mando superior de la armada, argumenta, debe actuar en forma coordinada con él, en virtud del nombramiento real que lo reconoce a bordo como «persona conjunta»; jerarquía, a ciencia cierta, poco específica, pero que procuraba encarnar, aunque no explícitamente, los poderes de los financistas.

Aquel reclamo casi «burocrático» donde Cartagena pretende ostentar un poder que a bordo se torna discutible, es la gota que rebalsa la copa y a la vez la instancia en la cual Magallanes, por su parte, ve brillar la oportunidad de confrontar, cual duelo frontal, el conflicto latente.

Como el sonido de un latigazo errado, la demanda de Cartagena dispara un eco en la voz del Almirante, que le responde, literalmente:

«No reconozco a persona conjunta alguna en la escuadra, ni debo dar cuenta de mis decisiones náuticas a nadie. Limitaos, como Capitán bajo mis órdenes, a seguir mi bandera durante el día y el fanal de esta nave durante la noche, tal como se os ha indicado».

Cartagena, enfurecido pero aun sin margen de maniobra estratégica, traga saliva y se retira en silencio.

Sin embargo, ya es un hecho que ha comenzado a tramar una conjura, ahora no sólo inspirado por intereses prácticos sino por su amor propio mancillado. Deseará como ningún otro a bordo, destruir a Magallanes a cualquier precio. Nunca había sido tratado así en su vida y mucho menos por un rústico marino portugués. La venganza que rumia este hijo natural criado en cuna de oro, es irreversible.

SIN BUENOS VIENTOS PARA DON HERNANDO

En las costas de Sierra Leona, la flota soporta las primeras tormentas realmente preocupantes. El miedo tiende a extenderse entre la tripulación cuyos miembros ya presienten que hasta allí ha llegado lo previsible. Se respira una inestabilidad acrecentada por rumores que ha esparcido deliberadamente Cartagena. El capitán de la «San Antonio» insinúa maliciosamente que su Almirante no tiene derrotero definido (lo cual en parte es cierto) sino que lo improvisa de acuerdo a misteriosas coordenadas regidas por vaya a saber qué secreta ciencia o brujería. Las difamaciones surten su efecto e inquietan a más de un marinero.

Finalmente, sin embargo, la flota cambia el rumbo y pone proa al sudoeste. Pasa por entre las costas del África continental y las islas de Cabo Verde, para llegar, dos semanas después, al litoral de Guinea.

Entonces, Magallanes sabe que debe esperar un viento favorable. Aquél será Su viento, el que lo despegará del continente y lo lanzará a la verdadera epopeya de la que no se vuelve sino con gloria.

Pero el clima no lo favorece en esos días exactos. Las calmas ecuatoriales uno de los más recios enemigos de los navegantes peninsulares se instalan cual nube de gas paralizante y diabólico que inmoviliza a la escuadra contra todo destino posible.

Se suceden, en aquella desfalleciente quietud, tres semanas y media sin novedad. Veinticinco días en los cuales un mar vitrificado hiere la cordura. La brea se funde como caramelo al calor abrasador, y con los palos se resquebrajan también los ánimos. Cada tarde, el desfile pertinaz de ávidas aletas da cuenta de los temibles escualos que, merodeando, son los emblemáticos cuervos de la marinería: antítesis de las gaviotas, oscuros emisarios de la incertidumbre.

Y están también las tormentas con sus furiosos relámpagos condensando en la punta de los mástiles toda la energía que el viento unidireccional les niega a las naves deseosas de avanzar linealmente, en vez de moverse sin ton ni son en la asfixiante inmensidad.

Aquel concierto climático despierta en los tripulantes un conjunto de imágenes poco alentadoras, muy especialmente en aquellos rústicos marinos europeos, atiborrados de cábalas y supersticiones propias del cristianismo medieval que profesa el hombre menos instruido de la época. Aunque nunca dirigidas directamente hacia los capitanes (ni mucho menos al Capitán General) empiezan a escucharse protestas y sospechas más subidas de tono que lo habitual. Hay quien dice por allí que están en un viaje inútil y peligroso.

Por su parte, Magallanes no es un jefe de estilo contemporizador. Confía en la pura verticalidad militar en la que se ha criado y no hace el menor gesto por disipar las tensiones como hubiese hecho, acaso, otro comandante, duplicando las raciones o aumentando, al menos, la de ron, para relajar el ambiente. Lo cierto es que semejante actitud no lo favorece de inmediato, sino que más bien le hace el juego a su ya casi declarado enemigo.

Así, pues, Cartagena, ante la evidencia de un sector disconforme, ve madurar un poco más su intervención, y en tanto el cambio de ruta no se confirma con la aparición del buen viento, el capitán rebelde rumia sus próximos pasos.

