Capítulo 21
Paul se adentró en la habitación con grandes zancadas. Todas las miradas estaban fijas en él, pero nadie se mostró más impresionado que Kantele. Porque, naturalmente, sólo ella entre todos los demás le había percibido desde el principio, aunque nunca hubiese querido admitirlo. Por esa razón se sentía tan atraída por Paul, aunque lo negara furiosamente. Paul no la había censurado por ello; y, entendiendo las cosas como las entendía en aquel momento, deseaba hacerlo todavía menos. Incluso para él, mientras se detenía a pocos pasos de Blunt, la experiencia tenía ciertos elementos no naturales.
Para los que se encontraban a su alrededor, rodeándoles, la experiencia debía resultar mucho peor. Pues no era una semejanza física lo que compartía con Walter Blunt. Los dos eran altos, de hombros anchos, con huesos largos y rasgos poderosos. Allí se detenía la semejanza física. Su identidad común provocaba emociones enfrentada en base al hecho de que no era un asunto de duplicaciones físicas. No tendrían que haberse parecido. Pero, no obstante, así era.
Sobrenaturalmente, parecía como si el mismo hombre llevase un atavío y ropas diferentes. La apariencia exterior era muy otra, pero la actitud era semejante, lo mismo que los movimientos y las maneras: como la incandescencia producida por las mismas velas en dos portalámparas diferentes.
—¿Entiendes —le dijo Blunt a Paul con tono de conversación— por qué te he evitado durante todo este tiempo?
—Por supuesto —respondió Paul.
Al oírlo, Kirk Tyne recuperó la voz finalmente. Y una nota que resonó en ella demostró con claridad que por primera vez el Ingeniero Mundial veía que sus convicciones se agitaban profundamente.
—¿Qué clase de embrujo sobrenatural es éste, Walt? —sopló.
—Es una larga historia —replicó Blunt. Se apoyó en el bastón, escrutando a Paul como un experto que examinara una obra de arte especialmente digna de interés—. Te lo diré, Kirk. Por eso os he hecho venir.
La mirada de Kirk saltó de Paul a Blunt y de Blunt a Paul, como si éstos la atrajeran en contra de su voluntad, hipnóticamente.
—No lo creo —dijo.
—Ni el mundo, ni yo —respondió Blunt, sin apartar la mirada de Paul—, nos inquietaremos por lo que puedas pensar después de esta noche, Kirk.
—¡Satanás! —dijo una voz. Todos, incluidos Paul y Blunt, volvieron la cabeza. Era James Butler, el agente de seguridad del hotel, quien había hablado, y su mano armada se levantó. La cruz azulada del cañón apuntó a Paul, luego se movió para enfilar a Blunt—. ¡Renegado de Dios!
Algo negro cruzó la habitación. Sonó un impacto amortiguado, y Butler titubeó dejando caer el arma de la mano inerte. La pulida hoja de un cuchillo sin empuñadura, sobresalía de los músculos de su hombro. McLeod cruzó la habitación tranquilamente. Se agachó para recoger la pistola, se la metió en el cinturón y, luego, agarrando a Butler por el hombro con la mano izquierda, le arrancó el puñal con la otra mano. Sacó del bolsillo una venda de presión autoajustable y la colocó sobre la herida; levantando después el brazo de Butler lo cruzó ante el pecho del herido para que este último pudiera sostenerlo con el otro brazo.
Butler miró a McLeod. El agente de la seguridad del hotel no había proferido un sonido. McLeod volvió al lugar que ocupaba anteriormente.
—¿Debo entender —dijo Kirk, con la cara blanca—, ¿que ahora me atacas a mí y a la gente honesta?
—¿Te parece que este fanático es una persona honesta? —preguntó Blunt, señalando a Butler vestido de negro, con el mentón—. ¿Hasta qué punto hubiera sido honesto que me matase, o que matase a Paul? Si Burt no lo hubiera impedido, lo habría hecho.
—Eso no establece ninguna diferencia —dijo Kirk. Pudieron ver todos ellos que el hombre se recuperaba a costa de un gran esfuerzo de voluntad. Más tranquilo, continuó—: No existe diferencia. Nunca seréis más de sesenta mil. Y eso no basta para destruir el mundo.
—Kirk —replicó Blunt—, sabes que adoro discutir contigo. Eres un hombre muy recto.
—Y tú un buen comediante —respondió Kirk secamente.
—Hay algo más —dijo Blunt, inclinando la cabeza pensativamente—. Mira, Kirk, te quiero romper la espalda. Si puedo hacerlo con delicadeza, te enrolaré en mis filas y destruiré esta civilización dos veces más deprisa. De otro modo, no perderé más tiempo discutiendo contigo.
—Te aseguro —indicó Kirk— que no me apetece nada que me rompan la espalda.
—Claro que no... todavía no —le contestó Blunt.
—De momento —continuó Kirk—, lo único que veo es una serie de engaños especiales para adultos.
