Capítulo 3

En el exterior, bajo la soleada mañana, el ingeniero de superficie de turno se acercó al orificio de la galería Número 1 atraído por el parpadeo de una luz de alarma en el panel de control, seguida por una señal automática que indicaba que la energía de la galería había sido cortada. Alcanzó el orificio de la galería Número 1, donde, unos minutos más tarde, se reunió con el ingeniero en jefe que, aquel día, conociendo la presencia de un novato bajo tierra, no había quitado ojo de los repetidores instalados en su despacho.

—Ya llega —dijo el ingeniero de superficie, un hombre delgado y de la misma edad que Paul, llamado Diego, cuando el ronroneo de los motores empezó a despertar ecos en el tubo acústico natural formado por el pozo—. Lo ha puesto en marcha.

—Va un poco lento —dijo el director de la Mina Malabar. Frunció el ceño—. Esperemos un minuto y veremos qué es lo que no funciona.

Esperaron. El zumbido y el ruido metálico de las ruedas dentadas fue acentuándose. Al fin, la parte delantera del primer vagón apareció bajo la luz del sol y el vehículo quedó horizontal sobre el liso suelo.

El empleado del servicio de tarde de la recepción del hotel Kho-i-Nor, en la parte baja del Complejo de Chicago, era consciente del hecho de que las pruebas de aptitud a que le habían sometido debían procurarle un trabajo de una categoría particular. Una categoría ornamental: algo del todo inútil desde el punto de vista del moderno equipamiento de los hoteles. Consecuentemente, se esforzaba de manera concienzuda por parecer un perfecto ornamento... es decir, por ser tan anónimo como le resultase posible y tan difícil de notar.

No alzó la vista cuando escuchó los pasos que se acercaban al mostrador y se detenían ante él. Siguió caligrafiando una lista de huéspedes importantes del hotel en un formulario que había junto al tomo de registro.

—He hecho una reserva —dijo una voz masculina—. Paul Formain.

—Muy bien —dijo el empleado, que añadió el nombre a la lista sin alzar los ojos. Dejó de escribir para admirar los elegantes arabescos que formaban las pes y las des nacidas de su pluma.

De golpe, sintió que su propia mano era agarrada y retenida por una mano considerablemente más grande. Aquello interrumpió el movimiento de la pluma. La rara presa mantenía su mano como una mosca aprisionada, sin brutalidad, pero con una sugerencia de poder inflexible muy controlado. Sorprendido, y ligeramente aterrado, el empleado levantó la vista.

Se encontró cara a cara con un joven-viejo muy alto al que le faltaba un brazo... el propietario de la mano que le sujetaba con aquella prueba de poder sin barreras.

—¿Señor? —preguntó. Su voz se elevó a su pesar con un tono un punto más alto de lo normal.

—He dicho —prosiguió el joven con voz paciente— que tengo una reserva. Paul Formain.

—Sí, señor. Naturalmente. —El empleado hizo un esfuerzo para liberarse de la presa que mantenía prisionera su mano. Como si empezase a pensar en otra cosa, el joven la soltó. El empleado se volvió rápidamente hacia el teclado de registro y escribió el nombre. El registró se iluminó y procuró la información correspondiente—. Sí, señor. Exacto. Una habitación exterior. ¿Qué decorado?

—Moderno.

—Bien, señor Formain. Habitación 1412. Los ascensores se encuentran a la izquierda, en la esquina. Comprobaré que le suban el equipaje. Yo...

Pero el joven manco se dirigía ya hacia los ascensores. El empleado le siguió con la vista y luego la bajó hacia su mano derecha, cuyos dedos movió con lentitud. Nunca se había preguntando antes de qué estarían hechos sus dedos.

Una vez en la habitación 1412, Paul se desvistió y se duchó. Cuando salió de la ducha, vio que su única maleta emergía del distribuidor de equipajes. A medio vestir se miró en el espejo, que le devolvió la imagen de un joven delgado vestido con un pantalón gris verdoso seleccionado al apretar los botones del distribuidor de la habitación. Por encima de la cinturilla del pantalón, el pecho y los hombros brillaban con un halo de salud. Las finas cicatrices dejadas por la cirugía plástica desaparecieron hasta tal punto que eran casi invisibles. Habían pasado ocho meses desde el accidente de la mina, se encontraban a comienzos de la primavera, con un cielo gris y un viento helado de marzo que soplaba desde el lago Michigan.

El muñón de su brazo izquierdo parecía un poco arrugado, pero no excesivamente. Se había encogido un poco debido a que no pudo resistir el peso del miembro.

