Capítulo 16

Durante los días siguientes, Paul no la vio. Era evidente que le evitaba, pero Kantele tenía que haber hablado con Jase, pues el Nigromante dejó cierto día que la conversación derivara hacia la cantante.

—Pierdes el tiempo —dijo bruscamente—. Es de Walt. —Lo sé —replicó Paul. Miró a Jase, al otro lado de la mesa. Jase le había invitado a almorzar en un lugar cercano al Cuartel General de los Ingenieros Mundiales y le llevó una larga y curiosa lista de cultos y sociedades en las que, indicó, la Hermandad tenía cierta «influencia». Paul tenía que averiguar los nombres y las costumbres de los miembros de aquellos grupos en previsión del día en que la Hermandad quisiera aprovecharlos. Paul tomó la lista sin protestar. A pesar de que teóricamente sólo tenía que recibir órdenes del Maestre de la Hermandad, nunca se había encontrado con Blunt. Era Jase quien le transmitía todas sus instrucciones. Pero Paul había decidido no rebelarse de momento contra aquella forma de actuar. Tenía muchas cosas que aprender.

La Hermandad del Chantre contaba con unos sesenta mil miembros. De ellos, unos mil quinientos poseían considerables capacidades parapsicológicas. Incluso en un mundo que aceptaba cosas semejantes —aunque consistieran simplemente en sencillos talentos de lujo social— mil quinientas personas representaban un considerable almacén de capacidades potenciales. Paul tenía que descubrir lo que pudiera acerca de cada una de aquellas mil quinientas personas fuera de lo común: qué hacían, cuándo y, lo más importante, quién perfeccionaba sus poderes explorando la luz curiosa y mística de las Leyes Alternas.

Además, Paul tenía que impregnarse de otros aspectos de la Hermandad, como la lista que Jase le entregó a la hora del almuerzo. Y todo aquel trabajo estaba relacionado con el Complejo Mundial de los Ingenieros, donde Tyne hacía estudiar a Paul el procedimiento como lo haría con cualquier directivo responsable.

El clima, en el mundo entero, era caprichoso. En el hemisferio sur, un viento helado rugía tormentoso. En el norte, los días veraniegos eran pesados, húmedos y sofocantes, pero no llovía. El Complejo de control meteorológico se encontraba en la posición de tener que robar a Peter para pagar a Paul: la humedad que se desviaba hacia una parte de la Tierra convertía a las otras en dos veces más áridas o sometidas a lluvias torrenciales que causaban daños catastróficos. No era una situación crítica, pero resultaba terriblemente incómoda. El clima interno de los grandes Complejos urbanos mantenía bloqueado artificialmente el tiempo atmosférico exterior, pero el impacto emocional causado por las aberraciones estacionales alcanzaba incluso los interiores con aire acondicionado, como en el que estaban comiendo Jase y Paul.

—Es bueno que lo sepas —decía Jase. Quizá por primera vez desde que Paul le conocía había amabilidad en su voz—. Es finlandesa, ¿lo sabías? ¿Y sabías de dónde procede ese nombre?

—No —respondió Paul—. No, no lo sé.

—Del Kalevala... el poema épico finlandés. El Hiatvatha de Longfellow está inspirado en él.

—Lo ignoraba —afirmó Paul.

—Kaleva: Finlandia —continuó Jase.

El viento en los campos de nieve. El tintineo de las estalactitas en una caverna... Lo sabía desde el principio, pensó Paul.

—Kaleva tenía tres hijos. El hermoso Lemminkainen, el herrero Ilmarimen y, el mayor, Vainamoinen.

Paul miró a Jase interesado; por primera vez, la excitación del hombre había desaparecido. Pronunciaba los nombres de los personajes de la antigua leyenda con la misma voz dubitativa de un escolar.

—Vainamoinen inventó el arpa sagrada... Kantele. Y nuestra Kantele es un arpa. Un arpa en manos de dioses o héroes. Por eso es de Walt, por viejo que sea, por inflexible que se muestre con todo aquello que no encaje con sus ideas. —Jase sacudió la cabeza—. Puedes ser arrogante, Paul. Sin embargo, tienes que afrontar el hecho de que Walt está por encima de nosotros.

Paul esbozó una sonrisa. Jase, que le miraba, rió brevemente. De un modo abrupto, la mirada del Nigromante se convirtió en algo duro y brillante.

—De momento, piensas que no puedes morir —le dijo Jase—, que no puedes ser vencido.

—Estoy seguro de que puedo morir —contestó—. Pero dudo que me venzan.