Por las características de las embarcaciones, los vientos y las marejadas eran factores fundamentales en las rutas. En el caso de Colón, por ejemplo, la ruta A describe el trayecto que pretendió recorrer el almirante; la B, en cambio, el que efectivamente navegó.

LA INSOLENCIA QUE REBASA LA COPA

La mala suerte, sin embargo, no se extendió para el portugués más allá de esos veinticinco recalcitrantes días. Al fin se alzó el viento y los barcos reanudaron su marcha hacia el sur.

No obstante, este buen viento trajo consigo un considerable torbellino interior, en el marco del cada día menos subrepticio desafío con que Juan de Cartagena aguijoneaba a su odiado jefe. Cabe recordar aquí que, según hemos visto, bajo la dirección de Magallanes, la flota se regía (como era habitual en la marina hispánica) por un protocolo de saludos muy específico, en el cual, de alguna manera, se ratificaba cotidianamente la verticalidad del mando, así como el respeto y la confianza del contingente en su conductor. Esta regla de mar no era pues menor ni —aunque se haya usado la palabra— apenas «protocolar»: simbolizaba muchas cosas y servía también como «termómetro» de las eventuales pujas intestinas o desajustes que exigieran la quemazón de un fusible para conservar la maquinaria jerárquica en buen funcionamiento. Algo así fue lo que sucedió con el díscolo Cartagena. Rezaban las instrucciones que al anochecer los barcos debían aproximarse a la «Trinidad» (nave capitana) y sus respectivos capitanes saludar, a su vez, al comandante general, don Hernando de Magallanes. El grito desde la cofia de cada nave debía pregonar: «Dios salve al señor comandante capitán general y maestre».

Caía la noche cuando, sin embargo, en lugar de ir Cartagena mismo a dar el saludo, decide, displicentemente, enviar a uno de sus marineros. El gesto, de por sí provocativo, se potencia por cuanto el marinero en cuestión no cumple con el protocolo y realiza una salutación incompleta.

Ante semejante inconducta Magallanes manda a llamar e Cartagena y le exige la debida consideración, exhortando al perturbador capitán de la «San Antonio» a que formule el santo y seña como corresponde según las instrucciones y las jerarquías, exigiendo el trato de «capitán general» al tiempo que designaba a su piloto Esteban Gómez y al maestre de la «San Antonio» para que sirvieran de Actuarios, e hiciesen constar la amonestación.

De ser un combate de boxeo, se diría que el habilidoso Magallanes había visto, en aquel primer y torpe ataque frontal, una fenomenal oportunidad contraofensiva para introducir su mejor golpe: Cartagena, presa del obtuso resentimiento que lo carcomía, cayó en sus propias redes. En vez de enmendar su error, subió la apuesta, aunque (vaya detalle) sin cartas. El hecho es que tras la reprimenda, el capitán de la «San Antonio» contesta, pletórico de insolencia, «Lo he mandado saludar con el mejor marinero de mi nave… Quizá la próxima vez le responda con uno de mis pajes».

Tras aquella agria respuesta, Cartagena, aun más temerario optó por pasar tres días consecutivos sin saludar ni mandar (ni siquiera con uno de sus pajes) a saludar al Capitán General, es decir, a su Almirante legítimo. Incluso, en plan de enfatizar su postura frente a la tripulación de todas las naves, deja pasar tres días sin cumplir con la disposición de reglamento relativa a las señales de luces y bandera, y mantiene su barco alejado de la capitana de manera que el resto de la flota compruebe su actitud desafiante.

La templanza —una de las virtudes mayúsculas del marino de raza— le permitió a Magallanes aguardar el momento esperado, sabiendo que él estaba al mando y no debía flaquear.

Transcurrida la tercera jornada de indisciplinamiento, el almirante convoca a un Consejo de Capitanes en su propia nave. Cunde la sorpresa. Hay quien opina que el almirante solicitará ayuda para corregir el rumbo. «Se ha ablandado», comentan ingenuamente algunos marinos. «Ha comprendido su error en fijar la ruta y quiere congraciarse con los oficiales pidiéndoles consejo», argumentan los que no le conocen.

El hecho de promover dicho encuentro en la «Trinidad» y no en otro barco constituye un detalle para nada menor, y responde a la sapiencia estratégica del portugués. El dominio que Magallanes tiene sobre sí mismo, aflora en momentos clave como éste: comprende que no puede ir a la nave de Cartagena a quitarle el mando así como así. Semejante imprudencia lo exponía a ser detenido a traición por los acólitos del español que, seguro en su propio terreno y rodeado de su gente, sería capaz de aprehenderlo e inventar algún cargo contra él para tomar el poder de la escuadra.