El desarrollo compensador del brazo derecho se había producido en exceso y con una rapidez poco habitual, o aquello dijeron los médicos que trataron a Paul. Le colgaba del hombro, reflejado en el espejo, como un gran bastón hecho de huesos y músculos. El deltoides formaba un abultamiento parecido a una roca en el lugar en que la clavícula se adaptaba a la articulación del hombro; y, desde la parte baja del deltoides, el tríceps y el bíceps se hinchaban como dorsos de ballenas dirigiéndose hacia los músculos más pequeños y nudosos que se encontraban un poco por encima del codo. Por debajo, los músculos flexores y abductores se elevaban como montañas bajas. El grupo tenar de la palma de la mano estaba formado por una masa endurecida que le abultaba la base del pulgar.

A veces, cuando pensaba en ello, le recordaba una maza. No... nada tan desafortunado como una maza. Más bien se trataba de una fuerza irresistible, un ariete anclado en la carne y el esqueleto. Y, tras los ocho meses pasados desde el accidente de la mina, a través del largo proceso de hospitalización y restablecimiento, aquella parte invencible de sí mismo que yacía en la retaguardia de su mente, parecía haber elegido el brazo para sí misma. El brazo era parte de Paul, la parte de él que no dudaba de nada; especialmente de su propia fuerza. Y que no tenía tiempo que perder con un empleado de hotel perezoso.

Oscuramente, aquello preocupaba a Paul. Como un hombre que sintiera de continuo un diente dolorido en contacto con la lengua, con frecuencia se descubría a sí mismo comparando la fuerza de su brazo con otros objetos; y, en cada ocasión, el resultado le turbaba de un modo diferente.

De pie, ante el espejo, estiró la mano y la cerró alrededor del único adorno de la habitación de hotel de aspecto ultramoderno: un jarrón de estaño con forma de tulipán de unos veinte centímetros de alto que contenía una única rosa y que se encontraba sobre la cómoda. El jarrón se ajustó con facilidad a su presa y lo levantó, aumentando ligeramente la presión de los dedos.

Durante un breve instante, pareció que la gruesa pared de metal resistiría. Luego, lentamente, el jarrón empezó a doblarse hacia el interior hasta que la rosa, al ser doblado su tallo, cayó de lado y el agua, surgiendo del recipiente, empezó a correr sobre la contraída mano de Paul. Aflojó la presa, abrió la mano y miró durante un segundo el deforme jarrón. Soltó las ruinas —jarrón y flor— en la papelera y flexionó los dedos. Ni siquiera un calambre. Con aquel derroche de energía, los músculos deberían haber padecido calambres y el brazo volverse inútil durante un rato. Pero no había sido tal el caso.

Acabó de vestirse y bajó a la entrada del camino subterráneo que se encontraba en la planta baja del hotel. Había un biplaza entre los coches vacíos situados cerca de la rampa que llevaba al hotel. Subió y tecleó en el cuadrante el estándar 4441, que correspondía a la dirección del Directorio de todas las ciudades, centros y complejos cuya población sobrepasase las cincuenta mil unidades. El pequeño vehículo enfiló entre el tráfico subterráneo y, quince minutos más tarde, le dejaba en el terminal del Directorio, a cuarenta millas del lugar de origen.

Registró la tarjeta de crédito en la Contabilidad del Complejo de Chicago, y un servicio de ruta le dirigió hacia una cabina situada en la novena planta. Tomó lugar en el disco de un gran tubo elevador en compañía de otras personas, y su atención se vio súbitamente captada por un libro que llevaba una joven en la mano.

El libro estaba situado en un exhibidor portátil, y su título era visible a través de la pantalla del aparato. El título era también una fotografía: la del hombre a quien había visto en la pantalla de visión el único día en que trabajó en la mina. El mismo rostro, la misma boca inteligente. Simplemente, bajo el mentón, en lugar del cuello blanco y la corbata de seda, como diferencia, se veían los colores rojos y dorados de algún manto ceremonial.

En los rojos y dorados se imprimía el título del libro. DESTRUIR.

Alzando los ojos vio, por primera vez, el rostro de la joven que llevaba el libro en la mano. También ella le observaba con una expresión poco habitual y, a la vista de aquella expresión, Paul sintió un impacto silencioso en su interior. Lo que veía eran los rasgos de la joven que se encontrase tiempo atrás un poco apartada del Maestre de la Hermandad en la pantalla central del panel de control de la mina.

—Perdone —dijo la mujer—. Perdone.

La joven se volvió y, empujando ciegamente para adelantar a los demás, dejó el elevador y se alejó a toda prisa por el nivel situado por encima de aquél en que Paul había tomado el tubo de ascenso.