—¿Por ejemplo? —preguntó Blunt—. ¿Paul?
Kirk miró a Paul y dudó durante un instante.
—No creo en lo sobrenatural —dijo.
—Tampoco yo —le replicó Blunt—. Creo en las Leyes Alternas. Bajo su poder he creado a Paul. ¿Verdad, Paul?
—No —respondió Paul—. Crear no es tan fácil.
—Te pido perdón —dijo Blunt—. Pero insisto... te he creado. Te he dado la vida. ¿De qué te acuerdas?
—Recuerdo que moría —contestó Paul—. Recuerdo una silueta alta que llevaba la capa y el sombrero que viste usted ahora y que me devolvió la vida.
—No, no te devolvió la vida —continuó Blunt—. El verdadero Paul Formain está muerto... ¿lo sabías?
—Ahora lo sé —replicó Paul—. Lo he investigado.
—Hice seguir la pista de varios jóvenes parecidos a ti durante más de quince años —explicó Blunt—, esperando que se presentase una oportunidad. Las ocasiones estaban de mi parte. Tarde o temprano, uno de ellos moriría en las condiciones apropiadas.
—Podría haberle salvado del naufragio cuando aún estaba vivo —le recriminó Paul.
—Habría podido —contestó Blunt. Miró a Paul con franqueza—. Pero me parece que sabes por qué no lo hice. Llegué a tiempo para ver su muerte. Me llevé varias células de su cuerpo, células vivas. Con los poderes de las Leyes Alternas, recreé a partir de cada una de aquellas células un cuerpo vivo.
—¡Oh! —exclamó Kirk, mirando a Paul con una mirada que parecía de horror. Blunt sacudió la cabeza.
—Vivo —dijo—, pero no con vida; no con más vida que el cuerpo muerto del que extraje las células. La personalidad consciente de un ser humano vivo es algo más que la total aritmética de la consciencia de cada una de sus partes. —Miró a Paul sin hablar durante un segundo, luego, suavemente, añadió—: Bajo las Leyes Alternas, encendí su vida con una porción de la mía.
Hubo un silencio en la habitación, tan absoluto que pareció que todos habían dejado de respirar.
—Creé otro yo —dijo Blunt—. Su cuerpo, sus recuerdos, sus dotes, eran las que pertenecieron al muchacho que acababa de morir. Pero su esencia era la mía.
—En cierta esencia —interrumpió Paul— era usted.
—En ese caso, la esencia más importante —respondió Blunt—. Por esa razón tu cuerpo no acepta la prótesis de un brazo. Las células de tu cuerpo habían agotado su responsabilidad para proceder a grandes ajustes y reparaciones.
—Ahora tiene dos brazos —dijo Kirk.
—Ese no es el cuerpo original que le di —contestó Blunt—. Supongo que dejarías el primero en Nueva Tierra, ¿verdad? —Miró a Paul interrogativamente.
—Cerca del bastón —replicó Paul.
—Sí —dijo Blunt—. De este bastón.
—¿Qué bastón? —preguntó Kirk.
—El bastón que mató a Malorn —dijo Paul. Miró a Blunt con el rostro tranquilo—. El bastón con el que él mató a Malorn.
—No —dijo la voz de McLeod desde detrás de Blunt—. Fui yo quien le mató. Hacía falta alguien que supiera emplearlo como una maza. Walt se limitó a alterar las Leyes Alternas para dejarme hacerlo.
—¿Por qué? —exclamó Kirk—. ¡Un asesinato, bastones, Nueva Tierra! No entiendo. —Sus ojos se desorbitaron—. Para enseñar a Paul a... —Se calló súbitamente.
—Estás perdiendo, Kirk —dijo Blunt, volviendo ligeramente la cabeza hacia el Ingeniero Mundial y, acto seguido, mirando a Paul de nuevo—. ¿Ves lo poco que sabes? El Supe ni siquiera te dijo que había empleado el acelerador para enviar a Paul a un planeta que órbita alrededor de Sirio. Te explicaré todo el resto y a ver cómo lo encajas. —Señaló con la barbilla los visillos que tapaban la ventana—. Ábrelos —le dijo a Eaton White. El hombrecillo sin color dudó. —¡Vamos! —dijo Kirk con voz apremiante. White tanteó entre los pliegues de los visillos y tiró de ellos. Se deslizaron, dejando ver un ventanal por encima de un murete de unos dos pies de alto.
—Abre el ventanal —dijo Blunt.
White obedeció. La ventana entera se deslizó y desapareció progresivamente en el murete. El aire caliente de la noche brumosa se derramó en el frescor acondicionado que reinaba en la habitación.
—¡Mira! —ordenó Blunt—. ¡Escucha!
Señaló con el bastón a la confusa masa del Complejo exterior, débilmente iluminado por zonas. A través del aire cálido y tranquilo llegó el sonido de una canción, el ¡Hey-ha! ¡Hey-ha! de una sociedad caminante. Y, más cerca, en alguna parte a unos veinte pisos bajo la cornisa, se oyó un largo aullido arrancado a alguna cosa humana.