—¿Por qué? —preguntó Jase, inclinándose hacia adelante. A Paul le sorprendió la seriedad de la pregunta del hombre.

—No lo sé —continuó Paul. Dudoso, añadió—: Lo... lo percibo.

Jase espiró con cierta impaciencia. Se levantó.

—Estudia la lista —dijo—. Burt me ha encargado que te diga que, si estás libre, te recogerá esta tarde cuando salgas de trabajar. Llámale para confirmarlo.

—Lo haré —contestó Paul. Miró a Jase mientras éste se alejaba, moviéndose con agilidad y rapidez entre las mesas del restaurante.

Burton McLeod, la espada de dos manos con cerebro y alma, se había convertido para Paul en lo que podía ser algo más que un amigo, cosa que nunca había tenido en toda su vida. Y en apenas unos meses.

McLeod tendría unos cincuenta años. En ciertas ocasiones, parecía increíblemente viejo. Por el contrario, en determinadas circunstancias, ofrecía la imagen casi de un niño. Había en él una profunda y uniforme melancolía que no era resultado de reacciones ordinarias, sino de la violencia que siempre le había acompañado.

No lamentaba el asesinato cometido. Su conciencia no veía sinrazón en que un enemigo muriera. Pero, en su fuero interno, le entristecía la idea de que la batalla careciera de justificación. En cierta época, debió haber algo acertado y sagrado en el hecho de acercarse a un campo de batalla, un combate leal y una muerte hermosa. Nunca habría pedido cuartel y le desagradaba que el mundo en que vivía exigiera una gracia uniforme para todos, incluso para los que consideraba como justa la muerte. Era un hombre amable y cortés, un poco tímido con los miembros de la raza humana a los que creía válidos: una clase en la que, junto con Blunt, Kantele y Jase, a Paul le resultaba tan encantador como embarazoso verse incluido. Su mente resultaba brillante y como la de un ratón de biblioteca; su personal código moral era tan innato que parecía existir una pared entre él y cualquier posibilidad de deshonestidad.

Como la de Paul, su vida había sido solitaria, y aquello podía ser el origen de lo que les había atraído. Pero la honestidad mutua y la falta de miedo también habían tenido algo que ver. Todo había empezado cuando enviaron a Paul a seguir un curso suplementario de la Hermandad sobre autodefensa sin utilizar los brazos que concluyó con el descubrimiento, tanto de Paul como del propio McLeod, de que el brazo hiperdesarrollado de Paul no necesitaba el entrenamiento normal.

—Es a causa de la velocidad —dijo McLeod una tarde que se encontraban en el gimnasio, tras haber intentado, sin éxito, varios bloqueos para contener el brazo de Paul—. Si aplicas la velocidad necesaria y un buen empuje, la acción muscular carece de importancia. Pero tienes músculos. —Miró el brazo de Paul con interés—. No lo entiendo. Tendrías que ser tan lento como un camión. Y, sin embargo, eres muy rápido, incluso más que yo.

—Es anormal —respondió Paul abriendo la mano y cerrando el puño para demostrar cómo se hinchaban y relajaban los músculos del antebrazo.

—Exacto —continuó McLeod sin que su tono expresase el menor comentario—. No es solamente un brazo muy desarrollado. Es un brazo normalmente desarrollado pero para un hombre que midiera quince centímetros más que tu. ¿Tu otro brazo era igual de largo?

Paul dejó que el brazo le colgase junto al costado. Con un súbito e intenso interés, vio que la punta de los dedos le llegaba casi a la rótula.

—No —replicó—. El otro no era tan largo.

—Bien —siguió McLeod encogiéndose de hombros. Se empezó a poner la camisa que se había quitado para entrenar a Paul—. No hemos sudado mucho. Esperaré a llegar a casa para darme una ducha. ¿Quieres algo de beber?

—Sí, si la segunda ronda es mía —contestó Paul. Así empezó su amistad.

Jase llamó a Paul un día de finales de julio, y fue entonces cuando le confió la lista de cultos y sociedades para que se informara de ellas, al mismo tiempo que le aconsejó que viera a McLeod después del trabajo.

Paul telefoneó desde el despacho y quedó con McLeod en el mismo restaurante en que había comido con Jase. Se pasó el resto de la tarde corriendo diagramas, como decían en la jerga del despacho, en el centro de la enorme construcción que conformaba el corazón de la maquinaria mundial, de hecho, el propio Super-Complejo.