A semejante convocatoria, por otra parte, Cartagena no podía hacer oídos sordos, pues pondría en riesgo su relación con el resto de las cabezas de la flota. De modo tal que, con gesto altivo y desdeñoso, se presenta en la nave capitana rodeado de un pequeño séquito de oficiales, en actitud indolente. Apenas iniciado el Consejo, Magallanes toma la palabra. Pero nada dice de rumbos. No pide consejo ni plantea cuestión alguna vinculada al derrotero de la flota. Lo que hace, sí, parsimoniosa y sugestivamente, es llevar su discurso hacia tópicos vinculados con la organización funcional de la escuadra, para desembocar con la precisión de un verdadero fiscal en la indisciplina concreta de la «San Antonio». Se pone entonces especialmente grave, aunque sin perder la calma. Tiene las manos sujetas por atrás y habla con la serenidad de quien sabe que todos le darán la razón. Mientras discurre, va fijando la mirada en cada uno de sus oficiales hasta detenerse gélidamente en uno de ellos.

Dice que cierto capitán no ha cumplido con las instrucciones expresamente impartidas para mantener la seguridad de la escuadra y en cumplimiento con el mandato del propio rey, quien ha depositado su autoridad en el Capitán General de esa expedición.

Mientras don Hernando desarrolla su exposición, Cartagena responde a esa aguda mirada de la peor manera posible. Lo interrumpe groseramente, volviendo a dirigirse a él sin anteponer ningún tipo de deferencia en consonancia con la distancia jerárquica que los separa.

Magallanes, entonces, ya no necesita plazos. Muy tranquila y determinadamente se levanta de su sillón, se dirige caminando sin prisa hasta Cartagena, lo toma por el hombro y le comunica en tono cordial, casi en bajo volumen, acaso con una sutil sonrisa: «Capitán, a partir de ahora, usted es mi prisionero».

Las desaforadas pullas y amenazas del reo resonaron huecamente en la noche. Fueron desoídos los exhortos de ayuda al resto de los capitanes. Ni siquiera sus propios oficiales de la «San Antonio» se atrevieron a preservar a su aristocrático capitán, paralizados por la mirada llameante de Magallanes, que era seco pero no inexpresivo: su dureza se olía como se huele la aspereza de la horca.

No daba lugar a dudas aquel hombre: su autoridad estaba a la altura de sus sueños. Llevaría adelante esa febril expedición sin importar lo que costara. Respaldaría su anhelo en cuerpo y alma, hasta las últimas consecuencias. La consistencia con que Magallanes manejó el episodio desalentó a todo aquél que tuviese planes o simpatías con Cartagena, de hacer el menor movimiento que pudiese parecer equívoco.

Los oficiales afectos al flamante reo se cuidaron bien de mostrar la menor insumisión y callaron todo atisbo de rebeldía. El insurrecto es conducido al cepo. Sólo largo rato después, antes de abandonar la reunión, al almirante atiende la súplica de que no se le engrille en atención a su rango de noble español.

Los capitanes Gaspar de Quesada y Luis de Mendoza superan el temor y solicitan respetuosamente al almirante que se les permita, a alguno de ellos, asumir la custodia del preso, por cuanto le conocen y consideran que de esa manera se evitaría el problema de generar nuevos roces con marineros no españoles, probablemente viciados de inquina contra un noble castellano. Magallanes, que es prudente y no busca la venganza sino el éxito de su empresa en orden y en paz, accede. Entrega al cautivo a uno de ellos. Le confía la vigilancia del castigado al capitán tesorero Luis de Mendoza bajo el juramento de que Cartagena le será devuelto en el acto de serle requerido.

Con relación a la acefalía respecto de la nave «San Antonio», el Capitán General pone al mando de aquélla al contador Antonio de Coca, a quien luego sustituirá por un oficial de confianza absoluta que además lleva su sangre: su sobrino Álvaro de Mezquita.

Tras el incidente con Cartagena, Magallanes parece haber rejuvenecido en su entusiasmo, y su poder, lejos de menguar, da la impresión de estar mejor consolidado.

Don Hernando calcula, revisa, examina, programa, dirige y controla todos los detalles personalmente. Irradia una fuerza magnética notable entre sus subalternos. Erguido en su mediana estatura, anchas espaldas y fuerte complexión, no se aprecia la rigidez de su pierna renga. Conoce sus cinco naves desde los mástiles hasta la quilla. No hay bodega o sentina que no inspeccione, ni cabo, jarcia o vela que no revise con sus propios e inquisidores ojos. Desde ellos mira briosamente todo lo que se le pone al alcance para interpretar las variables del derrotero.

La barba negra, la casaquilla parda y ajustada, las calzas y botas le dan una estampa sobria pero respetable. Sin embargo, lo que más llama la atención en su figura es una suerte de señal premonitoria: Magallanes no abandona nunca su armadura. Hay quien dice que duerme con ella puesta. Todas las tareas las realiza cubierto de ese caparazón metálico, como si temiese que una puñalada lo hiriera a traición en la oscuridad.