—¡Mira! —siguió Blunt.
Volviéndose, lanzó el bastón por la ventana. Girando sobre sí mismo alrededor del eje de su punto central, sus dos extremos en rotación se confundieron, imitándose en algo parecido a alas dentadas. El centro adquirió el aspecto de un roedor, y una forma parecida a un murciélago se perfiló sombríamente en las débiles luces que emanaban del Complejo. Giró, volvió hacia la ventana y penetró en la habitación hasta detenerse en la mano de Blunt, donde se volvió a convertir en un bastón.
—Sesenta mil, dices —siguió Blunt, dirigiéndose a Kirk—. Los grupos inestables, los organismos y los elementos de este mundo que controlamos, representan la quinta parte de la población mundial. Durante cincuenta años, la Hermandad del Chantre les ha preparado para este momento de ruptura final. Esta noche, Kirk, la quinta parte del mundo ha perdido la razón. —No —dijo Kirk—. No lo creo. No, Walt. —Sí, Kirk. —Blunt se apoyó de nuevo en el bastón. Sus negros ojos, bajo las cejas, miraban penetrantemente—. Desde hace siglos, nosotros y los de nuestra especie mantenemos atado al perro de la Sinrazón. Ahora vamos a liberarle... liberarle para bien de todos. A partir de ahora, no habrá certeza de vida. A partir de ahora, siempre cabrá la posibilidad de que no intervengan las leyes invariables. La razón, la experiencia del pasado y el orden de la comunidad se derribarán como puntos de referencia, y el individuo no tendrá nada a lo que aferrarse salvo a sí mismo.
—Eso no funcionará —dijo Kirk—. Las calles están casi vacías. Yo, mi estado mayor y el Super Complejo vamos muy deprisa para ti. Falta de luz, de servicios, de comodidades... la gente se ha quedado en casa porque les hemos obligado a hacerlo. Pero eso no durará siempre; las necesidades esenciales —el hambre, la reacción contra el aburrimiento— les sacarán de ellas. Saldrán a la luz del día y constatarán lo poco que tus fantasmagorías han modificado la estructura esencial de su vida. Se adaptarán y aprenderán a vivir con el porcentaje necesariamente reducido de tu magia, del mismo modo que ahora viven con las posibilidades reducidas de otros accidentes caprichosos o de seres enloquecidos.
—¡Vas demasiado deprisa! —exclamó Blunt—. Te contentas con reaccionar mediante la pasiva sumisión de una de tus máquinas. Las calles están a oscuras porque yo lo he querido. El calor hace que la gente se aparte de sus semejantes, y se quede a solas con sus temores, encerrados en casa, por eso es el mejor terreno para engendrar la Sinrazón. Esta noche no es algo a lo que la gente pueda acostumbrarse; es la primera batalla de una guerra que continuará y será alimentada con nuevas armas, con combates diferentes, en cambiantes campos de batalla... hasta que tú y los de tu especie seáis destruidos.
El viejo y firme mentón de Blunt se levantó.
—¡Hasta el momento final de la destrucción! —Su voz resonó en la habitación y escapó a la noche exterior—. ¡Hasta que el hombre se tenga que echar a andar sin muletas. Hasta que las prótesis de hierro que mantienen sus piernas le sean arrebatados y los barrotes que le encierran sean arrancados y arrojados a un lado! Hasta que se ponga en pie, solo, libre... sabiendo que en toda la existencia sólo puede contar con dos cosas: ¡consigo mismo y con el maleable universo!
Los anchos hombros de Blunt se echaron hacia adelante por encima del bastón en que se apoyaba, casi como si fuera a saltar sobre Kirk Tyne. El Ingeniero Mundial no retrocedió ni ante las palabras ni ante el movimiento de Blunt, pero pareció acurrucarse ligeramente y su voz sonó un poco seca al contestar.
—Estoy lejos de darme por vencido, Walt —dijo—. Te combatiré hasta el fin. Hasta que muera uno de los dos.
—En ese caso, ya has perdido —replicó Blunt, con una voz casi salvaje. Tendió la mano hacia Paul—. Kirk, permite que te presente a un hombre más joven, fuerte y alto que tú mismo... la futura cabeza dirigente de la Hermandad del Chantre.
Se calló y, en el mismo momento en que su voz cesó, un violento y súbito silencio parecido a un rayo estalló en la habitación. Al mismo tiempo, un grito inesperado, instintivo, desarticulado, nació de la garganta de Jase.
—No —dijo Paul—. Todo va bien, Jase. La Hermandad volverá a tus manos. Mi trabajo es diferente.
Todos le miraron.
—¿Diferente? —preguntó Blunt con voz seca—. ¿Qué piensas que vas a hacer? Paul le sonrió, tristemente, lo mismo que a los demás.
—Algo que le parecerá brutal y desleal —contestó—. No haré nada.