Su tarea, como la de todos los miembros del estado mayor de Tyne, incluido el propio Tyne, era la de documentarse aproximadamente una vez por mes. El equipo del Super-Complejo era semiautomático. Los cambios se producían constantemente para mantenerlo en línea con las modificaciones que ocurrían en las terminales del mundo exterior, con las que estaba en contacto y las cuales eran controladas por él. Con ciertos límites —y ejercía aquella capacidad— podía provocar modificaciones en sí mismo. Todos los miembros del estado mayor de Tyne tenían la obligación de mantener al día su propio informe de mapas e informaciones del Super-Complejo. El trabajo de cada uno de los miembros del personal empezaba con una buena remesa de informes de alteraciones existentes entre los niveles de trabajo, marcando los cambios reales y verificando si éstos podían ser integrados. Sin todo aquello, se podrían producir diferencias entre los registros, de computación o de control, y el estado mayor humano se vería obligado a intentar instaurar modificaciones entre los canales automáticos que ya estaban cerrados.

Sin embargo, en el caso de Paul, él mismo descubrió que el suyo era mucho más que simple trabajo de rutina. Desplazándose por los pasillos autorizados por las unidades móviles del Super-Complejo, rodeado en todos los niveles por la increíble complejidad de un equipo zumbón y traqueteante, Paul podía comprender la razón por la que un hombre como Malorn, con la resistencia minada por el abuso de las drogas, se hubiera salido de sus cabales por el mero hecho de encontrarse allí. En aquel laberinto operacional continuo de comprensión y control había vida. Paul la sentía con toda claridad. Pero no vida en el sentido humano del término, aunque aquello no se pudiese demostrar directamente. Era algo que había detrás de las consolas, oculto en corredores bloqueados en un segundo por una unidad que se desplazaba para cerrar un paso abierto menos de un minuto antes.

En los dos viajes que efectuó anteriormente para poner al día su trabajo, no había notado tanto significado en el sentido de vida mecánica que le rodeada. Se preguntó si se habría sensibilizado, quizá del mismo modo que Malorn.

La idea era ridícula. En el momento en que se pusiera la rota personalidad de Malorn al lado de la suya para compararlas, un hecho saltaría a la vista: Malorn tuvo miedo.

Paul se quedó un momento en el nivel sesenta y siete, mirando a su alrededor. Al fondo del abierto corredor en el que se encontraba, un gran banco luminoso de unidades se deslizó, bloqueando el pasillo, y se abrió un nuevo paso orientado hacia la derecha. A Paul le dio la impresión de que se encontraba en el centro del mecanismo móvil de algún motor. Un motor equipado para no aplastar ni a la menor criatura y que vagaba y se desplazaba para destruir antiguas conexiones entre sus diversos elementos y crear nuevos enlaces.

Paul miró las hojas que llevaba en la mano con una mirada llena de preguntas. Nunca se había interesado antes por las zonas situadas entre los niveles que contenían todo el equipo. Lo mismo que los demás miembros del estado mayor, se había contentado con interesarse por los puntos en que era necesario verificar algún cambio para dirigirse, luego, directamente al lugar en que debía producirse la siguiente modificación. Pero la hoja no era más que una descripción de los cambios a partir del mapa general trazado al principio de cada año. Consultó éste último.

Entre los niveles cuarenta y nueve y cincuenta y dos, observó, no se había producido ningún cambio durante todo el año. El diagrama mostraba en aquella zona la conexión entre el no-tiempo existente entre la terminal de la Tierra y la Estación Trampolín en Mercurio, lo mismo que los mecanismos que informaban de las relaciones existentes entre el proyecto y la economía, los factores sociales y la ciencia de la Tierra. Paul frunció el ceño al estudiar el diagrama matriz de la zona. Parecía increíble que una zona relacionada con la investigación no hubiera mostrado cambio alguno en siete meses.

A Paul se le pasó súbitamente por la cabeza que la información sobre los cambios de aquella zona podía estar reservada para personas cualificadas. Quizá, incluso, sólo al propio Tyne. El Ingeniero Mundial, no una sino varias veces en las anteriores semanas, había aconsejado a Paul que hiciera preguntas si encontraba algo que le intrigara. Paul marcó en el teléfono de muñeca el número del despacho situado en el nivel doscientos.

—Nancy —dijo a la recepcionista—. Paul al aparato. ¿Sabes algo sobre zonas en las que no deba penetrar o de las que no deba saber nada?

—No —le respondió la joven.

En la pequeña pantalla del teléfono portátil de Paul, su cara aparecía minúscula, agradable, pero sorprendida—. Los miembros del estado mayor pueden ir donde quieran.