La siguió instintivamente. Pero la mujer ya se había perdido entre la multitud. Se encontró plantado en el centro de la sección musical de la biblioteca del Directorio. Se quedó allí, zarandeado por los peatones, mirando de modo inútil por encima de las cabezas para intentar encontrarla. Paul estaba a menos de un metro de una fila de cabinas, y de una de ella le llegó el sonido apagado de una melodía, cantada por una voz de soprano acompañada en tono menor por la música de un carillón:

En amorosa calma te he esperado mucho tiempo...

La música penetró en él como un viento que soplara desde lejos, y las gentes que se desplazaban a su alrededor se convirtieron en seres distantes y sin más importancia que las sombras. Era la voz de la joven con la que se había encontrado en el tubo elevador. Lo sabía, aunque ella no le hubiera dirigido más que dos palabras. La música aumentaba y le envolvía: uno de los momentos de receptividad hipersensible se apoderó de él y le elevó sobre alas demasiado fuertes para el amor y demasiado grandes para la melancolía.

Mucho tiempo te he esperado en amorosa calma...

Ella era la música, y la música era un viento que silbaba sin fin sobre un campo nevado en dirección hacia una caverna llena de cristales de hielo que repiqueteaban al capricho de la brisa.

Durante el invierno solitario y la titubeante primavera

Mi amoroso deseo de ti no se ha saciado...

Abruptamente, hizo un violento esfuerzo para liberarse.

Le había pasado algo. Miró a su alrededor, consciente una vez más de la multitud que se movía ante él. La música que emanaba de la cabina se había convertido en algo apenas audible bajo el rumor de los pasos y los zumbidos de las conversaciones.

Giró sobre los talones y no vio a su alrededor más que la prosaica sección musical de una de las bibliotecas del Directorio. El encantamiento se había roto.

Y la joven había desaparecido.

Paul subió hasta el noveno nivel y encontró un nicho vacío. Se sentó, cerró la puerta y apretó un botón para ver la lista de psiquíatras locales, marcando su número de crédito recientemente registrado. Luego, tras un pensamiento fugitivo, estipuló que la lista debía limitarse a los psiquíatras que hubieran estado interesados o relacionados en el pasado por el problema de los tullidos. La pantalla, ante sus ojos, emitió un destello luminoso, registrando su petición; un marcador le indicó que la respuesta exigía un retraso de diez a quince minutos.

Paul se arrellanó en el asiento. Luego, siguiendo un impulso súbito, tecleó el título del libro que la joven llevaba en la mano, acompañándolo de una petición de compra. Un segundo más tarde, un ejemplar del libro, encerrado en un exhibidor comercial, cayó en el distribuidor que había ante él.

Lo tomó. La cara que se veía en la cubierta del libro parecía mirarle con una expresión sardónica, como si se divirtiera con algún secreto que la joven conociera acerca de Paul. La imagen reproducida no era parecida a la que viera en la pantalla de la mina, pues, en aquella ocasión, los rasgos se negaron a ajustarse para formar un rostro claramente diferenciable. Paul podía ver por primera vez todo el rostro, pero había, pese a todo, algo que no encajaba. No era tanto una cara como una máscara de cera. Algo sin vida y sin sentido. Paul pulsó el botón que permitía reemplazar la cubierta por la primera página del libro.

Sobre la blanca superficie del papel, el título le saltó nuevamente a los ojos:

DESTRUIR, por Walter Blunt

Paul accionó el botón. Se encontró con la primera página y con una introducción escrita por alguien cuyo nombre le resultaba desconocido. Paul recorrió las casi seis páginas de texto rápidamente. Walter Blunt, leyó, era hijo de padres adinerados. Su familia había tenido intereses de control sobre uno de los grandes bancos de atunes que seguían la ruta circular de migraciones entre las dos Américas y Japón. Blunt había gozado de una infancia brillante, pero indisciplinada. Llevó la vida de los ricos que no tienen nada importante que hacer hasta que un día, con millares de otros cazadores, quedó apresado por una prematura ventisca de invierno, un temporal anormal y descontrolado, mientras cazaba ciervos en la región del lago Superior.

Cuatro cazadores del grupo de Blunt perecieron de frío. El propio Blunt, un personaje de ciudad nada preparado para aquella tormenta, comprendió en aquel crucial momento las Leyes Alternas de la existencia y ofreció el servicio de su vida para preservar la vida en sí. Consecuentemente, salió sin trabas de los bosques y llegó a la seguridad del abrigo sin problemas, sin agotarse, sin morir de frío, a pesar del viento glacial y la nieve, de la baja temperatura y del hecho de que llevaba un traje de caza de los más ligeros.