—Entendido —continuó Paul—. ¿Puedo hablar con el señor Tyne?

—¡Oh! Acaba de salir hacia donde te encontrabas hace menos de cinco minutos.

—¿Lleva teléfono?

—Espera un segundo. —Miró encima de la mesa—. Me parece que se lo ha dejado. Ya sabes que no le gusta llevarlo. —Le sonrió—. Sólo los demás tienen que obedecer el reglamento.

—Bueno, ya le veré cuando vuelva.

—Le diré que has llamado, Paul. Adiós.

—Hasta luego, Nancy. —Paul cortó. Reflexionó un segundo y luego se dirigió a la zona inalterada situada entre los niveles cuarenta y nueve y cincuenta y dos.

El nivel cuarenta y nueve era exactamente igual a los otros, al menos, hasta llegar al largo cilindro de aceleración. Sobrepasó el extremo y recorrió la pequeña zona libre que constituía la contrapartida del punto de contacto que viera en Primavera. Representaba uno de los extremos de la ruta de no-tiempo que abolía la distancia entre las terminales.

Cuando puso el pie en la pulida superficie de aquella zona, una súbita advertencia punzó su sensibilidad.

Se detuvo en el acto. Pero, justo en aquel momento, algo llamó su atención.

El sonido de una conversación llegó a sus oídos. Se trataba de dos voces que utilizaban el profundo y masculino registro tonal, y una de ellas era la de Kirk Tyne. La otra sonaba forzada.

Llegaron a oídos de Paul desde un recodo, entre dos altas unidades de equipo. Paul se acercó rápidamente y, sin saber por qué, con tranquilidad, a las dos voces masculinas.

Llegó al recodo y se detuvo, oculto por el esquinazo de una unidad que tendría cinco o seis metros de alto. Más allá, podía ver una zona libre bastante grande, casi cuadrada, rodeada por unidades tan altas como dos niveles. Toda la parte inferior estaba iluminada en beneficio de los seres humanos a quienes su trabajo retenía en la zona, allí, lo mismo que en todas partes. Pero sus elementos superiores alcanzaban una zona donde no había luz. Por todo el espacio vacío, las consolas parecían los dioses finamente labrados y pulidos de un templo. Bajo ellas, frente a una de sus gigantescas siluetas, se encontraba Tyne.

—No cabe duda —decía Tyne— de que el tiempo... todos sus excesos son sospechosos. La situación mundial es anormal.

—Ha sido grabado. —La voz procedía de alguna parte junto a las unidades que miraba el Ingeniero Mundial—. Ha sido transformado en símbolo e integrado a la situación base. No parece útil emplear medidas excepcionales.

—La atmósfera es turbulenta. Lo encontraré yo solo.

—No se han señalado ni grabado indicaciones concretas.

—No lo sé —dijo Tyne, esencialmente para sí mismo. Su voz sonó un poco más alta—. Me parece que no debería tenerlo en cuenta.

—No tenerlo en cuenta —añadió la voz— sería introducir un factor no calculable para un período de dieciocho meses.

—No puedo contentarme con ignorar la situación.

—La situación no está siendo ignorada. Las medidas ordinarias se han puesto en marcha para corregir las aberraciones.

—¿Cree que bastarán?

—Corregirán la situación.

—Quiere decir que cree que la corregirán —replicó Tyne un tanto brutalmente.

La voz no respondió.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Tyne de nuevo.

—Seguir con la rutina habitual.

—Podría haber apostado —contestó Tyne. Dio súbitamente media vuelta y se dirigió hacia el lado opuesto del cuadrado. Ante él, se abrió un corredor. Entró y el corredor volvió a cerrarse.

Tranquilamente, Paul avanzó hacia la zona despejada y miró a su alrededor. Las unidades que le rodeaban no eran, aparentemente, distintas de los elementos que había en otros niveles. Caminó hasta donde se encontrase Tyne. Pero no pudo hallar ni el más pequeño altavoz en las unidades.

Un ligero ruido a su espalda le hizo mirar por encima del hombro. Dio media vuelta. El corredor por el que llegó había desaparecido. Las unidades entorno suyo, apretujadas unas contra otras, parecían mirarle.

—Paul Formain —dijo la misma voz que le habló a Tyne. Paul dio media vuelta y levantó los ojos.

—Tu presencia en este punto del espacio y el tiempo está en desacuerdo con la estructura simbólica de la sociedad humana. En consecuencia, tu desplazamiento puede ser ahora legítimamente efectuado.