Tras aquella experiencia, se consagró a las Fuerzas Alternas. Durante toda una vida había creado y organizado la Hermandad del Chantre, compuesta por estudiantes y graduados de las Fuerzas Alternas. El objetivo de la Hermandad era la aceptación universal del principio positivo de la destrucción. Sólo con la destrucción la humanidad podía demostrar su adhesión a las Leyes de la Alternativa, y sólo aquellas leyes eran lo bastante fuertes para salvar a la humanidad de la civilización técnica que estaba a punto de apresarla como a una mosca en una telaraña.

El delicado repique de una respuesta llamó la atención de Paul desde la pantalla que tenía frente a sí. Vio una doble lista de nombres, direcciones y números telefónicos. Dirigiéndose al teclado, semejante al de una máquina de escribir, que había bajo la pantalla escribió un mensaje dirigido a todas las personas cuyos nombres tenía a la vista.

Mi brazo izquierdo fue parcialmente amputado hace siete meses. Mi cuerpo ha rechazado tres intentos de injerto de brazos de repuesto. No se ha descubierto ninguna razón en el proceso fisiológico ordinario para el rechazo. Mis médicos me han sugerido que explore la posibilidad de un factor psicológico relacionado con las causas de intolerancia, y me han recomendado que someta mi caso a los psiquiatras de esta región, donde se han realizado muchos trabajos con amputados. ¿Le interesaría aceptarme como paciente? Paul Formain. Informe número 432 36 47865 2551 OG3 Kll2b, habitación 1412, Hotel Kho-i-Nor, Complejo de Chicago.

Paul se levantó, recogió el libro que acababa de comprar y se dirigió hacia el hotel. Una vez llegó, se encerró en la habitación y empezó a leer la obra de Blunt. Tendido sobre la cama, leyó una colección de insensateces extravagantes mezcladas con hechos razonables y una urgente llamada para que el lector se enrolase como estudiante bajo la dirección de algún miembro de la Hermandad del Chantre. La recompensa prometida por el éxito tras los cursos de instrucción era, aparentemente, poder y posibilidades mágicas que sobrepasaban los más locos sueños.

Era demasiado ridículo para considerarlo con seriedad.

Paul frunció el ceño. Se dio cuenta de que estaba sujetando el libro con cierta precaución. El ejemplar no se movía en el sentido físico del término, pero de él emanaba una vibración que parecía repercutir profundamente en la médula de los huesos de Paul. Un zumbante silencio empezó a llenar la habitación. Uno de sus «momentos» se estaba apoderando de él. Estaba tan tranquilo como un lobo que se sabe cercano a la boca de una trampa. A su alrededor, las paredes de la habitación empezaron a latir. El silencio zumbó más fuerte. El lugar y el «momento» le hablaron:

PELIGRO.

Suelta el libro.

El silencio zumbó aún más fuerte, cegando los oídos de su percepción...

Peligro, dijo su parte invencible, es una palabra inventada por los niños; esencialmente, carece de sentido para un adulto.

Maniobró el botón que pasaba las páginas. Apareció la cabecera de un nuevo capítulo:

LAS FUERZAS ALTERNAS Y LA REGENERACIÓN.

RECUPERACIÓN DE MIEMBROS AUSENTES, INCLUSO DE TODO EL CUERPO

La regeneración reparadora de las panes del cuerpo humano por la epimorfosis, o el crecimiento nuevo empezando por un muñón o un blastema formado en la superficie herida, es una propiedad que las Fuerzas Alternas son capaces de estimular. Encuentra su justificación y su instigación en la acción destinada a la autodestrucción. Como en todo uso y manipulación de las Fuerzas Alternas, el mecanismo es sencillo una vez los principios subyacentes son comprendidos. En tal caso, son el No-Evolucionario (en oposición a las Fuerzas Naturales) y el Regresivo (invirtiendo activamente las Fuerzas Naturales). Estos principios actúan no sólo estática, sino dinámicamente, pues del hecho de su dinamismo se deriva la energía necesaria para el proceso de regeneración...

Sonó el timbre del teléfono de la habitación de Paul, rompiendo el hechizo. La habitación recuperó su forma natural y el libro se apaciguó en sus manos. Desde la cama, vio cómo se encendía la pantalla del teléfono.

—Una llamada del Directorio, señor —dijo una voz grabada en la recién iluminada pantalla.

Sobre la pantalla apareció una lista de nombres seguida de las iniciales de las especialidades médicas físicas y mentales. Uno tras otro, los nombres parpadearon y desaparecieron hasta que sólo quedó uno. Paul lo leyó desde la cama.

DRA. ELIZABETH WILLIAMS

Un momento más tarde, la palabra aceptado se escribía bajo el nombre. Paul dejó el libro con la clara intención de volver a leerlo más tarde.